10

Al llegar al aeropuerto de Los Ángeles, la señora Watson buscó un sedán Chevrolet azul del 39 y, cuando lo localizó, vio a su hija.

—Casi no te reconozco —dijo mientras Virginia cogía la maleta y la depositaba en el asiento trasero—. Estate quieta para que pueda mirarte bien.

Virginia cerró la portezuela del coche y se quedó inmóvil de cara a su madre.

—He de cortarme el pelo —dijo. Aún se cubría con la chaqueta larga, la que se había traído desde Washington, pero llevaba el cabello corto, como un chico, y desigual, como si se lo hubiera arreglado en casa—. Es por mi trabajo. No tardará en crecer. —Besó a su madre—. Muchas gracias por no pararte en Denver.

—Lo haré a la vuelta.

—¿Estás disgustada conmigo?

—¿Qué quieres decir?

—No tengo el aspecto de una señora.

—No —asintió la señora Watson, a pesar de que no le concedía demasiada importancia—, pero estás más delgada, y no pareces muy feliz. —Ligeros surcos, no arrugas, se destacaban alrededor de los ojos de su hija, como las estrías de un negativo. Tenía una mirada fría, serena y competente. No usaba maquillaje ni esmalte para las uñas, y su traje gris le recordó a una de esas mujeres de negocios de nuevo cuño—. No quisiera discutir contigo ahora. Probablemente me aplicarías una llave de jiujitsu.

—Roger no ha venido porque le dije que quería hablar contigo sin que él estuviera presente —comentó Virginia durante el trayecto.

—¿Cómo va lo de sus dientes?

Virginia le había explicado por teléfono que Roger necesitaba un tratamiento odontológico y que ya había empezado con él. La sola idea le repelió. Claro que se trataba de sus dientes. Era miope, ahora le faltaban algunos dientes, y dos años antes, en cuanto le echó la vista encima, supo por su forma de caminar que sufría una lesión en la espalda.

—Le pusieron una funda —explicó Virginia.

—Ojalá se la pongan en todos.

—He pagado una semana por adelantado de una bonita habitación con derecho a cocina.

—Primero le echaré un vistazo.

—Está muy bien. Acaban de pintarla. En cualquier caso, ya tienes un sitio donde vivir. Me gustaría que te quedaras con nosotros, pero sólo disponemos de nuestro dormitorio y la sala de estar.

—¿Éste es el coche con el que quiere ir hasta Arkansas? —No entendía mucho de coches—. Tiene buena pinta.

—Es de lo mejor, si exceptuamos un coche nuevo.

—Si no quieres ir a Arkansas, díselo.

—Se iría sin mí.

—Ah; ¿es su forma de ser?

—Simplemente, desaparecería —dijo Virginia con un rápido movimiento de cabeza—. Daría unas cuantas vueltas con el coche, comprobaría el motor, le pondría aceite y gasolina, metería sus cosas en el maletero y no diría ni una palabra; se largaría mientras yo estuviera comprando o algo así. O me despertaría y se habría marchado. —Hizo una pausa y continuó—. Cada día pienso en ello. Sale, saca el coche y lo pone en marcha, vaga por la ciudad, habla con la gente. Se está preparando para irse, pero confía en que le acompañaré. Siempre vuelve. Todavía no se ha ido.

—Pero vulneraría la ley.

No le sorprendía lo que estaba escuchando, sobre todo ahora que la guerra había terminado y el dinero escaseaba. Ahora que las fábricas de aviones empezaban a cerrar sus puertas. Había venido a California para abrirse camino, y ahora planeaba arrojar la toalla. Ella les había pagado el billete del tren. El dinero de Virginia le había financiado los gastos hasta llegar a la costa oeste. No había nada raro en la situación.

—Él cree que ya no puede obtener nada aquí —dijo Virginia.

—Podría encontrar un empleo.

—Quiere abrir una tienda de televisores.

—Tal vez pueda hacerlo en Arkansas. Con su propio esfuerzo.

Virginia la miró brevemente y volvió a dirigir su atención al tránsito sin decir nada.

—¿Por qué no dejas que se vaya?

—No vale la pena que conteste.

—Deja que se vaya y divórciate.

—¿Y si te dijera que estoy embarazada?

Una oleada de pánico se apoderó de la señora Watson. Era lo que más temía; sabía que sucedería tarde o temprano.

—Estoy de cuatro meses.

—A pesar de todo, déjale.

—No. No lo haré. Quiero que se quede; creo que éste es el sitio que más le conviene. Si tuviera dinero podría montar un negocio. Una vez abierto, funcionaría. Tiene muchos recursos. No se rinde ante nada. Hasta tú te sorprenderías. Ha trabajado siete días a la semana durante dos años, y todo el dinero ha ido a parar al banco; sólo gastábamos en el alquiler y en comida, y ahora en lo de sus dientes y el coche. Podemos vender el coche. Ha trabajado desde que nos casamos.

—Y tú también.

—Yo ya trabajaba antes de conocerle.

—Pero no en la industria de guerra.

—¿Qué dices?

—Oh, cielos, no me hagas preguntas. No puedo darte dinero por esa razón, así que no podrá largarse a Arkansas con él.

—Dame el dinero y lo pondré a mi nombre. Así tampoco lo gastará para largarse a Arkansas. ¿Y cómo lo haría? No va a llevarse la tienda a cuestas.

—Estás haciendo el primo.

—¡El primo! Nunca la viste, ¿verdad? No me cambiaría por nada…

—¿A quién?

—A su primera mujer.

—No, no la conocí.

—Yo sí. Un espectáculo lamentable. Vino una vez a vernos, antes de casarnos. Trajo a su hija.

—¿Quería librarse de su hija? —preguntó la señora Watson, horrorizada ante la idea.

—No, por supuesto que no. Sólo quería verle y verme a mí, saber qué aspecto tenía. Una situación terrible, ¿te la imaginas? Su marido y yo juntos. Y entonces pensé: «Supón que algún día te toca a ti, que se cansa de vivir contigo y se marcha, solo o con otra mujer». —Sus dedos se aferraron con más fuerza al volante—. Nunca adoptaré el papel de esa mujer, no dejaré que se marche con otra para luego tener que volver a mendigar, como ella hizo.

—Mendigar… ¿Quieres decir que no le pasaba ni un centavo?

—No, quiero decir que no tenía nada. ¿Con qué se quedó?

—Con la niña.

—Ésa es la parte fea del asunto. La niña, claro. Esto no me va a suceder. Me lo prometí entonces, y ahora he de afrontarlo; es el momento de hacer lo que dije. Y funcionará. Fui a la sección de préstamos del banco y…

—Supongo que no te concedieron ningún préstamo.

—No, pero me explicaron muchas cosas. Cuánto costaría la tienda, los beneficios necesarios para subsistir, el lugar que nos convendría… Uno de los empleados me llevó a verlo en su coche.

—Saben cómo meter en líos a la gente.

—No pueden meterme en líos si no me conceden el préstamo.

Virginia iba muy rígida al volante y conducía con gran seguridad.

—No sabía que condujeras —comentó la señora Watson—. ¿Cuándo aprendiste?

—Roger me enseñó.

—Tienes permiso, ¿verdad? —Sintió una punzada de nerviosismo—. Todo es legal, ¿no?

El coche se adentró en un distrito comercial. Virginia disminuyó la velocidad y señaló una hilera de tiendas.

—Mira. ¿Ves la segunda? —La tienda desapareció de su vista antes de que la señora Watson hubiera podido entreverla. Daré la vuelta a la manzana. Quiero que la veas. El señor Browminor me la enseñó. Es el hombre del banco. Dice que el contrato de arrendamiento expira dentro de dos meses. La dueña se va a jubilar. Dice que el emplazamiento es excelente.

Volvió a circular por la parte de las tiendas. Aparcó y paró el motor. Sin moverse podían ver la fachada de la tienda, los escaparates y el rótulo. Era una sombrerería.

—El edificio es propiedad del banco. El Banco de América, el más importante de California. Son dueños de muchas cosas. Antes era el Banco d'Italia. Después de la primera guerra mundial se hicieron con las hipotecas de todas las granjas de Imperial Valley, y durante la Depresión compraron todo el territorio.

—¿Te dijo eso el señor Browminor?

—Lo leí; no tengo nada que hacer durante todo el día. Ya no trabajo. No me apetece quedarme sentada a escuchar las radios y los niños de los demás.

Hablaba con tanta agresividad que su madre experimentó cierta incomodidad.

—Es una tienda muy bonita —comentó la señora Watson.

—Construyeron el edificio en 1940. La instalación eléctrica y de fontanería es moderna. Y también la fachada. No será necesario remodelarla hasta dentro de diez años, por lo menos.

—¿Es la que te gusta?

—Me enseñó un par más. Y me dio el nombre de un corredor de fincas especializado en pequeños negocios. ¿Sabes cuánta gente se traslada a vivir a Los Ángeles? Dentro de diez años habrá más habitantes que en Nueva York.

—Lo dudo.

Virginia se ruborizó al oírla.

—Siempre te lo tomas todo así, no tienes paciencia —prosiguió la señora Watson—. Trata de actuar con más calma.

—Quiero solucionarlo ya.

—No hay prisa. ¿Cuánto sugirió la gente del banco que necesitarías?

—Diez mil dólares, como mínimo, preferiblemente quince o veinte mil. En todo caso, nunca menos de diez.

—¿Cuánto tienes?

—Unos setecientos dólares, incluyendo lo que pueda valer en el mercado este coche.

—Vamos, que debería ponerlo todo, si te decides.

—Es una buena inversión, sobre todo aquí, en California. Los bienes inmuebles son un gran negocio.

—Pero tú no vas a comprar bienes inmuebles, vas a alquilar una tienda. Tus únicas pertenencias serán el material y los muebles.

—Y el emplazamiento.

—¿Por qué no compras terrenos? Podrías parcelar.

—Porque no es lo que me interesa —dijo Virginia con su antigua contundencia—. Queremos una tienda que funcione.

Cuando subía la escalera del vestíbulo captó voces, la de su esposa y la de otra mujer. Enseguida comprendió que la señora Watson, su suegra, había llegado del este. «Ahí están las dos», pensó. Sentadas en la salita, esperándole.

Pese a todo, acabó de subir y abrió la puerta.

Su suegra estiró la cabeza, y ambas se callaron al mismo tiempo. La sala olía a cigarrillos y a ropa de mujer. Las chaquetas y los bolsos estaban tirados sobre una silla, y junto a la silla se destacaba la maleta de la señora Watson. Habían cerrado todas las ventanas; una atmósfera sofocante y calurosa reinaba en la estancia. En la radio que descansaba sobre la librería sonaba música ligera. No le desagradaron ni la escena, ni los olores, ni el sonido. En cierto sentido, le alegraba ver a la señora Watson.

En 1943, cuando se conocieron, le había tratado con cortesía. La comida que le ofreció en su casa de Maryland le recordó la de los mejores restaurantes: carne asada, patatas al horno y bollos, sin olvidar las servilletas de hilo. Se puso su mejor traje y una corbata que le prestó Irv Rattenfanger. La conversación había girado alrededor de sus planes, y todo fue tal como esperaba. Le explicó su viaje a California. Al menos le escuchó. Más tarde, cuando Virginia le dijo que no le había caído muy bien a su madre, lo aceptó como algo natural. Lo mismo había sucedido con la madre de su primera esposa.

—Hola —saludó dejando en el suelo los paquetes—. Me alegro de que haya llegado sin contratiempos.

La señora Watson le tendió la mano, que estrechó. Era una mano pequeña, áspera, musculosa. Su piel, advirtió, se había oscurecido y moteado, especialmente alrededor de la garganta y en las manos. Sus venas resaltaban a simple vista. Era aún más delgada que Virginia, y un poco más baja. Por lo menos, no tenía la apabullante tosquedad de la madre de Teddy.

—Me alegro de verte otra vez —dijo la señora Watson.

—¿Qué has comprado? —preguntó Virginia mientras recogía los paquetes.

—Nada en especial.

En una ferretería había comprado una pistola soldadora recién aparecida en el mercado; tenía dos elementos, uno de ellos de alta ignición, y ambos se calentaban instantáneamente. En un almacén de componentes electrónicos consiguió los planos de un nuevo tipo de cápsula para fonógrafos que funcionaba a partir de un principio radical llamado reluctancia variable. Pasaba muchas horas visitando estos comercios, a los que había interesado en especial la nueva cápsula.

—Virginia me dijo que tenías problemas en la dentadura.

—Sí. —Deseaba que las dos mujeres se sentaran, y avanzó con indecisión hacia el sofá—. Cuando sacan esa aguja siempre deseo morirme pacíficamente de un ataque al corazón y ahorrarles el mal trago.

Su tono era monótono, tranquilo; el calculado discurso que tan bien recordaba.

—Siéntese —dijo Roger, dando ejemplo.

Virginia y su madre se sentaron. Por un momento nadie habló. Empezó a experimentar cierta angustia.

—Nos despidieron de la fábrica —dijo—. Están despidiendo a todo el mundo.

Aquí, en la sala de estar del apartamento, su apartamento, tuvo repentina conciencia de los tamaños. Tanto él como la sala eran pequeños, insignificantes; incluso endebles. ¿Qué tenía? ¿Cuál era su apariencia? Llevaba, como siempre, su ropa de trabajo, la chaqueta y la camisa de lona, y sus zapatos gastados, agrietados y sucios. Pensó que había enviado el traje a planchar, pues se suponía que ella no llegaría hasta mañana. Algo le oprimía, algo le aplastaba… Luchó para respirar.

En el fondo de su mente deseaba huir. Una urgencia, un anhelo irresistible; tenía el coche aparcado en la calle y apuntaba hacia la carretera 66. Primero, Barstow, después el desierto de Mojave, luego Needles, y por fin la frontera de Arizona. Sentado en la estrecha sala de estar, con la ventana cerrada, de cara a su esposa y a su suegra, sintió la proximidad del coche, la proximidad de la carretera.

«Dios —pensó—. ¿Podré resistirlo?»

Sus dedos se aferraron a la chaqueta que tenía sobre las rodillas; acarició la tela, la examinó. No podía estar quieto. Se levantó y fue hacia la ventana.

—¿Puedo abrir la ventana? Falta aire.

Ninguna de las dos mujeres contestó.

—Lo voy a hacer.

Abrió la ventana y se acodó en ella, saboreando la brisa. Virginia le ofreció un cigarrillo a su madre y dijo:

—¿Qué te parece tu habitación?

—Oh, servirá por una temporada. Buscaré algo en caso de que me vaya a quedar mucho tiempo.

—Yo la encontré y la escogí —dijo Roger.

—Tienes un buen coche —aseguró la señora Watson—. Virginia dice que lo compraste hace poco.

—Lo estoy poniendo a punto.

Lo había dejado varios días en la estación Shell para que limpiaran las bujías y repasaran el carburador. Había entablado amistad con dos de los empleados; uno de ellos estaba casado y a principios de mes había venido con su esposa a cenar.

—Si no eres capaz de arreglar tu propio coche, te tienen a su merced —observó la señora Watson.

—Es cierto.

De nuevo se hizo el silencio.

Sobre la mesa había la unidad de FM que estaba montando con ayuda de un diagrama. Virginia la levantó y dijo:

—Marion me preguntó qué era esto.

—Sí, me tiene intrigada.

—No sabría cómo llamarlo —dijo Virginia—. Es una radio, ¿verdad? Sólo supe decirle que la estabas montando.

—Estoy haciendo la instalación. —Buscó alguna oscura razón para aclarar que no era un equipo, ni un modelo—. Esto será la banda. Ésta es la banda nueva.

Era incapaz de explicarlo. Un nuevo mundo, la apertura a regiones y niveles… «A la mierda —pensó con impotencia—. Sí, yo le llamo telescopio. Algo para acelerar el tiempo. Después inventaré el microscopio y la imprenta. Si me queda tiempo, inventaré la máquina de vapor. Juguetes que colgaré del techo de mi habitación…»

—Mira —prosiguió—, esto es lo que el coronel Armstrong perfeccionó. Es tan importante como el circuito superheterodino. También perfeccionó eso. —Le escuchaban atentamente—. El problema es la velocidad. Las placas se dilatan cuando este componente se calienta y la emisora se pierde, así que has de volver a sintonizarla. —Levantó el sintonizador de FM incompleto—. Alguien lo solucionará, supongo.

Disfrutaba como un chiquillo.

—Según dijo Virginia, compraste el coche para ir a Arkansas —terció la señora Watson.

—Sí.

—¿Le preguntaste su opinión?

No pudo pensar en ninguna respuesta.

—Creo que deberías consultárselo. Quizá ella no quiera ir a Arkansas.

—Es un bonito Estado —respondió sin atreverse a mirarlas.

—¿Qué vas a hacer allí?

—Echar un vistazo.

—¿Y no puedes hacer lo que sea aquí también?

—Esto no es como pensé que era. Me ha decepcionado. Ya no tengo suerte.

—¿Y piensas que tu suerte cambiará si regresas a Arkansas?

—Allí crecí.

—¿Quieres que tus hijos se hagan hombres allí?

—No lo sé.

—¿Es un buen lugar para los niños? ¿Qué tal son las escuelas?

—No lo sé.

—¿Quieres saber lo que pienso? Me parece que culpas a todo el mundo excepto a ti mismo de tus defectos. —Roger asintió con la cabeza y clavó la vista en el suelo—. Sí, tus defectos. ¿Por qué no me miras cuando te hablo? —Roger lo hizo—. Eso de la suerte es una burda excusa. La suerte no interviene para nada en todo esto. Lo sabes, ¿verdad? Yo sé que lo sabes. Lo sabes tan bien como yo. Y ahora dejemos este tema y afrontemos la situación. Quisiste venir aquí y ahora has de asumirlo. Has de mantener a tu esposa, y pronto tendrás un hijo, momento en el que quiero verte trabajando. Cualquiera puede conseguir un trabajo en esta tierra. Sólo has de buscar. Has decidido que ya es hora de mover el culo, ¿no?

Trató de pensar en alguna respuesta. El rostro de Virginia no expresaba la menor emoción.

—Tengo muchas cosas que hacer. Aún he de terminar la puesta a punto del coche. —Se levantó—. Lo mejor será que vuelva a la estación de servicio.

—Siéntate y escúchame —ordenó la señora Watson.

—He de marcharme.

—Ese coche no es tuyo. Según la ley, no te pertenece; es propiedad de ambos, de ti y de Virginia. Si te largas en ese coche, podemos denunciarte por robo.

—Es mi coche —dijo con pánico.

—¿No me has oído? Te he dicho que no es tuyo y sigues repitiendo como un loro que sí lo es. La mitad es tuya, pero no puedes irte con él. Y, de cualquier manera, no puedes salir del Estado sin tu esposa, ya lo sabes. Te arrestarán y te traerán de vuelta. No puedes abandonar a tu familia.

—Los dos nos iremos a Arkansas.

—Virginia no irá a Arkansas. Se quedará aquí. Y tú no te irás. Eso es abandono de hogar, y sacar el coche del Estado es robo mayor.

—Pienso aclarar algunos puntos. No hay ley que me prohíba conducir mi propio coche hasta la estación de servicio para que lo pongan a punto.

Caminó hacia la puerta esperando que la señora Watson le dijera algo o se lo impidiera; sospechaba que se levantaría, se abalanzaría sobre él y le sujetaría. Pero permaneció sentada, fumando; y Virginia seguía sin expresar la menor emoción, impertérrita, como sumida en profundos pensamientos.

—Volveré dentro de una hora —le explicó a su esposa, ansiando una palabra o una observación que le dejara el camino libre.

Ambas cambiaron una mirada.

—Si vas a coger el coche podrías dejar a Marion en su domicilio —dijo Virginia.

—Me llevaré algunas cosas de aquí —indicó la señora Watson.

—Sábanas. ¿Qué más te quieres llevar? Ollas, sartenes, platos…

—Si no te hacen falta…

—Tengo dos mantas de lana, y ya es suficiente. ¿Dónde está la lista que hicimos? —Virginia removió los papeles que había sobre la mesa—. Veamos, necesitarás también toallas de baño y para las manos.

Las dos mujeres recogieron los objetos, yendo de un lado a otro del apartamento para repasar lo que habían olvidado. Roger no movió ni un dedo. Se quedó junto a la puerta, sin marcharse, sin ayudar o hablar, sin saber qué hacer.

—Creo que ya me vale para empezar —dijo la señora Watson con gran sentido práctico—. ¡No me pongas comida, ya pararé en el súper!

Virginia había llenado una caja de cartón con cubiertos, platos, una cazuela, una olla a presión, un salero y un pimentero.

—¿Le ayudarás a cargar esto? —preguntó a su marido.

Roger bajó la caja a la calle y la metió en el coche. Virginia le siguió con las ropas de cama.

—Date prisa —le urgió.

Después de la ropa de cama trajo una papelera llena de loza.

—¿Vas a venir?

—No —dijo Virginia—. Aún he de ir a la lavandería a recoger tus camisas.

—Todavía hay que hacer unas cuantas llamadas —le recordó la señora Watson, que apareció cargada con su equipaje.

—Ya lo haremos. Llamaré y hablaré con ellos.

—Vendré a recogerte por la mañana —dijo la señora Watson mientras abría la portezuela del coche.

—Estupendo.

Virginia, con los brazos cruzados, observó cómo el coche se alejaba con su madre y su marido.

—No tenía intención de abandonar a Virginia —se disculpó Roger una vez hubieron recorrido varias manzanas.

—Lo mejor sería que olvidaras esa historia de Arkansas.

—¡Le digo la verdad!

—Ya estuviste casado una vez, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Dónde vive ahora tu ex mujer?

—No lo sé. En el este.

—¿Tuvisteis hijos?

—Una niña.

—¿Has vuelto a saber algo de ellos?

—No.

—¿Les pasas algún dinero?

—No. Ella se volvió a casar.

—Ya sabía que sucedería esto. En cuanto te puse los ojos encima. Sin embargo, Virginia quiere seguir a tu lado. Allá ella. En su momento le dije lo que pensaba de ti.

—Mi opinión no es mejor que la suya —respondió Roger con amargura.

—Te diré una cosa: no te vas a largar y dejar tirada a mi hija, especialmente ahora que está embarazada. Piénsalo y cambia de opinión. Te vas a quedar aquí, a trabajar para su sustento. ¿Cuál es ese negocio que según parece te interesa tanto? Una especie de tienda de reparación de radios o algo similar, ¿no es eso? ¿Eres hábil en el tema?

Él se concentró en conducir.

—Por mi parte, pienso que sólo sirves para trabajos manuales, pero Virginia opina que podrías encargarte de una tiendecita.

—Métase en sus asuntos —exclamó enojado Roger—. Es problema mío y de mi esposa; no interfiera.

—No me hables así.

—No se entrometa usted en mi familia, señora Watson —dijo con voz ahogada.

—Ella es mi hija y hace mucho más tiempo que tú que la conozco. Me interesa mucho más su bienestar que a ti. Lo único que te preocupa es holgazanear en algún trabajo sencillo que no te quite el sueño. Eres lo que la gente de donde provengo llama basura, ¿no es verdad? Sabes de sobra lo que llevas dentro; no eres más que un hombre sin escrúpulos con cierta facilidad de palabra. Le advertí a mi hija que no cayera en tus garras, pero trabajaba en aquellos hospitales de Washington y creía que la guerra era algo noble, ansiaba ayudar a los lisiados. Si desea destrozar su vida, entregarse en cuerpo y alma a la causa de conseguir que te dediques a algo útil y provechoso, sé perfectamente que no conseguiré impedírselo, aunque espero que algún día se le abran los ojos y descubra la realidad. En cualquier caso, he venido para ayudar a mi hija hasta el límite de mis fuerzas, porque nunca la he abandonado, ni siquiera cuando os casasteis; no soy de las que dan la espalda a su hija porque desaprueban su comportamiento. No hay nada de maldad o mezquindad en Virginia, sólo la ignorancia habitual que se apodera de la gente en tiempo de guerra y la despoja de sentido común.

En su discurso adoptó el agudo y monótono sonsonete del sur, el tono de acusación y la conciencia del sufrimiento de una dama sureña, si bien cesó al instante. Abrió su enorme bolso de piel y empezó a buscar el encendedor.

—No acabe con mi paciencia.

Encendió el cigarrillo y continuó, pero recuperando sus modales secos y controlados; se había calmado y se mostraba más asequible.

—Mientras esté por aquí, quiero ayudar a Virginia a realizar sus deseos. Yo diría que se le ha metido en la cabeza que consigas tu tienda de reparaciones, y si eso es lo que quiere, yo, por supuesto, haré lo que esté en mi mano para solucionarlo. Siempre intenté hacer lo que más le conviniera. No tiene nada que ver contigo; es un asunto entre Virginia y yo.

Entonces comprendió el significado de sus palabras. Comprendió que iba a plantear la posibilidad de darles el dinero necesario para abrir la tienda. Nunca se le había ocurrido la idea; le cogió por sorpresa. Una oleada de excitación inundó sus huesos, sus manos y sus pies. Empezó a brincar ante el volante, procurando no perder el control del vehículo y vigilar los coches, la calle, los semáforos, los peatones y las señales.

—No quiero su jodido dinero, ¿me oye? —aulló—. ¡No quiero ni un centavo de su jodido dinero! —gritó con toda la potencia de sus pulmones—. No meta sus apestosas manos en mi tienda, ¿me oye? No quiero nada de usted, quiero que vuelva a su casa, se quede quietecita allí y no se entrometa con nosotros, ¿me oye? ¿Me entiende? Si la veo merodeando cerca de casa haré una barbaridad, se lo aseguro, señora Watson. Me importa un bledo quién es y cuánto tiene, se lo digo de veras. Guárdese su jodido dinero, y va en serio. No lo quiero. Pienso abrir la tienda sin su ayuda.

La cara de la señora Watson pareció encogerse y palideció, tan desprovista de vida como una piedra.

—¡Salga de mi coche! —bramó lanzado—. Abra esa puerta y lárguese, ¿me oye?, o cometeré una barbaridad ahora mismo, quizá no pueda aguantarme más. —Pisó a fondo el acelerador, dobló una esquina y tomó una calle lateral. El coche corría cada vez más; Roger no prestaba atención a la velocidad—. ¡Coja sus cosas y lárguese! Le aseguro que será lo mejor para usted. Saque esa mierda de aquí, no quiero verla hacinada en mi coche. Cuando baje, llévesela.

A la derecha, entre otros edificios, divisó la casa en la que la señora Watson había alquilado una habitación. Giró en la esquina y frenó ante un stop. La señora Watson, temblando de pies a cabeza, levantó los brazos para protegerse y retorció el cuerpo cuando se precipitó contra el tablero de instrumentos y la puerta. Roger tiró del freno de mano, salió del coche como una exhalación y se abalanzó para abrir la portezuela de la mujer. Tiró fuera la maleta, así como las cajas, la ropa de cama y la papelera. La señora Watson no se movía del asiento, siguiendo sus evoluciones inmóvil y con los ojos muy abiertos.

—Fuera de mi coche.

Ella le miró con absoluto asombro.

—¡Fuera! —gritaba sin tocarla—. ¡Vamos, fuera de mi coche!

Deslizó las piernas afuera y se irguió sobre el pavimento, con el bolso apretado contra el cuerpo y sosteniendo en una mano sus gafas y el paquete de cigarrillos.

—Cuando vuelva mañana, hábleme con respeto —concluyó Roger—. ¿Me oye? ¿Entiende lo que le estoy diciendo?

Rodeó el automóvil sin esperar su respuesta y se subió de un salto. Cerró la puerta con violencia y arrancó lentamente, sin acelerar, apretando apenas el pedal. No miró atrás.

Recordó cómo era muchos años atrás, un colegial de segundo grado; nadie le hacía caso, nadie le escuchaba o prestaba atención a sus palabras. A la hora de comer, les servían en el pupitre unos bocadillos, sopa de tomate y leche. Cogía mendrugos de los bocadillos y se los aplastaba contra la cabeza. Era lo más divertido que había hecho nunca, y todos los niños se reían. Lo hizo durante un mes entero, y todos le miraban y aplaudían; se ponía en pie, hacía reverencias, agitaba los brazos y hacía muecas. Fueron los momentos más felices de su vida.

Ahora, mientras conducía, pensó que por fin iba a conseguir la tienda. Empezó a derramar grandes lágrimas de humillación, que resbalaron por su rostro y le cayeron sobre la camisa y los brazos. La humedad se deslizó entre el vello de las muñecas y manchó sus pantalones. Aprovechó un semáforo en rojo para extraer el pañuelo y secarse las mejillas y el cuello. Se odió a sí mismo y a su esposa y a la señora Watson y al negro que le había golpeado y al dentista que le había soplado sesenta dólares y al vendedor que le había endosado un coche que no servía para nada y a John Beth por no haberle permitido abrir la sección de reparaciones en el Beth Appliance Center, y continuó llorando y secándose la cara mientras volvía junto a su esposa y al apartamento provisional en el que vivían.