12

El sábado era el día de mayor actividad en la tienda. Roger se hundió en una especie de sopor apoyado en el mostrador. Dejó que este sábado se fundiera con los sábados del pasado y del futuro. El teléfono sonaba y los clientes iban y venían. «Hoy no estamos enfermos —pensó—, nadie está enfermo los sábados. Nadie pasea por la calle, ni cruza la calle ni se encierra en el cuarto de baño. Éste es el centro del mundo, nos guste o no. —Extendió un recibo a un cliente—. Aquí es donde nuestras mentes deben estar.»

Olsen había salido muy temprano con el camión. Nadie le había vuelto a ver. Algunos clientes que habían concertado cita previa llamaron para preguntar dónde estaba.

—Se habrá quedado atascado en algún sitio —comentó Pete bizqueando—. Tenía que llevar aquel aparato a San Bernardino.

—¿Hoy? —se asombró Roger—. ¿En sábado?

Experimentó una sorda cólera.

—Es el único día que ese tipo está en casa. Olsen contaba con llegar allí antes de que hubiera mucha circulación. Igual ha encontrado retenciones. Se trata de ese tal Flannigan que siempre se está quejando.

—De acuerdo. Avísame si llama. —Volvió al mostrador para atender a la clientela—. Sí, señora. ¿Qué desea?

—El otro día compré aquí esta aguja —dijo la señora de mediana edad vestida de color canela—, y no va bien para mi tocadiscos. El hombre, creo que es ése con quien usted hablaba, dijo que era la que yo necesitaba.

Mientras examinaba la aguja, oyó voces en la entrada. Levantó la vista y contempló una escena sorprendente. Su esposa Virginia y su suegra Marion Watson habían entrado en la tienda, junto con Gregg, dos chicos pelirrojos y pecosos, un perro y, finalmente, Chic y Liz Bonner. Los cuatro adultos conversaban con gran cordialidad; los niños invadieron al instante la tienda, manoseando los televisores y deslizándose entre los clientes. El perro, un pastor alemán, se tumbó en la puerta; obviamente, estaba entrenado para no trasponer el umbral.

Roger cambió la aguja a la mujer, salió del mostrador y fue hacia su esposa. Los cuatro se dirigían sin vacilar hacia la parte trasera de la tienda. Virginia estaba enseñándoles algo a los Bonner. Nadie advirtió su presencia durante un rato.

—¿Por qué no me dijo que iban a ir allí anoche? —preguntó Virginia alegremente.

—Lo hice.

—Oh. Si lo hubiera sabido, les habría acompañado.

Chic y Liz Bonner le saludaron.

—¿Qué pasa? —le preguntó a Virginia.

—Liz y yo nos citamos para ir a Pasadena de compras hoy. Pensé que podíamos ir todos juntos. Y, cuando les hablaba de la tienda, Chic sugirió que viniéramos a verla.

—Un sitio muy bien montado, Lindahl. ¿Es suyo? Quiero decir, ¿es usted el único propietario?

—En efecto —afirmó Roger. Cuando Chic se hubo alejado unos pasos llevó a Virginia aparte y le dijo—: No me habías dicho nada de esta cita.

—No se había concretado nada. Hablamos de ello en el viaje de regreso desde la escuela. Esta mañana me telefoneó.

—Ah, te llamó ella.

—Pensé que quería presentarte a los chicos antes del domingo, para que no les resultaras extraño. Siempre los acompaña ella.

Los hijos de los Bonner habían empezado a bajar al sótano; Chic les ordenó que esperasen. Chic llevaba su camisa de manga corta, la misma u otra diferente, y pantalones anchos. Liz estaba encantadora con su falda y su blusa. No parecían tener prisa.

—¿Puedes salir a tomar un café? —preguntó Virginia.

—No.

—¿Ni un par de minutos? Aquí al lado.

—Ya ves lo ocupado que estoy. Es la historia de todos los sábados. —La señora Watson se situó al lado de Virginia—. ¿Cómo podría abandonar la tienda un sábado? Sabes de sobra que he de quedarme.

Virginia y su madre fueron a reunirse con los Bonner, dejándole solo. Volvió a sentir aquella antigua sensación de estar pendiente de un hilo. Allí mismo, en su tienda, la sintió. Incluso allí.

—Te llaman —dijo Pete.

—¿Quién es?

—No lo sé. Algo sobre un aparato.

Pete le tendió el auricular y atendió a una pareja de jóvenes.

—Hola —dijo Roger con la boca pegada al micrófono.

—Llevo horas sentado esperando a su operario para que repare mi aparato, y aún no ha llegado. ¿Cuánto rato más he de esperar? Me dijo que vendría temprano. He de ir a la ciudad, no puedo quedarme todo el día aquí.

Después de discutir con el hombre del teléfono, tuvo que atender a una señora de edad avanzada que llevaba una bolsa de papel llena de lámparas para que comprobara su buen funcionamiento. Las fue sacando de una en una y dejándolas sobre el mostrador; cada una de ellas estaba envuelta en papel de periódico.

Las probó en el sótano y se las devolvió.

—Todas funcionan. Será otra cosa. Traiga el aparato.

Tardó bastante en desembarazarse de la anciana. Cuando tuvo un momento de respiro descubrió que la señora Watson, Chic y Liz Bonner, Virginia, Gregg, los hijos de los Bonner y el perro se marchaban; casi habían llegado a la puerta. El perro se había erguido, dispuesto a seguirles. Se sintió absolutamente inútil.

—Adiós —le dijo Virginia.

Todos, más o menos, se despidieron. Chic parecía estar explayándose en algún tópico; examinó el techo de la tienda, midió el umbral de la puerta y salió para estudiar el escaparate.

«¿Qué coño está haciendo? —pensó Roger—. ¿Qué viene a continuación? ¿Qué más ocurrirá?»

Pete se le acercó en cuanto el grupo hubo partido.

—¿Amigos tuyos?

—Sus hijos van a la escuela con Gregg.

—Esa tía está buena. Del tipo de…, des… ¿cómo las llamas tú?… despampanantes, eso es.

Asintió con la cabeza. Ahora se sentía deprimido.

—Olsen no ha telefoneado, ¿verdad? —preguntó Pete.

—No.

—Ojalá venga pronto. Hoy le tocará entregar aparatos hasta las doce de la noche —añadió Pete mientras iba a atender el teléfono.

Roger empezó a clasificar etiquetas en el mostrador. Sus manos trabajaban concienzudamente. «Así que ha llamado. ¿Supone eso algo? Y si es así, ¿qué representa? ¿Cuál es el significado exacto? ¿Cómo puede saberlo alguien? Nunca podemos estar seguros. Hay que esperar a morirnos. Y, quizá, ni siquiera entonces. Todos nosotros estamos aquí abajo caminando a tientas, haciendo conjeturas y calculando. Haciéndolo lo mejor posible.»

Liz Bonner entró en la tienda como una tromba. Se deslizó hacia el mostrador y se plantó frente a él; no había pasado un momento y ya estaba allí, a un centímetro de distancia, una oscura, vivaz y sonriente forma embutida en una falda larga. Sus manos continuaron clasificando etiquetas. Estaba demasiado asustado para colocarlas. Tuvo la sensación de ser un mecanismo de hojalata bajo una cúpula de vidrio; sus brazos desfallecieron y cayeron, sus dedos seleccionaron la siguiente etiqueta y pasó el alambre por el agujero. Pero no miraba lo que hacía; mantenía los ojos clavados en Liz. Carecía tanto de control, padecía una indefensión tan espantosa que pensó: «Aún tengo suerte de poder hacer esto».

—He olvidado el bolso —dijo Liz.

Todos los colores que lucía se habían hecho más intensos, más profundos. «Está resplandeciente», pensó; incluso su falda y su cabello se habían oscurecido; sus ojos dilatados eran de color café. Brillaban con destellos de inteligencia, de voraz expectativa, como si estuviera preparada para algo, como si le urgiera a hablar o a actuar.

—Ah, ¿sí? —dijo con voz aflautada—. ¿Aquí?

Le miró con serenidad, todavía presentes el color y el encanto, como si hubiera deseado regresar aunque tal hecho supusiera un gran reto.

—Creo que me lo he dejado abajo, en el sótano, entre aquellos televisores tan grandes.

—De acuerdo.

No se le ocurría otra cosa que decir; había perdido su facilidad de palabra.

Al otro lado del mostrador, la cara de Virginia, (aquella cara cálida y brillante), reflejaba una confusión semejante. La negrura de sus ojos se agudizó y empezó a decir algo, titubeó, y luego, sin una palabra, trotó en dirección a la escalera con un revoloteo de su larga falda.

«¿Qué? —pensó Roger—. ¿Qué debo hacer? —Ante él, sobre el mostrador, sus manos seleccionaban etiquetas, pasaban alambres por los agujeros y clasificaban—. Estate quieto —se dijo—, deja que la vida se escape por las yemas de tus dedos hasta cegarte, hasta que tus piernas flaqueen, hasta morir.»

Volvió al cabo de un momento con el bolso. Era de piel, nuevo, y lo llevaba colgado del hombro. Parecía feliz y aliviada de haberlo recuperado.

—Odiaría perderlo —explicó—. Dentro hay toda clase de objetos.

Se paró en la puerta sin aliento y volvió hacia donde él se encontraba.

—¿Se va? —preguntó Roger. Ella asintió—. Adiós, ya nos veremos.

Liz agitó la cabeza sin hablar y salió corriendo de la tienda.

«No sé —reflexionó pasados unos minutos—. ¿Cómo puedo saber? ¿He de interpretar lo que ha sucedido? ¿Extraer alguna conclusión? ¿O he llegado al extremo de ver algo en todo porque deseo ver algo?

»Lo siguiente serán voces. Empezaré a oír voces.

»¿En qué puedo confiar? ¿En qué puedo creer?»

El intercomunicador que conectaba con el sótano siseó detrás de él. Una de sus lámparas sufría un cortocircuito parcial y siseaba sin cesar. «Casi puedo oír cosas en ese trasto —pensó—. ¿Por qué no? ¿Qué diferencia hay entre oír cosas en el siseo del intercomunicador y en lo que acabo de presenciar… este hecho ocurrido en mi tienda, en la tienda de mi exclusiva propiedad, que conozco como la palma de mi mano, de la que soy dueño absoluto, delante de mis ojos?

»Mira en qué lío me he metido, atento al menor siseo, al menor ruido, tan amortiguado que apenas es audible. En el umbral de lo audible. Un hum.»

Hummmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm.

«Qué precario es todo. He de dominarme. Lograrlo.

»Cristo, es probable que me arranque las tripas haciéndolo, que me lleve a la muerte escuchar.»

Hummmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmminmmm.

«El cansancio. Puede ser duro. No es cómodo. No es algo que suceda mientras estás tumbado a la bartola; es algo que se consigue con un gran esfuerzo y a lo largo de mucho tiempo. Has de avivarlo, alimentarlo, aventarlo y entregarle tu vida para que se mantenga.»

Apretó el interruptor del intercomunicador y preguntó:

—¿Hay alguien ahí?

Esperó. Nadie.

Hummmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm.

—Vuelve al trabajo —dijo al intercomunicador. Abajo, en la vacía sección de reparaciones, su voz resonaría. Imaginó el eco en la penumbra—. Muévete y trabaja. Mueve el culo.

«Estoy hablando conmigo mismo», se dijo.

—¿Qué estás haciendo? —dijo al intercomunicador—. ¿Estás ahí sentado? ¿Duermes?

«Pareces dormido», se dijo.

—Contesta. Sé que estás ahí abajo. «No estoy solo, lo sé.» Vamos. —Aumentó el volumen del aparato al máximo—. ¡Contesta! —El suelo vibró—. «Mi voz. Debajo de mí. Desde el sótano.»

Pete se aproximó al mostrador sosteniendo el auricular del teléfono.

—Eh, ¿qué haces?

—Hablo con la sección de reparaciones.

Levantó la clavija del intercomunicador, que siseó.

Por la noche, después de la cena, Virginia le enseñó los jerseys que había comprado con los Bonner.

—Mira —dijo sosteniéndolos en alto—. ¿A que son bonitos?

—Mucho. ¿Te lo pasaste bien?

—Ya sabes que me gusta ir de compras a Pasadena.

—¿Se puede saber por qué demonios medía Chic mi tienda?

—¿Lo hizo? Creí que estaba midiendo la fachada.

—¿Por qué?

—Pregúntaselo a él.

—Me llevé una buena sorpresa cuando os vi entrar a los ocho en la tienda.

—¡Ocho!

—Si contamos el perro. ¿De quién es?

—De Walter y Jerry. Es muy pacífico y está bien educado.

No podía ver la cara de Virginia desde donde estaba sentado. Vaciló en interrogarla acerca de su comportamiento con los Bonner. ¿Qué era peor, plantear la pregunta o no plantearla?

No había manera de saberlo. No había manera de cerciorarse. Miradas borrosas. Posibilidades. Pistas, indicios… Se rindió.

«Tal vez tenga la suerte de que no exista el conocimiento real. Sólo la sospecha. Una enorme diferencia.»

Confirmación… el factor ausente. Podían vagar eternamente sin alcanzarla. O podía revelarse en cualquier momento. La confirmación de lo que sospechaba; o la confirmación de lo que acaso sospechara Virginia.

«Yo sospecho, luego tú sospechas. Y, por los clavos de Cristo, ¿qué sospechas tú? Porque no lo tengo demasiado claro.»

—Oh, me olvidé de decírtelo —dijo Virginia—. Igual te enfureces, pero aun así… Liz se olvidó el bolso en uno de los almacenes. Tuvimos que volver a Pasadena para recuperarlo; estaban a punto de cerrar.

—¿Y estaba allí?

—Sí, uno de los porteros lo guardó detrás del mostrador. Chic dice que siempre pierde las cosas.

«Asunto concluido —pensó—. ¿Lo ves? Mira en qué se ha convertido el siseo. Mira en qué se han convertido esas voces que oyes sin motivo alguno.»

Hummmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm, le dijo el mundo. Desde todos los ángulos. Siseos y zumbidos. Trataban de llegar hasta él, de hablarle claro.

—¿En qué piensas? —preguntó Virginia—. Pareces tan deprimido…

—Pienso en la televisión en color.

—No lo hagas.

—No puedo evitarlo. Pienso en un almacén lleno de televisores en blanco y negro que tendré que tirar.

—Intenta pensar en algo más agradable.

—Lo intentaré. Haré lo que pueda.

El domingo, después de comer, acomodó a Gregg en el Oldsmobile y se dirigió a casa de los Bonner. A plena luz del día, su pequeña casa rústica ofrecía un aspecto desabrido; necesitaba una mano de pintura alrededor de las ventanas y podar el césped. La camioneta roja, aparcada enfrente, aún conservaba la capa de polvo. Alguien, en un parachoques (probablemente los niños), había trazado unas letras, iniciales borrosas.

«Podría llegar incluso a leer algo en las iniciales grabadas en el parachoques», pensó mientras cerraba la portezuela del coche.

—¿Vamos a volver ahora? —preguntó Gregg al cruzarla calle.

—En seguida.

Era la una y media. Tenían tiempo de sobra.

—Mamá no vendrá, ¿verdad? Creí que vendría —parpadeó el niño, taciturno.

—Mamá me pidió que te llevara. También llevaré a Walt y Jerry. —En tono jocoso añadió—: Claro que si no te gusta mi modo de conducir, puedes alquilar un taxi con los cuarenta centavos que has ahorrado.

—¿No podríamos ir un poco más tarde?

—Ya veremos.

Subieron al porche y pulsó el timbre.

Nadie contestó. Llamó de nuevo. La casa parecía vacía.

—A lo mejor no están en casa —le dijo a Gregg.

Y entonces descubrió que estaba de pie en el porche, solo. El niño había desaparecido. «Hijo de perra», murmuró. Bajó del porche y caminó sobre el césped.

—¡Gregg!

Su hijo asomó desde una esquina de la casa.

—Están en el patio de atrás.

—Vale —dijo Roger.

Siguió en compañía de su hijo el sendero que iba entre la casa y la cerca, y que, tras atravesar una puerta y cruzar por entre unos arbustos, llegaba al patio trasero.

El perro estaba estirado en el centro de un rectángulo de césped terraplenado, con las patas extendidas. Esa parte del patio resultaba más atractiva que la delantera. Había árboles frutales, un incinerador y una pirámide de ramas y hojas secas. Los macizos de flores crecían paralelamente a la cerca. Los hijos de los Bonner estaban construyendo una cabaña con trozos de madera, apoyada contra la cerca posterior. Casi la habían terminado. Los niños trabajaban en tejanos, descalzos y sin camisa. Chic Bonner se hallaba cerca, sentado en un saliente de ladrillo con la cabeza gacha y los ojos entornados. El sol arrancaba de su cabeza destellos húmedos; su escaso cabello poseía cierta transparencia, como si su caída fuera inminente. Su cráneo relucía rosado y moteado, y cuando levantó los ojos Roger comprobó que también sus cejas eran rosadas. Chic se protegió los ojos con la mano a modo de visera, le miró de soslayo y extrajo unas gafas de sol.

—No puedo ver una mierda con este resplandor.

—Soy yo —dijo Roger.

Liz Bonner se estremeció y se incorporó. Estaba tumbada sobre la hierba en traje de baño.

—¿Tan tarde es? —murmuró. Se giró y se apoyó sobre los codos, con las manos apoyadas en las mejillas—. Hola Greggy. Ven aquí un momento. —El niño obedeció y ella le sujetó por la camisa—. ¿Es preciso que lleve la camisa? ¿Se la puedo quitar? —Se puso de rodillas, desabrochó la camisa de Gregg y la arrojó sobre la faja de ladrillo que bordeaba el césped—. Quítate los zapatos; bueno, pregúntale a tu papá si te da permiso.

—¿Puedo quitarme los zapatos?

—Claro, adelante. Se está a gusto con ustedes —dijo a los Bonner.

Liz se sentó con las piernas extendidas y las palmas de las manos apoyadas en el suelo. Trozos de hierba se habían adherido a su traje de baño, sus piernas y el escote. Tenía la piel más pálida de lo que recordaba. Era más baja que Virginia, más generosa de formas y sus caderas se le antojaron mucho más femeninas. Realmente tenía una buena figura. Como los dos chicos que se esforzaban en construir la cabaña, había prescindido de la mayor cantidad de ropa posible. Parecía tan natural estirada sobre su toalla de baño; armonizaba con el sol y el cristal y el perro pastor, incluso con el patio.

—Únase a nosotros —dijo Liz.

—¿Qué quiere decir?

—Recuéstese. Eche una siesta. Quítese la camisa y los zapatos.

—Suena de maravilla.

Gregg, vestido sólo con los pantalones, empezó a explorar el patio. Sus correrías le acercaron progresivamente a la cabaña, hasta que dio vueltas en torno a ella, sin mirar en su dirección, pero convirtiéndola en su centro de atención. Los hijos de los Bonner le observaron con disgusto, si bien continuaron su labor.

—Lindahl —dijo Chic, con las piernas abiertas y los brazos descansando sobre los muslos—, no tiene mal aspecto su tienda, aunque la fachada no es muy grande, ¿eh? Me dio la impresión de que tanto los ventanales como el escaparate son condenadamente pequeños. Quizá esté en un error. Nunca he conocido a nadie que se dedicara a negocios de poca envergadura. Es algo que siempre me intrigó, pero que no me atrajo. La fachada de al lado es más grande, ¿no?

—Sí, me parece que sí.

—La tiene en arriendo, ¿no?

—Exacto.

—¿Cuánto paga al mes?

—Cerca de trescientos.

—Joder, ¿tanto? Bueno, está bien situada, y tiene mucha capacidad, ¿no? Cuando iba a la universidad me interesaba mucho la arquitectura; seguí un par de cursos… Me embarqué en lo del diseño… Imagino que todo el mundo pasa por épocas semejantes. —Levantó la cabeza y escrutó a Roger a través de sus gafas de sol—. ¿Proporciona muchas satisfacciones una tienda de esas características? Supongo que arreglar el escaparate le produce cierta satisfacción; no sé, me lo parece. Por otra parte, no pude impedir reparar en todas aquellas viejecitas; imagino que un negocio modesto acarrea perder algo de dignidad. En todo caso, pensé que usted se siente rebajado al tener que aguantar a todos esos vejestorios y sus constantes lamentos. Es una suposición, claro, pero no creo que me equivoque.

Una sensación de extrañeza invadió a Roger al oír tan claramente expresados sus propios pensamientos. El tipo conocía su oficio.

—Me divierte arreglar el escaparate —respondió, a la defensiva.

—¿Ha pensado en comprarla? Sería como un desafío, como darle la batalla al propietario. Al menos, así me lo tomaría yo.

—Y yo también.

Chic pareció desinteresarse del tema al llegar a este punto. Se reintegró a su mundo interior.

—Gregg —dijo Roger—, tendremos que irnos. —Su hijo acarreaba un trozo de madera para ayudar a colocar el tejado de la cabaña. Roger caminó en su dirección y dijo a los hijos de los Bonner—: Ya es casi la hora.

Ambos le ignoraron y siguieron con lo suyo.

Liz se levantó de un salto de la toalla y se acercó adonde estaban. Sus brazos y hombros desnudos relucían. La parte superior del traje de baño había resbalado hasta dejar casi expuestos sus pechos llenos y suaves.

—Están furiosos conmigo porque no voy a ir —explicó mientras se ajustaba el bañador.

—Oh —musitó Roger. Por lo tanto, los chicos también estarían enfadados con él. De hecho, pretendían no haber notado ni su presencia ni la de Gregg—. Lo siento.

—Ya basta, niños —dijo Chic—. Id a vestiros y al coche.

—Sí, señor —respondió Walt con un gruñido. Tiró al suelo un trozo de madera y salió corriendo. Jerry le acompañó.

—¿Qué vamos a hacer? ¿Va en serio? —le preguntó Liz a su marido.

—Ya se les pasará.

—Ponte en su lugar. No les culpo.

Chic no dijo nada.

—Yo también iré —decidió Liz.

—Ya son lo bastante mayores como para no necesitar que les acompañes. Provocas una dependencia que no existe. Por eso me gusta lo de alternar los viajes. A los doce años, yo habría preferido recorrer a pie todo el camino antes que ir con mi madre. Deja que vayan sin ti un par de veces y se acostumbrarán a la tercera. —Se volvió hacia Roger—. ¿No es así?

—No me mezcle en este asunto.

—¿No cree que un niño de doce años ya puede ir a todas partes sin su madre?

La puerta de atrás golpeó con estrépito; Jerry y Walt reaparecieron ya vestidos.

—¿Por qué queréis que os acompañe vuestra madre? —les preguntó Chic.

Murmuraron algo entre dientes y bajaron la cabeza.

—Id al coche. Quedaos sentados hasta la hora de la marcha.

Los chicos obedecieron con toda parsimonia.

—Déjame ir sólo por esta vez —pidió Liz—. Conduciré a la ida y Roger lo hará a la vuelta.

—Lo que pasa es que eres incapaz de perder de vista a esos chicos. Me sorprende que los matricularas allá arriba.

—Iré a cambiarme.

Liz cogió la toalla y desapareció en el interior de la casa.

—Me pone enfermo. ¿Cómo está Virginia? Me dio la impresión de que es una mujer muy sensata. No malcría a su hijo, ¿verdad?

—Depende —contestó Roger sin comprometerse.

—Entre usted y yo, Liz actúa a su aire; carece de reglas. Los trata según de qué humor esté.

—Vamos, Gregg —apremió al niño—. Ponte los pantalones y sube al coche con Jerry y Walter.

Cogió a su hijo del brazo y lo llevó hasta donde había dejado la camisa, los zapatos y los calcetines. Se puso a su lado y le fue empujando por el sendero que bordeaba la casa, vigilando que no escapara.

—No es muy hablador, ¿eh, Lindahl? —comentó Chic Bonner. Miró a Roger con resignado respeto—. Me parece que para dirigir un negocio es una virtud necesaria.

Transcurrió un tiempo sin que ninguno de los dos hablara.

Liz rompió el silencio.

—Ya estoy —gritó desde la casa—. Nos podemos ir.

—No me ponga en un aprieto —le dijo Roger a Chic.

—Tiene razón —admitió Chic arrepentido—. No me había dado cuenta. Que tengan buen viaje. Si los chicos se portan mal, déles una buena azotaina. Cuenta con mi permiso. Quizá sea la única forma de controlarlos.

Roger dobló la esquina de la casa y salió al patio delantero. Gregg y los dos hijos de los Bonner ya estaban en el coche; se miraron entre sí y luego los tres le miraron a él, pero no le importó. «Tengo otras cosas en que pensar», se dijo.

Se abrió la puerta de la casa y Liz Bonner descendió al sendero, con la chaqueta bajo el brazo y el bolso colgado del hombro. Se había puesto una camisa a rayas almidonada y una falda floreada.

—¿Me va a dar consejos sobre cómo conducir? Ah, pero si es su coche. ¿Vamos a ir en su coche?

—Para alternar.

—¿Puedo conducirlo? —Examinó el interior, titubeante. Los tres niños estaban algo nerviosos. Jerry y Walt recobraron los ánimos cuando comprendieron que su madre les acompañaba—. ¿Cómo funciona el cambio de marchas?

—Es automático. No tendrá ninguna dificultad.

—Haga el camino de subida —pidió.

—De acuerdo —aceptó Roger, y le abrió la portezuela.

Liz entró. Roger cerró la puerta de golpe y rodeó el automóvil para ocupar el asiento del conductor.

«Aquí la tienes», dijeron las voces en su oído. Ya no zumbaban; ahora hablaban. ¿Qué podía significar? ¿Algo? ¿Nada? No lo sabía; no tenía ni idea.