Permaneció en la cama hasta que Virginia se marchó. La camioneta roja arrancó y giró en dirección opuesta. Escuchó hasta que el sonido se perdió en la distancia. «Me alegro de que se haya acordado de dejarme el Olds. No iría muy lejos sin él», pensó.
Salió de la cama, caminó descalzo hasta el teléfono y llamó a la Dunn para comunicar que no acudiría al trabajo. Se quitó el pijama y se duchó. A las nueve y media estaba ya afeitado y vestido con un traje bastante aceptable. Recogió el periódico del porche y lo dejó en la mesa de la cocina. Después, mientras desayunaba, leyó las noticias, las tiras de comics y las columnas de opinión.
«Tengo mucho tiempo», pensó.
A las diez y media llamó a la señora Alt.
—Creo que hoy iré más pronto —dijo.
—Estupendo. ¿Comerá aquí? A la una.
—Gracias.
—¿Sabe lo que puede traer? Pare en un estanco y compre algunos sobres de sellos para Gregg. Quiere terminar su colección de Austria. Ayer me dijo que se lo pediría. Dígale al dependiente que quiere dos dólares de sellos de Austria; ya sabrá a qué se refiere.
—¿Y si los tiene repetidos?
—Los cambiará con otros chicos.
—¿Ha sabido algo de ella esta semana?
Sentía una gran tensión en todo el cuerpo; siempre ocurría lo mismo en momentos similares.
—Sí, me llamó el martes.
—¿Subirá?
—Creo que sí. Ya sabe cómo se expresa.
—Bien. Nos veremos a la una.
Colgó y escribió una nota para acordarse de comprar los sellos de Gregg.
Poco antes de las once salió de casa, subió al Oldsmobile y recorrió un trecho hasta encontrar un estanco. Compró los sellos y prosiguió su camino hasta la autopista 99. La conocía tan al dedillo que apenas se fijaba en las salidas alternativas. Su intención era llegar cuanto antes, y daba por sentado que lo haría con tiempo de sobra.
El paisaje no le interesaba. «Cada vez me alejo más de Los Ángeles, y eso es lo que cuenta», se dijo. Sólo estaba atento a los obstáculos.
Cinco minutos antes de la una salió de Ojai en dirección a los terrenos de la escuela. La puntualidad le alegró. «Lo he hecho al segundo.» Paró el motor, salió del coche y cerró la portezuela. Nadie le vio llegar.
Aspiró el olor del motor; el capó del coche desprendía calor y el aire tremolaba. Los árboles se movían a causa del viento, el viento de otoño que había oído silbar mientras conducía. Sonaba como si algo cayera desde una altura enorme. Levantó la vista y observó que las copas de los abetos se agitaban. Le dio una impresión de violencia. Un grupo de pájaros alzó el vuelo; aletearon y trataron de volver a su refugio. «Han enloquecido», pensó. Piaban con fuerza, en la creencia de que alguien los había desalojado a propósito.
«Cuanto más pequeños, más iracundos.»
Echó a andar por el sendero que conducía al edificio principal. Cuando llegó a la terraza tuvo que detenerse para no tropezar con un grupo de chicos que corría hacia el comedor. Gritaban y se empujaban, sin reparar en su presencia. El tañido de la campana de la escuela indicó que era hora de comer. Sopa de guisantes, filete, leche y melocotones. Café para los adultos. Siguió a los niños después de que se precipitaran entre las puertas de cristal hacia el comedor.
Edna Alt le hizo señas desde una mesa que quedaba algo apartada. Roger avanzó hacia ella.
—Hola.
—No se habrá olvidado de los sellos, ¿verdad?
Los otros ocupantes de la mesa eran el señor Van Ecke y la señora McGovern. Ambos le saludaron.
—Me los he dejado en el coche, en la guantera. —Cogió una silla, se sentó y desdobló una servilleta de papel—. He olido la sopa, así que ya sé lo que hay.
—Tenemos una cuadrilla de trabajo —dijo la señora McGovern—. Damos quehacer a los chicos malos…, pelar guisantes media hora al día.
Roger extrajo del bolsillo el informe semanal que la escuela le había enviado acerca del comportamiento de su hijo.
—Media hora en la cuadrilla de trabajo… ¿Qué hizo?
—Hacer rodar un balón de rugby por la barra de una cortina.
—El muy pillastre —añadió el señor Van Ecke, y todos se rieron.
—Los mayores tienen costumbres más peligrosas —dijo la señora McGovern con su tono práctico habitual—. Han hecho pistolas de cerillas con alfileres de ropa. El invento envía la cerilla a unos tres metros de distancia y la enciende al mismo tiempo. Los chicos, los mayores, se reúnen en grupos de diez o quince y se disparan unos a otros.
—Pero lo más inexplicable —explicó la señora Alt— es que ninguno se quema, se hiere o pierde un ojo. Significa la expulsión automática por un mes, pero lo siguen haciendo. Se meten en los lavabos, montan sus artilugios y se los esconden en los bolsillos, a veces toda la tarde. Y entonces, cuando ninguno de nosotros está a la vista… —hizo el gesto de disparar—, ¡bang! En plena cara de Jimmy Morse.
—Y Jimmy Morse dispara, a su vez, a la cara de Raleigh Hinkle. Y después Philip Adams se los carga a los dos con sus pistolas de cerillas —concluyó el señor Van Ecke.
La cocinera entró empujando un carrito de metal con la sopa de guisantes. Las dos muchachas mexicanas empezaron a servir las mesas; los niños hablaban en voz alta. Un profesor se encargaba de poner orden en cada mesa y de servir a los ocho niños sentados a ella. Los cuencos pasaban de mano en mano. La cocinera acercó el carrito a la mesa de los profesores. La señora Alt aceptó la sopera y distribuyó su contenido en los cuencos con un cazo. El señor Van Ecke se encargó de la de Roger.
—Usted ha perdido la gracia —dijo la señora McGovern a Roger—, así que no puede comer nada.
—¿Qué dice? —se asombró el señor Van Ecke con la cuchara alto.
—No se refiere a la gracia —puntualizó la señora Alt—. Es por los pequeños prisioneros, como dice Liz.
—¿Ha llegado ya? —preguntó Roger.
—Hace un rato, pero se ha ido con sus hijos a Ojai. Quiere comprar una lámpara de carburo. Dudo que la encuentre. Tendrá que ir hasta Santa Bárbara.
—Vamos a hacer una excursión nocturna esta noche —explicó la señora McGovern—. Por eso necesitamos la lámpara.
—Debería venir —dijo la señora Alt mientras comían—. Ya ha ido de excursión con nosotros otras veces, ¿no? No iremos muy lejos. El bosque se cierra en verano, pero ahora ya está lo bastante húmedo para que la gente pueda entrar. Hay un sitio donde tenemos permiso para encender fuego. Lo limpiamos nosotros.
—Tal vez.
Después de comer, la señora Alt y Roger le entregaron el sobre de sellos.
—¡Caray! ¡Mira éste! ¿Puedo enseñarlos a los demás? En seguida vuelvo; no nos vamos a marchar ahora mismo, ¿eh? —Corrió en círculo sujetando los sellos—. ¿Puedo llevármelos a la clase de matemáticas?
Roger y la señora Alt accedieron. La campana sonó a la una y cuarenta; los chicos se fueron dispersando poco a poco hacia sus clases. El vestíbulo estaba vacío, con la única excepción del chico que manejaba el cuadro de mandos.
—¿Cómo está Virginia? —preguntó la señora Alt.
—Bien.
—¿Cómo va la alergia de Chic?
—Como siempre.
—Vino hace un mes. Para ver a sus hijos.
—Ella me lo dijo. Me refiero a Liz. Los niños se lo dijeron.
—¿Sabe una cosa? Me gustaría que ustedes dos se casaran.
—A mí también.
—¿Existe alguna posibilidad de que Virginia cambie de parecer? Quizá cuando Gregg sea mayor y se sienta menos unida a él…
—Es posible —dijo, aunque no lo creía así—. Mientras vele por mis intereses, dudo que me conceda un divorcio incondicional.
—Virginia tiene un rígido sentido de la moralidad. Qué mala suerte. Para ella, para usted, para Liz. Imagino que si cree tener la razón puede hacer casi cualquier cosa.
—Aunque me divorciara y pudiera casarme con Liz, perdería a Gregg y tendría que asumir la responsabilidad de los dos hijos de Chic Bonner.
Nunca le habían gustado aquellos dos niños. Le recordaban demasiado a Chic, tan grandes, robustos, macizos, pelirrojos y pecosos. Ambos poseían la misma potencia instintiva y arrolladora. Le parecía imposible formar una familia con ellos, por más que Liz y él tuvieran otros hijos.
«Me lo sigo repitiendo, pero el hecho es que Gregg es mi hijo. Y, en el fondo, Virginia es mi mujer. Incluso yo (Virginia no) reconozco esta realidad.»
—Liz sería una esposa maravillosa para usted —observó la señora Alt.
Le dedicó una breve y sincera sonrisa de simpatía.
—No hay por qué apenarse —concluyó, aunque tanto él como su interlocutora sabían que había motivos para condolerse. Era horrible, pero por el momento no se podía hacer otra cosa—. ¿Alguna vez le ha hablado o le ha escrito Virginia sobre el particular?
—No. Sólo se comunica conmigo para asuntos relacionados con Gregg.
Entraron en la biblioteca. A través de la ventana distinguió los abetos, el sendero, el aparcamiento y su coche.
—Volverá pronto, ¿verdad? —preguntó a la señora Alt.
—A menos que tenga dificultades en la carretera. Si usted se quedara para la excursión nocturna, es probable que ella también lo hiciera. ¿Por qué no lo intenta?
—Quizá.
Pero antes de aceptar quería asegurarse de que Liz también lo haría. Era lo único que le interesaba, y no trataba siquiera de fingir. La señora Alt les había cedido un alojamiento en la escuela; una habitación en el edificio principal, cerca de la sala de profesores, en la que se sentían a salvo. Allí nadie podía espiarles. La habitación de la señora Alt se encontraba entre la suya y la escalera que conducía a la planta baja, y estaba acostumbrada, en razón de su trabajo, a despertarse al menor ruido.
—Ha hecho usted mucho por mí y por Liz.
—Siempre me gustó Liz… Siempre la consideré una amiga, y lo mismo digo de usted.
—Gracias.
Liz y sus hijos entraron en el edificio a las tres. Roger, que estaba solo en la biblioteca, oyó las voces. Escuchó el correteo de los niños y el sonido que hizo Liz en el despacho de la señora Alt cuando depositó sobre la mesa todo lo que había comprado en la ciudad.
—… sabía que no lo encontrarías allí —decía la señora Alt.
—Bueno, pero nos divertimos. ¿Sabes lo que vi? Fuimos al parque y representaban una obra teatral. No sé cuál era. Uno de los personajes es una mariposa. ¿Cuál debe ser?
—No tengo ni idea.
Las voces disminuyeron de intensidad. Roger siguió sentado con la revista en el regazo. Los nervios le torturaban, como siempre. Sentía los brazos débiles y la piel cubierta de sudor frío. «Nunca terminaré de creerme que esto me sucede a mí; nunca lo aceptaré: siempre esperando oír las pisadas en el porche y la puerta que se abre de repente. Sigo esperando mi destrucción.
»Pero no sé por qué espero. Ocurrió hace dos años. Virginia me atrapó. Todo lo demás no significa nada.»
—Hola —dijo Liz desde la puerta.
—Hola.
Se levantó y apartó la revista. Ella se acercó y le besó.
—¿Sabes algo acerca de lámparas de carburo?
—Que funcionan con carburo.
—Huelo a ajo. Comimos unas pizzas en el Sam's Oriental Pizza Palace, o algo por el estilo.
Llevaba el bolso lleno de cosas que había comprado; lo sujetó con una mano y le abrazó, echándole el aliento a la cara. Olía a ajo y a champú.
—Hueles muy bien. ¿Qué llevas en el bolso?
—Malvaviscos y bollos para la excursión. —Su rostro se iluminó de placer—. Esta vez no llevaremos tiendas; dormiremos en el suelo, en sacos de dormir. Cavaremos un agujero y encenderemos fuego, pondremos una parrilla y asaremos carne. ¿Qué te parece? Si no quieres ir, yo tampoco lo haré.
—Me gusta la idea —dijo compartiendo su excitación.
Utilizó el teléfono de la señora Alt para llamar a Virginia a la tienda. Respondió uno de los vendedores.
—L y B Appliance Mart.
—Póngame con la señora L.
La señora Alt sonreía levemente, sentada en su escritorio.
—Hola —contestó Virginia en seguida.
—Llamo desde la escuela. Me quedaré a dormir. Volveremos mañana por la tarde. Si decidimos quedarnos también el sábado por la noche, te llamaré.
—Espero que os divirtáis.
—Haremos una excursión nocturna al bosque.
—¿Está Liz?
—¿Y a ti qué te importa?
—De acuerdo, pero si vas de excursión, ten cuidado con tu espalda.
—Tiene algo para cambiarse, ¿no? —le preguntó la señora Alt después de que colgara el teléfono.
—Sí, arriba.
Subió a su habitación. En el ropero guardaba unos pantalones de trabajo, una camisa y unos zapatos gruesos. Mientras se abrochaba los zapatos, Liz entró en la habitación. Dejó de abrocharse los zapatos.
A las cuatro y media, el grupo se puso en camino hacia el bosque con las mochilas a la espalda. El señor Van Ecke abría la marcha. Siete u ocho niños, todos mayores y de sexo masculino, le seguían confiados y de buen humor. A continuación iban la señora Alt, la señora McGovern, Liz y Roger. Hablaban poco y se lo tomaban con tranquilidad.
—La única regla consiste en no hacer esfuerzos excesivos. Si nos cansamos, paramos un rato.
Se suscitó la cuestión de si estaba permitido fumar.
—De ninguna manera —sentenció la señora McGovern.
—Pero la tierra está húmeda —señaló Liz.
—Eso no tiene nada que ver. Ni siquiera debería llevar encima cigarrillos o cerillas.
—Tenemos cerillas para encender el fuego.
—Pues ya está quebrantando la ley. Acampamos gracias a un permiso especial.
—Pues yo fumaré —le dijo Liz a Roger.
Entraron en el bosque siguiendo la orilla de un riachuelo seco. El lecho estaba sembrado de troncos, rocas y ramas quebradas. Luego pasaron junto a los restos de un dique, y después encontraron una torre de vigilancia contra incendios muy deteriorada. El camino se hizo más abrupto y a continuación descendió hasta una superficie llana. El suelo estaba seco e iluminado por el sol. No crecía más que una variedad de planta. Era un área estéril y barrida por el viento. Roger se detuvo a contemplar el valle a sus espaldas, los campos y los cultivos en forma de cuadrado, las carreteras, la escuela, edificada en la falda de una elevación. Desde aquel punto, la elevación se veía como una serie de montículos carentes de vegetación. Una especie de meseta, muy al fondo, se había quemado años atrás; una superficie negra erizada de troncos muertos.
El sendero cruzaba a la otra punta del riachuelo seco, circundaba un grueso tocón y ascendía en espiral hacia el primer pico, que quedaba oculto por la neblina.
—¿Vamos a subir ahí? —preguntó Roger.
—No, nos desviaremos antes —contestó la señora Alt.
Prosiguieron la caminata. El nuevo sendero, más estrecho, bajaba hacia un amplio barranco arbolado. Cruzaron una diminuta catarata y siguieron la corriente en dirección este durante media hora. El ascenso era suave. Nadie se cansaba. Luego, el sendero se apartó del agua y remontó una cresta. La pendiente ocultaba el resto del paisaje. Eran las cinco y media. Roger, que ayudaba a Liz, sólo veía el sol del atardecer y la niebla, y la alargada, expuesta y pelada cresta.
El señor Van Ecke y los chicos les esperaron en la cumbre. El campamento se instalaría en la parte opuesta de la cresta. El terreno era irregular. No se veía el valle. Estaban rodeados de colinas. El aire, seco y frío, llevaba hasta allí un olor amargo. Los sonidos eran audibles a kilómetros de distancia. Desde una altura pronunciada se desplomó algo, probablemente un conglomerado de tierra y raíces. Los pájaros volaban entre los árboles y las plantas con veloces movimientos. Fragmentos de periódicos abandonados por anteriores campistas fueron arrastrados por el viento hacia una garganta. Los puntos menos elevados, gargantas y barrancos, ya se habían oscurecido. La luz iluminaba todavía la pendiente de las colinas y las cumbres, pero los colores perdían viveza por momentos. Sólo se apreciaban los pardos y verdes del follaje. El cielo había pasado del azul al gris.
Bajaron la pendiente y pasaron junto a hileras de macizos árboles que impedían el paso del sol y del viento. El sendero era casi indistinguible; se abrieron paso entre amontonamientos de piedras desprendidas y rocas. Una serpiente salió de su escondrijo. El señor Van Ecke y los niños saltaron por encima de ella, pero la señora McGovern y Liz se detuvieron hasta que pasó.
—¿Qué serpiente era? —preguntó la señora McGovern.
—Una culebra —dijo la señora Alt sin aminorar el paso. Roger guió a Liz, que no cesaba de mirar el suelo. El sendero pasó por entre dos riscos y desembocó en una hendidura. Tuvieron que escalar rocas agarrándose a las raíces. Al cabo de unos minutos, el señor Van Ecke anunció que habían llegado a su destino. Al alcanzar la cumbre se encontraron en una cuenca hundida entre dos cuestas, al abrigo del viento. El lugar parecía tranquilo y resguardado.
La señora McGovern encendió la lámpara de gasolina y la alzó por encima de su cabeza para que todo el mundo se orientase. Roger cogió la pala y empezó a cavar el agujero para el fuego.
Cuando hubo acabado, los demás trajeron ramas —su idea de lo permitido por la ley variaba en función de la necesidad— y amontonaron periódicos. A las siete la cena se estaba preparando en la parrilla, y los sacos de dormir estaban ya esparcidos aquí y allá. El cielo se había oscurecido por completo. La única luz provenía de la siseante lámpara de gasolina.
—¿Hay alguna posibilidad de que estalle? —preguntó Liz.
—No —contestó el señor Van Ecke—, pero alguien debería vigilar que no pierda presión.
Uno de los hijos de Liz aceptó la misión.
La cena consistía en costillas de cordero, patatas al horno, judías verdes, pastel, leche y café para los adultos. Las latas de picadillo se reservaron para el desayuno de la mañana.
Surgieron las estrellas en número infinito. Durante una hora, algunos miembros de la expedición se dedicaron a señalar constelaciones. De repente, un meteoro cayó como una piedra del cielo y se perdió de vista entre las montañas del norte. Nadie supo de dónde provenía. Todos estuvieron de acuerdo en que parecía haber desafiado la ley de la gravedad.
Seres nocturnos se agitaban y ululaban más allá de la lámpara encendida. Un sonido se repetía con insistencia, zumbante, gutural y excitado.
—Una ardilla —precisó la señora Alt.
—¿Estás segura de que no es un gato montés? —preguntó Liz.
—Estamos rodeados de ardillas —la tranquilizó el señor Van Ecke.
Más tarde, una frenética riña se escuchó en la oscuridad. Los chillidos y los golpes entre los matorrales despertaron a los niños.
—Algo ha cazado algo —comentó alegremente el señor Van Ecke.
—Será un búho —dijo la señora Alt—. Probablemente ha capturado una rata o una ardilla.
La señora Alt, la señora McGovern, el señor Van Ecke, Liz y Roger estaban sentados alrededor del fuego, que alimentaban con las varillas que habían utilizado para las salchichas y los malvaviscos. Eran las once y media.
—Hace frío —dijo la señora McGovern.
Liz estaba sentada con las rodillas levantadas y los brazos enlazados alrededor de ellas. Llevaba unos tejanos arremangados, y a la luz del fuego sus pantorrillas aparecían rojizas, suaves y desnudas. «Tan suaves como el hueso», pensó Roger. Alargó la mano y le acarició un tobillo; le estiró el calcetín y ella buscó su mano para estrecharla entre sus dedos. Su piel estaba caliente por la proximidad del fuego. Apenas había brasas, que desprendían un ligero calor. Liz había retrocedido para apoyar la cabeza en su hombro. Vio que su cuello estaba húmedo, y recordó el día, dos años atrás, en que Virginia entró en la casa y Liz había salido del dormitorio para ir a su encuentro. Siempre parecía cubrirse de humedad en momentos de pánico, de excitación, de agotamiento e incluso de felicidad. Aquel día se había levantado de un salto, como si emergiera a la superficie.
Pero la textura y la sustancia en las que vivía se habían cerrado sobre ella. En medio de tanta tranquilidad se había retirado a ese núcleo perfecto de inmutabilidad en que se encontraba tan a gusto. Quizá se rebelaba tímidamente, pero no observaba cambios en ella, como si nada le ocurriera jamás. Eso es lo que él había percibido al principio. Lo descubrió en sus ojos, dentro de sus ojos. Todo el mundo habría podido hacerlo. Los ojos no son opacos. Al mirarla directamente a ellos había captado la totalidad de su persona. Nada podía alterarla o influirla; Virginia había irrumpido en su casa, y Liz salió de la habitación corriendo, no tanto para defender su casa y su honor como para protegerle…, pero incluso esto resbaló sobre ella y lo había olvidado. Y continuaba siendo exactamente igual que antes.
«Aquí está, sentada, con la cabeza sobre las rodillas y los dedos enlazados con los míos —se dijo—. Tiene las piernas suaves, oscuras, brillantes y cálidas. Su pelo huele bien, como siempre; siempre conservará esa dulce sonrisa y, más que nada, aceptará mi mirada en la suya, cada vez más honda, para que pueda entender, como jamás lo había hecho antes, la realidad de mis palabras. Y nunca será evasiva. Nunca mentirá. Mientras pueda capturar su atención, veré la verdad. Es el último ejemplar de su especie. Dentro de los límites de su existencia, es absoluta, porque no tiene afinidad con nada. Puedo verla, pero no alcanzar a dominarla. Ni poseerla como un objeto.
»Su felicidad proviene de esto, de estar sentada a mi lado, sin hacer nada, sin necesitar nada, sin moverse, como si jamás hubiera estado en ningún otro lugar. Carente de memoria, incapaz de anticipar, ignorante de la muerte, como si llevara siglos aquí, ante el fuego, con los dedos cerrados sobre los míos.
»Pero por más que haga, estoy acabado. Aquello acabó conmigo. Tal vez no la afectó a ella, pero a mí sí. ¿Lo sabe? Hizo lo que pudo, salir de la habitación, enfrentarse a Virginia, de modo que debió de suponer lo que iba a significar para mí. Pero Virginia pasó de largo sin detenerse y entró en el dormitorio. La maldita Virginia…»
Pero Virginia acabaría por enfermar y morir. Su vida se apagaría y terminaría arrastrándose por un submundo, guiada únicamente por el tacto.
«Pero aún falta mucho tiempo para eso, así que no importa demasiado. Yo seré el primero en irme. En cierto modo, ya estoy ausente.»
—¿Qué harías si un gato montés saltara delante de ti? ¿Golpearle con una cacerola? —preguntó Liz.
—Sí; o rogar a Dios.
—No crees en Dios; me lo has dicho —repuso ella.
Luego, movió la cabeza y clavó en sus ojos aquella mirada seria y confiada.
—Es cierto.
—Pero ¿lo harías?
—Quizá.
Se inclinó hacia ella y la besó en la boca.
El sábado por la tarde, Gregg y él regresaron a Los Ángeles.
—¿Los romanos tenían sellos? —preguntó el niño.
—Yo diría que no.
—Me parece que tengo un sello de Roma.
—Es posible.
El resplandor le molestaba y sacó las gafas de sol de la guantera.
—No me gustó ir de excursión —dijo Gregg—. No me gustan las excursiones.
—¿Por qué no?
—Bueno, una vez Billy Hagg y yo nos perdimos. Íbamos solos. No se lo dijimos a nadie. Estuvimos perdidos dos horas.
—Hay que tener cuidado.
—Usábamos la brújula de Billy.
Algo más adelante, a un lado de la carretera, un grupo de trabajadores mexicanos hacía auto stop. Le hicieron gestos con las manos y aminoró la velocidad.
«Ella se pararía», pensó.
Aceleró. Los mexicanos se perdieron rápidamente de vista.
—Tenía que haber parado —le dijo a Gregg.
—Mira, ahí hay más.
Otro grupo de mexicanos, algunos en plena calzada, esperaba moviendo el pulgar. Esta vez aminoró la velocidad hasta detenerse, y los mexicanos empezaron a correr hacia el coche. Comprendió que se había comprometido, le gustara o no.
—Abre la puerta —le dijo al niño.
Gregg obedeció, y los mexicanos invadieron el vehículo, uno tras otro. Antes de que pudiera reaccionar, los componentes del primer grupo habían llegado a su altura e imitaban a sus predecesores. Cuando todos estuvieron dentro, no quedaba sitio para Gregg. Uno de los mexicanos sentó a Gregg sobre sus rodillas.
—¿Adónde van? —preguntó Roger.
Conferenciaron en español.
—Santa Paula —dijo uno de ellos.
—De acuerdo. Paso por allí.
Más tarde, después de las curvas cerradas que llevaban a lo alto, y de bajada hacia la parte sur de la cordillera, uno de los mexicanos preguntó:
—¿Es hijo suyo?
—Sí.
El hombre palmeó la cabeza de Gregg.
—Va a la escuela, la de Ojai.
Todos los mexicanos sonrieron y varios de ellos palmearon, a su vez, al niño en la cabeza.
—¿Adónde van ustedes? —preguntó otro de los trabajadores.
Era un joven de tez oscura, cejas pronunciadas y nariz grande, labios anchos, pero no carnosos y enormes dientes.
—A Los Ángeles.
—¿Viven allí?
—Sí.
—Nosotros vamos a Imperial. Vamos en invierno para trabajar. —Todos asintieron—. Cultivos de invierno. Lechuga. —Hizo el gesto de caminar encorvado bajo un peso, y sus compañeros gimieron—. Ya deberíamos estar allá. Vamos con retraso.
—Nunca he estado en Valle Imperial —dijo Roger.
Durante el resto del viaje hasta Santa Paula, los mexicanos le dieron toda clase de datos sobre Valle Imperial.
—Seguro que entraron todos cuando paraste —le dijo Gregg cuando bajaron.
—Querían atravesar las montañas.
Al llegar a Los Ángeles, fue a su domicilio y aparcó. La puerta principal estaba abierta, lo cual daba a entender que Virginia o la criada negra estaban en casa. La criada, probablemente. Se quedó contemplando el edificio; a poco, Kathy, la criada, salió al porche y sacudió el trapo del polvo. Les vio y agitó la mano.
—Entremos —dijo Gregg removiéndose en el asiento—. Vamos, papá.
—Ve tú delante —dijo Roger. Su reloj señalaba las cinco y media. Virginia no tardaría en llegar—. Entra tú. Yo iré a la tienda.
—De acuerdo.
—Adiós —dijo Roger cuando su hijo empezó a subir el sendero.
—Adiós.
Condujo en dirección a la tienda. Aparcó a una manzana de distancia y se fumó un cigarrillo. El sol declinaba. Las luces de las farolas se encendían. Las tiendas cerraban. A las seis en punto bajó del coche, lo cerró con llave y caminó hasta una estación de servicio. En el despacho, uno de los empleados preparaba una factura de engrase. No prestó atención a Roger cuando éste abrió la puerta y entró.
—¿Tiene mapas? —preguntó Roger.
—¿De qué tipo? ¿Mapas del tesoro? —ironizó el empleado.
Roger cogió un mapa de California del estante. Los otros eran de Los Ángeles.
—Gracias.
Se fue de la estación y volvió al coche. Ya en el vehículo, abrió el mapa. La Ruta 66. Hasta Barstow, luego atravesar el desierto de Mojave hasta Needles, después una larga curva hasta la frontera de Arizona y Kingman. Y luego, recto hacia el este, a través de Nuevo México, el Panhandle texano, el oeste de Oklahoma hasta Oklahoma City, y al norte. Hasta Chicago.
Le pertenecía la mitad del automóvil. La ley reconocía su derecho a sacarlo del Estado. Virginia nunca haría algo semejante; era práctica.
Sin embargo, necesitaba dinero. Ya en Chicago podía buscar trabajo de reparador, de electricista o en una fábrica, el mismo trabajo que hacía ahora, pero necesitaba como mínimo trescientos dólares para llegar. Contó el dinero que tenía en el billetero. Veinte dólares. Ni siquiera para cruzar la frontera.
«Ningún motivo impide que los coja. De hecho, realmente son míos. Nadie me detendrá, porque tengo derecho a estar allí. Lo dijo el policía», reflexionó.
Puso en marcha el coche y avanzó. Las luces del escaparate estaban encendidas, y el interior, a oscuras. Los vendedores, los reparadores, Virginia, Chic y Herb ya se habían marchado.
Giró a la izquierda y aparcó frente al almacén de carga y descarga sin que nadie le viera. Bajó del coche.
Volvió a la parte delantera y abrió la puerta principal.
La tienda estaba vacía. Todo el mundo se había ido a casa. Cerró la puerta, pasó junto al mostrador, traspuso la puerta de la trastienda y entró en la sala donde se almacenaban los televisores, los hornos, las neveras y las lavadoras. Los televisores de consola serían más fáciles de vender, sobre todo en las ciudades por las que iba a pasar. Abrió la puerta que daba al almacén, eligió los aparatos que quería —los que estaban en las últimas filas, fuera de la vista—, y los fue transportando uno por uno al coche. Llenó el maletero y el asiento trasero. Los aparatos pesaban bastante, y cuando hubo terminado, la herida de la espalda le dolía lo suyo.
«Jodida espalda», pensó, resoplando y temblando. Pero, a fin de cuentas, los aparatos estaban en el automóvil. Por lo menos setecientos dólares, a precio de coste. Aunque obtuviera menos de cien dólares por cada uno, sacaría unos quinientos.
Subió al despacho y buscó las fichas de los aparatos que había escogido. Se las metió en el bolsillo y bajó a la planta. Comprobó que había apagado las luces, cerró la tienda y subió al Oldsmobile.
Al salir del aparcamiento, el coche pareció resentirse del peso que transportaba. «Cuando llegue allí, irá más ligero», pensó.
FIN