Todo ocurrió tan deprisa que entonces no fue capaz de reconstruir aquella vertiginosa sucesión de casualidades, el instante que pudo cambiar su vida, deformado después y para siempre en su memoria complaciente, la herramienta de su moldeable conciencia de hombre solo que le animaba a repetirse una y otra vez que estaba absolutamente borracho aquella tarde, borracho hasta la indiferencia, hasta la estupidez, hasta la ceguera, pero no había sido así, y él también sabía que no flotaba una sola gota de alcohol en su sangre cuando el azar decidió convertirse en algo material, un hado sólido que dirigió sus ojos hacia donde no debían mirar, porque estaba nervioso y sintió efectivamente la tentación de tomarse un par de copas antes de salir de casa, pero pensó que más tarde acabaría bebiendo de todos modos, para bien o para mal, y acabó encontrándole alguna ventaja a la idea de reservarse para la noche.
Se miró decenas de veces en el espejo con la mala conciencia de estar comportándose como un gilipollas, el mismo atuendo, las mismas dudas, el mismo hueco ávido perforando su estómago y el recuerdo de la espantada previa, el sandwich de varios pisos que no había podido digerir todavía. Tenía un plan, un breve y concreto proyecto de actuación tras el que guardarse a sí mismo, llegar antes de la hora, buscar un observatorio propicio, contemplarla a placer antes de acercarse a ella, pero aunque había invertido mucho tiempo en definir vagamente la mejor táctica, ahora se daba cuenta de que tenía miedo, y recordaba a Teresa, su repetida audacia, sus fracasos. No pierdo nada con probar, se repetía, pero esa afirmación íntima perdía potencia por momentos, al tiempo que la deserción se perfilaba como una opción confortable y plagada de ventajas.
Bajó las escaleras muy despacio, juntando las piernas en cada peldaño, como si intentara transmitir a sus rodillas el titubeo que no cesaba de estrangularle metódicamente por dentro. En la calle, sus pies fueron afirmándose lentamente sobre las baldosas de la acera. Confiaba ya en el sol, y en la previsible ausencia de ella, una mujer casada, seguramente satisfecha de la generalidad de su vida, que contestaba a los anuncios sólo por hacer algo, una antigua tradición, obedecer al reclamo de la botella de vidrio verde tras naufragar en ningún mar, ninguna playa, ninguna isla, tan sólo para llorar a distancia sobre los hombros anónimos de un hombre que imaginaba tibio y fascinador, como los que pueblan las ensoñaciones fáciles de las adolescentes encerradas en tarde de día de fiesta, pero de quien no suponía que fuera a existir en realidad. También se echan al buzón las cartas dirigidas a los Reyes Magos, Palacio Real de Oriente, etc, etc. Será eso, se aseguraba una y otra vez, tratando en vano de disipar su inquietud, empeñándose en cerrar su conciencia a la experiencia que le gritaba desde algún recóndito lugar de su cerebro que abandonara a tiempo.
Tenía veinte años justos e indicios suficientes de lo que le esperaba, y sin embargo se había lavado el pelo, y las gafas, y estrenaba pantalones. Su ruta había sido otra aquella tarde, había quedado en Princesa, hacía frío. La voz de Teresa sonaba dulce desde el otro lado del teléfono, ¿te acuerdas de lo que hablamos en París?, quiero verte. Podría haber escogido una fórmula más distante, menos comprometida, pero dijo exactamente eso, quiero verte, y él no fue capaz de disfrazar su emoción imprimiendo siquiera un mínimo tinte de indecisión a su voz, eligiendo una muleta cualquiera antes de desplomarse, no sé si podré, llámame mañana, he quedado ya, debería de haber contestado algo así, pero no pudo, y asintió firmemente, tenaz como un muñeco de cuerda, apenas pronunció otra palabra que sí, dijo sí a todo, sí todo el tiempo, apoyado en la pared, cubriendo completamente el auricular con la mano, sí, como tú quieras, claro, como a ti te venga bien.
Intentó reconstruir con precisión la larga, desmesurada conversación que habían sostenido en París, de bar en bar, aquella noche interminable que ahora le pesaba tanto por su brevedad. Habían hablado de muchas cosas, no le resultaba fácil recordar un tema estelar, él también estaba borracho. Le asaltó por un instante la imagen de un papel blanco doblado en cuatro entre los dedos de una mano delgada, pequeña, y recuperó sin pretenderlo el desagradable sonido de un acento extraño, a medio camino entre el francés y el porteño, la fórmula del penúltimo rechazo, pero no era posible que Teresa quisiera volver a hablarle de aquel hombre, porque tenía amigas, mujeres como ella, a quienes recurrir para analizar un suicidio semejante con mejores garantías de comprensión solidaria de las que él mismo podría ofrecerle nunca. A ella le gustaba el jazz, a él no. Habían discutido de eso también, y de la vida y obra de Ernest Hemingway, a quien él había rechazado de plano en la más absoluta ignorancia de su vida y de su obra, con la profunda convicción en cambio de que sólo esa actitud podía ser la correcta frente a la imagen del cargante anciano que posaba sin cesar, perpetuos ademanes de hombre bueno, detrás de la barrera de alambre, más estrella que el toro y que el torero. Teresa no había insistido mucho, así que tampoco el viejo yanqui de la barba redentora les uniría de nuevo. Luego, menos por el aumento gradual de la confianza entre ambos como por la creciente intensidad de la intoxicación etílica que llevaba a cuestas, ella había comenzado a hablar en solitario, y había seguido conversando frente a él, más que con él, durante horas, casi hasta el final. Había querido volverse anciana para resumir su vida en un puñado de nombres, y había ido desgranándolos lentamente, evocando su rostro y el tamaño de sus manos, su edad y el sentido de su abandono, su peso y la nostalgia que por cada uno de ellos era capaz de sentir aún. Él la escuchaba en silencio, interviniendo apenas, sólo para insultarles como un eco, en su voz el reflejo de cada uno de los insultos, las secas sentencias emitidas por ella, que asentía gravemente después para confirmarlo, sí, la verdad es que se portó como un cabrón, y luego tomaba aire para empezar otra vez, yo le quería, ¿sabes?, le quería. Agotó la lista de todos sus amores contrariados antes de mirarle un instante a los ojos y aferrar su muñeca fuertemente con la mano. Si yo pudiera, dijo entonces, si yo pudiera lograr… Le pidió que terminara la frase pero ella no quiso seguir, él no le dio importancia, los dos estaban borrachos, bebieron un poco más, hablaron de otras cosas, la facultad y la carrera y los padres y los hermanos y las vacaciones y los horarios, y sólo al final, su mano empuñando ya el picaporte de una puerta sucia, mal pintada, en el sucio y mal pintado corredor de aquel horrible hotel barato, cuando él, tras despedirse cortésmente, se disponía a marcharse a su habitación, dos pisos más arriba, Teresa le detuvo con la mirada y habló por fin, con el ridículo acento de las cosas trascendentes. No soy una mujer coherente, dijo, no consigo serlo. Él se quedó callado, parado, mudo. No debería hacer estas cosas, lo de esta tarde, en fin…, prosiguió tras una larga pausa, complaciéndose un momento en su debilidad. Soy adulta, soy inteligente, soy consciente de todo esto y de que no debería comportarme así y, sin embargo, no consigo hacer lo que debo, yo qué sé, enamorarme de un tío como tú, vulgar y corriente, alguien con quien comprarse una casa, y tener hijos, y esas cosas. A veces pienso que nunca seré feliz, y que sólo yo tendré la culpa. Pero te estoy entreteniendo, y ya es muy tarde. Gracias por todo y buenas noches.
Entonces él se fue a la cama, y no podía dormirse, y bajo el desagradable peso de unas sábanas húmedas, no quiso seleccionar ningún fragmento de lo que había ocurrido aquella misma noche, estaba demasiado contento, le bastaban la conciencia de haberla tenido para él solo durante tantas horas y el recuerdo de la sonrisa cómplice de aquel camarero que barría con desgana un bar desierto, los ojos brillantes sobre el enorme mostacho oscuro. Luego, de vuelta a casa, analizó ya, casi en contra de su propia voluntad, el parlamento último de Teresa, y concluyó que esa chica era un poco imbécil, porque sólo una imbécil, y una imbécil pedante, engreída, soberbia, podría hablar así con veinte años. En realidad, lo que no soportaba era saber que ella le consideraba un tío vulgar y corriente. Vulgar y corriente serás tú, optó por consolarse, que has visto demasiadas películas y no te enteras de por dónde van los tiros. Esta última, imprecisa reflexión, le tranquilizó y tuvo la virtud de sancionar para siempre como correcta la imagen de la Teresa más joven, casi adolescente, el pelo alborotado, la piel incomprensiblemente macilenta, que, aferrada con desesperación a la tela de sus pantalones, suplicaba clemencia con lágrimas de verdad, repitiéndose, repitiéndole, que nunca más volvería a confundirle con un pobre hombre.
Pero luego le llamó por teléfono y se lo dijo, quiero verte, y el mundo se retorció sobre sí mismo nuevamente, porque él no podía recordar con exactitud de qué habían estado hablando en París pero se convenció de que aquella llamada no podía ser otra cosa que un acta de rendición, un intento por imprimir coherencia a una vida que carecía desde luego de ella, la definitiva petición, en suma, de una clemencia distinta, concreta, vulgar y corriente. Y ya no quiso, no pudo, no tuvo ganas de recuperar su propia, parcial dimensión, de una mujer que venía, tenía que venir, a ofrecérsele en todas sus dimensiones objetivas, comprarse una casa, tener hijos, y todo eso. Ahí se jodió Teresa, resumiría para sí mismo años después con cierta irónica amargura, al reconstruir de vez en cuando la larga y pintoresca lista de sus fantasmagóricas amantes inventadas sólo a medias, pero entonces no se limitó a esperar los acontecimientos que habrían de suceder, sino que se colocó por delante de ellos.
No encontraba violetas en ninguna parte, su ausencia llegó a hacerse desesperante.
Llegó a considerar la posibilidad de elegir otra flor, pero al fin y al cabo las violetas crecían en invierno, en alguna parte debían de estar, no podían haber desaparecido así, de repente, de la faz de la tierra. Flores baratas y humildes, ligadas a la leyenda de la ciudad y a la estela de los amores sinceros y trágicos, tenían que ser violetas, decidía, y, estrujando el paquete que ocupaba el bolsillo izquierdo de su trinchera de soldado de infantería norteamericano, sacada de la base a muy buen precio, siguió intentándolo, suplicando violetas de tienda en tienda, hasta que las encontró, y compró tres manojos lamentando casi su bajo coste, hubiera preferido que fueran más caras, algo más caras al menos. Tuvo que insistir para que la dependienta reuniera todas las flores en un solo ramo diminuto, pero no consiguió que aquella vieja malencarada, que tan a las claras mostraba su fastidio por verse obligada a manipular una mercancía que dejaba tan poco beneficio, ocultara el cordel con una cinta de colores.
Teresa las acogió con perplejidad, aunque él no quiso darse cuenta. Fue sólo un instante, apenas una fracción de segundo, pero dispuso del tiempo preciso para contemplar cómo el más genuino de los asombros se dibujaba nítidamente en un rostro escéptico, y para desmentirse inmediatamente después tal impresión. Ella le ayudó al principio, porque sonriendo abiertamente le tomó del brazo para echar a andar en la dirección opuesta a la que él habría escogido, sin apresurarse demasiado en desmoronar todas sus esperanzas, y él había concebido todo un proyecto de conversación, pero apenas pudo llegar a esbozarlo, engarzando ingeniosamente unos temas con otros, tal y como tenía previsto, porque fue ella quien habló toda la tarde, y sus primeras palabras bastaron para despertar en él la memoria exacta de lo que había sucedido en París, una simple alusión, un par de aclaraciones indirectas después, y nada más, pero era eso, lo comprendió sin esfuerzo ahora que ya era tarde, y no sintió nada, Teresa hablaba sin parar, y él asentía como si alguien hubiera posado una mano ajena en su nuca e impulsara periódicamente su cabeza hacia delante, aparentemente de acuerdo en todo con ella, mirándola sólo de reojo, sus manos enfundadas en guantes de lana, un color distinto para cada dedo, asomando desde las mangas de un gigantesco chaquetón de ante forrado de piel de borrego, toda la ropa dos tallas más grande de la que hubiera escogido para ella su madre, un pañuelo de algodón bordado con hilos dorados al cuello, y un gorro negro sobre la cabeza, no se atrevía a mirarla de frente, pero la escuchaba, y le daba la razón, y no sentía nada todavía, y no entendía del todo sus palabras transparentes, esto se acaba, ya lo sabes, todos lo sabemos, que esto no va a durar mucho más, y nosotros nos merecemos el futuro, justicia, progreso, futuro, sus ojos brillaban para subrayar el color de las mejillas arreboladas por el frío, un vaho blanquecino escapaba de su boca mientras brotaban chispas de su piel iluminada, y su cuerpo pequeño temblaba, y él asentía en todo para no escuchar nada más, y sin embargo sabía que era inútil plantear cualquier resistencia, porque el discurso de Teresa era infinito y él debería haber adivinado su sombra tras la voz que sonaba tan dulce al otro lado del teléfono, ya lo había apuntado en París, pero aquella noche que paulatinamente iba adquiriendo las torturadoras proporciones de una pesadilla en su mente repleta, tan atronada por el eco de las palabras repetidas que ya no disponía de espacio para albergar el desconcierto, ella no debía de sentirse con fuerzas, mientras que ahora las tenía todas, íntegras, intactas, arrolladoras, y no para pedir clemencia, sino para exigir su cuerpo y su alma, su honor y su fuerza de trabajo, una apuesta total por el mísero futuro que les depararía un siglo traidor, y él movía la cabeza hacia delante como un autómata, indiferente al entusiasmo de ella, que sólo podía comprender de una manera sus gestos mansos, y le apretaba fuerte el brazo con los dedos.
Habían llegado a Rosales y recorrían las fronteras del parque por la acera desierta. El invierno se notaba en el viento, en la oscuridad prematura y en el brillo metálico de los cierres que alteraban el apacible aspecto de lo que ambos sabían ligeros quioscos acristalados, ahora frías garitas vestidas de acero ante terrazas ausentes. Desde allí podría sospecharse que la ciudad había muerto, el silencio se hizo casi total. Se detuvieron al mismo tiempo, para mirar y escuchar, y entonces ella le besó, posó los labios sobre su mejilla, muy cerca de la comisura de la boca y él, con una rapidez insólita, tomó la cabeza de la muchacha entre las manos y la desvió ligeramente, y ella se lo permitió, le franqueó la entrada a su propia boca y le devolvió aquel beso casual, frívolo, político, que él atesoraría durante años como uno de los momentos culminantes de su vida.
En su memoria, aquel instante llegaría a alcanzar la naturaleza débil y amarillenta de un pergamino finísimo, muy viejo y raído ya por los bordes, la morbosa condición de los recuerdos obsesivos, invocados cada día con frecuencia sistemática, deliberadamente desgajados del resto de la historia, de todas las historias, porque dentro de su cabeza la escena siempre terminaría con aquel beso dulce y abrupto, él besando durante tanto tiempo a Teresa en medio de la acera, no había nada después, se negaba a recordar, a reconocer el resto. Cuando se decidió a extraer el contenido de su bolsillo izquierdo ya sabía que nunca debería haberlo hecho. El paquete estaba destrozado, él mismo lo había destruido sin darse cuenta, presionando y pellizcando con las uñas el envoltorio de papel de colores durante los fragmentos más intensos del discurso de ella, como esperando obtener alguna dosis de fortaleza a partir de la nimiedad de aquella acción, y ahora el resultado era un indefinible amasijo de papel brillante y reflejos azules que desbordaba la superficie de su mano tendida hacia delante para desconcertar a su destinataria, que lo miraba fijamente, la perplejidad instalada ya en todas las esquinas de su rostro, preguntando sin hablar, la boca abierta. Él, que no se sentía capaz de articular disculpa alguna, optó por esconder los restos del paquete en su refugio inicial, pero la curiosidad de ella pudo más, y cuando sintió que aquella mano multicolor se aferraba a su muñeca, deteniéndola, se dijo que no estaba haciendo nada malo, y extendió la mano de nuevo, explicándose, es un regalo, lo he traído para ti. Entonces ella se inclinó y tomó uno de los extremos de la bolsa con la punta de sus dedos enguantados, como si temiera ensuciarse al contacto con el plástico, y la elevó en el aire para desembarazarla de cualquier resto de color, su primitivo envoltorio hecho pedacitos que se desparramaron por el suelo en un grotesco simulacro de fiesta infantil. Yo no sabía, se explicó él, no suponía que fuéramos a hablar de política, pero tuvo la sensación de que sus palabras no llegaban a los oídos de ella, que se impuso una suerte de laica misericordia para preguntarle con voz neutra, pero esto ¿qué es?, y sintió la tentación de darse la vuelta y salir corriendo, dudaba acerca de la variedad de ridículo que resultaría menos deshonrosa, al final contestó vagamente, eran de mi madre, y se dio cuenta de que ella no entendería aquel regalo y de que nunca podría reprochárselo, porque nadie podría entenderlo, porque no era un regalo, no era ninguna cosa y no tenía ningún valor, un simple puñado de plumas teñidas de azul celeste, y presintió lo que iba a ocurrir, lo que iba a perder, y todavía no fue capaz de sentir nada, pero si está vacío, dijo ella, y el movimiento de sus manos le advirtió claramente del sentido de la etapa sucesiva, no hagas eso, llegó a decir, pero no a tiempo, y alargó tarde una mano hacia la mano de ella, que, deshecho ya el nudo, invertida la bolsa, la abertura hacia abajo, agitaba con fuerza lo que ya no era más que un transparente esqueleto translúcido mientras repetía, pero si aquí no hay nada, no te entiendo, ¿dónde está el regalo?
Debería habérselo contado, haberle explicado que lo que ella interpretaba como un simple aderezo era en sí mismo un pobre tesoro, pero sucumbió sin resistencia al repentino cansancio que multiplicó en un instante hasta el infinito el peso de sus brazos, de sus piernas, de sus pies, que parecían ir a hundirse en el suelo de puro pesados, y luego buscó las flores en sus manos y no las encontró, su chaqueta no tenía bolsillos y las violetas no estaban, las habría tirado en una papelera sin que él se diera cuenta, flores baratas y humildes, ligadas a la leyenda de la ciudad y a la estela de los amores sinceros y trágicos, absurda ofrenda profanada por las torpes manos de una sacerdotisa con sentido práctico. El cansancio se hizo más intenso. No podía reprocharle nada. Se despidió brevemente, adiós, sin dar más explicaciones, giró sobre sus talones y echó a andar, alejándose de ella.
Se agachó para recoger del suelo una pluma azul, sucia y entera. Obedeciendo a un viejo instinto, cerró los ojos y la guió a ciegas hasta situarla sobre uno de sus párpados, que recorrió muy despacio para recuperar el calor en aquella antigua caricia. La estiró con la punta de los dedos para prolongar su vida y la depositó con cuidado en uno de sus bolsillos mientras seguía andando. Renunció a recuperar las demás, dos, tres docenas de pequeñas plumas azules que, animadas por un golpe de viento, bailaban ahora a su alrededor, un regalo que no era ninguna cosa y que no tenía ningún valor. Cuando cruzó el semáforo pudo escuchar, ya muy lejos, la voz de Teresa, que bruscamente repuesta de su perplejidad corría hacia él, llamándole por su nombre y gritando, pero bueno, entonces ¿cómo quedamos?
Pensaba en Teresa mientras caminaba lentamente, acudiendo a otra cita peligrosa, más peligrosa aún porque no cabían los malentendidos y porque había pasado demasiado tiempo, y la recordaba, la chaqueta de ante y el gorro de lana negra, tan distinta de la mujer con quien había tropezado en una hamburguesería un par de años antes, o quizás tres, no se acordaba bien. Llegó a sentir cierta emoción, pero no se inquietó por ello. Proyectó una estúpida travesura, comprar flores nuevas, aunque ya no fueran violetas, y se sorprendió sonriéndose a sí mismo, imaginando la imprevisible reacción que tal regalo desencadenaría en su anónima corresponsal, la mujer X, esa criatura ávida de emociones fuertes, piel hastiada en pos de una violencia imaginaría, sólo un recurso para recuperar la consistencia, el escalofrío perdido, flores, un gesto en definitiva distante, por lo cortés, para con aquella niña triste que buscaba la felicidad fuera del camino vallado, de espaldas a la aparente dignidad de los seres humanos. Sería divertido verlo, pensó, sonriendo todavía, mientras recorría el último tramo echando un vistazo a su alrededor, apostando contra sí mismo a que no encontraba una floristería abierta por los alrededores. Desembocaba ya en la Plaza de España cuando tropezó con una anciana diminuta, una melena de canas despeinadas enmarcando un rostro muy pequeño, los ojillos rasgados como dos puñaladas y los labios finos, que vendía las pocas flores que cabían en dos cubos de plástico llenos de agua. Él se detuvo en seco, como si por un instante creyera en el destino. Ella le miró sonriente.
—¿Quiere claveles?
—No sé.
—También me queda un ramo de rosas de éstas, pequeñitas —y al inclinarse hacia delante para enseñárselas, él pudo observarla mejor y descubrió que no era tan vieja. No debía de tener más de cincuenta y cinco, sesenta años, aunque las ropas negras que cubrían su cuerpo enjuto y el diente de oro que brillaba junto a un hueco vacío disimulaban muy bien su edad auténtica.
—Ya… Pero es que no sé si quiero flores.
—¡Ésa sí que es buena! —se golpeó sonoramente la cadera con la mano abierta mientras soltaba una carcajada—. Entonces ¿se puede saber qué está haciendo aquí?
—Bueno, me llevaré algunas, sí… ¿Cuáles me recomienda?
—¿Son para una chica?
—No. Creo que las pondré en casa, en un jarrón.
—Entonces llévese uno de éstos —le alargó un ramo multicolor compuesto por margaritas, clavellinas, capullos de rosa y algunas flores más, aparentemente silvestres, que no pudo identificar—. Ya vienen cortadas y preparadas, ¿lo ve?, con su boj y todo. No tiene que hacer nada más que colocarlas. ¿Tiene ya encendida la calefacción?
—No.
—Entonces nada, pero de todas formas, eche una aspirina en el agua. Le durarán frescas mucho más tiempo. Son quinientas pesetas…
Cogió el ramo y buscó en sus bolsillos hasta encontrar la moneda exacta. Cuando ya se daba la vuelta para alejarse, ella, dejando caer el dinero con un gesto preciso en el bolsillo de su delantal, le chistó para llamar su atención. Luego sacó del cubo el ramo de rosas pequeñitas, eligió una, la cortó hábilmente con los dedos y se la tendió.
—Tome, ésta para usted. Es una pena que los hombres ya no lleven flores en la solapa, era una costumbre muy bonita. Yo se la pondré. Así, muy bien… Hasta la vista, y muchas gracias.
—Adiós —contestó él, palpándose perplejo el extraño bulto que asomaba en su chaqueta, y preguntándose qué iba a hacer ahora con aquel ramo de flores en la mano, al encuentro de una mujer desconocida, seguramente una enana gorda con pelos en la barbilla, que quería ser su esclava porque había leído un anuncio, una bella colección de mentiras inventadas por él mismo, en esa revista que todo el mundo compra para encontrar un piso, y comprendió exactamente que debía de estar loco, loco perdido.
Se detuvo en la acera, presa de un sentimiento de pánico que por fin expresaba cierta sensatez, y miró en dirección a la plaza, decidido a abandonar, pero a partir de entonces los acontecimientos se precipitaron como los fotogramas de una película mal enrollada en la invisible cámara manejada por un demente, secuencia breve e infinita a un tiempo de imágenes incomprensibles, una sucesión de manchas sin sentido que escapaba vertiginosamente a los ojos de ningún espectador, recorriendo a toda prisa una sábana arrugada, y buscó una papelera, y tiró las flores, se volvió un segundo para comprobar que la vieja lo había visto todo pero le sonreía aún, y no le importó lo que pudiera pensar, ella estaba sentada sobre un poyete con aquella revista entre las manos, y él no vio nada más al principio, su cuerpo atenazado por los tajantes gestos del destino en el que ya no tenía más remedio que creer, las heladas garras de hierro que le paralizaron en medio de la calle tanto como su propio estupor mientras se dejaba sobrecoger por la sorpresa, el corazón estremecido reventándole los huesos y la imaginación en marcha, y no pudo recordar entonces que nada en la carta aludía a tal contraseña, que aquel cuadernillo de papel entre unas manos femeninas no tenía ningún significado, no pudo reparar en ello porque se sentía incapaz de gobernar sus propias percepciones, vencido ya por la voluntad de mirar solamente a través de su propio deseo, que quiso reconocer en la mirada frágil de aquella muchacha fea la extraña potencia que nunca volvería a hallar en rostro alguno, porque sólo sus ojos bastaron para conmoverle, para hacerle comprender la verdad que permanecía tras aquella larga sarta de embustes, el marido rico, la casa en las afueras, el cansancio de los mimos, entonces la compadeció y la quiso terriblemente, entonces, apenas unos instantes, antes aún de darse cuenta del color de su falda de algodón amarillo.
—Hola. ¿Buscas novio?
—No. Busco piso.
—Pues lo llevas claro…
—Sí, ya lo sé. Está muy difícil.
—¿Y te vas a llevar a los siete enanitos?
—No te entiendo.
—Que si vais a mudaros todos los de la comuna.
—No te entiendo.
—Los de los pendientes.
—¡Ah, ya! No. Me voy a marchar yo sola.
—Muy bien.
—Sí…
—Muy bien.
—Sí.
—Toma. La acabo de comprar, pero no me acostumbro a llevarla en la solapa.
—Gracias. —Oye… ¿no estarás enfadada conmigo por lo del otro día, eh?
—Aquello… Bueno, no lo sé, pero no, supongo que no.
Levantó la cara para mirarle por fin a los ojos y sólo entonces sonrió.
Cuando Manuela se levantó y él la tomó del codo para dirigir sus pasos, aquella mujer se cruzó con ellos por primera vez. Llevaba una gabardina azul marino, un rasgo de excentricidad casi llamativa en una tarde calma y soleada como aquélla, y el pelo recogido en la nuca con un pasador adornado por diminutas flores de tela. Era joven y razonablemente guapa. Andaba deprisa y él apenas se fijó en ella.
Unos minutos después volvieron a encontrarla, sentada tranquilamente en un banco, en su rostro la plácida expresión de quien espera el advenimiento de un dios, la llegada de alguien que dispone de toda la eternidad para llegar. Manuela, que hablaba sin parar, se detuvo para comprarse un helado. Entonces, mientras él escuchaba de reojo su parloteo —el tamaño y el precio de los barquillos, desnudos o recubiertos de chocolate, tostados o sin tostar, pistacho, no, espere un momento, mejor menta con trocitos de chocolate, uno grande—, una ola de aire tímido y caliente se cebó con la tela oscura, levantando un pico de aquella gabardina azul para mostrar la brillante esquina de un mundo amarillo, apenas un fogonazo, presagio suficiente del color que identificaba, con aquel rostro, los sueños y la vigilia de la mujer sentada en un banco.
Mientras caminaba junto a Manuela, por fin San Bernardo arriba, no sintió ninguna necesidad de pensar en la mujer solitaria que esperaba en vano, todo su cuerpo una contraseña oculta, estéril ya en la ausencia de sus propios ojos, sentada en un banco de la plaza. Consciente de su error y de la magnitud de éste, recordó que es mejor no conocerlos, y renunciando a esperar signo alguno, se concentró en los trabajosos afanes de su acompañante, que parecía empeñada en prolongar hasta el infinito la existencia de aquella bola verde salpicada de lunares oscuros que se tambaleaba inciertamente sobre un cono tostado y frágil, apurando él también la misteriosa indiferencia frente al porvenir inmediato que le envolvía como una extraña paz bajo la luz pálida de un sol rendido, resignado ya a desvanecerse lentamente en la frontera de una noche cálida.
Ella le devolvía la mirada de vez en cuando, divertida.
—Es toda una técnica, ¿sabes? —se animó a explicar por fin—. Lo primero que hay que hacer es hundir la bola dentro del cucurucho apretando la lengua con mucho cuidado, así, ¿ves?, pero evitando que se desparrame por los lados. Para conseguirlo, hay que barrer todo el borde y procurar que el helado sobrante caiga en el centro, y luego hundirlo como lo demás, pero no mucho, porque si aprietas demasiado, el barquillo puede reventar. Primero rebañas con la lengua lo que se ha quedado pegado en las paredes, y después muerdes el cucurucho hasta que el helado vuelve a llenarlo del todo, lo hundes otra vez hacia abajo, y así todo el tiempo… Dura muchísimo, haciendo esto.
—Te ponen de buen humor, ¿eh?
—¿Los helados? —preguntó ella mientras hacía desaparecer el último ápice de barquillo dentro de su boca con una expresión casi melancólica—. Es posible, no creas… Me gustan mucho, pero no los tomo muy a menudo, como engordan tanto y yo siempre estoy a régimen…
—¿Tú estás a régimen?
—Sí, claro —afirmó, antes de llegar a identificar el sentido exacto de aquella pregunta. Luego, tras reflexionar unos instantes, presintiendo que él estaba a punto de disculparse, se sintió obligada a dar explicaciones—. Sí, ya sé lo que estás pensando, no, en serio, si ya lo sé… Es verdad que estoy gorda, pero mira, si no me recordara a mí misma de vez en cuando que estoy a régimen, sería un auténtico monstruo, una mujer descomunal. Lo que pasa es que me gusta comer, me encanta, de verdad, disfruto muchísimo comiendo, y a veces, como esta tarde, me digo, pero bueno, si esto son dos días, si no me como este helado y mañana van y me atropellan, por ejemplo, y me muero, pues… ¿qué habrá ganado mi cadáver con doscientos gramos menos?
—Nada, claro.
—Claro. Por eso me compro un helado y me lo como, y me sienta de puta madre, por supuesto, ¿cómo me va a sentar…? Hombre, luego voy a comprarme ropa y me entra la angustia, porque no quepo en ninguna de esas tallas únicas que hacen ahora, las faldas se me encallan a medio muslo y se quedan ahí, ni suben ni bajan. A veces tengo ganas de llorar en los probadores y todo, porque yo antes era muy delgadita, ¿sabes?, las amigas del colegio me llamaban la meseta, no tenía caderas, ni tetas, ni nada, era totalmente plana, lisa como una nadadora alemana, y ya ves ahora… En fin, que cuando salgo de la tienda me gasto la pasta que llevo en invitarme a merendar, pero a merendar bien, como en el pueblo, empanada de sardinas y esas cosas. Es una tontería, porque engordo más, pero mira, por lo menos se me quita la depresión…
—Entonces está bien —aprobó él, asintiendo gravemente con la cabeza. No era capaz de sentir compasión por las mujeres gordas. Su grotesca torpeza, los resoplidos que dejaban escapar al coronar una simple escalera, los pelos pegados a las sienes de sudor, la piel en torno a los ojos lívida de congestión, las pupilas inflamadas, les confería en su imaginación la desagradable debilidad de un cachorro inválido de puro obeso, imagen que los hombres gordos evocaban en él con mucha menos insistencia. Pero Manuela apenas sobrepasaba los límites de una gordura aceptable y él, desde su barriga más que incipiente, no ignoraba que corrían tiempos crueles—. Lo malo es que ahora, seguramente, no tendrás nada de hambre… —añadió, casi en la esquina de su propia calle.
—Pues no, claro, pero si es de día… ¿Es que tú cenas a estas horas?
—No, no, es sólo que… Yo lo decía por ir a algún sitio.
—Menos mal, porque a estas alturas, una ya no sabe…
—Aunque si quieres vamos a casa. Yo vivo ahí mismo, en ese edificio de ladrillo rojo.
—¡Ah!, pues vamos —contestó ella, con una seguridad que le hizo sentirse todavía más ridículo—. Antes lo hacía aposta, ¿sabes?
—¿Qué?
—Lo de comer helados, o palomitas, o lo que fuera, para no tener hambre después, cuando llegué a Madrid lo hacía aposta.
—Pasa —dijo él, invitándola a entrar en el portal—. Y ¿por qué hacías esa bobada?
—Es que no tenía un duro, y pensé que era una buena idea, hacer caso de lo que decía mi madre, que comer a destiempo quita el hambre, pero qué va, la verdad es que no lo despista siquiera, solamente lo retrasa… ¿No hay ascensor?
—No.
—Y ¿en qué piso vives?
—En el cuarto y último.
—¡Uf! El caso es que me despertaba a las tres de la mañana con un agujero en el estómago que me moría, en serio, era horrible, aunque la verdad es que para adelgazar estaba muy bien.
—¿Por qué te viniste a vivir aquí?
—Para estudiar magisterio.
—Y no lo hiciste…
—Empecé, pero luego me aburrí… Espera, ¿dónde está la luz? Enciéndela, rápido…
Actuó deprisa, sucumbiendo a la sincera alarma de sus palabras, y palpó nerviosamente la pared con la mano mientras comenzaba a advertir que tenía un corazón en el desbocado latido de sus muñecas. Temía la oscuridad todavía, y llegó a asustarse de verdad, pero, cuando por fin logró apretar el interruptor, nada en el oscuro descansillo del segundo piso le pareció nuevo o fuera de lugar. Sólo encontró allí las mismas paredes sucias, las mismas puertas viejas, tres o cuatro cerrojos bajo la benévola mirada de un barbudo Jesucristo de latón con el pecho inflamado en aparatosas llamas, que veía todos los días. Manuela sin embargo, los ojos dilatados por la atención, la nariz más apuntada que de costumbre, recorrió con la mirada todas las esquinas de aquel exiguo espacio antes de doblar sigilosamente una pierna para descalzarse con su mano diestra, y empuñando el zapato por el tacón con aire criminal, lanzarse violentamente hacia delante con una sonrisa de satisfacción y un confuso discurso, ahí estabas, hija de puta, toma, si supieras el asco que me das… Él se acercó perplejo, a tiempo para asistir a la más concienzuda y sistemática ejecución de cucaracha que contemplaría en toda su vida. El insecto, un ejemplar adulto, muy grande y de color negro brillante, reluciente como el charol, fue reducido primero a un repugnante amasijo sanguinolento para seguir soportando después los golpes de la suela de cuero hasta desaparecer casi por completo, su rastro apenas una húmeda mancha oscura sobre la madera desgastada, blanquecina de lejía.
—¿Por qué te cebas así con ellas? —preguntó entonces él, aún sorprendido.
—No me cebo. Las mato, solamente.
—No, no es eso. A mí también me dan mucho asco, pero yo las piso una sola vez, y ya está.
—Entonces crujen, y no soporto que crujan, por eso siempre las mato así. Dando muchos golpes muy seguidos escuchas sólo el zapato contra el suelo, no su crujido… Además, yo soy de pueblo, y a la gente de pueblo no nos gustan los insectos, porque se comen las cosechas. Mira, yo he vivido siempre en una casa baja con un huerto al lado, y los he visto así de gordos —la distancia entre su índice y su pulgar, extendidos al límite, configuró por un instante la improbable longitud de un insecto del tamaño de un ratón crecido—, todos los días, en serio, de un tamaño que tú ni te los imaginas, en la mesa del comedor, y hasta encima de mi cama, que una vez me encontré una de éstas, pero de las voladoras, que son todavía más repugnantes, posada en la colcha y me tiré tres noches sin dormir. Así que cuando me encuentro uno cualquiera, lo machaco, aunque sean inofensivos, y no hagan nada, y todo eso, yo lo machaco igual. Total, no valen para otra cosa que para dar asco a las personas…
—Supongo que para algo más servirán…
—Sí, para que se los coman los pájaros, pero yo, de momento, tengo claro que no soy un pájaro.
—Bueno, pero no te enfades.
—No, si no me enfado… ¿Tienes masilla de ésa de las ventanas, plastilina, o algo así? —Él asintió con la cabeza—. Pues tapa el agujero de ese rincón. Me apostaría algo a que salen de ahí.
—¿Sabes hacer licor de café?
—¿Qué? —y enarcó las cejas entre risas, mientras reemprendía pesadamente la marcha.
—Mi tata también adivinaba siempre dónde estaban los nidos de las cucarachas. Era infalible. La atropello una bicicleta cuando yo era pequeño y se quedó paralítica. Entonces volvió al pueblo y las cucarachas nos invadieron. Mi madre andaba todo el santo día persiguiéndolas, con polvos de colores, blancos, amarillos, grises, pero nunca encontró el nido. Al final tuvimos que llamar a los del Ayuntamiento, pero no eran tan buenos como Plácida, que además sabía hacer un licor riquísimo con aguardiente y café recién hecho. Debía ponerle algo más, porque he intentado hacerlo muchas veces y no me sale igual.
—Azúcar, cáscara de limón y canela en rama —sugirió ella, resoplando ya con la intensidad prevista al alcanzar su definitiva meta, el piso cuarto y último.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque las guindas en orujo lo llevan. Si quieres, podemos intentarlo juntos algún día, seguro que al final damos con la receta.
Le sonrió mientras abría la puerta, seguro por una vez de que todo estaba ordenado y no había ropa tirada por el suelo. Luego avanzó en línea recta hacia el balcón que se abría al fondo del cuarto de estar, sin detenerse a esperarla. Ella le siguió más despacio, podía escuchar sus pasos, el indeciso rastro de su curiosidad, pero al final ocupó el lugar que parecía haberle sido asignado, frente al cristal.
—¿Qué te parece?
—Es un huerto.
—Sí, claro —confirmó él, decepcionado.
—Bueno, los he visto mejores…
—Ya me lo imagino, pero no estarían en el centro de Madrid.
—No, eso no…, pero todos son parecidos. Hombre, la verdad es que tiene gracia encontrárselo aquí enfrente, pero qué quieres que te diga…
—Nada —y procuró que su voz silbara como una navaja—. No hace falta que digas nada más.
Ella le observó mansamente mientras se alejaba para ocupar un sillón, en una esquina. Allí, recortada contra la pobre luz amarillenta que la suciedad de los cristales filtraba desde alguna farola lejana, reflejó de nuevo, solamente, la otra cara de la moneda, la banal simplicidad de una muchacha de pueblo transplantada a medias, a destiempo, a un mundo equivocado, y su silueta transparentó a sus ojos más que nunca una masa de carne informe, revelando la sucesión de brutales excrecencias que habían sistemáticamente deformado un mecanismo hermoso, el mítico, casi místico templo de la fragilidad y la sutileza, un cuerpo femenino.
—¿Por qué me miras así? —susurró ella, y luego, como si pudiera leer en su pensamiento, insistió—. No me mires así, que no estoy muerta.
Cuando estaba a punto de echarla a la calle, ella, indiferente al eco de sus últimas palabras, le pidió con acento despreocupado que le enseñara la casa. Él estaba cansado, derrotado por aquel cerebro de estructuras siempre dispares a las suyas propias, pensamiento caótico de fortaleza agotadora. Su invitada no daba signos de mostrarse incómoda y a él ya no le hacía gracia intentar comprenderla, pero en algún momento, mientras permanecía aún sumido formalmente en la duda, recordó que al fin y al cabo, en alguna parte, bajo aquellas mantas de grasa temblorosa, tenía que existir un oscuro reducto de carne caliente y húmeda cuya potencia tal vez bastara para redimir cualquier error, tal vez todos los errores, y sin llegar a ceder del todo a su reclamo, renunciando deliberadamente a calcular el tiempo transcurrido desde su última mujer sincera, accedió a guiarla por el ceniciento pasillo interior, dejando su habitación para el final.
—¿Éste quién es, tu padre? —preguntó ella, señalando la foto con el dedo apenas traspasó el umbral.
Él, sin detenerse a seguir su indicación porque no le cabía duda alguna acerca de la imagen a la que se refería, afirmó con la cabeza e inmediatamente después se arrepintió de haberlo hecho.
—No —desmintió con brusquedad—. Sólo era un tipo que bebía absolutamente, igual que yo.
—Ya… ¿Y cómo se llamaba?
—Boris Vian.
—¿Ruso?
—No, francés.
—El caso es que me suena… ¿Era famoso?
—Sí, bastante.
—¿A qué se dedicaba?
—Era un obseso sexual, y un asesino. Empalaba mujeres.
—Todo un héroe, ¿eh?
—Exacto. Asesinó a muchas, más de diez, pero cometió el terrible error de enamorarse de su última víctima, una niña de doce años. Le perdonó la vida y ella le denunció. La muchedumbre intentó lincharlo en la puerta de su casa, pero logró escapar. Había sido actor, y consiguió hacerse pasar por un subnormal, mendigando de aldea en aldea, durmiendo en el monte, pero la policía le trincó en la frontera, cuando intentaba entrar en Bélgica, y allí se acabó todo. En el juicio se derrumbó completamente. Al principio trató de convencer al jurado de que él amaba a sus víctimas, las amaba tanto que no podía resistir la tentación de destruirlas, pero, al final, el muy maricón se dedicó a gimotear y a suplicar que le internaran en un psiquiátrico, porque necesitaba ayuda. Su abogado pidió y obtuvo la gracia de una ejecución por fusilamiento, pero luego le guillotinaron igual, porque era feo. Se lo merecía, por cobarde y por imbécil…
—¡Qué pena! Debía de estar enfermo, ¿no?, y además, a mí no me parece tan feo. Yo pienso muchas veces en eso, porque, fíjate, si era esquizofrénico y las empalaba cuando no era él, sino el otro, pues entonces…
—Da igual. No sufras, es todo mentira. Me lo acabo de inventar.
—¿Que te lo acabas de inventar?
—Sí.
—¿Te has inventado tú solo toda esta historia, en un momento?
—Claro.
—¡Qué bien! Es increíble…
Él se quedó callado, los ojos fijos en el suelo. Le daba vergüenza mirarla y no sabía qué decir.
—Quiero decir que debes ser muy listo…, muy inteligente ¿no?
Se encogió de hombros, a la espera de la pregunta que suponía inevitable, pero ella no demostró ningún interés por averiguar la personalidad real del propietario de aquella nariz inmensa en una cara triste. (Yo sí te quiero, Boris). Él sonrió mientras la miraba con atención y se preguntaba quién era ella, que estaba allí, apoyada contra el muro, en su propia habitación, diciéndole todo lo que quería oír. Sabía que se llamaba Manuela aunque en casa la llamaran Manoli, que era leonesa, bisutera, actriz aficionada, lista y tonta a la vez, como los insectos a los que tan visceralmente combatía, o los pájaros con quienes no quería tener nada que ver. Si se muriera en sus brazos, aquella misma noche, no sabría adonde llevarla, a quién llamar, con quién llorarla. Ni siquiera recordaba ya el nombre de su pueblo. No le gustaba, y sin embargo algo en ella prometía la consistencia del barro, el inexplicable reposo que transmiten los dedos al hundirse in la tierra blanda y fresca. Era demasiado gorda para ser un hada, demasiado fea para ser irreal. Cuando le preguntó, contestó sonriendo que no quería tomar nada.
Al regresar, se quedó fulminado un instante con un bote de cerveza en una mano, la otra tanteando nerviosamente el vacío, tras él, en busca de la pared, el quicio contra el que por fin se dejó caer para equilibrar su brusca disminución de peso, el hueco que le había horadado violentamente el estómago para conquistar después todo su cuerpo, perforando sus brazos, sus piernas, instalándose por último en una cabeza hueca, el estéril espacio donde, durante un par de segundos insoportablemente largos, se esforzó por rebuscar alguna frase hecha, simplemente algo que decir.
Ella, desnuda con la sola excepción de unos calcetines amarillos con grandes lunares blancos, y un foulard de algodón naranja en torno al cuello, le miraba tumbada de lado sobre la cama, como una improvisada odalisca clásica.
Pudo contemplar entonces las venillas azules que recorrían bajo la piel la esbelta línea de sus pantorrillas para engordar después, tornándose gruesas y moradas contra la carne blanda de unos muslos enormes que se prolongaban hacia atrás en una superficie irregular, donde algunos tímidos hoyos parecían incapaces de contener la expansión de una masa laxa, de aspecto rugoso, mientras por delante llegaban casi a esconder un triángulo negro, diminuto, el sexo aplastado, minimizado a su vez por los pliegues de un vientre de considerable volumen sobre el que se proyectaba la sombra de dos pechos cansados, surcados por finas estrías blancas que se encontraban en dos pezones demasiado grandes, para culminar un escote transparente tras el que no era preciso adivinar un complejo entramado de nuevas venas azules.
Miró con atención todo esto, y tropezó con su rostro, con sus ojos, con sus labios, entreabiertos en una fallida sonrisa maliciosa.
—¿Qué haces así, desnuda?
Ella modificó su postura antes de contestarle, advertida quizá por el brusco tono de su pregunta. Al incorporarse, levantó un instante las piernas en el aire, dibujando su pirueta más ridícula. Después, sentada, las manos torpemente cruzadas sobre el pecho, las piernas cruzadas también, como si estuviera allí de visita, se atrevió por fin a mirarle.
—¿No vamos a…?
—¿Qué?
—¿No vamos a hacer el amor?
—No.
Cruzó la habitación y se sentó en la otra punta de la cama. Ahora, siempre cuando ya era tarde, recordó que en alguna parte, en los confines de la ciudad, una mujer aburrida y hermosa, vestida quizá todavía de amarillo, estaría pensando en él con amargura, y al interrogarse acerca de los incomprensibles mecanismos que le habían llevado aquella tarde hasta su propia cama junto con aquella pobre y horrible muchacha, sintió por primera vez la tentación de explicarse a sí mismo la potencia de una borrachera total que jamás existió.
Una canción tenue y remota, que sonaba muy lejos pese a su proximidad, le asaltó entonces, obligándole a escuchar, pero apenas llegó a entender las palabras que acompañaban una melodía vieja, tosca repetición de un ritmo monótono y familiar, apenas un susurro, el lamento por un amor perdido. Durante unos segundos, resistió la tentación de volver la cabeza. Cuando lo hizo, sus ojos encontraron el cuerpo de Manuela oculto por la débil mortaja de una sábana blanca que ella sostenía con la punta de sus dedos, apretando fuerte, justo debajo de la barbilla, y encontraron sus lágrimas, el llanto manso y silencioso de los infelices que lloran para sí mismos, sin buscar compasión, sin hacer ruido. Inmersa en su dolor, conmovida por la violencia de una emoción íntima y solitaria, capaz de fulminarles a él y a ella misma, de borrar su presencia y su vergüenza, Manuela cantaba y lloraba sin pudor, como si el pobre amante de su pobre canción hubiera sido suyo alguna vez, moviendo los labios con la sistemática constancia de quien espera quizás, bajo el abrumador peso de una inocencia salvaje, que el canto, obedeciendo al sentido de un puñado de viejas palabras repetidas sin reflexión y sin tregua durante siglos, disipe por fin la tristeza, devolviendo la paz al que sufre.
La contempló durante unos segundos, esforzándose por mantener la calma, pero ella levantó una vez la mirada y encontró la suya, y no dejó de cantar, las lágrimas no abandonaron su rostro, y él se dejó ir, y cuando la miró nuevamente sus ojos ya no cedieron al asombro ni a la misericordia, y su conciencia solamente registró la imagen de una mujer joven, gorda y desagradable que cantaba una estúpida canción de pueblo con su voz gruesa, húmeda, deteniéndose cada dos palabras para sorberse ruidosamente los mocos, el rostro hinchado, enrojecido por la vileza de aquellas secreciones incontenibles y simultáneas, los pies, en su grotesco envoltorio estampado, agitándose en el vacío, marcando torpemente un ritmo torpe, las manos, aferradas al borde de la sábana como a un ridículo escudo, rematadas por una sucesión de pequeñas manchas rojas, el esmalte descascarillado sobre unas uñas cortas y deformes que se curvaban hacia arriba, todo esto contempló, y fue incapaz de consolarla, de compadecerla siquiera, pero, cuando estaba a punto de levantarse para poner fin a aquella absurda sesión con un par de chillidos definitivos, ella terminó su canción y sin llegar a detenerse para marcar una pausa, empezó otra, y él no pudo evitar un escalofrío al recuperar aquel viejo sortilegio de palabras desgastadas, siempre iguales, las mismas palabras en melodías parecidas, alcoba, remordimientos, tu boca, me muero, niña morena, Manuela tampoco llegaba a los agudos, su voz se adelgazaba hasta apagarse del todo al final del estribillo, y él cerró los ojos para sentir las gotas de agua limpia que salpicaban la piel de su cara, y caminó erguido, procurando trazar una línea rigurosamente recta a la sombra del murete enjabelgado que partía la tierra y el cielo, a la misma altura que las nubes, y sólo entonces, preso en la débil fortaleza de su memoria, entendió que ella estaba llorando, sólo entonces, mientras el canto de su madre renacía para aplacar su miedo, advirtió que ella lloraba para él, por él, por su rechazo.
La besó y encontró su boca, la tocó y encontró otras bocas, hundió los dedos en la saliva que manaba de su cuerpo abierto, solamente una boca, y sintió la desesperación en sus labios, en los brazos blandos y húmedos que le empujaron hacia una cavidad oscura y fresca, abandonándole después al vértigo, sintió sus labios desesperados, sudorosos tentáculos de contacto asfixiante, asfixia tentadora, liberadora, la presión de aquellos labios voraces que vaciaban su cuerpo de carne y sus venas de sangre, encontró otras bocas más allá de su boca, su piel que se abría, que se hinchaba como el cuerpo de una esponja ensangrentada, y en cada poro una boca, un misterio circular y doloroso, y la desesperación de aquellos labios que le atraían una y otra vez a la insoportable espiral de la avidez para rendirse más tarde, dejándole solo, a merced de otros labios, otras bocas, y sus propios dedos rozaban su propia piel para hallar el rastro húmedo de la medusa, la baba cálida y ácida que fluía de un pozo inagotable, en el interior de su boca, cada lengua un apacible infierno, un breve lecho donde descansar, y disfrutaba de efímeras treguas, apenas unos instantes durante los que aún podía reconocerse, antes de sucumbir otra vez a la inaudita potencia de la ventosa, la criatura desesperada que le atraía hacia sí misma para devorarle, para desintegrarle en la inocente tortura de sus múltiples bocas hambrientas, cuevas luminosas y acogedoras, mundos subterráneos que brotaban repentinamente bajo su piel volcánica, la tierra que se abría y se cerraba contra su carne, la desesperación de los labios que le retenían en cada poro, él se perdía en sus bocas, y se encontraba en la pérfida caricia de los dientes afilados que rasgaban todo su cuerpo para arrebatarle finas hebras de vida, la vida que no quería mientras aún pudiera alimentar aquella boca eterna que le masticaba lentamente, y su conciencia partía, desgarrada, y se alejaba entre los contornos de unos dientes deslumbradores, resplandecientes en su saciedad, y sólo le restaba la sal, el sudor que se disolvía al contacto con la sed de todas sus bocas, deshaciéndose en las agudas comisuras de sus labios para dejarle todavía más desnudo, y sentía que ya apenas era nada, apenas un desierto, la simple transparencia de una piel consumida sobre la huella de algunos huesos resecos, un laberinto de cavidades largas y estrechas, y solamente la voluntad le sostenía, solamente el deseo de sentirse morir aquella muerte le mantuvo despierto mientras ella, todo su cuerpo una única boca, temblor terminal, impulsó sus despojos hacia el interior de sí misma para precipitarle por fin en el dulce abismo de su garganta infinita.
Luego abrazó sus rodillas con sus brazos y permaneció así mucho tiempo, muda y quieta como si estuviese muerta. Él, de espaldas sobre las sábanas, reconocía el techo pintado de blanco, advirtiendo que su boca seguía abierta mientras el insólito volumen de sus ojos dilatados forzaba el repliegue de los párpados, cuya tensión le dolía en la parte posterior del cráneo. Renunciando a indagar sobre aquella improbable conexión nerviosa y consciente de su impotencia para devolver la armonía a su rostro, se resignó a fingir él también una muerte calma, y en la oscuridad inmóvil emprendió la dolorosa tarea de su propia reconstrucción.
Nunca hasta entonces había estado tan cerca de no ser nada.
Aturdido y agotado como se sentía, esbozó una sonrisa en su pensamiento al recordar las palabras que había elegido para abalanzarse sobre ella, antes, te voy a deshacer, una liturgia sórdida y vulgar, un escudo invisible para su falso aplomo, te voy a deshacer, le había dicho, sin llegar a creérselo siquiera él mismo, y ella le había devorado.
Por un momento llegó a temerla verdaderamente, se estremeció bajo los filos de sus uñas y sus dientes, construyó oscuros fantasmas, imaginó el destrozo de su propia carne, una amenaza que nunca llegó a proyectarse en la realidad, aunque, lo supo en aquel mismo momento, tampoco habría hecho nada por rehuirla de haber llegado a constituir un riesgo auténtico, porque nunca hasta entonces había estado tan cerca de no ser nada. Después llegó a acostumbrarse a la fuerza de sus manos y a la resistencia de su nuca, reconoció la ansiedad en la desmesurada violencia de todos sus gestos, y adivinó que ella conservaba la sinceridad brutal y despiadada de las bestias, el instinto egoísta de la propia aniquilación y el resurgir constante. Descartó entonces cualquier resistencia y se dejó mecer, inerme entre los brazos de la buena hidra, despojándose uno a uno de todos sus vestidos a la espera de la nada, que le conquistó dulcemente, arrebatándole por un instante la existencia para devolvérsela después, más pura que nunca.
Ahora, mientras recuperaba sin pretenderlo la posesión de sus brazos y de sus piernas, cuando volvía a sentir que sus ojos eran blandos y húmedos, cuando podía pensar de nuevo, temió por un momento que ella no compartiera su sorpresa, su aturdimiento, y que la vesania a la que se había abandonado por completo y sin condiciones hasta apenas unos minutos antes, arrastrándole junto con ella al resbaladizo vértice de la locura, formara siempre parte de su manera de amar. Abrió los ojos y la miró. Ella, sudorosa y desmadejada, enrojecida y embellecida aún por el esfuerzo, le sonrió con sus labios y sus ojos entornados, y entonces él lo supo, supo que siempre sería así, y afrontó el pánico.
Encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo, como si necesitara convencerse a sí mismo de que poseía la plena autoridad sobre sus propios gestos. Estaba muy cansado. Alargó una mano hacia ella y la deslizó con cuidado debajo de su nuca, impulsando su cabeza hacia arriba apenas un instante, el preciso para liberar los largos cabellos de la presión de su cuerpo. Advirtió en sus yemas la resistencia de aquella desordenada y suave maraña, pero no escuchó queja alguna, y siguió maniobrando con delicadeza hasta contener en el puño todo el volumen de una larga melena oscura. Ella acercó la cabeza mientras él abría la mano para que su contenido se desparramara sobre su cuerpo. Sintió el débil peso de aquella espesa manta sobre su vientre y se encontró mejor. El pelo de Manuela daba calor.
Angelito tenía las pestañas largas y rizadas, y la cara redonda, como su madre. Angelito le amaba, con el amor absoluto, total, que trastorna a los niños y a algunas mujeres locas. Nunca podría recordar con exactitud cuándo comenzó a seguir tímidamente sus pasos, pero llegó a acostumbrarse a llevarlo siempre con él, como una menguada sombra. Un día se le ocurrió mandarle a por tabaco y el crío no hizo preguntas, aunque sabía que a Benito no le dejaban fumar en casa. Salió corriendo y regresó en un par de minutos con una cajetilla de rubio americano entre las manos. No quiso aceptar la diferencia de precio con el negro canario que él le había encargado, he cobrado la paga, dijo, yo invito. Agradeció el regalo con una sonrisa y él se la devolvió, parecía muy contento. Fue entonces cuando se lo dijo, cuando le preguntó si podía ir con él. Benito contestó con un vago gesto de aceptación, moviendo la cabeza, y aquello pareció bastarle.
Aquella amistad le proporcionaría un inaudito prestigio entre los miembros de su propia familia. Hay que ver, este chico, cómo se ocupa de su primo el pequeño, siempre pendiente de él, y eso que le saca más de tres años, su abuela, sus tías, las vecinas de la calle parecían encontrar algo heroico en su actitud, pero sus amigos no demostraron tanta benevolencia. La elección fue complicada, trabajosa. Cuando ya estaba decidido a rechazarle, cambió repentinamente de opinión y se quedó con Angelito.
Angelito bebía con los ojos como platos todas las mentiras que él quería contarle. Y llevaba la cuenta de las novias que no tuvo, de las peleas que nunca ganó, de los suspensos que jamás registró su impoluto libro escolar. Angelito se sabía de memoria los títulos de sus libros, sus películas, sus canciones favoritas, y le acompañaba sin hacer preguntas a mirar los girasoles. Se alegraba más que él mismo de las buenas noticias y se dolía más que él de cualquier contratiempo. Pagaba el privilegio de acompañarle invitándole a botellines de cerveza y, cuando él se lo pedía, se marchaba sin rechistar. Era útil y cómodo, dócil y sencillo de complacer. No se quejaba jamás, y valoraba su complicidad por encima de cualquier otro bien.
Por aquel entonces Benito era muy joven todavía, por eso nunca se paró a analizar los motivos que impulsaban a su primo a buscar su amistad a toda costa. Llegó a encontrar natural aquella situación pese a que en la turbia mirada de Angelito no le costaba trabajo reconocer la suya propia, la servil disponibilidad que él mismo mostraba en otros lugares, haré lo que queráis pero dejad que me quede, el último recurso, la humillación cotidiana preferible a la soledad completa que quedaba atrás al llegar el verano, unos pocos meses al año, cuando el planeta se retorcía sobre sí mismo para que él emitiera las órdenes en lugar de recibirlas.
Angelito creció, y su voz se hizo profunda, afiladas aristas deformaron el círculo perfecto de su rostro, que ya nunca se parecería tanto al de su madre, y los atributos de la edad adulta se apoderaron bruscamente de su cuerpo para hacer de él un hombre grande y hermoso. Un buen día, Benito miró a su derecha y comprobó que su primo era más alto que él. Empezó a temer por su autoridad, pero aún fue en vano, Ángel, porque ya no aceptaba el diminutivo, le quería, le respetaba todavía. Entonces se le ocurrió pensar por primera vez, sin dejar de sorprenderse a sí mismo, que tal vez su primo estuviera objetivamente enamorado de él y, aunque los rostros y los cuerpos, las risas de las mujeres que no tenía, le atormentaban ya en la cintura y en las sienes con la rítmica constancia de las arpías, aunque esa mera idea le hacía sentirse incómodo dentro de su propio cuerpo, no dejó de valorar las ventajas que de tal situación podrían derivarse, y se resignó con cierta serenidad a esperar la revelación del fantasmagórico amor que jamás existió.
En los primeros días del verano siguiente, le echó inmediatamente de menos. Sentado en el porche de su casa, solo, dejó pasar largas tardes de inactividad y calor a la espera de la tradicional visita de cortesía, la anual ceremonia de presentación de un vasallo que siempre hasta entonces había acatado sin pesar y sin tardanza los trabajosos ritos propios de su condición. Pero Angelito no fue a verle. Se decidió al fin a preguntar por él, imaginando cualquier catástrofe de rango natural, una enfermedad, un accidente, cualquier inocente excusa para su ausencia, pero la abuela le informó de que su primo gozaba de un excelente estado de salud. Si no le has visto todavía, dijo, es porque estás todo el día metido en casa, quieto como una momia, o perdido por esos campos, que no quiero ni saber lo que tienes que hacer tú, merodeando siempre solo por ahí, pero yo me lo cruzo en el pueblo todas las tardes… Va con una chica de Madrid, añadió finalmente, una compañera del instituto, creo, la ha invitado a pasar unos días en su casa…
A mediados de julio, él mismo fue a ver a Angelito. La chica de Madrid, una adolescente baja y maciza, guapa de cara y globalmente atractiva, aun sin estridencias, estaba con él, tomando el sol detrás de la casa con un bañador negro muy escotado. Benito cruzó el patio sin hablar, y se sentó en el brocal del pozo con aire solemne, a tiempo de comprobar cómo el rojo teñía de sorpresa y de vergüenza las mejillas de su primo. Podías presentarme a tu amiga, dijo entonces. Él susurró tres o cuatro palabras ininteligibles ayudándose con los movimientos de una mano fofa, y no quiso mirarle. Hablaron del tiempo, de los exámenes y del pésimo sabor del agua del pueblo durante unos tres cuartos de hora. Luego, cuando Benito se levantó para anunciar su partida, Ángel se incorporó como impulsado por un resorte y salió detrás de él. Aquélla sería la última vez.
—Me has defraudado —le dijo—. Yo te admiraba, quería ser como tú, un tipo duro, inteligente, pero tú no has sido legal conmigo. No has hecho más que engañarme, ahora ya sé que todo lo que me contabas era mentira. Me encontré con tu hermana pequeña en una fiesta, este invierno, iba con dos tipos que te conocían, y se rieron todos de ti, dijeron que eras un empollón, un siniestro y un pesado, y que no te comías una rosca. Yo lo pasé muy mal, pero me di cuenta de que era verdad y entonces…
Las carcajadas de Benito interrumpieron bruscamente aquella ridícula confesión, oscureciendo pronto el débil brillo, tímida luz de rabia, que por un instante había llegado a iluminar los hermosos, bovinos ojos azules de su primo.
—Angelito, hijo, tú eres gilipollas. En serio, gilipollas perdido, y sin remedio… Llevaba años preguntándome qué querías de mí, por qué te me pegabas como una lapa, hasta llegué a pensar que a lo mejor te iban los tíos y que estabas encoñado conmigo, yo qué sé… Y ahora resulta que me habías escogido como modelo para tu madurez. A mí. Que soy feo, y estoy contrahecho, y tengo caspa, y no me pego con nadie porque me da miedo hacerme sangre, y soy incapaz de subir una cuesta en bicicleta, y siempre estoy enfermo, y asusto a las tías con preguntarles la hora… Ahora resulta que te lo creías todo y que querías ser como yo, un tipo duro, desde luego, hay que joderse…
Se dio media vuelta y se volvió a su casa sin decir nada más, riéndose todavía, temblando de ira al mismo tiempo, incapaz de definir una única reacción, el desprecio que le inspiraba su primo o la rabia que había brotado en él al escuchar sus propias palabras. A la mañana siguiente, cuando aún estaba en la cama, su abuela le comunicó que tenía visita, su primo había venido a verle. La echó de su cuarto con cajas destempladas, no quería ver a nadie, y a aquel imbécil menos que a nadie, y lo gritó, con la puerta abierta, para asegurarse de que el mensaje llegaba nítidamente a los oídos de su destinatario. Luego volvió a la cama. Y no se levantó hasta bien entrada la tarde.
Le encontró sin buscarle un par de días después, con su amiga, en la plaza del pueblo, engalanada con banderitas y guirnaldas de colores en el día de su santo patrón. Una orquesta instalada en el pórtico del Ayuntamiento destrozaba rítmicamente viejos pasodobles para que las mujeres bailaran solas, emparejadas casi siempre por volúmenes, las gordas con las gordas, las flacas entre sí. Los niños encendían petardos y tiraban garbanzos de pega a los pies de los mayores. Los hombres bebían. Benito bebía con ellos. Estaba ya bastante borracho cuando presenció la discusión. Ángel quería bailar, ella no, me da vergüenza y además no me apetece, decía. Él le tiraba del brazo, trataba de agarrarla por sorpresa, la acariciaba y besuqueaba toscamente para intentar convencerla por las buenas, pero todo fue inútil. Al final, como era gilipollas, le contó la verdad. Señalando con el dedo a un grupito de mujeres asomadas a un balcón, las identificó como unas parientes lejanas, recién llegadas, que querían conocerla, saber cómo era. Él había prometido sacarla a bailar para que pudieran contemplarla a distancia. Ahora no puedes defraudarlas, me dejarías en mal lugar, añadió al final, titubeando, progresivamente encogido ante la cólera que distorsionaba por momentos el rostro de su acompañante, revelando salientes imposibles, ángulos inéditos en su redonda cara de niña.
Ella no consideró necesario contestar. Se zafó bruscamente de unos brazos que siempre serían demasiado blandos, giró sobre sus talones y echó a andar hacia la oscuridad de una estrecha calleja, alejándose rápidamente del humo y del ruido, pisando el suelo como si pretendiera machacar la piedra con sólo rozarla. Angelito salió tras ella. Benito les siguió por puro instinto, y descalzándose para no hacer ruido, buscó el amparo de una tapia alta. Confiaba en ver sin ser visto, pero apenas llegó a presenciar escena alguna. Aquella adolescente que parecía tímida y no hablaba mucho, despidió a su compañero y eventual anfitrión con un juramento de tal potencia que éste ni siquiera se atrevió a acercarse al reborde de la fuente que ella había escogido como asiento, y casi sin detenerse, dio la vuelta y regresó a la plaza sobre sus propios pasos, con la cabeza gacha.
Benito abandonó su escondrijo sin meditar apenas, tan estrecho sabía el margen, pero ella no pareció sorprenderse por su aparición, y escuchó sin pestañear su breve discurso.
—Puedes probar conmigo, si quieres… —le dijo sin mirarla—. Al fin y al cabo somos primos, y yo no tengo otra cosa que hacer.
No obtuvo respuesta, pero cuando giró la cabeza para buscarla en su rostro, todavía dispuso de una fracción de segundo para adivinar que ella se le venía encima, que se desplomaba entera sobre su cuerpo, buscando su boca con la suya, los párpados fruncidos, los dedos tanteándole para encontrar sus manos y apretar las palmas contra sus pechos. Él, desbordado por el imprevisto desenlace de aquella madrugada, más allá del alcohol y la charanga, se levantó deprisa y la llevó consigo, aludiendo vagamente a lo impropio del escenario por ella elegido para desencadenar el arriesgado romance del despecho, pero no fueron muy lejos. La poseyó casi sin darse cuenta a las afueras del pueblo, en un prado vallado donde algunas dispersas matas de hierba maloliente no llegarían nunca a colonizar el suelo pedregoso, duro y frío como una cuna de granito.
Apenas había tenido tiempo para empezar a moverse dentro de un cuerpo que no veía, que no conocía, cuando sus alaridos se le incrustaron en el cerebro y se detuvo, pero ella le increpó entonces con furia auténtica, tan indiferente a su propio dolor como al desconcierto de quien no llegaba a felicitarse por su condición de improvisado amante y, siempre quieta, como soldada a la tierra, lanzó sus puños cerrados contra la débil espalda que la cubría, gritándole, sigue, sigue. Fue una triste ceremonia. Luego, ambos se cubrieron enseguida y un cielo opaco comenzó a tronar.
Caminaban despacio, de vuelta a la plaza, sin hacer nada para protegerse de la lluvia de verano, húmeda bendición de noches muy diferentes a aquélla, y ninguno hablaba. Él, ensimismado aún en la naturaleza neutra, incómoda, casi desagradable en el recuerdo, de las breves sacudidas que no habían llegado a absorberle siquiera un instante, se adelantó unos pasos y siguió avanzando sin volver la vista, como si nunca la hubiera conocido. Ella mantenía la lentitud de su marcha y abstraída en la monótona mecánica de su labor, sonreía mientras despojaba pacientemente de pajitas de color tostado un jersey de lana azul marino. Pero el tufo de la pesada grasa recalentada donde aún nadarían algunos churros póstumos, los últimos supervivientes de la noche de fiesta, creció en el aire, y el atronador eco metálico de un sintetizador mal ajustado pareció despertarla de pronto. Agitando en la mano el jersey como una oscura bandera, le llamó por su nombre y corrió para reunirse con él. Cuando la muchedumbre se hizo visible y sus integrantes adquirieron caras y cuerpos reconocibles, bien definidos, le pasó un brazo por la cintura y le abrazó estrechamente. Entonces él ya no sentía curiosidad, pero preguntó de todas formas.
—Eras virgen ¿verdad?
—Sí, pero no te preocupes. He venido aquí solamente para eso.
Angelito los vio y no dijo nada. Le encontraron apoyado en la fachada de una casa, la frente exageradamente alta, rígido más que erguido, tratando de comportarse como un tipo duro, inteligente, aunque un leve tintineo, hielos que chocaban contra las paredes de cristal, la última copa que nunca debería haber pedido, delataba el temblor de su mano. Benito se acercó a él, arrastrando consigo a la chica, que repetía que no quería verle.
—Ten —murmuró, empujándola casi hacia sus brazos—. Yo ya no la quiero para nada.
Se marchó a casa sonriendo, y sin embargo no estaba contento. Se había permitido el torpe lujo de dar conscientemente ejemplo a su primo por una vez, y sentía vergüenza por el gesto manido, la frase hecha. No había buscado la venganza, pero ahora lamentaba la debilidad de su sabor. En realidad, no tenía nada contra Angelito, aunque fuese gilipollas, y presentía que no lo echaría de menos.
Pero nadie volvió nunca a amarle así.
—Vístete.
Manuela no se movió.
—Vístete y vete —repitió él, claramente—. No me apetece dormir contigo.
Entonces ella se incorporó para volverse y mirarle, y él sintió primero el frío, la brusca huida del pelo tibio que desnudó su vientre en un instante, y luego la agresión de unos ojos que le miraban despacio, girando trabajosamente para animar una mirada vieja, transparente, el signo imaginado, vehementemente deseado, nunca hasta entonces obtenido, y se mantuvo impasible, cerrando su rostro al regocijo que le brotaba por dentro mientras la reconocía, mientras reconocía el color de su piel progresivamente opaca, y no renunció al placer de repetirse, y procuró que su voz sonara oscura.
—Vístete.
Estaba dispuesto a encajar protestas, excusas, preguntas, nuevas lágrimas, pero ella derrochó su inteligencia antigua y no movió los labios, no entornó los ojos, no le miró siquiera. Se levantó de un salto, como bendecida por un ajeno soplo de agilidad, y sus movimientos fueron casi gráciles. De pie al borde de la cama, negándose siempre a sus ojos, se retorció el pelo con las manos y lo anudó hábilmente sobre sí mismo para fabricar un extraño moño, antes de recoger del suelo un sujetador negro de encaje barato rematado por una fina tira que abrochó por delante, dejando flotar el resto en el vacío, colgando sobre su cintura. La estructura parecía tan endeble que él no creyó poder llegar a verla nunca sobre sus pechos, pero ella hizo girar sin esfuerzo aquel breve artilugio entre sus dedos y los tirantes treparon armoniosamente hasta sus hombros. Entonces, al contemplar cómo el diminuto broche de plástico se hundía en la gruesa superficie de su espalda invertebrada, cómo la tela, retorcida sobre sí misma para transformarse en un duro cordón, segaba la carne de sus flancos, estrangulando sus perfiles con la cruel constancia de un cilicio contemporáneo, él olvidó por un instante la estética de su tiempo y se abandonó al placer de mirarla, dejó que sus ojos se perdieran en la blandura de aquella cálida grasa y sintió de nuevo el cuerpo de aquella mujer como un lugar acogedor.
Las ropas la cubrieron por completo y él dudaba todavía acerca de la calidad de su carne.
—Perdóname, he sido demasiado brusco, no debería haberte hablado así…
Ella terminó de alisarse el pelo con los dedos, y sin haberle mirado una sola vez, abrió la puerta y abandonó la habitación sin volverse. Él reaccionó instantáneamente. Se embutió como pudo en sus pantalones, recogió la camisa y salió detrás de ella. No tenía sentido proseguir con aquel juego porque ahora ya la conocía, ya sabía todo lo que deseaba saber, pero recordando todavía a Angelito, las ventajas de su amor y su inevitable pérdida, levantó la voz para increparla con palabras duras y afiladas, dispuesto a no cometer errores.
—Espera un momento —y apenas comprobó que ella adelantaba una pierna para continuar andando, bramó de nuevo—. He dicho que esperes un momento.
Entonces se detuvo en medio del pasillo, pero no se movió, dándole siempre la espalda. Él hubo de rodear su cuerpo, rígido como el embalaje de un objeto muy frágil, para encontrar sus párpados sobre unos ojos húmedos.
—Es que…, no me encuentro muy bien. Debo de estar incubando algo… —sonrió para proseguir, con voz dulce, pero firme todavía—. Yo casi siempre estoy enfermo, soy muy débil, ya te darás cuenta…
No obtuvo otra respuesta que la de contemplar su rostro, erguido sólo a medias, y avanzó un poco más.
—Me gustaría tener tu teléfono. Podríamos volver a vernos, si te parece bien… Te llamaré cuando esté mejor.
—No tenemos teléfono en casa…
—¡Oh! —su expresión de fastidio era auténtica, y ella se dio cuenta.
—Pero puedo darte el del bar de abajo. Llama y deja el recado, tu nombre, simplemente. Voy por allí todos los días. Yo te llamaré.
Luego la acompañó hasta la puerta, procurando mostrarse cortés en todos sus gestos. La besó en los labios y buscó para ella una fórmula gratificante y fácil de recordar que borrara el mal sabor de aquella precipitada despedida, pero no anduvo rápido y terminó por sucumbir a la eterna tentación de la vulgaridad.
—Ha sido estupendo, en serio…
Ella le sonrió abiertamente. Parecía contenta. Él le devolvió la sonrisa, satisfecho al comprobar que para ella la vulgaridad era bastante. Volvió a besarla, pero, cuando ya la invitaba a salir sosteniendo la puerta con la mano, se le escurrió hacia dentro explicando que se había dejado el bolso en el salón. Entonces llegó a lamentar haberla echado antes de su cama, y se preguntó si tanta brusquedad habría tenido algún sentido. Apenas había dejado de dormir solo unas pocas noches en toda su vida, y la mujer de amarillo se había desdibujado deprisa, como un remoto paisaje, un boceto gris y frío, desprovisto de nombre y de carne, dejando solamente tras ella la desazón de los recuerdos ingratos, los retazos de un pasado vivido en solitario, con tristeza y sin placer. Manuela regresó al vestíbulo canturreando, pero se paró en seco antes de llegar a su lado. Permaneció un instante inmóvil, sonriendo, los ojos desorbitados, clavados en la pared, y él no fue capaz de adivinar el origen de su sorpresa hasta que escuchó un leve tintineo metálico. Había descubierto a la mujer impresa, y acariciaba los pendientes ensartados en sus orejas de papel. Cuando le miró por fin, sus ojos resplandecían, pero no dijo nada. Se encajó el bolso en el hombro, le besó ligeramente en los labios y siguió su camino.
A la mañana siguiente, despertó bajo los efectos de algo parecido a una resaca brutal. Consciente sólo a medias, advertía sin embargo con nitidez que no estaba satisfecho consigo mismo, que había algo, entre los acontecimientos transcurridos en el pasado inmediato, que le aconsejaba volver a dormirse, no levantarse aquella mañana, cebar durante horas y horas ese impreciso sentimiento, la vergüenza íntima que suele acechar tras una desazón aparentemente física en momentos como aquél, hasta que estallara de una vez, incapaz de absorber su volumen por más tiempo. Recapituló brevemente y se asustó, al comprobar la larga lista de causas a las que era posible atribuir tal sensación. Se arrebujó otra vez entre las sábanas y trató de mirarse con ojos ajenos, para comprender finalmente que era su propia ingenuidad lo que no le gustaba, el resorte que le impulsaba a rechazarse tan tajantemente a sí mismo.
Años atrás, cuando era más joven, le gustaba imaginar qué hubiera ocurrido si él, cara granujienta, pelo graso, esternón saliente, piernas casi torcidas, hubiera nacido en la Edad Media, hijo de rey, o rey desde la cuna. Entonces le recorrían violentas sacudidas de placer, al imaginar que todos le amarían, y todos le temerían, aunque fuese igual que ahora, feo, casi insignificante, vulgar y corriente. Luego se sentía mal por pensar esas cosas y abominaba de su imaginación porque era peligrosa, pero el vértigo de la piel incomprensiblemente macilenta se regía por mecanismos semejantes a los del altanero príncipe medieval, y se alimentaba de los mismos sentimientos. A veces tenía la sensación de que había evolucionado directamente del ojalá te mueras que, durante un par de cursos, solía dirigir entre dientes, casi cada mañana, a un compañero de clase pelirrojo, muy chulo, una cabeza más alto que él, cuando le excluía, sin razón y sin más explicaciones, de los dos equipos que jugaban al fútbol en el patio del colegio, durante el recreo. El pelirrojo no se había muerto y a él le había dado lo mismo. Con las mujeres nunca le había ocurrido algo muy distinto. A la larga, todas terminaban por darle lo mismo, no había motivo, por tanto, para desmontar su pequeño ejército doméstico de virginales siervas magulladas y llorosas. Pero la noche anterior se había dejado ir y eso le resultaba intolerablemente ridículo.
Vístete, vístete y vete, no me apetece dormir contigo, quiso volver a pronunciar estas palabras claramente, en voz alta, para sentirse ya casi enfermo, moribundo de ingenuidad. Luego se levantó y se fue a la cocina a preparar un desayuno de varios platos, estaba hambriento, no había cenado la noche anterior. Se quemó con una gota de aceite hirviendo y fue corriendo al baño para ponerse pasta de dientes encima de la herida. Se miró en el espejo y se sonrió a sí mismo durante un rato, mientras registraba con placer el delicioso olor de los huevos recién fritos. La sonrisa perdió pronto su cotidiana condición de obligado rictus, y se sostuvo sola, autónoma entre sus labios. No había ocurrido ningún desastre en realidad, al contrario, todo había ido bien. Se prometió a sí mismo no volver a verla nunca más, pero necesitaba comer, quería comer, tenía mucha hambre. El apetito le devolvió la dignidad en un instante. Los huevos fritos fríos son un manjar dudoso.
Regresó a la cocina, dispuso con cuidado platos y vasos sobre una bandeja y ganó el cuarto de estar sin tropezar ni derramar nada. El sol entraba hasta el centro de la habitación. Se colocó a su sombra, tras una mesa camilla. Los huevos aún estaban calientes y después del primer sorbo de café consiguió ya empezar a sentirse bien dentro de su propio cuerpo.
Solamente varias etapas más tarde, cuando estaba apunto de apagar su segundo pitillo, envuelto de nuevo en una vaga y placentera bruma, la artificial somnolencia que generan las digestiones largas y trabajosas, logró identificar la naturaleza del pedacito de papel que asomaba entre las patas de un sillón, en la otra punta de la habitación. Lo miró con extrañeza unos segundos. No podía ser suya, él las guardaba cuidadosamente, apiladas por orden cronológico, pero luego recordó que Manuela estaba buscando piso, y dedujo que antes de marcharse se había acordado de recoger su bolso pero había dejado la revista allí, en el suelo. Se levantó para recogerla con la intención de tirarla a la basura. No era un maniático del orden pero no soportaba la insinuación de los desórdenes pequeños. Si aquel cuadernillo hubiera estado en medio de la habitación, posiblemente no lo hubiera tocado durante días, se habría limitado a sortearlo hasta la siguiente visita de la asistenta, pero sabía bien que la visión de una sola esquinita debajo de un mueble podría llegar a ponerle muy nervioso.
Cuando la tuvo en las manos observó que los picos de algunas páginas estaban doblados y se decidió a curiosear un poco, pero el ejercicio del pecado resultó esta vez francamente decepcionante, sólo encontró un grueso trazo de rotulador malva en torno a algunos anuncios, en la sección de los alquileres baratos. Quería vivir en el centro, preferiblemente en Latina, al parecer, y disponía de muy poco dinero, una información en conjunto despreciable. Fue tal vez para compensar su falta de interés por lo que abrió de nuevo la revista por el final cuando ya la había cerrado, hasta seleccionar la sección en la que colaboraba con tanta asiduidad. Sus ojos recorrieron deprisa las columnas de letras apretadas, buscando instintivamente la A de amo, la E de esclava y la M de mensaje. Sólo quería divertirse un rato, así que pasó por encima de las primeras palabras del anuncio sin reparar del todo en su sentido. Luego volvió sobre sus pasos, confiando en haber cometido algún error, pero no era así, y lo leyó todavía una tercera vez, antes de que la perplejidad congelara hasta el más insignificante de sus músculos.
Pero él la había visto, llevaba una gabardina azul marino y flores de tela en el pelo, la había visto, sentada en un banco, esperando con la actitud de quien espera el advenimiento de un dios, un ídolo traidor, él mismo, y entonces todo había terminado, él lo había decidido así, caso cerrado, otra mujer inédita, por eso no entendía, no podía descifrar qué estaba pasando, por qué ella le mentía ahora desde las letras de molde, tinta que se hinchaba y deformaba al penetrar en el papel poroso, ficción fabulosa, veneno impreso. La edición era del día anterior, el día de la cita, y sin embargo allí estaba, mensaje para amo, no podré ir esta tarde a la Plaza de España, lo nuestro parece amor imposible, pero insisto por última vez, tengo apartado, mi marido también lo usa, escríbeme, sin remite por favor, cuéntame algo de ti, Aptdo. 11029, 28080 Madrid.
En algo estaba de acuerdo, después de no haber sido capaz de reconocerla su amor ya le parecía imposible, pero le escribiría de todas formas, se levantó para coger papel y lápiz, miró el reloj para averiguar la fecha, luego pensó que no era en absoluto necesario consignarla, querida esclava: pero era absurdo empezar así, tachó estas palabras con un trazo rotundo y arrancó la hoja del cuaderno, no se quiere a las esclavas, ¿o sí?, imposible adivinarlo, nunca había poseído ninguna, meditó unos instantes, decidió por fin que es posible quererlas pero ellas nunca deben llegar a saberlo, esclava: horrible, tachó de nuevo y arrancó otra hoja, mejor no encabezar, no llamarla con ningún nombre, pero cómo empezar, entonces una vieja oración le asaltó de repente, ¿hasta cuando, Catilina, seguirás abusando de nuestra paciencia?, Benito Marín González ocupaba el número 23 en la lista del grupo sexto A (letras), y el latín era una lengua hermosa, mi paciencia se está agotando, eso estaba mucho mejor, comprenderás que esto no es lo que se dice un buen comienzo, demasiado coloquial, pero le daba tanta pereza regresar otra vez al principio que prefirió enderezarlo sobre la marcha, lo que espero de ti es una obediencia ciega, se detuvo al comprobar que sus mejillas estaban ardiendo, una sumisión absoluta, pero tenía que llegar hasta el final, una disponibilidad total frente a mis deseos más nimios, una cuestión técnica se le impuso de repente, enfriando su piel y serenando su mano, releyó con cuidado y pensó que no merecía la pena cambiar nimio por insignificante, no era tan complicado, ella lo entendería de sobra y, si no, que se fuera a mirar el diccionario, espero que estés de acuerdo en todo esto, pero no quería ser demasiado duro, y creo que en rigor es lo único que deberías saber de mí, porque ella solamente había sucumbido al pánico una vez, pero te contaré algo más, igual que él se había derrumbado antes, tengo treinta y siete años, y se conformó con esto, ni tengo pareja ni la busco, y podía entenderlo todo, vivo solo en un piso bastante grande, se sentía tan cerca de ella que ya pudo confesarse a sí mismo el auténtico motivo de aquella carta, en el centro, porque ella existía verdaderamente, soy funcionario y trabajo en una oficina municipal, era una mujer de carne y hueso, tengo solamente un amigo y me sobra con él, la había visto aunque ella hubiera preferido no darse a conocer, tengo un carácter muy dominante y cierta experiencia con mujeres como tú, sintió de nuevo el sonrojo pero tenía que llegar hasta el final a toda costa, ignoro si ése es también tu caso, para poder prolongar la vida de ella, de todas formas no me importa, que existía verdaderamente, mientras estés conmigo no tendrás pasado, y con su vida la esperanza, ni tendrás futuro, porque mientras el delgado hilo que les unía conservara alguna tensión, existirás solamente en función de mí mismo, él podría seguir cobijándose bajo su sombra, de mi propio presente, mecerse en su lejano ensueño de hada anónima y frágil, y te amaré apasionadamente, transferir su miserable vida auténtica a un brillante universo imaginario, y te castigaré implacablemente, del que extraer las fuerzas últimas, y te poseeré absolutamente, el aliento preciso para enfrentarse a la realidad tibia y pavorosa, y te haré feliz, y regresar a la orilla del mar verdadero, me gustaría poder decirte que te quiero, para confundir en sus ojos los tejados con la silueta blanda y amorfa de las olas y escuchar otra vez el canto torpe de palabras repetidas, espero hacerlo, tu boca, me muero, niña morena, y espero saber pronto de ti, abrazar de nuevo la nada y recuperarlo todo en sus luminosos zarpazos blancos, adiós, traicionarse por fin gozosamente a sí mismo, el que será tu amo, volver a Manuela.
Dobló la hoja en tres, procurando que los pliegues coincidieran exactamente entre sí, la introdujo en un sobre alargado y lo cerró sin volver a mirar su contenido, lamiendo despacio la lengüeta adhesiva del remite como si apurara el gusto amargo del papel. Luego abandonó su casa. Comió un plato de arroz pasado con frijoles negros y plátano frito en el restaurante de la esquina y se encontró sin nada que hacer a las tres y media de la tarde. Se metió en el Metro sin un plan preconcebido. Había recorrido ya cuatro estaciones de una línea escogida casi al azar, sólo porque terminaba en un barrio de la periferia del que no había oído hablar jamás, cuando por fin pudo elaborar un proyecto coherente. Tuvo que transbordar tres veces para llegar al punto de partida del suburbano. Encontró asiento junto a una ventanilla, el tren iba casi vacío. Pasó toda la tarde en el zoológico, empachando a los mandriles con un par de docenas de paquetes de pienso, hasta que en sus bolsillos quedó el dinero exacto para comprar el billete de vuelta al centro. Cuando desembarcó en Sol ya estaba anocheciendo. Regresó a su barrio caminando despacio. No tenía hambre, y se fue directamente al bar. Polibio no parecía muy locuaz, pero accedió a emprender lo que ambos denominaban una partida didáctica de ajedrez. Mantuvieron la farsa del juego durante un par de horas. Polibio movía las piezas de los dos bandos, explicándole las jugadas que realizaba en su nombre, explicando las suyas también, casi sin darse cuenta, mientras él asentía distraídamente de tanto en tanto, convocando ansiosamente un sueño que no llegaba para poner fin a un día que habría querido mucho más corto. Su amigo estaba ya a punto de enfadarse, desesperado como siempre por su tenaz indiferencia ante la liturgia del tablero arlequinado, cuando tres individuas de edad incierta, encanto e inteligencia algo menos que inciertos, sexo lamentablemente cierto a cambio, hicieron una aparatosa entrada en el local, risas desbocadas entre chillidos histéricos. Se sentaron en sendos taburetes, frente a la barra, y él no pudo evitar un gesto de desaliento al reparar en la gruesa bola redonda que coronaba las escuálidas pantorrillas de la que quedó situada a su lado. Su amigo sirvió las copas con una sonrisa previsora y luego se acercó, hasta rozar con los labios uno de sus oídos, para preguntarle con sigilo si él también opinaba que la del centro era un hombre. No, contestó en un tono demasiado alto a juzgar por los aspavientos que pudo contemplar al otro lado de la barra, y bajó la voz para completar su juicio, es solamente la más fea. Polibio se frotó las manos con un gesto discreto. No cuentes conmigo, advirtió él inmediatamente, y siguieron cuchicheando un buen rato, como dos conspiradores inexpertos en una catedral, pues no están tan mal, no me jodas tío, que no están tan mal en serio, pues para ti todas, si es que no las has mirado bien, que me olvides, bueno pero por lo menos no te vayas, vale, estás tú muy exigente últimamente, ya ves… Las tres eran profesoras de educación física. Después de informarles de esto, y comunicarles además los nombres de los colegios donde trabajaban, su dirección completa, el número de alumnas de cada una, y los problemas que plantea la práctica colectiva de la gimnasia con las niñas que atraviesan por el difícil momento de la pubertad, confesaron que estaban un poco bebidas porque tenían algo que celebrar. Venían de una asamblea nacional de educadores y técnicos deportivos que había aprobado por unanimidad elevar una propuesta al Ministerio para que la asignatura de educación física fuera obligatoria en los cursos de preescolar y en la formación profesional de tercer grado, ¿secretarias bilingües incluidas?, preguntó Polibio, por supuesto, contestaron, ¡ah!, pues muy bien, remachó luego, como si alguna vez en su vida fuera a tener una secretaria bilingüe. Al cabo de un rato, él consiguió ya mirarlas y escucharlas con auténtico interés, intentando convencerse de que la gente como ellas reunía méritos bastantes para ocupar un lugar en un mundo abarrotado. Entonces, como si estuviera ansiosa por contradecir su buena voluntad, la más desmesurada de las tres se tiró al suelo, se pegó un puñetazo en el estómago y le llamó a chillidos, eh, tú, súbete aquí, ya verás cómo soporto perfectamente tu peso. La miró un momento, desde la altura del taburete en el que permanecía encaramado. La falda se le había levantado y a través del espacio abierto entre dos muslos delgados, que al juntarse debían dejar un amplio hueco en su camino hacia las rodillas, pudo contemplar un fragmento de su braga de algodón blanco, y estampada en ella, la inconfundible silueta de los zapatos de Minnie Mouse. Bostezó, y se felicitó a sí mismo por el bostezo. Luego, mientras Polibio derrochaba arrojo poniendo a prueba la musculatura ofrecida, se levantó despacio para dirigirse hacia la puerta, desviándose generosamente para rodear el improvisado número de circo. Polibio parecía divertirse. Con un pie ya en la calle, se volvió para despedirse de él agitando la mano, y murmuró para sí mismo que solamente le gustaban las mujeres en cuyo cuerpo podía hundirse, y las que saben estar calladas. Estuvo a punto de levantar la voz para advertir a su amigo, ten cuidado si al final te acuestas con ella, no vaya a ser que rebotes, pero escuchó su risa y se calló, porque Polibio se estaba divirtiendo. Nadie le había escuchado, nadie le miraba. Bostezó varias veces mientras volvía a casa. No se lavó los dientes, intuyendo que a la mañana siguiente no se arrepentiría de no haberlo hecho. Estaba muy cansado y apenas tuvo tiempo de arroparse bien antes de quedarse dormido.
Se pellizcó las yemas de los dedos con el afilado bisel de aquella boca abierta en un buzón flamante, y se dijo que ya estaba todo hecho. Las restantes etapas del plan le parecían ahora un trámite tan poco arriesgado que se preguntó a sí mismo y no pudo llegar a explicarse satisfactoriamente por qué se había impuesto un margen de veinticuatro horas para actuar. Ya no tenía miedo, y no entendía de qué había tenido miedo alguna vez.
Sería más divertido llamar desde un teléfono público. Mientras repasaba mentalmente las posibilidades de que disponía, inclinándose por el quiosco de la plaza, donde podría aprovechar la ocasión para desayunar, una muchacha pasó deprisa a su lado, saludándole con un hola ronco y perezoso, indeciso. No llegó a responder, y tardó demasiado en volver la cabeza, pero cuando lo hizo estaba ya seguro de haber vislumbrado por un instante el rostro de Conchi, la hija de la portera del número nueve. La encontró bastante rara, había cambiado mucho. Sin dejar de caminar miró el reloj, las once y media. No entendía por qué le había saludado. Giró de nuevo sobre sí mismo para medir la velocidad del paso de los tacones altos que ella, sólo ella, sabía combinar tan armoniosamente con unos vaqueros corrientes, y calculó la posibilidad de correr para alcanzarla, pero la desechó casi inmediatamente. No llegó a preguntarse por qué ni siquiera su forma de andar con tacones parecía ya capaz de impresionarle, no tenía tiempo para hacerse preguntas. Eran las once y media y no debía entretenerse mucho más.
En torno a una mesa apartada, un grupo de ancianos había apiñado las sillas para compartir el sol tras la pared de cristal. Jugaban al dominó. Se acercó a la barra y pidió dos raciones de tostadas para alejar al camarero. Miró a su alrededor, no encontró ningún otro cliente. Introdujo más monedas de las necesarias en la ranura del teléfono y no supo qué decir cuando un hombre contestó, ¿sí?, al otro lado de la línea. ¿Eso es un bar?, dijo al fin y, cuando recibió una respuesta afirmativa, recitó el resto del mensaje sin titubear, querría dejarle un recado a una chica que se llama Iris, creo que ustedes la conocen, sí, la actriz, bueno, pues dígale por favor cuando la vea que he llamado, me llamo Aristarco, sí, Aristarco, con t, ¿quiere que se lo deletree?, ¿no?, vale, pues cuéntele que estoy mal, pero muy mal, tengo una bronquitis terrible, no puedo levantarme de la cama, ¿lo hará?, muy bien, pues no era nada más que eso, muchas gracias.
Coronó la escalera y las tostadas seguían horadando su estómago como una piedra afilada. Entonces sospechó que tal vez ella estaría ocupada todo el día en la venta callejera o en el método de Strasberg, y podría no llamar hasta la noche. Eso sería terrible. Miró nuevamente el reloj, las doce y diez. Se dijo que lo más sensato sería concederse un plazo corto, esperarla hasta después de comer, no más, pero esta decisión no llegó a relajarle en absoluto, porque a pesar de sus razonables propósitos sabía de sobra que no volvería a salir a la calle en todo el día.
Desplazó un sillón hasta el centro de la habitación y situó a su lado una mesita baja. Depositó en ella el tabaco, un cenicero, y el teléfono. Esperaría. Echaría a perder el día, un día de vacaciones. Miró el reloj, las doce y diecisiete, desesperante. En la pared, una mancha blanca, limpia, regular, se abría en la superficie amarillenta de pintura vieja, atrayendo sus ojos.
Le había abordado a pie, por sorpresa, cuando todavía era de día, mientras él caminaba tranquilamente por la acera, en una calle estrecha y flanqueada por flamantes edificios de oficinas de alto standing, entre Capitán Haya y la Castellana. Iba solo. Casi siempre iba solo, pero eso ella no podía saberlo.
—Oye…, espera tío. ¿Vas a recoger tu coche?
—No tengo coche.
—¡Vaya hombre, pues qué bien! Llevo una tarde…
Se detuvo para mirarla. No era guapa, tampoco fea, era muy joven. Llevaba una minifalda vaquera y una cazadora a juego sobre una camisa blanca de manga larga. Calcetines y zapatillas de deporte con tacón. Sobre la frente, un pañuelo rojo, enrollado y anudado en la parte posterior del cráneo. No le sentaba bien. Tenía la cabeza demasiado grande.
—¿Qué quieres?
Ella se limitó a sonreír, arqueando luego las cejas y recorriendo con la punta de la lengua el labio superior, los ojos en blanco, un gesto de obscenidad insoportable que él se negó a contemplar, desviando la mirada.
—¿Dónde vives?
—En Getafe, pero allí están mis viejos, no po…
—¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve. ¿Cuántos me…?
—¿En qué trabajas?
Ella le miró con una expresión de intensa sorpresa. Él se explicó mejor.
—Quiero decir, ¿qué haces aparte de esto?
—¡Ah! Nada. Estoy parada.
—¿Has estudiado algo?
—Sí, tengo el graduado, pero mira, tío, si lo que buscas es una asistenta, estás muy equivocado, yo no…
—¿Cuánto cobras?
—Diez talegos…, pero el completo no lo hago.
—¿Qué haces entonces?
—Pues… cosas, cositas de las que se hacen en los coches, lo que tú quieras…
—Te doy cuatro talegos y pago el taxi hasta mi casa. Tú luego te marchas por tus medios. Vivo en el centro.
—No. Cuatro son demasiado poco.
—Cinco.
—Seis.
—Cinco.
Ella fingió dudar unos segundos, antes de aceptar con la cabeza. No había tenido una buena tarde. Él tampoco la tendría, pero no fue capaz de adivinarlo en el color de sus palabras, la exclamación de sorpresa cuyo origen atribuyó sin dudar a los pocos juguetes antiguos que decoraban el salón de su casa.
—¡Pero, tío…! ¿Qué haces tú con esto tan antiguo aquí?
Sonrió para sus adentros mientras tiraba de la puerta. Estaba contento. Ella había resultado ser una chica leal, trabajadora. Le había desvelado algunas de sus armas ya en el asiento trasero del taxi y lo había hecho suavemente, sin hablar, el silencio que él había agradecido tanto en su interior, porque las putas extrovertidas y habladoras, las que se apoyan en las palabras, le solían poner muy mal cuerpo, un doloroso nudo en el estómago, la vergüenza que a veces le atenazaba aún antes de empezar.
—Me gusta coleccionarlos.
—¿El qué…? ¿Esto?
Su acento, a medio camino entre el asombro y la burla, le sacó bruscamente del error. Ella le miraba, perpleja, señalando todavía la pared con el dedo. A él le costó trabajo contestar.
—¡Ah, no! Creí que te referías a los coches de hojalata…
—En casa también teníamos uno. Lo puso mi padre, que es mecánico fresador. Trabajaba en una fábrica de ascensores, escaleras mecánicas y cosas así… A mí nunca me ha gustado, pero él, como estuvo en el maco después de la guerra, pues eso… Se lo regaló un amigo suyo del Comité, un tío muy joven, de ésos tan leídos que se han salido de curas, y él siempre estaba igual, que el Guernica no se toca, hasta que a mi madre se le inflaron las narices hace un par de años y se compró un mural de ésos de madera, muy bonito, que ella tenía muchas ganas de tener uno, con bar y todo, y estantes para poner la televisión, y ahora también el vídeo, y lo plantó encima del Guernica, y aquí paz y después gloria… El viejo no abrió la boca, pobre, como se acababa de jubilar… Luego mi hermano le regaló un cartel de ésos del Novecento, que es mucho más bonito, pero él, como ya chochea y además no ha visto la película, pues dice que no es lo mismo…
—Yo lo tengo desde hace muchos años, de cuando hacía la carrera. Ya se me había olvidado casi.
—Pues es como para perderlo de vista, el cuadrito…
Él procuró mirarlo como si no lo hubiera visto antes. No le gustaba, nunca le había gustado. Recordó los afilados dientes de aquella nieve antigua que mataba despacio a los hombres envueltos en capotes blancos y enloquecía a un perro flaco que ladraba al aire, el firmamento blanco, cruel y luminoso, que sabía extraer todo el dolor del fraudulento color de la inocencia, como si sólo el blanco pudiera obligar al blanco a revelar su auténtica naturaleza, su siniestra condición de señal de la muerte. Ella le esperaba en el centro de la habitación. Como no sabía qué decir, se acercó para besarla. Mientras lo hacía, retornó con los ojos abiertos a la pintura. Sus blancos eran patéticos sin haber sido nunca dramáticos, el fondo negro un truco demasiado pobre.
Se reafirmaba sin esfuerzo en este juicio cuando su pareja, juzgando que ya había malgastado un período de tiempo suficiente en los prolegómenos, le embistió suavemente para obligarle a caer en el sofá. Él se dejó hacer, intentando desesperadamente poner su mente en blanco, abandonarse a ella, a la impersonal eficacia de sus caricias, y cerró los ojos, pero ni siquiera así consiguió desprender de su mirada ciega la imagen nítida, repentinamente potente, de aquél tranvía amarillo brillante, la chapa intacta, sin un rasguño, que había comprado tan barato aquella mañana de domingo, como si no se atreviera a regresar a casa de vacío, sólo con el Guernica bajo el brazo. Dónde guardaría yo aquél tranvía, se interrogaba en silencio, mientras reconocía el progresivo desaliento de ella en el ritmo casi frenético de su trabajo, el chasquido constante de la lengua contra el paladar, pero no podía poner su mente en blanco, y abrió los ojos para clavarlos de nuevo en la lámina vieja, antigua ya, y comprender que ella tenía razón, los bordes estaban maltrechos, las chinchetas habían impreso en cada esquina un halo circular de herrumbre, ya no le servía de nada, y nunca le había gustado, Teresa jamás lo había visto, no había conseguido llevarla a su casa ni una sola vez a lo largo de los absurdos años de su militancia amorosa, porque él militaba en Teresa, pero ella nunca había querido darse cuenta y le trataba como a los demás, codo con codo, jamás de frente, tres veces habían ido a pegar carteles juntos pero ni siquiera solos, y eso era todo lo que había sacado en limpio de la sangría de las cuotas, y las reuniones interminables, y el trabajo gratis, la revolución que mantendría una eterna cuenta pendiente con él. Nunca había sido capaz de creer en nada, pero entonces todavía esperaba, por eso había comprado esa lámina que no le gustaba, el símbolo público de su fe, el íntimo símbolo de su impostura, y tiraba los panfletos a las papeleras de cincuenta en cincuenta, compraba todos los periódicos que le asignaban para eludir la tortura de vocearlos por la calle, hacía donaciones espontáneas del dinero que le sisaba a su padre para hacerse perdonar las ausencias, las reuniones a las que nunca iba si sabía que allí no iba a estar Teresa, pero tenía el Guernica colgado en la pared, simulaba tener un sitio, se castigaba a sí mismo por carecer del valor necesario para convertirse siquiera en un traidor, ¿y por qué no?, se había dicho, si era solamente un cuadro, nunca había sido otra cosa, un cuadro más, la gente decoraba su casa con ellos, y entonces eran otros tiempos, tiempos de borrachera y de delirio, malos para él, para todos los tibios, por no ser frío ni caliente te vomitaré de mi boca, la apocalíptica divisa de aquel país nuevo que se había vuelto tan viejo ya, de repente, tan antiguo como aquel pedazo de papel recubierto de polvo que no le había servido de nada, para nada, porque era solamente un cuadro, la gente decoraba su casa con ellos…
—Déjalo, anda, no vas a conseguir nada.
—Pero…, no entiendo. ¿Qué te ha pasado? Antes, en el taxi…
—No sé, da igual, no importa.
Ella apoyó las manos sobre las rodillas para levantarse. Tenía las pantorrillas cubiertas de polvo. Luego se volvió lentamente y dirigió una mirada hacia la puerta. Él ya le había pagado, antes. No tenían nada más de qué hablar, pero quiso despedirse.
—Bueno, tío, pues hasta otra. Lo siento.
—¿Sabe tu padre que estás en esto?
—No… Ellos creen que vengo a echar horas a una casa.
—¿Y tu novio? ¿Lo sabe?
Le sonrió. Se sentía inclinada a la benevolencia. Él no paraba de preguntar, pero por lo demás le había dado muy poca guerra.
—¿Por qué sabes que tengo novio?
—No sé. Porque no haces el completo…
—Bueno, él… Supongo que se lo figura, aunque no dice nada. Una asistenta no se levanta más de cien papeles al mes.
—No, claro. ¿Estáis pagando un piso?
—Ya lo tenemos pagado. Ahora queremos ahorrar para los muebles. Y luego, cuando me case, lo dejo todo y me quedo en mi casa, allí en Getafe.
Él no quería saber nada más. Ella le dijo adiós desde la puerta y luego se marchó. Si le hubiera preguntado su nombre, quizás le habría contestado que se llamaba Paquita, pero no lo hizo, y creyó que nunca más volvería a verla.
Permaneció sentado en el sofá todavía un buen rato, bajo los abrumadores efectos de tanta sordidez, la naturalidad con la que ella se expresaba. Cuando se levantó, sus ademanes fueron decididos, firmes y pausados. Se hizo daño en los dedos, al filo de las uñas, porque las chinchetas habían hecho carne con el muro, tuvo que recurrir a un destornillador para arrancarlas. La lámina se quedó pegada a la pared unos instantes antes de resbalar con suavidad para posarse en el suelo, a sus pies. Se agachó para recogerla y la rajó por la mitad, con las manos. Repitió esta operación varias veces, sobre fragmentos cada vez más pequeños. Luego los colocó todos en un cenicero grande y arrimó una cerilla. El papel ardió bien, pero dejó en el aire un olor acre y sucio, a tinta quemada. Abrió el balcón y regresó a su asiento para contemplar el rastro del Guernica sobre la pared. Entonces se dio cuenta de que podía mirar por él como se mira a través de una ventana.
Eso ocurrió cuando la izquierda acababa de tomar legítimamente el poder. Ahora ya no había derecha, pero la huella del Guernica permanecía intacta sobre la pared, porque cuando amenazó con desvanecerse, ensuciándose deprisa para perderse casi en la monótona uniformidad del resto, él volvió a pintarla de blanco con mucho cuidado, respetando escrupulosamente los márgenes, cargando la mano. Repitió el proceso varias veces, luchando tontamente contra el tiempo, cultivando el rastro de un símbolo ausente. Le gustaba mirarlo. Intentaba calibrar cuánto tiempo aguantaría el último remiendo cuando le sacudió un sonido metálico muy agudo. Sintió que las paredes de su estómago se acercaban bruscamente hasta confundirse en un solo tejido, anulando el espacio para siempre, y descolgó el teléfono con ansiedad para percibir solamente un pitido apagado, regular. Tardó algún tiempo en comprender que había escuchado el timbre de la puerta, y tuvo que pararse a pensar si atendería o no a su reclamo. Porque podía ser Polibio con ganas de contarle el fatal desenlace de su aventura con tres profesoras de educación física, y eso era lo último que necesitaba. Pero si ella no llamaba, la compañía le vendría bien. El timbre sonó de nuevo con insistencia. Polibio. Miró el reloj, la una menos diez. Al comenzar la tercera tanda de timbrazos, se dio por vencido.
Abrió la puerta, y lo primero que pudo ver fue la estropajosa melena rubia de un puerro enorme cuya cabeza sobresalía generosamente entre las asas de una bolsa de plástico blanco.
—Pero, bueno… ¿Qué haces levantado?
Manuela le miraba con expresión preocupada desde el umbral. Sin decidirse a entrar, dejó caer la bolsa en el suelo y alargó la mano izquierda para sostener su nuca mientras aplastaba la palma de la derecha sobre su frente fresca.
—No tienes fiebre, pero deberías estar en la cama… Desde luego, yo que me he asustado tanto con lo que me han contado en el bar, y ahora vengo y te encuentro así…
Él sonrió a la sonrisa que apareció lentamente entre los labios de ella. Luego alargó un brazo para tomarla de la cintura y la atrajo bruscamente hacía sí, cerrando la puerta con la mano libre. La empujó contra la hoja desplazando suavemente su cabeza hacia un lado para que no se hiciera daño con la mirilla, y la besó, y se sintió satisfecho porque todo había salido bien, y luego ya olvidó que todo iba bien, y se sintió satisfecho, simplemente.
Les separó el sonido del timbre de la puerta, ruido agotador, repetición intolerable. Él pensó con horror que ya solamente podía ser Polibio y se decidió firmemente a no abrir, pero ella se dio la vuelta con naturalidad y giró el pestillo, y él no supo cómo detenerla. La vecina de enfrente, una mujer mayor, muy amable, señalaba el suelo del descansillo con el dedo.
—Se han dejado la compra fuera.
—¡Ay, claro! —contestó Manuela, con un sincero acento de culpa—. ¡Qué despiste!
—Me he decidido a llamar porque si se queda aquí se la podría llevar cualquiera…
—Por supuesto, muchísimas gracias.
—No hay de qué.
Manuela cerró la puerta y se volvió hacia él esgrimiendo la bolsa con el brazo levantado.
—¡Qué simpática!, ¿verdad? Y no parece nada cotilla.
—No lo es —confirmó, y entonces, divertido porque aquélla era la primera vez que, goteras aparte, no sabía lo que estaba ocurriendo dentro de su propia casa, indagó acerca del contenido de la bolsa.
—Tu comida —respondió ella con decisión—. Supongo que la cocina está al final del pasillo…
—Tengo frío.
Manuela levantó despacio los ojos de una revista ilustrada para mirarle. Él llevó el embozo más allá de su labio superior para apurar golosamente la farsa. Llevaba más de veinticuatro horas en la cama, perfectamente sano. El puré de verduras, cocidas con una punta de jamón serrano muy curado, estaba delicioso, y delicioso había sido el contacto con ella, su carne fresca, cuando la tarde anterior le había cabalgado lentamente, cubriendo su pecho enfermo con el vuelo de una cálida falda de lana, el pelo de la Magdalena desparramándose sin control sobre los blandos hombros redondos donde aún se advertía el surco abierto por la presión de unos tirantes inclementes, admirable acción de un sujetador de encaje barato y talla menor de la debida, la piel marcada que desaparecía de vez en cuando bajo las sábanas que ella sujetaba con la punta de los dedos para que él no se enfriara, su cabeza tocada por un severo velo blanco mientras se movía con la delicadeza de un hada de revista pornográfica y le rogaba que se dejara hacer, que no se fatigara, para colonizar su cuerpo poco a poco, anticipándose a la más insignificante de las indicaciones que él llegara a esbozar con la punta de sus dedos tímidos, dándose y recuperándose sin cesar, tan sabia y tan antigua su cintura, tan infantil su secreto, el misterio de ese cuerpo que sabía abrirse como una esponja empapada de sangre caliente, la boca absoluta que le devoraba otra vez, con otros dientes distintos, lentos y saciados, más crueles, y su vientre inmenso se proyectaba rítmicamente hacia delante y era hermoso, su carne cansada se agitaba para derrumbar en un temblor salvaje la máscara inocente de la ternura nueva y desvelaba por fin la verdad vieja, profunda, el hambre de muerte breve, el instinto de la bestia, la única alma auténtica de esa mujer amable que le cabalgaba lentamente, pendiente en todo de él, del placer que llegó despacio y le devolvió a los exactos límites de sí mismo al desvanecerse agotado entre los labios de ella, en las indescifrables fronteras de su sonrisa exhausta.
—No lo entiendo. La ventana está bien cerrada…
Luego se había marchado a ver, así lo dijo, la actuación de una amiga que tocaba la batería en un grupo de salsa. También canta, aclaró, y le preguntó si no le importaba quedarse solo. Él la tranquilizó, no le importaba, estaría muy bien, pero ella transportó de todas formas la televisión hasta su cuarto, y arrancó del periódico la hoja de la programación para dejarla sobre la mesilla. Prometió llamar pero no lo hizo. Cuando, bien entrada la madrugada, estuvo ya seguro de no decepcionarla, se vistió y salió a la calle, a dar una vuelta para estirar las piernas. Le dolía la garganta de obligarse a toser y tenía los músculos entumecidos, pero aún se sentía satisfecho. Se acostó muy tarde, y a la mañana siguiente tardó mucho tiempo en reaccionar ante el rítmico aluvión de sonidos que logró finalmente arrancarle de un sueño tenaz, pero cuando abrió la puerta no encontró a nadie. El teléfono sonó una media hora después. Manuela le explicó que había supuesto que estaba dormido y se había bajado a la calle a tomar un café para hacer tiempo.
—…y el radiador está a tope.
—Pues yo sigo teniendo frío.
Se acercó para tocarle la frente, un gesto que había repetido con frecuencia casi enfermiza desde que aceptó interpretar su papel en la función de la bronquitis fantasma.
—¡Estás ardiendo…!
Él asintió con la cabeza. Digería una cena demasiado copiosa bajo dos mantas, en pleno octubre, con un pijama de invierno y la calefacción al máximo. Debía de estar necesariamente ardiendo, aunque su temperatura oscilara en torno a los treinta y seis grados y medio, treinta y siete a lo sumo. Ella le dio la espalda para bajar la persiana y se descalzó en la penumbra. Se quitó la ropa lentamente, sin hablar. Luego se reunió con él bajo las sábanas, y como si le diera vergüenza haberse acostado a su lado sin anunciarlo antes, frunció las cejas para simular un gesto de preocupación y le limpió mecánicamente el sudor con la palma de la mano diestra, estirando su flequillo hacia atrás. Él cerró los ojos para tranquilizarla. Apreció la caricia de sus dedos y adivinó el sosiego recobrado en sus palabras.
—Qué feo eres…
—No deberías haberte metido en la cama conmigo, te lo puedo pegar.
—Ya lo sé, pero no me importa… Estoy bien.
Le abrazó con fuerza y él se dejó estrujar, emborrachándose con los débiles residuos de aire viciado que apenas llegaba a capturar su nariz entre los recovecos del cuerpo ajeno que le atraía como si pretendiera absorberlo entero a su contacto, osmosis deseable que sólo al resultar fallida generó una asfixia insoportable. Se zafó como pudo de ella y se dijo que no debía hacerlo. Se repetía que no debía hacerlo cuando atrapó uno de sus pezones entre los labios y mantuvo su boca firme contra él, y lo sintió crecer, como si la carne fuera a estallar entre sus dientes, y aplastó toda la nariz contra el pecho del cuerpo propio ya, uno, y pudo respirar aire limpio a través del escote transparente. Entonces advirtió que una de las manos de ella se deslizaba como por descuido entre sus piernas y rozaba su sexo para comprobar su estado, y arqueó el vientre para decidir a los dedos que dudaban, y los sintió por fin en torno a sí mismo, titubeantes al principio, firmes e indecisos a un tiempo, y pudo ya mover los labios, hablar sin soltar del todo su presa.
—Cuéntame un cuento…
—¿Qué?
—Que me cuentes un cuento —y tomando con su mano la de ella, definió suavemente la frecuencia de su movimiento.
—Pero… ¿a qué te refieres? Quiero decir… ¿un cuento de los que se cuentan a los niños?
—Exacto, un cuento de hadas…
Ella frunció el ceño, como si le costara trabajo recordar. No se rió, no se burló de él, no demostró sorpresa alguna, intentaba recordar, nada más, y él se sintió otro, un hombre distinto, hermoso, un ser elegido, enfermo de buena suerte.
—El caso es que de hadas no me sé ninguno. En cambio, me acuerdo muy bien de uno de brujas, que era mi favorito cuando yo era pequeña. ¿Te vale ése?
—Me tendrá que valer…
—Muy bien —comenzó ella, y se recostó de lado cuidando de no hacerse daño con sus dientes, cuidando también de mantenerlos apretados contra su pecho, y apoyó la cabeza en una mano mientras le cobijaba siempre con la otra, disfrutando plenamente del extraño juego, la pequeña esquizofrenia que él había propuesto, la memoria en su propia infancia, el pezón en su boca de niño, la mano en su sexo crecido de hombre lactante, adivinando que para él todo aquello era casi perfecto—. Se llama el cuento de la lentejita… Esto érase una vez una vieja muy mala que vivía sola a las afueras de un pueblo. Para que nadie adivinara que era bruja, iba todos los días a misa, y echaba una moneda en el cepillo de los pobres. Una mañana, cuando escuchó las campanas, llevaba una lenteja en la mano y se dijo, ¿cómo voy a entrar en misa con esta lentejita? Parecería una falta de respeto… ¿Está bien así?
—Sí, muy bien… —y para corregir su vulgar veleidad de mujer adulta más allá del juego, se separó de su pecho para mirarla y prosiguió con el neutro tono de la curiosidad, pronunciando claramente palabras enteras—. Lo que no entiendo es por qué llevaba la lenteja…
—Es que, si no, no hay cuento.
—Ya —murmuró, satisfecho de la infantil construcción de su respuesta, y seguro de ir a escuchar la historia completa, pudo abandonarse de nuevo sobre ella, a su mano, y su cuerpo, y su boca, y su voz.
—Bueno, pues entonces llamó a la puerta de una casa que estaba enfrente de la iglesia, y cuando le abrió una señora le pidió un favor, buenos días, dijo, mire usted, es que están tocando a misa y no puedo entrar con esta lentejita. ¿Me la podría guardar usted un ratito? Yo se la recogeré a la vuelta… La señora dijo que sí, y la vieja se fue a misa, y allí se santiguó con agua bendita, y comulgó, y echó una moneda en el cepillo de los pobres. Y volvió a la casa, a buscar la lenteja, pero no la encontró. Este pollito la ha picoteado sin querer, explicó la señora, está tan acostumbrado a comerse todo lo que pilla por el jardín… ¿Cómo?, gritó la vieja, ¿quiere decir que su pollito se ha comido mi lentejita?
—¡Qué bien la imitas! —la interrumpió él, admirado de la facilidad con la que ella modulaba la personalidad de los protagonistas de su historia.
—Claro —y ella le miró sonriendo—. Es que soy actriz.
—Por supuesto, se me había olvidado…
—¿Sigo? Bueno… Pues sí, contestó la señora muy asustada, pero yo le daré otra, o, si no, mire, mejor le regalo este paquete, un kilo de lentejas… ¿Le parece bien? No, chilló la vieja, no quiero sus lentejas, quiero mi lentejita, así que usted elige, o mi lentejita o su pollito, o mi lentejita o su pollito, o mi lentejita o su pollito… La señora trató de hacerle razonar, intentó explicarle que no era justo, que un pollo vale mucho más que una lenteja, pero fue inútil. Se puso tan pesada que, al final, le dio el pollo para perderla de vista de una vez. Así que la vieja salió tan contenta con su pollo, pero mientras paseaba, escuchó que tocaban a misa las campanas de otra iglesia…
—No me digas que la historia se repite…
—Pues sí.
—Y ¿qué es esta vez?
—Una gallina.
—El pollito o la gallinita, ¿no?
—Exacto, y luego un cerdo se comió la gallina.
—La gallinita o el cerdito.
—Muy bien. Y una vaca se comió al cerdo.
—El cerdito o la vaquita.
—Bingo. Y aquí cambian ligeramente las cosas… Se detuvo un instante, advertida seguramente por la debilidad de su voz, y por el progresivo aumento del período de tiempo que él parecía precisar para encontrar la respuesta acertada y, como si fuera incapaz de continuar interpretando papeles diferentes mientras él exigía de ella cada vez más, se concentró en sí misma y en silencio le condujo hasta donde quería llegar, aguantando sin un reproche sus agudas dentelladas. Luego, derrochando una intuición que llegó a estremecerle a través de su propio aturdimiento, se inclinó sobre su cabeza y le besó muchas veces, posando sus labios brevemente sobre su frente y sus mejillas y su barbilla y sus párpados y su nariz, mientras le acariciaba la cara con las yemas de los dedos de una mano forzada por la postura, la otra siempre firme contra su vientre. Y ninguno de los dos se movió. Él se apretó un poco más contra ella con la vaga mala conciencia de no haberla poseído, de haberse comportado como un pequeño egoísta, y esperó la llegada del frío, la previsible ausencia de su mano, que no soportaría por mucho más tiempo el gélido contacto del semen viejo, inútil, pero ella no se retiró, y desde allí recuperó con serenidad el hilo de su historia.
—La vieja dejó la vaca en la casa de una familia muy, muy pobre, donde había un niño muy enfermo, que necesitaba comer carne. Se fue a misa y la madre se dijo, mi hijo está tan malito y esta señora que está siempre en la iglesia debe de ser tan buena, que seguro que no le importa que le corte a la vaca un filetito para dárselo al crío, que se me ponga fuerte. Y eso hizo, pero cuando la vieja volvió de misa se puso furiosa. ¿Qué le han hecho a mi vaca?, chilló, ya no está entera, ¿quién la ha malherido? He sido yo, pero lo he hecho sin mala intención, explicó la mujer, es que mi hijo pequeño está enfermo, mírelo ahí, en la cama, y sólo he cortado un filete, para darle de comer…
—¡No me digas ahora que la vieja reclamó al niño!
—Desde luego, ya sabes, el filetito o el niño, el filetito o el niño, el filetito o el niño. Y, claro, la madre no podía devolverle el filete, así que ella metió al niño en un saco y se lo llevó. Estaba muy contenta, porque los niños pequeños eran su comida favorita, y pensó que había tenido mucha suerte, porque siempre había cambiado para mejor. En esto escuchó que tocaban a misa. Dejó el saco en una casa cercana a la iglesia, pero dio la casualidad de que su dueña era esta vez una tía del niño que estaba haciendo galletas para su hija, y el crío reconoció su voz, y cada vez que la señora le ofrecía una galleta a la niña, él contestaba al mismo tiempo, yo también quiero, tía, y así la mujer terminó por abrir el saco y rescatar a su sobrino.
—Y colorín, colorado…
—No, no, nada de eso. La tía llevó al niño con su madre, y luego regresó a su casa para llenar el saco de sapos, culebras y gatos monteses. Lo cerró muy bien con una cuerda y se lo dio a la vieja cuando volvió a reclamarlo. Entonces ella se marchó a su casa…
—¿Se habían acabado las misas?
—Sí, debía de haber hecho ya la ronda completa. Bueno, pues el caso es que subía una cuesta muy empinada, y lo que ella creía que era el crío no paraba de molestarla, le daba patadas, pellizcos y hasta mordiscos, y aunque le amenazaba todo el rato con ir a comérselo crudo allí mismo, no quería dejarla en paz, así que, al llegar a un recodo, en el borde de un precipicio, dejó la bolsa en el suelo y desató el cordel. Las culebras saltaron entonces a su cuello, asfixiándola, mientras los gatos monteses le clavaban las zarpas y los sapos croaban sobre ella, pringándola de babas. Cuando intentaba librarse de todos ellos, perdió pie y se despeñó. Murió instantáneamente, claro, y ahora sí que, colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
Ella esperó, sonriente, una reacción que no se produjo. Su amante, los labios aún firmes en torno a su pecho, permanecía inmóvil. Había cerrado los ojos.
—¿No te ha gustado? —preguntó, casi con ansiedad. Él se despegó entonces lentamente de ella y se alejó un poco, apoyando su propia cabeza en una de sus manos para constituir un reflejo perfectamente simétrico del cuerpo a cuya protección acababa de renunciar.
—Es un cuento terrible —dijo.
—Sí —admitió ella, bajando los ojos—. Pero así es un poco la vida ¿no…?
—Casualidad y venganza.
—Bueno… —su cuerpo entero pareció adelgazar en pos de su voz mientras se daba cuenta de que estaba haciéndose pequeña tratando en vano de escapar a su mirada y, sólo tras una larga pausa, en un esfuerzo supremo por recuperarse, por afirmarse ante sí misma, la lentejita y todo lo demás, se esforzó por sonreír y le habló de nuevo—. Cuéntame tú un cuento, anda…
—Casualidad y venganza —repitió—. Está bien. Te contaré un cuento, uno muy viejo, muy corto, el único que me sé. A los nueve años me dijeron que mi madre había muerto, y no era verdad. Se marchó de casa y no quiso llevarme con ella. Nunca la volví a ver.
Pero eso tampoco era cierto, porque sí la había visto, muchos años después, aquella tarde que era ya casi una noche, volvían del pabellón de la República Democrática Alemana, donde el pringado de Luisito hacía jornadas laborales gratuitas de diez horas vendiendo libros, discos, llaveros y vino del Mosela variedad uva socialista, habían ido a verle, como todos los años, y le habían saludado efusivamente, armando el máximo escándalo posible, ¿no vas a saludar a tus amigos de verdad, cerdo revisionista?, con eso le sacaron dos botellas, ¡mira que como te hagas el estrecho rompemos tu solicitud de admisión y te quedas en esta mierda de partido burgués toda tu puta vida!, y les regaló dos botellas más, tratando de alejarlos de sí a empujones, pero aún tuvo que soportar una última dosis de bochorno, ¡desde luego, cada año que pasa esto se parece más a la Demostración Sindical!, y el pobre Luis, que era tan poca cosa, ya había colocado sobre el mostrador un litro de vodka polaco de su exclusiva propiedad cuando él mismo le dio la puntilla, ¿qué, tenéis ya una sección de Coros y Danzas?, y todos, Teresa a la cabeza, le rieron la gracia, y tuvo que aguantar la mirada de odio intenso que le dirigía el más débil, que sabía de sobra que la idea del requisado anual de vino del Mosela por el procedimiento de la vergüenza ajena era sólo suya, una de esas crueles genialidades que se le ocurrían de vez en cuando y que practicaba con más saña que nadie, para remontar su propia debilidad, para hacerse admirar de vez en cuando, y cuando alargó la mano para recoger el puñado de llaveros metálicos que Luis les ofrecía como tributo último, se sintió mal, malo, miserable, como todos los años, y se volvió para mirarle mientras se alejaba con los suyos, en sus brazos la parte del botín que le correspondía, y no sabía que aquella vez sería la última, que nunca más volvería a la fiesta, pero intuyó que nunca podría pedir perdón a Luis, que arrastraría la culpa de tanto abuso durante años, y así fue, hasta que un día se encontró su nombre en una lista que no votó, y un par de meses después, su rostro sonriente de buen chico guapo, flamante subsecretario progresista, en un periódico, y entonces pensó que bien poco le habían hecho para lo que se merecía, y se olvidó de él, pero aquella noche el sonrojo calentaba también sus mejillas mientras se emborrachaba con el vodka rapiñado y andaba despacio, un par de pasos detrás de los demás, que no sufrían, y por eso al principio no prestó mucha atención al hombrecillo gordo, en su cabeza una calva con forma de trébol extrañamente familiar, que bailaba solo en el centro de la placita donde por fin se sentaron, y escuchó las risotadas de sus amigos como si resonaran desde muy lejos, percibiendo apenas el eco de las palmas con las que acompañaban los torpes movimientos del imprevisto oso amaestrado, el bufón con corbata estampada y americana de franela gris que se afanaba en solitario ante sus ojos, marcando torpemente el ritmo de una rumba con sus bracitos cortos y gruesos, sacando el culo, levantando con la punta de dos dedos una esquina de su chaqueta para imprimir un giro grotesco a todo su cuerpo, la mano opuesta abanicando estúpidamente el aire, su equilibrio en un compromiso constante, su rostro en llamas, a punto de estallar de congestión, y su aspecto al mismo tiempo triste y frío, como el de todos los borrachos de vino malo, y él también bebía demasiado, vodka excelente, cuando el hombrecillo se detuvo, tambaleándose con los dos pies firmes en el suelo, y él presintió su nausea en la piel lívida, en la presión anormal de los labios gruesos, en el gesto infantil de sujetarse el estómago para prevenir el vómito, y contempló impertérrito el final de la función mientras registraba con indiferencia el asco de los demás, un espeso puré de color granate manaba sin control de su boca torcida y la voz de Teresa proclamaba airadamente su repugnancia, pues no le mires, dijo alguien, vámonos ya, propuso otro, y él estaba a punto de secundar esta última iniciativa cuando el fracasado bailarín levantó la mano derecha para limpiarse la cara, diminutas partículas brillantes de líquido rojizo entre los cabos entrecanos de una barba mal afeitada, y entonces cualquier reflejo de cualquiera de los focos instalados en el tejado del chiringuito arrancó una chispa dorada al enorme anillo que adornaba su dedo índice, y ésa fue la primera señal, sus amigos se marchaban pero él se quedó quieto, sin moverse del sitio, vaciando sus ojos en la horrorosa joya conocida, tratando de reconocerla, de asignarla a una mano determinada, y el hombre se movió imperceptiblemente, o se movió la luz, y él pudo distinguir una confusa mancha amarilla sobre la superficie oscura del ostentoso sello montado en oro cuyo límite superior llegaba casi a cubrir la falange, y cuando le dio por fin la espalda ya había recordado, el oro de Toledo y aquella calva vegetal le habían devuelto ya a un Paseo del Prado que conducía al mar, y habían puesto de nuevo entre sus manos el espadín de metal auténtico que él mismo escogiera en las vitrinas de una tienda de artesanía española para turistas, entonces sintió curiosidad por el destino del viejo amante de su madre, y le siguió con la vista hasta una mesa lejana en torno a la cual, platos y vasos repletos, se afanaba un grupo de diez o doce personas que seguramente no habían advertido el brusco desenlace de la danza, y se acodó en la barra, y pidió una copa, buscando una excusa para observarles de cerca, y apenas había tenido tiempo para contar a los comensales cuando su espalda recibió un débil empellón, y se volvió para encontrar allí a una niña larguirucha, muy flaca, doce o trece años mal disimulados por un vestido infantil que le quedaba pequeño y muy corto, como si acabara de dar un gran mordisco a la galleta equivocada, pero era fea y tenía voz de canario cebado, chillona y aguda, mientras exigía del camarero, jefe, le llamaba, un helado y un puñado de servilletas de papel, es que mi papá acaba de echar la pota, aclaró, cargando el acento en la primera sílaba, papa, una criatura desagradable en general, pensó él, mientras deducía que aquel hombre debía haberse casado, y se preguntaba cuándo, y con quién, y trataba de recordar si las visitas a su tienda habían cesado mucho tiempo antes de la muerte de su madre o si se habían prolongado hasta aquel momento, y no conseguía establecerlo, porque al margen de su naturaleza de raro privilegio, nunca había concedido ninguna importancia a aquellas excursiones, era tan pequeño todavía, y no lo comprendió hasta mucho tiempo después, un día cualquiera, cuando no pensaba en ello, entonces escuchó de nuevo la voz de la niña, y recibió la contrapartida previsible, hablaba con su madre, a quien, oculta por otros comensales, él no lograba ver aún, no fastidies mama, decía, ya no tengo más hambre, pero su esfuerzo fue inútil, la disposición de la mesa se alteró en un instante para dejar un asiento libre y la niña se desplomó sobre él lloriqueando, y a su pesar siguió comiendo, su madre llevaba unas sandalias de tiras doradas y tacón alto, el empeine casi desnudo adornado por grandes piedras brillantes, redondas, falsas, las uñas impecablemente pintadas de color rojo oscuro con una media luna blanca, y él dedujo con naturalidad que el gusto por ese tipo de zapatos encajaba con la escandalosa afición de su madre a las chinelas con plumas, y sonrió ante la debilidad fetichista del tendero turístico que ahora recuperaba el aliento poco a poco, mientras engullía un enorme pincho de morcilla frita, y no pasó mucho tiempo antes de que la niña comenzara a protestar de nuevo, anda mama, por favor mama, hasta que obtuvo permiso para levantarse, y él pensó que debía de ser muy difícil educar correctamente a una cría tan insoportable, y sintió cierta absurda compasión por la mujer gorda con sandalias brillantes de la que sólo podía atisbar un forzado perfil mientras registraba las rápidas acciones de sus manos voraces sobre el contenido de las fuentes de parafina, elevando siempre hacia su boca un enorme trozo de pan tras cada bocado, llevaba el pelo teñido de rubio y muchas pulseras de bisutería, fumaba tabaco mentolado en una boquilla de carey y metal, se reía ruidosamente, lo estaba pasando bien, y él tuvo tiempo de acabarse la copa antes de llegar a verle la cara, dudaba ya entre pedir otra o irse a buscar a sus amigos cuando aquel hombre miró el reloj e improvisó una expresión de fastidio, y ella se volvió pesadamente, dirigió un par de ojeadas en todas las direcciones y luego comenzó a llamar a gritos a su hija, que se llamaba Paloma, igual que ella, Paloma, habían pasado muchos años, casi quince, y la identificó con facilidad, pero no pudo reconocerla, porque las plumas se habían vuelto piedras y todo le era ajeno en aquel cuerpo gordo e indolente, abandonado, rendido al tiempo, porque la estaba perdiendo para siempre y ahora podía distinguir el nítido embrutecimiento de la papada, el grosor inaudito de los tobillos, las arrugas profundas que recorrían las sienes, la piel enrojecida de las manos, desnudas de aquellos guantes granates de piel tan fina que parecía tela, y la voz de su hija, ¿nos vamos ya, mama?, que penetraba como una aguja curva por sus oídos y trepaba hábilmente entre las escurridizas paredes del cerebro para perforarlo después en su centro más débil e instalarse allí, doliendo como una terrible herida, ya voy mama, y sintió que se mareaba, y tuvo que apoyar los dos codos en la barra, y el camarero le ofreció inmediatamente ayuda, y él la rechazó con la cabeza, murmurando en voz baja, mamá mamá mamá mamá mamá, el acento agudo, luminoso, que evocaba una bata ligera, suave como el raso, sobre la cintura fina de una mujer muy distinta a aquel grotesco animal que ahora se alisaba con las manos la falda sin conseguir evitar que asomara siempre una punta de la combinación blanca rematada con encajes, y mamá estaba muerta, murió cuando él tenía nueve años, la Reina de las Nieves se la llevó a un palacio bello y frío, y tenía una voz muy bonita, cantaba bien, y le quería, era caliente y dulce, hermosa y redonda, su barbilla proyectaba una nítida sombra sobre el dorso de su cuello blanco, terso, y le encantaba olería, y a ella le gustaba que él oliera a goma arábiga, entonces aquella mujer cogió un bolso muy grande, de plástico, con una gruesa boquilla dorada, y lo abrió para sacar dos guantes negros de piel muy desgastada, y se lo colgó de un brazo rodeando con el otro el hombro de su hija, y hundió la nariz en sus cabellos, y puso cara de asco, ahora hueles a pincho moruno, dijo, y las dos se rieron mucho, y ella la besó en el pelo, pero yo te quiero igual, y se fueron, le dieron la espalda y se fueron sin más, y él se puso a llorar como un niño pequeño, lloraba sin parar, haciendo ruido, los ojos abiertos, los labios fruncidos en una mueca forzada, dolorida, las lágrimas casi placenteras quemándole la cara, la vergüenza ausente, y la niña se volvió y tiró del brazo de su madre, hala mama, fíjate en ese hombre, y su madre le miró un instante con gesto indiferente y se dirigió a la menor de sus hijos para regañarla en voz baja, pero audible, no le mires Palomita, que es de mala educación, él iba a cumplir veinticuatro años y se parecía en tan pocas cosas a su padre, un hombre guapo, que le pareció natural que ella tampoco le reconociera, pero fíjate mama, si es que no para, y la cría tenía razón, no podía parar, estará borracho hija, vámonos ya, papá nos está esperando, ella también se mostraba perspicaz, porque se sentía agonizar de borrachera, seguramente agonizaba ya, y no podía dejar de llorar, se fijó en que ella había dicho papá, obedeciendo a la vieja servidumbre del acento agudo, y se sintió peor, las perdió completamente de vista y siguió llorando, se dejó resbalar contra la barra y, sentado en el suelo, sacó la botella de vodka polaco del bolsillo y lo notó arder contra su garganta, un único trago eterno, y el ruido del cristal estallando sobre el suelo, y luego aquellos dos individuos absurdos, servicio de orden, y no podía levantarse, no puedo, balbució, sintiendo la baba resbalar por su barbilla y sintiéndose incapaz de hacer nada para atajarla, estoy llorando, y el llanto era un trabajo infinitamente pesado, una ocupación absolutamente absorbente, lloraba y era bastante, pero ellos no le entendieron, y llegaron a provocarle con su monótono discurso, entonces la rabia resucitó un instante entre sus labios muertos, ¿qué pasa, que no os gusta la gente que llora?, y sintió primero la aguda punta de sus botas, le machacaron a patadas, pero todavía no pudo levantarse, ellos mismos tuvieron que hacerlo, izándole por las axilas, clavándole los dedos, y el dolor le devolvió la lucidez, y echó por fin a andar solo, tambaleándose con los dos pies firmes en el suelo, como el despreciable bailarín del primer acto, y perdidas todas las referencias caminó sin saber adonde iba, tratando de mantenerse paralelo al seto sin conseguirlo nunca, y ya no lloraba, y eso era peor, porque tras la saciedad del llanto experimentaba la tortura de una presión inconcebiblemente atroz en el interior del estómago, víscera desconocida, como una bola compacta, dura y pesada, y se alejó por completo de las luces y de la música, y ya no veía nada, no oía nada, y no sabía por qué ella no le había llevado consigo, escuchó el amortiguado estrépito constante que señalaba la existencia de una carretera y se dirigió hacia allí, y pensó en matar a su padre, porque su padre era alto y hermoso, y la había dejado ir, y había permitido durante tantos años que él siguiera queriéndola, desmenuzando su recuerdo para buscarla en todas partes, en los objetos y en los olores y en los sabores y en los gestos y en la gente, en las mujeres a las que maltrataba en sueños como si presintiera que debía vengarse en ellas de algún daño remoto e impreciso, en las mismas mujeres a las que amaba lealmente y sin resultado cuando estaba despierto, y ahora la había visto otra vez y se sentía más pequeño, más humillado, más insignificante que nunca, y sentía dolor en cada uno de los extremos de su cuerpo, en las yemas de los dedos, en la planta de los pies, en la nuca y en los dientes, porque no le había llevado consigo, porque había conseguido olvidarle tan deprisa como en la letra de un tango viejo, mohoso ya, y cursi, un auténtico río de coches abandonaba la ciudad en dirección a Extremadura, y él llegó al arcén, y guiñó los ojos para entrever las luces veloces como delgados ríos eléctricos, brillantes y neutros, tranquilizadores, y pensó que no tendría ningún sentido suicidarse ahora que ya no era nada, y recuperó sin querer la imagen de su padre, y disfrutó intentando reconstruir el sufrimiento original de aquel hombre alto y hermoso pero en definitiva tan abandonado como él, más no, su piel encrespada comenzó a temblar, hacía mucho frío, alguna vez debería cruzar la carretera o volver atrás, y no quería regresar, así que se concentró y esperó un hueco, y corrió con todas sus fuerzas, y llegó jadeando a la otra orilla, escuchando apenas sus propios respiros entrecortados bajo los ecos de algunas bocinas furiosas, la violenta expresión de algunos prudentes conductores excitados por su imprudente actitud, y se sintió mejor porque se había cansado, y caminó todavía un rato más, junto a la carretera, hasta toparse con una estación de metro que jamás había visto, y consiguió colarse por un extremo de la reja metálica que un empleado con mono azul se disponía a cerrar entre bostezos, y la taquillera le advirtió que el próximo tren sería el último, pero tuvo suerte, no le dejó muy lejos de su casa, cuando abrió el portal miró hacia el balcón del cuarto de estar y vio la luz encendida, la abuela padecería una de sus célebres crisis de insomnio, y subió las escaleras muy despacio, planteándose la duda definitiva, la única elección que le restaba, la cuestión que había postergado sin cesar desde el mismo momento en que comprendió que la mujer que tenía delante era su madre y no otra, preguntar o no, querer o no saber, intentar comprender o renunciar del todo, y abrió la puerta para tropezarse con su padre en el pasillo, y entonces se decidió en un instante, y todo resultó muy fácil, he visto a mamá esta tarde en la fiesta del PCE, dijo solamente, mañana me voy de casa.
—Voy a lavarme las manos.
Se destapó con decisión, y desnuda saltó al suelo y salió al pasillo. Un instante después, él pudo escuchar ya el ruido del agua, un grifo que chirriaba al abrirse y al cerrarse. La recuperó enseguida y, al sentir contra su piel la de ella, fría tras la carrera, se sintió algo más tranquilo.
—¿Y nunca más la has vuelto a ver?
—Nunca.
—¿No sabes dónde vive?
—No.
—¿Y no has vuelto a hablar de ella con tu padre?
—No.
—¿Y él tampoco ha intentado hablar contigo?
—No, le da vergüenza.
—¿Pero no sientes curiosidad por saber qué pasó, cómo se fue?
—Sí.
—Y ¿entonces?
—Prefiero seguir suponiendo que mi padre no le permitió marcharse con nosotros.
—¡Pues claro! Seguro que fue así, porque si no…
—Si no, ella se largó sin más, y me dejó tirado para tener otra hija, con otro hombre, en otra parte.
—No digas eso.
—¿Por qué no?
—Porque no debes decir eso…
Él, que había permanecido todo el tiempo boca arriba, con el cuerpo estirado, rígido, y los ojos muertos en el techo, giró lentamente la cabeza para mirarla. Ella detectó su curiosidad y se dio cuenta de que él esperaba. Sin sostener su mirada, empezó a juguetear con los dedos sobre el extremo del embozo, y dejó escapar las palabras lentamente, como si no estuviera muy segura de su sentido auténtico, vacilando en cada sílaba apenas se escuchaba a sí misma pronunciar la anterior.
—Ella te quería… Seguro que te quería, las madres siempre quieren a sus hijos. Pero, fíjate, si estaba enamorada de ese hombre, pero muy muy enamorada de él, pues… Cuando uno está enamorado hace cualquier cosa, cualquiera, la estupidez más gorda, lo que haga falta, y no se lo piensa dos veces… Además, en aquella época, ya sabes, no era fácil largarse de casa del marido de una con tres niños… Vamos, digo yo que no sería fácil, con Franco, y la censura, y todo eso. Y ella pensaba volver, seguro, volver a por vosotros, pero luego, bueno…, la vida de una mujer es más complicada, ¿sabes? Si se quedó pronto embarazada, y le iba bien con aquel tío, y nació la niña…, yo qué sé, igual pasó el tiempo y empezó a pensar que estaríais mejor solos que con ella…, con ella y con el tío y con su hija, claro… Y a lo mejor tenía razón, vete a saber, no se puede dar marcha atrás en una historia así… Hombre, no digo que hiciera bien, tampoco es eso, por supuesto que fue una putada, una putada gordísima, y sobre todo para ti, que eres tío, pero en fin, ella también lo habrá pasado mal, porque te quería muchísimo, te quería, estoy segura, era tu madre ¿no…?
—Es decir, que tú también opinas que se largó de casa y me dejó allí porque le dio la gana.
—Yo no he dicho eso.
—Sí lo has dicho.
—No… Es que… Bueno, es sólo un suponer, pero si hubiera querido llevarte con ella y no hubiera podido, que seguramente fue lo que pasó, pues…
—Habría vuelto a verme, o me habría escrito, o habría llamado alguna vez.
—No sé… Supongo que sí, aunque a lo mejor, hasta queriendo, no se atrevía, o igual no podía, a lo mejor tuvo un accidente, o se puso enferma, o sencillamente no tenía dinero para manteneros…
—O tuvo amnesia, o se fue a vivir al extranjero, o la partió un rayo.
—Pues sí… Puede ser ¿no?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Y si ya lo sabes tú todo, ¿para qué me preguntas? ¿Y por qué me has contado todo esto?
—No lo sé.
—Me gustaría quedarme a dormir aquí.
—Quédate.
Y sus ojos brillaron, relampaguearon de puro placer antes de cerrarse un instante para sonreírse a sí misma hacia dentro, desde detrás de los párpados, y él se asombró de nuevo por lo fácil que le resultaba hacerla feliz, ponerla contenta al menos, y adivinó que en aquel momento, y gracias a un acto de condescendencia tan barato, acababa de trepar un peldaño más, trascendental, en el rígido código amoroso que ella cultivaba con la convicción de una virgen adolescente, porque follar es follar, uno puede follar casi con cualquiera, pero quedarse a dormir es otra cosa, y se preguntó en silencio, lo haría todavía muchas más veces, acerca de la escurridiza naturaleza de los lazos que le ligaban a aquella mujer extraña de puro sabida, impenetrable en su clásica vulgaridad previsible, más allá del desconcierto, más allá de la risa y hasta del sarcasmo inevitable, y de la compasión que a veces, cuando estaba con ella, le permitía descansar por unas horas de la agotadora tarea de consolarse siempre a sí mismo, un sentimiento que ni siquiera se explicaba satisfactoriamente porque ella en realidad no daba pena, porque ella sabía aguantar, y aguantaba, y si hacía falta creer, ella creía que a las madres que abandonan a sus hijos las parte un rayo, y tras el accidente sobreviene la amnesia que impide recordar teléfonos, direcciones, nombres y ciudades, sin afectar nunca el amor limpio y constante del que no se debe dudar jamás, porque existe, ella estaba segura y él, anclado en una confusión que amenazaba con tornarse un estado placentero, consintió en delegar su odiosa certidumbre en la falsa seguridad ajena, y habló de otras cosas, y bebieron juntos de la misma copa sin salir de la cama, y la besó, y la abrazó, y le acarició la piel de los párpados con la punta de los dedos hasta que se quedó dormida, y dormida estaba más guapa, como los niños pequeños, y, mirándola, él envidió su bienestar y renunció a levantarse para estirar las piernas entumecidas, resignado a prolongar la vigencia del mal inexistente, y se estiró entero bajo las mantas para encogerse después contra ella, todo su cuerpo pegado al cuerpo que enlazó con un brazo firme, como si temiera que su carne sólida pudiera escurrirse y desvanecerse al tocar el suelo, preso de nuevo en el absurdo presentimiento de una fragilidad que todos los acontecimientos desmentían tan tajantemente, e intentó imitarla, y procuró no pensar en nada, pero su mente se resistió a vaciarse y proyectó en cambio una incomprensible avalancha de imágenes y palabras sobre su conciencia, y él sólo quería dormir, para que el sueño le hiciera tan hermoso como a ella, pero una vieja se despeñaba por un barranco, ajusticiada por un puñado de alimañas repugnantes, y la muerte le privaba del festín que codiciaba en el débil cuerpo de un niño enfermo encerrado en un saco, y ése era el cuento favorito de una niña de pueblo que apreciaba los finales felices, y el demonio fabricó un espejo que hacía feo todo lo hermoso, y reflejaba el mal en las cosas mejores, y, cuando lo acercó al cielo para divertirse un poco con los estúpidos ángeles, el espejo se rompió, incapaz de absorber una tensión semejante, y cayó a tierra roto en mil pedazos, y ése era el cuento favorito de un niño feliz, pero a su madre no le gustaba porque no comprendía bien la moraleja, el sentido de la remota fábula del norte donde las viejas escribían cartas sobre la piel dura de un bacalao seco, y al emperador le gustaba mucho comer fuera de casa y la ropa de diseño, y obedecía ciegamente las fraudulentas directrices de los diseñadores que poblaban su corte y vivían a su costa, hasta que un día él y su mujer salieron a la calle completamente desnudos y una pequeña terrorista, sagaz y jacobina como la pobre voluntariosa narradora, les ofreció la última oportunidad envuelta en feroces carcajadas, y ellos no supieron interpretar su risa y se hundieron para siempre en el fango helado del más cruel de los ridículos, y éste era el cuento favorito de una niña infeliz, pero a su hijo no le gustaba porque era de risa y sin embargo no tenía gracia, y porque en el fondo los supuestos bufones seguían siendo ricos, y poderosos, y reyes, y entonces, en la inclemente duermevela del insomnio, él construyó esta secuencia con natural precisión, y pronto pudo elaborar axiomas colaterales, pequeñas verdades despreciables en sí mismas que convenientemente trabajadas e interconectadas entre sí daban lugar a una revelación de potencia deslumbradora, Teresa vivía con su hijo solamente porque todavía no se había echado un novio fijo al que no le gustaran los niños, Manuela defendía solapadamente a su madre —la vida de una mujer es más complicada ¿sabes?—, porque no se sentía capaz de asegurar que ella misma llegara a comportarse de una manera distinta en una situación semejante, su madre le había abandonado porque no comprendía la moraleja de su cuento favorito, Teresa y Manuela serían capaces de comprender a su madre, su madre comprendería sin dificultad el sentido exacto de los cuentos favoritos de Teresa y de Manuela, y las tres vivirían felices en el mundo de la lentejita para siempre jamás, ésa fue su conclusión, y que en los dominios de la lentejita nunca habría sitio para él, porque a él siempre le había dado miedo hacerse sangre, ésa era la última verdad, y se sintió satisfecho aunque presentía que no era justo con la mujer que dormía a su lado, pero estaba muy cansado, agotado por la terquedad del destino repetido, tan aburrido, tan pobre, porque llevaba toda la vida sacando la misma bola de la bolsa, ahora se daba cuenta, siempre la misma mujer, distintas personas de un único ser, una mística grosera y descabellada, como la que inflama la devoción del sacristán que extiende la mano en el camarín de cualquiera de esas vírgenes milagrosas, un trozo de madera que es igual pero no es lo mismo que todos los demás, un misterio podrido que huele rancio, y en eso se le había ido el tiempo a él, en repetir una y otra vez el mismo confuso discurso piadoso, en amar siempre a la misma mujer, con edades y rostros y vestidos diferentes, y en propiciarlas con auténticos ríos de esa sangre que detestaba derramar, y la blanda insensibilidad física previa al sueño le fue envolviendo suavemente mientras recordaba con un suspiro de alivio que aún no se había cerrado el último lazo tendido a la suerte, y abrazaba otra vez a Manuela para encontrarse bien otra vez junto a ella, y por eso la sombra de su anónima corresponsal, una mujer sensata, razonable, que guardaba de sí, para sí misma, al menos tanto como lo que daba, ya no le protegía lo suficiente, no le bastaba ya, porque Manuela era dulce, pero no sabía jugar, y no quería, su vientre inmenso se proyectaba rítmicamente hacia delante y era hermoso, pero no estaba jugando, y el remoto escudo que se había fabricado con la sombra de una mujer remota e igual, ansiosa por simular el destrozo de unas falsas venas limpias y elegantes, repletas de un bello líquido fluido de consistencia acuosa, como un jarabe para la tos de color rosa claro, horchata sabiamente coloreada, se partía en pedazos al contacto con la carne maciza e indudable tras la que latía la sangre espesa, oscura y grumosa, de la gente de verdad, y se estaba durmiendo, y se preguntó si él era de verdad, y si era cierto el terror que le inspiraba un puré de verduras delicioso, y si alguna vez encontraría una paz diferente entre los fríos brazos de una mujer de mentira, y los párpados cayeron pesadamente sobre sus ojos, y la vida era como una lenteja redonda y pequeñita, y a ratos le gustaba, pero nunca se le había dado muy bien.
—Buenos días.
—Hola.
—Usted dirá…
—Quiero una soga gorda, como así… —y dibujó un círculo considerable enroscando el dedo índice contra el pulgar de su mano derecha.
—¿Cuántos metros?
—Pues, no sé… Ocho, por ejemplo.
—¿Ocho?
—Sí. ¿Le parecen muchos?
—Hombre, depende… ¿Para qué la quiere?
—¿Y a usted qué le importa?
El dependiente, un muchacho flaco y hasta entonces sonriente que no llegaría a los veinte años, le dirigió una mirada torva antes de alejarse unos pasos. Tras rebuscar unos segundos en un gran cajón situado debajo del mostrador, regresó con un muestrario integrado por diez o doce cabos de sogas de diferentes trenzados y grosores, sujetas en el centro por una goma. Seleccionando una de las más gruesas, le tendió un extremo.
—¿Ésta le parece bien?
—Sí, muy bien.
Sólo entonces, mientras el dependiente acometía la lúgubre escalera del almacén en busca del pedido que, por alguna desconocida razón, le había parecido tan sorprendente, reparó en que había adoptado el cuerpo de Manuela como única referencia. La recordó tal y como la había visto por última vez, lo repitió para sí mismo en un murmullo firme, la última vez, aquella misma mañana, cuando ya había decidido que ella tenía que salir de su vida, que no podía quedarse allí, agazapada tras su melena de santa barroca, y sus purés de verduras, y su nombre de diosa menor, y su inteligencia antigua, tan insoportablemente exacta y poderosa.
—Así que ocho metros ¿eh?
—Justo. Ocho metros.
Le hubiera gustado echarla, como la primera vez, pero no le había dado tiempo. Se había vestido corriendo y no había querido desayunar, porque si no corría volvería a llegar tarde a un ensayo. A este paso me van a echar del grupo, le susurró al oído, la mano en el pestillo de la puerta, antes de besarle con un detenimiento que desmentía todas sus prisas. Luego le miró raro, y bajando los ojos le confesó que le había mentido. Por supuesto que no ensayamos a estas horas, dijo, como si él se hubiera mostrado alguna vez interesado en los horarios que regían su vocación teatral, la verdad es que voy a clase de sociología, y sin querer mirarle de nuevo, le preguntó si le parecía ridículo. Él no supo qué decir exactamente. La sociología es buena, explicó ella, porque nos sirve para entender al público, e incluso a los autores contemporáneos, el auténtico sentido de su teatro, prosiguió, y preguntó de nuevo, ¿te parece ridículo? Él contestó que sí. Tal vez lo sea, admitió ella, y volvió a mirarle, y le besó otra vez, y se fue.
—¿Quiere algo más?
—Sí. Necesito algunos clavos gordos y cortos, de cabeza plana.
—¿Para qué los…?
—Voy a colgar una vaca.
—¿Qué?
—Que todo esto es para colgar una vaca.
—Ya…
El muchacho empezó a rebuscar en los cajones de la estantería situada detrás de la barra. Él llegó a preguntarse si debería comprar algo más, pero concluyó que, aun presumiendo su bajo precio, dos clases de cosas inútiles eran ya bastantes.
—¿Cuántos quiere?
—¿Los venden por peso o por unidades?
—Por unidades.
—Déme… dos docenas.
—¿Dos docenas?
—Sí. Veinticuatro clavos.
—Muy bien.
Contó los clavos sobre el mostrador y los envolvió en un papelito, colocándolos luego en el hueco que quedaba en el centro del rollo de soga, que envolvió a su vez y puso en una bolsa de plástico. No se quiso despedir y a él le pareció correcto. Ya había hablado demasiado. Pagó y salió a la calle, a una tarde deliciosa, con sol y nubes dibujadas, pocas, blancas, redondas. Tenía ocho metros de soga y veinticuatro clavos gordos escogidos para el cuerpo de Manuela, la vaca que jamás colgaría de ellos. Lo repitió para sí mismo en un murmullo firme, jamás colgará de ellos. Confiaba absolutamente en la mujer de amarillo.
Mientras aún estaba fuera de su propia casa, buscando las llaves en el descansillo de la escalera, nada le parecía extraño, pero apenas abrió la puerta tuvo la sensación de que brillaba el aire. Entonces, sin motivo alguno, se sentó en el suelo del vestíbulo, la espalda contra la hoja, las rodillas juntas y apretadas en el pecho, los brazos, entrelazados, abrazándolas estrechamente, y miró hacia arriba. Cuando pudo recordar que el aire era transparente, mate como la realidad, y que no podía brillar, nunca brillaba, un instantáneo fogonazo dorado le quemó los ojos. Levantó despacio los párpados heridos. Las luces bailaban en el aire.
Vivo en una casa construida sobre el fondo del mar, pensó entonces, soy un pez, y las luces tan sólo el reflejo del plancton que me alimenta. Era un pez con piernas, así que se incorporó sobre ellas para acuclillarse, balanceándose sobre los tobillos. Era un pez con brazos, así que alargó el derecho con la mano abierta y la mantuvo inmóvil hasta que una de esas breves llamas se puso a su alcance. Cerró el puño sobre ella, rápida, certeramente, y comprobó la potencia del pequeño sol que atravesaba su carne para brillar bajo la piel translúcida. Acercó a su boca la prodigiosa antorcha nacida de sí mismo, pero cuando despegaba con cuidado las yemas de los dedos, la luz, progresivamente blanca, enferma, se fue apagando sobre su palma. Murió deprisa, sin dejar rastro alguno tras de sí.
Sus pestañas tropezaron con algunas lágrimas gordas y absurdas. No lamentaba la muerte de la luz. El aire brillaba todavía como un mar vivo, y millones de estrellas diurnas, diminutas, surgían y desaparecían sin cesar sobre un firmamento improvisado, encendiendo sus ojos. No se veía el agua, sin embargo. Extendió los brazos ante sí y luego los frotó contra sus mejillas. La piel estaba seca. Sacó la lengua e intentó probar la sal. No la halló, el aire sabía dulce. Entonces no puedo ser un pez, concluyó, palpándose el pecho, el estómago, el vientre con las manos. Era humano, seguía siendo un hombre. Se sintió mejor, ya que no sabía capturar el plancton.
El aire brillaba. Él lo miraba sonriendo, incapaz de comprenderlo. Luego intuyó la verdad como un golpe, como una brutal presión sobre la frente. Supo que las baldosas estaban hechas de luz aun antes de mirarlas. La intensa y efímera vida que brillaba en el aire era apenas un opaco reflejo del milagro que alentaba más allá del suelo.
Se levantó, pero no había emprendido todavía el camino cuando se detuvo de repente, estremecido por el miedo, un terror impreciso, la sombra de la oscuridad completa. Adelantó la punta de un pie con cuidado, y su zapato se tornó un fuego resplandeciente de llamas amables, agudas e indoloras. Apretó con fuerza, y nada cambió. Lo mantuvo allí durante mucho tiempo, firme avanzadilla del resto de su cuerpo, y la luz lo atravesó con su calor como una tibia espada, brillando a través de él, entera. Sólo cuando estuvo seguro de que sus pasos nunca podrían apagar los luminosos latidos del prodigio, cuando adivinó que el pasillo no agonizaría bajo su peso como había muerto antes, asfixiado en su mano, el poder del destello que atrapara en el aire, siguió caminando de puntillas, sintiendo el color y el calor de la luz dorada como su propia piel.
La puerta de la cocina se perfilaba ya contra el aire brillante, espeso de brillos, cuando la luz creció de pronto, asaltando los muros con lenguas de oro, breves e infinitas, cegando sus ojos, que se cerraron solos, impotentes. Fue entonces, mientras permanecía inmóvil, a merced del oculto sol subterráneo, cuando su olfato pudo atrapar por fin, nítidamente, la esencia misteriosa, resbaladiza casi, de un bienestar ajeno al resplandor que ahora le absorbía, luz también él, hecho ya de luz, como las cálidas baldosas. Al principio había creído que todo se resolvía en el brillo de las llamas que iluminaban el aire, que a nada debía el plácido placer que le mecía sino a su reflejo, pero ahora distinguía una bendición nueva, distinta. Olía a comida, comida recién hecha.
Sintió la humilde dulzura de aquel aroma que inundó su nariz, ascendiendo después, suavemente, por desconocidos senderos labrados contra el hueso, más allá de su frente, hasta alcanzar el cerebro blando y tibio, aturdido por el imprevisto desenlace de aquella ceremonia de luces y de brillos. El olor rellenó los surcos, acarició los nervios, ocupó hasta el último resquicio de su inteligencia, y él obedeció, dócil, al impulso que se desencadenó desde su nuca, abandonándose pronto a la presión de unas manos firmes, garras inexistentes luego sobre su indecisa piel temblorosa. Se precipitó hacia delante, levantando en su carrera nubes de polvo dorado, y cuando asió por fin el picaporte con la mano diestra, comprendió que había llegado al final. Abrió la puerta sin adivinar qué encontraría detrás, en sus gestos bruscos, tajantes, la ansiedad de un demente. La cocina apenas había cambiado. La luz había muerto, si es que nació alguna vez sobre las baldosas del suelo, y una simple bombilla se balanceaba desde el techo como el cadáver de un viejo ahorcado, un muerto solitario, abandonado de todos en su rama, pero el aroma a comida recién hecha alcanzó la intensidad de un perfume mil veces destilado, un olor puro, exquisito, insoportable. Cerró los ojos y lo aspiró profundamente durante mucho tiempo, hasta que sus resecas mucosas dejaron de arder. Solamente entonces la vio, de espaldas a sus ojos, plantada como un árbol joven en el centro de la habitación.
Una mujer hecha de tierra trajinaba ante el fogón. La limpieza de las líneas que perfilaban sus cortas piernas, y sus brazos tostados, pulidos, suaves, revelaban que su piel había sido modelada con arena de playa, fina y brillante, húmeda al contacto con el agua de la última ola que aún esponjaba su superficie. La melena, en cambio, larga y alborotada, era un campo recién labrado. Entre sus rizos rojizos, profundos, corrían gusanos diminutos, su presencia apenas un hilo transparente, y malvivían algunos hierbajos secos. Sus pies, enfundados en unas chinelas de tacón alto con plumas teñidas de azul celeste que no significaban nada, eran dos toscos pegotes de barro, pero sus manos parecían perfectas, y hasta creyó distinguir sobre sus dedos, largos y ágiles, la huella blanquecina de unas uñas transparentes. Vestía una bata de raso muy usada, deshilachada ya por los bordes, abrillantada por el desgaste, que dejaba adivinar la bella sombra oscura de un sujetador negro de tirantes sutiles e inconcebiblemente tensos, y los extremos de un delantal blanco ceñían vagamente su cintura. La mujer de tierra cocinaba, removiendo el contenido de una gran sartén con una tosca cuchara de madera, hechizándole a distancia con su carne fértil.
Sobre la tabla de mármol gris que servía de encimera resplandecían los frutos de su sabiduría, cazuelas de barro y de aluminio, fuentes de loza, cuencos de cristal, salsas de colores, negras, amarillas, rojas, blancas, carne y pescado, misterios salados y dulces que ahora, cuando ya no era tiempo, le devolvían a un código de olores y sabores olvidados, cálidas claves de su infancia, una lluvia de sal sobre el aceite espeso, casi verde, que empapaba la gruesa miga de pan recién tostada, para empezar a vivir cada día, y una yema de huevo cruda, redonda y lisa, batida en un mar de azúcar, antes de irse a la cama por la noche. Recordaba, e intentaba comprender, pero no sabía, excepto que no había otra salida, el presentimiento de que no la había le sacudió con la potencia del miedo ciego antes de transformarse en certeza. No podía huir, escapar a aquella emoción turbia que le estrujaba las vísceras y le escocía en los ojos, no sabría hallar el camino de vuelta, porque la luz moriría bajo sus pies si regresaba entero, de vacío, y las baldosas del pasillo serían sólo una frontera yerma, y más allá, la oscuridad y el frío. Quiso dudar aún, pero ya sabía que no había otra salida sino aceptar el desafío de la mujer de tierra, vencerse a sí mismo, un miedo más profundo, y adelantó un pie hacia la oscura figura, y aun antes de que llegara a posarse en el suelo intuyó que ese simple movimiento le delataría ante ella, que apartó la sartén del fuego y comenzó a volverse lentamente, empuñando todavía la cuchara de madera con el gesto inerme de un soldado débil. Luego corrió, al margen ya de todas las reglas, agotándose en cada zancada, ahogándose en su propia prisa, y apenas pudo entrever unos brazos abiertos, un refugio salado, la carne de tierra muelle que soportó la brutal embestida de sus despojos. Quería disolverse allí, enterrarse vivo, ofrecerse a los gusanos que la recorrían entera, pero sintió una tibia presión en torno al cuello, la caricia de unos dedos frescos y húmedos sobre su frente, la huella de la arena en su rostro, diminutas partículas doradas que antes fueron roca, dureza incorruptible, y comprendió que ella había sido de piedra antes de aceptar al mar. Se recuperó pronto entre sus brazos, y sólo entonces se atrevió a mirarla a la cara. Un alarido de pánico creció en su garganta, pero no llegó a escapar de sus labios, sellados por el miedo y el asombro, un escalofrío helado.
Ella tenía el rostro de carne y hueso de una mujer de verdad, como los viejos monstruos clásicos.
Reconoció la piel áspera, la sonrisa torpe entre los labios siempre fruncidos, y los ojos de color avellana grandes y hermosos, ahora más brillantes, y no quiso creer en su emoción, no se la explicaba, y se limitó a reírse de sí mismo, la boca ácida, por no haber sido capaz de descifrar antes aquel sencillo enigma, una trampa tan transparente, porque ahora ya no había salida, ése había sido su único acierto, y, al recostarse de nuevo sobre ella, rendido y solo, se acopló sin dificultad a los huecos que el relieve de su propio cuerpo imprimiera antes sobre la anónima arena húmeda que ahora se había tornado de repente un paisaje conocido, y los brazos de tierra le estrecharon más fuerte y no sucedió nada más, sólo el calor que envolvió poco a poco sus tobillos desnudos para apoderarse después del resto de su cuerpo, disipando el miedo, venciendo la conciencia, quemando de placer su piel bajo la ropa, haciéndole verano, y se descalzó para sentir arder el suelo bajo sus plantas, y elevó un instante la mirada, forzando los ojos sin girar la cabeza, como si le doliera desprenderse de su blando caparazón de playa, a tiempo sin embargo de contemplar cómo un sol pequeño, tímido aún, nacía de la bombilla suspendida del techo y en un aire nuevo florecían los brillos.
Cuando volvía a sentir que era luz, que estaba hecho de luz, unas gotas de salsa, caliente y espesa, se desprendieron de la cuchara que ella sostenía entre los dedos, y resbalaron sobre su sonrisa.
Sentía todavía el efecto de aquellas gotas, el modesto fuego que ardía sobre sus mejillas, cuando alargó instintivamente un brazo para coger el teléfono, un gesto que se había prohibido realizar a sí mismo a lo largo de los tres últimos días, desde la mañana del vano sacrificio de las compras inútiles, la soga y los veinticuatro clavos gordos que seguían viviendo intactos dentro de su envoltorio original, en el último cajón de la cómoda del vestíbulo.
—¿Benito?
Alguna vez tenía que ser, se consoló a sí mismo sin decidirse a contestar, sintiéndose aún profundamente dormido pese a haber reconocido de inmediato la voz nasal de Polibio al otro lado de la línea.
—Oye tío, ¿estás bien?
—Sí…
—¿Te pasa algo?
—No. Que me has despertado.
—Lo siento. Es que, no sé… por la voz…, parece que estás llorando.
Sólo entonces, cuando ya había distinguido exactamente las fronteras del sueño y había logrado situarse fuera de ellas, cuando ya no podía permitirse dudar por más tiempo acerca de la auténtica naturaleza de esas gotas de salsa caliente y espesa que le tiraban de la piel y le picaban en la comisura de los párpados, recorrió todo su rostro con las yemas de los dedos para hallar en ellas después el débil rastro de un líquido sutil y transparente.
—Bueno, era una pesadilla, supongo que estoy bastante agitado todavía…
—¡Ah! En ese caso, ya me puedes agradecer la llamada…
Se llevó los dedos a la boca para confirmar un regusto salado, y sonrió para nadie, porque tras los placeres soñados del pan con aceite y la yema batida con azúcar, recobraba ahora el sabor de las lágrimas, otro sabor de la infancia.
—Pues sí, pero supongo que no te habrás vuelto vidente…
—¿Qué?
—Que por algo más llamarás.
—Pues claro. Porque me tienes muy preocupado. No sé dónde te has metido, hace casi una semana que no te veo, y no estás nunca en casa… Si te has ido de viaje, podías haber avisado, vamos, digo yo…
—He estado enfermo.
—¿Sí?
—Sí. Una bronquitis. Horrible. Lo he pasado fatal, he dejado de fumar y todo… Tenía el teléfono descolgado. Me molestaba, y no pensé que nadie fuera a preocuparse por mí.
—No te hagas la vedette…
—Lo digo en serio.
—¿Y estabas solo?
—Sí.
—¿Y qué comías?
—Findus.
—¡Qué horror! Mira, me voy a verte. Tardo un cuarto de hora, poco más, no te muevas…
Colgó el teléfono con un gesto parsimonioso y clavó los ojos en la foto del célebre maníaco francés, obseso sexual y empalador de mujeres, a quien no debía agradecer nada porque renegaba de la fábula recién soñada. Ni siquiera se concedió el alivio de sorprenderse por el descomunal espacio que Manuela, una mujer de trayectoria en definitiva tan breve en relación a sí mismo, parecía capaz de acaparar en el reducido ámbito de todas sus vidas. No quería pensar en ella, no tenía sentido, y a cambio se entregó durante unos minutos al equívoco placer de la hipótesis sentimental, el juego malsano en el que había invertido sus ratos libres, todos sus ratos, en las últimas cuarenta y ocho horas. Miró el reloj y, tras un cálculo elemental, estableció que estaba a punto de cumplirse el sexto día. Según la información que había recopilado en sucesivas llamadas a la oficina postal de atención al cliente, su carta no habría tardado en ningún caso más de tres días en llegar a las manos de su destinataria. Si ella había contestado inmediatamente, y teniendo en cuenta el retraso acumulado por sus respectivas espantadas, no había ningún motivo para suponer lo contrario, debería ya tener noticias suyas, pero a menudo los servicios públicos funcionan de manera deficiente, él lo sabía mejor que nadie, a menudo se había contado entre los culpables de tales deficiencias, y ella, con una casa y tres hijos, debía de tener mucho trabajo y poca intimidad, así que probablemente no le había escrito hasta la mañana siguiente al día en que recibió su carta, cuando los niños estaban en el colegio. Le gustaba mucho esta última posibilidad. Parecía muy natural y ampliaba sus márgenes de confianza. Animándose por tanto a no desesperar en el caso de que sus dos próximas expediciones al buzón arrojaran el desolador balance de las precedentes, se levantó para cumplir con el inexcusable rito de sonreír a sus dientes blancos, sanos, perfectos. Se estaba poniendo los pantalones cuando el timbre de la puerta anunció la llegada de Polibio, siempre severamente puntual.
—A ver… —le dijo, antes siquiera de llegar a saludarle, precipitándose sobre él para acercarle a la luz mientras le tomaba la cabeza con ambas manos y le escrutaba atentamente—. Pues no tienes mala cara.
—Es que ya estoy bien.
Al cerrar la puerta se fijó en el paquete de forma rectangular y volumen casi plano, rodeado por un inconfundible cordón blanco que delataba su origen tanto como la leyenda impresa en el envoltorio, que su invitado sostenía suspendiendo el lazo con la punta de los dedos índice y pulgar de su mano derecha, llamativamente separada del cuerpo, y no pudo reprimir una carcajada.
—¿De qué te ríes?
—De la forma en que sostienes ese paquete.
—¿Y qué tiene de gracioso?
—Nada, pero me recuerdas a mi abuela cuando compraba pasteles para el postre, los domingos, a la salida de misa. Una señora muy fina, mi abuela…
—¿Y cómo lo llevarías tú?
—Trae… —y tomando el paquete, encajó dos dedos justo debajo de la intersección del cordel—. Así. ¿Lo ves?
—Sí, lo veo, pero sigo sin entender por qué…
—¡Bah, da igual! No te enfades, es una bobada. ¿Vas a comer en casa de tu madre?
—No. Es para ti.
—¿Qué, los pasteles?
—No son pasteles. Es una empanada de bonito. Masa de hojaldre. Está recién hecha.
—¿Y para qué quiero yo una empanada de bonito, de hojaldre, recién hecha?
—Es mejor que Findus —imprimió a esta última frase el tono de una sentencia inapelable y sin pronunciar una sola palabra más, le dio la espalda para entrar en el cuarto de estar. Los rígidos movimientos de su torso, excesivamente erguido, le asemejaron por un instante a los soldados que disfrutan con los desfiles. Benito comprendió que estaba ofendido.
—Estoy haciendo café. ¿Quieres una taza?
—Si no es mucha molestia…
—Por supuesto que no. Ahora lo traigo.
Cuando regresó con el desayuno, en poco más de cinco minutos, le encontró tal y como lo había dejado. No se había movido ni un milímetro. Antes de sentarse, cruzó la habitación para coger una botella de coñac que situó frente a él junto con una taza, un bote de leche condensada y la cafetera.
—Es por si quieres hacerte un belmonte…
Polibio negó con la cabeza y se sirvió un simple café con leche. Benito aceptó con un suspiro el fracaso de su primer plan de emergencia. El enfado de su interlocutor resultaba más profundo que la tentación del dulce jarabe murciano —café solo, leche condensada y coñac—, al que se había aficionado tan profundamente en el curso de su desastroso servicio militar, cuando tras conseguir que su influyente familia movilizara todas las influencias precisas para obtener un destino en San Javier, comprobó con un escalofrío que volar le daba vértigo. Se tiró un año y medio engrasando aviones. Los belmontes, que sabían dulce aunque le producían un terrible ardor de estómago, habían sido entonces la única audacia y el único placer que frecuentaba, y su renuncia resultaba aún tan significativa que Benito, aun lamentándolo sinceramente en su interior, se decidió a poner en marcha el segundo y definitivo plan de emergencia.
—¿Qué tal con las tías del otro día?
Polibio continuó removiendo lentamente el contenido de su taza con la cucharilla, complaciéndose en hacerla chocar periódicamente con las paredes de loza para producir una monótona melodía.
—¿Qué tías? —preguntó después de un rato.
—Pues aquéllas, la que parecía un travestí y las otras dos… Las que hacían gimnasia.
—¡Ah, ya…! —y alcanzando a mantener sus aires de imperturbabilidad apenas un instante más, levantó la cara para mirarle con una sonrisa inmensa entre los labios—. ¡Joder, tío, no sabes cómo fue, estoy vivo de milagro…!
Él le devolvió la sonrisa, y se arrellanó en el sofá dispuesto a escuchar, y escuchó, escuchó durante más de media hora el fantástico relato de una proeza descomunal, hazaña gloriosa, mentira descarada, todo mentira, tratando al principio de seguir estrechamente el sentido de la narración para no aburrirse, esforzándose por no perder ni una palabra, por involucrarse a sí mismo en la fantasía ajena y recomponer cada uno de los lances, de las situaciones que Polibio le transmitía progresivamente excitado, imparablemente eufórico, risueño y feliz, moviendo mucho las manos, retorciéndose violentamente sobre el sillón para proporcionar un soporte gráfico a su entrecortado discurso, dibujando con el dedo sobre el cristal de la mesa, y él se propuso creerle, creer todo lo que le contaba, y pudo hacerlo durante algún tiempo, el pintoresco detalle de que todas, las tres, tuvieran muy desarrollados los músculos de las tetas ya le costó un poco, pero siguió adelante tras apuntar tímidamente su perplejidad, pero si las tías no tienen músculos en las tetas, se limitó a insinuar, ¡no van a tener!, recibió como respuesta, qué sabrás tú, lo que pasa es que la mayoría de ellas no hace nunca ejercicio, bueno, si tú lo dices, y ya no le interrumpió durante un buen rato, le dejó seguir, complacerse en la insólita memoria personal que tan precariamente construía al mismo tiempo que hablaba sin reparar demasiado en los detalles, esos brazos que surgían y desaparecían como por ensalmo, bocas que se multiplicaban misteriosamente, mujeres que se desdoblaban sin esfuerzo aparente, y hasta penetraciones simultáneas, ahí empezó a perder el hilo, pero ¿cuántos tíos había?, preguntaba, pues ¿cuántos iba a haber?, yo solo, precisaba su interlocutor, entonces no puede ser, ¿el qué?, pues lo que me estás contando, qué no, tío, que es que no te enteras, verás, yo estaba…, y entonces empezaba otra vez a contar un cuento completamente distinto, y conseguía mantener la coherencia de su historia durante unos minutos, antes de resbalar de nuevo por la pendiente del entusiasmo traidor para crear en un instante criaturas de tres piernas, pequeños monstruos amables y serviciales bendecidos con el divino don de la ubicuidad y lastrados a cambio por un primario mecanismo de reproducción, la pura y simple división de sí mismos en varios seres completos, incluso parciales cuando hacía falta, y él intentaba transfigurarse en un espejo donde su amigo pudiera mirarse, y quererse en lo que veía, pero de vez en cuando perdía la paciencia, venga ya, le interrumpía entonces bruscamente, acabo de contar siete piernas, ¿y qué?, respondía el otro, muy ofendido por su tono, éramos cuatro ¿no?, ¿pero no habíamos quedado en que la más alta estaba sentada en un sillón, mirando?, insistía él pacientemente, sí, pero justo en ese momento se levantó, no irás a pretender que te lo cuente absolutamente todo hasta el último detalle, vamos, digo yo, no, claro que no, se rendía al fin, perdóname, bueno ¿sigo?, sí, por favor, sigue, y seguía, continuaba desenredando una madeja perpetuamente confusa, y disfrutando con ello, hasta que comprendió que había llegado al último límite de la exacerbación razonable y, cuando caminaba con acento inseguro hacia el milagroso estallido de su sexta eyaculación consecutiva, se le quedó mirando con una sonrisa en los labios y le preguntó en voz más baja, ¿no estarás creyéndotelo todo, verdad?, él soltó una carcajada, y tras ella la verdad, no, concretamente no me he creído nada, haces bien, respondió Polibio uniéndose a su risa, porque es todo mentira…
—Así que ni una rosca ¿eh? —preguntó directamente, cuando logró serenarse al fin.
—Hombre, tanto como eso… —Polibio reía aún.
—¿Entonces?
—Bueno, me levanté a una.
—¿La que parecía un tío?
—Justo. ¿Cómo lo has adivinado?
—Intuición. Y ¿qué tal?
—Se llamaba Carlota —y las risas comenzaron de nuevo sin que ninguno de los dos llegara a comprender exactamente de qué se reían.
—¡Ah! Muy aristocrático…
—Sí.
—¿Tenía cepo?
—No, pero era frígida.
—Bueno, en peores plazas he toreado…
—No estés tan seguro.
Las carcajadas les impidieron proseguir la conversación durante un buen rato, hasta que ambos comenzaron a sentir dolor en los músculos de la zona superior del estómago. Apenas habían cesado cuando Polibio, levantándose del sillón, recogió su chaqueta del respaldo y se la puso.
—Bueno, ahora que ya he hecho mi buena obra del día, y a la vista de lo sanísimo que estás, me voy a ir, que el camión de la cerveza debe de estar a punto de llegar de un momento a otro… ¡Ah!, se me olvidaba, si prefieres comer la empanada caliente, métela en el horno, pero ponlo bajito, porque si no, se arrebatará la masa y el relleno seguirá estando frío.
—Sí, mamá.
—Bueno, tú búrlate de mí, que seguro que al final se te quemará y todo.
—Espera un momento, me bajo contigo… Voy a mirar el buzón.
Entonces, Polibio, que ya había ganado el vestíbulo, se volvió bruscamente hacia él y rebuscó en uno de sus bolsillos para extraer un puñado de papeles.
—¡Uy! Ten… Ya se me olvidaba, es que estoy hecho polvo… Me he encontrado con el cartero en el portal. Llevaba esto para ti y, de paso, te lo he subido…
Sintió el tacto rugoso de aquel sobre de papel caro, y contempló los picos afilados de aquella letra artificiosa, forzadamente cursiva, una precaución tan incomprensible en una carta anónima, y el universo se contrajo repentinamente para caber de sobra en los estrechos límites de un folio blanco, superficie suficiente para el ansiado mapa dibujado entre las líneas de letras azules que subían y bajaban sin orden y sin motivo alguno, aproximándose y distanciándose caprichosamente entre sí, y escuchó desde muy lejos la voz de Polibio, que se despedía, y no fue capaz de acompañarle hasta la puerta, y se dijo que debería sentarse, prepararse una copa, mirar siquiera el remite de la correspondencia restante, y pellizcar las esquinas del sobre con cuidado para no rasgar su interior, pero destrozó nerviosamente la envoltura de papel en un momento, y allí mismo, de pie en el vestíbulo, extrajo el mundo de su débil cáscara blanca y comenzó a leer con avidez, sin terminar todas las frases, saltando con los ojos de una palabra a otra, y aún quería esperar, aún esperaba, pero el naipe de arriba del todo, la clave de la incierta cúpula que coronaba el desproporcionado edificio de su tonto amor, comenzó a tambalearse muy pronto, resbalando contra el filo del ladrillo sucesivo, igualmente frágil, igualmente pérfido y blando, que cayó a su vez, provocando el desplome de la siguiente hilada, y antes de terminar de leer miró a su alrededor, y miró dentro, y miró fuera de sí, y ya no había nada, y desde allí, mi querido amo, comenzó de nuevo, ante todo quiero pedirte perdón por lo del otro día, imponiéndose a sí mismo una ilusión de serenidad, esto empieza a parecerse a una película de cine mudo, queriendo desconfiar de su excelente memoria, de ésas donde el chico corre sin parar detrás de la chica, para desterrar el desconcierto, y la chica también le busca, culpando de todo a sus nervios, pero jamás se encuentran, y se negó a cotejar el papel que tenía entre las manos con la carta anterior, lo que pasó es que mi hijo pequeño se puso muy mal, una precaución infinitamente vana, ya te conté que estaba enfermo, porque su memoria era excelente, cuando era bebé pasó la poliomelitis, y se acordaba perfectamente de la espina bífida de su hijo más pequeño, no me atreví a dejarle solo con los otros tres, y de que ella antes tenía sólo tres hijos, porque la asistenta se fue a las cinco a su casa, y una muchacha interna, ahora que ya está mejor, sentía que la ingenuidad le atenazaba otra vez, espero contar todavía con una oportunidad, que ataba sus pies y sus manos, y que podamos encontrarnos al fin, para asfixiarle por dentro como una enfermedad irresoluble, y que todo salga bien, y se sentía cada vez más miserable, haré todo lo posible para que salga bien, luego se resignó ya a aceptar su fracaso, me da un poco de cosa citarte en el mismo sitio, aunque la esperanza malgastada le dolía como una llaga infecta, pero es que como vivo fuera, y aunque no entendía por qué ella le mentía en algo tan estúpido como su vida privada, la Plaza de España me viene muy bien, que a él no le importaba nada, y por tu dirección veo que a ti también, y no entendía cómo podía ser tan torpe, así que si te parece quedamos igual, a no ser, el próximo martes, a no ser que esa mujer, a las siete de la tarde, la mujer vestida de amarillo, ya no puedo soportar las ganas de conocerte, que era su refugio y su argumento y su escudo y su coartada, hasta pronto, no existiera, un beso, a no ser que la mujer de amarillo, tu esclava, no hubiera existido jamás.
El primer bocado de la empanada de bonito, masa de hojaldre, recién hecha muchas horas antes, le supo estrictamente a gasolina. El sabor del segundo no resultó muy distinto, pero siguió comiendo, masticando continuada y sistemáticamente para alimentarse, a pesar de que aún no había llegado a sentir hambre. Al principio, durante las horas inmediatamente sucesivas al descubrimiento, no fue capaz de sentir gran cosa, sólo el tabaco, el humo que resbalaba incesantemente por la pendiente del paladar en dirección a sus pulmones, resecando armoniosamente sus mucosas, generando el futuro sabor a gasolina. Luego se durmió. Los disgustos siempre le habían dado mucho sueño.
Ahora estaba anocheciendo y ya había analizado la cuestión desde todos los puntos de vista posibles, empezando por eliminar radicalmente a la mujer de la gabardina azul, solamente una entre los miles de mujeres que aquella tarde, en todos los barrios de Madrid, habrían decidido vestirse de amarillo. Todas las soluciones eran aproximadamente igual de absurdas, pero terminó inclinándose por la hipótesis de una simple broma, un juego ridículo tras el que era posible intuir a un grupo de tres o cuatro adolescentes deseosas de reírse en común, ese espíritu tribal que tan profundamente le había disgustado incluso cuando él mismo era un adolescente. Seguramente no habían llegado a ponerse de acuerdo en todos los detalles, y así, las discrepancias coyunturales entre ambas cartas se deberían, simplemente, a que habían sido redactadas por manos distintas. El premio, suponía, sería haberle visto aparecer en la Plaza de España con el atuendo indicado y su inmensa cara de imbécil, estudiarle, provocarle quizás, y luego salir corriendo. En ese punto se resolvía todo. La desolación se extendía ante sus ojos como un horizonte concreto, inabarcable. Su vida era una broma tonta. La vida era una broma, ni siquiera ingeniosa, pérfida o cruel, sino simplemente tonta. Y él era un gilipollas, igual que Angelito. Aún disponía de casi tres semanas de vacaciones. Pensó en marcharse, abandonar la ciudad que le cercaba, buscar el mar, que era azul y no tenía final. Pero con el mar no dejaría de estar solo.
Descolgó el teléfono y apretó el auricular contra su regazo, como si pretendiera calentarlo. Siempre había estado conforme con la soledad, la había buscado, la había mimado incluso durante largas épocas, la conocía bien, y se fiaba de ella. Marcó un número, comunicaba, colgó de nuevo con expresión de fastidio. Pero se estaba haciendo viejo, y el frío era cada vez más intenso. Descolgó de nuevo y pulsó una tecla. La memoria del teléfono repitió automáticamente el último número insertado. Contestó una voz vagamente conocida, Iris está aquí, ahora mismo se pone.
Dejó de hablar para mirarla a los ojos, interrumpiendo el estúpido discurso que había pronunciado hasta entonces con la mirada perdida en la opaca ventana de pintura blanca que se abría en la pared amarillenta. Estaba completamente borracho, como en todas las grandes ocasiones. La miró y ella sonreía.
—¿No te crees nada de lo que te estoy diciendo verdad?
—Sí —sus labios permanecían dulcemente curvados—. Me lo he creído todo.
—¿Y te parece divertido?
—Hombre, divertido… Digamos que me parece interesante.
Él se sintió sin fuerzas para seguir. Durante el breve período de tiempo que había transcurrido entre su conversación telefónica ven aquí inmediatamente, quiero verte, de acuerdo, no tardo nada y su llegada, casi media botella de ginebra, se había preparado para todo menos para estrellarse contra una sonrisa tan inconcebiblemente brutal. Esperaba un auténtico escándalo, una escena terrible, una bronca descomunal, cualquier pretexto para romper los muebles para pegarle una paliza, para hacerle sangre, para sangrar el mismo, sólo una excusa para abandonar de una vez, una conmoción suficiente para obligarle a golpear tres veces la lona y escuchar cómo le contaban hasta diez, y no levantarse eso deseaba, y ella simplemente sonreía para obligarle a llegar hasta el final. Ahora estaba desnudo y era ella quien le miraba. Se lo había contado todo, casi toda la verdad, una historia asquerosa, el balance de una memoria repugnante que rezumaba pus y una tristeza densa y oscura como la envidia.
—Eres horrorosa —había empezado por ahí—, una mujer muy fea, con un cuerpo feo, y no es porque estés gorda, tu cuerpo tampoco sería bonito si pesaras lo que deberías pesar, porque tu esqueleto está mal hecho, tienes los hombros muy estrechos y las caderas demasiado grandes, la cintura se te junta con la clavícula y tus muslos son enormes en comparación con tus pantorrillas, que están bien, eso sí, pero no bastan, porque también tu carne es fea, tan blanda, estás llena de estrías por todas partes, tía, te cuelgan las tetas como si hubieras tenido catorce hijos, y tu piel es áspera, con ese vello duro y tan negro, supongo que es el precio que debes de pagar por tu pelo, que sí me gusta, me gusta mucho, ya lo sabes, pero la melena y los ojos son las dos únicas cosas que merecen la pena de ti, y seguramente te preguntarás por qué te cuento todo esto, por qué me estoy comportando como un hijo de puta contigo, que no me has hecho nada, pero tengo mis razones, quiero que sepas lo que pienso para que entiendas cómo van a ser las cosas entre nosotros a partir de ahora, si es que después de esto queda algo, no sé si te imaginas por dónde voy porque todavía no he logrado decidir si eres lista o tonta de remate, pero lo que sí sé es que por algún oscuro motivo estás enconada conmigo y eso no me había pasado nunca hasta ahora, porque yo también soy muy feo, te lo digo por si estás pensando en devolverme los insultos, en ese caso ya puedes ir cambiando de opinión, no vas a conseguir molestarme, me conozco de sobra y sé que no soy mucho mejor que tú, aunque ahora esté en una posición infinitamente más airosa, porque tú me admiras y yo te desprecio, eso es lo único que de verdad me atrae de ti, que haces todo lo que yo te digo, que me sigues sin hacer preguntas, pegada a mis talones como una perra, y sé que éste es un sentimiento miserable, y seguramente en estos momentos te estoy empezando a dar asco, pero me da igual, porque la mujer de mi vida, la última mujer de mi vida, quiero decir, me acaba de fallar, ¿sabes? El caso es que en eso todas son iguales, todas menos tú, que eres fea y gorda y estúpida, porque no puedo aspirar a algo mucho mejor, pero en el fondo eso también me da igual, porque eres una tía después de todo, tienes un cono, y me admiras, y con eso me basta, no puedo decir que llevaba toda la vida esperando este momento porque siempre quise imaginar que quien me escuchara hablar así sería una mujer guapa, pero, en fin, la vida no da para más, y sin embargo tiene gracia… Te he dicho que te iba a contar la verdad y lo voy a hacer, aunque después de lo que viene a continuación salga peor parado, así te darás cuenta de que voy en serio y reaccionarás de una vez, en un sentido o en otro, lo que tiene gracia es que no es la primera vez que digo todo esto aunque antes nunca me haya escuchado pronunciar estas palabras, quiero decir que todo esto lo he repetido para mí mismo muchas veces, porque me excita enormemente esta situación, aunque tu fealdad me moleste, con las otras, que existen sólo dentro de mi cabeza porque jamás han estado ahí, sentadas en el suelo como estás tú ahora, se me pone dura antes, y más dura, pero supongo que también cuenta la costumbre, y me tendré que ir acostumbrando a ti, poco a poco, porque eres lo único que puedo esperar, y aunque no seas atractiva, eres de verdad, y sirves para pagar por todas las demás, yo lo siento, pero esto es lo que hay, o lo tomas o lo dejas, y estoy hablando en serio, te juro que estoy hablando en serio, la verdad es que te tengo cariño, eres graciosa y te enrollas bien en la cama, pero no tengo ningún interés en ti más allá de tu admiración y mi desprecio, porque me han humillado ya demasiadas veces, y ahora no amo a nadie, no puedo amar a nadie, no hay peligro…
En ese instante se detuvo para mirarla, y ella sonreía, y confesó después que le creía al pie de la letra, y que encontraba interesante todo lo que decía, y él se sentía sin fuerzas para seguir, pero siguió, apuró más de media copa de un solo trago y siguió hablando, rehuyendo su mirada, regresando al blanco, que era neutro y desagradable y tranquilizador al mismo tiempo, y empezó otra copa, y retomó pesadamente el tono artificial del desahuciado que era.
—Debo suponer entonces que estás de acuerdo, que por alguna razón te apetece jugar a este juego, que es un juego tonto, y ridículo, y absurdo, y falso, y lamentable, pero es también el juego al que debo jugar alguna vez antes de morirme, porque los cuchillos me atormentan desde que era un niño, tú eso no lo entiendes pero todo tiene que ver, todo es lo mismo, aquel cuadro ¿te acuerdas?, Madrid, los cuchillos y mamá, no tengo sitio, eso es todo, siempre estoy en el lugar apropiado pero ese lugar nunca es el que me corresponde, y me dan miedo las cosas más inofensivas, los girasoles por ejemplo, también te hablaré de los girasoles, que me hacen vomitar, porque no entiendo bien las cosas que me pasan, y las mujeres a las que amo me desprecian, y no sé por qué, no lo entiendo… ¿Qué te pasa? No me pongas esa cara, tía, que no soy un psicópata, no estoy más loco que tú con tus clases de sociología teatral, y no te voy a hacer daño, no me interesa hacerte daño, es demasiado fácil y no conduce a nada, la sangre me da asco, el olor de los cañones chamuscados de las patas de los pollos, cuando se pasan por el fuego antes de meterlos en el horno, siempre me ha dado nauseas, no es eso, no se trata de eso, si sólo soy un miserable, ya deberías haberte dado cuenta, solamente un miserable, y lo único que quiero es vivir en sueños por una vez, aunque para eso no te tenga más que a ti, que eres tan fea, pero graciosa, seguro que te mereces algo mejor, pero yo no lo tengo y no puedo dártelo, así que piénsatelo bien porque esto es lo que hay, ya te lo he dicho antes, y si me preguntas qué pienso hacer contigo, pues no sabré qué decirte, porque no lo sé exactamente, no lo tengo preparado pero soy muy inteligente ¿no?, ya improvisaré algo, algún estúpido código de comportamiento, un puñado de normas que huelan a rancio, como un manual de seducción decimonónico, a las tías os suelen poner mucho esas cosas ¿no?, eso viene en los libros por lo menos, a mí me da igual, yo sólo quiero que vengas cuando te llamo, y que te marches cuando te lo pida, y que me hagas purés de verduras, y que me cuentes cuentos, y no me preguntes por qué me he montado todo este número si eso, exactamente eso, es lo que has estado haciendo hasta ahora, no me preguntes por qué te he dicho todo esto porque no lo sé, sólo sé que así me vale y de la otra forma no, porque no quiero que te comportes como si me amaras, no quiero que me ames, detesto la espontaneidad, es peligrosa. Prefiero que todo esté hablado, bien pactado, así sabré a qué atenerme, y todo será más fácil, no habrá malentendidos entre nosotros, que somos feos, escasamente brillantes, estamos solos, follamos juntos, y punto, no hay nada más, excepto el desequilibrio que hará de la nuestra una relación equilibrada, porque tú me admiras y yo te desprecio, y por eso yo doy órdenes y tú las obedeces, y los dos tan contentos hasta que uno de los dos se canse, y presiento que yo me cansaré antes, así que nada de dame una llave, me voy a traer aquí algunas cosas, préstame diez talegos, vámonos juntos de vacaciones, y todo lo demás, cuando yo diga que esto se acaba, se acabó, ¿está claro? Ya sé que lo que se lleva ahora es la castidad, y los alimentos naturales, que todo esto está pasado de moda, y además supongo que no es un trato justo para ti, porque lo que tú pretendes debe de ser otra cosa, una vida en común, te deben encantar los niños y eso, pero por ahí no hay nada que hacer, contigo no, ya puedes estar segura, por eso prefiero que pienses bien lo que me vas a contestar, medítalo con calma, no tienes por qué decirme nada ahora, prefiero que estés segura, y te advierto que luego las lágrimas me ponen burro, así que tú decides, ahí está la puerta.
Terminó de hablar y aspiró profundamente, como si necesitara extraer fuerzas de alguna parte antes de mirarla. Ella seguía sentada en el suelo, en el mismo lugar que antes, y ya no sonreía, pero sus ojos le parecieron mucho más grandes.
—No tengo nada que decidir.
Su acento era fuerte y claro. Él sintió que las piernas le empezaban a temblar y se dijo que debería hablar de nuevo, decir algo, afirmarse ante ella ahora que teóricamente era por fin un ganador, disimular el pánico que no se había disipado, que no se disiparía jamás mientras ella siguiera estando allí, pero fue físicamente incapaz de mover los labios. Ella lo hizo por él, sonriendo de nuevo.
—¿Quieres que te llame Señor?
Él se acostumbró a llamarlas fantasías para no enfurecer a su padre, pero no eran más que pesadillas, malos sueños que le despertaban bruscamente en la mitad de la noche, convocando el sudor frío y un terror que no se disipaba hasta que ella, sus palabras resonando desde el pasillo como un sereno anticipo, entraba en su cuarto y encendía la luz. Luego se sentaba en el borde de la cama, y le secaba la frente, y las lágrimas cuando las había, y le acariciaba hasta que se quedaba dormido o, en las noches peores, se acostaba a su lado para inducir el sueño con el simple calor de su cuerpo. Él sabía que a su padre le disgustaba profundamente su alianza nocturna porque le escuchaba bramar por la mañana, cuando al entrever las arrugas que fruncían su frente tras la taza del desayuno, volvía a experimentar un terror igualmente puro, apenas aliviado por la certeza de su brevedad, y abrevaba ruidosamente la leche con cacao para ponerse en pie, coger la mochila y salir corriendo, escapando del alud de amenazas paternas que perseguían sus oídos hasta la puerta de la calle y seguían acompañándole allí, mientras encogido y lloroso aguardaba a su madre, la mano que le conduciría sano y salvo hasta el colegio como todas las mañanas. Ella tampoco escapaba a la furia del déspota que le recriminaba ácidamente su comprensión, que él llamaba ignorancia, o blandura, o a veces las dos cosas juntas, esgrimiendo con violencia el argumento básico, principio y final de todos los discursos, está hecho un maricón y todo por tu culpa, luego chillaba que necesitaba dormir, que tenía que levantarse pronto por las mañanas y que el maldito crío le desvelaba todas las noches, que nadie en la casa se preocupaba por él aunque él sólito mantenía la casa y a todos sus ocupantes, gritaba éstas y otras cosas, pero siempre para recalar después en la misma queja, siempre el mismo lamento, con idéntico sonido a provocación, me lo estás amariconando y no te lo pienso consentir, te advierto que esto va a acabar mal. Él desconocía el significado de aquella palabra, maricón. Sabía solamente que su padre le daba miedo, y que en cambio no le costaba ningún trabajo amar a su madre.
Aquella noche no fue muy distinta a las demás. Se despertó tan asustado que el hecho de comprobar que estaba despierto no bastó para sosegarle en absoluto, y aunque el simple recuerdo del rostro de su padre, congestionado por la ira hasta la deformidad, le había persuadido en las últimas ocasiones a renunciar al consuelo de la visita materna, la angustia pudo otra vez a la sensatez, y abrió la boca y chilló, mamá, ven mamá, tengo fantasías… Escuchó enseguida el sonido revelador de unos pasos más pesados de lo habitual, y se tapó la cabeza con la sábana. No era la primera vez que él irrumpía en su cuarto tras la llamada, y creía saber ya lo que lo esperaba, gritos y algún que otro empellón antes de que ella consiguiera tomar apaciblemente el relevo, pero se equivocaba. Su padre encendió la luz y se acercó a la cama, y aferrando con fuerza uno de sus brazos para incorporarle, le obligó a levantarse y a salir al pasillo, caminando siempre detrás de él mientras murmuraba que ya estaba bien, y que se iba a enterar de una vez por todas. Él, medio dormido en definitiva, no entendía lo que estaba ocurriendo, pero aunque tuvo tiempo para llegar a temerse lo peor, jamás supuso que fuera a ocurrir algo así. Cuando llegaron hasta la puerta de la calle, su padre la abrió, le empujó fuera y la volvió a cerrar.
El descansillo estaba absolutamente a oscuras. Hacía frío. Tardó algún tiempo en reaccionar, porque no conseguía creer del todo que él estuviera verdaderamente allí, fuera de su casa, vestido sólo con un pijama, en plena noche. Luego, recuperando brutalmente la cordura, se abalanzó sobre el timbre de la puerta y lo empujó con el dedo como si pretendiera hundir el botón blanco en su redondo marco de baquelita. La reconfortante compañía del sonido agudo no se prolongó por mucho tiempo. A través del estruendo llegó a escuchar nuevamente el eco de unos pasos que se acercaban a la carrera, y distinguió un clic metálico, y luego dejó de percibir cualquier ruido, excepto la voz de su padre, que le anunciaba que acababa de conmutar el mecanismo y que el timbre ya no sonaría más. Los pasos se alejaron y él se quedó solo, absolutamente solo en el descansillo de la escalera, preguntándose por qué no había reaccionado su madre, dónde estaba, qué hacía, a qué esperaba para ir a buscarle. Esperó en vano durante algún tiempo, el oído pegado a la hoja de la puerta, anhelando tan vehementemente el repiqueteo de los tacones azules sobre los baldosines que creyó escucharlo varias veces, aunque nunca se produjo. Al cabo de un rato, desvanecido por completo el desconcierto, invencible el desamparo, se sentó en el suelo y, apoyando la cabeza en el muro, se echó a llorar.
Se emborrachó de llanto y se quedó dormido, pero la pesadilla le ocupó de nuevo, idéntico el horror, y el resultado. Se despertó bañado en sudor y dolorido por la postura, los huesos entumecidos, la piel erizada de frío, y se propuso seguir despierto tanto tiempo como hiciera falta, esperar el día despierto para escapar a los dientes que ese perro negro hincaba en su mano con una fuerza tal que le resultaba fácil agitarle entero, sacudiendo el brazo con energía hasta que le dolía, pero sin conseguir jamás desprenderlo de sí. Y trató de pensar en cosas agradables para distraerse, y cantó algunas canciones en voz baja, pero era un crío pequeño, no tendría más de seis o siete años, y el sueño le asaltaba en oleadas cada vez más consistentes, como una tentación irresistible. Dio algunas cabezadas sin control, y estaba a punto de dormirse otra vez cuando el sonido de unos tacones altos consiguió al fin espabilarlo. Se puso de pie y se acercó a la puerta, pero no oyó nada. El sonido se reprodujo para que sus oídos lo localizaran cada vez más cerca. Alguien estaba subiendo la escalera. El terror le reconquistó una vez más en la noche terrible, y todo un ejército integrado por bandoleros armados, asesinos con la ropa empapada de sangre, marcianos verdes, burbujeantes brujas vestidas de negro entre brumas de azufre amarillo y fantasmas clásicos, clásicamente invisibles bajo su sábana blanca, desfilaron en un instante ante sus ojos, mientras una voz familiar emitía un risueño susurro a sólo unos pocos metros de él.
—¡Ay, Carlitos, déjame, y no hagas tanto ruido, que me vas a buscar una ruina…!
Adela, la vecina de arriba y la mejor amiga de su madre, se quitó los zapatos para subir corriendo un tramo de escalera, y recostándose en el descansillo intermedio, a su vista, apoyarse en la pared para esperar a su acompañante, más lento. Él llegó jadeando y se desplomó sobre ella, aplastándola con su cuerpo contra la pared, pero él tuvo tiempo de vislumbrar su cara y de reconocerle. Era Carlos, el dependiente del ultramarinos de la calle Ruiz donde también compraba su madre, un tío muy simpático, que casi siempre le regalaba un caramelo, y de vez en cuando, hasta pinchitos de escabeche prendidos con un palillo en un trozo de pan tierno. Le caía bien, Carlitos. Adela no tanto, porque era muy seca, no tenía niños y no le gustaban, pero parecía de fiar, y en cualquier caso, ellos dos eran su única oportunidad. Meditó un instante acerca de qué sería mejor, si esperar a que le vieran o interrumpirles él mismo. Les miró mientras tanto sin hacer ruido, un tanto sorprendido por lo que veía, sobre todo porque ella estaba bastante gorda, su padre la llamaba Adelo el ballenato, y sin embargo Carlitos la había cogido en brazos sin aparente dificultad, y ahora se aplastaba contra ella soportando sus piernas abiertas entre los brazos, las manos firmes en la pared. Entonces escuchó el ruido de una tela que se rajaba y Adela protestó, y repitió lo de la ruina, aunque no parecía muy enfadada. Él sin embargo pensó que aquél sería un buen momento, y bajó los escalones corriendo. Seguían haciendo lo mismo, como si no se hubieran dado cuenta de su llegada, y él se quedó de pie, inmóvil, a unos pasos de aquel desconcertante blanco móvil, sin saber muy bien qué hacer, hasta que sus ojos, habituados a la oscuridad, distinguieron de pronto una sombra oscura que no fue capaz de identificar, y decidió acercarse. Estaba a punto de alargar la mano para tocar, cuando un potente chillido de alarma pareció propulsarle hacia atrás. Adela le había visto.
—¿Qué pasa aquí? ¿Quién eres tú?
—Soy Benito —dijo, y acercándose de nuevo, posó un instante los dedos en la mano de Carlos para llamar su atención. No consiguió que volviera la cabeza, hundida en el cuello de Adela, pero preguntó de todas formas—. Oye ¿tú por qué tienes pelos en la cola? Yo no tengo…
—¿Qué haces tú aquí a estas horas? —la brusquedad con la que ella le interpelaba de nuevo le convenció de que no obtendría respuesta alguna para el enigma.
—Es que mi padre me ha echado de casa.
—¿Qué? —y ahora Carlos sí le miraba, fijamente, a la cara—. ¿Que te ha echado de casa?
—Sí. Es que por las noches tengo fantasías, y entonces me despierto, y llamo a mi madre, y él se enfada, porque dice que estoy maricón y que no le dejo dormir… Hoy, en vez de regañarme, me ha sacado de la cama y me ha traído aquí.
—¡Será cabrón…!
—Anda, lucero, date la vuelta un momentito… —el tono de Adela daba a entender que sería ella quien dirigiría las operaciones. Benito se dio la vuelta. Escuchó un ay apagado, masculino, y luego, entre un rumor de cremalleras, la voz de Adela nuevamente—. El teléfono del cuarto de tus padres sigue estando del lado de mamá ¿verdad?
—Sí.
—Muy bien, cariño, ya puedes volver a mirar —él obedeció para descubrir una sonrisa en los labios de ella, quien, desconocida de puro simpática, le besó en la frente y, tomándole de la mano, le condujo escalones arriba hasta la puerta de casa—. Verás lo que vamos a hacer… Tú quédate aquí, al lado de la puerta, yo me voy a subir a casa y llamaré a tu madre por teléfono, para que venga a buscarte —entonces se volvió hacia su acompañante, que estaba como atontado, aún en el descansillo—. Y tú ¿a qué esperas, a que las vacas den peras? ¡Aligera, leche, que es para hoy! Te subes hasta arriba y me esperas en la puerta de la azotea. El teléfono está en el pasillo y voy a procurar no hacer ruido, pero si ves que tardo, es que Fidel se ha despertado, y entonces, ya sabes, ajo y agua, porque lo que se dice tonto, es tonto como la madre que le parió, pero cuando se despierta le cuesta un sino volver a dormirse… Dame un beso, anda, por si acaso…
Carlos coronó la escalera y la besó durante mucho tiempo, mientras ella le tenía aún cogida la mano, que apretaba entre la suya de forma intermitente, siguiendo los torvos vaivenes de la pasión. Cuando se separaron, él se acercó, y sacando dos caramelos del bolsillo se los tendió como gesto de despedida.
—Son Saci…, de los que te gustan.
—Gracias.
—De nada, chaval. Y no le consientas a nadie que te vuelva a echar de casa. Nunca. ¿Vale?
—Vale.
Desapareció escalera arriba, camino de la azotea, y Adela le siguió con los ojos murmurando en voz baja.
—Anda que también, el mamón de tu padre, para una alegría que se marca una, es que hay que joderse… —y luego, como si sólo en ese instante se acabara de dar cuenta de que él tenía oídos para oír, y boca para repetir, le miró a los ojos y prosiguió en un tono afectadamente distante—. Es que venimos de una fiesta, Carlos y yo ¿sabes? Doña Elisa, la mujer del dueño de la tienda, que ya ha salido de la clínica y se ha traído a la niña a casa. Porque tuvo una hija la semana pasada, ¿ya te habrás enterado, no?
—Sí, me lo contó mamá.
—Es preciosa, preciosa, tan chiquitita… En fin, pues eso, que ya de paso, Carlos se ha ofrecido a venir conmigo a ver si me arregla una persiana…, no, no, espera, la persiana no, que está muy visto, bueno, la placa de la cocina, que se me estropeó el otro día, ¿sabes? Total, que me voy para arriba. Tú espera aquí. ¿Estamos?
—Claro.
—Muy bien. Adiós, tesoro, y a ver si te vienes a merendar un día a casa… Ahora mismito saldrá mamá. Un beso…
Tomó su cabeza entre las manos y le revolvió el pelo con los dedos ensortijados, acorazados de oro falso, mientras le llenaba la cara de besos ruidosos, sus labios presionando su frente y sus mejillas con una avidez casi molesta, como si el contacto con su piel de niño pequeño pudiera compensarla de algo, aliviar en algo su inquietud. Luego se quitó los zapatos, dejó caer en el bolso una ruidosa pulsera adornada con monedas, y acometió la travesía de la escalera con un aire sigiloso y digno a la vez, poco compatible con el desgarro de la costura posterior de su vestido, que se había rajado hasta la cintura para dejar ver una combinación de nylon negro, corta y estrecha, que se tensaba aparatosamente sobre su culo, una prominencia verdaderamente digna de un ballenato. Pero él ya había decidido que la quería. La siguió con la vista mientras pudo, y llegó a distinguir el sonido de una puerta que se abría y no se cerraba después. Transcurrieron un par de segundos en silencio absoluto, hasta que por fin resonaron unos pasos en el pasillo de su propia casa. Se acercó ansiosamente a la puerta y esperó, extrañado de que su madre anduviera descalza. Entonces la hoja se corrió muy despacio, dejándole entrever las rayas azules del pijama de su padre antes de que pudiera escuchar su voz, tranquila.
—Entra, ya ha pasado un cuarto de hora.
Pero él no se movió. Recorrió con la vista todos los muebles del recibidor más allá de la silueta paterna, pero hasta la familiaridad del paisaje le resultó inquietante, y se preguntó si no estaría soñando todo aquello, porque no podía haber transcurrido solamente un cuarto de hora desde que él le echara de casa, no era posible, habían pasado demasiadas cosas entre medias. Su padre insistió.
—¿Qué pasa, que prefieres dormir ahí?
Adelantó lentamente un pie sin saber muy bien hacia dónde dirigirlo y sólo entonces se produjo el signo tan fervientemente esperado, los tacones azules se acercaban a toda prisa, y la figura de su madre, el rostro alterado, las manos hurgando nerviosamente el cinturón de la bata como si fueran incapaces de anudar sus extremos, todos los gestos alarmados y veloces, apareció por fin ante sus ojos. Tropezando violentamente con el cuerpo de su padre, que la miraba con ojos incrédulos, ella se abalanzó sobre él con un gesto de angustia, y de rodillas en el suelo le abrazó estrechamente.
—¡Ay, Dios mío! Me lo contaba Adela y no me lo creía. ¡Hijo mío, pero si estás helado! Y qué horror, qué miedo habrás pasado, ahí, tan oscuro, y tú solo, desde luego… —las lágrimas descendían lentamente sobre su rostro, enturbiando su voz—, desde luego, a esto le llaman educar a un niño, qué barbaridad, pobrecito… Pero no volverá a pasar, te prometo que nunca más volverá a pasar esto ¿de acuerdo? Ahora vamos a la cama, rey, te llevo yo, en brazos, como cuando eras pequeño, ¿vale? —le levantó con esfuerzo, porque ya era un niño muy grande, y sólo al pasar a su lado, se volvió contra su marido que seguía de pie, apoyado en la pared, sujetándose la frente con una mano—. ¡Ya estarás contento, animal! Esto es lo que querías, ¿no? ¡Pues ha aguantado como un macho, ya lo has visto, imbécil, que eres una bestia! Ahora que ya hablaremos, ya hablaremos tú y yo bien de todo esto…
El pasillo se le hizo infinitamente corto, y la cama, las sábanas abandonadas tanto tiempo atrás, le parecieron insólitamente cálidas, aunque no pudo controlar un par de escalofríos que alarmaron a su madre todavía más. Aún permanecía sentada a su lado, acariciándole la cara casi mecánicamente, cuando se acordó de repente de Adela y Carlitos, sus primeros y genuinos salvadores.
—Oye mamá… ¿haces una cosa?
—¿Qué?
—Abre la ventana y asómate un momento, anda…
—Pero ¿para qué?
—Tú hazlo…
Su madre se levantó y siguió sus instrucciones. De pie junto a la ventana entornada, se volvió para mirarle.
—Ya está. ¿Qué quieres?
—Asómate a ver si hay luz en la azotea. ¿Puedes?
—Pues… malamente. A ver… Sí, la luz está encendida.
—Me alegro —murmuró.
Recibió una mirada de extrañeza y fingió un bostezo para evitarse una explicación que no era capaz de dar.
—Tengo sueño —dijo luego. Ella se acercó y apagó la lamparita de la mesilla. Le dio un último beso, el beso corriente de todas las noches, se despidió suavemente y se fue.
Invocó el sueño con decisión, lo esperó durante algún tiempo, luego se resignó ya a la vigilia de un cuerpo que sentía distinto, como si hubiera crecido años enteros en tan breve período, el cuarto de hora transcurrido en la oscura soledad del descansillo oscuro. Ahora ya, de nuevo en la cama, calentito y tapado, podía recordar con placer la aventura nocturna, sobre todo porque había sido una aventura después de todo, y al fin y al cabo se había comportado como un macho, mamá lo había dicho. Se sacó un caramelo Saci del bolsillo y comenzó a deshacerlo con método, frotándolo con la lengua contra el paladar. Fue entonces cuando detectó que el tono de la conversación que sus padres sostenían en el cuarto contiguo se agriaba por momentos, mientras que el incremento del volumen de las voces convertía cada palabra en un grito. Dejó de chupar el caramelo y se quedó inmóvil, intentando escuchar. Su madre pronunciaba constantemente su nombre, su padre les insultaba a los dos al principio, cuando aún no se oían golpes, el sordo acompañamiento habitual de todas las discusiones, luego la pata de algún mueble resbaló sobre el suelo produciendo un desagradable chirrido, y la voz de ella, rota por un temblor perpetuo, continuó sonando en solitario, apagada a ratos, afilada otros, para convencerle a él, que permanecía atento y quieto, la oreja pegada a la pared, de que su reciente tragedia ya había perdido incluso la vana consistencia de un pretexto, porque podía reconocer sin esfuerzo el justo sentido de su entrecortado alegato, el desarrollo de la misteriosa pasión que conocía aunque jamás había comprendido, y escuchaba, cada vez más tranquilo, porque él, sus temores nocturnos, nada tenían que ver con la violenta representación que dos actores expertos celebraban tan cerca y tan ignorantes de su conciencia, entonces un brillante chasquido comenzó a acompañar las palabras, cada vez más turbias, más desagradables, como una música sorda, pero aquel sonido tampoco le inquietó, su padre golpeaba con la mano derecha, el puño cerrado, la palma de su mano izquierda, lo hacía siempre, él lo sabía, y ella también, por eso aceleró el ritmo de su discurso, combinando algunas frases del principio, yo no te pertenezco, con las que desencadenarían inevitablemente el final, qué sabrás tú de mí, si tú no eres nada más que un pobre hombre, y él sintió la tentación de levantarse e ir a mirar, como siempre, pero la descartó enseguida, retomando a la placentera tarea de deshacer metódicamente el caramelo frotándolo con la lengua contra el paladar, porque no estaba ocurriendo nada especial, y él no tenía la culpa, de eso sí estaba seguro. La primera vez, cuando se despertó sobresaltado por el eco de unos golpes que retumbaban en la pared, contra el cabecero de su cama, como si alguien se propusiera derribarla, él había pasado toda la tarde en la fiesta de cumpleaños de un amigo del colegio, había llegado muy cansado a casa, se había dejado bañar sin protestar y se había acostado enseguida, nadie estaba enfadado con él, y sin embargo había ocurrido lo mismo, los mismos insultos, la misma bronca, los mismos gritos, él se había levantado y lo había visto todo, casi todo, por la rendija de la puerta entreabierta, por eso no se levantó aquella noche, porque no había misterio alguno excepto el principal, necesariamente irresoluble, la sonrisa perdida de su madre mientras le miraba sin llegar a verle, la cara enrojecida, la cabeza casi posada en el suelo, el torso a punto de desplomarse, los pechos cayendo absurdamente sobre el escote, a punto de rebasar entera la insólita frontera de los pies de la cama gracias a los impulsos bestiales que de alguna forma desencadenaba sobre ella él, su padre, que la mantenía sujeta con manos crispadas como garras, apretando luego los pulgares contra la dura carne de sus pezones como si pretendiera hundirlos en la oscura profundidad de su cuerpo, destruir para siempre su relieve, mientras la miraba sin llegar a verla, sin llegar a contemplar la baba entremezclada con un hilo de sangre que remontaba despacio el inverso relieve de uno de sus pómulos, los ojos llorosos, el labio herido, la piel incomprensiblemente macilenta, nada especial, nada que mereciera el esfuerzo de levantarse ahora, cuando el sueño llegaba al fin, más potente que el estrépito, envuelto en una duda profunda, tendría su padre o no pelos en la cola, y en el dulce recuerdo del diminuto caramelo Saci que tan plácida muerte había hallado dentro de su boca.
A la mañana siguiente, escuchó a Silvia y a Belén pelearse por el baño cuando aún era de noche, la persiana del balcón sólo una sombra compacta, desnuda todavía de las rayitas de luz que poco tiempo después le indicarían que también había llegado su hora. Sus hermanas, que iban a un colegio religioso con jardín situado en un barrio moderno, en la otra punta de la ciudad, pagaban con sueño el privilegio de la enseñanza privada, que él no compartía, porque su padre solía decir que el ambiente de los colegios públicos no es el apropiado para formar a señoritas, pero que en cambio enseña a los chicos a bregar con la dificultad, a competir y a ganar. Él no tenía nada que objetar. El trayecto que separaba su casa de la escuela, un colegio nacional que se caía a cachos en la Plaza de Barceló, consistía en un breve paseo, unos siete minutos andando despacio, tres si corría. Sus hermanas, en cambio, debían levantarse casi dos horas antes del comienzo de la primera clase y caminar hasta Bilbao para coger allí un autobús abarrotado, donde no siempre quedaban asientos vacíos, que invertía más de una hora en realizar un laberíntico recorrido en zig-zag. Belén, que era más pequeña que él, vomitaba el desayuno a medio camino casi todas las mañanas, su delicado estómago incapaz de soportar el hacinamiento y el traqueteo constante, y su madre había intercedido por ella apasionadamente, pero su padre había sido inflexible, sus hijas irían a un colegio de monjas y aprenderían a hablar en francés, así que la pobre Belén empezó a ir al colegio en ayunas. Estaba negándose, como todas las mañanas, a comerse una tostada con mantequilla a palo seco, cuando él, que generalmente se quedaba despierto, escuchando el no me pasa mamá, si es que no me pasa, que su hermana pequeña acostumbraba a pronunciar como una letanía con la yema del dedo índice apoyada en la garganta, se durmió otra vez. Estaba muy cansado. No había dormido poco en realidad, pero la noche había resultado demasiado intensa, así que, lejos de la entrecortada duermevela que solía preceder la inmediata irrupción de su madre, ya es la hora Benito, arriba, el sueño le poseyó completamente.
Cuando se despertó de nuevo, las rayitas de luz de la persiana habían engordado de una forma tan aparatosa que dudó acerca del día de la semana en que vivía. Pero escuchó la risa de Carmen, la costurera, que sólo venía a casa las mañanas de los martes y de los jueves, y se convenció de que, pese a la engañosa potencia de la luz, no podía ser domingo. Entonces la puerta de su cuarto se abrió muy despacio. Él se revolvió instintivamente entre las sábanas, tapándose la cara con la almohada para contemplar sin ser visto la figura de su madre, que avanzó con aire sigiloso, le miró, y volviendo silenciosamente sobre sus pasos, cerró la puerta sin hacer ruido, dejándole solo otra vez.
No llegaba a entender lo que ocurría, pero el regocijo, una especie de tonta alegría interior, se adueñó de él poco a poco mientras comenzaba a atreverse a suponer que aquella mañana no habría clase, no para quien, alcanzado por la misteriosa gracia de un indulto inesperado, seguía allí, incorporado en la cama, en el claroscuro de una habitación limpia y silenciosa, protegida por la persiana que era ya como la piel de un tigre inmenso y herido por el sol. Trató de aguantar, de saborear cada minuto de aquel tiempo prodigioso, y entonces se dio cuenta por primera vez de que él era uno, uno solo e irrepetible, distinto de cualquier otro niño, de cualquier otro adulto, una persona entera cuya identidad iba mucho más allá de la ropa que vestía, de la comida que comía, de la familia a la que pertenecía, y hasta de la singularidad de sus huellas dactilares, apenas un simple dato, una amenaza técnica y fría, distinta de la realidad, porque él era, y era uno, condición que sentía como propia y extraña a la vez, era uno solo, nunca lo había pensado antes y ahora sin embargo lo sabía, lo comprendía sin dificultad, porque no era el hijo de su padre, ni el hermano de sus hermanas, ni el condiscípulo de sus compañeros, ni el alumno de sus profesores, sino Benito Marín González, distinto de todos los demás seres del planeta, de todos los seres de los otros planetas, uno solo, él, el dominio comprendido entre los exactos límites de sí mismo.
Se palpó los brazos y las piernas, recorrió todo su cuerpo con las manos, mientras pensaba, pensaba deprisa, y se asombraba de la profundidad de su pensamiento, y el regocijo crecía, y crecía la confianza, porque nada era seguro en este mundo excepto él, uno solo, y si andaba era porque decidía que quería andar, y si comía, era porque decidía que quería comer, y sentía esta revelación como una verdad luminosa y magnífica, como si el mundo naciera otra vez sólo para él, que era distinto, porque se le acababan de abrir los ojos de dentro, la misteriosa inteligencia íntima de cuya existencia jamás había llegado a sospechar siquiera.
Se puso de pie y abrió el armario para mirarse en el espejo adosado a la cara interior de la puerta. Era bajito. Pequeño. Se quitó los pantalones y miró su pubis liso, desnudo, con una expresión de fastidio. Entonces recordó que tampoco tenía pelos en el pecho y que todos los hombres mayores lo tenían. Se quitó la chaqueta del pijama un tanto alarmado, pero el vello tampoco había invadido su tórax aquella noche, interconectó entonces sus dos ausencias y se sintió mejor. Era pequeño, pero crecería, y se haría mayor, entonces ganaría dinero, y podría mandar, y casarse con mamá, para que papá pudiera casarse con una chica joven, que eso era lo que quería, siempre lo andaba diciendo, y todo marcharía mejor, sin fantasías, ni descansillos, ni golpes en la pared. Estaba contento. Se puso el pijama otra vez y volvió a la cama, pero no pudo recuperar la soleada paz que le invadiera tan sólo unos minutos antes porque se estaba haciendo pis. A su pesar, se levantó y caminó hacia la puerta, corriendo luego hasta el cuarto de baño, al que llegó siendo otro, uno solo, Benito Marín González.
Luego, los milagros se sucedieron con una armonía inexplicable en la mañana prodigiosa. Cuando salió del baño, su madre, los párpados generosamente cubiertos por una espesa capa de sombra de ojos de tonos azules y morados, en el pómulo izquierdo un diminuto corte surcando el embrión todavía pálido de un hematoma que un par de días después resultaría imposible de maquillar, le abrazó fuerte y le dijo que aquella mañana le había dejado dormir porque debía de estar muy cansado, con todo el ajetreo de la noche anterior. ¿No voy a ir al colegio hoy?, preguntó, no, hoy no vas al colegio, y recibió con esta respuesta la gracia de desayunar un huevo frito. Se lo comió sentado a la mesa de la cocina, rodeado de mujeres amables y solícitas, quienes, conocedoras de su desgracia nocturna, eligieron diversos caminos para demostrarle su solidaridad con contundencia. Plácida le regaló la bola de papel de plata, enorme ya, dura y compacta, que había estado confeccionando durante meses con las envolturas del chocolate, y que antes pensaba vender para invertir el beneficio en los niños de África que pasaban tanta hambre. Carmen cortó por los lados una vieja funda de almohada y la recubrió en un instante con un retal de tela de forro de color verde botella, para regalarle un jubón como el de Robin Hood, que se ceñía a la cintura con un cinturón de fieltro negro que ella misma confeccionó y remató con un par de corchetes. Su madre le dejó ponérselo para salir con ella de paseo. En el portal se tropezaron con Adela, fresca y resplandeciente, que soltó las bolsas de la compra en el suelo para cubrirlo de besos como la noche anterior, y quedó con ellos un poco más tarde en una terraza donde no sólo le invitarían a tomar el aperitivo, sino que le permitirían incluso mojar las patatas fritas en la coca-cola sin preocuparse por la indeseable mengua de su apetito, que no se produjo, porque al volver a casa se encontró con su menú favorito, espárragos con mayonesa y chuletas de cordero con más patatas fritas, y con la ausencia de su padre, que no regresó a casa hasta la noche.
A la mañana siguiente, ella tenía ya un cardenal bien visible en la cara cuando entró en su cuarto a la hora habitual, la persiana débilmente iluminada por delgadas rayitas de luz intermitente, para confirmar, ya es la hora Benito, arriba, la previsible restauración de la rutina cotidiana. Él retiró lentamente la sábana superior y comenzó a maniobrar su propio cuerpo con dificultad, sentándose un instante en el borde de la cama para levantarse en dos tiempos, pero antes de ponerse de pie quiso recordar una vez más el insólito bienestar del día anterior, la deliciosa sensación que le había invadido al contemplarse a sí mismo por dentro, tranquilo y descansado, uno solo, distinto de todos los demás, mientras permanecía recostado contra el cabecero de su cama, en el claroscuro de una habitación limpia y silenciosa, más allá de la piel de un tigre inmenso y herido por el sol, y fue entonces cuando descubrió, no sin sorpresa, que el tiempo pasado podía saber dulce en la memoria.
Desde entonces se acostumbró a invocar con frecuencia determinados instantes de su vida y a relacionar su recuerdo con el placer que desataban dentro de su boca, la tibia oleada de sabor que invadía su paladar con la nostalgia de una dulzura inmediata, y aunque aquélla no era una sensación puramente física, él siempre asoció la potencia de la fugaz felicidad rememorada con el gusto de las cosas dulces, porque nunca halló una imagen más precisa para definir esa proyección concreta del bienestar en el tiempo que seguramente forma parte de los fenómenos inexplicables.
Jamás había podido controlar la explosión de tal sabor en su garganta, predecir la dulzura sucesiva de un instante mientras éste ocurría verdaderamente, porque el descubrimiento de su rara calidad siempre se producía más tarde, como la primera vez, cuando ya se había agotado el tiempo para vivir y restaba solamente un estrecho espacio para recordar, pero en algún momento de aquella noche amarga, tras la celebración de la ridícula liturgia de la sinceridad improvisada, llegó a presentir, a anticipar la calidad de un tiempo todavía desconocido. Fue apenas un segundo, un destello imprevisto en territorio ajeno, un matiz demasiado pálido que no alcanzó a sobrevivir al miedo, el pánico al que se asomaba desde que ella le interpeló con aquella pregunta absurda y él pudo adivinar la mayúscula disfrazada en sus palabras, temblar ante la voz que parecía escribir en el aire Señor con mayúscula para arrebatarle con una sola letra todos sus disfraces y obligarle a permanecer mudo, porque todo lo que había dicho hasta entonces, aquella abrumadora avalancha de juicios objetivos y crueles sobre los que sus labios habían llegado a perder el control, era verdad, y sin embargo nada era cierto, excepto que se había fabricado un nuevo escudo, otro flamante parapeto tras el que recibirla.
Ella no dejó de sonreír, capaz de rastrear su propio triunfo entre los senderos de la desolación, tranquila en el interior de su invisible armadura, inmune tras la piel de una enorme esponja ensangrentada y caliente que se multiplicaba en infinitas bocas iguales. Él, indefenso y solo frente a su misterio, sucumbió otra vez, y pasto ya de sus potentes ventosas, llegó a intuir, apenas un instante, una tibia llamarada que moriría deprisa sin dejar rastro alguno tras de sí, que aquel tiempo sería breve, pero siempre sabría dulce en su memoria.