Lo estrechó en sus brazos; le retuvo dentro de ella tanto tiempo como él aguantó. Lo acarició, le arañó la espalda y aplastó la boca contra su oído para que sólo pudiera percibir su aliento. El dormitorio olía a canela.
—Ya te tengo —dijo—. Podría matarte.
«Te quiero —pensó—. ¿Qué diría tu esposa?»
Levantó la persiana con una mano; quería verle. La luz que entraba bastó para satisfacer su deseo. Las luces de la casa vecina estaban encendidas, así como las de otras casas de la acera opuesta. La de un porche se destacaba sobre las demás; distinguió perfectamente un triciclo y un carro de juguete: una bella estampa familiar. Desde la cama oía receptores de radio y voces.
—Están sentados en sus salones mirando la tele y cosiendo calcetines —dijo Liz.
—¿Quiénes?
—Todos. Están hablando de… El señor Daniels dice que los impuestos del condado subirán el próximo mes de junio; el señor Sharp, que prefiere ver acordeonistas antes que dramas; la señora Felton, que la pastilla gigante de Jabón Tide se vende a cincuenta y nueve centavos. ¿Qué hora es? ¿Las nueve? ¿Qué dan por la tele? Deberías saberlo, vendes televisores.
—No lo sé.
Su voz sonó amortiguada porque tenía la boca hundida en la almohada y en su cabello. Liz le arregló el flequillo. Sentía el contacto rasposo de su mentón contra el hombro. La barba incipiente le arañaba la piel cuando Roger hablaba.
—Tienes una espalda deliciosa —dijo Liz.
—¿Por qué?
—No estás gordo. No tienes michelines. —Cambió de posición para poder mirar por la ventana y contemplar la calle y las casas—. Me gusta pensar en ellos, en la gente que vive ahí fuera. ¿Qué crees que dirían si nos pudieran ver?
Pensó en Virginia. Siempre pensaba en Virginia. «Estoy acostada con tu marido. Así de claro. Soy la dueña de tu marido, Virginia. No me odies.»
—¿Te hago daño? —preguntó Roger.
—No. No te muevas. —Le apretó hasta percibir cómo crujían sus costillas—. No pesas mucho.
«Soy mucho más ligera que él. Qué diferentes pueden ser los cuerpos. Si nos pudieran ver, se quedarían de piedra. Sí, como estatuas de mármol cubiertas de zarzas y de hierba.» Los muros se derrumbaron. Las casas se agrietaron y desmoronaron Sobre sus ruinas crecieron arbustos que las fueron hundiendo cada vez más en la tierra. Y las estatuas de mármol abrieron la boca de asombro. «Hemos envejecido mirando —dijeron—, no podíamos apartar la mirada.»
—¿Por qué había de acabar con ellos? —musitó Liz—. ¿No podrían soportarlo? No es tan malo… Hay algo más que les tortura.
—La envidia —respondió él.
Ella le besó. «Te equivocas —pensó—. Te quiero, pero no lo comprendes. ¿Por qué deberían tener envidia? Los hombres son tan extraños… Caminan junto a una chica y miden a los demás por otro rasero. Eh, chicos, mirad lo que me voy a llevar a la cama. Lo sé todo sobre ti, y es posible que provoques envidia en algunos, en aquellos que no han hecho lo mismo en mucho tiempo. Pero yo pienso en los demás; en el señor Sharp, en el señor Daniels y en la señora Felton. Se quedarían con la boca abierta porque sentirían tambalear sus convicciones. El hastío de cada segundo. La chapuza. Mientras sea así, no envejeceré. Mientras continúe acostada aquí, reteniéndote dentro de mí, no caeré ni me hundiré. No voy en ninguna dirección. Soy simplemente yo. Mientras quiera. Mientras pueda retenerte.»
«Supersticiones», pensó.
—¿Tú lo crees? —preguntó.
—¿Qué…?
Roger parecía casi dormido.
—Que si crees que no envejecerás mientras mantengas relaciones sexuales.
—Es la primera vez que lo oigo —contestó removiéndose.
Tensó las piernas, se acercó a Liz, apoyó la cabeza en su cuello y posó una mano sobre su estómago.
—¿Sabes por qué me odia? —«Porque estoy aquí», pensó Roger—. Porque es su deber. Yo también la odiaría. No la culpo. Esto sólo se puede hacer con una persona…, ¿verdad? Si lo haces conmigo, no lo haces con ella; la has despreciado. Estás en mi poder. Ése es mi deseo, Roger. Eso es lo que perseguí desde el principio.
«¿Qué recibe a cambio Virginia? ¿Qué pierdo cuando me entrego? ¿Qué es lo que llega a casa temblando y rodea con su mano endeble el pomo de la puerta? Algo devastado. Carente de color. Se lo extraje todo. Se ha vertido dentro de mí; lo he sentido. Se ha introducido en mi interior con todo lo que es y posee, esa vida húmeda que corre bajo su piel. La vida real. Esa imperfección sólo puede crecer y habitar en un único y minúsculo lugar. Y si conoces el modo, y yo lo conozco, puedes atraparla y aprisionarla, y al instante, si las cosas van bien, la persona que amas se derrite como un témpano de hielo. Y hay algo en ti que te dice cuál es el momento en que él sabe lo que ha hecho; sabe que llega y no puede detenerse, ha perdido el control. Se entrega, abandona su cuerpo, trata de retroceder, y ya es demasiado tarde. Entonces sabes que es tuyo. Lo has cazado.
»¿Por qué crees que ha conseguido algo? ¿Qué ha conseguido? Enséñamelo. Se ha limitado a estar en otra parte; ha estado aquí (cogió un kleenex de la caja que había junto a la cama y empezó a secarse) y se ha ido. Pero me he quedado con algo que aún sigue aquí. A pesar de lo que leí en la Británica, creo que lo que recibí ha sido absorbido por mi organismo y se ha convertido en una parte de mí. Lo siento en todo mi cuerpo. —Se apretó los ojos con las manos. Destellaron luces, colores y formas—. Siempre, en todas partes. Y si alguien conoce la respuesta, que lo diga. Virginia lo adivinaría en cuanto me viera. Descubriría el aura de color que me rodea.»
—¿Te sientes bien en la cama? —preguntó. En la cama de una mujer, el lugar más seguro. Acostado pacíficamente. Se continuó secando con el pañuelo—. Está pegajoso. ¿Estaré pegajosa por dentro? ¿No se secará nunca? —Se había quedado adherido a su cuerpo—. ¿No tienes más? ¿Eso es todo? Estás exhausto, ¿verdad? No tienes mucho.
La mayor parte le pertenecía, aunque lo deseaba todo. «Es mío, lo necesito en mi seno. Quiero que me des un hijo. Piénsalo. Sería una buena madre. Yo soy su madre, no Virginia. Conozco el método.
»Aunque siguiera viviendo con Chic puedo quedarme con mi hijo, estrecharlo entre mis brazos, llevarlo en mi seno. Criarlo hasta que se haga mayor…, es mío. Lo supe en cuanto te vi.»
—¿Por qué eres bajito? —preguntó arrodillada en la cama—. ¿Te gusta serlo?
—No —murmuró Roger.
«Duérmete. Duerme conmigo, en esta cama de mujer, no en la suya. Te tomaré mientras duermes. Me aferraré a tu cuerpo. ¿Qué me has aportado?»
—Te quiero —dijo en voz alta.
Lo rodeó con sus brazos y lo estrujó con todas sus fuerzas; luego se incorporó y se alejó de él. Después se levantó de la cama y se puso en pie. «Te protegeré, te devoraré hasta reducirte a trocitos microscópicos. Pero nunca desaparecerás del todo, siempre quedará un fragmento.
»Oh, Dios, quiero estar siempre contigo. ¿Seré capaz? ¿Es alguien capaz? ¿Por qué estamos aquí? ¿Cómo llegamos hasta estos extremos? Nadie nos incitó; nadie quiere que lo hagamos. No puedo retenerte, no puedo devorarte… nunca. Está escrito que envejeceré y moriré.
»Un día estaba pescando, cayó al agua y se hundió hasta el fondo, lejos de tierra firme. Vivió con una princesa que era una tortuga. El pescador y la tortuga.»
Los vecinos eran diferentes; las casas eran diferentes; el perro que le había ladrado estaba muerto, muerto y enterrado. Las flores habían cambiado; todo había cambiado de apariencia, así que no reconocía nada ni a nadie, ni siquiera el mármol de las torres, las piedras o las hormigas de la tierra. Los lagartos se habían ido. También los árboles y los pantanos. El agua se había helado. «Anochece», pensó Roger. El agua tibia adquirió frialdad y transparencia. Volvió la vista atrás y vio la tierra. Al recordar, trató de regresar. Pero todo había cambiado. Nadie le reconoció.
—¿Qué le dijiste a Virginia? —preguntó Liz.
Roger habló entre dientes, medio dormido en el centro de la cama, sobre la sábana. Habían arrojado las mantas al suelo.
«¿Sabe quién es ella? ¿Se acuerda de su nombre? ¿Podrías abrir la boca y pronunciar su nombre? Si te lo preguntara en este preciso momento, ¿qué ocurriría? ¿Algo desaparecería, algo saldría volando de la habitación como impulsado por un muelle? ¿Girarían los objetos y desaparecerían, como cuando rebobinas una película? Un montón de plumas vuela formando nubecillas y se distribuyen alrededor de un pavo. Un remolino de espuma en el agua, una figura que emerge por los pies y que se eleva a gran velocidad; el agua desciende y se amansa. Fragmentos del globo pinchado que vuelven a reunirse. La tierra se agita, cosas que se desplazan bajo ella. Cosas que vemos avanzar en la lejanía a través de una fisura. Y luego esas cosas blanqueadas y viejas surgen de la tierra, se incorporan. Ya erguidas, empiezan a caminar, a mover los brazos y a hablar. Y poco a poco regresan a la ciudad, al lugar de donde partieron.
»Si grito su nombre, todo el mundo se despertará. O si alguien pronuncia mi nombre, o el de él.»
Todo le parecía tan diferente: las casas alineadas a lo largo de la calle, las farolas, los receptores de radio y los televisores que estaban en funcionamiento, los niños sobre las alfombras, las mujeres en sus cocinas. Buscó su propia casa. Buscó el garaje, el sendero que llevaba al porche, los macizos de rosas que crecían en el enrejado adyacente a la puerta de entrada, los juguetes del niño esparcidos en el porche. La puerta estaba abierta, pero el porche no tenía el mismo aspecto de siempre. Lo único que subsistía eran los espinos y los zarzales. Las hierbas que habían sido cortadas, cortadas cada semana, cubrían toda la casa.
«Mientras estábamos aquí, ella envejeció y murió. Si la señalo con el dedo, retrocederá cada vez más rápido, con la boca abierta, las manos alzadas al cielo; mueve la boca, pero no dice nada; no percibo ningún sonido, ningún nombre.»
La puerta de la casa se abrió y entró él, con el mismo traje, los mismos zapatos y la misma corbata. En el interior sólo había una vieja marchita. Y cuando le preguntó quién era, ella no pudo recordar.
«Pero yo no le hice nada; tenía que suceder de todas formas. Sólo me tendí aquí y te abracé; te arrastré hasta aquí, hasta mi cama.»
—Oye —dijo Liz rodando hasta quedar a su lado—, salgamos.
—¿Adónde?
—Fuera.
Saltó de la cama, le cogió de la mano y le obligó a seguirla. Cuando estuvo de pie le condujo fuera de la alcoba, hacia las puertas que daban al jardín.
De pie sobre la hierba sintieron el zarpazo del viento frío. La hierba estaba húmeda y el patio, en tinieblas.
—No pienso quedarme aquí —protestó Roger—. Alguien nos podría ver.
—No nos pueden ver. —Se dejó caer sobre la hierba y lo atrajo hacia sí—. Aquí.
Allí, sobre la hierba, en la humedad, donde pudieran respirar. «Te encontraré en la oscuridad.» Lo encontró y lo alojó en su interior, donde antes había estado. «¿Está oscuro? No te pierdas. Estoy aquí. Debajo de ti. Alrededor de ti. ¿Me sientes por todas partes? ¿No te das cuenta de que soy yo?» La aprisionó con su peso y la aplastó contra la hierba. Un insecto, tal vez una araña, recorrió su pierna en lenta progresión hasta la cadera. La hierba le irritaba la piel. Ella quiso retorcerse. «Mover cada miembro. Siento cómo tiemblan todos mis músculos. Ahora estoy en todas partes.» Lo tocó en la oscuridad, apoyó las manos en su espalda para unirlo más a su cuerpo.
«Estamos unidos. Pero ¿qué soy yo? La misma de siempre. Yo no cambio, aunque todo cambia. Siento cómo ella envejece, cómo me odia. Tanto como siento el placer. Virginia, estoy aquí; ¿puedes encontrarme a oscuras? Sí, claro que puedes. Mi olor te guiará, en seguida me reconocerás. El olor a hierba.»
—¿Ella es como yo? —preguntó.
—¿Quién?
—Virginia.
Él gruñó algo ininteligible.
«Virginia, eres delgada. Tienes el cuerpo enjuto. ¿En qué te convertirás? Dura, fría como una piedra. Seca como una hoja. ¿Chillarás? ¿Harás algún movimiento?
»Me casé con él cuando tenía diecinueve años, aún vivía con mi familia, en Los Ángeles; él y mi padre jugaban a las cartas, y mi padre, que era médico, iba a la cómoda donde guardaba las muestras de medicamentos que le regalaban los laboratorios y lo atiborraba de píldoras y de comprimidos, todos los que quería. A mi padre le gustaba. Hablaban de los japoneses y de Roosevelt y de la Unión Soviética y de Freud y de Joe Hill. En verano, él y yo fuimos en coche al valle de Salinas y visitamos las granjas. Encontramos un hermoso huerto, legumbres y una tierra estupenda para criar vacas y ovejas… Él odia las ovejas.»
—Odias las ovejas —afirmó.
Él gruñó de nuevo.
«Me quedé embarazada antes de que pasara un año. Primero nació Jerry, y luego Walter. Gregg llegó después; siempre fue su favorito. Compramos más tierras y tuvimos perros, y nunca faltaban pollos y patos. Sembramos alfalfa. Sabe mucho de agricultura. Compró incluso una bonita granja. Al cabo de catorce años, funciona a pleno rendimiento. Jerry tiene ahora trece años, Walter doce y Gregg siete.»
—Siete —repitió en voz alta, para luego preguntarle—: ¿Verdad que Gregg tiene siete años?
—Más o menos.
«Recolecto albaricoques, melocotones y ciruelas verdes de la variedad satsuma que crecen en nuestro huerto. Dejo a secar los albaricoques ante la puerta de madera del sótano. Preparo mermelada con las ciruelas y jalea con las uvas. Corto las cabezas de los pollos en un tocón que hay en la parte posterior del corral. El pollo sacude las alas, y algunas plumas se desprenden. Gregg se sienta en la cocina y contempla cómo abro en canal los pollos para limpiarlos; le explico para qué sirve cada parte. Le muestro la grava de la molleja. El bebé duerme en la habitación delantera.
»Te quiero. Te poseo. Ahí afuera, la gente envejece.» Sintió cómo acumulaban años, los oyó crujir bajo el peso. Sintió cómo ella misma se encorvaba. Se irguió, cada vez a mayor altura. Se cubrió los ojos con las manos para protegerse. Y entonces quiso que Roger la besara. Al mismo tiempo, esperó a que él se abriera camino en su seno. «Vas a cubrirme por completo con tu cuerpo.» Se apoderó de su rostro y lo volvió hacia el suyo para poder mirarle, tan cerca que el sudor resbaló de sus mejillas y cayó sobre las de ella. Le obligó a abrir la boca, acercó la suya abierta hasta que los dientes de uno y otro chocaron, aferrándolo mientras se movía en su interior, y lo hizo de nuevo cuando sintió lo que ocurría en sus entrañas por tercera vez. «¿Lo habías hecho antes tantas veces seguidas? ¿Con ella? —No apartó la boca—. Estás dentro de mí y yo estoy en ti. —Le introdujo la lengua en la boca hasta el límite de su capacidad—. Hemos hecho un intercambio: yo también he penetrado en tu interior. ¿Y qué soy yo? Tal vez sea quien ha de volver a ella, cansado y vacío. No, yo soy quien nunca se irá. Estoy aquí para siempre, tendida en la hierba, abrazándote para alcanzarte, poseerte y estar en ti.»