I
Iris

Las chinelas, su piel tan fina surcada por una multitud de arrugas débiles y tenaces como nervios a la altura del empeine, eran siempre de color azul celeste, y culminaban en una suave barrera de pequeñas plumas teñidas a juego que se agitaban y retorcían sobre sí mismas a la menor corriente de aire, asemejándose en su blando temblor a los gelatinosos tentáculos sobre los que apenas llegan a moverse los monstruos ciegos, transparentes, de los abismos. Pero cuando era niño le gustaban. Muchas veces se tiraba al suelo para rodear con los brazos los tobillos de su madre y acercar la mejilla a sus pies. Entonces movía la cabeza lentamente y disfrutaba de la tenue caricia que dibujaba aquella pluma casi invisible cuando se decidía a resbalar sobre su piel. Sonreía, y recibía una sonrisa a cambio. Ella, cómplice en aquel juego inocente que su marido desaprobaba con energía, iba recogiendo luego las plumas que se desprendían a su paso y las guardaba para él, para compensarle quizá de la previsible extinción del pequeño placer que compartían, consciente ya de que en poco tiempo sólo quedaría el recuerdo de las plumas sobre una sucia franja desmochada, la degradada frontera entre su piel y esa piel tan fina y arrugada, teñida de azul celeste, hasta que el cambio de estación se encarnara en pretexto suficiente para estrenar otro par, siempre el mismo modelo. Entonces se sentaba en un sillón y embutía sus pies levemente hinchados en el que había resultado ser el único lujo a su alcance de entre todos aquéllos con los que soñara de soltera, y, antes de haber llegado a dar siquiera un solo paso, le llamaba para ofrecerle una nueva fiesta de plumas y caricias.

Las chinelas de su madre, sus tobillos siempre al aire sobre los tacones que, según afirmaba con convicción, eran indispensables para parecer arreglada, atractiva incluso, hasta en los peores momentos de la jornada doméstica, le precedían por la estrecha escalera de la azotea, iluminando para él los aterradores tramos que jamás habría sido capaz de coronar solo. Luego, la llave giraba con dificultad en la cerradura, una herrumbrosa silueta sobre la chapa de metal pintada de verde, y él rezaba apresuradamente, rogando que ninguna otra vecina hubiera elegido ese mismo momento para tender la colada. Obtenía esa sencilla gracia con mucha frecuencia. El corazón le saltaba en el pecho mientras ella, un enorme barreño de plástico rebosante de ropa húmeda encajado en la cadera izquierda, luchaba contra la puerta atrancada hasta que el hueco de la escalera se llenaba de luz. Más allá, estaba el mundo.

Fiel a la remota mirada de aquel niño pequeño, él siempre querría recordar la azotea como un espacio enorme, una gran plaza rectangular, el patio del castillo, su reino. En torno a los postes metálicos que sostenían las cuerdas del tendedero comunal, un amplio corredor hacía las veces de camino de ronda. Él lo recorría erguido, procurando trazar con sus pasos una línea rigurosamente recta, a la sombra del murete enjabelgado que partía la tierra —su casa— y el cielo. Su madre tendía la ropa y cantaba, contaba historias tristes con su delgada voz que se quebraba siempre en los agudos, repitiendo las mismas palabras en melodías parecidas, alcoba, corazón, penas, remordimientos, tu boca, me muero, niña morena. Cuando comenzaba a trajinar con las sábanas, concentrando toda su atención en evitar que uno solo de los blancos picos de tela llegara a rozar siquiera los polvorientos baldosines, él se acercaba sigilosamente a la frontera prohibida, y aferrando el muro con los dedos hasta que le dolían, se elevaba sobre las puntas de los pies para inspeccionar sus posesiones. A su altura estaban las nubes. A sus pies, Madrid, un océano de tejados rojos y marrones que llegaba hasta el mar, por allí, en alguna parte. Él ocupaba el centro, hasta que los brazos de su madre, precedidos por un débil chillido de alarma, le rodeaban por la cintura, arrebatándole bruscamente de su atalaya. Los azotes no le dolían. Habría pagado precios más altos por una diversión tan gratuita, y era agradable de todas formas pisotear los charcos, caminar entre las inmaculadas paredes de tela mojada que se ondulaban con el viento para salpicar su rostro de pequeñas gotas de agua limpia, el cestillo de las pinzas sobre el brazo, en pos de unas chinelas de color azul celeste.

Hasta que una tarde la eterna sucesión de los acontecimientos se quebró de manera inexplicable. Él ocupaba el centro, todavía. Parapetado tras el muro, seguro en su azotea, miraba el mundo con ojos confiados y escuchaba el canto de su madre cuando éste cesó sin previo aviso a la mitad de una estrofa. Contrajo los glúteos y esperó, pero no ocurrió nada, no hubo chillido, ni azote, no sintió sus brazos, y entonces tuvo miedo y la llamó. Ella contestó desde muy lejos con voz tranquila, como si nada hubiera pasado, pero él se volvió y no pudo verla. Las cuerdas rebosaban de sábanas blancas, era lunes. Recordó la instrucción mil veces impartida, si alguna vez te pierdes, no te muevas, quédate en el mismo sitio y yo te encontraré, y gritó de nuevo, y de nuevo recibió una respuesta cargada de indiferencia. Entonces retornó a su posición inicial, repitiendo para sí mismo que ella le encontraría cuando comprendiera que estaba perdido, perdido en su pequeño reino, y volvió los ojos al viejo país propio, pero las tejas ya no bailaron para él, y la luz del sol iluminó nítidamente los ángulos rojos y marrones, tajantes como cuchillos, que nunca recuperarían ya la blanda silueta amorfa de las olas, y los mapas se tornaron repentinamente transparentes para su mente, un minúsculo desierto fecundado por el miedo, y supo que Madrid no llegaba al mar, que nunca llegaría, porque Madrid era solamente ese diminuto punto negro que apenas destacaba en la uniforme masa pintada con los colores de agosto, ocre abrumadoramente lejos del azul, y sintió que estaban solos, solos la ciudad y él, desdeñados por el mar en el centro de la tierra.

No pudo soportar por más tiempo la visión de la piedra traidora, las casas que se pararían en seco para dar paso a los campos sembrados, las calles estrechas y retorcidas que no llevarían nunca a ningún puerto, y se volvió bruscamente, dispuesto a desobedecer cualquier norma, y gritó otra vez, llamó a su madre con angustia, y en la respuesta distinguió su propio miedo, creyó adivinar que ella esperaba al otro lado del tendedero y se abalanzó contra las sábanas húmedas con esa única certeza como guía. La primera vez fue fácil, bastaron unas pocas zancadas descomunales para salvar una distancia todavía posible, razonable, el estrecho corredor que cruzó a la carrera sin rozar siquiera con la ropa, un jersey de lana verde, las paredes limpias y quietas, y miró a su derecha, luego a su izquierda, volvió a mirar en ambas direcciones, y entonces la escuchó, su madre le llamaba desde el otro extremo de la azotea, apoyada tal vez en el muro cuya protección jamás debería él haber rechazado, si alguna vez te pierdes no te muevas, yo te encontraré, propósito ridículo, meta imposible, porque apenas podía ya arrancar de sí mismo la angustia, las ganas de correr, la necesidad de ir hacia ella. Intentó chillar y no pudo. Levantó los brazos y los agitó en el aire aun conociendo de antemano el fracaso de aquel gesto preñado de inútil dramatismo, pobre mensaje destinado a estrellarse contra el blanco mudo y ciego, pero el ejercicio físico de la desesperación liberó su garganta, y cuando abrió los labios se sintió emitir un chillido impreciso, quiso gritar, estoy aquí, y apenas escuchó la breve desnudez de un gemido, el terror en la voz de un animal herido que se revuelve, casi silencio, y se precipitó de nuevo contra la ropa tendida, pero ya no encontró el camino y, perdido como estaba, se perdió nuevamente en un luminoso laberinto de fantasmas planos.

Bailó con ellos, luchó con ellos, los golpeó en vano, una y otra vez, sin hacer mella en su pesada coraza de agua, atisbando apenas un instante, de vez en cuando, la silueta familiar, allá lejos, el cuerpo de su madre vagamente insinuado tras las murallas de tela, y apartaba las sábanas con las manos para ir hacia ella mientras escuchaba la monótona cantinela de su propio nombre, constantemente repetido desde distintos lugares, y peleó en solitario contra el blanco para ser vencido, víctima al fin de su propio cansancio y de la astucia de unos brazos invisibles que le impulsaron a girar sobre sí mismo hasta envolver su cuerpo en una húmeda mortaja que olía a detergente, como las camisas que les ponen a los locos. Entonces cayó al suelo y se quedó quieto. Sólo entonces empezó a llorar. Todo lo demás ocurrió muy deprisa, aquel ruido pequeño que se sucedía rítmicamente sin que él llegara a identificarlo, y la luz, que crecía misteriosamente a su alrededor. Cuando vio por fin a su madre, carne y hueso ante las cuerdas vacías, chinelas azules sobre un suelo alfombrado de sábanas mojadas y pinzas de madera, pensó que nada hubiera sido más fácil que tirar él mismo del extremo de la ropa para desprenderla, y, aún mejor, no haberse movido nunca del sitio, haberse quedado quieto y anunciar que estaba perdido. Y mientras unas manos nerviosas deshacían el testimonio último de la primera victoria del blanco, despojándole después del empapado jersey de lana verde, intuyó que nunca llegaría a comprender las razones de su actitud, tan absurda.

—Ya pasó, rey, ya pasó…

Su madre, acurrucada en el suelo, se esforzaba por estirar los brazos hasta el mismo borde de su límite físico, como si pretendiera cobijarlo entero entre ellos, contra su cuerpo, mientras le besaba suavemente en la cabeza. Él apreció el calor y la seguridad de aquel abrazo, pero adivinó también que nunca más se atrevería a subir a la azotea.

—No ha sido nada, ¿verdad?, sólo un susto…

Ella se balanceaba suavemente adelante y atrás, meciéndole contra sí. Él la acompañaba en cada vaivén, colaborando en la farsa del bebé que ya no existía, hasta que ambos recobraron el sosiego.

—¿Me vas a ayudar a arreglar todo esto?

Asintió con firmeza, pero mientras recogía las pinzas desperdigadas por el suelo, se dio cuenta de que le costaba trabajo sonreír.

La ciudad y el blanco ya habían hecho presa en él.

Se resistió durante muchos años a conocer el mar traidor, como si se complaciera en atribuirse a sí mismo el impreciso poder de castigarlo, de pagar su desprecio con desprecio, pero no pudo resistir la tentación de bajar, él también de un salto, del atestado autobús donde una legión de adolescentes de secano había festejado durante horas el previsible final de su bachillerato de letras, un viaje interminable hacia la costa. Se lo reprochó a sí mismo, mientras sus pies se iban hundiendo en una tierra a cada paso menos tierra y más arena, mientras un olor nuevo conquistaba su nariz y un aire distinto, dulzón y pegajoso, se empeñaba en fundir sus ropas con la piel, hasta que desde la chata cima de una duna cualquiera, ninguna señal previa, ningún aviso de lo que le esperaba al coronarla, el azul entró en sus ojos.

Tuvo el privilegio de conocer el mar en invierno. No es para tanto, se mintió en voz baja, sin saber todavía qué pensar, si felicitarse o compadecerse de sí mismo ante la ausencia de toldos de colores, heladeros vociferantes, niños con pelota, radios a todo volumen, cuerpos ajados, descuidados, blandos, más desagradables aún bajo la untuosa película de grasa cosmética, animales viejos que se asan lentamente al sol. No es para tanto, repitió, rendido ya a su buena suerte, y se sentó allí mismo, sobre la arena apelmazada, hilvanada apenas con unas pocas matas desnudas de hojas y de flores, en la cima de la duna, tan lejos aún, y miró el mar, que nunca llegó a Madrid, nunca llegaría. Se propuso adoptar una actitud acorde con la emoción tibia y serena, como vivida en un sueño, que se había apoderado de sus ojos en un día tan frío, e intentó reflexionar, meditar, pensar en algo nuevo y grande, pero se aburrió enseguida porque solamente tenía dieciséis años. En la playa, los demás jugaban al fútbol. Se dejó caer sin llegar a levantarse, resbalando sobre la suave ladera de la duna, y luego corrió para reunirse con ellos.

Ya entonces recelaba del ejercicio físico, que le cansaba mucho antes y más intensamente que a la mayoría de los chicos de su edad, pero sus reflejos eran rápidos, casi infalibles, y resultaba un buen portero. Bastó su llegada, pues, para que un compañero le cediera su puesto entre una roca y el agua, la elástica distancia de su portería de aquella mañana. Las plantas de sus pies se hundían ligeramente en la superficie de la arena húmeda, resquebrajando la capa superior, tostada por el sol como la cobertura de un bizcocho recién salido del horno que al romperse produjera un ruido delicioso, mate y crujiente. Hacía sol, y las gaviotas se perfilaban contra un cielo claro, limpio, descendían un instante para posarse en el suelo y se elevaban de nuevo, huyendo despavoridas del balón de cuero que se atrevía a surcar de tanto en tanto su territorio. Él se sentía muy bien, sujeto de un raro bienestar que parecía capaz de convertir en un valor universal la repentina conformidad que sentía hacia sí mismo, hacia su cuerpo y su entorno, y que se proyectaba en el juego. Pero, cuando los delanteros del equipo contrario empezaban a enfurecerse ante su imbatibilidad, cometió el error de mirar a la izquierda y ver que la superficie de la roca que le servía de poste estaba alfombrada de picos agudos, como una imposible cordillera de rocas aserradas sin descanso, armas negras, lisas y brillantes, y la pelota le rozó un pie sin que él llegara a advertirlo siquiera, mientras sus pupilas se vaciaban en la sorprendente hostilidad de las familiares conchas.

Recuperó entonces, en un asalto imprevisto y brutal, una sensación antigua que nunca hasta entonces había asociado con el agua, sino con la tierra, con el mundo ocre en el que vivía preso, la cárcel rojiza que se extendía en todas las direcciones desde la azotea, y la roja fortaleza de casas de adobe rojo a la que le trasladaban todos los veranos, el pueblo de su padre, edificios apiñados encima de un cerro y campo, una sucesión infinita, trigales verdes, luego dorados, castaños, secos, algunas amapolas en primavera, y la chopera abajo, junto al río, la grandiosa inmensidad que le encogería el corazón de adulto, pero que disfrazaba de árida monotonía un paisaje demasiado aburrido para los ojos de un niño. Entonces le gustaban los sembrados de girasoles, aquellas parcelas como jardines de grandes flores amarillas que se divisaban a lo lejos desde las ventanas del granero, los alféizares forrados con una delgada hoja de aluminio que inundaba de cáscaras siempre que tenía pipas, porque era más divertido comer desde allí las semillas secas y saladas que, según decían, habían nacido en aquellas flores que él nunca había visto de cerca. Entonces le gustaban los girasoles, pero una mañana, cuando regresaba con su padre de la panadería, una vecina muy simpática le llamó desde la ventana y salió a la calle con una flor ya seca que le tendió con una sonrisa, toma, Benito, para ti la torta entera, y cómete las pipas a mi salud. Él agradeció sinceramente el regalo, e incluso se puso de puntillas para depositar un beso en la cara de su inesperada beneficiaria, pero cuando se separó de ella y echó a andar detrás de su padre, que se había adelantado unos pasos, miró el girasol y no vio otra cosa en su interior que una repugnante formación circular de amenazadores cuchillos afilados. Soltó inmediatamente la flor y se inclinó sobre sí mismo, el cuerpo desmadejado y blando doblándose sin control bajo la potencia de la nausea, el asco que parecía anular completamente la solidez de sus huesos para reemplazarlos con un montón de lana sucia, como el que rellena las tripas de las marionetas, y convertirle así en un muñeco que sólo cobró vida al vomitar el desayuno en plena calle y recibir después, cuando era ya de nuevo a medias humano, dos bofetadas paternas que le devolverían feliz y bruscamente a la realidad, y al sol de una mañana de verano.

Un día llegaría a controlar esa sensación, a dominar todos sus músculos mientras sentía el asco creciendo en su garganta como un vómito mal triturado, un puré espeso y templado que tras haber rellenado metódicamente cada uno de sus conductos internos, tras haberse instalado sin resistencia entre las paredes de cada una de sus vísceras, rebosantes ya de su viscosa presencia desde el agotado intestino hasta el esófago, amenazara con quebrar de un momento a otro el frágil sello de sus dientes, de sus labios, para manar eternamente de su boca, señor ya de todo su cuerpo, él mismo solamente un puro asco, pero aprendió a controlarse, a mantenerse firme, a aguantar la nausea, los ojos clavados en las puntiagudas semillas de la flor odiosa, sus cantos afilados como cuchillos, siempre cuchillos, hasta en el corazón de aquella amable planta que daba de comer a tanta gente, girasoles amarillos y verdes, flores monstruosas, descomunales, alegres corolas de pétalos blandos que engañaban a los otros, agujas que se clavaban en sus encías a veces, dolor vegetal, como un preludio cifrado, un velo transparente que desvelara en parte, sólo para algunos, para él, la clave del asco secreto, aprendió a mantenerse firme, aguantando la nausea, sin llegar a preguntarse, nunca lo haría, por qué los campos de girasoles eran el principio del verano y su final, por qué corría hacia ellos apenas podía para dejarse estrujar en su interior por esa papilla a medias de grandes trozos de comida mal digerida, llegó a acostumbrarse a los girasoles, pero no a sospechar que una amenaza semejante pudiera existir fuera de su propio mundo.

Por eso, aquella mañana de invierno, en una playa desconocida, no pudo soportar la visión de los mejillones vivos aún, tiesos y apiñados como un disciplinado ejército, y abandonó su puesto sin avisar para ir a vomitar el desayuno lejos de la orilla, al pie de una duna, comportándose otra vez igual que un niño asustado.

—Si es que no deberíais fumar, si os lo tengo dicho… Ya sabía yo que acabaría pasando algo así, tantas horas en la carretera, con la peste del humazo ése que echáis, tenía que pasar algo así… ¡Hala, todos al autocar! Se ha acabado la playa por hoy…

La imprevista elocuencia de aquel profesor, un individúo por lo general sombrío, taciturno, adquirió en sus oídos un eco diferente, el cálido repiqueteo de la campana que pone fin a un combate, pero de nuevo en su asiento, los ojos cerrados junto a la ventana abierta, sintiendo la presión del aire sobre los pómulos, sobre los párpados, contra todas las cavidades de su rostro, volvió a pensar en cuchillos, y supo que solamente había perdido otro asalto. Aceptó entonces el ingreso de los mejillones de roca en la nómina de la nausea, y pensó que no dejaba de resultar divertido haber desenmascarado al último enemigo justamente aquel día, en aquel lugar, al borde del mar cuya ausencia había desencadenado el primer espejismo, el primer terror, la ciudad y el blanco que fueron antes que los filos ocultos, enemigos acechantes tras la imperceptible cortina transparente de lo cotidiano, inofensivos, amables incluso de uno en uno, triturar con los dientes el cuerpo aceitoso de una pipa de girasol, engullir sobre una barra el bocado de carne naranja apenas visible bajo la vinagreta multicolor, y extrañarse de su mansedumbre, inconcebible en la multitud de cuchillos que le miraban entre los largos pétalos amarillos, desde una piedra húmeda de agudos contornos.

Durante su adolescencia pensaría con mucha frecuencia en aquel fenómeno, su estrambótica fobia individual, e indagaría sin resultados entre sus conocidos. Más tarde, resignado a bregar en solitario con ella, llegó a asimilarla junto con todas esas otras cosas, abrir los ojos al despertarse, cerrarlos para dormirse, que de puro sabidas se ignoran.

Aquella mañana había elegido una camisa color azulina, eso lo recordaría siempre porque no llegaría a olvidar la ilusión que le hizo descubrirla por azar a la salida del trabajo, llevando puesta aquella chaqueta de lino claro recién estrenada cuyo precio lamentaba todavía en lo más profundo de su corazón, la víscera cobarde que traicionaba así, no del todo a su pesar, el propósito que él mismo se había marcado con firmeza un par de años antes, cuando, al cumplir los treinta y cinco, se prometió íntimamente hacerse un regalo excelente en cada aniversario de su nacimiento sin reparar en los gastos. Entonces, cuando se sentía progresivamente indignado consigo mismo por haberse elegido un regalo tan caro en relación con su utilidad, la vio tras un escaparate, ligera, casi transparente, con dos bolsillos sobre el pecho y botones pequeños, oscuros, casi invisibles. Entró en la tienda con decisión, se la probó, se plantó la chaqueta encima y se contempló a sí mismo con uniforme de falangista de gala. Era perfecta.

Había elegido la camisa azul y no estaba contento. De eso también se acordaría siempre. Apenas estrenadas, aquéllas se estaban revelando como las vacaciones más insulsas de su vida. No tenía ninguna gracia quedarse en Madrid justo cuando la ciudad había vuelto a llenarse de gente, autobuses de colegios, señoras con la bolsa de la compra, pleno octubre. Otros años, en agosto, había disfrutado mucho apoderándose de nuevo de la ciudad fantasma, escrutando las casas vacías, las calles vacías, los sobrios cierres metálicos que preservaban a nadie del aire, del calor de los días desiertos, como si la más negra epidemia se hubiera cernido sobre el asfixiante océano de tejados rojos y marrones que todo coronaba, castigándole por su seca impostura, minando poco a poco sus fuerzas, sorbiéndole lentamente el tuétano, entonces sí, pero ahora no sabía qué hacer.

Aquella mañana saldría a la calle, de todas formas. Por eso estaba frente al espejo, observando cómo el liviano tejido de su camisa azul comenzaba a saturarse, y los pequeños lunares de forma irregular que lo salpicaban al azar en un principio se integraban en grandes manchas de humedad simétricamente dispuestas sobre el conjunto. Sólo entonces cesó de agitar ante su rostro una botella de cristal oscuro casi vacía, adornada con una barroca etiqueta donde, entre dos retorcidas columnas doradas, se leía una marca comercial transcrita con una caligrafía muy relamida. Le puso el tapón, la dejó sobre la repisa y aspiró. Mientras valoraba su perfumada pestilencia, el nauseabundo aroma familiar que depararía la primera desagradable información acerca de su persona a cualquier indeseable interlocutor, pensó con nostalgia que cualquier día retirarían aquella loción del mercado, cada vez le costaba más trabajo encontrarla, y no iba a ser fácil sustituirla, hallar una máscara distinta, tan eficaz, tan duradera como aquélla que, a juzgar por los comentarios de su viuda, el abuelo había usado incluso para perfumarse los sobacos, bastándole a tal efecto una aplicación mensual. Soltó una carcajada solitaria al recordarlo, y se sintió mejor. Estudió su limitado arsenal de productos cosméticos y eligió un tubo de gomina cuyo brillante envoltorio de papel de colores, mal pegado con algunos puntos de cola al mortecino metal plateado, blando y flexible, que tanto le había intrigado por su fragilidad cuando era un niño, desmentía la antigüedad de la serigrafía, evocando en cambio un canon de belleza masculina tan antiguo que ya nadie sería capaz de recordar cuándo había perdido su vigencia. Y aunque él se ajustaba tan mal a aquel estilo como al reinante en su propio tiempo y, aún más, sospechaba, a cualquier otro modelo de belleza occidental, quizás universal, le gustaba engominarse el pelo a la antigua por sus desconcertantes efectos. Nunca había sido capaz de repetir exactamente el mismo peinado. Llenó el lavabo de agua y metió la cabeza dentro para empaparse el pelo hasta las raíces. Luego, mientras distribuía la gomina hábilmente, con dedos rápidos, por toda la superficie, desprendió de un cartón dos horquillas de mujer y, tras marcar primero la onda ideal sobre su flequillo, consiguió mantenerla a duras penas presionando con el peine que sujetaba con la mano izquierda, el tiempo justo para abrir las horquillas con los dientes y engancharlas en sentido inverso sobre los dos extremos del pegajoso mechón que amenazaba con desplomarse sin previo aviso sobre sus cejas. Se contempló un instante, y recordó las encías negras, desdentadas, de la amable vieja demente que le había enseñado aquel truco y vendido las dos horquillas muchos años antes, en un banco de la calle. Andando despacio, como si temiera desbaratar un artificio tan simple, se acercó a una repisa y rebuscó dentro de una caja hasta encontrar una tirita pequeña y delgada. Untó sus mejillas con talco y luego, doblándose hacia delante para que los polvos sobrantes cayeran al suelo sin rozar siquiera la empapada camisa, se acarició la cara con las yemas de los dedos como si pretendiera alisar su atormentada superficie, hasta que una pálida película blancuzca transfiguró su carne en una careta de porcelana vieja. Sólo entonces depositó con cuidado el diminuto vendaje sobre un pómulo en el que no se apreciaba herida alguna, apretando bien por los extremos. Desperdició unos minutos más en cerrar a presión el tubo de gomina y devolverlo, junto con la botella y el talco, a la repisa donde descansaban otros pocos objetos, cuidadosamente dispuestos para disimular su pobre número. Retocó su distribución sobre el cristal un par de veces, hasta obtener un zig-zag perfectamente simétrico. Luego regresó al espejo, estudió su flequillo una vez más, y se decidió a liberarlo de las horquillas accionando sigilosamente con las puntas de sus dedos. La onda se tuvo sola, coronando su rostro con una diadema patética, el artificial tormento de un mechón de cabellos rígidos. Sonrió. Se gustaba. Se embutió con cuidado la chaqueta de lino blanco y extrajo de su bolsillo superior unas gafas de sol de grueso plástico negro, tan oscuro que parecía opaco, con las patillas estriadas y muy anchas. Se las puso y entreabrió los labios en una mueca que, tras algunos titubeos, se estabilizó en lo que pretendía ser una expresión cruel. El espejo le devolvió la imagen de un hombre peligroso, inquietante, siniestro más que feo. Sonrió de nuevo, para sus adentros. Sabía que aquélla era su única posibilidad.

En el umbral de la puerta se detuvo para mirarla un instante, y ella le devolvió la mirada desde sus ojos entornados, las pestañas burdamente retocadas con un lápiz graso, su cansada expresión de lascivia sostenida.

—Estás vieja…

El tiempo la ha vuelto amarilla, pensó, esforzándose por recordar el tono preciso de la piel dorada que una vez le asaltara en plena calle desde esos brazos redondos que abrazaban el tronco de un naranjo con un desmañado gesto lánguido, irresistible en aquella carne dura y prieta, excesiva y sana. Los tules que la cubrían, furiosamente enrollados sobre su vientre, relajados hasta la transparencia sobre el resto de su cuerpo, eran entonces de un blanco azulado, resplandecientes como las vestiduras de una ninfa, un lisonjero insulto para quien había nacido mujer, y una mujer destruida. Estaba más guapa así, envuelta en pliegues grises de polvo, sucia y consumida por la luz, pero su piel se había vuelto amarilla y sus piernas, eternamente entreabiertas para nadie, habían perdido ya el lustre de antaño.

—Debería haberte enmarcado. Te habrías estropeado mucho menos.

Se acercó a ella y tocó sus pies rebeldes, clara carne de castaña cruda que no había envejecido, que no envejecería mientras el perchero de madera siguiera en el mismo sitio para cubrirla con su sombra cada tarde, cuando un sol agonizante marchitara tan deprisa el aire de aquella habitación, y se arrepintió una vez más de no haberla robado.

Lo intentó, presintió que debería robarla, arrancarla de la pared y salir corriendo, le gustaba tanto, una mujer así no es para que te la regale nadie, hay que robarla y él lo sabía, pero su actuación había sido tan torpe que cuando por fin se atrevió a acercarse a ella todos en la tienda estaban ya pendientes de sus movimientos, divirtiéndose discretamente a su costa, el muchacho hechizado, fulminado de amor en medio de la acera.

—Y tú… ¿qué quieres, hijo?

El frutero le miraba con ojos risueños, una sonrisa cómplice en los labios, el cuerpo seco, menudo, inclinado hacia delante, un mandilón verde en torno a la cintura. Él, que de espaldas al mostrador, protegiendo la uña criminal con todo su cuerpo, había empezado a rascar disimuladamente los bordes de la tira de papel celo que la mantenía fija en la pared, se volvió con la angustia pintada en la cara, las mejillas ardiendo de vergüenza, y se quedó callado, sin saber qué decir.

—¿Qué te pongo?

Rebuscó en sus bolsillos y repasó mentalmente la cantidad que sumaban las pocas monedas que pudo palpar. Cuando intentó abrir la boca, sintió que sus labios estaban soldados, que nunca más podría volver a hablar. Después, disipado en un instante el pánico, dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—¿Tiene cerezas?

—¿En marzo…? No, hijo, en marzo no hay cerezas…

—Ya… Y ¿de éstas? ¿Tiene alguna más…?

—¿Naranjas? Claro, si está la tienda llena… ¿no las ves? ¿Cuántas quieres?

—No, yo…, quiero decir…, ésta…

—No te entiendo.

Señaló vagamente las flores de azahar prendidas en el pelo de aquella turbia virgen profana. Al advertir la sonrisa que se dibujaba en los labios de su interlocutor, desplazó rápidamente el dedo índice hacia la maciza silueta del Miguelete que cerraba la composición por la derecha, pero ya era tarde.

—¡Ah, o sea, que lo que quieres es una tía como ésta, nos ha jodido, y yo también…! Pues no, hijo, y te juro que lo siento, no vendo mujeres, ya me gustaría, ya, pero la única que tengo es esa ballena vestida de negro que está ahí, en la caja. Si te gusta, te la puedes llevar gratis, y todavía te daré una propina… No te lo recomiendo, pero seguro que a ella no le importa, ¿verdad, Consuelo? ¿Quieres irte con el chaval…?

Una carcajada franca y sana, la respuesta de la frutera, destacó sobre un coro de risas más comedidas. Él se había dado cuenta de que todo aquello no era más que una broma sin mala intención, pero hubiera preferido un chillido, una respuesta agria y desagradable, hasta un empujón que le hubiera echado de la tienda. Se sintió muy mal, muy pequeño, e incapaz de mantener la mirada erguida por más tiempo, se concentró en aplastar con la puntera del zapato una hoja de lechuga amarillenta y lacia, hasta que consiguió imprimir su silueta en las oscuras baldosas del suelo. Estaba a punto de salir corriendo cuando advirtió una leve presión en su hombro. Cuando levantó los ojos descubrió allí la mano del frutero.

—Venga hombre, no te enfades conmigo, si sólo te estaba tomando un poco el pelo… Lo que te gusta es el cartel, ¿no?

Él asintió con la cabeza, sin atreverse a decir nada todavía. Entonces, la expresión del rostro de su interlocutor cambió ligeramente y, cuando volvió a hablarle, su voz había perdido el tinte risueño del principio en favor de una entonación deliberadamente neutra.

—Dime una cosa… ¿A que tu madre se llama Paloma?

—Mi madre murió cuando yo era pequeño, pero sí, se llamaba Paloma —confirmó él, desconcertado por el carácter que había adquirido su conversación con alguien a quien no recordaba haber conocido nunca.

—Claro, claro… perdóname —le dijo entonces, repentinamente nervioso, rehuyendo su mirada—. Tengo ésa manía, hablar de las personas muertas como si estuvieran vivas, lo siento.

—No importa, pero… ¿cómo sabe usted el nombre de mi madre?

—Porque era clienta mía, hace muchos años. A veces venía contigo, por eso sé quien eres. ¿Cuántos años tienes ahora?

—Catorce… Casi quince.

—Vaya, ya estás hecho un hombre… —murmuró, mientras despegaba a la mujer impresa de la pared azulejada con un par de gestos precisos—. Toma, llévatela.

Él no se atrevió a alargar el brazo, respondiendo con una mirada incrédula a la sonrisa con la que el frutero le tendía ahora un delgado rollo de papel.

—¡Cógela, chaval, no seas imbécil!

Así que no la había robado, se la habían regalado, una mujer como ésa, y él ni siquiera había dado las gracias, porque apenas la rozó con la punta de los dedos, tiró de ella hacia sí y salió corriendo, deprisa, estrujándola entre las manos, para alejarse lo antes posible de aquel lugar donde habían conocido a su madre, donde recordaban su nombre y le habían visto a él, hecho casi un hombre, comportarse como un estúpido, un niño pequeño, caprichoso y malcriado. Mientras la tuvo así, enrollada por el desierto dorso de papel blanco, la maldijo para maldecirse a sí mismo por su ingenuidad, el signo de una edad con la que no se puede combatir, y decidió entrar en casa por la puerta de la cocina para tirarla a la basura sin más, pero en el portal fresco y oscuro estiró despacio de una esquina para liberar sus pies desnudos, y aunque no quiso ceder al deseo de volver a verla entera todavía, comprendió que cualquier bochorno habría merecido la pena, porque le gustaba tanto, tanto…

Entró finalmente por la puerta principal y cruzó el pasillo a la carrera, sin detenerse siquiera a la altura de la puerta de la cocina para advertir a su abuela entre chillidos que no tenía hambre y que aquella tarde no pensaba merendar. Ya en su cuarto, sin tomarse el trabajo de cerrar la puerta para evitar cualquier pérdida de tiempo, recorrió ávidamente las paredes con los ojos en busca del lugar de honor, un emplazamiento digno de su belleza, y sin dolor alguno decidió prescindir del póster de la selección nacional, pero cuando apenas había comenzado a embutir la segunda chincheta en el muro con la yema del dedo pulgar, escuchó el eco de una carcajada que le llevó a considerar las ventajas de los tesoros clandestinos. Se volvió para encontrar a Belén, su hermana pequeña, que se retorcía de risa en medio del pasillo mientras le señalaba con el dedo índice. Silvia, la mayor, llegó enseguida y se sumó con cierto estrépito a la diversión. Él adivinó lo que ambas estaban pensando, los adjetivos que latían bajo sus templados insultos, las palabras que habrían pronunciado si se hubieran atrevido a ir más allá de los calificativos previsibles, hortera, macarra y paleto, aburridas jaculatorias de una larga letanía, y encajó con elegancia sus burlas porque no podía explicarles la verdad, que esta vez no se trataba de eso, que se había enamorado de un papel. Su padre, por supuesto, tampoco lo entendería, así que, cuando le vio reunirse con las niñas, desprendió sin más a la mujer impresa de la pared y devolvió a los futbolistas a su lugar original mientras escuchaba sus templados reproches, parece mentira, Benito, con lo mayor que eres ya, que no te des cuenta de que eso lo pueden ver tus hermanas.

Aquella noche no se quedó en el salón a ver la televisión con los demás. Apenas engulló el último pedazo del plátano que había elegido como postre para acabar antes, se levantó de la mesa sin pedir permiso y volvió a su cuarto, cuidándose esta vez de trabar el pestillo hasta el tope. Desplegó el cartel encima de la cama y la miró mucho tiempo, tratando de seguir la tácita sugerencia en la que toda su familia se había mostrado de acuerdo, pero no pudo animarla, dotarla de relieve, ni de movimiento, imaginar su tacto, su olor, fruncir sus labios, doblar sus piernas, incorporarla hacia sí desde la nada donde residía, no pudo, porque no era eso, nunca había sido eso, con ella era distinto. Al final la clavó en el fondo del armario, justo en el centro del panel de madera, y para preservar su belleza de cualquier otra agresión, amontonó las perchas llenas de ropa sobre aquel cuerpo casi desnudo que nadie volvería a ver jamás excepto él mismo. Luego cerró el armario, y se tiró en la cama, y miró el reloj, y descubrió que era muy temprano todavía para dormir, las once y cinco. Se durmió enseguida.

Ahora, acariciando por fin con toda la mano esa piel resquebrajada y mate que el tiempo había vuelto amarilla, calculó que llevaba veintitrés años con ella, la edad de un hombre adulto.

—Si hubiéramos tenido un hijo, ya se habría ido de casa… ¿Qué pena, eh?

Ella, sorda, muda y ciega, quizás perfecta, la mujer impresa, era lo único que había sido capaz de retener a su lado durante todos esos años. Y todavía le gustaba. Decidió que jamás la quitaría de la pared, que la dejaría pudrirse allí, un día tras otro, sometida a la luz y al polvo, hasta el momento de su propia muerte. Entonces advirtió que el aroma de la loción ya no era capaz de marearle y se asustó al tocar la camisa azul, completamente seca. Miró el reloj. A pesar de todo, nunca se había atrevido a llegar tarde.

—Lo siento, me tengo que ir.

Confiando en que su ligera debilidad sentimental no hubiera echado a perder su cita, ni la dilatada sesión de maquillaje a la que se había obligado aquella mañana, cerró la puerta de golpe, bajó corriendo las escaleras, y atravesó el portal.

Se apoyó en la fachada y notó la piedra caliente contra su espalda. El sol es tan confortable, pensó, mientras cerraba los ojos y se abandonaba a los invisibles brazos del calor armonioso y matizado, casi artificial, humano, de la mañana de octubre. Presintió que una vez más había sido puntual para nada. Tenía ya muy pocas esperanzas de volver a verla, pero decidió esperarla todavía, sólo unos minutos más, para conceder cierto margen de confianza a su despreciable suerte.

No apareció. Tal vez su madre se había negado a pagarle el bachillerato, y ahora estudiaba informática, taquimecanografía, o idiomas, en alguna de esas destartaladas y malolientes academias de la Puerta del Sol. Tal vez, infiel a su palabra, la había matriculado en un instituto. O estaba simplemente en su casa, a unos pocos metros de él, sentada en el chiscón de la portería, viendo en la tele un patético, dramático, trágico, lascivo, incestuoso, tonto serial americano. Sintió la tentación de ir a comprobarlo, estaba tan cerca, pero se arrepintió antes de haber movido un solo músculo, porque no sabría qué hacer, qué decir, dónde esconderse si efectivamente la encontraba allí. Nada más lamentable que la deliberada resurrección de un error, y aquél que había cometido la primera vez era ya irreparable.

—Es mejor no conocerlos —solía repetir Teresa tantos años antes, en el bar de la facultad, mientras removía con una cuchara parsimoniosa su taza de manzanilla con anís—, es mejor no conocerlos, o quedarse solamente con los muertos, en serio, hacedme caso, porque, si no, te llevas cada palo…

Tenía razón, pobre Teresa, que no podía evitar enamorarse sin pausa, su pintoresca colección de mitos vivos, escritores y directores de cine sobre todo, genios soberbios, alcohólicos públicos, hombres privados, solos, les amaba y su amor era sincero, se habría entregado a cualquiera de ellos para siempre, sin condiciones, si tan sólo hubieran inclinado levemente la cabeza en su presencia, pero a pesar de la tenacidad de sus febriles persecuciones, de las decenas de cartas escritas y enviadas una y otra vez a las hipotéticas direcciones desde las que jamás recibía respuesta alguna, de los centenares de horas transcurridas al acecho en los tresillos de los vestíbulos de casi todos los hoteles de Madrid, de los litros de café ingeridos poco a poco, taza a taza, en las mesas mejor situadas de los cafés de moda, de las presentaciones forzadas y el pretendido ingenio de los saludos que tan exhaustivamente elaboraba y ensayaba cada noche ante el espejo, no consiguió que ninguno asintiera, nunca.

—Cuando estés acatarrado y no tengas un pañuelo a mano, llámame.

Nunca olvidaría esas palabras, la envidia que le corrió por la espalda como un tajo cruel que hiciera manar la sangre, la llama que se inflamó entre sus comunes vísceras de muchacho feo y mal enamorado al escucharlas, cuando estés acatarrado y no tengas un pañuelo a mano, llámame, una fórmula de potencia infinita, demasiado cursi en realidad pero esencialmente milagrosa, Teresa, de pie, con las mejillas encendidas, le tendía un papel blanco doblado en cuatro, su dirección y su teléfono, a aquel pálido imbécil que se había ido a París a hacer carrera, como si uno no pudiera escribir en Ferrol, o en Venta de Baños, o en Almuñécar, donde coño hubiera nacido aquel imbécil que la miraba con ojos de vaca delante del portal de su casa, sin darse cuenta de que estaba pisando las losas sobre las que ella había dormido aquella noche de helada, y la noche anterior, y la otra, debería haber gritado, habérselo escupido a la cara, ella ha dormido tres noches aquí, en la calle, sólo porque estaba esperándote, esperando para ver tu cara de imbécil, y si no hubiese estado completamente seguro de que ella jamás se lo habría perdonado, se hubiera plantado delante de él para partirle en cachitos su estúpida boca hueca de intelectual de peso en el exilio.

—No sé de qué me está usted hablando.

Pronunció estas palabras con un extraño deje, un acento impreciso, a medio camino entre el francés y el porteño, y luego se dio media vuelta y se fue, sin más.

—Total, que al final sólo te queda Proust, y encima de estar muerto, era marica…

Teresa se confesaba, cada vez un poco más borracha, siempre a su costa, y él, que nunca se había imaginado lo caro que es emborracharse en París, le pagaba las copas y la miraba, satisfecho de servirle de paño de lágrimas, y eso que ella ni siquiera le había llamado, estaba seguro de que jamás se le hubiera ocurrido llamarle, pero él tenía bastante con eso, haberla seguido, echando a perder su propio viaje, el dichoso Paso del Ecuador, jornadas agotadoras apostado en la misma esquina, noches a la intemperie, le dolían ya los ojos de mirarla cuando la escarcha comenzaba a calar sobre su piel, detrás de las orejas, y muerto de frío convocaba al Diablo susurrando deprisa, como si rezara, llévate mi alma, en alguna parte la debo tener, será tuya para toda la eternidad pero dámela, dámela ahora mismo porque ya no puedo más, aunque al final nunca podía evitar regocijarse de que no hubiera aparecido, le daba tanto miedo el Infierno, desde pequeño, y luego, a las cuatro, a las cinco de la mañana, regresaba al hotel tras ella, con la cabeza alta, erguida, porque no había hecho nada de lo que avergonzarse, sólo quererla, y llegaba a compadecerla incluso, a sentir como propias sus decepciones, sus derrotas, porque él no aspiraba a nada más, ni siquiera a tenerla en realidad, no todavía, mientras le bastara con seguirla y mirarla, aprenderla para recrearla después, a su medida, cuando se quedara solo. Por eso, porque la quería, salió de su escondite, se hizo el encontradizo, hola, ¿qué haces aquí?, ¿no has ido al Museo del Hombre con los demás?, no, no me apetecía, prefiero callejear, ¿y tú?, yo también, y se esforzó por parecer entera aunque tenía los ojos llenos de lágrimas, yo sostengo la tesis de que en las calles es donde verdaderamente reside el espíritu de las ciudades, ¿no te parece?, y él asintió, profundamente conmovido por el extemporáneo alarde de elocuencia con el que su ingenua amada parecía intentar restablecer su dignidad para sí misma, es muy duro lanzarse al suelo como felpudo y que no quiera pisarte nadie, pensó, y no preguntó nada más, ella le cogió del brazo y lloró un poco, no mucho, bebieron juntos, ella le contó que la habían seducido los libros de aquel imbécil, él no le contó que estaba enamorado de ella, había fotos de Hemingway en las paredes del último bar, se dejó llevar hasta allí y allí se gastó hasta su último franco, ya sólo le quedaban pesetas, y a pesar de todo se empeñó en cambiarlas en la recepción del hotel, pese a sus protestas, no iba a consentir que ella le invitara, no iba a renunciar al placer de pagar aunque le robaran tan manifiestamente en el cambio, y se tomaron la última en un bar desierto, mientras un joven camarero magrebí apilaba las sillas sobre las mesas para barrer el suelo y le sonreía desde lejos, sus dientes resplandecientes bajo el espeso mostacho oscuro, él le sostuvo la mirada un par de veces mientras pensaba, huy, si yo te contara, macho, con ésta no tengo nada que hacer, pero sucumbió a la tentación de curvar también levemente sus labios, y experimentó un placer objetivo en la idea de que un hombre mucho más hermoso que él le estaba envidiando la posesión de una mujer que nunca tendría.

Cuando por fin se deslizó entre las sábanas, solo y completamente arruinado, no llegó a lamentar seriamente su falta de audacia, porque es mejor no intentarlo, como decía Teresa, le hubiera gustado besarla al menos, pero no se atrevió y estaba bien, la abuela le montaría una horrible escena a su regreso, ya no le quedaba dinero para comprar nada, ni siquiera una de esas horribles reproducciones en plástico de Nôtre-Dame, iba a tener que pedir prestado para volver a casa en autobús desde el aeropuerto y luego soportar los lamentos, los sollozos, me mato a trabajar todo el día en esta casa, a mi edad, y es así cómo me lo pagas, sin traerme nada, ni un detallito siquiera, ¿y qué?, el dinero era suyo, al demonio con la abuela si él había preferido comprar el derecho a seguir esperando.

En aquella época, ya no era capaz de recordar con precisión pero andaría por los veinte años más o menos, todavía lo tenía claro, es mejor no conocerlos, no querer saber nada de ellos, de esos seres que dejan de ser reales cuando comienzan a ser soñados por otros seres más grises, como él mismo, como la pobre Teresa, que incumplía sistemáticamente la norma que ella sola había establecido para estrellarse una vez, y otra, y otra más, siempre la penúltima vez, con la miseria del héroe, un pérfido espejo cóncavo, trucado, que la engullía en un torbellino indoloro para devolvérsela a sí misma después como una enana gorda y paticorta que contemplara su propia imagen con dolor y la forzosa necesidad de aceptarla.

Es mejor no conocerlos, por eso él había seguido a distancia la evolución, casi se podría decir el crecimiento, de la hija pequeña de la portera del número 9, desde aquella tarde de verano en que la vio jugando a la goma, su rostro, los pelos que escapaban de la trenza batiendo suavemente sus sienes, su frente empapada de sudor, las mejillas enrojecidas por el esfuerzo, asomándose y desapareciendo rítmicamente por encima del periódico que él sostenía con unas manos cada vez más relajadas, que acabaron por renunciar a cualquier presión, abandonándolo sobre sus rodillas para descubrirla entera, una camisa blanca, arremangada y húmeda, sobre una falda escocesa mal cortada que denotaba claramente su condición de colegiala, pero ¿no ha acabado el curso ya?, se preguntó a sí mismo, abrumado por su imprevista desazón, no, no debía de haber acabado, porque un montón de libros y carpetas forrados con fotos de cantantes e imágenes de lujo y lujuria, el último argumento iconográfico del discurso publicitario de las cosas inútiles, permanecían arrumbados encima de la acera, les echó una ojeada distraída mientras la pequeña amazona terminaba satisfactoriamente su enrevesado ejercicio y suspiraba, apartándose el pelo de la frente, antes de acometerlo de nuevo, penetrando con una patada casi furiosa en el diminuto recinto delimitado por la goma negra que se sustentaba esta vez en el dorso de las pantorrillas de dos de sus compañeras, un par de niñas corrientes.

Calculó el vuelo de su falda y determinó que era inútil esperar gran cosa todavía, debería superar la barrera de las rodillas como mínimo, las criaturas que hacían de postes no eran muy altas. Llegó hasta sus oídos un débil rumor, no llegó a entender bien, algo de aceitunas. El caso es que, pese a la notable longitud de sus piernas, no parece excesivamente ágil, se dijo con desánimo, resopla demasiado, seguro que se cansa antes de tiempo. Creyó oír nuevamente algo, siempre aceitunas. Su tobillo se enredó por un instante en el inconcebible amasijo elástico amenazando con desequilibrarla, tal vez se caiga al suelo, pensó, y concluyó que eso no estaría mal, avergonzándose inmediatamente un poco, sólo un poco, de este pensamiento, mientras ella obraba el prodigio de escapar indemne del laberinto, liberándose con un enérgico salto de la telaraña negra. Entonces su espalda recibió un empujón que proyectó todo su cuerpo hacia delante.

—¡Que qué te pongo de tapa, joder!

Se volvió lentamente, desconcertado por el carácter de la interjección que había rematado aquella frase, los labios de Polibio muy raramente pronunciaban tacos en su presencia, ni en la presencia de nadie, solía reprochárselo a menudo, ¿por qué eres tan pedante, Poli?, él contestaba siempre lo mismo, no me llames Poli, te lo ruego, sabes que me desagrada extraordinariamente ese diminutivo, y, por lo demás, no soy pedante, me limito a hablar con corrección.

—Ponme lo que te dé la gana… —contestó, al descubrirle de pie, a su lado, sosteniendo en una mano dos vasos de vermú medio vacíos, cuyo contenido debía de haber derramado al golpearle, y en la otra una bandejita con aceitunas.

—Muy bien —aprobó, depositando comida y bebida sobre la mesa antes de levantar con cuidado los faldones de su roído mandilón blanco, una especie de sábana sucia que cubría su cuerpo casi por completo, desde la clavícula hasta los tobillos, para sentarse a su lado—. Entonces aceitunas. La verdad es que te lo agradezco, porque temo haberme excedido en el último pedido y necesito darles salida con cierta urgencia. Ya sé que no te gustan, pero no te preocupes, yo las consumiré gustosamente por ti…

Sonrió sin darse cuenta mientras le contemplaba, su deshilachada barba gris moviéndose lentamente al compás de sus mandíbulas, la digna expresión de fruición contenida que un guerrero espartano adoptaría para consumir su única ración diaria, y se sorprendió de haber podido llegar a quererle tanto.

Le había conocido poco tiempo atrás, una tarde parecida a aquélla, solía darse una vuelta por la plaza cuando empezaba a anochecer, hacía siempre el mismo recorrido, así que se fijó inmediatamente en la apertura de un nuevo bar, Lo Inexorable, con dos mayúsculas. No se sintió especialmente atraído por el nombre, era difícil pecar de original a estas alturas, pero tenía la costumbre de estrenarlos todos, así que entró y se encontró solo en un local bastante grande y mal alumbrado, tanto que tuvo que acodarse sobre la barra para descifrar la leyenda caligrafiada que, a modo de divisa, colgaba sobre una hilera de flamantes botellas nuevas: «No hay otros mundos en ninguna parte. Éste, sin ir más lejos, es sólo una ilusión de los sentidos». Al lado había una gran foto de Vanessa Redgrave desnuda, en un marco de madera policromada que él relacionó instantáneamente con los ornamentos de iglesia. Mientras la miraba, Polibio le habló sin presentarse.

—Está ahí para demostrar que el talento, y aún más, la ideología, no están reñidos con la belleza física.

—Eso no es un gran consuelo para mí —contestó él, admirando de reojo el extravagante aliño de su interlocutor.

—Sí, ciertamente no es usted muy agraciado… —se llevó la mano a la barba, y la amasó durante unos segundos—. Por si le sirve de algo, le confesaré que tampoco a mí tal axioma me atañe en mucho, dado que solamente me relaciono con mujeres públicas, que, si bien no están siempre privadas de determinados talentos, carecen por lo general de cualquier formación ideológica y, lo que en definitiva resulta mucho peor, también, a menudo, de belleza física —y le tendió la mano—. Me llamo Polibio.

—Yo, Benito —confesó él, mientras la estrechaba.

—Deberemos convenir entonces en que las desgracias nunca vienen solas…

Le invitó a la primera copa y le informó con detalle del complicado proceso de instalación del local, pero en casi media hora no entró nadie en aquel espacio enorme, desolado, y el mortecino rumor de la voz de su propietario, que resonaba en un tono casi apagado pese a la completa ausencia de otros oyentes indeseables, llegó a provocarle la desazonadora sensación de estar molestando, en lugar de beneficiándole con sus consumiciones. Maquinaba cualquier fórmula elegante de despedida cuando se fijó en otra foto, un marco pequeño que reposaba tras la barra, apoyado en un estante, junto a un cubo de hielo. Una mujer también desnuda, pero no bella como la Redgrave, aparecía de perfil dentro de una gran copa de coñac, cubriéndose el pecho con los brazos cruzados, las manos estiradas y los dedos juntos en un torpe gesto de bailarina tailandesa, mientras que sus piernas dobladas en cuclillas ocultaban completamente su sexo. Llevaba una fina pulsera dorada en un tobillo y una especie de banda fabricada con dos cintas de colores entrecruzadas ceñía su frente, llamando la atención sobre su rostro tanto al menos como la excesiva sonrisa que deformaba su boca levemente caballuna. La reconoció al instante, aunque le costó trabajo creer que hubiera envejecido tanto en tan poco tiempo, apenas debería haber cumplido los treinta años.

—¿La conoce? —preguntó Polibio con una sonrisa ambigua desde el otro lado de la barra.

—Pues… no sé.

—Es mi novia.

—Entonces, desde luego, no la conozco —desmintió apresuradamente, con un gesto de disculpa—. Es que se parece mucho a mi hermana pequeña.

Su interlocutor soltó una franca carcajada, y se acodó en la barra para mirarle de frente, mientras seguía hablando con tranquilidad.

—Sí la conoce, por supuesto que sí, y le aseguro que no me molesta en lo más mínimo saberlo. Ella lleva en la calle muchos años. Es una chica lista, agradable, con sentido del humor, y trabaja por su cuenta. ¿Por qué no iba a conocerla? Tal vez hasta se tropezara con ella antes que yo. Sólo me relaciono con mujeres públicas, ya se lo he dicho. La inmensa mayoría de las restantes criaturas no me interesan en absoluto, así que éste es un gaje del oficio, y ni siquiera de los más desagradables —marcó una breve pausa para señalar una profunda cicatriz que atravesaba de punta a punta su ceja derecha—, más bien me induce a la solidaridad, créame…

Aquel extravagante discurso bastó para confirmarle que aquel individuo le gustaba, y para animarle a hablar, a contarle más o menos la verdad, que sin embargo fue desgranando lentamente, recelando siempre, al acecho de cualquier imprevisto estallido de furia.

—La recogí una tarde, en una bocacalle de Capitán Haya, hace unos años… Yo pasaba por allí por casualidad, quiero decir que no iba buscando tías, y ella me paró en medio de la acera para preguntarme si tenía coche, o algo así… Era una hora muy rara para que te abordara una puta, bueno, quiero decir…, pues eso, no sé, serían las cinco o las seis de la tarde, no me acuerdo exactamente, pero desde luego me sorprendió mucho la hora, y su aspecto también, parecía una chica corriente, tardé bastante tiempo en colocarla, en darme cuenta de lo que pretendía, por eso empecé a hablar con ella…

—¿Y se pusieron de acuerdo?

—Pues sí…

—Y ¿qué más?

—¿Qué más qué?

—¿Qué más iba a decir antes? Se le ha quedado algo colgando en la punta de la lengua.

—No, le aseguro que no…

—¡Cuéntemelo, se lo ruego! No me molesta en absoluto, en serio, antes bien me interesa, me gusta reconstruir la historia de la gente que me gusta.

—Pues…, lo que iba a decir es que sí, que nos pusimos de acuerdo porque ella era muy barata…

—¡Oh, lo ve usted! Ésa es una hermosa virtud, no un defecto.

—¿Cómo puede ser tan cínico? —preguntó a bocajarro, sin pensar en las palabras que pronunciaba, experimentando como una aguda provocación la amplia sonrisa sin sombras desde la que Polibio le contemplaba.

—No es cinismo, créame, no es eso… Verá, yo no soy joven, no soy guapo, ni específicamente potente, es decir, no le doy nada de lo que le gusta, pero puedo hablar, he aprendido a hablar con ella. Lo que usted llama cinismo no es más que la primera lección, la primera etapa de un largo y doloroso proceso de adiestramiento. Al principio yo tampoco lo concebía, pero ellas, todas las que he conocido en mi vida, me han enseñado lo mismo. La verdadera conquista es el impudor de las palabras, el lenguaje es el último campo de batalla, parece una mentira pedante pero es verdad, ellas lo sienten así. Parar a un desconocido por la calle, subírselo a un hotel, tumbarse encima de una cama y recibirlo sin saber cómo se llama es duro, sin duda, pero también es fácil. Lo difícil es expresarlo y seguir sintiendo hacia una misma el amor suficiente para levantarse de la cama al día siguiente, vivir quince o dieciséis horas recorriendo las calles, y acostarse por la noche sin haberse metido un pico en cualquier esquina. Y eso no se consigue hasta que se aprende a hablar. Yo he aprendido a hablar con ellas, eso es todo, el precio forma parte de su trabajo, como otras cosas.

—Ya… Perdóneme, no me gustaría haberle ofendido.

—No se preocupe. Verdaderamente me gusta pensar que soy un cínico, no quizás en este terreno, pero en fin, es un calificativo que no me molesta.

—Lo que pasa es que, cuando yo la conocí, fue sólo una tarde, pero me contó que tenía novio y que pensaba casarse… Daba la sensación, no sé, de que no estaría toda la vida en esto. Ni siquiera follaba con sus clientes, eso lo dejaba muy claro.

—Ya. Pues las cosas han cambiado bastante… ¿Por qué no se queda un rato más? Ella debe estar a punto de llegar y podemos ir cenar algo por ahí. A la vista de la concurrencia, he decidido dejar de considerar la noche de hoy como la fecha de apertura oficial del local, me traería mala suerte, así que lo podemos considerar una especie de preestreno para íntimos e irnos a celebrarlo. ¿Qué le parece?

—Pues no sé…

—Mire, ahí está —Benito miró a través de las puertas del local, abiertas de par en par, y no vio nada—. Quiero decir que ése que ha pasado es su coche. No tardará mucho en asomar por aquí. ¿Quiere otra copa mientras tanto?

Asintió sin hablar, pero, cuando ya había vaciado la mitad del contenido del vaso, reparó en que, decidido a quedarse, le hacía falta averiguar un detalle fundamental, y preguntó con cierta angustia.

—¿Cómo se llama?

—¿Quién?

—Su novia. Nunca le pregunté su nombre.

—¡Ah! Pues se llama Francisca, que no es un nombre feo, aunque ciertamente suene mejor en francés, o en italiano, y en su casa la han llamado siempre Paquita, pero ella se empeña en decir que se llama Samanza, tal y como suena, o sea, con zeta. Me he mostrado siempre muy intransigente en ese punto, y sigo intentando persuadirla por todos los medios posibles de que renuncie a ese disparatado anglicismo, pero no hay manera. Usted debería llamarla Samanza, de todas formas. La hará feliz.

—De acuerdo.

Pero no la llamó de ninguna manera, porque ella, que seguía siendo una mujer de calidad indefinible, ni alta ni baja, ni fea ni guapa, ni gorda ni delgada, atravesó el local, y besó a su novio y, al estrechar su mano, respondió a su saludo frunciendo las cejas como un evidente signo de perplejidad.

—¿Nos conocemos?

Benito se quedó parado, sin saber qué decir. Polibio intervino a su favor.

—Creo que sí. Ha reconocido tu cara en la foto.

—¡Ah, claro! Pues entonces nos conoceremos, aunque no recuerdo…

—Tal vez sea un error mío —intervino Benito, sin querer registrar el breve acceso de risa de Polibio.

—No, vete a saber, igual nos hemos visto en una fiesta, o en un lugar donde hubiera mucha gente. Tengo muy mala memoria para las caras.

—Yo también —admitió entonces, convencido ya de que ella no le recordaba porque no era lógico que lo hiciera.

Se adelantaron unos pasos hacia la puerta mientras Polibio ponía las cosas en orden. Al llegar al umbral, como si sintiera que el rumor del tráfico la protegía, ella le pegó un codazo y se le quedó mirando con una sonrisa.

—¿Qué tal te van las cosas, chaval?

Él le devolvió una mirada atónita.

—¡Ah! Pero ¿es que te acuerdas de mí?

—Hombre, claro que me acuerdo. No es por nada, pero he tenido pocos fracasos tan sonados como el tuyo.

Ya…

—Pero no te me pongas rojo, tío, si no pasa nada…

—No, si no me pongo rojo. Y a ti, ¿cómo te va?

—Pues ya ves, no muy bien que se diga. Por lo menos tengo a Poli… En fin, vamos tirando.

—¿Y aquel novio que tenías? ¿Lo dejaste?

—¿Yo? ¡Menudo pedazo de cabrón, como para dejarle era el tío! No, hijo, no. Hice algo muchísimo peor. ¿Te acuerdas de aquel cura obrero del que te hablé?

—¿El que le regaló el Guernica a tu padre?

—Justo. Pues me lié con él, aquí donde me ves, no tuve una idea mejor que liarme con él, maldita sea su estampa… Pero claro, como me miraba de aquella manera, que parecía que detrás de los ojos se le iba todo lo demás, y me seguía por el pasillo de casa para apretarme contra la pared mientras me decía esas cosas que me ponían la carne de gallina… Pero los pelos de punta me ponía el tío, te lo juro, que seguro que copiaba aquellas frases de algún libro, porque a veces eran versos y todo, total, pues qué quieres, me tenía el día entero como una moto, y claro, al final me lié con él y se fue todo al carajo, porque empujar, lo que se dice empujar, él empujaba como el que más, pero luego le venía la crisis…

—¿La crisis…? ¿Religiosa, quieres decir?

—¡Ay, hijo, ya ni lo sé, de qué sería la crisis ésa! El caso es que decía que un cristiano sincero como él no podía admitir que una chica como yo hiciera una vida como la que yo hacía. Y yo le decía, pues muy bien, cásate conmigo y ya está, pero entonces se arrugaba ¿sabes?, y decía que ésa no era solución, porque yo era una víctima más de la explotación capitalista, y que ésa era la verdadera raíz del problema, y así andábamos, del cristianismo auténtico al capitalismo salvaje, todos los santos días igual, pero predicándome en la cama, que era lo que a él le gustaba…

—Desde luego, es para matarlo…

—Para matarlo, sí, que eso es lo que debería haber hecho, porque para casarse conmigo no, pero para joderme la vida sí que tuvo cojones, para ir a hablar con mi padre, y para largarlo todo, que me tuve que abrir de casa con lo puesto… Me escribió una carta. Su conciencia no le permitía seguir callando, los remordimientos no le dejaban dormir, por lo visto. ¿Qué te parece? Bonito, ¿eh?

—Muy bonito.

—En fin, que ya los habrá que estén peor que nosotros…

Él se quedó callado, sin saber qué decir, esperando que las lágrimas que asomaban de vez en cuando a sus ojos no llegaran a derramarse nunca, y sintiendo que debería darle algo a cambio de la acidez de sus palabras.

—Cuando te fuiste, descolgué el Guernica de la pared y lo tiré a la basura —dijo finalmente. Ella le volvió a mirar, riendo.

—¡Vaya, pues ya iba siendo hora!

Entonces pudieron escuchar un brusco estrépito de ecos metálicos. Polibio estaba echando el cierre del bar. Cuando se unió a ellos, Paquita se colgó de su brazo y comentó que Benito y ella ya se habían acordado de cuándo y cómo se conocieron, proponiendo a continuación un restaurante chino. Polibio protestó un poco, pero finalmente aceptó. Cenaron bastante bien y se rieron mucho. Benito se acostumbró a frecuentar Lo Inexorable, que durante largas temporadas llegaría a ser el escenario invariable de todas sus noches.

—¿Sabes una cosa, tío? —le confesaría a Polibio una vez, cuando la confianza entre ellos, apenas nacida, era todavía un objeto frágil—. En el fondo me jode profundamente haberme hecho amigo tuyo. Lo del sabio metido a dueño de bar está ya muy visto, no sé, tengo la sensación de que mi vida se está convirtiendo en una novela, y no me gusta…

Polibio, que movía con desgana infinita una bayeta sucia sobre el sucio mostrador de mármol, aprovechó su intervención para interrumpir cualquier actividad y, con el trapo al hombro, se le quedó mirando.

—Eso lo entiendo, mira… Pero me atrevo a sugerir que tal vez abordas el problema desde una perspectiva errónea. Intenta olvidar la tradición literaria nacional, y hazte a la idea de que eres el protagonista de una novela alemana, por ejemplo. Seguro que empiezas a llevarlo mucho mejor, en Alemania hay menos bares, a la gente le gusta producir, en fin…

Con eso parecía haber dado por zanjada la cuestión, pero sólo unos minutos más tarde se acercó a su mesa con una botella llena y dos vasos vacíos, y mientras equilibraba sus contenidos, continuó hablando.

—Para tu tranquilidad, te confesaré además que en ningún caso soy un sabio. Estudié filosofía, simplemente, un excelente recurso para perder el tiempo. Me encanta perder el tiempo. Por eso tengo un bar. Si alguien con sensibilidad, en aquel lúgubre reducto de tomistas irredentos, hubiera sido capaz de interesarse siquiera por el tema que propuse para mi tesis doctoral, un estudio comparado de la vida sexual de los grandes filósofos del XIX europeo y la incidencia que a ésta se puede atribuir en sus respectivos sistemas de pensamiento… en la línea, ya sabes, de la clásica polémica que establece que Marx follaba bien y Lenin mal, y así le ha ido al Movimiento Obrero; probablemente yo estaría allí todavía, con traje oscuro y corbata, combatiendo a los demonios de la oscuridad y la superstición desde una posición rigurosamente innovadora. Pero nadie quiso sancionar mi empresa, y desistí de formular nuevas hipótesis por dos razones. En primer lugar, elaborar proyectos es una tarea que me cansa infinitamente. Luego, además, me pesó la certeza de que jamás encontraría otro tema tan descansado, porque, aquí, entre nosotros te diré que, bien o mal, los filósofos folian fundamentalmente poco, y en el XIX, todavía menos. Así que me acantoné en mi dignidad intelectual y emprendí el doloroso camino de la disidencia, que me condujo, como a muchos otros, por los mismos tortuosos vericuetos, al vientre nutricio de la hostelería nacional, que me da lo justo para ir tirando sin consentir desde luego que mi salud se deteriore por causa de un esfuerzo excesivo, lo que resultaría a todas luces lamentable…

Sólo entonces se levantó para ir a contestar al teléfono, que sonaba por segunda vez con una insistencia tal que ambos, sin intercambiar siquiera una mirada, adivinaron simultáneamente a la madre de Polibio detrás de los hilos. Benito no conocía de ella más que su existencia, revelada por los «sí, mamá», «no, mamá», «mira, mejor otro día, mamá», e, invariablemente después, «adiós, mamá», que salpicaban con una frecuencia no exenta de armonía sus noches. Mientras se preguntaba cómo —guapa o fea, joven o vieja, rica o pobre— sería aquella mujer capaz de empujar hasta el mismo límite de la inexpresividad a un conversador tan brillante como su amigo, reparó en que la confidencia que acababa de recibir constituía en realidad el único dato objetivo con el que contaba para intentar comprender algo de la vida de Polibio. Por eso decidió preguntar a bocajarro antes incluso de que llegara a sentarse de nuevo, con la pretensión de anular en él cualquier margen de reflexión.

—Oye, tú… ¿cómo te llamas?

—Polibio —recibió una mirada de extrañeza junto con la única respuesta que en el fondo esperaba.

—No, lo digo en serio, tu nombre de verdad. Vamos, tío, Polibio ni siquiera era filósofo, era un historiador, medio escritor, ya sabes, gente baja…

La intensidad de la carcajada desfiguró por un instante el rostro que ahora se acercaba a él con una mirada irónica, excavando profundos surcos sobre la piel fronteriza con los párpados, las eternas pero siempre ligeras manchas de las ojeras color gris claro, su nariz aguileña fruncida entre las arrugas que apenas se percibían como delgadas líneas blancas cuando la risa estaba ausente. Benito sintió por primera vez curiosidad por su edad, y le situó en torno a los cuarenta y cinco, unos diez años más que él.

—Me llamo Francisco de Borja. Era el santo del día. Lo demás viene de lejos, podría ser una de esas hermosas y tristes batallas que cuentan los travestis. A los diecinueve años decidí emprender la guerra contra mi nombre. No pedía gran cosa, ni siquiera pretendía que modificaran mi carné de identidad, simplemente le rogué a todo el mundo que en lo sucesivo me llamara Paco. Mi madre no se mostró en absoluto dispuesta a consentir un cambio semejante. Ella me llamaba Borja desde pequeño, Borjita, supongo que para subrayar públicamente la rancia fe católica de una familia de derechas de toda la vida, y eso que acababan de ganar la guerra, ya no era necesario tanto alarde, digo yo. El caso es que me negué a seguir llamándome así, Borja es un nombre de maricón, por eso debe de estar tan de moda ahora, pero supe valorar también la esterilidad de mi actitud, y dejé de llamarme a mí mismo Paco, que en el fondo no me gusta nada, para afrontar una metamorfosis radical. Aristarco me gustaba bastante, y lo llegué a adoptar por una temporada, pero ninguna chica lo decía bien, me llamaban Arisparco, lo que no es precisamente halagador. No resultó fácil. Con Platón, la verdad, no me atrevía, Aristóteles jamás, ni en el lecho de muerte, los principios son los principios, Heráclito se parece demasiado a Heracles y a su equivalente latino, Hércules, nombre de héroe musculoso, y nunca hay que perder de vista que la gente es muy bruta, con Epicuro pasa algo similar, no deja de indignarme el comprobar que para la opinión pública el pobre se ha quedado en una suerte de boceto del marqués de Sade con túnica corta, Parménides es largo y feo, Pitágoras, sublime, está muy desprestigiado, se ha convertido en el sinónimo oficial de empollón, y los pitagóricos no empollaban, sólo aspiraban a la sabiduría… Total, que renuncié a los filósofos y probé suerte con los polígrafos. Al final, mientras tanteaba con Polibio, la hermana de un compañero de la facultad, tan celebrada por su generosidad como por su talante progresista, me confesó, mientras sometía su carne, que no su mente, al peso de mi cuerpo, que yo nunca la había engañado, que ella había adivinado hacía ya tiempo que mi verdadero nombre era Policarpo y que lo disimulaba muy mal. Cuando recuperé el control de mis pensamientos, decidí que los hados habían hablado por sus labios, y acepté el nombre de Polibio como un rasgo de conformidad con mi destino. Y hasta hoy. No me ha ido mal, después de todo.

—Pero… ¿por qué griegos? —su sonrisa se estrelló contra una expresión de asombro absoluto, y se apresuró a explicarse mejor—. Quiero decir, ¿por qué solamente griegos?

—¿Cómo que por qué? —llegó a detectar una leve indignación, casi fingida, en la voz de un Polibio repentinamente serio—. Y ¿adónde quieres que fuera a buscar un nombre digno de mí? ¿Al santoral polaco?

—No, claro, tienes razón… Ahora que me has explicado todo esto, creo que te mereces de sobra tu nombre. De hecho, pareces un griego antiguo, con esas pintas…

Se sintió feliz al contemplar la amplitud de la sonrisa que iluminó por fin la cara de un comerciante askenazí de Varsovia con la piel renegrida de un campesino de Jaén en torno al blanco amarillento de los ojos de un tuareg bajo las greñas entrecanas de un mendigo de Lahore con aspecto general de guerrillero maoísta peruano.

—Sí, es cierto, parezco un filósofo griego. Te advierto que ya me lo han dicho más veces…

Desde aquel día no había querido saber nada más de la vida de Polibio, pero aquella tarde, mientras la inesperada ninfa de la falda escocesa les distinguía a ambos del resto de los mortales dignándose a superar, tras algún titubeo encantador, la anhelada frontera de las corvas ajenas, se felicitó por haber establecido finalmente alguna conexión entre su amigo, los agudos dientes que descarnaban sin apresurarse el último hueso, y el mundo clásico en el que hubiera debido nacer, aunque la relación fuera tan precaria como el apetito que en ambos, en los griegos de antaño, sabios por derecho y por nacimiento, y en él, sabio a destiempo, griego por deseo y por vocación, despertaban las humildes aceitunas.

Entonces, la pequeña diosa, Artemis que encerraba en sí a Afrodita aún no revelada, como la definiría Polibio algún día, falló estrepitosamente el golpe, agitando su pierna diestra en el vacío sin conseguir atrapar la goma. Ambos dejaron escapar un suspiro desalentado al unísono, mientras ella, sentándose en el bordillo de la acera, se estiraba las medias para abrazar después sus rodillas con los brazos, esperando un nuevo turno.

—¿Cuántas están jugando? —preguntó Polibio.

—No sé, no me he fijado, pero deben de ser por lo menos seis o siete, hay un montón de ellas por ahí…

—Habrá que confiar una vez más en la misericordia de los dioses… ¿Sabes quién es?

—¿Ella? —Benito la señaló vagamente con el periódico enrollado, recibiendo una señal afirmativa a cambio—. No, no la conozco.

—Pues sois casi vecinos —Polibio se repantigó en la butaca de metal, apoyando los pies en el travesaño de la mesa. Benito se preparó para recibir un largo discurso—. Es la hija de la señora Perpe, ésa tan gorda que chilla tanto, tienes que haberla visto alguna vez, es la portera de esa casa que acaban de arreglar, ésa cuya fachada han revocado de color lila con las molduras amarillo crema, Dios confunda eternamente a los modernos y a sus obras, ahí, en Divino Pastor. Debe de estar justo enfrente de tu casa, ¿no?

—No, mi casa da al jardín del convento…

—Bueno, da lo mismo, está por ahí, advertido como estás del criminal criterio según el cual han perpetrado su rehabilitación es imposible que de ahora en adelante no repares en ella. El caso es que ambas, madre e hija, aunque fundamentalmente esta última, constituyen un notable ejemplo de la pintoresca y vieja tesis que establece una relación causa-efecto entre el nombre propio de los seres humanos y su conducta intelectual, ética y social, dejando naturalmente al margen a quienes, como yo, la hemos puesto precisamente en crisis al pretender tardíamente reparar la injusta imposición a nuestras personas de un nombre absolutamente equivocado, grupo del que sería preciso segregar a Paquita, que se cambia de nombre como de ropa interior. ¿Me sigues? Bien. Aunque hoy parezca increíble, este absurdo dogma tuvo muchos seguidores entre los intelectuales europeos del primer tercio de este siglo, mentes obtusas, obsesionadas por la eugenesia hasta el límite de llegar a comulgar con los principios teóricos del nazismo, cuando no dementes rematados, como la madre de Hildegart, la niña prodigio española, que no fue inscrita en el Registro Civil hasta el año y medio de edad, como tú bien sabes… ¿No lo sabías? No importa. Bien, pues un equipo integrado accidentalmente por la señora Perpe y un anónimo funcionario de la Administración del Estado español, ha llevado a cabo, a despecho de las opiniones de la comunidad científica internacional y sin darse ni cuenta, lo cual resulta evidentemente aún más meritorio, una hazaña similar a la de aquélla, pues si Hildegart llegó a ser sin contestación posible un «jardín de la sabiduría», ésta hace sin lugar a dudas honores más que sobrados a su nombre.

—Y ¿cuál es?

—¿Qué?

—¿Cómo se llama?

Polibio le miró un momento sin despegar los labios, los ojos risueños, antes de contestarle en voz muy baja, con el aire de un conspirador.

—María de la Concepción Perpetua.

—¡No…!

—Sí.

—No, no es posible… —Benito correspondió a la confidencia de Polibio con una pequeña farsa, escondiendo la cabeza entre los hombros y adelantando a un tiempo todo su cuerpo para golpear la mesa con los puños cerrados— ¡No sigas, por favor! No lo soportaré, no, te juro que moriré, moriré aquí mismo, piedad…

Sus chillidos y las carcajadas con que eran recibidos por Polibio, llamaron la atención de un par de señoras maduras que ocupaban una mesa contigua. Indiferente a las reacciones de sus presuntas parroquianas, Polibio siguió hablando, aferrando con fuerza el codo izquierdo de Benito para reclamar su mirada. Cuando la recuperó, prosiguió su discurso en tono solemne.

—Sí, sí seguiré, y espera porque aún no te he contado lo más extraordinario. La madre del objeto de nuestros presentes desvelos se quejó hace poco ante mí de que el empleado del Registro… Y ¿usted qué quiere? —una de las ocupantes de la mesa de al lado estaba de pie, a su lado, un tanto sofocada por la brusquedad con la que había sido interpelada.

—Dos claras y una ración de patatas fritas.

—¡Pues vaya usted a la barra, buena mujer! ¿O acaso no se ha dado cuenta de que en este momento sostengo una conversación privada con un amigo íntimo?

La mujer se alejó de ellos lentamente, andando despacio, la cabeza vuelta para mirarles.

—Bueno, pues entonces…

—Perdona, pero ¿quién está en la barra? —la intervención de Benito fue acogida con un resoplido de cansancio.

—Pues nadie, ¿quién iba a estar? Pero así a lo mejor se indigna y se largan de una vez… A ver si me dejas acabar… ¡Ah! Sí, el empleado del Registro se equivocó al transcribir el nombre, y obvió muy sabiamente el oprobioso calificativo de Inmaculada, así que en realidad este ángel nuestro se quedó con María de la Concepción Maculada, por omisión, y Perpetua ¿no es hermoso? —él asintió con una sonrisa, que fue dejando paso a nuevas carcajadas a medida que avanzaba el discurso de Polibio—. Y para mostrarse consecuente con tan excepcional sucesión de signos, ¿a que no adivinas cómo se hace llamar la zorra de ella? No Conchita, que es diminutivo digno de una mujer decente, ni Concha, más sobrio aún, ni Conce, que desprende un no del todo desagradable tufo a manzanas y pan de pueblo, ni Concepción, todo entero, severo adorno de una posible futura novicia, no, nada de eso, de ninguna manera, a ella le gusta que la llamen Conchi. ¡Conchi! ¿Te das cuenta, Benito? ¿No presagia tal elección una deliberada vocación por destrozar los corazones de los hombres del futuro, no nos hiere ya profundamente a distancia con ésa manía suya de jugar tan mal a la goma para que nunca le veamos los muslos? Reflexiona, tío…

—Desde luego, ya harían mejor ustedes si estuvieran trabajando en lugar de mirar a las niñas como un par de viejos verdes, que eso es lo que son…

—Y ¿qué quiere usted, señora? —Polibio se encaró con la mujer a la que antes había enviado a la barra, una cincuentona colorada que ahora se abrochaba el abrigo esforzándose por manifestar con todos sus gestos el desprecio que le inspiraban—. A nuestra edad, y en nuestras circunstancias, necesitamos alguna expansión… ¿O es que pretende que enterremos hasta la última peseta en el diván de algún psicoanalista rioplatense? Desde luego… ¡qué falta de sensibilidad!

Fue así como se enteró de todo lo que en realidad necesitaba saber de ella, su nombre, el uniforme de su colegio, la casa donde vivía, y durante un tiempo actuó con sensatez, obedeciendo la vieja ley infalible, es mejor no intentarlo, sería mejor no conocerla, sólo mirarla, seguirla, halagar discretamente a su madre cuando se tropezara con ella en el mercado, los sábados por la mañana, reconstruir trabajosamente con Polibio su jornada escolar, desmenuzar sistemáticamente su vida para calcular con precisión las horas, minutos y segundos exactos que se correspondían con sus travesías de la calle, arriba y abajo, tropezarse con ella por la acera dos, cuatro veces al día. Y todo había ido bien durante tres años, algo más de tres años, hasta aquella aciaga mañana de la panadería, tan cercana aún, en la que todos los naipes se habían venido abajo de un golpe, incapaces de soportar la menor presión de la realidad, el monstruoso paisaje del que no podía desprender su vida pese a su voluntad, y no había pasado tanto tiempo, sólo un verano, pero ella se había esfumado, su vocación primera es hacer mal a los hombres, Polibio se lo había advertido, le gusta que la llamen Conchi, y ahora ya daba igual cómo se llamara, porque ni siquiera la veía, estudiará en una academia, cerca de Sol, se repitió, o habrá ido al instituto después de todo, imposible elaborar un nuevo horario sin referencia alguna, inútil permanecer fiel al antiguo, engañarse a sí mismo cada día, crearse la necesidad de bajar a la calle a horas fijas para nada, para no verla, para no entender, para no perderla.

Había decidido ya recuperarla a toda costa, consagrar aquel nuevo día sin trabajo a la gozosa, amarga alquimia que podría acaso devolvérsela siquiera en una parte, en un único plano, cuando una mujer desconocida pasó por delante de él para detenerse ante el escaparate de una ferretería, apenas un par de metros más allá. La miró y encontró unas caderas demasiado anchas bajo las descuidadas puntas de una espesa melena oscura, ondulada y brillante como el pelo de una santa de Berruguete, un modelo pasado de moda. Debía de estar contemplando con mucho interés los objetos expuestos tras un cristal que no llegaba a reflejarla, pero él no pudo atisbar ni una esquina de su rostro, a pesar de que permanecía de riguroso perfil frente a él. Su melena caía sobre el hombro izquierdo, ocultándolo, y apenas tembló cuando ella se decidió a empujar el pasamanos dorado que atravesaba en diagonal la vieja puerta de madera acristalada. Él sintió curiosidad y se movió en su pos para ocupar el lugar que acababa de abandonar, frente a un desabrido bodegón de picaportes y tornillos sobre el que asomaba, de nuevo, solamente su melena, aunque pudo ver cómo tomaba una manga pastelera de entre la media docena que el dependiente había depositado sobre el mostrador. Una manga pastelera se rellena de nata montada con azúcar para decorar tartas. Ella metió un brazo dentro del cucurucho de tela impermeable y él supuso que estaba empujando para comprobar su resistencia. Luego se movió hacia la derecha, enfrentando la caja, debió de pagar, y por fin se dio la vuelta, sujetando un paquetito entre los dientes, pero él aún no pudo ver su rostro, inclinado hacia un enorme bolso cuya cremallera manipulaba con dificultad y una sola mano, porque entre el otro brazo y su cuerpo sostenía a duras penas una enorme carpeta de dibujo forrada con un papel de aguas verdosas. Abrió la puerta empujándola con un hombro, como los policías en las películas, y al cruzarla consiguió por fin rendir el cierre de la cremallera, acercando el extremo del bolso a su boca para escupir dentro la compra recién hecha, el papel de color tostado en el que se habían enredado algunos de esos cabellos que al precipitarse hacia delante sólo le consintieron contemplar la punta de una nariz pequeña. Las mujeres deben tener la nariz pequeña, pensó. El pelo largo está pasado de moda pero María Magdalena lavó los pies de Jesucristo y los secó con sus cabellos, y luego bañó su melena en aceites olorosos para perfumar su piel. Ella giró deprisa, a su lado, y caminó unos pasos, alejándose de él. Luego se detuvo en medio de la acera, apoyó la carpeta contra su pierna inclinada, dejó caer el bolso al suelo y hundió ambas manos en su cabeza para desplazar el pelo hacia atrás, despejando un rostro que él no pudo ver, a sus espaldas. Recogió sus voluminosas pertenencias y siguió andando, deprisa, movía las piernas con energía, generando un curioso efecto óptico que él no recordaba haber visto nunca antes, llevaba una falda larga, el fondo azul marino y un estampado de flores de colores, tan pasado de moda como el resto, como todo en ella lo estaba, parecía ropa barata, tal vez fuera solamente eso, que la tela estaba mal cortada, que el dobladillo había impreso a la silueta de las últimas flores un sesgo erróneo, equívoco, antinatural, por eso desaparecían al fundirse apenas con su piel, y aparecían de nuevo, justo en el borde de la falda, al adelantar ella la pierna contraria, nunca había visto nada semejante, parecía magia, el color que se disolvía en la oscuridad para brotar de nuevo en el mismo lugar, tenía extraños andares aquella mujer que ahora se le escapaba avanzando deprisa, muy cerca ya de la esquina con San Andrés, si la dobla la perderé de vista, se dijo, y entonces se dio cuenta de que ya estaba caminando, había echado a andar tras ella sin darse cuenta del todo, y recordó que Conchi no había aparecido, que estaba de vacaciones y que no tenía otra cosa mejor que hacer. Apretó el paso.

Ella debía viajar en Metro con frecuencia, y feliz propietaria de uno de esos cartoncitos de colores que, como vergonzantes pasaportes locales, distinguen al auténtico ciudadano de la canalla que se resiste a contribuir al esplendor de los transportes públicos, obtuvo en un instante la gracia de traspasar la barrera de metal para perderse en un pequeño laberinto de corredores, más allá de la hilera de cubículos metálicos que transfiguraba el vestíbulo de la estación en una moderna explotación ganadera con estabulado mecánico. Él, empleado municipal, procuraba caminar siempre, y en las raras ocasiones en que se veía obligado a salir del centro recurría invariablemente a los taxis, para fomentar el caos circulatorio y aprender algo de los taxistas, que cuentan a menudo historias interesantes. Además, no llevaba dinero suelto. La cajera se lo reprochó agriamente, castigándole por su billete verde con la devolución de un montón de pesetas nuevas, diminutos discos plateados que fue depositando uno por uno sobre el mostrador mientras contaba despacio, en voz alta, para romperle definitivamente los nervios, porque cualquiera se habría dado cuenta de que estaba nervioso, tenía prisa.

Provisto por fin de un permiso provisional para ingresar en tan dudoso paraíso, se alejó de la caja a grandes zancadas, corriendo luego por el pasillo de la derecha hasta llegar a una bifurcación imprevista, tajante. Se quedó parado, pensando en nada, hasta que escuchó el ruido de un tren que se acercaba al andén situado a su izquierda, y se precipitó por las escaleras en esa dirección, confiando en disponer todavía de algunos minutos para rectificar un error previsible. Pero la vio, su pelo y una carpeta verde al fondo de la acera subterránea, a punto de abalanzarse sobre las puertas del primer vagón, entre una furiosa muchedumbre. Era inútil correr, así que empujó él también, sin piedad, a quienes habían llegado antes, y se incrustó por fin en uno de los vagones de cola, escurriéndose con habilidad entre los cuerpos apretados hasta conquistar un puesto fronterizo con la puerta. En la siguiente estación salió antes que nadie y recorrió el andén procurando no agitarse demasiado, ella podía estar mirándole desde una ventanilla y los jadeos revelarían la condición de un hombre que se cansa fácilmente. Así que entró en el vagón apenas un instante antes de que las puertas se cerraran, la máquina reemprendiendo el pesado canto rítmico de la marcha, y clavó los ojos en el suelo un momento, antes de levantar la cabeza para descubrirla allí sentada, chica astuta, en la última fila.

Decidió que le caía bien solamente por eso, por su habilidad para hacerse con un asiento en día laborable, hora punta, línea uno, pero en la siguiente estación comenzó a dudar, dispuesto casi a cambiar de opinión, a renunciar incluso a una persecución tan estéril, porque la cabeza de aquella mujer permanecía inmóvil, inclinada hacia abajo, la barbilla, también pequeña, y puntiaguda, apretada contra el pecho, los ojos, invisibles, fijos en su regazo, el pelo desparramándose sobre sus mejillas, sobre su cuello, sobre sus hombros, cubriéndolo todo como una máscara audaz, confiada en su eficacia. Hizo un último intento, trató de ponerse en su lugar, de reconstruir idealmente su postura, su misteriosa concentración, y pensó que tal vez estaría leyendo, absorta en las peripecias de la pequeña florista que le vendía todos los días una rosa roja a un misterioso caballero de sienes plateadas, tan distinguido, tan elegante pese a sus ojeras, los ojos tristes, que ella no se atrevía siquiera a imaginar que nadie le quisiera, que, casado con una mujer malvada, estéril, enferma, la amara solamente a ella, en silencio, como ella le amaba a él, sin atreverse a pensar que se revelaría precisamente como el hombre de su vida, aristócrata de pasado tormentoso dispuesto a pedirla en matrimonio al llegar a la página 542, en la 546 termina el libro con la liturgia de una noche de bodas adecuadamente romántica, adecuadamente picante, suficiente para despertar en la cándida lectora un ansia incontenible de comprar el siguiente título de la autora, una viejecita siempre apacible, apenas se anunciara su puesta en circulación, quioscos y librerías de todo el país.

Se acercó a ella lentamente, cruzó el vagón de punta a punta, en varias etapas, hasta lograr apoyar la espalda en la ventana exactamente opuesta a la que ella ocultaba con su cuerpo, la tenía delante, entonces de perfil, cuando llegaron a Sol. Ahora levantará por fin la cabeza, pensó, Sol es la estación matriz, el útero de todas líneas, una pequeña multitud se apiñaba en el andén, esperando, los pasajeros del vagón se agolpaban frente a la puerta, antes de entrar dejen salir, ella se movió, desde luego, pero en contra suya, giró la cabeza hacia fuera, eligió mirar por la ventana en lugar de echar una ojeada a su alrededor como él había previsto, y a cambio dejó caer un momento la mano derecha sobre su falda, los dedos laxos, como cansados, sosteniendo apenas un libro de bolsillo, más de 500 páginas, sí, pero portada de colores sobrios, sin chica rubia con enormes pestañas postizas y una rosa acariciante en la mejilla, sólo unas pocas letras grandes distribuidas en tres grupos, no necesitó esforzarse para descifrarlas, eran por lo menos del cuerpo dieciocho, Thomas Mann, La montaña mágica, tomo I, hostias, se dijo, pero no me jodas, eres una intelectual…

No faltaba más que eso, una intelectual, por eso llevaba aquella carpeta de dibujo tan inmensa, sería una artista, peor, a lo mejor hacía retratos al minuto en Preciados, su tenderete estratégicamente situado a la salida de los grandes almacenes, cobrándose además de cada cliente la tortura de escucharla, el castigo de una insufrible perorata sobre la mercantilización del mundo del arte, el numerus clausus de Bellas Artes, sus indecibles padecimientos para comer, desayunar siquiera, de su humillado talento. El tren arrancó y él lamentó no haberse bajado antes, ella se escondió de nuevo tras sí misma, su muralla de pelo oscuro, melena de santa barroca, oscilando apenas para proteger su rostro del mundo, se cambió el libro a la mano izquierda y clavó los ojos en el papel, mientras el índice de su mano diestra se movía lentamente bajo las letras, de izquierda a derecha, deteniéndose de vez en cuando, como si le costara trabajo recorrer cada renglón, y él ya no supo qué pensar.

Las intelectuales cocinan bien, ahora se ha puesto de moda, pero hacen volovanes de puré de lentejas amargas y esas cosas, mousse de limón a lo sumo, no tartas con nata. Las intelectuales no leen La montaña mágica, ahora se ha pasado de moda, es demasiado largo, es abrumador y triste. Atocha. Ella se puso de pie, pasó ante él y él no la miró, estaba demasiado ocupado en rebuscar en su memoria, la abuela se ayudaba con el dedo para leer, pero tenía unas cataratas de caballo y noventa y seis años, era lógico. No encontró a nadie más. Salió al andén detrás de ella, y tras ella, flores de colores que morían y renacían sin cesar en el borde do su falda, salió a la calle.

El agua estaba helada. Pensó con horror que el precio a pagar por eliminar de su piel las huellas del talco simulador se cifraría en una buena cantidad de ronchas rojas como sabañones que cruzarían sus mejillas como las huellas de un latigazo, pero mantuvo la palma abierta bajo el caño de la fuente y, tras despegar bruscamente la tirita de su mejilla indemne, apretó el pulsador y se decidió a meter toda la cabeza debajo del chorro. Ella tenía la piel áspera, manos de ama de casa reciente, sin los estigmas de la fregona industrial pero marcadas en la punta de los dedos por la rosada ignominia de la química doméstica, imposible dudar, fregaba sin guantes y se mordía las uñas. La contempló a distancia, apoyada en la estatua de Murillo, la carpeta contra su cuerpo, los dedos hurgando en una especie de saquito oscuro, tal vez terciopelo, y caminó en su dirección sin dejar de frotar sus propios cabellos para eliminar cualquier resto de gomina, desmontando la onda que coronaba su frente con la misma sistemática precisión con que la había creado apenas un par de horas antes, y en aquel instante creyó obrar por puro instinto, luego comprendió que aquello nunca fue más que una ofrenda de conciliación, la primera regla de un oscuro pacto aún por formular, me desnudo para ti, aquí me tienes, pero desvélame tu rostro a cambio, y ella lo entendió, lo hizo, porque antes de que él llegara a recostarse del todo sobre el pedestal del sevillano, a su lado, se volvió bruscamente y le interrogó con suavidad.

—¿Me puedes dejar diez duros?

Él asintió forzadamente con la cabeza y se llevó la mano al bolsillo, firme en la determinación de no sucumbir a la decepción repentina, porque tenía delante a una mujer fea, y era una fealdad cruel la de aquel rostro de ojos color de avellana, grandes y hermosos, nariz correcta, boca vulgar pero no exactamente desagradable excepto en las comisuras de los labios, fruncidas siempre, la barbilla pequeña, quizá demasiado aguda pero las había visto peores, rasgos dispares, erróneos, mal sumados.

—Es que no sabía que en este parque había que pagar, pensé que era gratis, como los demás, y he salido de casa sin dinero…

La Naturaleza se equivoca a veces, y no ha sido justa con ella, pensó él, sin conseguir apartar los ojos de esa cara abocetada, inacabada, como improvisada por una mano maligna, la obra de un espíritu estúpido, o ciego, que hubiera jugado a combinar al azar elementos que no se pueden combinar nunca, espolvoreando en un arrebato inmisericorde ojos, nariz y boca sobre el cráneo de aquella muchacha para despreocuparse alegremente después de los resultados de su labor. No es justo, se dijo, no era justo, porque la suya, su propia fealdad, le parecía coherente, terminada, sólida, pero ella habría podido salvarse, ella estaba al borde de una cierta belleza.

Tenía la voz bonita, y el pelo de la Magdalena.

—Claro —contestó al fin, alargándole un par de monedas—. Toma.

—Gracias.

Tuvo miedo de que todo se quedara en eso, toma, gracias, porque ella se enderezó rápidamente, agarró la carpeta verde y se dirigió a la verja, sin volverse a mirarle. Él consiguió romper el maleficio de la tela animada y se obligó a mirar sus pantorrillas, que ascendían armoniosamente desde unos tobillos de aspecto frágil, ligeros como su cintura, más allá de un culo inmenso. Parece condenada a la contradicción física, se dijo, todavía borracho de compasión, cuando siguió sus pasos hasta la puerta, pagó su propia entrada y correteó unos metros para ponerse a su altura.

Los diez duros desembolsados previamente le daban cierto derecho a entablar una conversación trivial.

—¿Cómo te llamas?

—Iris —le sonrió con una boca torpe, que dejaba entrever los contornos de unos incisivos muy afilados, rematados en punta—. ¿Y tú?

La sonrisa de Polibio acudió instantáneamente a su memoria.

—Aristarco.

—¡Ah! Arisparco… No está mal, pero suena muy raro.

—El tuyo tampoco es muy corriente.

—Ya, pero es que lo he elegido yo, no es el que me pusieron en la pila, ¿comprendes? Me gusta por lo del arco, ya sabes, cuando sale el sol después de la lluvia, me pareció un…, un…, ahora no me acuerdo cómo se dice, un algo de optimismo.

—¿Concepto?

—Sí, eso es, concepto. Un concepto de optimismo, por eso lo elegí, yo soy una persona muy optimista, ¿sabes?

—Es un nombre de diosa menor…

—¿Qué?

—Iris era una diosa menor. Vivía en el Olimpo, y hacía de mensajera entre los dioses. Ése era su trabajo.

—¿En Grecia? —él asintió con la cabeza, ella le sonrió a cambio—. No lo sabía.

—Tengo un amigo griego que sabe muchas cosas de todo esto. Se llama Polibio. Deberías conocerle, él podría contarte alguna historia sobre tu nombre, seguro, es un sabio…

—¿Y tú?

—Yo ¿qué?

—Que tú… ¿qué haces? ¿También eres sabio?

—No, yo soy funcionario. Trabajo en el Ayuntamiento.

—¡Ah! —exclamó entonces, muy satisfecha—. Eso es todavía más importante. Pienso hacerme amiga tuya para que me eches una mano cuando vuelva a tener bronca con lo de la licencia…

Depositó la carpeta en un banco y se desplomó sobre el asiento de madera. Echó la cabeza hacia atrás, los párpados cerrados, estiró las piernas y se regaló al sol, que calentaba aún con vocación de verano. Él comprendió que esperaba que la imitara, y se sentó a su lado, sorprendido por la cantidad de cosas que había llegado a aprender en una conversación tan breve. Al cabo de un instante, ella corrigió bruscamente su abandono. Enderezándose, se estiró con naturalidad y se quedó mirando con atención el parque prácticamente desierto.

—¿Sabes lo que te digo? Que éste es un sitio muy raro, fíjate, hay que pagar, y no hay niños, ni viejos, sólo cartelitos al lado de las plantas… —entonces se volvió hacia él—. ¿Para qué serán…?

—Esto es un jardín botánico. Lo fundó Carlos III, para guardar las plantas que se traían de América y que aquí no se conocían, para eso están los carteles, en cada uno aparece el nombre de la planta, el tiempo que tiene, esas cosas… —y antes de que aquella muchacha pudiera volver a sospechar en él sabiduría, mintió—. Lo sé porque mi trabajo está relacionado con la Gerencia de Urbanismo.

Pero ella apenas parecía prestar atención a sus palabras, gesticulando ampliamente con las manos, la mirada tibia de una alucinada.

—¡No me digas que éste es el Jardín Botánico!

—Claro —confirmó él, con un acento totalmente desprovisto de asombro, porque nada en ella le sorprendía, salvo ella misma—. ¿No lo sabías?

¡Ay no, chico, ni idea…! Yo, el otro día, al salir del Metro, pues se me ocurrió mirar detrás de esa verja negra y me di cuenta de que era un parque, y decidí probar, casi siempre voy al Retiro, y como está tan cerca…

—¿Quieres decir que vienes a los parques a trabajar?

—Sí, claro. Es mejor que quedarse en casa, por lo menos cuando hace buen tiempo, como hoy… Pero bueno, ¿por qué te ríes ahora?

Polibio le había asaltado nuevamente, el impúdico alborozo impreso en su rostro, en sus manos nerviosas, erigido en mensajero de la buena nueva cuando se lo contaba a gritos, eufórico tras la barra, el fin estaba cerca, las putas no solamente se habían negado a colaborar con esos cretinos del Ayuntamiento —no te incluyo a ti, por supuesto que no, ya sé que tú eres un hombre sensible—, resistiéndose heroicamente a abandonar su feudo de Ballesta —cuya pérdida habría significado por otra parte una injusticia histórica—, sino que se multiplicaban misteriosamente cada día, a un ritmo frenético que ni siquiera él era capaz de comprender, y ahora habían tomado los parques para escarnecer justamente a los apóstoles de la era ecologista, los periódicos lo habían reconocido, estaba publicado, la victoria había dejado de ser una promesa para convertirse en una realidad irreversible.

—Están ahí, desde por la mañana, pasando frío y calor a pie firme, como los bravos en la llanura de Marathón, ya han tomado el parque del Oeste, y los cruces de la Casa de Campo, mañana caerá el Retiro, y no volverá a crecer la hierba, lo arrasarán todo a su paso, alabada sea la Gran Madre de Babilonia, éste es el fin, tío, el fin, la debacle de los justos, benditas sean, pobres mías…

Recordaba a Polibio, y miraba con atención los rasgos equivocados de aquella mujer con nombre de diosa menor que le escrutaba a su vez, en su rostro una expresión que huía rápidamente desde la perplejidad hacia el enfado. Meditó un instante y decidió arriesgarse. Le contó la historia. Ella se quedó un momento callada, indecisa, como si no hubiera comprendido bien. Luego sonrió.

—Ya… O sea, que ahora se puede decir hacer el parque, en lugar de hacer la calle, ¿no?

—Claro, no es más que eso, una broma… No tiene nada que ver con tus dibujos.

—¿Qué dibujos? —y de nuevo el desconcierto se instaló en su rostro.

—Pues… ésos —señaló vagamente la carpeta verde con una mano tímida—. Lo que llevas ahí… ¿No son dibujos?

—¡Ah! Te refieres a esto…

Dejó escapar una carcajada desmesurada mientras tomaba la carpeta y, sosteniéndola sobre sus rodillas, deshacía los lazos que la mantenían cerrada, sin dejar de reír.

—Esto no son dibujos, hombre, es bisutería…

Desde el terciopelo negro, acribillado por una multitud de endebles ganchitos corrientes, grandes piezas de metal, pendientes plateados y dorados de formas predominantemente geométricas, círculos, rombos, trapecios y espirales, asaltaron su mirada, centelleando con la fácil brillantez de las falsificaciones.

—Los hago con unos colegas ¿sabes? Comparto un piso con ellos, y vamos a pachas en todo, en los gastos y en las ganancias, los vendemos de noche, por los bares, y también de día, vamos, cuando nos dejan, nos poníamos en Fuencarral, a la salida de los cines, pero ahora a los municipales les ha dado el punto de prohibirnos montar el puesto, ya ha pasado otras veces, por eso te he dicho antes lo de la licencia, por si puedes echarnos una mano la próxima vez.

Él asentía en silencio, satisfecho porque no era una intelectual y porque le gustaba lo que le contaba, aquella comuna de bisuteros, era gracioso, tan antiguo, a lo mejor hasta siguen practicando el amor libre a estas alturas, ella le preguntó si le gustaban, él asintió distraídamente con la cabeza mientras se preguntaba cuántos se meterían en su cama, cada cuánto tiempo, si de uno en uno o, mejor, en pequeños grupos, para no comprometer el espíritu comunal ni siquiera en eso, ella se dirigió a él nuevamente, esbozando un gesto de ofrecimiento con la mano.

—Llévate un par, los que más te gusten. Se los puedes regalar a tu novia…

—No tengo novia.

—Bueno, pues a tu mujer…

—No estoy casado.

Una sonrisa mal disimulada recompensó esta última precisión, para que él añadiera un nuevo dato a la lista de las cosas transparentes.

—Da igual, coge unos, los que tú quieras…

Se inclinó sobre la carpeta y estudió su contenido. Le costó decidirse porque la mayor parte de aquellos pendientes eran muy feos y, aún peor, inmensos, su frágil dama no podría resistir el peso. Al final se inclinó por dos discos dorados, pequeños y sobrios. Y entonces fue ella quien se equivocó.

—Eso tuyo… ¿es de la viruela?

—¿Qué quieres decir? —la miró fijamente sólo por mortificarla, para obligarla a explicarse mejor, quizás porque le había hecho gracia la burda sutileza con la que había esbozado la pregunta inevitable, había comprendido perfectamente pero disfrutaba mirándola mientras ella fingía desollarse una mano con la otra, maldiciéndose seguramente por dentro, su curiosidad, tan improcedente.

—Los gran… No…, quiero decir, las cicatrices de la cara… ¿Tuviste la viruela de pequeño?

—No, no fue la viruela. En realidad ya no sé lo que fue, acné juvenil, supongo, me llené de granos y me divertía explotármelos, reventarme la piel con las uñas para ver salir aquel chorrito de pomada blanca, parecían gusanos, ¿sabes?, blandos, viscosos y grasientos, animalitos precoces… —la miró un momento, sonriendo, porque no quería asustarla. Parecía frágil a pesar de sus carnes—. Sentía que me habían invadido antes de tiempo y que se me reproducían constantemente al otro lado de la cara, como si yo estuviese podrido por dentro. No podía resistir la tentación de explotarme los puntitos negros, ni los puntitos blancos, y no me di mucha cuenta de los huecos, los cráteres vacíos que me dejaban a cambio. Luego ya no hubo remedio.

—Claro —dijo ella lentamente, como si sus palabras hubieran interrumpido un pensamiento profundo—, por eso eres tan feo, en realidad yo creo que no es la cara, aunque tengas los ojos tan pequeños, es más bien la piel, que está toda rota…

Sonrió. Nadie, aparte de sus hermanas y de eso hacía ya muchos años, le había llamado feo a la cara en toda su vida.

—¿A que eres de pueblo? —preguntó entonces.

—Sí, soy de Veguellina de Orbigo, un pueblo de León. ¿Por qué? ¿Se me nota tanto?

—Sí, se te nota. Tienes una clase de inteligencia que sólo tienen las mujeres de pueblo.

—¿Tú crees? —parecía más halagada que ofendida—. Nunca me han dicho eso, más bien lo contrario, mis amigos dicen que soy muy bruta. Estamos en un grupo de teatro alternativo ¿sabes? Yo… no me considero una buena actriz, pero me gusta. La verdad es que no sé hacer casi nada, aparte de eso y de los pendientes, pero generalmente no estoy de acuerdo con las obras que elige nuestro director, no me gustan, no las entiendo, por eso no me suelen hacer demasiado caso y quizás sea mejor así…

Hizo una pausa y le miró, le midió con los ojos. Él aguantó impertérrito, sin decir nada, quería saber más, ella comprendió.

—Una vez vi en la televisión una película que me encantó. Era de un tío que dibujaba cómics y vivía solo en una isla muy pequeñita, con su perro, que se llamaba Melampo, y entonces llegaba a la isla una chica rubia a la que su amante había echado de un yate de lujo… ¿La has visto?

—No.

—¡Qué rabia! Casi nadie la vio, era italiana, nada famosa, creo que nunca la había visto anunciada en la cartelera, su título era el nombre de la chica, ya no me acuerdo… El caso es que la noche que la pusieron, mi casa estaba llena de gente, y para una vez que me gusta una película rara, bueno, pues entonces resultó que no le había gustado a nadie. En fin, que debo estar un poco tocada, o pasada de moda, vete a saber…

—¿Y el libro que estás leyendo? ¿Te gusta?

Ella le miró con ojos asustados, como si por un instante hubiera supuesto que él podía leer en su pensamiento. Luego volvió la cabeza y encontró su bolso, abierto. La portada estaba casi completamente a la vista. Suspiró, poniéndose una mano encima del escote, y le miró de nuevo con una sonrisa.

—¿Éste? Bueno, nos lo ha mandado leer la monitora de literatura…

—¿Qué monitora?

—La del grupo de teatro. Es que, aparte de montar obras, seguimos un curso teórico ¿sabes? Historia del teatro, historia de las ideas estéticas, literatura contemporánea y otras asignaturas. ¿Tú lo has leído?

—Sí, hace muchos años.

—¿Y te gustó?

—Sí, mucho.

—A mí… no sé. Supongo que lo llevo bien, más o menos, aunque me cuesta, voy muy despacio, y a veces me aburro, bueno, la verdad es que me aburro bastante, no sé si lo acabaré… No es la primera vez que lo hago ¿sabes? El año pasado me suspendieron por dejar colgado uno horroroso, un coñazo horrible, no aguanté ni treinta páginas, no podía con él, es que no podía, y eso que todos me machacaban a coro, tienes que leerlo, tienes que leerlo como sea. Y mira que lo cogí con ganas, porque se titulaba igual que el nombre del protagonista de otro libro que había en mi colegio cuando yo era pequeña. Aquél sí que me lo leí de cabo a rabo, y muchas veces, era de un griego que naufragó al volver de una guerra y le raptó una sirena, que se enamoró de él y no le dejaba marchar, y al final le dio una barca, y naufragó otra vez, y le pasaron muchas cosas prodigiosas, pero nunca conseguía llegar a su casa, y ya su hijo le andaba buscando porque su mujer tenía muchos pretendientes que se habían metido a vivir en su palacio y que se lo estaban comiendo todo por el morro… Eso nunca lo entendí muy bien, por qué les preocupaba tanto la comida, porque, si eran reyes, debían de ser muy ricos, tu amigo el griego igual lo sabe ¿no?

—Seguramente…

—Me lo tienes que presentar, bueno, seguro que sabes de qué libro te estoy hablando, era muy bonito, precioso, y al final él se cargaba a todos sus enemigos uno por uno, a flechazo limpio, y a mí me entraba algo por dentro cada vez que lo leía, era como si me emocionara, ¿sabes?, porque en aquel libro todo era grande, los hombres y los dioses, los héroes, los malos, los amores y los odios, grandes, fuertes… Me gustaba mucho, nunca he encontrado otro libro como ése. Se llama la Odisea. ¿Lo has leído?

—Sí, en el colegio.

—Era fantástico…

—El Quijote te gustaría.

—¿Sí? ¿Tú crees?

—Sí. También allí todo es grande.

—Lo leeré.

—¿Cómo te llamas?

Dudó un instante, porque su inteligencia antigua le había advertido ya de la trascendencia de aquella pregunta inútil, banal, ya formulada.

—Manuela. Pero en mi casa me llaman Manoli —le dedicó una sonrisa torpe—. ¿Y tú?

—Yo me llamo Benito, Benito Marín… Vamos, te invito a una caña.

Cogió la carpeta, se levantó y echó a andar detrás de él. La vida y la muerte volvieron a bailar sobre su falda.

Después, al rememorar su primer encuentro, cuando trataba de convencerse de que ella nunca había existido tal y como la recordaba, para compadecerse a sí mismo, para confirmarse en el error definitivo, encontraba natural la evolución de los acontecimientos de aquella mañana, porque solo y apresado en una oscura trampa, cortejando a una mujer disfrazada de falso mito, él no podía saber, no podía cambiar el orden de las cosas, pero eso fue solamente después, cuando ya no había ningún camino por el que regresar y sólo un sendero estrecho, estrechamente vallado, por el que escapar, siempre hacia delante. Antes, sin embargo, cuando ella aún era un montón de carne que se podía besar, golpear, penetrar y tocar, le dolía no haber adivinado, no haber cruzado la calle, no haber tomado otra dirección, no haberse resistido a forzar la máquina, jugar el juego dentro del juego, demasiada cultura para una sola mañana en todo caso.

Caminaban despacio, entre los árboles y las estatuas, ella lo miraba todo con atención, y él no sospechó que desconociera lo que veía porque ella miraba así casi siempre, no tenía ganas de hablar, contestó a un par de preguntas con monosílabos, impuso por fin el silencio, no le gustaba aquel barrio, no se sentía seguro en él pese a que lo conocía muy bien, tumefacto quiste aristocrático en el corazón de la ciudad bastarda, orden y armonía, ilusión del mar, que él siempre había querido imaginar allí, al final de la enorme avenida, cuando venía con su madre a visitar a aquel señor tan simpático que le regalaba algo cada día, primero sólo caramelos, luego juguetes, y hasta un espadín de metal de verdad que él mismo eligió entre las vitrinas de su tienda, Artesanía Española-Oro de Toledo, anzuelo para las multitudes de turistas que se habían tragado ya otros anzuelos, barroco y flamenco, poderío de la literatura turística, anzuelo también para un niño pequeño que se creía enamorado de la dependienta, una jamona rubia teñida que le llevaba cada tarde a merendar chocolate con churros en la cafetería de la esquina, un local inmenso, moderno, con paredes de cristal y nada de madera, tan distinto de esos cafés que se caían a trozos en su propio barrio, la ciudad vieja y auténtica que nunca le engañó, porque desde allí no se podían presentir el agua y la sal, sólo el polvo de las tierras llanas, a ella pertenecía y por eso se atrincheraría en ella después, huyendo de la belleza artificial del rey urbanista, un fracasado más, porque Madrid no llegaba al mar, nunca llegaría, mejor así, la soberbia ayuda a sobrevivir, pero entonces, cuando él compartía con la ciudad el centro de la tierra y aquella tendera con vocación de starlet, su primer amor confesable, le animaba a que se pasara a las porras, otra ración, para hacer tiempo, él se sentía pertenecer en realidad a la aparatosa escenografía ortogonal en la que apenas jugaba el papel de un pequeño figurante, grandes avenidas, rectas calles, árboles y jardines, fuentes y estatuas, mentira, todo mentira, como la sonrisa de su madre cuando le recuperaba con un beso y un abrazo, la respiración levemente agitada, el rostro levemente arrebolado, el peinado levemente descompuesto, y él se despedía como un niño bien educado, muchas gracias y hasta otro día, y le pesaba alejarse del mar por calles cada vez más estrechas y oscuras, edificios cada vez más pequeños y sucios, de vuelta a casa, aquella chabola mesetaria, mientras su madre le instruía en la farsa del día, y sobre todo no le cuentes nada, pero es que nada, a papá, ¿eh?, éste es nuestro secreto, y él asentía convencido, nada a papá, tengo un pacto secreto con mamá, y los secretos son sagrados, yo no soy un chivato y nunca diré nada, mamá me quiere más que a los demás, no tiene secretos con las niñas, se estaba tan bien en el centro…

—¿Qué es este edificio tan grande? ¿Un ministerio?

Manuela se había detenido en medio del paseo y le miraba, señalando descuidadamente hacia el fondo con el brazo derecho extendido. Él tuvo ganas de gritárselo a la cara, nada, ¿sabes?, parece imposible, pero este edificio no es nada, es mentira, cuatro fachadas de cartón piedra que se desmontan de un plumazo, y queda un descampado, un pedregal seco y árido, y nosotros allí, arañando la tierra con las uñas, pero no podía, no debía decírselo, no debería haberse expuesto al delirio porque sus delirios también eran mentira, y la miró a los ojos, esforzándose por contestar con voz serena.

—No. Es el Museo del Prado.

Ella cerró los ojos un instante, apretó los puños y dejó caer todo su cuerpo hacia atrás, con tal violencia que él temió que se desplomara sin más. Luego dejó escapar al fin la expresión esperada, pero sus palabras habían perdido ya aquel lustre inocente, el alborozo de la pura sorpresa, el sentido del conocimiento que sólo alimentan los niños, la novedad como un regalo inesperado, y su voz resonó mustia, lastimera casi, apenas audible.

—¡No me digas que esto es el Museo del Prado!

—Sí.

—Lo ves, como soy muy bruta… —clavó sus ojos, repentinamente turbios, en las baldosas del suelo, pero él creyó ver las lágrimas que luchaban con sus pestañas y sintió el impulso de abrazarla allí mismo para aferrarse a ella mientras fingía protegerla, y contarle la verdad al oído, no te preocupes, no sufras, nada de esto existe, es sólo un decorado, el mundo es otra cosa, ella levantó la cabeza para mirarle, y siguió hablando bajito, moviendo mucho las manos—. No sé qué pensarás de mí, ahora…, o sí, sí que lo sé, pensarás lo mismo que los demás, que soy una burra. Llevo nueve años viviendo aquí, nueve años, y creía que esto era un ministerio, parece increíble, y sólo habría necesitado fijarme un poco, ahora que lo estoy haciendo me doy cuenta de que no he visto tantos japoneses juntos en mi vida, y una plaza de toros desde luego no es, me gustan mucho los toros, ¿sabes?, claro, como soy muy bruta… —él sonrió, pero no consiguió arrastrarla a su sonrisa—. Bueno, me voy. Adiós.

—¿Adónde vas? —sus antiguos reflejos de portero le permitieron agarrarla del brazo para obligarla a volverse sin haber llegado a despegar los pies del suelo—. ¿Por qué te vas a ir? No es pecado, que yo sepa…

—No… —musitó ella, mirándole nuevamente, apenas más entera—. Eso ya lo sé, pero… El caso es que yo creía haber estado en el Museo del Prado. Fue cuando lo del Guernica, yo vine a ver el Guernica, como todo el mundo, estaba en un edificio pequeño, un poco más arriba, en la puerta había un cartel donde lo ponía muy claro, Museo del Prado, y pensé… —su cara se iluminó de repente, como si hubiera presentido que le quedaba una posibilidad de salvación, siquiera frágil y remota, una sola, pero auténtica—. ¿Te gusta el Guernica?

—No.

—¡A mí tampoco…! —y sonrió por fin, otra vez.

—¿Llevas encima el carné de identidad?

—No…

—No importa. No es caro.

—No es caro ¿qué…?

—El museo. Vamos a entrar.

—¿Sí?

—Sí.

—Bueno…

Él procuraba pensar deprisa, veamos, recorrido especial para una mujer fea, una diosa menor, leonesa del Orbigo, artesana callejera y debutante absoluta, flamencos, muchos flamencos, alguna gorda veneciana, rubia y saludable por su indolencia, holandesas no, quizás sean excesivas y podrían herirla por alusiones, pero la monstruita de Carreño le gustará, y los enanos de Velázquez también, seguro, ella le seguía sin decir nada, mirándolo todo, seguramente no le apetece nada este plan, pensó él, pero ya que he emprendido sin querer la cruzada contra los siete enanitos de la comuna, total, que más da, Cervantes o Joyce, El carro de heno o el Guernica, no se sentía demasiado seguro pero ella le seguía siempre, siempre un paso detrás de él, mirándolo todo, le tendió la entrada y le preguntó por dónde quería empezar, ella se encogió de hombros, tú mismo, está bien, pensó él, tú lo has querido, seré yo mismo, el Descendimiento le encantó, él ya lo sabía, por eso la llevó a verlo antes que cualquier otro cuadro, qué barbaridad, lo repitió despacio, en voz demasiado alta, el rostro congelado en una expresión de insólito estupor, qué cantidad de oro, debió salir carísimo, y qué bonito, mira ésa de la derecha, cómo llora, es impresionante, María Magdalena, afirmó él y un escalofrío le arrasó la espalda, amaba a Jesús, le lavó los pies con su pelo, ya, ya lo sé, ella asentía, me lo contaron en el colegio, que era muy guapa y muy puta, ¿no?, él se rió, una señora se volvió para mirarles, sí, más o menos, guapa y puta, no está mal, no, ven, te voy a llevar a ver al Bosco, ¿sí?, y ése ¿de dónde era?, belga, lo mismo que éste, oye, tú sabes mucho ¿eh?, bueno, lo sé por mi trabajo en el Ayuntamiento, ella le dedicó una ojeada recelosa, pero ¿no trabajabas en el no se qué de Urbanismo?, él se quedó mudo un instante, no suponía que le hubiera escuchado antes, memoria peligrosa, retuvo, y se explicó mejor, sí, en la Gerencia de Urbanismo, pero allí llevamos también los museos, ¿sí?, ella se conformó con eso, yo creía que os ocupabais de decir cuántas terrazas tiene que tener cada casa…, le gustó Patinir, su violenta Estigia, este tío estaba loco, mira que pintar el agua de esos colores, y los pecadores diminutos que gozaban en las minúsculas ampollas de cristal, en las corolas de los colosos florales, en los brazos de esos clérigos corruptos que brotaban como semillas malditas en un bosque de engendros espinosos, impensables, los miró largo rato, acercándose a la tabla hasta rozarla casi con la nariz, frunciendo sus bellos ojos de mujer miope, y luego se volvió hacia él, casi asustada, oye tú, pero éste también estaba loco…, la tomó del brazo para conducirla hacia la salida y le dio la razón, sí, loco de remate, y ¿quién le compraba los cuadros?, él sonrió, no lo sé todo ¿sabes?, pero creo que era Isabel la Católica, ¡anda!, exclamó entonces, pero ¿ésa no era tan beatona?, sí, pero ya ves…, salieron al pasillo principal para avanzar lentamente, el Greco no, pensaba él, el Greco es sombrío y triste, ¿sabes lo que te digo?, ella le interrumpió con la voz clara, alta, firme, que delataba su condición de mujer meteca, extranjera en el Parnaso, él sonrió porque eso le gustaba, no, dijo, no sé lo que me dices, ella volvió a la carga, pues que me voy a cortar el pelo porque me estoy dando cuenta de que tengo pelo de santa, como todas ésas, y no sé…, ni se te ocurra, susurró él, ¿qué?, he dicho que ni se te ocurra, tienes un pelo precioso, el pelo de la Magdalena, ella se detuvo para mirarle un momento con ironía, ya, pero ella era guapa y yo no lo soy, él se acercó y rozó un instante sus cabellos con los dedos antes de hundir los nudillos en los mechones como en la cresta de una yegua, y habló bajito, eso no es más que un atributo secundario, ¿qué…?, su mano recorría despacio el cráneo, de abajo arriba, sus dedos luchando con la suavidad de la maraña irresoluble, su palma resistiendo la tentación de volverse puño, su puño destruyendo violentamente ya, al cerrarse sobre su pelo, el precio de su vieja santidad pagana, y no pudo negarse a apretar con fuerza, no se negó al deseo de doblar la muñeca, estiró su brazo hacia abajo, cerró los ojos, y la tuvo así, mientras ella se dejaba hacer, insistiendo en un murmullo sordo y ansioso, no he entendido lo que acabas de decir, la cara vuelta hacia el techo, la piel tirante, pero agotada la intensidad de un segundo, él sintió que en alguna parte tanta emoción malsana le empezaba a doler, y decidió volver, regresar al ejercicio de las pautas corteses, renegar de sí mismo con ella, y se impuso la obligación de tranquilizarse como una necesidad vital mientras aflojaba la presión con nostalgia, poco a poco, ¡bah!, respondió por fin, en su voz de nuevo el amable funcionario solventador de las crisis de licencias de venta callejera, y carraspeó levemente antes de continuar, es Polibio, que tanto despreciar a Aristóteles y al final me ha pegado su manera de hablar, ella enderezó la cabeza y giró el cuello un par de veces en ambas direcciones, frotándoselo con la mano como si le doliera, él sintió un oscuro escalofrío, pero eso tampoco afectó el discurso del pedante, inofensivo funcionario progresista que continuaba hablando en una extraña clave, lo que quiero decir es que la Magdalena tenía, sobre todo, el pelo largo, y luego fue la mujer que le lavó los pies a Jesús, que fuera guapa o no carece de importancia, ¡ah!, contestó ella, con una luz distinta en la cara, entonces él la llevó del brazo, corriendo casi, ante un lienzo oscuro, ¿a que no sabes quién es ése?, ella cayó en la trampa, y al concentrarse arrugó toda la cara, dio un paso al frente, Ribera, proclamó, no, ése es el autor, yo te pregunto por aquel señor de negro, eh, no te acerques, tramposa, adivínalo si puedes, ella meditó un instante y se volvió con una expresión de triunfo, ¡un mendigo!, pues no señorita, es Arquímedes, ¿el de la bañera?, justo, el de la bañera, ¿te gusta?, sí, mucho, es muy bonito, pero yo no me imaginaba a Arquímedes así, sino con túnica…, bueno, vámonos ya, estarás cansada, no, qué va, si me lo estoy pasando muy bien, quiero ver más, vale, cedió él, si tú quieres, mientras pensaba que lo había intentado, y se previno contra sí mismo, invocó a sus clásicos, abjuró del blanco, mira éste, dijo en cambio, es muy valioso, ¿sí?, a ver qué pone, es que estas letrujas son tan raras…, lo descifró por fin, deletreando despacio, ojalá nunca se ponga lentillas, las gafas, en cambio, le sentarían bien, Rembrandt, Autorretrato, pareció sorprenderse, y ¿por qué vale tanto?, preguntó, si es muy pequeño…, porque es falso, contesto él, completamente falso, y lleva siglos clavado ahí como si Rembrandt lo hubiera pintado alguna vez, ¡anda!, susurró ella, qué gracioso, y sonrió antes de condenarle, oye, y ¿las majas no estarán por aquí?, él hizo como que no escuchaba, ella repitió la pregunta y ya no pudo ignorarla por más tiempo, bueno, sí, pero las salas de Goya están en obras, no se puede ver nada, ¿seguro?, insistió, él movió vagamente la cabeza, voy a preguntar a ese señor, dijo ella, muy resuelta, y el bedel le contó la verdad, regresó sonriendo, ¡qué va!, anunció, si las obras se acabaron hace más de un año, vamos a verlas, es que a mí, ¿sabes?, me encanta la maja desnuda, tiene unas tetas tan raras…, muy bien, se dijo, vamos a verlas, y bajaron la escalera, y ocurrió todo lo que no debería haber ocurrido nunca, el anciano conserje vestido de azul marino le saludó como de costumbre, con el afecto de costumbre, llevaba viéndole tantos años, vaya, Benito, otra vez por aquí, lo tuyo ya es una manía rara ¿eh?, dos veces en una semana, él le devolvió un gruñido de fastidio, es que estoy de vacaciones, explicó de pasada, ella reaccionó instantáneamente, su curiosidad como un resorte invisible, ¿qué quiere decir ese señor?, ¿es que tú vienes mucho por aquí?, él intentó zafar su brazo de la presión de sus manos, los perfiles de sus uñas le hacían daño a través de la tela, sí, contestó, vengo de vez en cuando…, ¡ah!, y le miró con extrañeza, ¿y por qué no me lo habías dicho antes?, él se encogió de hombros y recibió una nueva pregunta, ¿y a qué vienes?, se estaba empezando a cansar y contestó con cierta brusquedad, a comer… ¿tú qué crees?, ella se replegó sobre sí misma y no se atrevió a decir nada más, él pensó que no era para tanto y se decidió a confiarle uno, el más leve de sus inocuos secretos, vengo a ver un cuadro, ¿uno solo?, sí, uno solo, yo…, bueno, no tengo demasiadas cosas que hacer ¿sabes?, a veces me aburro en casa, y vengo aquí, a ver ese cuadro, enséñamelo, no te va a gustar, ¿no?, ¿por qué?, porque no sale ninguna teta, no importa, bobo, enséñamelo, anda, él recorrió despacio las baldosas desgastadas por sus propios pasos, su absurdo peregrinaje, año tras año, ya no se acordaba de la primera vez, era quizás un niño, daba igual, y cogió un pequeño escaño de vagas reminiscencias renacentistas, el asiento de un vigilante ausente, le dejaban usarlo, todos le conocían, y lo situó sin dudar en el lugar exacto, justo enfrente del punto central del marco, y se sentó, y la llamó, y ella fue, y se sentó encima de sus rodillas, mirando la tela, y sus frágiles muslos acusaron el peso excesivo, y sintió casi la tentación de arrepentirse, pero ella era blanda, suave y caliente, y comenzó a hablar en un susurro sordo, como hablan los niños en las grandes iglesias iluminadas con velas, ¿éste es el cuadro que te gusta tanto?, los hombres simulaban caminar, pero no avanzaban, porque el aire inmaculado, asfixiante, les empujaba contra sí mismos, atajando cualquier esfuerzo, hinchiendo los pliegues de sus capotes blancos, pesados aleteos en una repugnante atmósfera de cristal, él los reconoció y lo confirmó, sí, es éste, el perro estaba loco, ladraba de frío, de hambre y de miedo, increpaba a la muerte, la olía, su cuerpecillo flaco y desnudo agigantado por la locura, sus sentidos descompuestos por un terror impalpable y cierto, el perro ladraba, loco, enloquecido por las amenazas del horizonte transparente, ella meditaba, no es un cuadro muy famoso ¿verdad?, parecía por fin segura de sus conocimientos y él sonrió a sus espaldas, no, no es famoso, y el blanco se tornaba oscuro, color de muerte, hielo implacable, nieve que arrasa la vida a su paso, la pureza revelada como un misterio temible, peligroso, un universo limpio donde no caben los hombres, ni los perros locos, y… ¿por qué te gusta tanto?, porque es la primera pintura negra, no lo entiendo, si es una nevada, está todo blanco…, el blanco no es más que una máscara, un signo de la muerte, todos van a morir y ya lo saben, ¿sí?, ¿estás seguro?, sí, el peso del blanco les aplastará, el blanco es siempre frío y húmedo, impregnará sus ropas para anunciarse más allá del terror de la tela mojada, y luego comenzarán las cuchilladas, pequeñas al principio, soportables, como leves pinchazos, diminutos cuchillos de hielo que se sucederán cada vez más deprisa, progresivamente dolorosos, mortales al fin…, ¡joder!, qué cosas más raras dices, me estás empezando a dar miedo…, no, y apenas pudo decir otra cosa, no, no tengas miedo, en serio…, luego improvisó con cierta brillantez, es que me caí una vez esquiando, de pequeño, me torcí una pierna y me pilló un alud, casi la diño ¿sabes?, por eso me da miedo la nieve, aunque también me gusta, no sé…, sí, lo entiendo, ella lo entendía, él suspiró aliviado, yo también esquío, allá en León hay mucha nieve en invierno, ¿qué botas tienes tú?, ¡uf!, no sé, unas francesas, muy raras, no me acuerdo del nombre…, ya…, pues ¿sabes lo que te digo?, que ahora que me has contado todo esto, pues creo que sí, que es verdad, cuando nieva mucho ahí arriba, parece que los copos se te meten debajo de la piel, como si se te clavaran en la cara, sí, es verdad, una sensación muy parecida a la de pincharse con una aguja, agujas no, se dijo él, que ya no pronunciaría una sola sílaba más, cuchillos, siempre cuchillos, ahondar con su filo en la carne confiada, ilusa, torpemente consciente de su consistencia, medir los instantes que opone la piel al metal decidido, comprobar con un escalofrío la fragilidad de los organismos vivos, un cuchillo, instrumento de placer y de poder, imagen que le atormentaba desde la infancia, lo había probado muchas veces, apoyando la punta del esqueleto agudo en la cara interior de su propio brazo, contra el irregular rastro de las venas moradas, y al principio la carne resiste, se defiende y refleja tan sólo una débil señal, un punto de color sobre la superficie clara, hasta que en algún momento la estructura se quiebra, sometiendo sus leyes a las del más fuerte, una hoja metálica de borde afilado que la rasga y penetra como un amante furioso, un amor que él solamente podía imaginar, porque nunca le había sido dado conocer esa victoria, el cuchillo mata, recordó, y estrechó su brazo derecho en torno a la cintura de Manuela, estirando después la punta de sus dedos para rozar el peso de uno de sus pechos, el cuchillo la mataría, le enseñaría que vivir es un trabajo insoportable, y su inocencia se revolvería en un instante contra ella como un arma potente, entonces se inclinó levemente hacia delante para esconder el rostro en su melena de santa barroca que olía a champú para niños, almizcle contemporáneo, y notó que su sexo crecía, y comenzó a balancearse muy despacio, con ella, contra ella, acunándose a sí mismo mientras se sumergía en una extraña paz, podría seguir así toda la vida, se dijo sin hablar, casi sorprendido por su bienestar, pero, cuando estaba a punto de recuperar en ella la serenidad perdida, cuando empezaba a sentir la caricia del agua sobre sus pies, allá, en su reino perdido, a la misma altura que las nubes, el mundo entero dispuesto a su alrededor, todos los cuchillos rotos y oxidados por la certeza, la inmortalidad de quienes se saben amados, entonces todo cesó bruscamente, igual que en los sueños.

Ella se deshizo de su abrazo y se levantó de un golpe. Le miró con ira y él creyó por un momento que sus ojos eran rojos.

—Eres un cerdo.

Le escupió estas palabras a la cara y luego se fue corriendo.

No llegó a lamentar haberla perdido, porque a pesar de todo y de que sabía que nunca debería haberlo intentado, conservaba todavía en su boca, en sus dedos, en su piel, el precioso sabor del país olvidado. Pero eso no le evitó la conciencia del sonrojo, su rostro, su cuerpo, su sangre roja, más roja, ardiendo de color, y olvidándola por un instante, trató de concentrar todas sus energías en el gobierno de su organismo para devolverle la palidez y la laxitud acostumbradas pensando en otra cosa, cruzando aparatosamente las piernas, apoyando con aire despreocupado su barbilla en el hueco de la mano derecha. Su mirada sostenía una lucha irresoluble, obsesiva, contra la tela blanca, pintada de blanco, que se había quedado muda y se desdibujaba deprisa, empañándose como un cristal helado.

—¡Qué sucio está este cuadro! —dijo en voz alta, procurando aparentar un acento experto, y se sintió mejor.

Permaneció inmóvil todavía unos minutos, repasando en su memoria la lista de la compra hasta que su sexo se rindió y se replegó discretamente. Entonces se levantó y se dirigió hacia la puerta andando muy despacio. Conservaba aún el sabor del centro en la lengua, y aunque nadie en la sala reparaba ya en él, procuró marcharse sin hacer ningún ruido.

Engulló tres pinchos de tortilla seguidos sobre la barra del primer bar que le pilló de paso, no tenía ganas de cocinar para él solo, después de los acontecimientos de aquella mañana no. El café le abrasó la garganta, pero se lo terminó de un sorbo para pagar deprisa y poder marcharse, regresar a la calle donde el sol calentaba, y volver lentamente a casa, alejarse del mar otra vez, después de tantos años, para recuperar las miserias de una cordura tan dolorosamente adquirida, tan trabajosamente mantenida por su conciencia de hombre solo.

No le resultó demasiado difícil, estaba bien entrenado, cuando llegó a Barceló ya creía que habría sido mejor no conocerla, la estéril travesura recién concluida le había privado de un tiempo precioso, había faltado a la segunda y a la tercera cita, Manuela era tan fea, graciosa, sí, pero Conchi bien podría haber elegido aquella tarde para reaparecer de nuevo, habría salido de casa masticando sin ganas el último pedazo del postre, quizás una manzana mordisqueada en la mano todavía, y habría desfilado deprisa, pegada a la tapia del convento, ante el muro desnudo, sus ojos ausentes. Nunca habría debido descuidar su mundo por un retazo de otro que sabía ya ajeno, perdido, irrecuperable.

La calle estaba desierta. La enfiló con precaución, sin embargo, obligándose a mirar atentamente cada portal, cada esquina, las rampas de los garajes, pero todo fue en vano. Renunció a detenerse junto a la pequeña gárgola que remataba el canalón del desagüe, su observatorio habitual, porque llevaba casi una hora de retraso, y ella no aparecería, inútil derrochar más estupidez para nada. Subió despacio las escaleras. Al buscar las llaves en el bolsillo, sus yemas tropezaron con dos pequeños discos, y se sintió algo más conforme consigo mismo. Al menos, tú has salido ganando, anunció, en un murmullo casi imperceptible, apenas cerró la puerta y se encontró a solas con ella, en el vestíbulo. Estaba vieja, resquebrajada y amarillenta, había llegado el momento de echarle una mano, ayudarla a recobrar el brillo de antaño con los recursos propios de las señoras mayores, mujeres marchitas sobre la raya de la vejez, como ella, el pálido reflejo de una belleza que fue propia alguna vez.

—La desnudez es muy arriesgada. Y tú ya no tienes años para andar desnuda por ahí.

Sonrió mientras le abría los agujeros de las orejas con un alfiler.

—Hay que ver, sin agujeros todavía, a tu edad, qué poco coqueta eres…

Era divertido. Levantó las dos chinchetas que mantenían fijo en la pared el monótono escenario de su pobre vida, e insertó los pendientes en el papel con mucho cuidado, para no romperla. Luego se apartó ligeramente de ella y la miró, transfigurada por el reflejo del metal barato. Le sentaban bien los pendientes, estaba más guapa que antes. Se lo dijo en voz alta.

—…y no te quejarás, que hoy te he hecho mucho caso…

Luego se quedó de pie, parado en medio de la habitación, dudando. Había perdido ya mucho tiempo, pero no se le ocurría otra cosa que hacer en las detestables horas de otra tarde inútil. Se dijo que además se lo estaba pidiendo el cuerpo, porque no se podía explicar de otra forma las absurdas emociones que se habían sucedido aquella mañana hasta lograr desterrar definitivamente su control sobre sí mismo. Así que se lo debía. Entró con paso decidido en el salón, entornó las persianas y se sentó frente a una pared recubierta de pintura antigua, amarillenta ya, excepto en el centro, donde un hueco blanco, limpio, regular, atrajo inmediatamente sus ojos, que se concentraron en mirar por él como se mira a través de una ventana.

No había pasado demasiado tiempo, algo más de un par de años, desde la tarde en que la viera por primera vez, jugando a la goma con sus amigas, pero tal y como en aquella época supo presagiar Polibio, su cuerpo había experimentado una transformación radical. Afrodita revelada, carne redonda vistiendo los agudos huesos de antaño, él seguía discretamente sus pasos, la miraba a distancia, ajustaba sus propios días al ritmo cambiante de los suyos, y esperaba, estaba dispuesto a esperar tanto tiempo como hiciera falta, en realidad jamás supuso que tuviera el oído tan fino. Aquella mañana de primavera, cuando la reconoció a lo lejos, remontando la cuesta con dos bolsas cargadas, una en cada mano, no descubrió una imagen muy distinta de la que había contemplado otras veces, estaba acostumbrado a verla con esos botines puntiagudos que se ajustaban en el tobillo y una falda vaquera muy corta, rematada con un amplio volante, que parecía la estrella de su vestuario a juzgar por la frecuencia de su uso, no había nada especial, excepto la tenacidad del viento que la mortificaba sin pausa, desvelando a cada paso sus muslos sin permitirle nunca atajar a tiempo el vuelo de la tela con el peso de las bolsas de nylon repletas de comestibles que inmovilizaban sus brazos, tensos por la carga. Tal vez fuera el viento, la visión de una delgada franja de carne hasta entonces oculta, o sus conmovedores intentos de mantener la compostura, el esfuerzo que desencajaba sus mandíbulas y hacía visible el sudor en su rostro, un brillo húmedo sobre el labio superior, o tal vez no fuera más que mala suerte, porque ya otras veces había dejado escapar jaculatorias insoportablemente obscenas a su paso, frases brutales, sinceras e instantáneas, que no estaban destinadas en rigor sino a sí mismo, porque poseían el poder de conjurar el peligro inminente, amortiguando el deseo y la definitiva vergüenza de saberse allí, espiándola desde el cobijo que obtenía de los muros de su propia casa.

—Mira qué bien, qué ventiladita vas hoy…

Las había soltado mucho peores, pero esta vez ella le oyó. Él no se dio cuenta al principio, pero mientras la tenía delante, desfilando con el cuerpo rígido, la cabeza erguida, la piel brillando ante sus ojos todavía risueños, sus oídos recibieron nítidamente un completo catálogo de insultos, la imprevista respuesta que una mujer tan joven, apenas una niña muda hasta entonces, emitió claramente entre dientes, sin querer mirarle.

—Bestia, animal, cabrón, hijoputa.

El asombro desterró en un instante el color que apenas había llegado a asomar a sus mejillas, impulsándole a reaccionar cuando ella se hallaba ya a punto de alcanzar el portal de su casa.

—¡Vaya boca! —gritó en su dirección, con un gesto casi desafiante.

Conchi se volvió para incrementar la sorpresa de su eterno espectador con una sonrisa que no esperaba.

—Pues anda, rico, que la tuya…

Volvió a verla al día siguiente por la tarde, y no ocurrió nada porque ni siquiera osó despegar los labios en su presencia. La misma escena se repitió en condiciones idénticas veinticuatro horas después, y aquel mínimo restablecimiento del ritmo habitual le bastó para convencerse de que su comunicación se había interrumpido para siempre, por eso se asustó tanto al escucharla, porque le estaba hablando a él, cuando se la topó de repente una mañana, en la entrada de la panadería.

—¡Mira que eres feo, tío…!

Sintió que el corazón luchaba por quebrar el muro intermitente de sus costillas viejas para saltar al suelo cuando giró la cabeza para afrontarla, ella le miraba a los ojos con una sonrisa torcida que la favorecía, cualquier sonrisa la habría favorecido, mientras introducía un chupa-chups en un granulado de aroma ácido y efectos burbujeantes contenido en un pequeño sobre de papel para llevárselo inmediatamente a la boca, chuparlo un momento con avidez y repetir la operación. Él, su cuerpo congelado, paralizado con un pie en el umbral, no pudo evitar seguir escuchándola.

—Yo es que, en serio, te miro y no me lo creo, no sé cómo alguien puede llegar a ser tan horrible, en serio, tío, es que eres penoso, la verdad, a ti te debieron hacer en una noche…

—De tormenta, que no se veía nada, ya lo sé —era pequeña, tan pequeña después de todo, tal vez veinte años más joven que él. Acostumbraba a imaginarla como un espíritu poderoso y cruel, le gustaba hacerlo, pero no resultaba ser más que una cría, una mala mujer solamente en potencia, y al comprenderlo se sintió seguro de repente—. Es un chascarrillo muy viejo, me lo han repetido centenares de veces, no tiene ninguna gracia, y además tú, que ya eres mayorcita, deberías saber que se puede hacer un niño de día y sin luz —la miró a la cara y sonrió al comprobar su confusión—. Mira, es mucho más bonito eso de que tú has nacido porque tiene que haber de todo. Deberías usarlo la próxima vez que me veas. Y ahora, si no te importa, déjame pasar, he venido a comprar el pan.

Se acercó al mostrador con paso decidido y lo que suponía una expresión de incorruptible dignidad, por si ella seguía en la puerta. Por la misma razón, cuando ya tenía la pistola en la mano, se decidió a comprar también uno de aquellos repugnantes combinados de chupa-chups y burbujas. Antes de volverse elevó un segundo los ojos hacia el gran espejo inclinado que ocupaba el tercio superior de la pared, reflejando la calle, y comprobó que ella seguía allí, mirándole. Cuando pasó a su lado, le tendió la golosina con un gesto que pretendía parecer despreocupado.

—Toma, para que tengas un recuerdo mío… —y echó a andar sin mirar para atrás.

Le costó trabajo convencerse de que el repiqueteo de unos tacones reflejaba el sonido de sus propios pasos sobre la acera.

—Oye, que lo siento… —ella, el rostro levemente contrito, el pecho agitado por la carrera, le tiró de la manga para asegurarse su atención.

—¿El qué?

—Pues eso…, haberte dicho lo de la noche de tormenta. Me he pasado.

—No te preocupes —adelantó el pie izquierdo para reanudar el paso intentando no mover ni un ápice el resto del cuerpo, con la vana esperanza de que ella no abandonara su brazo para seguir andando a su lado—. Estoy acostumbrado. El que debería pedirte perdón soy yo, por lo del otro día…

—Bueno —se miró un momento la punta de los zapatos, las manos ya, naturalmente, juntas y cruzadas en la espalda—, la verdad es que yo también estoy superacostumbrada a que me digan cosas…

—No me extraña…

—Pues no le veo la gracia por ninguna parte, en serio. Los piropos sí me gustan, son divertidos, a veces me río y todo, pero eso de no poder pasar en paz por delante de una obra es demasiado, es que no lo entiendo, vamos… Por ejemplo lo tuyo. ¿Es que tú no trabajas, tío? ¿Es que no tienes otra cosa que hacer que estar ahí, apoyado en una pared, esperando a verme salir? —le dedicó una mirada provocadora, pero no obtuvo respuesta—. Pues no es por nada, quiero decir que no lo digo sólo por ti, pero lo que creo es que sois unos pobres desgraciados, que si no podéis soportar ver a una tía mona andando por la calle es porque ni os acordáis de cuándo os comisteis la última rosca.

—¡Qué va…! —la miró a los ojos repitiéndose con firmeza que le sacaba casi veinte años—. Si no es eso, en serio… ¿Cómo te llamas?

—Conchi, y yo creo que sí, tío, que sí es eso, si ya lo dice mi madre, que los hombres mucho hablar todo el tiempo de lo mismo, pero luego, ¡ja!

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis.

—Menos mal…

—Menos mal ¿qué?

—Pues que no se me ha ocurrido encontrarme contigo dentro de quince, cuando vayas con metralleta…

Ella se rió con ganas, rápida y brillante.

—¿Sabes dónde pienso estar yo dentro de quince años? —él negó con la cabeza, risueño, contagiado de su risa—. Pues viviendo en una casa de puta madre, con una chacha filipina, los niños internos en Irlanda y un imbécil con traje azul y corbata trabajando dieciocho horas al día para tenerme contenta, ni más ni menos.

—¡Eso es amor!

—No, el amor es otra cosa, y no da más que disgustos.

—Los que te llevarás tú…

—¿Yo? —sus labios se torcieron para componer una mueca sarcástica, sus pupilas se dilataron para fingir una repentina alucinación—. Sí hombre, ni loca, tú no me conoces.

—Sí te conozco, he conocido a otras como tú. —Ahora hablaba con una extraña sabiduría, sin elevar la voz, seguro de ser escuchado, como si las palabras que pronunciaba lentamente hubieran estado en su boca desde el primer día de la eternidad—. Las más guapas, las más listas, las que han nacido para comerse el mundo, para dominar a los hombres, para explotarse provechosamente a sí mismas, son las que más se esfuerzan en contradecir su destino, y las que peor acaban…

—¡Porque tú lo digas!

—Sí, porque yo lo digo, y te digo además que lo tuyo no tiene remedio. Porque no eres capaz de estar callada, ni de tragarte la rabia, ni de meditar los insultos, tú nunca podrás aguantar a un imbécil de traje azul y corbata el tiempo necesario para tener hijos y mandarlos a Irlanda, tú te enamorarás, y te enamorarás como una salvaje además, del hombre que menos te convenga, un individuo débil y enfermizo, doble, que te llamará impaciente cuando seas sincera, insensible cuando seas sincera, dura cuando seas sincera, y puta cuando seas sincera, y acabará dejándote tirada por una estudiante de piano, tan débil y tan falsa como él, no lo dudes, y eso en el mejor de los casos, porque la otra posibilidad, la del hombre aparentemente duro que te fascinará por su aplomo y te seducirá para lucirte como una joya más de su corona, te precipitará todavía antes en el alcohol y te convertirá en cliente habitual de las casas de socorro. No merece la pena exponerse a llevar eternamente marcadas las cejas por una estudiante de piano, porque ésa será la que se lo lleve al huerto, a cualquiera de los dos, ya puedes tenerlo claro. ¿No te ha contado tu madre que los hombres siempre se casan con las sositas…? Y dale gracias a Dios por tener madre, que si no acabarías haciendo la calle y él retirando a una puta sosita, que también las hay…

—¡Qué estupidez! —dijo ella, y su voz perdió por un instante la calidez de antes, pero se rehizo sin excesivo esfuerzo porque era muy joven—. Dices eso porque tú sí sabes perfectamente lo que te espera, hablas como si quisieras vengarte, pero yo no tengo la culpa de que seas tan feo, tío, ni de que ligues tan poco y tan mal.

—Pero tengo razón, ya lo verás.

—Bueno, mira, no pienso perder más el tiempo con tus tonterías…

—No te enfades —y la interrumpió con el tono pretendidamente dulce de las retiradas—, era sólo teoría literaria.

Polibio, que había guiñado repetidamente los ojos cuando distinguió por primera vez sus siluetas al contraluz, como si se negara a admitir la potencia de un espejismo tal, ya no hizo nada por disimular su asombro cuando por fin les tuvo delante, sus rostros concretos imponiéndose con claridad al otro lado de la barra.

—¡Vaya, Conchita! ¿Cómo tú por aquí…? ¿Te ha dado un caramelito este señor a la puerta del colegio?

Benito dejó escapar un resoplido de cansancio, pero no llegó a mover los labios. Fue ella quien tomó la iniciativa para contraatacar violentamente.

—Pero bueno, ¿qué dice éste ahora…? Será muy amigo tuyo, pero parece un poco imbécil ¿no? —él asintió con la cabeza, mirando a Polibio, estaban en paz. Ella también le miró, para dirigirse a él, desafiante—. Y, vamos a ver…, usted ¿cómo sabe mi nombre, si puede saberse?

—Es que conozco a su señora madre… —tras una larga pausa, la potencia de su voz comenzó a disminuir alarmantemente en cada sílaba. No quería molestarla, perdóneme, no es mi costumbre hacer comentarios acerca de los clientes, pero, no sé, la confianza…

Benito sonrió, le resultaba imposible estar enfadado con él mucho tiempo. La expresión de ella también se dulcificó y, cuando habló, su voz era suave.

—Bueno, no hace falta que te pongas así… Puedes tutearme, hombre.

—Muy bien… Y ¿qué va a ser?

—Una de pulpo con mayonesa.

Su petición, clara y rotunda, les pilló completamente desprevenidos.

—¿Qué pasa? —insistió con expresión sorprendida—. ¿Es demasiado caro?

—No —fue Benito quien respondió—, no es eso. Pero lo normal es pedir antes algo de beber.

—Bueno, pues una de pulpo con mayonesa, una coca-cola y, de tapa, por ejemplo, por ejemplo…, dos mejillones, ¿no?, las banderillas me dan ardor de estómago.

—A mí me pones una caña…

—¡Y pan! —gritó de nuevo ella, al final, mientras Polibio desaparecía por la puerta situada detrás de la barra. No se lo han puesto fácil esta vez, pobre, pensó Benito, sorprendido por la firmeza con la que ella se había dedicado a pedir comida sin detenerse a reparar siquiera en que apenas se veían tres o cuatro latas de aceitunas rellenas entre las botellas—. Es que éstos son muy listos, les pides una ración y se les olvida ponerte la tapa, por eso yo se lo recuerdo siempre.

Él la miró un rato, sonriendo. Al fin y al cabo, podía considerarse afortunado por el hecho de que Polibio estuviera recorriendo ahora todos los bares de la plaza para recopilar los múltiples ingredientes de su abundante pedido, ya presentía que no tendría demasiado tiempo para estar a solas con ella.

—No me mires así, tío… Estás equivocado ¿sabes? Tú no tienes ni idea de quién soy yo.

—Una mujer peligrosa ¿eh?

Ella le respondió con un mohín que no supo interpretar.

—Puedes pensar lo que quieras, pero… —se quedó callada de repente y su cara se iluminó un instante después, como si acabara de hallar un arma definitiva—. ¿A ti no te contaban de pequeño el cuento de Estrellita de Oro?

—No sé. La verdad es que el nombre me suena, pero no me acuerdo.

—Vale, pues te lo voy a contar yo. Érase una vez una casa donde vivían dos hermanastras, una buena y otra mala. La mala era la favorita de la señora, que era su madre, mientras que a la buena, que era huérfana, pues… lo mismo que a Cenicienta, vamos, que la tenían trabajando todo el día. Una mañana fue a lavar la ropa al río y se encontró con una viejecita que le pidió algo de comer, porque tenía mucho hambre. Ella, como era tan buena, le dio la mitad de lo que llevaba, que no era más que un bocata, y entonces la vieja, que en realidad era un hada, la premió haciendo brotar una estrella de oro sobre su frente, y concediéndole el don de que, cada vez que hablara, de su boca salieran monedas y piedras preciosas. Cuando llegó a su casa y las otras dos brujas se dieron cuenta de lo que había pasado, la señora decidió que al día siguiente sería su propia hija, es decir, la mala, quien fuera a lavar. Y eso hicieron. En vez de sábanas, le dio dos pañuelitos para que no se cansara mucho, y le preparó un festín enorme, con pollo, y tarta, y todo. La vieja llegó andando por la orilla del río justo cuando estaba empezando a comer, pero, como ella era muy glotona y no la vio con pinta de hada, no quiso darle ni siquiera un currusco de pan duro. Entonces el hada la castigó haciendo brotar un rabo de burro en su frente, y decidiendo que cada vez que hablara, se le llenaría la boca de sapos y culebras.

—Como a ti el otro día…

—No hombre —rió—, quiero decir de sapos y culebras de verdad. Total, que así las cosas, el príncipe del reino decidió casarse, y mandó un emisario para que fuera casa por casa, conociendo a las chicas casaderas. El final no te lo cuento porque quiero que sea como una adivinanza. ¿Estás preparado?

—Sí.

—Muy bien. Pues resulta que, de las dos hermanastras, una era muy guapa, muy guapa, y la otra muy fea, muy fea. ¿Quién supones que sería la guapa, la buena o la mala?

—La buena.

—¿Y con quién se casó el príncipe?

—Con la guapa.

—¿Y quién fue rica riquísima y feliz felicísima hasta que se murió en la cama de vieja con más de cien años y cincuenta nietos y se fue derecha al cielo?

—Ella.

—Pues eso. ¿Te has quedado con la moraleja?

—Sí, pero yo te podría contar ahora un montón de historias que terminan exactamente al revés. Y son mucho más modernas.

—¿Ah, sí? ¿Como cuál?

—Como, por ejemplo, Lo que el viento se llevó. ¿La has visto?

—Por supuesto que no.

—¿Por qué por supuesto?

—¡Pues porque es una horterada de película, no te digo!

—¿Y cómo sabes que es una horterada si no la has visto?

—Pues porque lo sé, porque lo sabe todo el mundo, que es un folletín horroroso, que se mueren todos y eso… —entonces le miró con más detenimiento y una mueca de espanto—. ¡No me digas que tú sí la has visto!

—Sí —asintió él—. Varias veces, la primera hace muchos años. A Teresa le gustaba mucho.

—¿Quién es Teresa?

—Una vieja historia…

—¿Te puso los cuernos?

—No, qué va, ni siquiera eso…

—¡Ah! Como lo has dicho con esa cara… Y ¿por qué le gustaba?

—Porque no es ningún folletín, sólo la historia de una mujer muy guapa, muy guapa, muy guapa, y además fuerte, e inteligente, que se enamora de un individuo indigno de ella, un ser pálido, débil y enfermizo, casado, para terminar de arreglarlo, con una criatura adorable, pero sin carne. Escarlata, la protagonista, era todo carne, y Teresa también, y también ella se enamoraba mal, siempre mal, del hombre equivocado, no podía evitarlo. Por eso le gustaba tanto esa película, supongo…

—Y yo… ¿qué soy? ¿Tengo carne o no tengo carne?

En ese instante, Polibio reapareció y les sonrió jadeante, satisfecho sin duda de haber logrado mantener el equilibrio con tantos platos en las manos. Lo depositó todo encima de la barra y se dispuso a servir las bebidas, pero ella no esperó su coca-cola. Apenas el pulpo estuvo al alcance de sus manos, atrajo con un gesto decidido el plato hacia sí y, rodeándolo con el brazo izquierdo para protegerlo, ah, por fin, comenzó a comer como si jamás hubiera tenido antes la oportunidad de hacerlo, alternando metódicamente cada bocado de ese blanquecino monstruo elástico con los grandes pedazos de pan que mojaba en la salsa sin ningún pudor. Polibio la miraba fascinado, con una botella suspendida en el aire. Él pensó que todo encajaba con su apetito, y contestó por fin, en un susurro.

—Tú eres pura carne… Por eso no tienes escapatoria, y sufrirás, te tocará sufrir, seguro.

Ella se dignó a dejar de masticar para mirarle con expresión divertida, como si en la plenitud de su placer, la barriga repleta, le costara trabajo seguir mostrándose muy susceptible y, tras estirar la punta de la lengua para recuperar una gota de mayonesa que se había asomado a la comisura de sus labios, tuvo que esforzarse para hacerse entender con la boca todavía llena.

—Tú ¿qué crees? —espetó a Polibio, que abandonó instantáneamente cualquier tentativa de actividad para dejarse caer sobre el mostrador y, la barbilla entre los dedos, mirarla—. ¿Que yo he nacido para sufrir por los hombres, como dice éste, o para machacarlos, como digo yo…?

Benito llegó a percibir una muda, desesperada petición de clemencia, antes de escuchar la respuesta previsible, formulada en el previsible tono filosófico.

—Bueno, lo normal será que a lo largo de tu vida atravieses por circunstancias de ambas naturalezas —ella torció los labios con escepticismo, él se apresuró a explicarse mejor—. Quiero decir que algún hombre te hará sufrir, qué remedio, chica, eso pasa siempre, pero yo creo que, fundamentalmente, tú te las arreglarás para manejarlos a tu antojo y salirte con la tuya, no sé, es una sensación…

—¿Lo ves? —gritó casi, sin perder el tiempo necesario para mirar a su enemigo, absorta en la tarea de abrillantar el plato con el último trozo de pan—. Y tu amigo es más viejo que tú, debe saber mucho más… ¡Ah, qué bueno estaba! Me encanta el pulpo así… Me comería una fuente entera.

—¿Quieres más? —preguntó Benito sin querer recibir las señales de alarma que Polibio emitía desde el otro lado de la barra.

—¿Puedo?

—Naturalmente que puedes… —y sonrió al advertir el contraste entre su abierta calidez, la mirada de gratitud que ella no pudo evitar dedicarle, y la repentina dureza de los ojos que le asaltaban a distancia.

Polibio se dispuso a salir otra vez, manteniendo firme una mirada torva. Te lo tienes bien empleado, pensaba él, por mentiroso y por fullero, mientras le veía salir arrastrando los pies, mascullando seguramente en silencio las inevitables maldiciones clásicas. Entonces, ella, ajena a la tragedia que había desencadenado la breve polémica acerca de su destino, se concentró en él con una expresión de insólita complacencia.

—Oye…, tú debes tener muchos libros en tu casa, ¿verdad?

—¿Por qué dices eso? —no estaba dispuesto a regalar ni una sola respuesta, porque pretendía retenerla todos los minutos que le fuera posible.

—No sé…, porque ves las películas más de una vez, y los que ven las películas más de una vez es que van mucho al cine, y los que van mucho al cine siempre tienen muchos libros ¿no?

—No todos, no creas…

—Bueno, pero ¿tú tienes libros o no?

—Algunos.

—El caso es que yo necesito uno, un libro ¿sabes?, para el colegio, si me vuelven a cargar la lengua este año no me pasarán a BUP y mi madre ya me ha dicho que me saca y me pone a trabajar, así que…

—¿Tú no has empezado el bachillerato todavía?

—No, he repetido tres cursos, ¿pasa algo? No hace falta estudiar mucho para encontrar un marido tonto y rico…

—No, eso no…

—Bueno, el caso es que me he gastado ya la pasta en otra cosa, o sea, que no puedo comprármelo, o sea, que si tú me lo dejaras…

—¿Qué libro es?

—Uno que se llama Tres sombreros de copa.

—¡Ah, sí!, de Alarcón.

—No, hombre… Total, a mí lo mismo me da, pero es de otro que tenía nombre de toro…

—Es verdad, claro, me he confundido —reconoció él, mientras interpretaba la sucesión de sonidos que proclamaba el inmediato regreso de Polibio y se preparaba para mentir con aplomo—. Pues sí, creo que lo tengo, si quieres vamos ahora a por él, yo vivo aquí al lado.

Los platos llenos sustituyeron a los vacíos, que chocaron sonoramente entre sí en el fregadero. Ella volvió a volcarse sobre el pulpo, fingiendo un hambre que ya no sentía, masticando con disciplina, ahíta, y él adivinó que pertenecía a esa clase de personas desgraciadas que, impulsadas por un extraño código, jamás rechazan una hipotética posibilidad de obtener placer aun cuando en el momento exacto en que tal oportunidad se presenta carezcan completamente del deseo preciso para extraer de cualquier acción teóricamente placentera un solo estremecimiento auténtico de placer real. Por eso sintió cierta compasión mientras apreciaba el rigor con el que acometía la tarea que ella misma se había impuesto, comiendo deprisa, con método y sin ganas, los ojos fijos en el plato, sólo para él, porque Polibio, enfadado todavía, se había retirado a un extremo de la barra y allí fingía leer atentamente el periódico.

—¿Dónde vives? —logró preguntar al fin, tras impulsar con energía el último pedazo de comida en dirección a su torturado aparato digestivo.

—En Divino Pastor, a unos tres minutos de aquí.

—¿Solo?

—No, con mi madre.

Ella no detectó nada extraño en su voz, y adoptando un aire de suficiencia que apenas lograba encubrir su alivio, recogió el bolso que antes había encajado en la repisa situada debajo de la barra y se lo colgó del brazo, iniciando así los preparativos de la marcha.

—Ya… Si tenías que vivir con tu madre…

Le dio la espalda para encarar la puerta, hacia la que echó a andar con toda naturalidad, sin hacer ademán de esperarle. Cuando se disponía a seguirla, Polibio le detuvo con un chillido.

—Pero bueno… ¿Es que, además, te piensas ir sin pagar?

—Apúntamelo, te lo doy luego…

—No. Me lo das ahora.

—Muy bien. ¿Cuánto es?

Pagó sin rechistar una cantidad insólita, inesperada, un desaforado impuesto por el débil destello de brillantez que había iluminado por un instante la vida opaca que ambos, a ambos lados de la barra, conocían, y su conformidad con el precio, el ritmo de los billetes cayendo sobre la superficie húmeda, salpicada de mayonesa todavía, desató la lengua del amigo traidor, que comenzó a balbucir excusas a medias, hombre, con los paseos que me has obligado a dar, me parece justo, y además, ya sabes, algún margen me tiene que quedar, él no contestó, pero al final tampoco pudo reprimir una sonrisa, que Dios reparta suerte, le deseó Polibio cuando ya se alejaba de él para ir a buscarla, que te follen, contestó a gritos desde la calle, sin volverse siquiera, antes de verla, acuclillada en una esquina, llamando sin éxito, sin migas de pan, a las palomas.

—¿Qué pasa, es que tú ni siquiera amenazas con pagar tu parte?

—No —se levantó ágilmente y le miró, riendo—. Nunca. No podría, siempre soy la que más come.

—Ya, eso me lo creo… —señaló su casa con un torpe movimiento de la mano y comenzaron a andar despacio, ella eligió el borde de la acera para hacerse admirar un poco más, avanzando con los brazos extendidos como un funambulista, a pasitos cortos de niña pequeña, colocando un pie exactamente delante del otro, siempre en línea recta. Él la miraba de reojo, y seguía hablando—. Pues ésa no es una actitud muy moderna…

—Es que yo no soy moderna en cuestiones de dinero, ya deberías haberte dado cuenta… —y volvió a reír—. No es rentable.

Fue entonces cuando comenzó a dudar, y tras un instante, a arrepentirse del todo. En aquel momento, sin retroceso posible, sintió que le hubiera gustado prolongar indefinidamente aquel paseo, por eso llegó a experimentar una diminuta punzada de dolor, casi físico, cuando acometió el frío húmedo, sucio, del tenebroso portal de su casa. Insistió de todas formas en que ella caminara delante, pero no pudo verle los muslos porque todavía no habían arreglado la luz de la escalera. La muñeca le temblaba levemente al introducir la llave en la cerradura, pero consiguió serenarse pensando que todo aquello estaba pasando de verdad, y que por tanto no era razonable esperar nada extraordinario. Ella no llegó a advertir su pánico, era demasiado joven, y avanzó tímidamente, comportándose por fin como una muchacha bien educada.

—Buenos días…

—No hay nadie —él se adelantó bruscamente para recoger el pantalón del pijama, tirado en el suelo, y llevarse la bandeja del desayuno—. Mamá está en Lourdes…

—¿Dónde?

—En Lourdes, Francia. De peregrinación…

—¿Está enferma?

—No, pero es muy piadosa —y abriendo las puertas del cuarto de estar, le rogó que pasara—. ¿Quieres tomar algo?

—No.

Mamá está en Lourdes, se dijo él, así que ya no hay por qué dar las gracias. Ella no daba las gracias, ni pedía las cosas por favor. Sonrió para sus adentros y se fue a la cocina en busca de una cerveza. Cuando regresó, la encontró apostada frente al balcón, tan concentrada que ni siquiera se volvió para mirarle. Él se acercó despacio, satisfecho. Aquello era más de lo que se había atrevido a esperar.

—¿Te gusta? —susurró junto a un hermoso rostro fascinado, la boca abierta, las manos también abiertas sobre los cristales.

—Es precioso —la emoción añadía a su voz la nota de fragilidad que él había querido presentir tantas veces—. Maravilloso… ¡Qué suerte tienes! Llevo toda la vida viviendo en esta calle, mi madre nació aquí, y no tenía ni idea de que esto existiera.

Un anciano cuyo menguado cuerpo apenas lograba sostener un enorme mono azul, hinchado por el viento, repasaba cuidadosamente las tomateras, examinando las hojas con delicadeza, sopesando el peso de los frutos, agachándose con una mano en los riñones para arrancar algún hierbajo. Aquél había sido un buen año de tomates. Más allá, las coles, sin embargo, no tenían un aspecto demasiado lustroso. Sus hojas lacias, descoloridas, se habían desplomado como muertas sobre la tierra mimada de aquel recinto mágico.

—En primavera es mucho más bonito, porque aquel rincón de allí, el del cobertizo, está plantado de pensamientos y de claveles chinos, de ésos que parecen llamas pequeñitas, y florecen los dos almendros, y los rosales del muro del fondo.

—¿De quién es?

—¿El huerto? No lo sé, supongo que de las monjas del convento.

Ella se dio la vuelta para mirarle, y sonrió. Luego volvió a concentrarse en el prodigio.

—¿Sabes la cantidad de veces que habré pasado al lado de esa pared sin ver nada, sin saber nada, sin preguntarme siquiera si habría algo detrás? Cientos, miles de veces. Es increíble.

Él asintió en silencio. Sabía mejor que nadie hasta qué punto era increíble el vigor de aquel pequeño superviviente, el huerto que rebrotaba cada año entre el humo, y el ruido, y la basura que rebosaba las papeleras de plástico para desparramarse sobre las aceras, verde imposible que le compensaba de la ausencia del azul de agua. Algunos días oscuros del peor invierno había llegado a dudar, contemplando durante horas, envuelto en una manta, los débiles matojos que apuntaban sobre la tierra helada, reseca, pero siempre había dudado en vano, y los colores habían regresado, triunfantes, a iluminar los árboles y los surcos.

—Bueno, dame el libro —sus ojos todavía ensimismados tropezaron repentinamente con los de ella, vacíos ya de cualquier lirismo.

—No lo tengo —confesó—. No lo he tenido nunca.

La muchacha no contestó al principio. Miró un instante hacia la calle, los labios fruncidos, como si intentara tomar rápidamente una decisión. Luego sus ojos vagaron por el techo, buscaron la luz y se posaron nuevamente en él.

—Y… ¿por qué me has traído aquí?

Para poseerte, no, mejor para someterte, eso le habría dicho, para someterte, porque en toda mi vida no he deseado nada ni a nadie como te deseo a ti en este instante, y ella habría sonreído, venga ya, le habría contestado luego, déjame en paz, imbécil, ésa habría sido su respuesta, y la mejor excusa para que él dejara escapar una carcajada escalofriante, me voy, diría ella después, y lo habría intentado, pobrecita, pero él llevaba tanto tiempo esperando aquel momento, la detuvo con facilidad alargando el brazo izquierdo, la atrajo hacia sí violentamente, como en los anuncios de colonia, y entonces soltó la mano derecha, podía escuchar el impacto de sus propias yemas sobre la tersa piel de unas mejillas de adolescente, ella le miró con furia, y sus ojos grandes se tornaron inmensos bajo el impulso de la cólera, eso, la turbia calidad de sus ojos, le excitó más todavía, y le pegó otra vez, y ella aguantó de pie, y luego intentó volverse contra él, lanzándose hacia delante con todas sus fuerzas y los puños cerrados, él seguía riendo a carcajadas mientras atenazaba sus muñecas entre los dedos y trababa sus piernas con las suyas, inalcanzable para ella, tan fuerte, tan inmortal se sentía, y entonces comenzó a escupir las palabras que ella debería aceptar por fin como la sentencia primera y la última, la irrevocable expresión de su destino, eres una zorra, le habría dicho, y era esto lo que te andabas buscando desde hace tanto tiempo, yo parezco un pobre hombre pero no lo soy, no lo soy, no lo soy y a ti te ha tocado darte cuenta, lo siento, y consiguió reunir sus dos muñecas, tan finas, tan frágiles, en una sola de sus manos y acarició su cuello con la mano libre, has nacido para que un hombre te haga sufrir y yo seré ese hombre, me ha salido un poco demasiado solemne, pensaba, porque aún podía pensar, cuando ella le escupió a la cara, no deberías haber hecho eso, no deberías haberlo hecho, y entonces le pegó de nuevo con el puño cerrado, una vez, y otra, y otra, hasta que sintió que sus rodillas se doblaban, y en ese instante la abandonó a su suerte y ella se desplomó en el suelo, y se echó a llorar, y un hilo de sangre brotó de sus labios pero aún confiaba en salir de aquélla, él se dio cuenta, lo leyó en su rostro, en su falsa sonrisa, y estaba preparado, ella se levantó a duras penas, siempre te he encontrado muy atractivo, dijo entonces, acercándose a él con los andares que debía presumir más seductores, moviendo demasiado las caderas al ritmo de una vieja puta precoz, y él se sintió satisfecho por la clase de miedo corriente que se adivinaba tras su torpe impostura, todavía no ha comprendido, se dijo mientras alargaba la mano para aferrar la solapa de su camisa, y cuando la tuvo delante gritó, eso es mentira, y desgarró la tela con sus dedos sin notarlo apenas, eran tan fuertes sus dedos, eso es falso, zorra, yo no soy atractivo y tú lo sabes, pero eso da lo mismo, y la mantuvo firmemente sujeta por los codos mientras se obligaba a mirar sus pechos fijamente, porque ella era todavía una adolescente y esa mirada la heriría como jamás podría herir a una mujer adulta, ella intentó liberarse para cubrirse con las manos, pero él frustró sus propósitos aferrándola fuertemente más allá de la cintura, sus dedos clavándose cada vez con más saña en los huecos libres entre sus costillas, sus pulgares apretando hacia dentro la carne redonda y clara de sus pezones como si pretendieran hundirlos en la profundidad oscura de su cuerpo, destruir para siempre su relieve, y ella dejó escapar por fin un aullido de dolor, y él supo que debía dejarla ya, porque ya era bastante, y cesó toda presión, todo contacto, y ella empezó a comportarse como él esperaba que lo hiciera, era una chica lista al fin y al cabo, y no tenía ninguna otra posibilidad, por eso, porque lo sabía, se dejó caer de rodillas en el suelo, y aunque su propia actitud le repugnaba, se mantuvo allí, inmóvil, y él sintió un placer casi definitivo cuando notó su abrazo, cerró los ojos para concentrarse en las manos que se rozaban sobre el dorso de sus propios muslos y advirtió la caricia de su mejilla, el pómulo que resbalaba sobre la tela de su pantalón, y abrió los ojos, y la descubrió allí abajo, a sus pies, y la miró, y ella le devolvió la mirada, el labio herido, los ojos llorosos, la piel incomprensiblemente macilenta, la expresión embrutecida y sublimada a un tiempo por una luz misteriosa y cruel, la desesperación irresoluble de quien acaba de descubrirse y no se acepta, y alargó la mano para acariciar su pelo, y ya no tuvo fuerzas para nada más.

—Y… ¿por qué me has traído aquí?

Luego se sintió mezquino y miserable, un pobre hombre, como siempre.

—Y… ¿por qué me has traído aquí?

Curiosas, las propiedades térmicas del semen humano, tan caliente aún dentro del propio cuerpo, capaz de arder en el aire, pero tan frío sólo un instante después, al posarse sobre un centímetro de piel desprevenida, estremecida por su gélido contacto.

—Y… ¿por qué me has traído aquí?

—No sé…, porque me gusta estar contigo…

El demonio fabricó un espejo que reflejaba todas las cosas bellas y buenas como si fueran horribles y malignas. Cuando lo acercó a los ángeles para divertirse un poco, su invento se rompió, porque el cielo nunca podrá transfigurarse en infierno, ni siquiera sobre una pálida laguna de azogue, y el espejo se partió en mil pedazos que cayeron sobre la tierra como una lluvia maldita, y algunos de sus fragmentos fueron utilizados para fabricar las gafas a través de las que miran el mundo los hombres perversos, y otros sirvieron para levantar las ventanas tras las que se asoman los rostros de los niños tristes, y otros se clavaron en los ojos, o en la piel, o en el corazón de quienes jamás volverían a ser inocentes, y helaron la vida en ellos.

—Yo… quería que vieses el huerto…

Y ¿yo? ¿Tengo yo uno de esos cristales, mamá? No, cariño, tú no, esto es solamente un cuento. Ahora, el líquido emanado de sí mismo helaba la vida sobre su piel, y sentía todo su cuerpo como el espejo donde se miran los hombres tristes. Entonces, hace tantos años, aún no comprendía. Pero…, ¿la Reina de las Nieves era guapa de verdad, mamá? Sí, hijo, claro que era guapa. Y ¿cómo puede ser?

—Oye… ¿No me vas a hacer daño, verdad?

Se levantó pesadamente pero luego se abrochó deprisa, moviendo con habilidad su mano limpia, como si tuviera miedo de que le pudiera estar mirando alguien. Eso no tiene nada que ver, le había contestado su madre, la gente guapa no tiene por qué ser buena. Ni mala, pensó ahora, mientras se advertía a sí mismo que debía estar precipitándose por fin en una espiral peligrosa porque ni siquiera había tenido tiempo de calzarle las chinelas azules, ya ni siquiera eso, ella había permanecido tal y como ahora la recordaba a su pesar, tal y como la vio aquella mañana, cuando se dio cuenta de que estaba temblando, ¿no me vas a hacer daño, verdad?, temblaba de miedo, al borde del llanto, y él se espantó de sí mismo, y de ella, y del mundo, y quiso no haber nacido nunca, o mejor, estar a punto de nacer entonces, rojo y arrugado, escamoso y horrible, como son horribles todos los recién nacidos.

—No, claro que no…

Y ¿qué significa este cuento, mamá? No te entiendo… Que cuál es la moraleja. El amor funde el hielo, ahora lo sabía, el amor lo puede todo, pero ella no quiso descifrar para él una mentira tan simple, ay, y yo que sé, hijo mío… Este cuento es de un libro, si fuera de los que me contaba a mí mi madre ya lo sabría, pero así…, no sé, la moraleja será que nunca se debe abandonar a los amigos, digo yo…, te quiero, mamá, el principio de los días y su final, palabras sólidas como un refugio.

—Quiero irme de aquí, ahora mismo.

Mantuvo ambas manos quietas bajo el chorro de agua caliente, aguantando el calor y la repugnante visión de las hebras de humo que parecían brotar de sus poros abiertos sin llegar a entibiar apenas su corazón, helado para siempre por aquel pedacito de cristal que una vez, cuando era muy, muy pequeño, se había deslizado bajo su piel sin que nadie se diera cuenta.

—Pero… ¿qué te pasa?

Regresó al cuarto de estar y se apostó frente al balcón, pero lloviznaba, el huerto estaba desierto. Miró el reloj y comprobó que era muy pronto todavía, demasiado pronto. Se sentó de nuevo en el sillón, e intentó rehuir la mancha de la pared. Le fue imposible y, reclinándose, cerró los ojos.

—Es que se me ha hecho tarde.

Podía verla todavía, recuperando la entereza, el brillo, poco a poco, ignorante entonces y siempre de sus estúpidos juegos, las desoladoras ceremonias que concluían con la misma intolerable reflexión, curiosas, las propiedades térmicas del semen humano.

—Espera un momento, por favor…

Es mejor no conocerlos, él lo sabía, pero había cometido un error, uno solo, irreparable, y ya estaba viejo, por eso no le servía de consuelo la certeza de que jamás habría podido llegar a amar a aquella deslumbradora criatura que había nacido para sufrir por los hombres, sabía que nunca habría llegado a amarla, porque ella no había dejado de responder a su llamada ni un solo instante, porque siempre había sido capaz de evocar su rostro, porque cerraba los ojos con decisión y la veía allí, a sus pies, el labio herido, los ojos llorosos, la piel incomprensiblemente macilenta, antes del error, y después, como una firme excepción a la regla,

—…dame un beso…

Pero no, habría sido mejor no conocerla, porque ahora el frío era más intenso, nunca habría podido llegar a amarla, desde luego, recordaba a Teresa, el espejismo que se quebró para siempre cuando la certeza del amor auténtico, sentimiento noble y puro, mierda, sustituyó por fin la engañosa apariencia del deseo enfermizo, y Teresa, la Teresa que llevaba dentro, la única que en realidad existía, la única que le servía para algo, murió entonces para siempre, ésta no, ésta aguantaba, soportaba sin grandes desperfectos el peso de su debilidad, dame un beso, había llegado a decirle, y ella seguía acudiendo regularmente, al ritmo de su deseo, pero eso no le servía de consuelo, porque ya estaba viejo, y ahora el frío era más intenso, y no la veía por la calle, arriba y abajo, dos, cuatro veces al día.

—No… ¿Para qué?

Se sintió mezquino y miserable, como siempre, mientras recordaba cómo ella, recuperando el empaque con la conciencia, había descendido ágilmente los peldaños de la escalera, estirándose la falda con una mano.

Cuando era un niño pequeño, de siete u ocho años, solía acompañar a su madre a la compra todos los sábados. Apenas escuchaba el timbre que indicaba el final de las clases, el principio de la mañana de verdad, se precipitaba por las escaleras sin detenerse a mirar los peldaños y salía al patio antes que nadie, la trenka en la mano hasta en los peores días de enero, el baby más sucio que nunca, alegremente estampado con los residuos ya sólidos de acuarela, plastilina y mina de grafito que se habían ido depositando sobre las rayitas azules y blancas durante toda la semana, y era el primero en atravesar la verja sólo a medio abrir para estrellarse contra el abrigo de color vino de Burdeos, cuello en polipiel y lana, imitación de astracán negro, que le esperaba siempre en el mismo sitio. Su madre nunca se resentía de la violencia del choque. Tomando su cabeza con dos manos enguantadas, piel granate a la que el tiempo y el uso habían conferido la delicada suavidad de una tela, escondía la nariz en sus cortos cabellos y proclamaba, hoy hueles a nata Milán, o a lápices de cera, o a goma arábiga, que era el olor que ella prefería. Por eso le gustaban tanto los deberes de recortar y pegar, porque, después, el olor de la goma arábiga se le quedaba prendido en el pelo. Luego, estrechando la mano de su madre con la suya, se empeñaba en guiar él mismo el carrito de aluminio y tela escocesa, vanguardista artilugio cuya adquisición la abuela había criticado tan ácidamente, a lo largo de un breve tramo de acera, hasta las puertas del mercado de Barceló, donde a veces, a la vuelta, si había sobrado dinero, se paraban a comprar algo a cualquiera de los vendedores callejeros que voceaban libremente su mercancía. Así fue como, mientras su madre se hacía con un par de carretes de hilo de colores a precio de saldo, él se enamoró inexplicablemente de un pato amarillo, una cría torpe y tímida que le miraba desde una jaula, sobre la mesa plegable que un gitano había instalado allí mismo, en medio de la calle. Sintió que el pato aquél le gritaba algo desde su boca muda y se quedó clavado en el suelo, mirándole, intentando averiguar qué debería hacer por él. Su madre, que había contemplado la escena, se ofreció a comprar el pato, quizá para consolarle por la pérdida de su tata, aquella tragedia ridícula, una muchacha joven y sana atropellada por las ruedas de una bicicleta, sus piernas segadas para siempre por aquella estúpida máquina cuya fragilidad había sido bastante para introducir el dolor y el adiós en la imaginación de un niño. Plácida ya había vuelto al pueblo para quedarse, y Benito no cesaba de preguntar cómo era posible que fuera a estar sentada durante el resto de su vida. Ahora, efectivamente, aquella obsesión se disolvió en un instante ante el inesperado arranque de generosidad materna. Sonriendo, se comprometió a cuidar del patito, a limpiarle, a bañarle, a darle de comer todos los días y a hacerle una casa con una caja de cartón. Y entonces sucedió algo terrible. El gitano se negó a venderle su pato. Está enfermo, dijo, por eso parece tan gordo, tiene la barriga hinchada, no durará ni un par de días. Su madre no dio ninguna importancia a aquel contratiempo, agradeció al vendedor su honestidad y le animó a elegir otro animal. Él se puso a llorar sin hacer ruido, sin aspavientos ni temblores, un llanto manso de lágrimas gordas, no quería otro pato, quería aquel pato, porque le hablaba, le estaba hablando, lo explicó primero a duras penas, ahogado por una pena sorda, no está enfermo, chilló luego, fortalecido por un temprano rapto de desesperación, no está enfermo, si se viene conmigo se curará, yo lo curaré, me está hablando, mamá, me habla. Ella le miró con aprensión, casi con miedo, perdiéndose en el abismo que asomaba a los ojos de su hijo, un niño tan pequeño, y compró aquel pato a pesar de todo, a pesar de las advertencias del vendedor, que se atrevió a reprocharle su debilidad, dejarse llevar así por los caprichos de un crío, y a pesar de que presumía un nuevo desastre, la repetida aparición del dolor y del adiós, que amenazaban con erigirse en protagonistas estelares de la vida cotidiana de aquel hijo tan feo y tan amado, compró el pato y se lo entregó con una sonrisa, y luego le cogió en brazos y le abrazó fuerte, como cuando se caía y se hacía sangre, así de fuerte, mientras él tomaba el pato entre sus dedos y lo acercaba a su boca para besarle, lo besaba en silencio y le repetía que no moriría, que estuviera tranquilo porque él lo llevaría a casa, y lo cuidaría, y lo curaría, y serían felices. Su madre le dejó en el suelo y le dio la mano para que siguiera andando a su lado, y entonces él vio que estaba llorando, y no entendió por qué lloraba pero no quiso preguntar, apretó la mano contra su mejilla y estrechó todavía más al pato dentro del puño, y pensó que así los dos sabrían cuánto les quería, y se sintió seguro de repente.

Cuando llegó a casa ya se había dado cuenta de que el cuerpo del animal se había enfriado en su mano. El cuello del pato, roto, colgaba inerte entre sus dedos. Ella se lo arrebató con delicadeza y le recordó que el vendedor ya les había advertido que estaba enfermo, pobrecito. Entonces él pensó en voz alta, y dijo que lo mejor era no querer a nadie, porque así no te podías llevar ningún disgusto. Su madre le miró con los ojos húmedos y le rogó que nunca volviera a decir eso, que no pensara eso nunca más, para ser feliz hay que estar triste de vez en cuando, hay que arriesgar, así es la vida, hijo. Y él pensó que su padre tenía razón, que estaba insoportable con tanto llanto, mamá, llorando siempre, y sonándose los mocos sin parar con ese pañuelo arrugado que escondía en el puño de la blusa, en los últimos tiempos, la verdad, no había quien la aguantara.

Aquel verano no fueron juntos de vacaciones. Él se fue al pueblo con la abuela y sus hermanas, y le obligaban a dormir la siesta todas las tardes. Una noche llegó un señor que no era médico, ni abogado, ni nada, un simple amigo de su padre a quien, pese a conocer hasta entonces sólo de vista, él odiaría eternamente por emplear el diminutivo en un momento como aquél, y se lo dijo, mamá se ha muerto, Benito, se ha ido al cielo con tu patito. Desde entonces se consolaba pensando que nada de lo que ocurría era verdad.

Soñaba despierto y soñaba que él, y el mundo que le rodeaba, ciudades, casas, personas, animales, cosas, hechos, vivían en un misterioso lugar, la antesala de una realidad que irrumpiría bruscamente, sin avisar, arrasando con ella las engañosas brumas de la memoria, sensaciones, pensamiento, placer y dolor, todo lo que recordara aquel falso estado de preexistencia. Y llegó a esperar su propio nacimiento en un mundo distinto, la realidad soñada que jamás comenzó.

Los acontecimientos mitigaron paulatinamente aquel deseo, y la fantasía de la existencia previa, escurridizos años de aprendizaje destinados a disolverse en algún oscuro universo intermedio, dejó paso al eterno juego del sueño y de la vida. Imaginaba entonces que al despertar, una mañana cualquiera, comprendería que nada de lo que recordaba había sucedido en realidad, y un mundo nuevo se desnudaría sólo para él, desplegando ante sus adormecidos ojos las trampas y los premios de un juego desconocido y diferente, un amable desafío para el hermoso, irresistible cuerpo de muchacho que encontraría esa mañana en torno a sí mismo, soportando armoniosamente su mente y su conciencia entre las sábanas de su propia cama.

Más tarde conoció una vieja historia, el tormento de unos hombres encadenados dentro de una caverna, de espaldas al mundo, sólo una luz cruel que reflejaba sombras en el muro que se extendía ante sus ojos cautivos. Indiferente al propósito que inspirara aquella parábola del conocimiento, quiso reconocer en sus palabras la emoción amarga de quien todavía duda, su imaginación ensimismada en la fragilidad de un eslabón, la remota oportunidad de bostezar, estirar los músculos, y salir corriendo, despertar para enfrentarse gozosamente al mundo que espera más allá de la cueva. Y perdió toda esperanza, porque halló su angustia en la angustia de aquel hombre cuyos huesos habían perdido ya hasta la consistencia del polvo, y se estremeció, sacudido por la certeza de que existía una sola vida y una sola muerte, la que los hombres pretenden evitar desde el principio del tiempo soñando en el sueño, intentando confundir la realidad para perderla.

Los niños no son capaces de emocionarse con sus propias historias porque aún no saben que van a morir, pensó luego, mientras se aferraba por puro instinto al definitivo de sus cuentos íntimos, una fantasía enloquecida, tributaria de la épica triunfante en su propio siglo, que convertía el universo entero en una diminuta casa de muñecas, el juego favorito de un monstruoso niño extraterrestre en cuyo reloj los milenios apenas eran capaces de mover el segundero y cuya inteligencia abarcaba hasta las más insignificantes acciones transcurridas en los días y las noches de la tierra, un niño desmesurado, gigantesco, pero niño al fin, que se divertía tirando de los hilos invisibles que rigen el tiempo y el destino de cada hombre, la historia de la Humanidad apenas un pasatiempo, un recurso pasajero para matar el tedio de una tarde de lluvia, allí, en el fantástico e inasequible planeta que ningún humano hollaría jamás, ni vivo ni muerto, dormido o despierto, y que él pronto pobló de otros niños, propietarios de universos distintos, hermanos y compañeros de aquel remoto monstruo al que siempre evitó llamar Dios.

Después, la edad fue rellenando todos los huecos, desmantelando todos los trucos, cortando para siempre aquellos confortables hilos, el cordón umbilical que ligaba su destino a los dedos todavía inexpertos del amo galáctico, la criatura invisible a quien era posible culpar de todo, de quien era posible esperarlo todo mientras aún se ocupara una plaza en su miserable teatrillo de cartón.

Nunca fue capaz de creer en nada, pero a veces añoraba aquel inocente mito privado, y los hilos que le proporcionaron algún descanso antes de sucumbir casi tan misteriosamente como un día nacieron.

Quizás no fuera otra cosa que la nostalgia de aquellos hilos, el denso hastío de la desesperanza, el motivo que le impulsó a inaugurar ese estúpido hábito de la correspondencia cuando, ya bien entrado en la treintena, carecía de cualquier estímulo para esperar con fe el principio de otra vida, para soñar siquiera otro lugar, un espacio diferente. Él se lo explicaba de otra manera, claro, era sólo un juego, un vicio sin importancia, el fruto de la curiosidad, un pasatiempo inocente. Durante el primer año se repitió tales máximas con periódica convicción para tranquilizarse a sí mismo, para alejar de lo que él pretendía su enfermiza sensibilidad de hipocondríaco psíquico el temor, las dudas que sembraba en su conciencia, un hilo de estabilidad tan precaria, la regular continuidad de una práctica que, estrenada como una broma privada, un simple chiste sin solución, amenazaba con convertirse en algo más que una costumbre, uno de los pocos factores capaces de imprimir un ritmo determinado a sus días. Pero eso fue solamente durante el primer año.

Siempre sería capaz de recordar el texto exacto de su primer mensaje. Amo alto, joven, atractivo, busca esclava hermosa, sumisa y obediente. Soy implacable. No te daré ninguna oportunidad. Serás feliz. Escribe ampliando detalles y estableciendo forma de contacto. Ref: 3.028. Redactarlo fue muy fácil, tanto como escribir una carta de amor desesperada, de ésas que uno sabe que jamás va a atreverse a echar en un buzón, a meter siquiera en un sobre, ya desde antes de decidirse a empezar. Era sólo un juego, un pasatiempo inocente. Domingo por la tarde, aburrimiento. Y ¿por qué no? A ver qué pasa. Los anuncios de ese estilo nunca se firman. Tampoco las cartas que recibió a partir de entonces estaban firmadas.

Azalea, Laila, Una casada insatisfecha, Hasta siempre, Encadenada, con las primeras se partió de risa, apenas daban de sí para nada más. Todas muy parecidas, parecían copiadas de un formulario, uno de aquellos recetarios postales decimonónicos, tan vulgares que sintió la tentación de abandonar. Hasta que un día halló en el buzón un sobre pequeño, de color naranja rabioso, un tono tan diferente de los lilas y rosas pálidos a los que casi había llegado a acostumbrarse, y dentro una misiva breve, bien redactada, contundente y decididamente anónima, una invitación directa a jugar en serio. Y aunque no fue capaz de adivinar la clase de mujer que se insinuaba detrás de aquel puñado de palabras cuidadosamente escogidas, descartó de antemano la posibilidad de que se tratara de una infeliz de cualquier clase a la busca de un novio formal por vías oblicuas, condición que hasta entonces había considerado común a todas sus demás corresponsales, pobres, solas, buenas chicas que jugaban como él, ignorantes de que aquel juego pudiera ser mucho más peligroso que cualquier otro.

Aquélla fue la primera vez que aceptó una cita. Por pura curiosidad, se dijo. Mucho más nervioso de lo que en su propia opinión era preciso, eligió un lugar discreto, a la sombra de una frondosa palmera de interior, hojas largas y delgadas como acículas, el mejor escondite que fue capaz de encontrar en el escenario indicado, el vestíbulo de un gran centro comercial de Azca. Tranquilizado por el hallazgo de una trinchera tan improvisada, se sentó en el borde del murete que delimitaba la expansión de ese pequeño, falso jardín tropical controlado, y dedicó una mirada aparentemente distraída a su alrededor, confiado en la anticipación, casi media hora, con la que había acudido deliberadamente hasta allí. Pero apenas unos minutos después vio aparecer a una mujer cuya vestimenta coincidía con la anunciada en la carta. Deteniéndose un poco más en ella, pudo distinguir sobre la solapa de su cazadora oscura un broche muy sencillo, una larga y delgada barra cilíndrica de plata, la señal convenida de antemano. La estudió entonces con más cuidado, tratando de averiguar en los rasgos de su cara, en su peinado, en sus manos, en sus ropas, las razones que la habrían conducido a una situación como aquélla en la que él no llegaba a sentirse implicado del todo. Supuso que podía entrar perfectamente en el paquete genérico de las mujeres atractivas, aunque estaba un poco demasiado delgada para su gusto. Con un corte de pelo moderno pero no estridente, y un maquillaje discreto excepto en los labios, descaradamente rojos, su aspecto, una camiseta bastante escotada bajo la cazadora de cuero, una falda muy corta y medias opacas de color morado, el tono exacto de la camiseta, le indujo en un primer momento a atribuirle una edad considerablemente inferior a la que pudo establecer luego en base a cierto inconfundible relajamiento de la curva inferior de las nalgas, revelador de que su propietaria ya no cumpliría los treinta. Con todo y eso estaba bastante bien y, en cualquier caso, era mucho más de lo que él había llegado a esperar. Entonces, mientras detectaba que, en lugar de un bolso colgado del hombro, su mano derecha sostenía una cartera de piel bonita, cara, muy grande y al parecer bastante pesada, suficiente como para hacerle pensar sin demasiado fundamento que no sólo trabajaba sino que, además, ganaba dinero, se preguntó cómo iba a reaccionar él mismo. Parapetado tras las mentiras que había escogido como piadoso antifaz desde un principio, aquello del amo alto, joven y atractivo, se sentía seguro mientras la veía deambular a su alrededor, como perdida, sus zapatos de tacón alto produciendo un sonoro, irregular repiqueteo sobre las brillantes losas recién enceradas, en su muñeca un reloj de colorines que consultaba de tanto en tanto con gestos bruscos, casi histéricos. Él seguía meditando, sin atreverse a tomar una decisión siquiera provisional, cuando ella, como si no le hubiera visto hasta entonces, dio algunos pasos en su dirección, se le quedó mirando, y enarcó ambas cejas a un tiempo para interrogarle con toda la cara. Él esbozó entonces un ridículo gesto de negativa con una mano, se levantó de un salto, y echó a andar deprisa en dirección a la puerta principal, prometiéndose a sí mismo no correr. Lo consiguió porque la calle estaba cerca.

El tercer local de la acera era un bar. Se metió dentro y pidió una copa. Se la bebió y pidió otra. Empezó a encontrarse mejor, su corazón marchaba ahora más despacio, pero no pudo dejar de advertir que la sensación que le había estremecido mientras ella le miraba era muy parecida al recuerdo de aquellas inconsistentes tenazas que le retorcían las tripas por dentro cuando era niño, el miedo puro que le asaltaba en el primer tramo del pasillo de su casa apenas su madre le mandaba a buscar algo a la cocina, esa meta inalcanzable, alumbrada con neones blancos que se le antojaban más fantasmagóricos aún porque apenas se atisbaban al fondo del largo camino entarimado, iluminado con un par de rácanos apliques de luz amarillenta cuyo delgado resplandor nunca bastaba para despejar la eterna penumbra, el signo del amenazador paisaje donde era tan trabajoso distinguir los perfiles exactos de las puertas, imprevistos escondites para un pequeño pero probable ejército de sanguinarios ladrones armados. Con más de quince años seguía venciendo el trayecto que enlazaba el salón y la cocina tarareando canciones para escucharse a sí mismo, lo recordaba bien, porque apenas unos minutos antes se había alejado de aquella mujer cantando en voz baja.

Ahora, gol del Valencia, júbilo en las gradas locales, desánimo sonoro entre los bebedores que le daban escolta a ambos lados de la barra, tan poco acostumbrados a ver perder al Madrid, aunque fuera por televisión, se reprochó a sí mismo una reacción tan excesiva, como si alguna vez le hubiera sido posible influir en ella. Molesto por el griterío de quienes empezaban a reclamar la cabeza del arbitro con voces progresivamente airadas, pagó y salió a la calle, pero eso no le ayudó a recobrar la compostura interior. Deseó con todas sus fuerzas que el Valencia vapuleara al Madrid por goleada y siguió andando, decidido a regresar a casa a pie, un paseo demasiado largo.

Las rítmicas punzadas de un dolor conocido, asociado a un cansancio no solamente físico, se apoderaron primero de las plantas de sus pies para repetirse después, a intervalos cada vez un poco más cortos, sobre los músculos posteriores de sus pantorrillas. Trepaban decididas por sus muslos cuando por fin llegó a casa, pero entonces, la mano derecha empujando ya hacia dentro la hoja de la puerta, distinguió una luz encendida en ese bar que acababan de abrir a la altura de la plaza, y recordó a su propietario, que le había confesado con tanta serenidad que sólo trataba con mujeres públicas. En aquel instante se sintió profundamente vinculado a aquel individuo, excluido como él, y como él seguramente contra su íntima voluntad, de los mecanismos que gobiernan el deseo de ese género de mujeres a las que se llama mujeres a secas, mujeres corrientes, y experimentó de repente la insoportable necesidad de saber cómo formulaba él para sí mismo las reglas de su propio juego sin importancia, su propio pasatiempo inocente. Recordaba a alguien demasiado excéntrico como para que fuera razonable esperar de él la clásica excusa estúpida —la pura verdad es que no hay quien las soporte, por eso lo mejor es una puta, te la tiras, le pagas, y a otra cosa—, así que renunció no sin cierta tristeza a la bañera llena hasta los topes de agua muy caliente, el único recurso capaz de mitigar siquiera en parte su malestar, y se encaminó con decisión hacia lo que no mucho tiempo después se convertiría en su auténtica segunda casa, en demanda de una fórmula cualquiera, una simple patente de normalidad capaz de garantizarle al fin una estancia cómoda en una sociedad concreta, aunque fuera tan elemental como las integradas solamente por dos personas.

Polibio atendía a una clientela escasamente más numerosa de la que reflejaba el local la noche de su inauguración oficiosa, posterior preestreno para íntimos, en los niveles aparentemente ruinosos, para él sin embargo suficientes, que nunca llegaría a superar del todo. Le saludó sin demasiado entusiasmo, dejó la copa que había pedido encima de la barra y volvió a su silla, desde donde jugaba una partida de ajedrez con una máquina que pensaba muy despacio. Él se sintió levemente decepcionado por su desinterés e, incapaz de entablar una conversación como aquélla sin preámbulo alguno, miró a su alrededor en busca de un pretexto. Al final, arrastró su taburete hasta situarlo exactamente enfrente de la foto de la Redgrave y se inclinó sobre ella como si nunca hubiera visto algo parecido, recorriendo toda la superficie de su cuerpo con una concentración semejante a la que podría leerse en la mirada de un crío que contemplara por primera vez un hormiguero. Su pequeña parodia arrojó resultados fulminantes. Antes de que le empezaran a doler las pupilas, Polibio ya estaba a su lado, muy complacido por su devoción.

—Tengo otra igual de Jane Fonda ¿sabe?, pero hace años ya que la encerré en un armario, mirando hacia el fondo, y no la dejo salir. Fue cuando empezó a hacer aerobic. Me dio un disgusto terrible, con todas esas payasadas, las medias de lana gorda que se plantaba encima de las pantorrillas y esas poses de contorsionista de circo de pueblo, en fin… Decidí que ya no era digna de estar colgada en la pared, proclamando una verdad axiomática.

—Una actitud muy sensata…

—Sí… Ésta, bueno, también ha hecho alguna tontería que otra de vez en cuando, pero, qué quiere, al fin y al cabo son actrices, sus promotores las obligan a salir en los papeles, tampoco hay que ser demasiado exigente con ellas…

—No, claro… Me pregunto si tiene algún sentido ser exigente con alguna mujer.

—Sólo con las princesas.

—¿Qué princesas?

—Ahora se lo cuento… ¿Quiere otra copa?

—Sí, por favor. Me temo que hoy querré todas las copas que me pueda ofrecer…

Polibio no llegó a escuchar estas palabras. Plantado delante del tablero electrónico movió un peón blanco, ajeno, y tras unos segundos de reflexión, avanzó un corto tramo con uno de sus alfiles negros, tomando un caballo. Luego regresó junto a él.

—A ver si ahora esta maldita criatura electrónica me acepta el cambio… Con ellas sí que nunca se sabe, eso que se dice de las mujeres, ¿sabe?, sólo se debería aplicar cabalmente a las máquinas que juegan al ajedrez. Yo compré ésta porque el tío que me la vendió me juró que la había programado Fischer pero debe ser mentira, seguro, no hay más que ver cómo reacciona ante los sacrificios de dama, se los traga casi todos. Y sin embargo, es imprevisible. Me gana con frecuencia, la verdad sea dicha… ¿Juega usted al ajedrez?

—No.

—¡Qué pena! Prefiero jugar con personas.

—Nunca se me ha dado bien. Lo he intentado muchas veces, pero soy incapaz de anticipar más de dos o tres jugadas.

—En fin… Hablaremos de las princesas, mejor, tengo la sensación de que ellas son lo único que le importa a usted, esta noche… —sonrió al advertir el movimiento afirmativo que Benito imprimió a su cabeza e hizo una pequeña pausa antes de continuar—. Bien, le transmitiré entonces una de las escasas ideas originales, quizás la única, que he tenido en mi vida, aunque, la verdad, ni siquiera creo que sea muy original. Empecemos, pero antes querría pedirle una cosa. ¿Puedo tutearle?

—Sí, claro.

—Gracias. Así me sentiré más cómodo. Entonces… ¿cómo te gustan las mujeres?

—Morenas.

—No, hombre, el pelo da lo mismo, me refería a otra clase de rasgos, ésos que no se pueden teñir.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo las mujeres listas que saben beber como los hombres.

—Sí.

—¿Le gustan? Quiero decir… ¿te gustan?

—¿Esas mujeres…? Supongo que sí, sí, me gustan. Teresa era un poco así…

—Muy bien. Entonces, Teresa, quienquiera que sea, circunstancia que no me atañe en absoluto y en la que por tanto no indagaré, estaba hecha de la equívoca materia de las princesas. ¿Por qué equívoca? Porque no se manifiesta mientras el alcohol está ausente de sus venas. Sobrias, resultan bastante corrientes. Chicas brillantes, tenaces, trabajadoras incluso, que se comportan en todo con sensatez. Dieron algún disgusto antes de irse de casa, pero sus madres saben que se las puede dejar solas. Si no se confunde su escaso interés por la ciencia cosmética con falta de feminidad, porque tal vez sean ellas las más femeninas de todas las mujeres, nada hay en su apariencia que las distinga de las demás. Hasta que les pones una copa delante. Perdona, voy a ver si la máquina me ha contestado ya…

Un sonoro taconazo acompañó a una súbita expresión de fastidio para indicar a Benito que la máquina no sólo había contestado sino que, además, se había negado a aceptar el cambio. Polibio meditó apenas unos segundos. Luego tiró del cable con un gesto brusco, sacó una maleta de debajo de la barra e introdujo en ella el tablero y todas las fichas, cerrándola después para devolverla a su escondite. Se dedicó a sí mismo una breve sonrisa de satisfacción y regresó por fin, frotándose las manos.

—Es que —comenzó en tono de disculpa— se estaba poniendo bastante pesadita… ¿Por dónde íbamos?

—Les acabas de poner una copa delante.

—Sí, eso es. Tienen una copa delante y se la beben, igual que todas las demás por cierto, pero es entonces cuando comienzan a ser diferentes. Para empezar, entre las otras, mujeres plebeyas, hay muchas que ya no beberán más. Se toman una copa de vez en cuando para animarse un poco, esa expresión tan detestable, o porque tienen ganas de marcha, expresión más detestable aún, o atreviéndose a aducir como razones otras tonterías por el estilo. Son muy numerosas, pero carecen casi completamente de valor, así que olvidémoslas, hasta las abstemias son más interesantes. Prosigamos pues con las que se beben una copa detrás de otra. ¿Son todas princesas? No, de ninguna manera. Porque entre ellas, las más se abandonan a la ebriedad sin método y sin objeto alguno. Nada tan triste como sus patéticos esfuerzos por extraer frutos objetivos de su estado, su falta absoluta de pudor, la misteriosa inhibición de su mediocre inteligencia. Chillan, bailan, se ríen a carcajadas, solas, y luego, en el mejor de los casos, consiguen vomitar y regresan al escenario de sus vanas enajenaciones para meterse de mala manera la blusa dentro de la falda, tratar de enderezar el tacón que se les ha partido durante el trance y reconocer a duras penas el resto de sus pertenencias para irse a casa, dormir mal, unas pocas horas, y declarar a la mañana siguiente que se lo pasaron fenomenal, y que qué noche tan fantástica, y que qué risa, y eso, pobrecitas. En el peor de los casos, los vapores etílicos sólo se esfumarán bajo el peso de un cuerpo desconocido, indeseable. Entonces sentirán nauseas, pero ya no podrán vomitar de ninguna forma, y se limitarán a metamorfosearse a sí mismas en un leño fósil para desconcertar al imbécil que haya pretendido a su vez extraer frutos objetivos de una situación que jamás los produce. En estos casos suele ser generalmente él quien declara a la mañana siguiente lo de qué noche tan fantástica, etcétera. Te darás cuenta de que hemos ido restringiendo márgenes de una forma escandalosa, tenemos ya muy poco espacio, una estrecha banda, el territorio de las auténticas princesas. ¿Quiénes viven allí?

—No lo sé.

—Sí lo sabes, pero nunca has tenido suerte. Yo tampoco la he tenido, pero he aprendido a fijarme, las he buscado y las he conocido a distancia. El alcohol actúa sobre ellas como el revelador sobre las películas fotográficas, las saca a flote, las desnuda. Nunca pierden los nervios, nunca hacen el ridículo. Son pudorosas y poco habladoras, como todos los buenos bebedores. Prefieren la barra a las mesas y, si pueden, se sientan, porque beben despacio, y desde luego con método. No importa cómo hayan llegado al bar en cuestión, con cuánta gente, en qué circunstancias. Si deciden invocar la gracia de la ebriedad, beberán solas o, a lo sumo, sólo con otras princesas. Esto es importante, porque no existe una técnica más fiable para identificarlas. Aunque estén rodeadas de gente, beberán solas. Y hablarán cuando se les pregunte, comentarán cualquier cosa cuando les parezca conveniente, saludarán a los que llegan y se despedirán de quienes se van, pero mientras beben, lenta y metódicamente, estarán solas, y rechazarán cualquier compañía. Al rato, advertirás un brillo especial en sus ojos, y una sonrisa absurda, intermitente, que de vez en cuando aflora a sus labios sin causa alguna, sin origen y sin destino. Ésa es la señal, la marca de su casta. Entonces se debe renunciar a la última esperanza, porque son princesas, tercas, tenaces y distantes como diosas, mujeres de nadie… Niñas imaginativas, las llamaban en el colegio, fantasiosas incluso. Jugaban mucho solas, de pequeñas, reinventaban en silencio el mundo y todas sus reglas, se fabricaban un universo a su medida. Ahora, de mayores, a veces hablan solas cuando están borrachas, apenas un par de palabras que pronuncian deprisa, para sí mismas, en el breve espacio de una sonrisa. El alcohol les hace daño, y algunas, las más listas, lo saben de sobra, pero no pueden renunciar a él, porque sin él no volverían a ser pequeñas, y la realidad arrasaría hasta los cimientos su vida auténtica, la vida que viven mientras están solas, bebiendo despacio y con método. Las copas engordan y machacan el hígado, pero, como las buenas hadas, conceden a cambio un don infinitamente valioso. Porque mientras haya alcohol en sus venas, él siempre será posible.

—¿Quién?

—El príncipe azul. El hombre de su vida. Wolfgang Amadeus Mozart. Indiana Jones. Solal de los Solal. Alejandro Magno. Abderramán III. Pedro I de Rusia. Emmanuel Kant. Su padre… El de ellas, quiero decir, no el del pobre Kant, claro. Fidel Castro, yo qué sé… Los hay para todos los gustos, pero siempre tienen un rasgo en común. Nunca aparecen.

—Porque no existen…

—Sí existen, por supuesto que existen. Pero los auténticos príncipes azules, los que tienen la piel del color de los ángeles laicos, no aman a las princesas. Son demasiado complejas. Beben, lloran y hablan solas. Piden y, sobre todo, dan, se empeñan en dar más de lo que nadie les ha pedido jamás, les encanta darse, entregarse, lanzarse a tumba abierta, llevan toda la vida esperando, ¿comprendes…? Apenas un príncipe azul se cruza en su camino, siquiera así, de lado, como por error, se inmolan sin perder tiempo a sí mismas, se cocinan hasta achicharrarse en la pasión que han acumulado dentro hasta el dolor, el hambre que las ha alimentado y las ha consumido al mismo tiempo, desde que nacieron hasta aquel instante. Y entonces el príncipe sale corriendo, claro, se da cuenta de que el color de su capa pierde intensidad por segundos, la neutralidad del blanco acecha, está cada vez más cerca, y no merece la pena empalidecer junto a una princesa, nunca la merece, dejarían de ser, si ya no fueran azules. Bueno, la verdad es que alguno hay que le echa cojones, pero su número es tan pequeño que podemos despreciarlo. Así que ellas vuelven a beber, despacio y con método. A veces eligen enamorarse en ese preciso momento. Miran a su alrededor y, si encuentran a alguien no demasiado naranja, se convencen a sí mismas de que han estado ciegas durante años, porque ése y nadie más puede ser el hombre de su vida. Se casan con fe y con energía. Tienen hijos. Pero antes o después vuelven a beber, lenta y sistemáticamente, beben, sus ojos brillan, sonríen para sí mismas, y terminan de agotar sus rancios argumentos, ¿cómo no va a existir Dios, si yo lo puedo pensar? Si yo lo puedo pensar es porque existe.

—Como San Anselmo…

—Más o menos. Luego engordan. Envejecen. Sufren, quizás no más que las plebeyas que se han casado con un príncipe y tienen que aguantarle las azuladas, pero sufren, como todo el mundo. Y se hacen cada vez más peligrosas. A los treinta más que a los veinticinco, a los treinta y cinco más que a los treinta, y así sucesivamente, porque el tiempo les pesa y la pasión les duele y la sospecha de que jamás hallarán lo que buscan se va mudando en certeza, poco a poco. Y las certezas siempre triunfan, nunca habrá un guisante debajo del colchón. Por eso las he llamado mujeres de nadie.

—Y ésas son las mujeres que te gustan…

—Sí, y aún te diría más. Ésas son las únicas mujeres que me gustan.

—Y nunca tendrás ninguna.

—Nunca. Ni tú tampoco. No hemos tenido suerte, ya te lo dije al principio.

—Por eso te limitas a las putas…

—Por eso. Y he llegado a amar a más de una. A ellas les bastan los príncipes grises o marrones, desgraciados como tú y como yo… Son como princesas bastardas, herederas de un país diminuto, eternas aspirantes a una corona ridícula… Mujeres fascinantes, al fin y al cabo, que también beben y esperan, aunque sea por motivos laborales y no por su equívoca esencia…

La confusa teoría de Polibio fue suficiente aquella noche. Mientras ejecutaba muy despacio la secuencia de movimientos acostumbrada —primero un pie, luego el otro, más tarde ambas piernas, las rodillas sobre el fondo, después los brazos, y tras permanecer algún tiempo en una postura tan indigna para sentir cómo el vaho le abría los poros de la cara, sentarse finalmente para sumergir ya todo su cuerpo en el agua humeante—, se preguntaba sin embargo por qué él no había sido capaz de apuntar siquiera una sola clave que condujera a sus propias teorías, su propia confusión. Apenas había hablado en toda la noche. Se había limitado a asentir, a confirmar, a contestar con monosílabos, progresivamente satisfecho del sentido que adquirían en sus oídos aquellas palabras neutras y prácticas como cifras exactas, esas princesas alcohólicas y doloridas de pasión que buscan lo que no se puede encontrar por medios radicalmente ingenuos, ingenuamente radicales, el fondo de un vaso largo de cristal transparente o las páginas de contactos de una revista, mercado entre particulares, anuncios de inserción gratuita.

Dejó caer la cabeza para sentir un estremecimiento último, y el agua aún ardía. Entonces terminó de adornar la figura entrevista apenas unas horas antes tras las hojas de la palmera, a salvo ya de su promesa de docilidad, tan temible para un adulto como un pasillo largo y mal alumbrado para un niño cobarde, con otros atributos. Tenía pinta de separada, se dijo, no llevaba ningún anillo, estaría separada o divorciada de un pobre hombre equivocado que nunca supo zurrarla y consultaba con ella además cómo gastar la paga extra, condescendencia posiblemente intolerable para quien eligió despreciar la palabra bíblica y jamás buscó compañero, sino amo. Seguro que se aplicó al matrimonio como un futbolista se aplicaría una pomada, con movimientos enérgicos y circulares, para restañar una herida reciente, pero el procedimiento no resultó adecuado porque ella incumplió un requisito fundamental, y el día de su boda no tenía la piel completamente limpia, ni siquiera limpia a medias, allí estaban todavía, intactas, las huellas de su amor, cualquier amor de adolescente contrariada, una simple etapa del aprendizaje de la princesa sin corona que aún no sabía lo que quería, lo que esperaba de la vida. Ahora, cuando por fin había aprendido, lo buscaba sin descanso, sólo un hombre implacable, solamente eso, parecía tan fácil, sólo un tipo como el que se ofrecía en aquel anuncio que sin embargo, y aunque ella nunca llegaría a saberlo, no había sido más que un gajo del inocuo fruto de la curiosidad, un simple juego, el pasatiempo inocente de un niño que temía la oscuridad.

A la luz de su nueva sabiduría recordó a Teresa, madura princesa ignorada, tal y como la pura casualidad se la había devuelto sólo un par de semanas antes.

Le costó trabajo reconocerla, porque había pasado mucho tiempo, más de doce años, desde la última vez que la vio en aquel mesón ruidoso, lleno de humo, una cueva de paredes encaladas y calor, mesas y bancos estrechos, tortilla aceitosa y vino ligeramente picado, casi dulce. Allí estaban prácticamente todos, celebrando los primeros meses transcurridos fuera de la facultad, haciendo balance de su debut en el verdadero mundo. Allí estaba él también, solo y aburrido en una esquina, preguntándose si existía algún motivo para felicitarse por haber llegado a padecer una Navidad más, por ser todos un poco más viejos. Teresa había asumido espontáneamente el papel de anfitriona y dirigía el cotarro desde la cabecera, como siempre. Lo besó al encontrarle y lo besó al despedirle, pero apenas mediaron una palabra entre ambas ceremonias. Se marchó enseguida y a nadie le extrañó. Hasta el año que viene, le gritaron algunos agitando el brazo en el aire, pero nunca más volvieron a reunirse.

Ahora ella caminaba con una bandeja entre las manos, tan segura como antes, sobre unos zapatos de tacón. A cierta distancia, nadie le hubiera echado más de veintisiete, veintiocho años, pero él sabía que le faltaba poco para cumplir los treinta y cuatro, su propia edad. Tal vez fuera su aspecto lo que le desconcertó al principio, porque había cambiado mucho y, a pesar del tiempo transcurrido, estaba mejor, más guapa. El vestido oscuro, corto y estrecho, la favorecía, revelando la ligereza de unas caderas que apenas podían intuirse bajo los gruesos hábitos de antaño. Sus piernas, tras las medias negras, transparentes, eran bonitas. No recordaba haberlas visto nunca hasta entonces, antes siempre llevaba botas. Se había cortado el pelo a la altura de la nuca y una capa de rímel espesaba sus pestañas, había encajado bien los años, Teresa.

No había dispuesto aún del tiempo preciso para preguntarse qué haría ella en la vulgar hamburguesería de la calle Fuencarral que él mismo frecuentaba para comer algo rápido antes del cine, cuando la vio girar para dirigirse a una mesa donde un niño se caía de sueño con una corona de cartón demasiado grande sobre las sienes, la barbilla apoyada en el reborde de la mesa, la atención decididamente ausente de los aviones de papel que una muchacha sentada a su lado fabricaba deprisa, en serie, con la vana intención de entretenerle.

Cuando Teresa depositó la bandeja encima de la mesa, el niño se echó a llorar. Su acompañante hizo un gesto de impotencia con las manos. Ella frunció el ceño antes de sentarse y coger al niño en brazos. Él pudo advertir entonces que se parecían. Levantándose con disimulo fue a ocupar una mesa contigua. Su espalda se oponía simétricamente ahora a la de su vieja compañera de clase, recostados ambos sobre dos bancos unidos por sus respaldos, así que no tuvo que esforzarse mucho para distinguir la conversación con nitidez. El hijo de Teresa protestaba.

—Es que no tengo hambre…

—Pues habértelo pensado antes. Tú has sido el que ha querido venir aquí y ya te lo he advertido antes de entrar en el cine, como no cenes, no te vuelvo a llevar a ver ninguna película más, ninguna ¿comprendes?

—¡Pues no haberme comprado palomitas! Ya no tengo hambre…

—¡Esto es el colmo, vamos! Mira, Diego, te vas a comer la hamburguesa con hambre o sin ella. A ver, abre la boca.

—¡Buah! No me gusta, tiene pepino de ése que pica en la lengua…

Transcurrió una breve pausa, en silencio, mientras Teresa hurgaba entre el pan para desprender las transparentes, casi invisibles láminas de pepinillo en vinagre con las que se intenta aderezar la insipidez de esa carne sin llegar a derrotarla nunca.

—Ya está… Pruébala ahora.

—¡Pero es que además tiene cebolla! Mírala… No me gusta la cebolla, me pica…

Un nuevo silencio acompañó las manipulaciones de Teresa mientras el crío intentaba sacar partido de la momentánea incapacidad manual de su madre.

—Deja las patatas, Diego, que te estoy viendo… ¡Que dejes las patatas!

Un débil cachete provocó nuevas lágrimas. Él sonrió, profundamente conmovido por el fervor con el que aquella eterna militante afrontaba ahora el rito clásico de la correcta maternidad, y supo presentir sus próximas palabras.

—Mira, ya no tiene nada, ni pepino ni cebolla ni nada ¿ves?, sólo la carne. Cuando te la termines, te podrás comer todas las patatas, y con catchup ¿vale? Anda, que te has portado muy bien toda la tarde, no lo estropees al final…

—Es que no tengo hambre…

—A ver, abre la boca.

—Pues cuéntame un cuento.

—Pero si ya eres muy mayor… Y además se nos está haciendo tarde con tantas pamplinas.

—Cuéntame un cuento, anda… Uno muy cortito.

—De acuerdo, pero tú mastica. A ver, déjame pensar… Esto era una vez un emperador gordo, muy gordo, al que le gustaba mucho comer fuera de casa y la ropa de diseño…

Las carcajadas de la muchacha que hasta entonces les había acompañado en silencio resonaron sobre la voz de Teresa, poniendo en marcha la fabulosa maquinaria de la curiosidad de su hijo.

—¿Por qué se ríe Gema?

—Es que ella ya se lo sabe.

—¿Es un cuento de risa?

—Sí.

—¿Qué es un emperador?

—Una especie de rey que manda más que un rey.

—Y ¿qué es la ropa de diseño?

—Una ropa muy rara y muy cara.

—Vale.

—Bueno, pues el emperador tenía la corte llena de diseñadores, unos señores muy delgados, con la piel muy pálida, que comían poco y hablaban muy bajito. Estaban todo el día dibujando trajes. Cuando al emperador le gustaba alguno, le daban el dibujo a otros señores para que lo cosieran. Y el emperador se lo ponía para salir a la calle porque era muy presumido…

—Y ¿cuando no le gustaban?

—Pues no pasaba nada. Tiraban ese papel y dibujaban otro traje, pero al emperador casi siempre le gustaban, porque los diseñadores hablaban muy bien y él se fiaba mucho de ellos.

—¿Por qué?

—Porque creía que la única ropa bonita y elegante era la que ellos hacían.

—Y ¿por qué?

—Porque era tonto.

—Vale.

—Bueno, el caso es que los diseñadores se quejaban de que la ropa era cada vez más cara de hacer, y el emperador les daba cada vez más dinero, aunque los trajes tenían muy poca tela, cada vez menos tela. Así, los diseñadores se hicieron muy ricos. Un día, el emperador salió a la calle con unos pantalones bermudas y una camiseta. Como estaba muy gordo, la gente se rió mucho, pero él no se enteró. Y otro día salió en bañador, un bañador verde fosforito con hipopótamos rosas. La gente se divertía mirándole, así que había muchas personas en la calle, esperando a que saliera de paseo. Otro día le vieron con unos calzoncillos como los que usas tú, pero de seda roja…

—Y ¿no se daba cuenta?

—Sí, pero como los diseñadores le habían dicho que no eran unos calzoncillos, sino unos pantalones especiales, pues…, él se lo creyó.

—Pero si no hay nadie que sea tan tonto.

—¡Claro que hay! Y además, esto es un cuento. ¿No te gusta?

—Sí, sigue.

—Otro día, los diseñadores le contaron al emperador que en Japón habían descubierto una tela nueva, tan fina tan fina, y tan transparente, que no se veía siquiera. La han hecho en un telar artesanal gobernado por un rayo láser que está conectado a un ordenador gigantesco dirigido por un satélite espacial que sigue la órbita de Marte, le contaron, y nadie ha llevado todavía un vestido hecho con ella. La emperatriz se puso muy contenta. Como estaba todo el día haciendo gimnasia y poniéndose cremas para que no le salieran arrugas, y se daba masajes para adelgazar, y se operaba un par de veces al año para tener buen tipo, pensó que sería estupendo poder enseñarle a todo el mundo lo guapa y lo joven que estaba, y preguntó si la tela era transparente, pero transparente de verdad. Tan transparente que la llevo doblada en el brazo y no os habéis dado cuenta, contestó un diseñador, estirando las manos hacia adelante. ¡Oh!, exclamaron todos entonces, ¡es verdad, no se ve nada!

—¿Quién era la emperatriz?

—La mujer del emperador.

—Y ¿por qué no se veía nada?

—Porque la tela no existía.

—Y ¿entonces?

—Entonces, lo que los diseñadores querían era cobrarle mucho dinero al emperador a cambio de nada, porque le dijeron que la nueva tela era carísima, y él les dio mucho dinero mientras cortaban el aire, haciendo como que cosían un traje nuevo ¿comprendes? Y así, llegó el gran día, y el emperador salió a la calle como si tal cosa, y la emperatriz igual, a su lado. La gente se quedó muy sorprendida al verlos, él tan gordo y ella tan delgada, con el cuerpo cosido a cicatrices, sin nada encima. Y una niña empezó a reírse. Se reía mucho, tan alto y tan fuerte que los emperadores se pararon a su lado por si le pasaba algo. Van desnudos, gritó entonces la niña, van desnudos, ay qué risa, madre mía… Y todos empezaron a reírse con ella, a carcajada limpia, y se lo pasaron muy bien.

—Y el emperador se enfadó.

—No, qué va… Sólo les miró mucho tiempo, sin hablar, porque no entendía de qué se reían. La emperatriz le tiró del brazo y siguieron andando. Cuando doblaron una esquina, ella se secó el sudor con una mano y le dijo a su marido, ¡qué horror, hijo, a ver si te cambias de reino ya de una vez, porque a estos súbditos que tienes les importa un rábano la imagen del país, no tienen ni idea de lo que se lleva fuera, no comprenden nada! Sí, contestó el emperador, da lástima reconocerlo, pero la verdad es que son unos paletos y unos ordinarios…

La voz de Teresa se quebró, derrotada por un acceso de risa solitaria.

—¿Ya se ha acabado el cuento?

—No…

—Pues no me hace gracia.

—Ya. Es que… no te vas a reír. Es un cuento para mayores.

—Y ¿por qué no me has contado otro?

—Porque a mí me gusta, y a Gema también.

—¿Cómo termina?

—Ya no queda casi nada. El emperador se puso muy triste porque, como era muy presumido, le hubiera gustado que todos dijeran que su traje nuevo era muy bonito y que le sentaba muy bien. Cuando la emperatriz se dio cuenta, le dijo ¡venga, hombre anímate! Han abierto un restaurante nuevo, buenísimo, en la otra punta del imperio, a sólo mil doscientos kilómetros de aquí. ¿Por qué no vamos a probarlo? Sí, dijo el emperador, es una gran idea, pero será mejor que nos cambiemos de ropa, porque allí, en provincias, se comerá muy bien, pero la gente es todavía más bruta… Y eso hicieron. Se fueron a cenar en su avioneta privada y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. ¿Te ha gustado?

—Sí, pero no me ha hecho gracia.

—Bueno, pero te has acabado la cena. Está bien ¿no?

—Sí, pero… Una cosa. Después de todo esto siguieron siendo emperadores, ¿no?

—Sí, claro.

—Y ricos, y con muchos castillos, y un avión para ellos solos ¿no?

—Sí.

—Entonces no entiendo por qué os reís tanto.

Se hizo un silencio profundo, que nadie, excepto el mismo niño se atrevió a romper.

—Oye, por cierto… y ¿qué cenaron?

—No lo sé —la voz de Teresa era todavía un delgado cable suspendido en el horror.

—¿Cómo no lo vas a saber? Si el cuento te lo has inventado tú. Cuéntame qué cenaron, anda…

—Es que… no sé, de verdad…

Tras unos segundos de pausa, dejó escapar por fin una carcajada estridente como un taconazo. Él adivinó que se había convencido de que la interpretación de su hijo carecía de importancia, y que estaba dispuesta a rehacerse a toda costa.

—Mira, pues, por ejemplo, cenaron pimientos del Pico rellenos de sesos tiernos de codorniz en escabeche natural y crema amarga de hinojos al aroma del estragón salvaje y las anchoas de La Escala en lecho de endivias en juliana con salsa de ostras.

—¡Agh, qué asco!

—¡Pues anda, que la hamburguesa que te acabas de comer tú…!

Esta vez todos rieron, pero apenas unos instantes después la inquietud hizo presa en la voz del niño.

—¿Adónde vas, mamá?

—Pues mira, precisamente a cenar con un amigo mío.

—No quiero que te vayas, no quiero, quiero que te vengas conmigo a casa…

—Pero Diego… ¿Por qué te pones así ahora? Los niños de siete años no lloran por esas cosas, y además ya lo sabías, te lo he contado antes de salir.

—Y ¿qué voy a hacer yo ahora?

—Pues irte a casa con Gema, o sea que no te me pongas trágico. Ella te bañará, te acostará y se quedará contigo. Tienes que dormir mucho, porque mañana por la mañana, muy pronto, vendrá a buscarte papá y a lo mejor te lleva otra vez a jugar al fútbol, tienes que estar fuerte… Anda, dame un beso.

—No.

—No te preocupes, Teresa, vete tranquila. Ahora, Diego y yo nos vamos a pedir un helado, uno gigante ¿vale?

El niño no contestó. Los tacones de Teresa repiquetearon sonoramente en cambio sobre el pavimento de plástico. Cuando ya había rebasado la mitad de la distancia que separaba su mesa de la puerta, su hijo echó a correr tras ella como un desesperado, llamándola a gritos, mamá. La besó muchas veces, en la cara y en el pelo, los brazos firmes alrededor de su cuello. Ella, inclinada sobre él, le devolvió todas sus caricias. Luego, más tranquilo, el crío se dio la vuelta y, cuando ya estaba muy cerca de su canguro, extendió el brazo derecho para señalar el mostrador con el índice. Aceptaba el helado. Teresa abandonó la hamburguesería con decisión, y él salió detrás de ella. Siguió sus pasos a cierta distancia mientras se repetía que nada había cambiado en realidad, sólo su aspecto.

Entonces no era más que una niña, una criatura de inteligencia apta únicamente para lo inmediato, irreflexiva y apasionada, torpe, pero capaz de conmover, como le conmovía su propio hijo ahora. Sólo una niña, recordó, con todos los atributos propios de ese nebuloso estado, una fe desmedida en sus propias fuerzas, una voluntad férrea, cegadora, una ambición universal, y la ilimitada capacidad de creer en las palabras de otros, en los sueños de otros, en los dementes delirios de otros niños.

La contempló mientras paraba un taxi, admirándose aún de la elegante agilidad de sus movimientos y, mientras el coche se perdía en un horizonte de farolas, volvió a verla un instante, menuda y frágil, y la escuchó, recuperó la potencia de su tristeza y se estremeció nuevamente, tan lejos ya de ella, yo sostengo la tesis de que en las calles es donde reside verdaderamente el espíritu de las ciudades ¿no te parece?, él no podía imaginarse que emborracharse en París fuera tan caro, ella bebía y quería pagar, pobre Teresa.

Echó a andar despacio, dispuesto a regresar a casa caminando. Las ideas se agolpaban en su mente, atropellándose las unas a las otras, deprisa. No había sido capaz de aprender de sus propios errores, cejaba en ellos todavía, con la misma terca intransigencia de aquella adolescencia infantil, repitiéndose quizás para sí misma que es mejor no conocerlos, complaciéndose después en arrancarse largas tiras de su propia piel, despacio, sin pausa. Sabía que estaba casada, se había enterado por casualidad años atrás, y a su marido, un individuo alto y de maneras elegantes al que recordaba vagamente haber visto un par de veces en los tiempos de la facultad, le iban bien las cosas. Su nombre, en ocasiones también su rostro, aparecía de vez en cuando en las páginas de economía de los periódicos, procurándole una extraña sensación de tranquilidad. Hasta aquella misma noche imaginaba a Teresa en una casa amplia y confortable, en un trabajo cómodo y seguro, en una cama plácida, viviendo una vida regular y suficiente, soñando sueños dulces y violentos, aquilatando una felicidad razonable, obedeciendo a su edad y a su época, dócil al fin, serena. Pero entonces, mientras se alejaba en aquel taxi, volvió a verla un instante, y a escucharla, cuando estés acatarrado y no tengas un pañuelo a mano, llámame, dejándose la piel en las palabras, y reconoció la débil calidad de aquel sedante espejismo. Ella seguía persiguiendo el futuro, nunca dejaría de correr detrás de él. Se había dejado un marido por el camino, pero había parido un hijo y lo conservaba consigo, contenta de tener un pie en ese mundo que alguna vez, contra su voluntad, seguiría andando sin ella, sin su fe. Amaba a ese niño, pero miope hasta para contemplar su propia carne, le mostraba las miserias del tiempo presente mientras él engullía hamburguesas americanas y empapaba sus lágrimas en un helado gigante. Cuando el crío fuera mayor preferiría sin duda a su padre, ajeno e indolente, rico.

Mala suerte, Teresa, dijo para sí mismo, sin despegar los labios ni detener sus pasos sobre la acera. Mala suerte, Benito, repitió después, del mismo modo.

Recordó a Teresa a la luz de su nueva sabiduría, y se sintió bien, como si al evocarla hubiera logrado colocar el último ladrillo de un edificio sumamente complejo. Se asustó al descubrir las palmas de sus manos, la piel enrojecida, más arrugada que de costumbre, y se obligó a salir de la bañera aunque no le apeteciera hacerlo. Mientras se secaba meticulosamente, pliegue por pliegue, con una enorme toalla de algodón blanco, regodeándose en su dentera al contemplar cómo diminutas partículas de piel muerta se quedaban prendidas un instante en los rizos del tejido, como escamas ajenas que el agua tan caliente hubiera despegado de su propio cuerpo, decidió que definitivamente la teoría de las princesas era una estupidez, pero se inclinó al mismo tiempo por su adopción porque le permitía colocar el último ladrillo. Teresa había sido siempre, desde luego, un prototipo de princesa. De la mujer de aquella misma tarde, que le dolía mucho menos, podía suponer lo mismo, con ciertas notas de exotismo que quiso considerar de carácter meramente accidental, porque indagar en su vértigo le habría llevado inevitablemente a indagar en el vértigo que le absorbía a sí mismo, e interrogarse acerca de los propios vértigos constituye una tentación a la que jamás sucumbe la gente inteligente, al menos la que ha alcanzado ya una cierta edad.

Así que todo fue bien durante algún tiempo. Él tenía un carácter dominante, mucho tiempo libre y cierto sentido del humor. Ellas eran pavorosas, presas de la más rotunda insensatez, una ingenuidad temible. Acudía a su encuentro, de vez en cuando, siempre de incógnito, contradiciendo de forma tan nítida las instrucciones recibidas por correo que a veces, cuando ya no había remedio, sospechaba que sería descubierto en virtud precisamente de su llamativa desobediencia, rojo en lugar de azul, cazadora y no americana, libro y no carpeta, pantalones de franela y no vaqueros, pero aprendió a no exponerse a sus preguntas mudas, a no tolerar una segunda mirada en su dirección. Iba hacia ellas con el ánimo de un ilustrador de bestiarios, sólo para aprenderlas, para captar sus diferencias y sus semejanzas, para asociar un rostro concreto a cada puñado de palabras delirantes, curiosidad más que afán de conocimiento. Luego, de vez en cuando, se cansaba y lo dejaba. Las cartas seguían llegando durante dos o tres semanas, y el buzón enmudecía por fin completamente. Alguno de estos paréntesis se prolongó durante meses, tanto tiempo que él llegó a convencerse de haber puesto un final definitivo al vicio inútil que de cuando en cuando le atormentaba todavía, amenazando su estabilidad, un hilo de equilibrio tan precario, pero el ejercicio de una virtud tan infructuosa, más inútil aún que el vicio al que se oponía, terminaba por aburrirle, y echaba de menos esa mínima tensión que se estiraba en la punta de sus dedos cuando afrontaban el tacto de lo desconocido, la esperanza inconcebible ante una caja de metal tan virgen como ya sabida, propaganda impresa en papel satinado y los recibos del banco, delgados sobres blancos y muy finos con una ventanita transparente. Antes o después, volvía a recortar con cuidado una esquina de la contraportada de aquella revista para escribir un nuevo mensaje sobre las líneas de puntos. Cambiaba la cabecera periódicamente, dominante en vez de amo, o busco esclava, a secas, pero siempre le escribían las mismas mujeres, algunas no fallaban casi nunca, la mujer de Azca jamás. Fue añadiendo poco a poco cartas manuscritas con su diminuta letra nerviosa sobre papeles de colores siempre chillones al sobre de color naranja rabioso que le abrió los ojos por primera vez. De vez en cuando, cedía a la tentación de ordenarlas cronológicamente y leerlas a continuación. Siempre pudo acordarse de ella, gozaba de una excelente memoria visual, y le resultaba fácil evocarla mientras rastreaba los sucesivos estados de su permanente desolación a través de la singular correspondencia que habían mantenido durante años, ella con tantos hombres distintos, siempre implacables, él con nadie. Leía sus cartas y descifraba la intensidad de su ensueño, y la encontraba segura a veces, confiada, y cínica otras, como si ella misma descartara de antemano la existencia siquiera de una salida, y triste casi siempre, vencida, como agotada en sí misma, en su insoportable vehemencia. Nunca se atrevió a volver a verla, pero llegó a sentir hacia ella, a distancia, cierto cariño absurdo, y cuando dejó de recibir sus respuestas quiso pensarla triunfante y magullada, levitando sobre una nube oscura y densa, cargada de violencia, antes que resignada al equívoco cielo radiante de un amor tranquilo que jamás la haría feliz. Y pasó el tiempo. Al borde de un nuevo abandono, hastiado ya y harto de repetirse a sí mismo las mismas estúpidas excusas inservibles, llegó hasta sus manos la primera carta de la mujer de amarillo. El sobre era blanco, corriente, y la letra tan marcadamente cursiva que siempre sospechó que su autora la había deformado deliberadamente para enmascarar su caligrafía auténtica, una reserva tan incomprensible en una carta anónima. Dentro, sobre un folio blanco A4 sin más, las líneas subían y bajaban entre los márgenes, apretándose y espaciándose alternativamente entre sí bajo el impulso de una letra nerviosa, progresivamente titubeante, cada vez más fluida, menos forzadamente picuda. No he tenido suerte en esta vida, ésas eran las primeras palabras, e inmediatamente después la primera disculpa, ya sé que ésta no es forma de empezar una carta, y menos una carta como ésta, pero es la pura verdad, que no he tenido suerte

Llegaría a aprenderse al pie de la letra aquel eterno prólogo, un pobre puñado de palabras que crecería monstruosamente en su memoria para revestirse de la irresoluble apariencia de una encrucijada, tengo 32 años pero supongo que aparento algunos menos, y aun negándose a sí mismo desde el principio la voluntad de querer y, de querer creer, no pudo dejar de repetirse que había algo distinto en esa carta, soy bastante mona y me cuido mucho, voy a un gimnasio y a una masajista, él nunca llegó a dudar de la honestidad de su breve alarde publicitario, me hago una limpieza de cutis cada quince días, ella debía de ser una mujer hermosa pero eso no bastaba, nunca había bastado, no es que me preocupe mucho el físico, tampoco en eso era la primera, es más bien que no tengo otra cosa que hacer, otras antes que ella se habían parapetado tras el torpe escudo de la sinceridad, la verdad es que no he trabajado nunca, pero entonces él se había sentido incómodo, no me da vergüenza reconocerlo, a medio camino entre la vulgar lástima clásica y unas ganas de reírse que no sabía controlar, no quise estudiar, y sin embargo en ella la sinceridad parecía significar mucho más que una excusa, no me gustaba, porque ella parecía querer expresar a través de ese delgado cabo de color opaco la calidad del tejido de su propia desesperanza, y de momento me resisto a poner una boutique con una amiga porque no me parece serio, él la entendía, podía entenderla aunque no quisiera, estoy casada con un hombre muy bueno, porque se daba cuenta de que había temido esto desde el principio, que gana mucho dinero y me quiere de verdad, poner un anuncio en una revista es tan fácil como escribir una carta de amor desesperada, no creo que ni siquiera tenga amantes, la única diferencia es que aquéllas no se contestan, vivo en una casa muy bonita, y los anuncios sí, con jardín y una muchacha interna, él no creía haber escrito jamás una carta de amor desesperada, tengo tres hijos, pero ella lo había hecho, el pequeño nació con la espina bífida, y se la había enviado precisamente a él, aparte de eso todo va bien, a él, que no quería saber nada, debería ser feliz, y que se daba cuenta de las estupideces que ella enlazaba sobre el papel, pero sigo pensando que no he tenido suerte en esta vida, y a pesar de eso no podía dejar de leer, me aburro, y era repentinamente incapaz de sentir esa simple curiosidad que justificaba de sobra la condición de su correspondencia, me he aburrido de casi todo con los años, un juego sin importancia, cada vez me apetece menos acostarme con mi marido, sólo el pasatiempo inocente de un hombre solo, mi marido, que es tan atlético y tan buen chico, un hombre que había elegido estar solo, me aburre, ella venía ahora a sembrar con sus palabras las dudas previstas, está siempre con lo mismo, los viejos terrores ya olvidados, midiéndose la barriga con los demás al borde de la piscina, y él empezaba a dudar, contentísimo porque sabe convencerse de que tiene el vientre liso, en el trabajo, en los bares, en la calle se sentía seguro, pero no es verdad, aunque a mí me da igual cómo lo tenga, era tan feo, me importan un rábano su tripa y todo lo demás, y encima se llamaba Benito, me aburro, cuando era un niño pequeño un cristal diminuto se deslizó debajo de su piel, siempre lo hacemos igual, para helarle el corazón, y cuando abro los ojos por pura mala leche, antes tenía secretos con mamá, solamente para verle esa cara roja de moribundo que se le pone, y sabía lo bien que se está en el centro, mientras se mueve como si estuviera haciendo flexiones, pero luego el espejo se rompió, él se cree que es de gusto, y aquel niño quedó a merced de la perezosa voluntad de las hadas, y me dedica su expresión especial de vicioso, las hadas no existen, que es horrible, aunque a veces deben encarnarse en mujeres corrientes, y me dice en voz baja que hay que ver cómo me lo estoy pasando, ese género de mujeres que le condenaron una vez en silencio a vivir perpetuamente al margen de los mecanismos de su deseo, y entonces yo, por no pegarle, y esas hadas tal vez la habían elegido a ella, sólo por no pegarle, que escribía cartas de amor desesperadas, o por no echarme a llorar, para liberarle de una maldición inmerecida, doy un par de chillidos, se estaba comportando como un gilipollas, digo ¡ah!, pero si ella era capaz de no ceder a la tentación de salir corriendo al verle, y echo la cabeza para atrás, quizás le entendería, a ver si así acabamos antes, el precio sería demasiado alto, y él se corre, porque tendría que volver a confiar en el mar, y luego me pregunta que si me he fijado en que ha estado todo el tiempo apoyándose en las muñecas, y renunciar a la mujer impresa, sólo en las muñecas, sorda, muda y ciega, quizás perfecta, y yo le digo que sí, nunca merecería la pena, que está hecho un chaval, porque las hadas no existen, y él sonríe satisfecho, la esperanza es trabajosa, y se duerme enseguida, la fe agota energías que son precisas para otras cosas, entonces me convenzo de que es asqueroso, lo sabía y sin embargo dudaba, una persona asquerosa, y crecían sus sospechas acerca de sí mismo, de ésas que el mundo no echaría de menos de no haber existido jamás, sospechaba de su propia incapacidad para escribir cartas de amor, pero luego, cuando se me pasa el cabreo y me esfuerzo por ser justa, en realidad por probar no se arriesga nada, me doy cuenta de que se está haciendo viejo, un argumento tan falso, y de que me he aburrido de él, una prueba no implica compromiso alguno, es solamente eso en el fondo, pero si se decidiera a aceptarla debería apostarlo todo a una sola carta, me masturbo mucho ahora, solamente eso tendría sentido, otra vez, arriesgarlo todo, igual que cuando estaba en casa de mis padres, perderlo todo o ganarla a ella, ya no soy muy jovencita que se diga, su todo no era nada, pero estoy más sola que entonces, y sin embargo no tenía otra cosa, por eso he resucitado a mis antiguos fantasmas, dudaba todavía, creo que se dice así, cuando de repente se dio cuenta de que siempre cabría la posibilidad de que no le gustara, sobre todo el distante aristócrata cruel para cuya mujer trabajo como doncella, a lo mejor era muy fea, que sigue siendo mi favorito, una gorda enana con pelos en la barbilla, claro que tú no sabes de qué va, tan mentirosa como él, y no te lo voy a contar ahora, se sintió mejor, sería demasiado largo, no era en absoluto descabellado esperar una trampa, y además prefiero suponer que eres capaz de imaginártelo tú solo, una red pegajosa como la que él mismo había tendido tantas veces, en realidad no sé para qué te he contado todo esto, sólo para divertirse, pensarás que soy una pesada, tanto trabajo para no cazar ni una mosca, y tendrás toda la razón, renunció bruscamente al pequeño placer de verse reflejado en ella, estoy dispuesta a hacer lo que tú quieras, se estaba empeñando en comportarse como un gilipollas, a dártelo todo, y ella no era ni la mitad de gilipollas que él, hasta dinero, ella sólo buscaba un amo, a cambio de un poco de emoción, él no estaría a la altura, por eso te escribo, no podría someter, siquiera poseer a una mujer como ella, porque me aburro, él quizás llegara a amarla, porque no puedo seguir viviendo de los fantasmas que me forjé hace tantos años, llegaría quizás a amarla solamente, cuando aún disfrutaba del consuelo de un futuro incierto, tal vez ella no buscaba otra cosa, porque no habrá nada incierto en mi futuro, él no se creía capaz de desear violentamente a las mujeres que amaba, si tú no irrumpes en él, pero nunca había tenido la oportunidad de poseer a ninguna, tú que eres implacable, siempre había estado a merced de las hadas, y que nunca me llamarás cariño, las hadas están hechas de otra carne, estoy también aburrida de mimos, otra carne que se puede amasar con violencia, no he tenido suerte en esta vida, capaz de absorber tanto dolor en el placer y devolverlo, estaré el viernes que viene, él podría mimar a un hada después de maltratarla, a las 7 de la tarde, y ella nunca se aburriría de sus mimos, en la Plaza de España, él sabría cómo hacerlo, pasearé junto a la escalinata que da al hotel, lo había soñado muchas, miles de veces, entre Princesa y la Gran Vía, pero ella no era más que una mujer, iré vestida de amarillo, una mujer corriente, me pondré una flor en el pelo, se estaba comportando como un gilipollas, tú deberás llevar un libro gordo, y jamás se atrevería a aguantar de frente una sola de sus miradas, cualquier libro, ella debía de ser una mujer hermosa, un jersey claro, en cualquier caso el precio sería demasiado alto, y pantalones vaqueros, el verdadero amor es un vicio solitario, no me falles, y tendría que volver a confiar en el mar, eres mi última oportunidad, arriesgarse a perderlo todo, ya no soy tan joven, que no era mucho, no te arrepentirás, y sin embargo era lo único que tenía, sinceramente tuya, a pesar de todo dudaba todavía.

No acudió a aquella cita. Lo sabía mientras iba vistiéndose lentamente, poniendo más cuidado que otras veces en el código de las formas y los colores, no acudiría, pero eligió finalmente los vaqueros y un pálido jersey, de tono beige desvaído, no abusó del talco aquella tarde, se impuso el comedimiento como un disfraz más profundo, nada de gomina, y abrió la puerta cuando calculó que serían las seis y media, y salió a la calle, se arrojó a la calle, San Bernardo abajo, pateando la acera con decisión, casi con nostalgia, como una puta deshauciada en su última jornada laboral, para llegar a la Gran Vía demasiado pronto. Consultó la hora en un reloj electrónico, cortesía del equipo municipal, y se sonrió para sí mismo, eres un gilipollas, y giró a la izquierda, ascendió un breve tramo de cuesta y se metió en una cafetería de lujo. No tenía hambre, pero sintió una inquietud inexplicable mientras afrontaba la cola precisa para llegar a la barra. Eran las siete cuando un camarero le preguntó qué quería tomar. Miró a su alrededor y pidió un sandwich de varios pisos. Se obligó a comerlo despacio, pero el regusto a aceite degradado que presintió al contemplar las puntillas de clara quemada en torno al huevo frito que coronaba la penúltima rebanada de pan resultó mucho más poderoso que su voluntad. Se dejó la mitad, pagó y esperó unos minutos antes de volver a la calle. Ignoró al muñequito verde que adelantaba una pierna en el semáforo para peatones, pero el muñequito rojo, inmóvil, tuvo tiempo de nacer y vivir brevemente para morir más tarde ante sus ojos, y ninguna mujer joven vestida de amarillo pasó a su lado. Bebió un poco, no mucho, antes de volver a casa.

Tres días después, a la salida del trabajo, compró media docena de ejemplares de aquella revista, en previsión de las dificultades a las que sucumbiría más de una vez antes de conseguir el tono exacto en la redacción de un nuevo mensaje. Quería, más que disculparse, exigir otra oportunidad. La elaboración del texto adecuado le resultó efectivamente trabajosa, pero al final logró ordenar sobre las toscamente impresas líneas de puntos del penúltimo, quinto, ejemplar, una satisfactoria secuencia de palabras. Mensaje para esclava vestida de amarillo. Imposible acudir Plaza de España, viernes día 7. Estaba fuera, motivo laboral ineludible e imprevisto. Te acepto. Cítame de nuevo con bastante tiempo.

Mientras lo metía en un sobre, lo cerraba y escribía la dirección correspondiente, decidió sin sufrir por ello que aquel alarde de fe estaba destinado al fracaso más estrepitoso. Él no era el único hombre implacable que se anunciaba en las páginas de esa revista, que tampoco era el único flotador para náufragos contumaces que podía comprarse en los quioscos. Ella, su carta, parecía sincera. Si andaba buscando emoción, un bien tan raro, no se habría limitado a escarbar en su dirección. Depositó el sobre en el buzón convencido de que en aquel momento ella ya no se pertenecía a sí misma, de que habría encontrado ya a alguien capaz de divertirla sin mimarla, algún gilipollas más listo que él. Y esperó con desgana el momento de ver su mensaje impreso, y con desgana estudió su correspondencia desde aquel instante, esforzándose por identificar sin ningún margen de duda el origen de cada carta antes de abrir siquiera los sobres que, etiqueta adhesiva y gran logotipo impreso en cuatro colores, no contenían otra cosa que publicidad. Tuvo tiempo para dejar de esperarla, ya no le suponía ningún esfuerzo la travesía del portal, de la escalera directamente a la calle sin volverse siquiera a ojear con ansiedad la ventanita transparente que se abría en la mitad inferior de la caja de metal presidida por su propio nombre, diminutas versales manuscritas en una tarjeta de visita sin imprimir, cuando extrajo por azar, casi perdido entre reclamos de naturaleza variada pero siempre diferente, su segundo mensaje, una nueva carta de amor desesperada, garrapateada de mala manera en un arrugado fragmento de una página impresa, arrancada con prisa y sin cuidado de un cuaderno de caligrafía infantil. El lagarto está llorando, la lagarta está llorando. La misma hora, el mismo sitio, las mismas condiciones. El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos. Debajo, otra fecha, otro viernes, casi un mes después.

Procuraba evitar pensar en ello, retrasando indefinidamente el momento de tomar una decisión, de seleccionar su respuesta, pretendiéndose a sí mismo indiferente frente a un plazo regular, progresivamente más estrecho. Se repetía que lo más sensato sería reaccionar en el último momento, pero a veces se sentía mal, incluso nervioso, frente a una aventura tan descabellada. A veces pensaba en ello.

Disponía ya de muy poco margen cuando se despertó desconcertado, perdido en su propia casa, el cuerpo entumecido, dolorido por los efectos del sueño que le había asaltado sin avisar en aquel sillón dispuesto en el centro de una habitación con pocos muebles, frente a la pared desnuda donde ya no se advertía mancha alguna. El viernes, se esforzó por recordar, en el malestar de su duermevela a destiempo, el viernes, ¿qué viernes? Afuera estaba oscuro, el débil reflejo de la luz de las farolas apenas bastaba para proyectar un mortecino haz que atravesaba oblicuamente el suelo de madera, delante de cada balcón. Miró el reloj y las agujas fosforescentes le permitieron averiguar que estaba al borde de las ocho y veinte, pero no pudo contemplar la fecha. Sería de noche.

Transcurrieron unos diez minutos más antes de que fuera capaz de reconstruir su memoria inmediata. Estaba de vacaciones. Tenía mucho hambre porque había comido poco, tres pinchos de tortilla seguidos sobre la barra de un bar, después del bochornoso episodio del museo, aquella mujer tan extraña. Había vuelto a casa andando, eso terminó por recordarlo también, y había decidido regalarse por último un lujoso testimonio de su inconmovible amor hacia sí mismo, porque antes se había empalmado mirando un —su— cuadro de Goya y eso parecía peligroso. Sonrió. Ahora se acordaba. Por eso estaba ahí el sillón, frente a la pared, y él tirado encima, debía de haberse quedado frito, agotado por el esfuerzo tras haber impreso en la fantasmagórica silueta de esa pequeña puta que ya no se dignaba a dejarse ver jamás, las marcas precisas para convertir su piel en una superficie incomprensiblemente macilenta, el signo de las mujeres que se descubren y no se aceptan. Se masturbaba con mucha frecuencia, pero casi nunca invertía en esa operación más que el tiempo estrictamente necesario, y no solía desplegar tanto celo en la preparación del ambiente, ni interior ni exterior, como el casi derrochado apenas unas horas antes, cuando se había propuesto recorrer un camino tan largo que ni siquiera había llegado al punto de las chinelas azules, desde donde había partido muchas otras veces. Tal vez sería necesario replantearse esta cuestión en lo sucesivo a juzgar por los resultados, un relajamiento muscular suficiente como para inducir a deshora a un sueño dulce y completo. La desagradable apariencia que había revestido su despertar en el instante exacto de producirse se desvanecía ahora al comprobar que ya no se sentía mezquino y miserable, un pobre hombre, como siempre. Ella también se masturbaba mucho ahora, otra vez, igual que en casa de sus padres, porque ya no era demasiado joven pero estaba más sola que entonces. Recordó sus palabras y se tranquilizó, porque había establecido ya que era miércoles, disponía por tanto de dos días casi enteros para seguir posponiendo su decisión. Estaba muerto de hambre. Se levantó de golpe, metió bruscamente la cabeza debajo del chorro del agua fría y, sacudiéndose aún las gotas que resbalaban sobre su frente y sus mejillas, bajó a cenar a un restaurante cubano que acababan de abrir en la esquina.

L I EX RA L. Lo inexorable, pensó, al empujar la puerta, es la llegada del día en que todas las letras de neón estén completamente fundidas y este bar carezca por fin de nombre. Eso es lo que te merecerías, sonrió para sus adentros al contemplar a Polibio en el centro de la barra, por ir dándotelas de filósofo barato hasta en el prosaico ejercicio de la hostelería. Se acercó a él y llegó a pronunciar un par de sílabas, pero no se atrevió a seguir. Su amigo levantaba una botella de ginebra como si le pesara, ensimismado hasta un punto situado mucho más allá de los límites de lo habitual y, cuando habló, 350 pesetas, no le sorprendió más el inusitado desplome de los precios de las copas que el tono apagado, débil, de la voz que lo enunció.

No quiso volver a preguntarle por su salud. Lo hacía de vez en cuando, más preocupado de lo que a él mismo le parecía razonable por las voluntarias limitaciones de su vocación amorosa, la condición que hacía de Polibio todo un grupo de riesgo, un blanco perfecto para el enemigo frío que ganaba la guerra un día tras otro sobre los titulares de los periódicos. No quiso preguntar tampoco por las flores frescas que una mano descuidada había dejado caer, más que colocado, en un vaso que reposaba ahora sobre un estante. Será Paquita, imaginó, o quizás otra, o, finalmente, Paquita y otra, un leve contratiempo sentimental, concluyó, nada grave excepto para él mismo, que mediada la segunda jarra de daiquiri había decidido decidir por fin, hablar de la mujer de amarillo para vencerse, precipitarse en una dirección o en su contraria, asumir con tranquilidad una sentencia, absuelto o condenado, lo mismo daba, quedaban dos días todavía.

—Hola. ¿Cómo estás?

La artificial viveza que forzó la voz de su interlocutor, traicionando llamativamente su intención de ignorar y hacer ignorar a toda costa las razones de su tristeza, le advirtió de que no hallaría un momento mejor para emprender su confesión, y lo intentó, pero perdió el control sobre las palabras que brotaban de su boca.

—Bien. Tenía ganas de hablar contigo, por eso he venido —y a partir de este instante tuvo que esforzarse para reconocer a quien hablaba desde dentro de su cuerpo, utilizando su voz y su acento—. Esta mañana he conocido a una mujer extraordinaria.

—¿Sí? ¡No me digas! ¿Tenía tres pechos acaso?

—No, pero era fea, estaba gorda y se le notaba que era de pueblo…

—Desgraciadamente para mí, no encuentro esas características precisamente extraordinarias.

—Tenía nombre de diosa menor.

—¿María del Pilar?

—No. Iris.

—¡Bah! Esa alcahueta…

—Hemos ido al Museo del Prado.

—Estás en decadencia, tío.

—Y cuando la tenía en brazos…

—¿En el museo?

—Sí, delante de La nevada.

—¡Qué barbaridad!

—Me he empalmado y ella se ha dado cuenta y se ha ido corriendo, llamándome cerdo.

—No me extraña.

—Lo que todavía no entiendo es por qué ha pasado todo eso.

—Todavía no has cumplido los cuarenta. Luego lo único que haces, todo el tiempo, es preguntarte por qué pasan esas cosas…

—Será eso.

—¿La conociste?

—No. Se fue corriendo, ya te lo he dicho.

—Y no volvió…

—No.

—Y no tienes manera de localizarla.

—No.

—Mejor. No lo intentes siquiera.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero no me gusta… O a lo mejor es sólo que esta noche no estoy para hostias.

En ese momento, Paquita apareció por la puerta. Todos los presentes se volvieron para mirarla, como si el desaforado sonido de sus tacones anunciara alguna inminente catástrofe, pero ella se estiró el vestido con el mecánico gesto de un autómata que cargara así sus baterías, y atravesó el local andando despacio hasta ganar la barra, sobre la que descargó un furioso puñetazo.

—Ponme una copa y no me digas nada, sobre todo no me hables, no quiero escuchar una sola palabra, ni una sola, ¿me oyes?

Polibio se dio la vuelta, y una chica rubia, muy joven, violentamente estrábica, su cuerpo envuelto en un vestido demasiado corto, terciopelo negro que convertía su extremada delgadez en el impreciso testimonio de alguna enfermedad terrible, se levantó entonces del rincón donde se refugiaba, un escondite tan perfecto que Benito no había advertido su presencia hasta entonces. Mientras la miraba, sorprendido aún por no haberla visto antes, sobrecogido a un tiempo por el espanto de sus ojos bizcos, sintió que Paquita le daba un codazo. Al mirarla, comprobó que le tendía una caja de cerillas. No quiso cogerla. Ella golpeó nuevamente sus costillas con el codo, y él aceptó por fin la envoltura de cartón satinado cuyas solapas se dedicó a frotar con las yemas de los dedos como si pretendiera abrillantarlas.

Había ido a verla una vez, sin decirle nada a Polibio, al deprimente club de la carretera de Valencia cuyo nombre y dirección aparecían impresos en letras fosforescentes sobre la tapa de otra caja de cerillas que ella le había prestado, entonces sin ninguna intención, un par de días antes. Su idea original era no dejarse ver, pero hacía tanto frío en el local desierto y sucio, que se decidió a ocupar una de las mesas más próximas al escenario, pensando que quizá su presencia le serviría de algo a ella, que sin embargo debía de estar ya acostumbrada a noches semejantes, un panorama sombrío y desolador, tres o cuatro borrachos de última hora, la repugnante mirada húmeda de los masturbadores habituales y, con un poco de suerte, un grupo de soldados de permiso o una despedida de soltero, nada más, excepto ella y aquella otra chica que se llamaba Úrsula, y el bolero de Ravel con ritmo funky, distorsionado hasta los límites de lo irreconocible bajo el rajado toldo grisáceo que pretendía crear la ilusión de una jaima árabe, aquél era su número, entre las monjas lesbianas y el homenaje a Charlot, que era el más patético de todos, en medio salía Paquita vestida de hetaira egipcia, con un traje viejo y transparente ya por el desgaste, heredado de una bailarina auténtica que hizo todo lo posible por enseñarle a controlar los músculos de su vientre durante meses y al final, desesperada, renunció y le regaló un vestido a cambio sin querer cobrárselo siquiera, él lo comprendió al verla, huesuda y escuálida, con la piel tan pálida y aquel ombligo que parecía querer salir hacia fuera en lugar de hundirse dentro de su cuerpo, moviéndose con cierta agilidad pero con muy poca gracia, evolucionando siempre alrededor de su compañera, que envuelta en una túnica blanca, de pie, con los brazos cruzados y la expresión altiva, llevaba la mejor parte, el papel de jeque, y apenas trabajaba durante los primeros diez minutos, luego sí, pero estaba mucho más buena que Paca, y era más joven, y no daba pena, aunque después, cuando fue a saludarlas al camerino, ya no supo qué pensar, porque la novia de Polibio parecía contenta, y la otra no, se dio cuenta al estrechar su mano, blanda y laxa, incompatible con la energía que debería desprender a juzgar por la calidad de su carne, él había concebido ciertas esperanzas, pero Úrsula se marchó enseguida, despidiéndose en voz baja, lo está pasando muy mal, le confesó Paquita, mientras con la mano izquierda cerraba la puerta y con la derecha le bajaba la cremallera del pantalón para meterle la mano dentro, se ha liado con un estudiante de física que no sabe nada de esto, él manifestó su solidaridad con palabras vagas mientras se desplazaba ligeramente hacia un lado para dejarse caer encima de un sofá que había detectado previamente, ella se las arregló para desnudarse sin llegar a abandonarle nunca, lo montó con la misma habilidad que le había sido negada para el baile y comenzó a agitarse sobre él con una precisión mecánica pero no por eso exenta de eficacia, sin alterar nunca el ritmo de sus sacudidas, ni siquiera cuando se abrió la puerta y la pobre imitadora de Chaplin, completamente desnuda pero con el bigote aún pegado sobre el labio superior, cruzó la habitación en dirección a su propio camerino, con el bombín, el bastón y el frac arrugado entre los brazos, saludando sin mirar, con cara de cansada, entonces él cerró los ojos para no ver a nadie más, ella interpretó su gesto como una demanda de intensidad y acrecentó sus impulsos, él se corrió enseguida, ella no le acompañó pero dejó escapar un resoplido de satisfacción, como si acabara de saldar una antigua deuda, luego se vistieron y salieron a la calle, tuvieron que caminar un buen trecho junto a la autopista antes de encontrar un taxi libre, comentaron algunas cosas triviales durante el trayecto, luego la dejó en su casa y siguió hasta la suya, y ninguno de los dos volvió a mencionar aquel episodio nunca más, aunque, cuando un par de días después se la volvió a encontrar en la barra del bar de Polibio, como siempre, él se dio cuenta de que la quería más que antes.

Sin embargo, aquella noche, dejando caer la caja de cerillas encima de la barra, la miró, y le dijo que no con la cabeza. Ella se encogió de hombros y le susurró algo al oído, tú te lo pierdes, antes de volcarse con desesperación fingida sobre el vaso de cristal que su novio le había puesto delante. Polibio le miró sin decir nada, quería que se marchara. Él recogió la chaqueta, pronunció un adiós casi imperceptible, y se volvió a tiempo de contemplar cómo la famélica muchacha del vestido negro desaparecía lentamente por la puerta, sosteniéndose apenas sobre dos altos tacones torcidos que convergían llamativamente hacia dentro.