13

Mientras preparaba la cena, con las manos ocupadas con el huevo, la mostaza, el pan, la cebolla y la carne de vaca para confeccionar el pastel de carne, Virginia oyó los pasos de un hombre en el porche de la entrada. «Ya ha llegado», se dijo, pero cuando sonó el timbre experimentó un estremecimiento de pánico; imaginó nítidamente que una patrulla de tráfico le notificaba la catástrofe ocurrida en las montañas que separaban Ojai de Los Ángeles.

Se secó las manos con una toalla de papel y corrió hacia la puerta.

De pie en el porche estaba Chic Bonner con un paquete plano bajo el brazo.

—Hola, Virginia —dijo con timidez.

—Aún no ha vuelto. ¿Ha pasado algo?

—No, que yo sepa —respondió Chic con su tranquilidad acostumbrada.

—¿No debería haber vuelto ya?

Chic levantó el brazo y consultó el reloj a la luz del porche.

—No, no necesariamente. Liz no terminaba hasta las seis o las siete.

Bajó el brazo y penetró en la casa con pasos enérgicos que le llevaron hasta la sala de estar. Depositó el paquete en la mesa de café; se quitó la chaqueta, y Virginia se sorprendió cerrando la puerta y acudiendo a su lado para guardarle la chaqueta.

—Vaya sorpresa que me has dado —dijo, desconcertada por su entrada en la casa.

Daba por sentado que era bienvenido; no trató de explicarse, de disculparse o de averiguar qué hacía Virginia, si estaba acompañada u ocupada; ni siquiera se planteó si aceptaba su presencia allí y la del paquete abandonado sobre la mesa.

—Ahhh —exclamó desplomándose en la silla que había frente al hogar—. Oye, sigue con lo que hacías. Hablaré mientras trabajas.

—Estaba preparando la cena —dijo Virginia, aún indecisa.

—Adelante. Sabes, me parece que tu marido es más inteligente que yo. He traído una cosa para que la vea.

Su tono era melancólico.

—Perdona, voy a continuar con lo que estaba haciendo.

Fue a la cocina y siguió amasando los ingredientes del pastel de carne; añadió la leche y removió con una espátula de madera.

Oyó que Chic Bonner abría el paquete en la sala de estar. Echó un vistazo y vio que disponía una fila de hojas de papel manila a lo largo de la mesa. Procedía con tal minuciosidad y silencio que le recordó la actividad de algunos mamíferos previsores que acogían provisiones para el invierno. Chic estudiaba las cosas y veía lo que sucedería dentro de diez años. El presente no le impresionaba.

—¿Tienes un segundo? —preguntó Chic.

—Un momento.

Añadió sal a la mezcla, casi se había olvidado. Chic entró en la cocina. Su envergadura se hizo evidente. Sólo con mantenerse inmóvil le impedía a Virginia pasar de un lado de la cocina al otro. Se había plantado como un árbol y la observaba mientras trabajaba.

—Te voy a hacer una pregunta, si no te importa hablar conmigo mientras trabajas. ¿Cuánto ganáis al año con esa tienda?

—No lo sé. Pregúntaselo a Roger.

—Imagino que su margen de ganancias oscila entre el veinticinco y el cuarenta por ciento. ¿Cuántos salarios paga? ¿Es posible que se asigne una paga regular al margen de los beneficios, que la anote en el libro de cuentas como cualquier otro salario?

—Es mejor que se lo preguntes a él —dijo introduciendo el pastel de carne en el horno.

—Veamos. Tiene un tipo que se encarga de las reparaciones. Y el empleado del almacén. ¿Alguien más?

—No.

—¿Le lleva alguien la contabilidad?

—Así es.

—¿Alguna vez le echas una mano? ¿En Navidad, por ejemplo?

—Le ayudo en Navidad, sí. Contesto el teléfono y atiendo a los clientes. Y contrata a un chico para conducir el camión y hacer el reparto.

—Es un negocio pequeño. —Anotó los datos—. ¿Tienes idea, una idea general, de lo que tiene almacenado?

—No.

Chic siguió de pie en silencio.

—¿Quieres beber algo?

—Bueno.

—¿Qué quieres? ¿Café, vino, cerveza? Hay bourbon en la despensa.

—Cerveza.

Virginia abrió una lata y vertió la cerveza en un vaso. Él bebió un sorbo y posó el vaso sobre la mesa.

—Quería discutirlo antes contigo. He de estar seguro de su reacción antes de abordarle. Es la clase de persona que podría rechazarlo de plano. Toma una decisión y hace lo que considera correcto. Y ya no hay nada ni nadie capaz de hacerle cambiar de opinión. Ésa puede ser la causa que le haya impedido triunfar en los negocios.

—¿Le vas a hacer alguna propuesta?

—¿Cómo crees que reaccionaría ante la idea de ampliar la tienda? Ven a la sala y te enseñaré mis bocetos. Vamos.

Se levantó seguido de Virginia, llena de curiosidad y del mismo sentimiento que la embargaba cuando el representante de alguna poderosa empresa de seguros empezaba a mostrar sus diagramas, gráficas y predicciones, sus representaciones del futuro.

Chic había diseminado sobre la mesa sus importantes cálculos. Virginia se inclinó, se secó las manos en el delantal y, al ver los bocetos, se quedó sin habla. Tenían un toque profesional, como las ilustraciones de futuros edificios públicos que aparecían ocasionalmente en los periódicos. Uno de los bocetos reproducía la fachada, alargada y baja, de una tienda, una horizontal rota por un letrero perpendicular. Otro mostraba una variante del mostrador. Aquel hombre grande y lento tenía un genio evidente.

—Sus mostradores no sirven de mucho —dijo Chic.

—¿Por qué?

Estaba fascinada. Era como recibir un servicio exclusivo, un análisis, un test; en el colegio la habían sometido a tests de aptitudes, tests de inteligencia… Los resultados la habían hecho vibrar de interés.

—Demasiado próximos a la puerta. Intimidan al cliente. Los clientes desean moverse a sus anchas. Servirse ellos mismos, tener acceso a los estantes y los productos sin tener que pedir ayuda. —Golpeó suavemente el boceto—. Si el mostrador está cerca de la puerta, el cliente es abordado (o piensa que le van a abordar) en cuanto trasponga el umbral. Me di cuenta nada más entrar en la tienda. La única ventaja de un mostrador tan adelantado es que permite evitar los robos y reducir al personal; un hombre puede realizar dos trabajos al mismo tiempo: portero y vendedor. Si fuera el propietario de una tienda de comestibles, donde no es tan necesario un vendedor como un portero, llena de pequeñas mercancías… situaría el mostrador cerca de la puerta.

—Entiendo. —Estudió un boceto del sistema de iluminación. Estudió con gran atención todos los dibujos. «Sí, lo entiendo muy bien», pensó—. Tienes que enseñárselos.

—¿Y qué piensas que dirá? —preguntó Chic sin la menor huella de humor—. He querido hablar primero contigo porque lo conoces mejor que yo. Mientras se empeñe en salir adelante él solo nunca…

—¿Qué harías tú, por tu parte? —le interrumpió Virginia, captando la esencia de su idea—. ¿Vender la panadería?

—No es mía. Soy dueño de parte de las acciones y percibo un sueldo. Lo que haría es renunciar a mi trabajo y vender algunas acciones para aportar una cantidad equivalente a lo que Roger tiene en material, muebles y todo eso.

—¿Trabajarías? —insistió ella—. No estás hablando de una sociedad en comandita, ¿verdad?

—Me gustaría probar en la venta al por menor.

—Por lo tanto, estarías en la tienda.

Asintió con la cabeza.

—Estos bocetos —dijo sentada en el brazo del sofá— son para una tienda nueva, ¿no? ¿O para remodelarla?

—Lo mismo da. Depende de la importancia que Roger conceda al emplazamiento. Deberá estudiarlo. Y, si quiere remodelarla, convendría adquirir alguna de las tiendas contiguas al edificio, con preferencia la de artículos de jardinería. Así conseguiría la fachada que necesita.

—Estás hablando en serio, ¿verdad? —El rostro de Chic reflejaba tal serenidad que Virginia no esperó a oír la respuesta—. Pero sólo has visto la tienda una vez. Y apenas nos conoces.

—Todo está en los libros. Sabré lo que necesito saber cuando pueda ver los libros, cuando sepa el rendimiento neto, los gastos generales, el saldo y todo eso.

La idea iba adquiriendo a los ojos de Virginia proporciones fabulosas.

—¿Puedo llamar a mi madre y hablar con ella?

—Como quieras —dijo Chic, y empezó a reordenar los bocetos para cuando llegara Roger.

La señal de llamada zumbó en su oído, y en seguida oyó la voz seca de su madre.

—Hola —dijo Virginia—. Escucha, ¿puedes venir un momento? He de contarte algo que te alegrará.

—Bueno, ven a recogerme —contestó Marion con aspereza—. Así tendré tiempo para hacer unas cosillas.

—Espera un segundo. —Se volvió hacia Chic y le preguntó—: ¿Podemos ir a buscarla en tu camioneta?

—Por supuesto —dijo Chic inclinado sobre los bocetos.

—Iremos a buscarte dentro de unos diez minutos.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no me lo dices?

—Ya lo sabrás. Adiós. Tardaremos diez minutos.

—Sí —comentó Chic—, me gustará saber su punto de vista. También me ayudará a prever la reacción de Roger.

—¿Por qué no has venido con Liz? —preguntó, Virginia mientras se ponía la chaqueta.

—En el último momento se puso nerviosa y se fue con los demás.

—¿A la escuela? ¿Han ido los dos?

—Sí, los dos. Estaba preocupada por los chicos, no les gustaba la idea de ir con un extraño. Hasta ahora siempre los había llevado ella.

«Oh, no —pensó Virginia dominando la risa—; cuatro horas y media escuchando a Liz Bonner. Pobre Roger.»

—¿A qué viene esa sonrisa? —preguntó Chic.

—Estaba pensando —ensayó una explicación más diplomática— en la gran teoría de Roger sobre la mejor forma de hacer los viajes… vosotros lo haríais los viernes, nosotros los domingos, y ahora resulta que han ido juntos.