15

Regresaron a San Fernando cuando el sol ya se había puesto. El alumbrado público y los rótulos de neón ya lucían. Las calles estaban en penumbra mientras Roger buscaba la casa.

—Es la siguiente manzana —precisó Liz—. ¿Qué hora es?

—Las seis cuarenta.

—No es muy tarde. Suelo llegar a casa a esta hora. Si me dice algo, le diré que la señora Alt y los señores Mines estuvieron discutiendo conmigo acerca de la escuela. —Se alejó unos centímetros para estudiarle; apretó las manos contra su rostro, retrocedió y le dijo—: Será mejor que entres conmigo. Resultará más natural, ¿no? Sólo un segundo. Entonces insinúa algo de que tienes prisa para ir a cenar, pero no te quedes.

Desde que se habían ido del motel, Liz no cesaba de plantear las dificultades de cada teoría. Había insistido en que forjaran juntos una historia que cubriera el intervalo que abarcaba el período de tiempo transcurrido entre el momento en que abandonaron la escuela y el de aparcar frente a su casa.

Sin embargo, estaba animada y contenta. Se mostró nerviosa en el coche y, abrazada a él mientras conducía, comentaba cuanto veía en la carretera, le hacía preguntas personales: de cuántas mujeres había estado enamorado, cuánto tiempo llevaba casado con Virginia, si era la primera vez que hacía una cosa semejante…

—Roger —exclamó—. ¿Sabes lo que significa esto? ¡Adulterio! —se llevó las manos a las mejillas, horrorizada.

—Tranquila —dijo él, lleno de un profundo afecto hacia ella, incluso por su confusión y sus balbuceos.

—¿No es así? —preguntó poniéndose de rodillas en el asiento y dominándole desde su altura—. Es un crimen; es ilegal. Oh, Dios mío, imagínate que alguien lo descubre… alguien como Edna Alt. Se enteraría todo el mundo en la escuela.

Parecía muy afligida; su cara estaba pálida y sus ojos se ensanchaban y oscurecían cada vez más.

—No te preocupes. Nadie lo sabrá, a menos que se lo digamos.

—¡Me gustaría pregonarlo a los cuatro vientos!

Se confesó a sí mismo que haría muy bien.

—No lo harás —dijo en voz alta.

Sin embargo, manifestarlo no aumentó su sensación de seguridad. Se la pudo imaginar nítidamente, empujada por el entusiasmo, confesando a Chic: «He de decirte una cosa… En el camino de regreso, Roger y yo paramos en un motel y nos fuimos a la cama».

—Me siento tan mal… Me siento como si hubiera traicionado a mis hijos, a Chic, a Edna y a todo dios. ¿Cómo te sientes tú?

—De puta madre.

—¿No te arrepientes?

—No.

—Yo tampoco. —Se arrojó en sus brazos y lo apretó con todas sus fuerzas. Luego se desprendió—. Casi hemos llegado. Pasado el poste del teléfono. ¿Dónde está la camioneta? Se ha ido. Y no veo luces. Algo ha ocurrido. Quizá vino a buscarnos. ¿Te imaginas? Por Dios, ¿y si nos hubiera seguido? Todo es posible, sería capaz de hacerlo.

Roger aparcó el coche frente a la casa de los Bonner. Se veía oscura y abandonada.

—Entra conmigo —le suplicó Liz—. Tengo miedo. Si pasa algo no quiero afrontarlo sola.

Roger abrió la portezuela del coche y la ayudó a bajar.

—No me digas nada —dijo Liz en voz baja—, ni me mires… ya sabes. No me hagas señas o cosas por el estilo. Me entiendes, ¿verdad?

Cerró la puerta del coche y cruzó la calle con Liz hasta llegar a su casa. Había una nota en la puerta; Liz la desprendió, buscó las llaves en el bolso, abrió la puerta y encendió la luz del porche para poder leer.

—Mierda.

—¿Qué pasa?

—Se ha ido a tu casa. —Le tendió la nota con un murmullo de desaprobación—. ¿Y ahora qué? Oh, Dios, no vayamos allá. Mira, quiere que me lleves a tu casa. Y yo no quiero; no deseo enfrentarme con tu mujer. Le bastará con mirarme y lo sabrá todo.

—Es mejor que vayamos. Es mejor que me acompañes.

—¿No podrías ir y decir que me duele la cabeza o algo así?

—Tal vez no lo creerían.

Liz se precipitó de súbito hacia el interior de la casa. Su voz le llegó desde la oscuridad, apremiante.

—Voy a bañarme y a cambiarme de ropa. No, no puedo bañarme; me pasaría seis horas en la bañera. De todas formas, me cambiaré. Ven conmigo. ¿Crees que deberíamos telefonearles? Cristo, imagínate que llega a casa y nos encuentra a los dos en el dormitorio mientras me cambio… —Salió del dormitorio sin camisa—. ¿Qué pensaría? De entrada, nos mataría. Vámonos; vámonos de aquí. Sería definitivo encontrarnos juntos.

Se puso la camisa y se la abrochó tan de prisa como pudo. Subió en el coche y se dirigieron a casa de Roger.

—Dime, ¿crees que estás enamorado de mí? —le preguntó antes de que doblara la última curva—. Vaya problema. Catorce años… ¿cuánto tiempo llevas casado? Me lo dijiste, pero se me ha olvidado.

—Algo menos de nueve años.

—Chic y yo nos casamos cinco años antes que Virginia y tú.

Nos casamos antes de que la conocieras, ¿no?

—Creo que sí.

—Jerry y Walter iban a la guardería cuando te casaste. Nacieron antes de que conocieras a Virginia —suspiró—. Vaya lío. ¿Cómo lo arreglaremos? No me extraña que la gente esté en contra del adulterio, mira cuántas complicaciones. Quizá valdría la pena ir allí y decírselo. Tú se lo dices a Virginia y yo a Chic —empezó a reír—. O tú se lo dices a Chic y yo me llevo a Virginia aparte y le digo: «Virginia, he de decirte algo. Tu marido y yo nos paramos en un motel y nos acostamos. ¿Qué opinas?» ¿Cómo se lo plantearías a Chic? ¿Qué le dirías?

—No lo sé —respondió Roger, aburrido de la conversación.

—Es divertido. —Liz aparcó el coche frente a la casa de Roger.

Las luces del salón estaban encendidas y la camioneta roja, estacionada delante.

—Entremos y les entregamos una nota, yo la redactaré. —Rebuscó en su bolso, pero él le asió la mano—. ¿No? Hasta sería divertido anunciarlo de esta forma… No, creo que no.

Salieron del coche y subieron por el sendero.

—Mira —señaló Liz—, tu coche aparcado detrás del nuestro. No me digas que no es divertido.

Se apoderó de su brazo en la oscuridad y lo estrujó. Luego le soltó, trotó hasta la escalerilla y subió al porche. Sin llamar con los nudillos ni pulsar el timbre, sin darle tiempo a alcanzarla, abrió la puerta y se coló en la casa.

—Hola —saludó jovialmente—. Hola, señora Watson. ¿Cómo está? ¿Qué hay de nuevo?

Virginia, al oír que se abría la puerta, alzó la mirada con la esperanza de ver a Roger, pero, en cambio, presenció la irrupción triunfal de Liz Bonner, quien saludó a todos los presentes con voz chillona y alegre. A continuación apareció Roger, con aspecto de cansancio. Liz se movía de un lado a otro de la sala, con los ojos brillantes; parecía estar en trance.

—¿Qué es todo esto? —preguntó al ver los bocetos sobre la mesa—. Oh, Dios mío, ¿los has traído? Pensé que bromeabas. —Dejó caer la chaqueta y el bolso en una silla vacía y se precipitó sobre Virginia con tal ímpetu que golpeó el brazo de ésta con la clavícula y los pechos—. ¿Tienes una aspirina? Me duele terriblemente la cabeza. Gracias a Dios que no me tocó conducir de regreso. —Luego se dirigió al resto de los allí reunidos—: Fue una suerte que Roger me acompañara, aunque tuvimos que salirnos un rato de la carretera. La circulación era terrible.

Virginia fue a la cocina a buscar un calmante. Liz la siguió casi pisándole los talones.

—Me encanta tu cocina. No te molestes, me tomaré el comprimido sin agua.

—No puedes tomártelo sin agua.

Llenó un vaso de agua y se lo ofreció, junto con un frasco de Anacin.

—Gracias. —Liz se tragó la pastilla—. Uf, me da vergüenza tomarme una pastilla delante de la gente. —Dejó el vaso y el frasco en el escurridero y abrazó a Virginia—. Eres tan buena conmigo… —dijo con una expresión de súplica que Virginia no comprendió.

—¿Sólo por un Anacin?

Virginia se preguntó por qué Liz estaba tan excitada. La tensión se reflejaba en su rostro sin maquillaje; llevaba el cabello despeinado, probablemente a causa del viento, y trascendía de ella un perfume denso y almizclado, como una mezcla de cigarrillos, tela, sudor y desodorante. Estaba muy hermosa y atractiva.

Virginia pensó que, a pesar de su cháchara incoherente, le seguía cayendo bien.

—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó Liz sin abrir la boca apenas. Sin esperar la respuesta, abrazó de nuevo a Virginia y reclinó la cabeza en su hombro—. Pienso tanto en ti y en Roger…

Oye, ¿qué es todo eso que Chic ha distribuido por la sala? ¿Son esos dibujos para la tienda? Dile que se vaya a la mierda. —Se separó bruscamente de Virginia—. No le hagas caso.

—Liz, estás como una cabra.

Virginia ya no sabía si echarse a reír o ponerse seria.

—¿Por qué? ¿Qué he dicho? —Luego se encogió de hombros y avanzó en dirección a la sala—. No lo creo. ¿Es lo que opinas de mí?

—Liz, me resulta imposible seguir tus procesos mentales… ¿Por qué no te sientas mientras te preparo un café? ¿Habéis comido algo en el trayecto?

—No —respondió Liz desde el vestíbulo con aire de fatiga.

—¿Quieres comer algo, pues? Ven a la cocina.

—No, gracias. Eres muy amable, pero no me lo merezco. Roger salió de la sala y se encaminó hacia ellas.

—¿Dijiste algo de comer? —le preguntó a su esposa—. Íbamos a parar para tomar algo, pero el tránsito era muy denso.

—Pareces cansado. Ambos parecéis agotados.

—¿Qué hay de comer? ¿Qué ocurre? ¿Qué significan todos esos dibujos? —Estaba ojeroso y macilento, y tenía los ojos enrojecidos, seguramente a causa de haber conducido con el sol de cara—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí tu madre?

—Fuimos a buscarla. —Virginia reconoció a regañadientes su equivocación. Sabía que a Roger le hacía muy poca gracia llegar a casa y encontrar a Marion—. Sentaos los dos en la cocina y os prepararé una sopa o lo que sea. Liz, mira en la nevera y en la despensa, y dime qué te apetece; no sé qué apetito tienes. —Luego se volvió hacia Roger—. ¿Quieres que te caliente uno de esos pasteles de pollo congelados?

—Me da igual, con tal de que sea algo caliente.

—¿Puedo ir al cuarto de baño? —preguntó Liz—. Es aquella puerta, ¿no? —desapareció tras la puerta del cuarto de baño.

—Me alegro de estar en casa —dijo Roger sentándose a la mesa de la cocina.

—¿A que ha estado hablando sin parar?

Él la miró de una forma extraña.

—No importa —concluyó Virginia—. A fin de cuentas, sabía de sobra lo que implicaba un viaje con Liz.

Chic Bonner apareció en el umbral de la cocina con algunas de sus anotaciones.

—Perdona —se disculpó ante Virginia—. Hola, Lindahl. Virginia, ¿adónde ha ido Liz?

—Está en el cuarto de baño. En seguida saldrá.

—Gracias. —Chic permaneció en la cocina y observó a Roger con su mirada inquisitiva—. Nos tuvisteis muy preocupados.

—Es agotador. Alégrate de no tener permiso de conducir.

Oyeron unos sonidos confusos en el cuarto de baño. Luego se abrió la puerta.

—Virginia —llamó Liz.

—¿Te encuentras bien? —se interesó Virginia.

—Entra. —Liz se sentó en la tapa del inodoro y la miró con tristeza—. ¿Se puede saber qué está haciendo con todo ese material? ¿Quiere proponerle a Roger entrar como socio de la tienda? —Se frotó la frente con la palma de la mano—. Me siento fatal. ¿Puedo pedirte un favor? ¿Puedo estirarme un rato?

—Claro que sí. Creo que es una buena idea.

—Gracias.

Virginia la acompañó hasta el dormitorio.

—Oh, pero ésta es vuestra cama —observó Liz.

—¿Dónde, si no?

—No lo sé. Donde me digas. —Liz se sentó en el borde de la cama y enlazó las manos en su regazo—. ¿La cama de Gregg, quizá? No, no serviría.

—Cerraré la puerta. Si me necesitas a mí o a Chic, llama. Liz se quitó los zapatos y descansó la cabeza en la almohada.

—Virginia, ojalá seamos siempre buenas amigas. ¿Crees que podremos?

—¿Por qué no? —dijo Virginia, pensando para sus adentros que se trataba de una perspectiva espantosa. Y, sin embargo, existía esa cualidad tan atrayente en Liz, que se manifestaba especialmente cuando estaba con sus hijos. Despertaba su ternura—. Y ahora, duerme un poco —añadió, mientras cerraba la puerta de la alcoba.

—¿Qué le pasa a Liz? —le preguntó Roger cuando volvió a la cocina.

—Está cansada, un poco mareada. En seguida se repondrá.

—Quizá sea yo el responsable —dijo con tono preocupado, y miró de reojo a Chic.

—No, no lo creo —aseguró éste—. Le sucede a menudo, sobre todo cuando nos hemos peleado. Intenta que la compadezca por el largo y duro viaje, mostrarme cuánto ha sufrido. Sólo quiere que alguien la coja de la mano.

—¿Y le dura mucho? —preguntó Virginia, que no descartaba la teoría de Chic. Sería muy propio de Liz.

—No; en cuanto se dé cuenta de que no voy a entrar, se levantará.

Roger, derrumbado en una silla, no dijo nada. Hacía meses que no se sentía tan cansado; apenas seguía la conversación que se desarrollaba ante él.

—¿Se alegró Gregg de volver a la escuela? —le preguntó Virginia.

—Me enseñó su cuarto. —La respuesta de Roger se retrasó tanto y fue tan imprecisa que ella repitió la pregunta, consciente de que ni siquiera la había oído—. Sí, sí, estuvo muy contento. Le gusta aquello.

—Oye, Lindahl, ven a la sala un momento.

—¿Por qué? —preguntó Roger abriendo los ojos.

—He traído unas cosas que les he enseñado a tu mujer y a tu suegra, la señora Watson. Quería conocer su opinión. Aportaron algunos puntos de vista valiosos. Pensé que tu reacción sería favorable, ¿verdad, Virginia?

—Sí, al menos en principio.

—¿Qué has traído? ¿Dibujos?

—Sobre la tienda.

—Roger, ven aquí —le llamó en aquel momento la señora Watson desde la sala—. Hemos de enseñarte algo.

—¿Qué significa «sobre la tienda»?

—Tengo algunas ideas que me gustaría discutir contigo. —Chic sonrió a Virginia, y ésta, ocultando su nerviosismo, le devolvió la sonrisa—. Vamos todos allá.

—Oye, Chic, el domingo es mi único día libre.

—¡Roger! —La voz perentoria de la señora Watson llegó desde la sala de estar—. El señor Bonner quiere exponerte sus proyectos sobre la tienda.

—Estoy demasiado cansado. Tengamos sentido común. He de pensar en la tienda seis días a la semana, y con eso es suficiente.

Se quitó las gafas y las deslizó en el bolsillo de la camisa. Se frotó los ojos, bostezó, se levantó y dio unos pasos hasta el fregadero.

—Lo siento —se disculpó Chic con tono ofendido—. Debía haberlo pensado. No quería molestarte.

—Roger, me sorprendes —murmuró Virginia.

—¿Qué queréis —preguntó Roger dándoles la espalda—, que venda una parte de mi tienda?

—Algo así —convino Chic—, pero ya hablaremos otro día.

—No sabes nada de mi tienda.

—¿Siempre se pone de tan mal humor? —preguntó Chic a Virginia—. Lindahl, te pido mil perdones.

Volvió al salón con dignidad y recogió sus diseños.

—No se los lleve —dijo la señora Watson—. Déjelos aquí. Si es necesario se los enseñaré yo misma.

—No, madre, no te mezcles en este asunto. Roger, siéntate a la mesa otra vez y te serviré la sopa. Tú y Liz… sois como dos niños que vuelven a casa después de caminar todo el día.

—Estoy cansado —murmuró, apoyado en el fregadero.

—Ya lo sé —le besó en la mejilla; su piel estaba reseca y áspera, necesitada de un buen afeitado.

—Ya volveremos otro día, Virginia —dijo Chic desde la puerta de entrada, con el paquete de dibujos en una mano y la chaqueta bajo el brazo.

Virginia le obligó a volver a la sala de estar para hablar con él.

—Ya has visto que está muy cansado. Mañana se preguntará por qué estuvo tan desagradable. No pienses que es desinterés por la oferta.

—Creo que me he dejado llevar por el entusiasmo. —Chic se mostraba mucho menos animado. Su voz había perdido vigor y su vitalidad se había esfumado—. ¿Puedo telefonearle, o es mejor que no lo haga? —Virginia le entregó un boceto que Chic olvidaba—. Gracias. Tu ayuda ha sido muy valiosa, Virginia. —Una mirada de decepción brilló en sus ojos—. Lleva una gran carga sobre sus hombros, ¿verdad? Sabes, a veces he de ir a los supermercados y a las cadenas comerciales, para colocarles nuestro pan… Yo también he tratado con el público. Él no es el único que se cansa. Claro que su trabajo es mucho más agotador que el mío.

—Chic, quiero pedirte un favor.

—¿Cuál? —preguntó afable y atento, pero consciente de haber sido maltratado.

—Antes de que Liz y tú os marchéis, me gustaría que acompañaras a mi madre a su casa… así no tendrá que hacerlo Roger. No quiero que conduzca más por hoy.

—Claro —aceptó. Había recobrado algo de su perdida seguridad. Dejó el paquete a un lado—. ¿Ya está preparada?

—¿Quieres que Chic te lleve a casa antes de marcharse? —preguntó Virginia a su madre—. Voy a darle la cena a Roger para poder acostarnos pronto.

—Preferiría quedarme un rato más. No creo que tenga ánimos de…

—Por favor.

—Está bien. —La señora Watson se irguió—. ¿Dónde dejaste mi chaqueta?

Virginia le entregó la prenda y ambos se fueron. Luego volvió a la cocina. Roger estaba sentado otra vez a la mesa.

—Chic ha ido a acompañar a Marion a casa. ¿Te apetece caldo de pollo?

—Estupendo.

Puso la sopa al fuego y después metió en el horno uno de los pasteles de pollo.

—Me siento culpable —dijo Virginia.

—Olvídalo.

—Todos nos hemos puesto nerviosos. Chic tiene grandes ideas… es muy serio, muy responsable. No habla por hablar.

—¿Todo eso qué significa?

—Quiere asociarse contigo, querido.

Roger siguió en silencio.

—Le caes bien.

—Él a mí también.

—Te respeta. Piensa en lo que podría significar su entrada en el negocio. Una nueva fachada… incluso una nueva tienda más importante —enchufó la cafetera eléctrica.

—Parece que pueda ir tirando el dinero.

—No se trata de tirar el dinero. Entiende de inversiones. Lee todo lo relacionado con el negocio de la televisión. ¿Sabes lo que más le interesa? La televisión en color. Dice que la televisión en color obligará a las tiendas del ramo a pagar el triple por la misma cantidad de material.

—Como mínimo.

—Es un gran inversionista.

—Ya lo creo.

—Pobrecito, se te ve agotado.

—Me repondré. —Se puso las gafas—. ¿Cómo está Liz?

—Dormida, supongo. Me había olvidado de ella.

—¿Vas a llevarle algo de comer?

—No hasta que despierte y me lo pida.

—Ve a ver si quiere algo.

—No me da la gana. Si tiene apetito, ya lo dirá. No voy a hacer de criada…

—Vaya día.

En cuanto le sirvió, Roger empezó a comer con voracidad; sorbía la sopa ruidosamente y, al contemplarle, Virginia pensó que no comía así desde hacía muchos años. En los primeros tiempos de su relación, Roger se abalanzaba sobre el plato y engullía literalmente su contenido.

Aquella cena en casa de su madre… La primera comida, en Maryland, cuando Marion y él se conocieron. Había comido de esta manera implacable, ignorándola, sin decir nada.

Sonó el timbre de la puerta. Se secó las manos y corrió para abrir a Chic.

—Gracias. —Se quitó la chaqueta—. ¿Cómo está ahora? —preguntó.

—Mejor. Está cenando.

Ambos entraron en la cocina. Roger levantó la vista.

—Acepta mis disculpas —dijo Chic—. No quería molestarte.

—Sólo estoy cansado. Me recobraré. Toma una taza de café.

—Puedes quedarte cuanto quieras —añadió Virginia.

—Gracias.

Tomó asiento frente a Roger. Ella les sirvió el café; Chic bebió como había bebido la cerveza. Parecía agradecer los detalles, y Virginia se sintió complacida. Se preguntó cómo había podido caer en las garras de Liz.

—Liz duerme. No he querido despertarla, así que no le he preparado nada.

—Os habrá revuelto la cama.

La cara rojiza del hombre reflejaba satisfacción. Virginia se dijo que le gustaba estar en la cocina, tomando café con ella y Roger. Chic había llegado a la conclusión de que no debía hablar de negocios; aceptaba la decisión de Roger como definitiva y se proponía esperar a que cambiara de opinión. Esa falta de insistencia también la afectaba a ella. No era necesario resolver el asunto cuanto antes. Roger tenía razón. El domingo por la tarde no era el momento más apropiado para tratar problemas de negocios. Sacó una tercera taza y un plato del estante, se sirvió café y se sentó a la mesa con los dos hombres.

—Tienes una cocina muy agradable —comentó Chic.

—Es pequeña, pero confortable.

—¿Por qué estás interesado en dedicarte a negocios pequeños? Tienes una buena empresa —quiso saber Roger.

—Me apetece.

—No sacarás mucho dinero. Los televisores tienen garantía de reparación. Los servicios especializados son los que sacan provecho.

—No es cuestión de dinero. Me interesa introducirme en un ramo que me permitirá experimentar. Quiero la experiencia. Podría darme nuevas ideas.

A continuación empezó a hablarles de su trabajo, interminablemente. Virginia dejó de escuchar, pero a su marido parecía interesarle lo suficiente para mantener los ojos abiertos y clavados en Chic, aunque subsistía la mirada de desdén, su falta de auténtica atención. El tema no le atraía, la excitante noción de la expansión y fusión de las empresas le dejaba indiferente.

«Qué falta de visión —pensó Virginia—. Ir tirando, no salir de la mediocridad. Contento de sacarle brillo a un aparato de televisión por la mañana y a otro por la tarde… El timbre del teléfono… Reinar en un país insignificante.»

—En televisión —Roger interrumpió a Chic—, lo que hay que tratar con guantes es el tubo de rayos catódicos. Si te lo cargas, se acabó.

—Me lo imagino.

—Por regla general se rompe el cuello. No es demasiado grave. Por supuesto, te cuesta quince o veinte pavos, al por mayor.

—Cada oficio implica unos riesgos. En el ramo de la alimentación, los problemas son el deterioro y la contaminación.

—En los viejos tiempos nos preocupaba más el tubo que cualquier otra cosa, más que el alto voltaje. Recuerdo que me contaron lo sucedido a un obrero de la línea de montaje. Uno de los tubos estalló, y el enchufe del extremo, provisto de dientes, se hundió en el estómago del tío y le salió por la espalda.

Chic comentó entonces el asunto de la rata cocida que encontró en una hogaza de pan adquirida por una anciana de Sacramento.

—Nos sacó cuarenta mil dólares. Las ratas representan un problema grave.

Virginia volvió la cabeza al oír un ruido.

—Hola —dijo Liz. Había salido de la habitación. Estaba reclinada en la pared con cara de sueño—. El aroma del café me ha despertado.

—¿Cómo estás? —preguntó Virginia.

—Mejor. —Se enderezó, avanzó hacia Chic, le dio una palmadita y lo atrajo hacia ella—. ¿Puedo tomar café? Ya me lo sirvo yo, no te levantes.

—¿Quieres comer algo? —preguntó Chic.

—No —dijo Liz, ocupada con la cafetera y las tazas—. ¿Esto es filete ruso, Virginia? Parece que nadie le ha hincado el diente.

—Lo olvidé. Nos hemos puesto a charlar y…

—Estás feísima. Mójate la cara con agua —dijo Chic.

—Nunca seré capaz de hacer buen café, Virginia —comentó Liz acercándose a la mesa con su taza.

—No es complicado. Hay que poner la cantidad exacta de agua y de café y procurar que no hierva.

—¿Y cómo sabes cuándo está listo?

—Controlando el tiempo.

—Chic, ¿no vas muy de prisa en eso de asociaros?

—¿Qué piensas sobre eso? —preguntó Roger.

—¿Qué me estás preguntando, si lo apruebo? —Roger asintió con la cabeza—. No pienso nada, me faltan datos. De todas maneras, es pronto para hablar del asunto. Si Chic quiere examinar tu tienda, estupendo. Pero es tu tienda.

—Quizá tengas razón.

—Ése no es el problema —dijo Virginia.

—No sabes nada de nada; no tienes ni idea de la situación —recalcó Chic.

—Sé que es una estupidez —respondió Liz.

—Bueno, como dice Liz, no hay prisa —añadió Roger al cabo de un momento.

—¿En qué se basan tus afirmaciones? —preguntó Chic a su esposa—. ¿Tienes experiencia o conocimientos en relaciones comerciales?

—Utilizo el sentido común —dijo Liz—. Acuérdate de Gilbert y Sullivan; ni siquiera se dirigían la palabra.

—Pero se forraron —dijo Chic a Roger.

—¿Sí? —se asombró Liz.

—Personalmente me importa un bledo si voy a hablar con mi socio o a invitarle a cenar o a cazar mariposas en su compañía —prosiguió Chic—. Lo único que me interesa es que sea un socio competente y fiable.

—Pero no evitaríamos las discusiones —le dijo Liz.

—Las dos trabajaríais en la tienda… Virginia y tú entraríais a formar parte del personal.

—Claro, es natural —afirmó Virginia—. Las esposas de los socios siempre entran y salen de la tienda. Y también las esposas de los empleados, ¿verdad, Roger?

—Alguien me dijo hace tiempo que si te embarcas en negocios con los amigos pierdes el negocio y pierdes los amigos —contestó Roger.

—Un dicho muy pesimista —replicó Virginia—. No entiendo por qué debemos dar por sentado que vamos a perder la amistad de alguien.

—Todo iba bien hasta que has llegado tú —dijo Chic a Liz.

—Gracias —Liz sorbió su café.

—Bueno, por esta noche ya es suficiente —cortó Roger.

—¿Quieres que te llame? —preguntó Chic—. ¿Te llamo mañana o pasado?

—No. Es difícil que me encuentres en la tienda. Ya te llamaré alguna noche.

—Esperaré tus noticias —se resignó Chic, sin poder ocultar su disgusto—. Si no me llamas en un par de días, es posible que me deje caer por la tienda.

—Como quieras —respondió Roger, con manifiesto desinterés.

«Podría matarte, Liz Bonner —se dijo Virginia—; me gustaría estrangularte por venir a meter cizaña. ¿Qué demonios te ocurre? ¿Por qué has de interrumpir un diálogo serio con observaciones idiotas? ¿Qué sabes de lo que sea? Eres estúpida; bonita y agradable, pero tetuda y cabeza de chorlito. Vete a casa y métete en tu cocina, que es lo que debes hacer.»

—¿Por qué eres tan pesimista? —le preguntó en voz alta a Liz.

—No soy pesimista. Quizá funcionara, pero es más fácil entrar en algo así que salir.

—¿Tienes miedo de intentarlo? Sólo hay una forma de conseguir las cosas: arriesgarse.

—Especialmente en el mundo de los negocios —terció Chic.

Liz y Roger tenían la vista fija en sus respectivas tazas de café.

—Bueno, será mejor que nos pongamos en marcha, Virginia. Os llamaremos a mediados de semana.

—Estupendo. ¿Llevabais chaqueta?

—La mía está en la sala de estar —dijo Chic—. Creo que Liz también llevaba.

—Sí, la colgué en el armario. Iré a buscarla.

Virginia fue al dormitorio y sacó del armario la chaqueta de Liz. La habitación estaba a oscuras, pero alisó las sábanas para borrar la huella del cuerpo de la mujer. «Qué idiota», pensó.

Arrojó la chaqueta de Liz sobre una silla y dedicó unos minutos a volver a hacer la cama por completo.

Cuando salió de la alcoba vio a Chic de pie ante la puerta, con la chaqueta bajo el brazo, esperando a su esposa.

—Me gusta la idea —le dijo.

—Gracias, Virginia. No hay que hacer mucho caso a Liz. Lo único que quiere es meter baza en el asunto.

Virginia volvió a la cocina, donde Roger y Liz se encontraban frente a frente, separados por la mesa. Un cigarrillo colgaba de la boca de Roger, y se palpaba los bolsillos en busca del encendedor.

—Lo tengo yo —le dijo Liz, mientras abría el bolso, del que sacó el encendedor de Roger.

—Gracias.

Roger cogió el mechero y encendió el cigarrillo.

—Aquí tienes la chaqueta —dijo Virginia.

«¿Por qué? ¿Por qué tenía el encendedor de mi marido? —pensaba Virginia mientras Liz se ponía la chaqueta—. Se lo habrá dado durante el viaje —decidió—. Roger conducía, ella le ha pedido una cerilla, y él le ha dado su encendedor, y Liz no se acordó luego de devolvérselo, eso es. Pero es raro cómo se hablaban. De esa forma tan directa…»

—Vámonos —dijo Chic desde la puerta.

—Ya voy. Gracias por todo, Virginia.

—¿Y el dolor de cabeza?

—Mejor.

Roger acompañó a las dos mujeres y se reunieron con Chic. Bajaron por el sendero hasta la acera. Virginia había encendido la luz del porche. Liz y Chic caminaron hasta la camioneta Ford roja.

—Buenas noches —se despidió Roger—. Ya nos veremos.

Después de agitar la mano a modo de despedida y retroceder hacia la casa, Roger pensó: «Se va. Con su marido. A su casa. ¿Cuándo será la próxima vez?», se preguntó. Ya la deseaba de nuevo. Le dolían las manos y los brazos. La necesitaba ahora, en el mismo momento de entrar en su casa con su esposa.

—Oh, Dios —exclamó Liz al llegar junto a la camioneta—, me he olvidado una cosa. —Sus tacones repiquetearon sobre el pavimento—. Roger, me he dejado el maldito telescopio.

—Ah, sí. Estará en el coche.

—¿De qué habla? —preguntó Virginia.

—El telescopio de juguete de Walter. Se lo dejó en el coche.

Liz forcejeó con la manija del Oldsmobile.

—Está cerrado.

—Lo abriré.

Bajó el sendero y avanzó por la acera hasta el coche. Abrió la puerta con su llave; Liz se introdujo en el coche y revolvió el asiento trasero. El motor de la camioneta se puso en marcha; Chic encendió los faros. Virginia le esperaba en el porche de la casa, aterida de frío.

—Te llamaré —susurró Liz.

—¿Cuándo?

—Mañana. A la tienda. —Encontró el telescopio—. Aquí está. Gracias.

Roger, reconfortado, volvió a la casa y a su esposa.

—Siempre se olvida algo, ¿no? —preguntó Virginia después de cerrar la puerta y apagar la luz del porche.

—Lo olvidaron los niños.

—No me preocupo por ella. ¿Por qué se empeña en poner reparos a cosas que beneficiarían a otras personas y no solamente a ella?

—¿Como qué?

—Dejémoslo correr.