Cuando llegó a casa, Virginia se preparó un plato de requesón y peras en almíbar; se sentó un rato a la mesa de la cocina y luego apiló los platos del desayuno en el fregadero. Telefoneó a una amiga, una mujer llamada Rae Phelps, una de las madres de la antigua guardería de Gregg. El nombre de la señora Phelps figuraba en una tarjeta escrita a mano pegada en la portada del listín telefónico.
—Necesitaría que me prestaras el coche hoy, si no te va mal.
—¿Y cómo me las arreglaré yo? —La voz de la señora Phelps retumbó en su oído—. No quisiera parecer poco sociable, pero he de llevar a los malditos niños a la escuela, recogerlos luego e ir de compras. Me encantaría dejártelo, pero…
—Te lo cambio por mi Olds.
—No entiendo.
—Es una cosa que estoy haciendo. No quiero usar el Olds.
Su relación con Rae Phelps era tan lejana que ni siquiera recordaba el color o la marca de su coche, aunque sabía que era grande y bastante nuevo.
—Me parece una locura —replicó la señora Phelps con su contundencia habitual—, pero si quieres intercambiar coches me da igual. ¿Pasarás por aquí, entonces?
Le dio las gracias y colgó.
Luego se puso un vestido que Roger no había visto nunca, un vestido azul oscuro de cuello blanco. Completó su atavío con guantes, un sombrerito, medias y unos zapatos de tacón, y trasladó las cosas que guardaba en su bolso de siempre a un bolso más pequeño de piel negra brillante que Marion le había regalado y jamás estrenó.
«Llamará para cerciorarse de que estoy en casa.»
El teléfono sonó pasadas las once.
—¿Diga?
—Hola —contestó Roger sombríamente.
—Me has pillado por casualidad. Iba a salir para recoger a Marion.
—Quería saber si me he dejado ahí un bloc de albaranes. Echo en falta uno.
Buscó por la casa, aun a sabiendas de que era una argucia.
—No, no lo veo.
—De acuerdo. Estará por aquí entonces. Gracias.
En cuanto hubo colgado el teléfono cerró la puerta de la casa, subió al Oldsmobile y fue a casa de Rae Phelps, a unos dos kilómetros de distancia. Entregó a la señora Phelps el Oldsmobile y recibió a cambio un Imperial verde oscuro muy limpio.
—Iré con cuidado —dijo, nerviosa.
—No te preocupes, está asegurado. —La señora Phelps era una mujer alta, simpática y vivaz a la que no parecía inquietar que otra persona utilizara su automóvil—. Espero que te vaya bien. ¿Vas a una fiesta sorpresa o algo por el estilo?
—Sí, eso es —asintió Virginia.
Fue por la autopista en el Imperial —maravillosamente fácil de conducir— a la zona industrial de la ciudad, a la panificadora Bonny Bonner Bread. Nunca la había visto, y le impresionó; era inmensa.
—Quisiera ver al señor Chic Bonner —solicitó a la recepcionista. Le dijo su nombre a la muchacha.
—Sí, señora Lindahl. El señor Bonner dice que pase. Detrás de esa puerta de la derecha.
Entró en el despacho de Chic.
—Hola —saludó.
—Qué sorpresa.
Chic la esperaba de pie tras su escritorio de metal, en el que había informes mimeografiados y una máquina de escribir.
—Es sólo un momento. ¿Tienes aquí tus bocetos? —preguntó mientras se decía: «Por Dios, ojalá que no».
—No, están en casa.
—Quiero enseñárselos a nuestro abogado. Me gustaría que los viera.
—Una idea estupenda, Virginia —había en su rostro una expresión satisfecha—. ¿Los quieres ahora?
—¿Dónde hay un teléfono? Llamaré, y si está Liz, iré y los recogeré. El señor Charpentier me espera, y son casi las doce.
—Sí —asintió Chic acercándole el teléfono—. Debería estar en casa, aunque es posible que haya ido de compras.
Virginia marcó su propio número y, por supuesto, no obtuvo respuesta. Dejó que sonara y que él lo oyera.
—Caramba, ¿sabías que Liz iba a salir? Tal vez esté de cháchara con alguna vecina. Bueno —agregó mientras descolgaba el auricular otra vez—, quizá pueda concertar otra cita con Charpentier para un día de esta semana.
—¿Y si te doy la llave? Vas a casa y los recoges; están en la sala, en la mesita del café.
—De acuerdo, Chic.
Miró el reloj. Según sus cálculos, le quedaba muy poco tiempo. Aceptó las llaves, salió de la empresa Bonny Bonner Bread, subió en el Imperial y atravesó las calles de la zona comercial hasta encontrar una cerrajería. Hizo un duplicado de la llave que le había dado Chic, por el que pagó treinta y cinco centavos.
Regresó a la panificadora y le devolvió las llaves a Chic.
—No he podido entrevistarme con el señor Charpentier —explicó—. Se había ido a comer.
—Oh, qué pena.
—Concertaré otra cita.
—Eres una persona muy seria, ¿no? Lo digo por la manera en que te fuiste de la tienda anoche. Tenías miedo de decir algo…, algo comprometedor. ¿Tengo razón?
—Sí.
Se despidió y abandonó el edificio. Recogió a Marion a las doce.
—¿Qué pasa? —preguntó su madre mientras examinaba el coche—. ¿Te has desprendido del Oldsmobile?
—He pedido prestado éste. Escúchame; no vamos a la ciudad. He cambiado de opinión.
—¿Por qué vas tan bien vestida? Pareces una modelo. Nunca te he visto tan elegante. ¿Por qué no vistes siempre así? Siento complejo de inferioridad. —Se fijó en el bolso—. Ése es el bolso que te regalé y nunca has usado. Me preguntaba cuándo te decidirías a llevarlo. Queda muy bien con el color azul. ¿Te había visto ese vestido?
—Vamos a acercarnos a la tienda. No quiero que hagas nada. Sólo quiero que me acompañes.
—¿Qué dices? Mírame, Ginny. ¿Qué pasa?
—No te puedo mirar; estoy conduciendo.
—¿Tienes problemas con esa mujer, esa Liz Bonner?
—Sólo quiero que me acompañes.
—Tengo derecho a saber lo que ocurre.
—Y una mierda. Limítate a seguir sentada y a mirar. Eso es todo. Haz lo que te digo, ¿me oyes?
—Por Dios, Virginia.
Aparcó en un espacio libre ante la tienda y rectificó la posición del espejo retrovisor para poder observar la entrada. El camión estaba aparcado en la zona de carga y descarga.
—Utilizará ese trasto —dijo.
«Gracias a Dios, aún no se ha ido.» Como siempre, había mucho trabajo.
—¿Va a encontrarse con ella? —preguntó la señora Watson.
Virginia no respondió.
Roger apareció en el umbral de la tienda a las doce y media, cargado con el bastidor de un televisor. Lo depositó en el camión, volvió a la tienda y salió con otro bastidor.
—Se va a marchar —dijo Virginia.
—¿Qué son esos aparatos? —preguntó la señora Watson.
—Son para entregar. ¿Sabes una cosa? Para conseguir la llave de una casa, basta con pedirla.
Sacó la llave de los Bonner del bolso y la dejó junto a su pie derecho, al alcance de la mano.
—Me sorprendes —dijo su madre con tono dolorido y preocupado.
Virginia encendió un cigarrillo y continuó vigilando. La tensión había disminuido; en cuanto vio el camión sintió cierto alivio. Roger hablaba con Pete; examinó la lista de llamadas y luego telefoneó desde el mostrador.
—Ya falta poco —comentó Virginia.
«No permitiré que me suceda a mí. No voy a ir con rodeos como Teddy.»
Teddy les había visitado en Washington; oyeron voces en el rellano y Roger abrió la puerta del apartamento. Virginia no comprendió al principio quién era Teddy; creyó que era una amiga de Roger y jugó con la niña. Roger se hundió en tal estado de postración que, cuando se arrodilló junto a la niña, comprendió de repente que era su hija y Teddy su ex esposa, de la que se había divorciado.
—Tenía ganas de conocerte —había dicho Teddy.
Tenía las piernas muy delgadas, poco atractivas, y caminaba con los pies hacia fuera, como un pato. Su voz era aguda, y cuando habló con su hija empleó un sonsonete acusatorio que incomodó a la niña y a Virginia. «Así que ésta fue su mujer», pensó.
—¿Cómo pudiste interesarte en ella? —le preguntó después a Roger.
—No lo sé —respondió evasivamente.
«Qué mujer más repulsiva. ¿Verá en mí algo parecido? ¿Es eso lo que quiere?»
—Le gusta ese tipo —le dijo a su madre—. Es la otra cara de la moneda. Liz es del estilo de aquellas con las que salía cuando trabajaba en el astillero, en la WPA y, mucho antes, en Arkansas.
«Y lo dejaría todo por una tía así. Me dejaría.»
—¿La abandonaste? —le había preguntado.
—No. No nos entendíamos. Ella estuvo de acuerdo.
—Pero quiere que vuelvas.
—No.
—Claro que sí. Por eso ha venido. Quería saber si podía hacerte cambiar de opinión. Se arrepiente de haberte concedido el divorcio; casi lo expresó en voz alta, delante de mí.
—Ella estuvo de acuerdo —repitió Roger.
—Y tu hija… Tú…, tú las abandonaste. Me pregunto si algún día harás lo mismo conmigo.
Aspiró el frío aroma de la nieve, del hielo, del Dique de la Marea, de las colinas y los bosques cercanos al Potomac. Vio a su alrededor los árboles y las mansiones de la avenida Pennsylvania. Vio a las jovencitas de color que iban a su trabajo en autobús por las mañanas, con sus pañuelos de algodón rojo, vio a la orquesta municipal de Maryland por la noche, desfilando por la calle y dejando a los músicos en sus hogares. Las cercas de estacas blancas, el bochorno del estío…
—La abandonó —dijo a su madre—. Siempre lo hacen. Está en su idiosincrasia.
—Te lo advertí.
—¿Cómo ha podido hacerme esto? —«Por una como ésa», se dijo—. Sabía que lo haría, tarde o temprano, cuando no aguantara más.
Roger salió de la tienda, se detuvo y parpadeó, cegado por la luz diurna. Se limpió las gafas de sol con el pañuelo, escudriñó la calle y subió al camión.
—Allá vamos —dijo Virginia. Puso en marcha el motor del Imperial, que rugió y se paró—. ¡Maldición! No domino este coche, es de Rae Phelps. Espero que no me vaya a fallar ahora.
—Ve con cuidado. Tal vez deberías reconsiderar lo que estás haciendo, Ginny. Creo que estás actuando con precipitación. ¿Qué importancia tiene que salga con esa Liz Bonner? Vas a un abogado y te divorcias en un periquete, ya lo sabes. ¿Por qué quieres meterte en tantos líos?
Arrancó el motor, dio marcha atrás y siguió al camión.
—¿No nos verá? —preguntó la señora Watson.
—No conoce este coche —dijo.
Por otra parte, sabía que el retrovisor del camión no estaba en óptimas condiciones.
El camión recorrió la ciudad durante casi una hora. Paraba en algunas casas, entregaba bastidores y recogía otros. Empezó a preguntarse si no estaría cometiendo un error.
—Está trabajando —dijo la señora Watson—. Hace lo que debe hacer. Y tú, ¿qué haces?
«Estoy esperando», se dijo.
—¿Cómo conseguiste esa llave? ¿De verdad es la de su casa?
«Eso espero. Sería ridículo que fuese la llave del garaje.» Pero el cerrajero le había asegurado que la llave de la puerta era la única Yale del manojo.
—Creo que estás loca de atar. No me sorprendería averiguar que llevas una pistola en el bolso. Los periódicos hablan a diario de casos así; no me extrañaría que te comportaras de ese modo.
—Tengo que sorprenderle in fragantti. De lo contrario, siempre lo negará. Nunca lo admitirá.
—¿Por qué te obsesionas?
Virginia no contestó.
A las dos el camión torció en dirección a San Fernando. A punto de llegar, se detuvo en una estación de servicio. Roger bajó, estiró las piernas y fue al lavabo. Cuando salió entró en la oficina y llamó por teléfono.
—Está llamando —dijo Virginia.
—Llama a la tienda para saber si ha de modificar su ruta. No quiere hacer el camino en balde.
«Exactamente», se dijo Virginia.
Roger volvió al camión y se adentró en el tránsito. Virginia le siguió a una distancia prudencial. Lo perdió en un cruce; tuvo que frenar ante un semáforo en rojo, y el camión desapareció con lentitud detrás de una curva.
—¿Lo ves? —la reconvino la señora Watson—. ¡Tanto correr y lo has perdido! ¡Deberías fijarte más en lo que haces!
Guando el disco se puso verde, giró a la derecha y fue directamente a casa de los Bonner. Aparcó en la calle transversal, entre dos coches.
—No tardará.
El camión pasó de largo a los cinco minutos y aparcó no muy lejos. Virginia y su madre, sentadas en el Imperial, vieron cómo Roger caminaba por la acera, miraba en todas direcciones y se encaminaba a casa de los Bonner. Subió al porche, la puerta se abrió al momento y entró. La puerta se cerró a sus espaldas. «Así que era verdad.»
—Vámonos —murmuró mientras ponía en marcha el coche.
—¿Nos vamos?
—Sí.
—¿Y tu llave? ¿Para qué te has hecho un duplicado si no vas a utilizarlo?
—No quiero —dijo alejándose de la casa.
—Tienes una llave; sabes que están dentro; has dicho que querías cazarlo con las manos en la masa.
—¡De acuerdo! —Viró en redondo en un cruce. Un perro que dormitaba en la calle se revolvió, confuso. Volvió al lugar de donde venían—. ¿Entrarás conmigo? No quiero ir sola.
—Entraré. No me gusta, pero lo haré.
Aparcó a unas casas de distancia. Se quedó inmóvil por un momento.
—Démonos prisa —dijo su madre—. Podría irse.
Virginia abrió la portezuela de su lado. Su madre hizo lo mismo.
—Cierra sin ruido —aconsejó la señora Watson—. Así no sabrán que hemos llegado.
Dejó la portezuela abierta y caminó por el sendero que llevaba a casa de los Bonner.
—¿Tienes la llave?
—No.
Volvió al coche y la recuperó.
—No tengas miedo.
No tenía miedo. Flotaba, como cuando subía los peldaños del salón de actos de la escuela.
—Me siento como si fuera a pronunciar un discurso, un discurso patriótico o algo por el estilo —rió Virginia.
—No te preocupes. Limítate a entrar.
No dejaba de parecerle divertido. Se detuvo.
—Soy incapaz de hacerlo —seguía riendo—. Lo siento, es demasiado absurdo. Entra tú, si quieres.
—Yo entraré —dijo la señora Watson arrebatándole la llave de las manos—. No vacilaré en hacerlo.
—Espera, no quiero que te entrometas en esto.
Se apoderó de la llave de nuevo, subió al porche y abrió la puerta. Entró en la casa seguida de su madre. La sala de estar estaba oscura y silenciosa, con las cortinas corridas. Tuvo la impresión de que se hallaba desordenada, y olía a madera. ¿Por qué madera?, y en seguida recordó el hogar. Había troncos de roble apilados, de los que se desprendía el olor. En el hogar vio un montón de periódicos y revistas para quemar. Liz apareció procedente del vestíbulo, boquiabierta, con el pánico reflejado en el rostro.
—Estaba en el jardín —dijo—. ¿Qué quieres?
Llevaba la parte inferior de un bañador de lana y una camisa por encima. Iba descalza. Los faldones de la camisa le llegaban casi hasta las rodillas, y Virginia entrevió entre los botones su piel bronceada y generosa. No llevaba nada debajo de la camisa; ni siquiera se la había terminado de abrochar. Sus piernas brillaban a causa del sudor.
—No quiero entrar —dijo Virginia—. No, no lo haré.
—¿D… dónde? —articuló Liz con voz desfalleciente. Movió la cabeza y unas partículas de lana cayeron sobre la camisa.
—En tu dormitorio.
—¿Cómo has entrado? ¿No estaba cerrada la puerta? —Terminó de abrocharse la camisa e introdujo los faldones dentro del bañador—. Estaba en el jardín —repitió—. ¿Qué quieres? ¿Qué significa esta intrusión en mi casa?
Pasó frente a Liz, atravesó el vestíbulo, abrió la puerta de la alcoba y miró en el interior.
Las ropas de Roger estaban apiladas ordenadamente en la silla: la chaqueta, los pantalones, los calzoncillos, la corbata, la camisa y los calcetines. Los zapatos se hallaban al pie de la cama. Vio la colcha, doblada, en la cómoda. Roger yacía en la cama bajo las sábanas. Sólo sobresalían la frente y los ojos. La miraba. Como no llevaba puestas las gafas —las había dejado en la cómoda—, no la distinguía con claridad. Al acercarse, advirtió que estaba mirando su vestido. Ni siquiera la reconocía.
Se sentó en el borde de la cama. Él continuaba sujetando con firmeza las sábanas, como si temiese que ella las apartara y le viera.
—¿Tienes miedo de que te mire? No lo haré si no quieres.
—¿Quién ha venido contigo?
—Mi madre. —Desde el vestíbulo llegaban las voces de Liz y de la señora Watson. Virginia se dirigió a la puerta—. ¿Quieres que salga mientras te vistes?
—No.
—¿Cierro la puerta?
—Sí, ciérrala —aceptó por fin.
Lo hizo. Pero él siguió en la cama, cubierto con las sábanas.
Sujetó la sábana con ambas manos y vigiló que ella no se acercara. Le había descubierto y esperaba oír sus quejas. «Algo horroroso», pensó, temblando en la cama y sintiendo la proximidad del fracaso, la inminencia del fin. Había sucedido. Tantos años esperando ser descubierto, la puerta que se abre, la preparación, la escucha. La puerta se abrió, ella irrumpió; se quedó de pie junto a la cama, dominándolo desde esa posición. Sus sospechas (había sospechado previamente) la habían traído hasta aquí, y él reflejaba en su rostro la culpabilidad, incapaz de ocultarla; estaba solo, en este lugar solitario, y había sucedido, tal como siempre supo que sucedería.
«Qué cosa tan horrible», pensó. ¿Cómo podía seguir mirándole? Seguro que habría querido cerrar la puerta al momento y volver a salir. Pero la mujer se quedó. «Bien —pareció decir—, lo esperaba. Ahora he de decidir lo que hago; he de aceptarlo y aceptarte.»
«Sí —pensó—, lo he hecho; lo hago, me has sorprendido haciéndolo. Todo el mundo lo hace, claro, pero eso no importa; tienes razón. Ten piedad de mí. Lo siento. Estoy avergonzado. Ojalá no hubiera nacido. ¿Cómo he podido hacer algo semejante? Te vuelve loco, y así ha sido; me ha sacado de quicio y espoleado la imaginación, pero tú me has despertado para arrancarme de este sueño. ¿No ves que estoy aquí derrotado, indefenso? Trátame bien. No empeores la sentencia con la que estoy de acuerdo. Sí, la acepto. Debo ser castigado por este pecado. Pero no demasiado. Dadme una esperanza.»
—Me volveré mientras te vistes —dijo Virginia.
Recogió sus ropas de la silla y las dejó en la cama, al alcance de su mano.
—Gracias.
—Será mejor que te levantes.
—Stephen también lo hace —alegó a modo de defensa.
Ella le dirigió una mirada impaciente. «He metido la pata», pensó encogiéndose de hombros.
—¿Eres tú la del Imperial verde?
—Sí. No me he dado cuenta de que me habías visto.
—Cristo, no has parado de seguirme. Sólo pensé que iba a dejar que me alcanzaras. Un coche de lujo con dos mujeres muy bien vestidas que hablaban… Dejé volar la imaginación.
De pie junto a la cama, ella recorrió la habitación con la mirada; tomó nota de cada elemento, de cada detalle. «Así que éste es tu escondrijo —decía su expresión—. Aquí es donde vienes, a esta pequeña habitación en la que puedes encerrarte bajo llave y ocultar lo que haces. Pero te interrumpí, y has de cortar esta relación.»
—No lo volveré a hacer.
Virginia pareció no oírle; se había cruzado de brazos y se dirigía hacia las ventanas que daban al patio.
A través de las ventanas Virginia vio el jardín. Una puerta cristalera comunicaba el dormitorio con el jardín. Detrás de éste había otro patio, a continuación una casa y los postes del teléfono. «Podría haber huido por ahí —pensó—. ¿Por qué no lo ha hecho? Quizá estaba demasiado asustado…
»Qué horror, verse sorprendido de esta manera. Gente que irrumpe de improviso… Estaba en la cama, desnudo e indefenso; ni siquiera llevaba las gafas. Pero tuve que hacerlo. Era lo mejor para los dos.»
—Escúchame —dijo Virginia. Él la miró desde la cama, pequeño, casi enfermo, incapaz de distinguirla con nitidez—. Supongo que debo decirte lo que hay que hacer, ¿verdad? No sabes siquiera cuidar de ti mismo.
—¿Por qué has traído a tu madre?
Sus labios se retorcieron en una mueca que descubrió los dientes inferiores.
—Quería que fuera testigo.
—¿Vas a divorciarte de mí?
—No. Pensé que tal vez a Chic le gustaría tener testigos.
Sus ojos se empequeñecieron, dejó caer la mandíbula y movió los labios con torpeza.
—¿Lo sabe? —preguntó por fin.
—No —repuso Virginia.
Roger reflexionó, archivó la información en su cerebro. Frunció las cejas y se estremeció.
—No quiero hacerle daño —añadió ella—. No tengo la menor intención de romper su matrimonio. Si supiera lo vuestro se divorciaría de Liz y no querría saber nada más de ti. No aceptaría hacer negocios contigo.
—No.
—No se lo diré. —Roger levantó la cabeza y la miró con temor, pero también con hondo resentimiento—. No quiero echar a rodar los planes de la futura sociedad.
«Con Chic Bonner como socio aún podrás conseguir algo. Llegarás a ser importante. Y también la tienda.
»De todas formas, no eres más que un hombrecillo nervioso y enclenque, desnudo bajo una sábana y sin gafas, y con eso no me basta. Aspiro a más. Te he entregado mi vida, mi trabajo, y tengo que conseguir a cambio algo de lo que me sienta orgullosa.
»Voy a sacar algo de esto.»
—Escúchame: quiero que pongas la tienda a mi nombre. —Su marido la miró y esbozó una sonrisa temerosa—. Y cuando firme los documentos con Chic, quiero que su parte vaya exclusivamente a su nombre, no al de él y Liz. No quiero ver el nombre de Liz escrito en ninguna parte. —«Quiero conseguir lo que merezco»—. ¿Qué te parece?
La sonrisa se borró de sus labios; movió la cabeza a un lado y a otro.
—De acuerdo —dijo ella. «Tuviste lo que querías, y ahora tienes lo que te mereces. Lo hiciste tú solito. Es culpa tuya»—. Vístete. Sal de esa cama y vístete.
Roger paseó el pulgar por sus ropas y tiró de la camisa. Se concentró en las prendas y jugueteó con ellas; se incorporó y se inclinó hacia delante, agrupándolas sobre su regazo.
—Y por lo que a mí respecta —añadió, dándole la espalda para no verle—, tú y ella podéis hacer lo que os dé la gana, siempre que os comportéis con discreción.
Empezó a vestirse sin responder. Virginia oyó el roce de la tela.
«Limítate a evitarme molestias. No interfieras en mi vida. Tengo a mi hijo, y está en la escuela recibiendo el tipo de educación que necesita, y dentro de poco tendré un trabajo. Y no deseo ser molestada; no tengo tiempo.»
Paseó por la habitación mientras Roger se vestía. El cajón superior del tocador estaba abierto parcialmente; lo abrió del todo para examinar su contenido. Un montón de pañuelos de colores ocultaba unas cajitas que contenían pendientes; junto a las cajitas había una baratija de cerámica vidriada, un rostro de nariz roja con sombrero de copa y corbata de lazo para adosar en la pared. Alguien se lo habría regalado. Abrió el segundo cajón; estaba lleno de ropa interior. Una caja atrajo su atención, una caja plana; al abrirla descubrió un diafragma y un tubo de espermicida.
—Mira… —dijo con tono de reproche—, no lo lleva puesto. —Se volvió para enseñárselo—. Aún estaba en el cajón.
—Tiene otros dos —contestó Roger.
Estaba de pie junto a la cama abrochándose los puños de la camisa.
—Ah. —«Uno para engañar a Chic; otro en el cajón. Y otro más para utilizarlo todo el día. De día y de noche, en cualquier lugar. Sólo como precaución.» Metió la caja en el cajón y lo cerró—. Qué manera más horrible de vivir.
Él fingió concentrarse en la camisa.
—¿No te molesta a ti?
No hubo respuesta.
—No, tú no eres aprensivo.
Tampoco hubo respuesta.
—A mí sí me molestaría.