El 1 de mayo de 1953 se inauguró la nueva tienda. La celebración duró desde las seis de la tarde a las diez de la noche. Regalaron gardenias a las damas, fotografías de los niños a sus padres, y hubo café y pastas. Cada persona que entraba en L y B Appliance Mart recibía un boleto para un sorteo en el que los agraciados podían obtener televisores, licuadoras, planchas eléctricas y máquinas de afeitar Sunbeam. Durante una semana, reflectores emplazados en el bordillo iluminaron el cielo con torrentes de luz, y el sábado por la noche varios integrantes del equipo de béisbol de Los Ángeles, los Angels, efectuaron una exhibición en el espacio de arena iluminado, amenizada por una orquesta de diez miembros contratada para la ocasión.
El nuevo nombre, L y B Appliance Mart, se eligió a fin de competir con el comercio del viejo John «Mac» Beth, que se dedicaba al mismo ramo.
L y B Appliance Mart tenía una larga fachada acristalada. El local había sido una tienda de ultramarinos; Chic Bonner averiguó que estaba disponible gracias a sus contactos con gente del sector. El equipo de Earl Gillick se encargó de remodelar completamente el edificio. La cristalera estaba algo inclinada para evitar que los peatones y posibles clientes quedaran deslumbrados. El letrero no se colocó sobre el edificio, como en los viejos tiempos, sino que las letras se grabaron directamente en la pared, separadas unas de otras. Un letrero de neón coronaba la amplia entrada lateral, de acuerdo con los bocetos que Chic Bonner había diseñado, a los que Virginia Lindahl dio su aprobación. Las puertas eran de sólido cristal doble, exceptuando los tiradores, de plástico y cobre, y la ranura para la correspondencia, en el centro de la puerta derecha. La entrada estaba ligeramente inclinada. El color exterior era verde pálido, en tanto que tonos pastel predominaban en el interior. La iluminación era proporcionada por fluorescentes, elegidos por Roger Lindahl. El local disponía de refrigeración y calefacción, esta última a base de tuberías que corrían bajo la cobertura de nailon del suelo y por las cuales corría agua caliente sin cesar. En la parte trasera del edificio, oculto a la vista de los clientes, se había construido un almacén de carga y descarga con capacidad para albergar los varios furgones recién adquiridos.
Hacia el verano de 1954, las ganancias habían empezado a amortizar los costes de las obras. Los auditores auguraban una rápida superación del déficit inicial.
En octubre de 1954, un miércoles por la mañana, Herb Tomford, el gerente de L y B Appliance Mart, abrió la puerta de cristal con su llave y entró en la tienda. El limpiaventanas, en el exterior, trabajaba esforzadamente. Tomford le saludó con la mano. El hombre le devolvió el saludo.
«Buenos días», se dijo Tomford.
Conectó el aire acondicionado y encendió las luces del techo. «Hoy soy el primero, enhorabuena», pensó. Subió al despacho y colgó el abrigo en el ropero. Acercó una silla a uno de los escritorios y empezó a repasar las cuentas del día anterior. Aún no había llegado ninguno de los propietarios, por lo que la caja de caudales estaba llena; le incomodaba estar en la tienda antes de que hubieran retirado el dinero; ¿qué pasaría si un cliente entraba a comprar algo? «Puedo darle centavos, miles de centavos», se dijo Tomford. Volvió a la planta baja, abrió la primera caja registradora y enrolló la cinta. Mientras lo hacía, el coche de la señora L aparcó en el lugar que tenía reservado.
«Número uno. La señora en persona», se dijo Tomford. Cerró la caja y cruzó la tienda hacia el mostrador de los electrodomésticos pequeños. Entre máquinas de afeitar, tostadoras y planchas, abrió y puso a punto la caja.
La señora que era su patrón había bajado del coche y avanzaba hacia la puerta principal de la tienda. Su chaqueta se agitaba a causa del movimiento enérgico de las piernas. «Cómo corre. Va como una flecha; no pierde el tiempo», pensó Tomford.
—Buenos días, señora L —saludó cuando la puerta se abrió.
—Buenos días, Herb —respondió mientras se detenía ante el mostrador para depositar parte de su cargamento de periódicos.
—¿Vendrá hoy el señor B?
—¿Y por qué no? Ah, su alergia —se dibujó en su rostro una sonrisa ausente y forzada. Levantó el teléfono y marcó un número—. Lo averiguaré.
—Hace un bonito día —comentó Herb Tomford.
—Hola, Chic: —saludó la señora L—. Oye, ¿vas a venir a la tienda? —Escuchó en silencio—. Arráncalas, si crees que es eso. Yo lo haría. De todas formas, las detesto; sólo son arbustos, a fin de cuentas. —Hubo un silencio—. De acuerdo. Adiós. —Colgó y dijo—: Llegará a eso del mediodía. Opina que son las retamas que crecen al final de su terreno.
—Ya lo dijo cuando florecieron.
La señora L colgó su chaqueta en el ropero y luego abrió la caja fuerte.
—Aquí tienes el dinero. Estaré arriba, por si me necesitas.
Los vendedores empezaron a llegar a la tienda. Trabajaban a comisión, y en cuanto entraban en el local echaban rápidos vistazos por si había alguien esperando. Uno de ellos encendió un cigarrillo y se colocó detrás del mostrador delantero; otro se sentó ante su mesa y empezó a escribir en el libro de registro nombres de posibles clientes. Un tercero, majestuoso y digno con su traje a rayas hecho a medida, cruzó las manos a la espalda y se situó cerca de la entrada, junto a los televisores. Sólo cambiaron entre ellos breves saludos protocolarios; cada uno actuaba y se preparaba según su carácter. El último en llegar se abalanzó sobre el teléfono, sacó una lista escrita a lápiz y empezó a hacer llamadas.
Después de los vendedores llegaron los dos reparadores. Habían desayunado juntos al otro lado de la calle. Se dirigieron a la sección de reparaciones sin hablar con los vendedores. A las nueve en punto entró a toda prisa el chico que conducía el camión de entregas, y a continuación llegó el operario que se encargaba de las reparaciones a domicilio. Había aparcado el camión en el almacén trasero. El último en aparecer fue el tenedor de libros, que subió al despacho y deseó los buenos días a la señora Lindahl. Sacó la funda de la calculadora y se puso a trabajar.
«Creo que ahora ya puedo ir al lavabo. La fortaleza está bien guardada», se dijo Herb Tomford.
—Voy al lavabo —dijo a uno de los vendedores.
—Muy bien.
Cogió el periódico, fue al lavabo y corrió el pestillo de la puerta para que nadie le molestara. Una vez acomodado, abrió el periódico, leyó las páginas deportivas y después las cartas al director. Mientras leía, alguien se acercó al lavabo y forcejeó con la manija.
—¿Herb? —llamó la señora L—. ¿Estás ahí, Herb?
—Sí.
—No me parece bien que te pases ahí tanto tiempo. Te necesito fuera.
—Sí, señora L, pero yo necesito estar aquí dentro para hacer lo que estoy haciendo. —Dobló el periódico y lo escondió en una esquina—. En seguida salgo. ¿Para qué me necesita?
—Tenemos diez minutos para entregar un televisor Magnavox. Fred lo está ajustando.
—¿Quién lo ha vendido?
—Fred. A un conocido.
—¿Tendrá comisión?
Había discusiones respecto a si los reparadores debían percibir comisión sobre los aparatos que vendían.
—Sí.
—Me parece muy bien —dijo. Él tenía una comisión del uno por ciento en todos los electrodomésticos grandes que se vendían, fuera quien fuese el vendedor. Se lavó las manos—. Puede que eso anime a los menos afortunados.
No hubo respuesta. «Se ha ido», pensó. Se secó las manos, recogió el periódico y abrió la puerta.
A mediodía, mientras decidía dónde iba a comer, levantó la vista y vio que Chic Bonner aparcaba su camioneta Ford roja. «Aquí tenemos al mismísimo gran jefe», se dijo para sus adentros Herb Tomford.
La cara de Chic, hinchada y rojiza a causa de la alergia, no reflejaba ninguna emoción en particular cuando entró en la tienda.
—Buenos días, Herb. ¿Algún problema?
—Un par de cosillas sin importancia —contestó Tomford, y le presentó las cuentas.
—Sí, bueno. Oye, Herb, quiero ver al encerador esta noche, antes de cerrar. ¿Puedes localizarle?
—Creo que sí. Tengo su número de teléfono en algún sitio.
Chic se arrodilló y, pasó la palma de la mano por la parte del suelo que lindaba con la alfombra.
—¿Ves estas marcas? ¿Sabes lo que son? Zapatos claveteados de estudiantes universitarios. Voy a poner un letrero prohibiendo la entrada a quien calce esos zapatos. Además, ¿qué vienen a buscar?
—Lo que todo el mundo —respondió Tomford, pensando para sí que un piso debía conservarse en perfecto estado tanto si entraban muchachos como si no—. El otro día le vendí a uno un transistor Zenith, si se refiere a eso.
—¿Hizo ese ruido chirriante mientras andaba?
—¿Ruido? ¿Con la boca?
—No, con los zapatos.
—Lo siento, señor B. Estaba tan embebido en la venta que no me di cuenta.
—Me parece que ese Philco está ahí desde septiembre —observó Chic tras pasear la mirada por la tienda.
—Lo bajaré.
—¿Quién lo puso en el escaparate? ¿Fuiste tú?
—Yo les di permiso —asintió Tomford, sabedor de que a Chic no le gustaba que los mayoristas metieran las manos en los escaparates—. Es su trabajo. Hacen la faena más desagradable. No voy a romperme los pantalones arrastrándome por los escaparates. No me pagan para eso. Si quiere que montemos los escaparates, contrate a una chica o a uno de esos maricas de los grandes almacenes. La última vez que salí a un escaparate, un puñado de chiquillos se pasó todo el rato haciéndome muecas como si fuera un payaso.
—Entiendo tu punto de vista. Bueno, ya veremos —concluyó, y empezó a examinar la actividad general de la tienda.
Después, cuando Herb Tomford subió al piso superior, la señora L le llamó al despacho.
—Éste es tu bloc de albaranes, ¿verdad?
—Sí. ¿Hay algo que no entienda?
—Ni el tenedor de libros ni yo somos capaces de descifrar los nombres de las calles. —Le tendió el bloc y Herb se sentó para estudiarlo—. ¿Por qué no usas bolígrafo como todo el mundo? Las plumas no sirven, no dejan tinta copia clara.
El bloc contenía cuatro papeles de calco; la tienda utilizaba un sistema muy complejo con el fin de evitar que los empleados robaran.
—Yo tampoco consigo leerlo. Lo comprobaré en el listín —decidió.
Devolvió el bloc y cogió el listín del otro escritorio.
—¿De qué hablabas con Chic en el mostrador delantero?
—De los escaparates.
—No consideras parte de tu trabajo responsabilizarte de los escaparates. Controlas toda la mercancía que se te entrega.
—Cuando me incorporé, el señor L, se encargaba de los escaparates. No sabía que me traspasaría a mí el trabajo.
—Ya sabes que Roger sólo viene por las noches para usar el banco de reparaciones.
—¿En qué trabaja?
—Pregúntaselo. ¿No le ves antes de marcharte?
—Ya sabe que salgo de aquí disparado a las seis —contestó, molesto.
—Sí; exactamente, eso es lo que haces.
Más tarde, cuando Chic Bonner subió al despacho, Virginia le dijo:
—¿Crees que deberíamos despedir a Herb?
—Me resulta difícil tomar una decisión. Tal vez se ha buscado la vida por otra parte. No se le ve interés.
—No me sorprendería. Un día nos dirá que le han hecho una oferta mejor. Tengo el presentimiento de que no le atraen las empresas menores. Alguien me dijo que tiene contactos con Emerson. Necesitan una persona que se encargue de su delegación en el norte de California.
Chic se mostraba malhumorado. Virginia intuyó que iba a pedirle algo.
—¿Por qué no le dices a Roger que vuelva a encargarse de los escaparates? No se herniaría. Tiene cantidad de tiempo libre.
—Debería hacerlo de día —repuso; tanto ella como Chic conocían la renuencia de Roger a entrar en la tienda en horas de trabajo.
—¿Y por qué no por la noche?
—Sólo distingue los colores de día, a la luz del sol. Es algo fundamental para los que arreglan escaparates.
—¿Y los fines de semana?
—No.
«Y punto —se dijo. Era un pacto establecido entre ella y Roger. El fin de semana le pertenecía, pero Chic lo ignoraba. Para éste, el mundo que empezaba al salir de la tienda carecía de sustancia—. Y para mí también; sólo que yo lo sé, lo asumo. Lo cual es más de lo que puede decirse de ti, señor B.»
—Tú decides —convino Chic. Había distribuido hojas de pedido encima de su escritorio; Hacía señales provisionales con lápiz—. Creo que lo dejaré en tus manos.
—No hay prisa.
—¿Te parece bien que extienda el cheque mensual de Liz a la cuenta de la tienda? Esas inyecciones contra la alergia… me han dejado sin blanca. Haré como otras veces: le diré al tenedor de libros que lo asiente como un adelanto sobre mi salario.
—No me importa.
El aludido asintió con la cabeza desde su escritorio.
—¿Cuánto es? Trescientos, ¿no? —preguntó Virginia.
—Sí.
—Quizá se case otra vez.
—No serviría de nada; es para la manutención de los niños. —Dejó de trabajar y se rascó la nariz con el lápiz—. Ese hombre estaría obligado a adoptarlos legalmente.
—Lo desgravas de la declaración de impuestos, ¿no?
—Por supuesto.
—¿Le echas de menos?
—Echo de menos a los chicos; no he tenido tiempo de añorarla. Por la tienda, quiero decir.
—Creo que hiciste lo correcto —aprobó Virginia.
«Pero no es eso lo que pienso realmente. Lo sé. Aquí no habría armonía con ella revolviéndolo todo. Estoy contenta de que se rindiera a la evidencia.»
—Ahora vive en Santa Clara.
—Lo sé.
No le gustaba discutir del tema, así que se volcó en su propio trabajo.
—Siempre supiste sus intenciones, ¿eh? Por eso confié en ti.
—Déjalo, Chic —pidió, sabiendo que él proseguiría interminablemente.
—¿Qué pensaba Roger de ella? —preguntó girando la silla para verla de frente—. Hay algo que me tiene francamente desconcertado. Considero que es un hombre con una habilidad innata para manejar a la gente y abrirse camino en el mundo de los negocios, pero estoy convencido de que se equivoca totalmente cuando las juzga en el aspecto personal, más o menos como yo, exceptuándote a ti, claro. Sin embargo…, de veras creo que Roger idealizaba a Liz, lo mismo que yo. Dios mío, tardé diez u once años en empezar a darme cuenta de lo muy… lo muy fundamentalmente unidimensional que era su punto de vista.
Sonó el teléfono en la planta baja. En seguida lo hizo el de la mesa del tenedor de libros.
—Es para usted, señora L.
—Hola.
Era la RCA, que llamaba respecto del mes anterior.
—¿Aún les interesan? —preguntó la secretaria de la oficina de distribución.
Virginia dijo que no y colgó después de darle las gracias. Chic había continuado sentado durante la conversación, meditando con las manos entrelazadas.
—Antes de que Liz tomara la decisión ¿consultó tu opinión?
—Sí —dijo Virginia; lo que no dejaba de ser verdad en cierto modo.
—¿Qué le dijiste?
—Que si no sentía ningún interés por tus asuntos, me parecía ridículo que aparentase lo contrario.
—A veces la echo de menos.
—Pero no mucho.
—No, creo que no. —Siguió meditando, y luego empuñó el lápiz y volvió a las hojas de pedido—. Se me ocurrió que podría visitarla un día de estos, para ver a los chicos.
—Los puede enviar en autobús. ¿Cuántos años tienen? ¿Catorce? Ya tienen edad de venir solos.
—Cierto, aunque los habrá mimado tanto que tendrán miedo de hacerlo. Eso me molesta, Virginia. Con su manera de ser, los malcriará, les meterá en la cabeza falsas ideas.
—Sólo están con ella los fines de semana. Mientras estudien en la escuela, crecerán en un ambiente equilibrado.
—Sólo lo que queda de trimestre. Ahí termina la escuela para ellos.
—Para entonces, sus mentes ya estarán formadas. —Se levantó y se acercó al archivo para estudiar una deuda incobrable de un grupo, y que pensaba traspasar a una agencia especializada en morosos—. ¿Quieres cancelar lo de Watt? ¿Renunciar y confiar en obtener el cincuenta por ciento mediante la agencia?
—De acuerdo —dijo con tono indiferente. Se frotó la frente y respiró ruidosamente—. Maldita alergia. Cada año igual.
—Es normal en esta época del año. Los análisis de Gregg demostraron que es alérgico a las judías verdes, las patatas, el pelo de los gatos, la lana, el miraguano, el polvo de casa y seis o siete plantas portadoras de polen. De modo que considérate afortunado.
—¿Qué le dan de comer, entonces?
—Lo mismo que a los demás, pero se deja las judías verdes y las patatas. Nunca ha comido lana o pelo de gato.
—Pero usará mantas especiales.
—Sí, durante un año o así. El culpable de su asma era el polvo de casa, no la contaminación, aunque en los días de mucha niebla cerrábamos todas las ventanas; entonces salía a jugar por las cercanías de la casa. Así la pilló. El polen de allá arriba no le afecta ni la mitad que el polvo de casa.
—Qué mala pata —se quejó Chic sonándose.
Herb Tomford cerró la puerta principal a las seis en punto, se despidió y se marchó, embutido en su abrigo gris y con el periódico doblado bajo el brazo. Los vendedores y los reparadores le imitaron.
—Buenas noches, señora L —dijo el tenedor de libros mientras sacaba la chaqueta del ropero—. Hasta mañana. Buenas noches, señor B.
—Buenas noches —respondió Virginia.
—¿Ya son las seis? —preguntó Chic. Había estado comparando los nuevos precios de la Zenith con los antiguos y cambiando las etiquetas de los aparatos. Una pila de nuevos y flamantes albaranes, que representaba una hora escasa de trabajo, se alzaba en su escritorio—. Continuaré mañana, Virginia.
«Toda la tarde haciendo albaranes», pensó Virginia. Fue al mostrador delantero, abrió la caja, contó el dinero y lo fue depositando en dos bolsas de tela. Hizo una señal en la cinta registradora, pegó una etiqueta en cada bolsa y las cerró. Chic hizo lo mismo en la otra caja.
—Un día bastante bueno —comentó.
—Sí.
—Mañana necesitaremos moneda fraccionaria.
—De acuerdo.
Se abrió la puerta y Roger, llave en mano, entró en la tienda.
—Hola —dijo a su esposa.
—Hola. ¿Cómo estás?
Cuando salió de casa por la mañana aún dormía.
—Bien. ¿Lista?
Había entrado con un cigarrillo en la mano, pero cuando ella le miró lo apagó en un cenicero. Parpadeó y se apartó. Al caer el sol, después de la jornada de trabajo, se asemejaba a una araña gris; el cansancio encorvaba su espalda más de lo normal, le hacía parecer más bajo y más deshidratado. Sus ojos, detrás de las gafas, aparecían enrojecidos. Se enderezó y se apartó el pelo de la cara.
—Pareces cansado —dijo Virginia.
—Sí —asintió distraídamente. Aún llevaba las ropas de trabajo, los pantalones manchados, la camisa, la chaqueta y los zapatos con alzas. Se frotó el labio—. ¿Tienes ganas de cenar? Yo no, pero te acompañaré.
—Estoy hambrienta —dijo ella.
Roger avanzó con paso lento hasta la trastienda.
—Me cambiaré —anunció mientras trasponía la puerta de la sección de reparaciones.
—Bueno, Virginia —dijo Chic con el sombrero y la chaqueta puestos—, hasta mañana. Tómatelo con calma.
—Buenas noches.
De pie en el centro de la tienda, escuchó; inclinó la cabeza para percibir mejor los diferentes sonidos. «¿Falta algo? —se preguntó—. No», decidió.
—Recuérdame que termine lo de los albaranes mañana en cuanto llegue —dijo Chic desde la puerta—. Así no perderemos dinero.
Atravesó el aparcamiento hasta su camioneta. Cuando dio marcha atrás la saludó con la mano. Virginia respondió con un gesto desmayado. Era suficiente para él.
Cuando reapareció, Roger llevaba una corbata estrecha y unos pantalones anchos.
—¿Me hará falta la chaqueta? Creo que no.
—¿Cómo van las pruebas?
Su trabajo en la empresa Dunn consistía en comprobar conmutadores en una línea de montaje; los conmutadores se convertían en elementos de circuitos de computadores, algunos de los cuales se incorporaban finalmente a misiles.
—Como siempre.
—Espera un momento. —Conectó las luces del escaparate—. Echa una ojeada, ¿quieres?
—¿Por qué?
—Porque tienes buen ojo para arreglar escaparates.
—Ya están bien —afirmó sin moverse.
—Me gustaría que volvieras a encargarte de eso.
—No tengo tiempo.
—Sólo trabajas cinco horas al día; podrías ocuparte de ellos por las mañanas.
—Ya están bien. ¿Por qué sigues metiéndote con Herb? Es un buen tipo.
—Sí, pero ¿trabaja bien?
—No veo la diferencia.
—No, claro que no.
«Por eso soy la dueña de la mitad de la tienda y tú no. Por eso la L es mía. Podría haber sido tuya, querido, pero te conformabas con una tienda llena de buenos chicos.
»Y también querías otro buen tipo, un buen compañero, de pelo castaño y brillante, y ojos alegres, y sonrisa vacía, que te echara una mano. Ella era un buen tipo, ¿eh? Quería y todavía quiere a sus dos hijos; probablemente te quiso y aún te quiere. Y te fue fiel, sólo que era demasiado estúpida para ejercer su fidelidad. Y, por tu parte, fuiste también muy estúpido. No le hiciste mucho bien, también tú eres un buen tipo.
»¿Y dónde está ahora? En otra ciudad, viviendo del dinero que Chic le pasa por los niños y de su trabajo como secretaria de una central lechera. ¿Es feliz? Quién sabe. A quién le importa. Y, en su caso, ¿quién podría decirlo?
»Pero al menos tiene a sus hijos. Si Chic hubiera averiguado lo vuestro, él habría solicitado el divorcio y se habría quedado con los niños. Eso no habría sido justo. No, porque te habría complacido, Roger. De saberlo Chic, hubiera causado problemas a todo el mundo. No existiría la tienda. Nadie habría salido beneficiado. Al menos, Liz fue lo bastante inteligente como para comprenderlo.
»En un aspecto eres afortunada, Liz Bonner, porque con esa conciencia tan diminuta, esa visión del mundo propia de una salamandra, sabías disfrutar. Una corta y alegre chispa de vida, con un elemento de pureza: no estaba contaminada por ninguna visión de futuro, o de las consecuencias de actos o hechos concretos, como tu marido y los hijos y el que Roger tuviera una esposa y un hijo y la responsabilidad de una tienda. Lo borraste todo de un plumazo; te lanzaste a la aventura, la disfrutaste, y de repente ahí estabas, consternada y atónita. Pero al menos nadie podrá decir que no lo hiciste.
»Nadie podrá decir que no lo conseguiste por un tiempo. Y tal vez, para tu mentalidad, fue mucho tiempo. Tal vez para tu chispa de vida fue un larguísimo tiempo, tanto como puedas recordar, hasta el límite de tu perspectiva.
»Tal vez conseguiste lo que perseguías porque era lo único que perseguías. Tal vez te era imposible concebir algo mejor.
»Me gustaría poder hacer algo así. Ojalá pudiéramos todos.»
—En cualquier caso —le dijo en voz alta a Roger—, me gustaría que cambiaras los escaparates. Le harías un favor a Herb. Este asunto se convertirá en motivo de enfrentamiento, tanto si acepta y se humilla ante todos, como si lo haces tú o lo mejoran los mayoristas.
—Odio a esos jodidos mayoristas. Entran en la tienda mientras estás trabajando y empiezan a llenarte de anuncios las paredes. Miras a tu alrededor y lo único que ves son letreros de la RCA. Solía arrancarlos mientras el tipo aún estaba en plena faena; quería que me viera hacerlo —masculló mientras encendía otro cigarrillo. Sus manos temblaban.
—Estoy lista.
Roger le abrió la puerta, y ella salió a la calle.
—Ya cierro yo —dijo él introduciendo la llave en la cerradura—. ¿Lo has apagado todo?
—Sí. Escuché. Siempre oigo si algún aparato funciona.
Virginia se marchó a casa en el coche después de cenar. Roger volvió a la tienda para ocuparse de algunas reparaciones. Encendió el fluorescente que colgaba sobre el banco, arrastró el alto taburete sobre la esterilla y luego dispuso los aparatos. El soldador tenía interruptor y enchufe propios. Siempre se desconectaba aparte. Lo enchufó y alzó; colocó el gatillo en posición on.
Su modernísima antena había sido montada sobre el techo de la sección de reparaciones. Dos cables bajaban por la pared hasta el banco y se conectaban a un televisor. La antena formaba un círculo de delgados tubos de aluminio, en cuyo interior había una red de tubos aún más finos que iban en varias direcciones, como los radios de una rueda. De los tubos partía una complicada red de cables conectados a otro único que iba conectado a una caja de control con terminales y orejetas, y de ahí a los dos cables de la pared.
«Es jodidamente complicado», pensó Roger.
Su pretensión era conseguir una antena infinitamente variable controlada por el selector de canales. Al girar el selector, algunas secciones de la antena se desconectaban y otras se conectaban. La idea consistía en eliminar la niebla, reforzar las señales débiles, reducir la estática… En la práctica, sin embargo, los ajustes no mejoraban la calidad de imagen.
Con ayuda del soldador, cambió algunos cables, modificó ciertos canales, y luego arrojó la toalla.
«A la mierda», decidió. Desconectó el aparato. Lo único que influiría en la calidad de la imagen sería elevar la antena, y para ello sería necesaria una fuente de potencia, como un motor eléctrico de un cuarto de caballo, lo cual dispararía el precio en el mercado.
«Eso es todo», se dijo. Pasó las piernas por debajo del banco e inclinó hacia atrás el taburete tanto como le fue posible sin llegar a perder el equilibrio. A su espalda estaba el piso de hormigón. «Dejémonos caer, a ver qué pasa», pensó.
Pero enderezó el taburete.
«No es mi estilo», se dijo. Estiró las piernas y bajó del taburete. La sala de reparaciones estaba fría y los fluorescentes le daban dolor de cabeza. Cerró el banco y se dirigió a la parte principal de la tienda.
La gran sala llena de televisores, hornos, neveras y lavadoras estaba a oscuras. Las luces del escaparate se proyectaban a la calle e iluminaban la acera ante la fachada de la tienda. Se acercó a la sección dedicada a la Philco. Le había costado dos semanas preparar la distribución de aparatos, y no había sido fácil empezar.
«Cosa repugnante», pensó. ¿Por qué estaba allí? ¿Quién lo puso?
Mientras contemplaba el escaparate, una sombra apareció en la acera y enfocó una luz hacia él. Levantó las manos, deslumbrado. La sombra se movió hacia la puerta y, mientras intentaba recuperar la visión, comprendió que se trataba del policía que los comerciantes habían contratado para patrullar por la noche y comprobar que todas las puertas de las tiendas estaban bien cerradas. El policía, sin apartar la linterna de los ojos de Roger, desenfundó la pistola y le apuntó sin dejar de avanzar hacia él.
—Fantástico —murmuró Roger, alzando las manos con expresión burlona.
Se apartó del mostrador y se aproximó a la puerta. Abrió con su llave.
—¿Quién es usted? —preguntó el policía—. Déjeme ver su documentación.
La luz enfocó sus manos cuando sacó el billetero.
—Estaba trabajando en la parte de atrás. Salí hace un par de segundos.
—¿Es usted pariente de la señora L?
—Sí.
—¿Es su marido?
Asintió con la cabeza.
—Lamento haberle molestado. —El hombre desvió la linterna y enfundó el arma—. Pensé que estaba esperando a que me fuera… —le palmeó el hombro—. ¿Así que iba a arreglar el escaparate?
—No, me tomaba un descanso.
—Oiga, ¿sabe algo de televisores? Quiero decir, ¿entiende cómo funcionan?
—Eso creo.
—Tengo un Packard-Bell; a veces, cuando tengo tiempo de ver la tele, el show de Ed Sullivan o lo que dan los domingos por la noche, la imagen se hace granulada. ¿Cuál es la causa?
—¿Se refiere a una línea que aparece en la parte superior de la imagen?
—No, granulada. Ya sabe.
—Alguna interferencia.
—¿Quiere decir que alguien interfiere en la imagen?
—Estática, sólo que la ve en lugar de oírla —aclaró mientras empezaba a cerrar la puerta; el policía se dio cuenta y se dispuso a marchar.
—Muchas gracias, señor Lindahl. Oiga, si me sigue pasando ¿puedo traer el televisor para que le den un vistazo?
—Claro; cuando quiera.
—¿Y cuánto tiempo tardan en arreglarlo?
—Un par de días.
Cerró la puerta con llave. El policía le saludó con un gesto tras el cristal, dijo algo que no entendió y prosiguió la ronda con su linterna.
«Cristo, será mejor que me vaya. No estoy haciendo nada útil», se dijo.
Se aseguró de que el soldador y el resto del equipo de la sección de reparaciones estaban guardados y salió de la tienda.
«¿Y ahora, qué? A casa. Adonde he vuelto durante diez años, excepto aquel breve período hace dos…»
Pensó en la Escuela de los Padres. Era miércoles, de modo que dentro de dos días, pasado mañana, haría su viaje semanal para recoger a Gregg.
«Me pregunto si podré esperar tanto tiempo», pensó.