11

El sábado por la mañana, después de que Roger se hubiera marchado a trabajar, Virginia recibió una llamada de Liz Bonner. Quería concertar una cita para ir de compras. Fue a casa de los Bonner en coche y aparcó.

—Hola. —Liz abrió la puerta y la invitó a entrar—. Estaba bañando al perro. Ven, casi he terminado.

La camisa de algodón y los pantalones de pana realzaban sus formas, su atractivo y el color oscuro de los ojos. Iba descalza y con las mangas recogidas por encima del codo, y salpicada de espuma y agua. Llevaba el pelo recogido en la nuca con una cinta. Sus pechos se balancearon debajo de la blusa cuando atravesó la casa casi corriendo.

—¿Quieres un pastelillo? Los hice anoche, pero saben a jabón, al menos es lo que dice el chico de los periódicos, que los probó una vez. Se supone que son de coco.

El plato de cristal que contenía los pastelillos estaba en el centro de la mesa del comedor, una fuente de cuadritos blancos como diminutos ladrillos rojos.

—¿Cuándo te quieres ir? —preguntó Virginia.

La idea era salir para Pasadena antes de mediodía.

—Cuando quieras. Perdona.

Se marchó a toda prisa, y Virginia escuchó el chapoteo del agua y la voz de Liz hablándole al perro. También percibió el sonido de una cortadora de césped. Por la ventana del comedor vio a un hombre de cara rojiza, ataviado con una camisa deportiva de tonos chillones, que manejaba el aparato. Sus grandes brazos peludos le llamaron la atención. Consideró que el hombre tenía aspecto de profesor de gimnasia o de jefe de exploradores. El suyo era el estilo sobrio y seguro de alguien criado al aire libre. No le pareció excesivamente calvo. Su rostro brillaba y sudaba al sol, y se detuvo para secarse la frente con el brazo. Luego volvió a su tarea, que acometió con dedicación.

Guiada por los chapoteos llegó hasta el garaje y encontró a Liz arrodillada junto a un cubo de hojalata en el que un perro pastor chorreaba agua.

—Ése es Chic, ¿verdad? —preguntó Virginia—. El que está en el jardín cortando el césped.

—Sí. Oh, no lo conoces. —Se irguió de un brinco—. Lo siento, me olvidé. ¿Quieres que te lo presente ahora? Vamos. —Chasqueó los dedos en dirección al perro—. Se acabó tu baño. —El perro saltó del cubo y se sacudió el agua; Virginia se quedó atrás para que no la mojara. Liz cogió una toalla que pendía del pomo de la puerta y empezó a secar al perro—. Ve a echarte al sol. Vamos, vamos. —El perro retrocedió hacia la puerta del garaje—. Ve a sentarte en la acera, pero no te pongas a la sombra o te enfriarás.

El perro obedeció, más o menos. Se alejó del garaje, y Virginia y Liz vieron cómo se detenía para sacudirse de nuevo. Después salió a la acera.

—Vas muy bien vestida. Me cambiaré. No sabía lo que te pondrías, así que esperé. Es un traje muy bonito. ¿No crees que la gente del este viste mejor que la de aquí? ¿Sabes que —empezó a subir la escalera que conducía del garaje a la cocina— me pongo estos pantalones seis días a la semana?; para ir a la tienda, para andar por casa, y a nadie le importa. Es por la temperatura, suele ser tan agradable… —Se detuvo ante la puerta del dormitorio y preguntó—: ¿Dónde está Gregg? ¿Puede venir? Mis hijos están al llegar.

—Está con su abuela.

—Tráela también. —Empezó a quitarse la ropa en la habitación sin encender la luz; las persianas estaban bajadas—. Chic también irá. Quiere echarle un vistazo a la tienda de Roger. Nos viene de paso, ¿verdad?

«Más confusión», pensó Virginia. Niños y perros correteando en tropel por los grandes almacenes del centro.

—Mientras te vistes iré a dar una vuelta por el patio.

Aún no lo había visto y sentía curiosidad. Sin esperar la respuesta, salió de la casa, abrió la puerta trasera del garaje y se encontró de repente bañada por la luz del sol.

La cortadora de césped se detuvo.

—Hola —dijo Chic Bonner—. ¿Es usted la señora Lindahl?

—No pare por mí. Parece que se está divirtiendo mucho.

—Es un pretexto para estar al aire libre. Estoy encerrado en el despacho durante cinco días a la semana. Sólo puedo hacerlo los sábados y domingos, a menos que me vaya fuera.

Crecían macizos de flores junto a la casa; los examinó con atención. Estaban cuidados y bien cortados. Las flores (no las reconoció) eran enormes. Todo el jardín presentaba un toque de perfección, como si hubieran dejado actuar a su albedrío a un jardinero japonés. «Pero lo más seguro es que lo haga él —se dijo—. Está muy bronceado». Se lo imaginó con sacos de fertilizantes, pesados pulverizadores y tijeras de podar importadas de Inglaterra. El equipo adecuado para quien cuida plantas. Y en el interior de la casa… el desbarajuste. El contraste: orden aquí, caos en el interior. Los dos terrenos.

—Es muy bonito todo esto —observó.

Chic aceptó el cumplido.

—Es aficionada a la jardinería, ¿no? Por lo que me han contado, de vez en cuando le entra la fiebre.

—Yo no. Mi madre es la más aficionada de la familia. Cuando vivía en Maryland tenía un jardín maravilloso, pero desde que se marchó apenas ha hecho nada. No se acostumbra a las tierras áridas.

—Hay que procurarse agua.

Chic puso en funcionamiento la cortadora de césped. Era manual, no de gasolina, pero disponía de gruesos neumáticos. La pintura resplandecía de nueva. Para Virginia irradiaba el encanto de un escaparate de artículos de jardinería; se imaginó que una etiqueta colgaba del aparato y que una carretilla se exhibía a su lado.

—Nunca tuve mucha suerte con las flores —comentó Virginia—. Planté unos lirios, pero los niños de la vecindad los destrozaron.

—Entiendo —dijo Chic sin dejar de cortar.

—Es algo que me enfurece de verdad. Planté tulipanes en el sendero que va hacia la puerta, pero tan pronto como florecieron, los niños de al lado los arrancaron.

—Sólo crece un tulipán al año por cada planta. Desde el punto de vista de un jardinero, causan más problemas de lo que merecen. Realmente han de gustarle a uno para apreciar su valor.

Plantar uno o plantar cien, lo mismo daba, pensó; los niños los robarían igualmente. Los niños habían llegado a arrancar las plantas con su impaciencia proverbial por coger las flores. Al salir fuera por la mañana había encontrado el camino sembrado de blancos y pilosos bulbos.

«¿No corretean por su jardín? —pensó—. Aparentemente, no. Lo conserva todo como un modelo, como un mundo. Y, aunque fuera capaz de hacer brotar esas malditas cosas, no conseguiría protegerlas. Cuando los niños acabaron con todos los tulipanes (¿qué hicieron con ellos? ¿Los vendieron? ¿Se los regalaron a sus madres? ¿A los profesores?), me quedé en la ventana, dispuesta a administrar justicia, pero nunca los atrapé; no volvieron, al menos el resto de aquella semana. Y no podía quedarme siempre allí, sólo por un puñado de bulbos. Te admiro, Chic. Admiro a cualquiera que sea capaz de conservar un jardín en buenas condiciones rodeado de niños.»

Los dos hijos de los Bonner abrieron la puerta lateral y se aproximaron; iban cargados de comics.

—Hola; señora Lindahl —saludó Jerry—. ¿Cuándo iremos a la ciudad?

—¿Me dejáis verlos?

Chic apoyó el mango de la cortadora contra su estómago y alargó la mano para coger los comics.

Los niños sostuvieron los comics para que pudiera examinar las cubiertas una por una. Les incautó algunos. Los niños aceptaron su juicio como un hecho natural; ninguno de los dos protestó.

—¿Alguna vez ha caído en manos de su hijo una de estas cosas? —preguntó Chic a Virginia. Sostuvo en alto uno de los comics censurados; llevaba por título Tales from the crypt, y la cubierta presentaba la cabeza de una chica, ensartada en el extremo de una barra, a punto de ser introducida en un horno por un monstruo repugnante—. Pueden producir pesadillas. —Dobló los ejemplares, se los metió en el bolsillo de atrás y volvió a accionar la cortadora—. A veces pienso que si ésta fuera la única forma posible de vivir, me olvidaría de hacerlo.

Los niños se alejaron con sus comics.

—Id al coche —dijo Chic—. Leedlos allí.

—Vale, papi —contestó Walter desde el portal.

Los dos niños desaparecieron detrás de la casa.

—¿Quién piensa usted que publica estas cosas? —preguntó Chic.

—Alguien de Nueva York.

—Un montón de estas porquerías se publica aquí, en Los Ángeles. Hay una industria floreciente. Ya es bastante malo lo que dan por la tele. No recuerdo que antes hubiera estos tebeos de terror. Cuando yo era niño no había tebeos, ni tampoco los añorábamos. ¿Qué cree que ocurrirá cuando lleguen a nuestra edad? —Se acuclilló sobre la hierba y empezó a limpiar las hojas de la cortadora—. Los obtienen fuera de casa. No podemos hacer nada.

—¿Incluso en la escuela? —preguntó Virginia pensando en Gregg.

—Esta basura… —Golpeó los comics requisados en el bolsillo de atrás—. Se venden en todas partes. En todo el mundo. Es un gran negocio, como el petróleo o los zapatos.

La puerta trasera de la casa se abrió y apareció Liz, maquillada y perfumada, con el cabello rizado levemente, una falda de color orquídea y una blusa de mangas anchas.

—¿Preparados para partir? Chic, cámbiate, ¿no crees? No puedes ir a la ciudad así en sábado. Entra y ponte un traje. Sonrió a Virginia.

—Espera a que guarde la cortadora —repuso Chic recorriendo las hojas con el pulgar. Trozos de hierba húmeda se desprendieron.

—¿Qué llevas en el bolsillo? —Liz se inclinó y se apoderó de los comics doblados. Los abrió y estudió la primera cubierta—. ¿Qué es esto? —Parecía incapaz de imaginar la procedencia de los comics; se sentó en un peldaño, los extendió sobre el regazo y empezó a leerlos—. Es horrible —dijo con voz perpleja, aunque no parecía ofendida, sólo confusa.

Chic le guiñó un ojo a Virginia mientras se erguía.

Guardó la cortadora en el garaje mientras Liz continuaba devorando los tebeos. El viento alborotaba su cabello y agitaba su falda, que alisó con aire reflexivo. Sentada al sol parecía plena, encantadora; resaltaba el color de sus ropas, y Virginia no pudo evitar una súbita admiración por su pelo y la suavidad de su piel. «Sentada ahí —pensó—, debatiéndose con un tebeo, asiéndolo con ambas manos, frunciendo el ceño y moviendo los labios.»

—¿De dónde lo sacó? —preguntó alzando la vista.

—De los niños.

—¿Les has echado una ojeada?

—No.

—¿Es verdad que un cadáver puede recobrar la vida y señalar a su asesino? Aquí lo dice. Es absurdo.

Cerró el cómic y arrojó el montón hacia atrás, hacia el interior de la casa; estiró las piernas para mantener el equilibrio y Virginia comprobó que usaba zapatos de tacón alto sin medias. «No he visto nada igual desde la guerra», pensó. Apoyada en el codo, Liz alzó las piernas, las cruzó y reanudó su lectura. Se palmeó la cadera, metió la blusa dentro de la falda y se apartó el pelo de los ojos.

—Será mejor que nos vayamos. Son casi las diez —dijo, casi tendida sobre el peldaño. Se puso en pie con cierta desgana.

Chic salió del garaje y le dio una palmadita en el culo.

—Vamos.

—¿Cómo estoy? —le preguntó Liz a Virginia—. ¿Bien?

—Muy bien —aprobó Virginia.

«Pero los comics…: —pensó—. Enseguida se sintió culpable. Soy mezquina —se dijo—, mezquina e injusta, pero me muero de ganas de contárselo a Roger. Ojalá le hubiera sacado una foto, ahí sentada. Era algo digno de verse.»

En el asiento trasero de la camioneta, los niños leían sus comics con gran seriedad, sin molestarse en contemplar el paisaje.

—No leáis en el coche, niños —advirtió Chic—. Es malo para los ojos. —El perro se incorporó al oír su voz—. Vamos, chicos.

Poco a poco abandonaron la lectura. Dejaron los comics a un lado. «Qué obedientes», pensó Virginia. Tenían la misma gravedad de su padre, la cualidad de convertir cada acción en un hecho importante. Por su parte, se sentía perezosa y adormilada, como todos los sábados; la idea de ir de compras implicaba un ambiente de prosperidad, como si el dinero fluyera en cantidades que sobrepasaban las necesidades reales. Podría pasear sin prisas, mirar faldas y vestidos, probárselos si así lo deseaba. No tenía por qué comprar, y si las dependientas no aprobaban su actitud, peor para ellas; no necesitaba su aprobación. Se marcharía. Tenía libertad de movimientos; iría a otra parte o regresaría a casa. Y le gustaba el sordo rumor de la multitud apretujada, el frenético ir y venir de las tiendas del centro en sábado. Un aire de drama… el encuentro multitudinario.

En medio de sus meditaciones advirtió que Liz y Chic habían empezado a discutir en voz baja e irritada.

—Sin medias —estaba diciendo Chic, sentado de forma que veía la cara de su esposa y dándole la espalda a Virginia—. ¿Qué llevas debajo de esa blusa? Nada de nada, ¿verdad?

—La combinación —respondió Liz sin desviar los ojos del tránsito.

—Ni siquiera la combinación.

—Sí, mira.

Asió el volante con la mano izquierda y le enseñó el tirante de la combinación.

—¿Y qué más? —Esperó y no obtuvo respuesta—. Nada más. ¿Por qué no te pones sostén cuando sales? ¿Por qué olvidas siempre alguna prenda? ¿Te gusta ir por ahí llamando la atención? ¿Es que algún trauma infantil te impulsa al exhibicionismo o al inconformismo, o eres tan despistada que no sabes cuándo estás vestida o no? Dime, ¿por qué no te has vestido del todo? Y si se te ha olvidado, ¿por qué sucede tan a menudo?

—Todas las medias tenían carreras; todos los sostenes están tendidos, en la lavadora o yo qué sé, y no he tenido tiempo de ponerme pantalones.

—Pues da la vuelta y ve a ponerte unos.

—No tenemos tiempo. Y, además ¿a ti qué te importa? ¿Por qué te metes siempre en los asuntos de los demás? ¿Quién se va a fijar en que no llevo medias?

—Deberías llevar sostén. No deberías salir de casa sin sostén. Puedo ver a través de tu blusa, es transparente, por eso me he dado cuenta de que no te habías puesto sostén. Observa lo que pasa cuando el sol te da de lleno, mírate bien. Cogeré el volante. Lo hizo, pero ella no lo soltó.

—Dijiste que me diera prisa. No tenía tiempo de plancharme un sostén.

Chic se dio la vuelta y miró a Virginia. Estaba muy furioso.

—Fíjese en que siempre me echa las culpas a mí, y en que encuentra perfectamente natural todo lo que ella hace. Ni siquiera sabe por qué hace las cosas. Depende de lo que tenga en la cabeza.

Los niños permanecían ajenos a la discusión. Habían empezado a leer otra vez los comics con la misma circunspección de antes. Sin embargo, el tema le resultaba ofensivo a Virginia. Creyó su deber aclararlo y olvidarlo.

—La cuestión es muy simple —les dijo a ambos—. Vamos de compras, ¿no?; pues que Liz compre lo que necesita, de otra manera, el día se iría al garete.

—Tiene razón —aprobó Chic—. Una sugerencia muy práctica.

Su cara se distendió hasta formar una sonrisa.

—Miraré lo que haya —dijo Liz—, a ver si encuentro algo que me guste. —Frenó ante un semáforo en rojo—. Lo que más necesito son zapatos. Y los niños, camisas. Llevo una lista en el bolso.

—¿Vamos a buscar primero a su madre y a Gregg, o pasamos antes por la tienda? Usted lo sabrá mejor que nosotros —dijo Chic.

—Será mejor que los recojamos antes. Igual se han ido a algún sitio. Ella dijo algo de ir a visitar a una mujer que es agente inmobiliario, porque está pensando en sacarse un permiso. La mujer se lo ha aconsejado.

—Es un buen campo. No se pierde ninguna inversión, salvo los muebles de la oficina. Pero hay mucha gente metida en ello, y el Estado tarda bastante en conceder el permiso. ¿Y usted? ¿Lo ha pensado alguna vez? Muchas mujeres jóvenes activas lo están probando. Lo hacen durante el día.

—Lo sé, pero tengo muchas cosas que hacer. Voy a danza.

—Claro que mis intereses se centran en el mundo de los negocios. Me sería imposible darles coba a las viejecitas. Un auténtico agente inmobiliario se pasa el día diciendo mentiras horribles. ¿No está de acuerdo?

—Sí.

—Son casi delincuentes. —Frunció las cejas con firmeza—. Algunos de esos… trincan la comisión y se largan.

Virginia asintió con la cabeza, preguntándose qué pensaría Chic de la tienda. Tenía un concepto muy moralista de los negocios; intuyó su juicio de antemano.

—¿A usted le interesa la tienda? —preguntó Chic.

—Sí, pero no hace falta que vaya por allí. Se las arregla bien sin mí.

—¿Qué tipo de danza practica?

Por la forma en que lo preguntó se dio cuenta de lo que estaba imaginando; pensaba en clubs nocturnos o, como máximo, en parejas de baile como los Castle, o posiblemente en Ginger Rogers y Fred Astaire.

—¿Ha oído hablar de Martha Graham?

—Me parece que sí.

Le explicó el tipo de danza interpretativa moderna que aprendía. Le habló de terapia de grupo, de psicodrama y cosas parecidas; Chic aparentaba escuchar con atención, pero Virginia no percibió una respuesta emocional auténtica.

—¿Puede vivir de eso? Quiero decir si le pagarían.

—No, realmente no.

No hizo más comentarios, pero volvió a intuir su juicio. «Por lo tanto, no es el principal objetivo de tu vida —se estaba diciendo—, sino una especie de pasatiempo para llenar las horas muertas.»

—Ya no hago tanta terapia de baile como antes —dijo.

«Es tan dura la dedicación, tan difícil interesar a la gente en esa disciplina…»