Roger encontró a los hombres que buscaba en un restaurante no lejos de su apartamento. Se habían reunido en un reservado situado en la parte trasera del local.
Su amigo, Dick Makro, le dirigió un saludo y señaló al hombre sentado a su lado.
—Hola. Éste es John Beth, pero no le llames Mac, no lo soporta; y éste es Davis. No me acuerdo de tu nombre, lo siento.
Davis estrechó la mano de Roger y volvió a sentarse sin abrir la boca. Su nombre continuó siendo un misterio. John Beth, a quien no se podía llamar Mac, agitó la mano en alto. Tenía los ojos brillantes y límpidos como el vidrio, y su traje de tela gruesa le daba un aspecto de lo más saludable. Su pelo, abombado por el uso de brillantina, se agrupaba en montoncitos. Estrechó vigorosamente la mano de Roger, mientras se incorporaba y movía la boca. Exhibía una inmensa dentadura, pero sus dientes eran de una blancura impecable, probablemente porque no fumaba.
Aparentaba tener entre cincuenta y sesenta años.
—Encantado de conocerte.
Roger se sentó frente a John Beth y Makro. Davis, un individuo de pecho hundido y semblante grave, se aferraba a su bebida y no prestaba atención a lo que los demás hablaban.
—¿Lo dices de veras? —preguntó Beth.
—No puedo olvidar que eres el propietario del Beth Appliance Center.
Beth asintió.
—Escucha —empezó Roger. Su amigo Makro arañaba la pared con la mirada perdida, sin atender a la conversación que mantenían Roger y Beth—. Quiero hablarte de un asunto. He visitado tu tienda y me parece fantástica; tienes toda clase de aparatos, estufas, neveras, lavadoras, las mejores marcas, y cuando renueven las existencias vas a obtener enormes ganancias. Sin embargo, quiero llamarte la atención sobre algo en lo que no has caído. Sé que tienes todos los modelos de radios del mercado, de mesa, de consola, compactos…
—Tengo la exclusiva de Zenith, Hoffman, Crosley y RCA, pero no me interesan Philco ni empresas subsidiarias tales como Sentinel.
—Ya. Bueno, el asunto es el siguiente: estuve en la tienda y comprobé la amplia gama de radios y cadenas que tienes o tendrás, pero advertí que no había una sección de reparaciones.
—No, el trabajo se hace fuera.
—Ahí voy yo. Uno de tus vendedores me llevó al sótano y vi que el material estaba almacenado en cajas de cartón, y se me ocurrió que podría instalar allí una sección de reparaciones.
—Necesito ese espacio.
—¿Y para qué lo utilizas? Para amontonar cajas; podrías alquilar un sótano para ese cometido por cinco dólares al mes en alguna parte de la calle y hacer entrar la mercancía por una plataforma de rodillos, desembalarla en el sótano y no guardarla tirada de cualquier manera, lo que no facilita el servicio a los clientes.
Beth sorbió su bebida.
—Estoy pensando en el futuro —prosiguió Roger—. Cuando te desprendas de productos menores como aspiradoras y planchas de hierro (vi que ocupaban estanterías enteras en toda una pared) y te lances a la televisión, necesitarás una sección de reparaciones.
—Faltan muchos años para eso.
—Hasta dentro de diez años no habrá televisión —dijo Davis con tono de desprecio.
—Oh, no —dijo Roger—. Se equivoca; habrá televisión dentro de un año… Leo las revistas especializadas y sé que es así. Dentro de un año tendrás tantos televisores como la suma total de los electrodomésticos; es un hecho. No me lo invento.
—Pura palabrería —respondió Beth.
—Es verdad, te juro que no me lo invento.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Contratarte para reparar unos televisores que todavía no existen?
Makro y Davis rieron y así finalizó la conversación. John Beth dirigió una mirada glacial a Davis y se levantó para ir a buscar al camarero. Roger fingió que no había advertido la mirada.
Más tarde, después de un par de copas, cuando Makro se había marchado con la excusa de que debía regresar a casa y Davis estaba en el lavabo, Roger volvió a la carga.
—No te pido que me contrates.
—Entonces, ¿qué?
Beth apenas movió los labios.
—Que me dejes abrir un concesionario. Compraré el equipo y compartiré los gastos generales; te daré una parte de los beneficios. No veo que puedas perder nada, salvo algo de espacio que no necesitarás, por lo menos, hasta dentro de seis meses.
Beth cerró los ojos.
—Pondré mi propio anuncio.
—¿Con qué nombre?
—Beth Appliance Center.
Beth inclinó la cabeza.
—No arriesgas nada. Y cuando te metas en el negocio de los televisores te alegrarás de tener un servicio de mantenimiento.
Sé la importancia que va a tener. ¿Sabes que los televisores requerirán una corriente de quince mil voltios? Leo los manuales de instrucciones a medida que se van publicando.
—¿De veras?
—Un televisor tiene diez veces más componentes que un receptor de radio. Con los artículos eléctricos ya basta para ir tirando.
Beth le observó fijamente.
—Cada aparato necesitará ser revisado de vez en cuando. La diferencia entre ganar dinero con los televisores y perder hasta la camisa consistirá en contar con un servicio de mantenimiento.
Beth le estudió como si Roger se hubiera tirado un pedo en sus narices.
—Alquilar los servicios de una empresa de reparaciones se te comerá los beneficios. Apuesto a que ahora ya estás pagando demasiado. ¿Qué ocurriría si tuvieras que dedicarte intensivamente a trabajos de mantenimiento bajo tu responsabilidad? No lo reflejarías en los libros. Es una partida enorme, ¿verdad?
Beth le escrutó sonriente.
—Alguien se está aprovechando de ti —dijo Roger—. ¿Quién obtiene mayores beneficios, tú o la empresa que se encarga de tus reparaciones?
Davis regresó en ese punto de la conversación.
—Te diré lo que voy a hacer: si decido abrir un servicio de mantenimiento te llamaré; te dejas caer por allí y hablaremos del asunto. Me gustará ver si eres tan bueno trabajando como hablando.
Intercambió un apretón de manos con Roger, y luego Davis y él se fueron. Roger se quedó solo en el reservado con los vasos vacíos, el cenicero lleno de colillas y un periódico arrugado. Los tres habían estado bebiendo combinados, pero ante él quedaban algunas botellas de cerveza Golden Glow. Y en ese instante cayó en la cuenta de que era el único de los cuatro que no llevaba traje y corbata. Se había ido del apartamento con sus ropas de trabajo, los pantalones, la camisa de lona y la chaqueta.
Terminó su cerveza, salió del local y cogió un autobús hasta su casa con el ánimo deprimido.
Virginia ya había sido despedida de su trabajo, y un mes más tarde recibió la notificación oficial. Cobraban el desempleo, se presentaban semanalmente para informar acerca de sus esfuerzos para encontrar trabajo y empezaron a gastar el dinero ahorrado. John Beth le llamó a primeros de diciembre de 1945.
—Quiero que te des una vuelta por el Appliance Center —dijo—. Te enseñaré algo.
Roger se puso traje y corbata y fue en autobús hasta el centro. Un grupo de obreros había comenzado a remodelar el sótano del Beth's Appliance Center. Estaban colocando largos bancos en el espacio conseguido.
—Mi taller de reparaciones —anunció Beth—. Oye, ¿quieres trabajar para mí? Makro dice que conoces tu oficio.
Makro había trabajado con él en la fábrica de aviones. Makro se dedicaba actualmente a comprar piezas para una gran empresa de suministros.
—Quiero ser tu socio.
—No puedes. Es mi negocio.
Subieron al despacho de Beth.
—La idea de instalar un servicio de reparaciones fue mía —expuso Roger.
—No lo sé. Le estábamos dando vueltas al asunto, si no recuerdo mal. Bien, ¿qué me dices? Lo tomas o lo dejas.
La situación le confundía. Lo único que se le ocurría decir era «tengo mil dólares para invertir; puedo comprar los muebles y el material». No se atrevía a mirar a Beth; experimentaba la sensación de que bolas de trapo taponaban sus ojos y su boca. Se sentó frotándose el labio superior.
—Bueno, tengo mucho trabajo que hacer —dijo Beth cuando vio que se obstinaba en el silencio.
Se incorporó, abandonó el despacho y salió a la calle.
Pasó la tarde deambulando por el centro de la ciudad sin rumbo fijo. Examinó distraídamente los escaparates y se preguntó qué debía hacer. Por fin entró en una tienda de reparación de radios y le preguntó al propietario si necesitaba un especialista. Ante la respuesta negativa se marchó. Se dirigió a otra tienda y no tuvo mayor éxito. Preguntó en dos sitios más y tiró la toalla. Volvió a casa en autobús. El vehículo iba atestado de mujeres cargadas de bolsas.
«Vaya fracaso», pensó. ¿Qué podía haber sucedido?
Quizá, en conjunto, había equivocado la estrategia. Pensó en Teddy, su primera esposa, y en su hija, matriculada en alguna escuela del este. Habían pasado dos años y no las había vuelto a ver. Ella se había casado por segunda vez. Bueno, él se estableció en California cumpliendo sus deseos. Sin embargo, las cosas no se adaptaron a sus exigencias. Trabajo febril, insomnio por las noches, largos trayectos en autobús cada día, el reducido apartamento. Mierda, ¿y todo para qué?
Se bajó del autobús a varias manzanas del apartamento y entró en una barbería. Todas las sillas estaban ocupadas por hombres que leían revistas y fumaban. Así que dio media vuelta y se fue; se metió en un bar de la acera opuesta y pidió una botella de cerveza.
Y mientras bebía la cerveza sintió la nostalgia de las sillas de la barbería, el champú para el pelo, la toalla húmeda y caliente y la comodidad. Desde su asiento podía ver la peluquería; esperó a que se vaciara de clientes y volvió a cruzar la calle.
—Afeitar y cortar el pelo —pidió al oficial cuando le tocó el turno.
Sólo se había afeitado en una barbería en una ocasión; lo consideraba un lujo incomparable. Se reclinó y entornó los ojos.
El barbero casi tuvo que despertarle.
—¿Qué quiere en el pelo? ¿Sólo agua?
—No, una de esas colonias que huelen tan bien.
El barbero le permitió oler varias botellas hasta que encontró el aroma que le gustaba.
—¿Va a una fiesta o algo así? —preguntó el peluquero friccionándole el pelo con las palmas de las manos—. Va a oler de maravilla; las mujeres caerán rendidas a sus pies.
Pagó el servicio y salió de mucho mejor humor. No había notado las mejillas y el mentón tan suaves en años. «El mejor afeitado de mi vida», pensó mientras caminaba por la acera. Los autobuses no cesaban de vomitar obreros y tenía que abrirse paso entre ellos. Se apresuraban hacia sus hogares en silencio. Sus rostros ásperos y mal afeitados desfilaban ante él, hasta que se metió en un bar que solía frecuentar. Estuvo sentado durante casi una hora en el taburete, bebiendo cerveza y meditando.
El camarero se le acercó una vez y dijo:
—¿Ha visto alguna vez un caballo que corriera hacia atrás?
—No.
—Apuesto a que no existe cosa semejante. Pero una persona sí puede correr hacia atrás.
Otro hombre, un obrero con chaqueta negra de cuero y un casco de acero, intervino en el diálogo.
—Podría correr hacia atrás si lo intentara.
—Y una mierda —respondió el camarero—. No podría ver adónde iba.
Cuando hubo acabado su cerveza, Roger bajó del taburete, dijo «buenas noches» y caminó pausadamente hacia la salida.
La calle se había oscurecido. Las luces le molestaron y entornó los ojos; colocó las gafas en el bolsillo de la chaqueta y se frotó, un momento los ojos. ¿Y ahora, adónde?, se preguntó. Ya había sucedido en otras ocasiones. Volvió a pensar en Teddy, en Irv Rattenfanger y en la canción Bei mir bist du Schön, que se hizo popular cuando salían juntos. Habían bailado Dipsy Doodle una noche, en un bar al borde de la carretera en Maryland… En aquellos tiempos era un experto bailarín. Era extraño que a Virginia, acostumbrada a bailar, no le gustara bailar. Sólo habían ido a bailar una vez. «No coordina bien», pensó. No tenía sentido del ritmo. ¿Por qué? Resultaba insólito.
Un negro de enorme envergadura se paró a hablar con otro negro. Roger, que caminaba con la cabeza baja, tropezó con el negro alto, que no se movió.
—Mira por dónde vas —le advirtió el negro.
—Ten cuidado con lo que dices.
—Cuidado tú —respondió el negro, grande como una barcaza.
—Vete con tiento, pedazo de carbón.
Pero no lo dijo en voz lo bastante baja; el negro le oyó, y cuando Roger pasó a su lado le asestó un puñetazo en la oreja. Roger se tambaleó y cayó. Se puso en pie de un salto y golpeó al negro con todas sus fuerzas. Éste le golpeó a su vez en la boca, haciéndole saltar unos cuantos dientes. Cayó de cuatro patas en el suelo, apoyándose en las manos y las rodillas. El negro y su compañero se alejaron a la carrera. Aparecieron otros hombres, hombres blancos, y ayudaron a Roger a ponerse en pie.
—Menuda juerga —aullaron, atrayendo a más curiosos—. Te atizó, ¿eh, amigo?
Le examinaron de pies a cabeza y buscaron señales de sangre. Roger se balanceaba entre los que le sostenían, y con una mano se cubría el hueco de los dientes desprendidos.
—Un negro derribó a este chico —informó uno de los hombres a la multitud congregada—. Le golpeó y se largó.
Alguien se ofreció a llevarle a casa en coche. Le metieron en el vehículo, maldijeron a todos los negros, le desearon buena suerte y le devolvieron sus gafas, que se le habían caído del bolsillo.
—Están invadiendo L.A. como la peste —comentó el hombre que conducía.
Apoyó la cabeza en el brazo, sintiendo el dolor.
—Claro que hay muchos más en el sur. Pueblerinos que no saben comportarse en la ciudad. O sea, que ganan dinero por primera vez en su vida y pierden la chaveta. Se lo pasan en grande. Aunque, si quiere que le diga la verdad, los prefiero a los pachucos[5]. Si uno de esos le agarra, le deja hecho trizas; como llevan esas botas tan duras…
—Jodidos negros —dijo Roger haciendo un esfuerzo.
—Bueno, podría haber sido cualquiera. —El hombre dobló la curva y frenó—. Es aquí, ¿no?
—Sí. —Roger se apretó el pañuelo contra la boca. La oreja le zumbaba y no podía oír bien. Captaba sonidos que desaparecían enseguida—. Gracias —dijo al descender del coche.
—Le puede pasar a cualquiera —respondió el hombre.
Esperó a que Roger llegara a los peldaños del edificio y arrancó.
Cuando Virginia le vio se levantó de un brinco, horrorizada.
—¿Qué ha pasado? —Corrió hacia él y le obligó a apartar las manos de la boca—. Oh, Dios mío. ¿Qué pasó?
—Un tipo me atizó. Nunca le había visto.
—Voy a llamar a la policía. Voy al teléfono.
Salió al recibidor.
—¡Y una mierda! —gritó Roger furiosamente. Se desplomó en el sofá—. Tráeme cubitos de hielo.
Ella le obedeció y Roger se los aplicó contra el labio superior, tendido de espaldas. Virginia fregó el charco de agua.
—Tendré que ir al dentista.
—¿Quieres que llame ahora?
—No, mañana.
Esa noche no se acostó; siguió tendido en el sofá. Mitigó el dolor con varias pastillas de Anacin, pero no logró conciliar el sueño.
«¿Qué voy a hacer?», se preguntó.
Pensó en otros lugares que le gustaban más. En realidad, nunca había sido feliz aquí, ni siquiera al principio. Decidió que en Washington todo había ido mejor, a pesar del clima. Le gustaban aquellos edificios. Y la nieve no le importaba.
De niño, en Arkansas, había caminado por la nieve, y recordó los esqueléticos árboles sin hojas que cubrían las colinas, agrupados en bosquecillos, todos débiles, frágiles, pero creciendo en cualquier lugar despejado. Probablemente aún seguirían en el mismo sitio. Rememoró la vez en que había colocado una vieja vasija de barro sobre un tocón y le arrojó piedras hasta romperla en mil pedazos; en la base encontró una moneda pegada a la arcilla. Después de limpiarla, comprobó que era una pieza de veinte centavos. Era la primera vez en su vida —tenía once años— que veía una moneda de veinte centavos y la guardó durante casi dos años, en la creencia de que poseía el único ejemplar del mundo. Y luego, un día, intentó gastarla y el dependiente la rechazó; dijo que era falsa, que no existían monedas semejantes. Así que la tiró.
Ahora, echado en el sofá con la compresa sobre la boca, trató de recordar lo que había querido comprar con la moneda. Un caramelo. Bueno, ya no existía ninguno de los dos, ni la moneda ni el caramelo.
Por la mañana, la hinchazón le impidió comer. Trató de sorber un poco de café, pero el dolor le disuadió. De todas formas se quedó sentado a la mesa de la cocina, con la vista fija en la taza y el plato.
—Tienes que ir al dentista —dijo Virginia—. No puedes comer, ni apenas hablar… Deja que le llame.
—No.
—¿Y qué vas a hacer?
Permaneció sentado en la sala de estar la mayor parte de la mañana, sin hacer nada en particular, sin dirigir la palabra a Virginia, casi sin pensar. El dolor de los dientes rotos aumentó y por fin, a primera hora de la tarde, permitió que Virginia bajara a la cabina. Estuvo ausente largo rato. Lo primero que dijo al llegar fue:
—Me ha costado, pero he encontrado uno que te visitará hoy. Es el doctor Corning.
Le leyó la dirección; la consulta se encontraba al otro lado de la ciudad.
Roger se metió la hoja de papel en el bolsillo de la chaqueta.
—Te acompañaré —dijo Virginia.
—No —denegó con la cabeza.
—Sí.
—No.
La apartó de un empujón y se encaminó hacia la escalera, pero ella le siguió.
—Podrías desmayarte. Quiero ir contigo; ¿por qué no quieres que vaya?
—Vete a la mierda —respondió furiosamente—. Vuelve adentro.
Al llegar a la acera comprobó que ella se había rendido. Se dirigió a la parada del autobús.
El trayecto duró una hora. En la sala de espera del dentista intentó fumar, pero fue incapaz de sujetar el cigarrillo entre los labios, de modo que lo volvió a guardar. El dentista le hizo esperar un cuarto de hora. Tres niños que balanceaban los pies se sentaban frente a él; los tres le miraban y se reían por lo bajo, hasta que su madre les mandó callar.
El dentista le hizo pasar y le propinó una inyección de novocaína.
—Le salvaré uno. Le pondré una funda. Pero los otros dos están incrustados en la encía. —Empezó a extraer los fragmentos rotos de los dientes——. Su esposa me dijo por teléfono que le golpearon.
Roger asintió.
—Tardaré un par de días en hacerle la funda. En cualquier caso, el dolor debería de cesar ahora que le he extraído los pedazos de los otros. Podrá comer cosas blandas, pero no masticar. —Inspeccionó los dientes con su espejito especial—. ¿Hace mucho que no acudía al dentista?
—Mucho.
No había ido al dentista desde antes de la guerra.
—Pues hay mucho trabajo que hacer. La mayoría de las muelas están careadas. Me gustaría hacerle una ortopantografía. Aún está a tiempo de salvar las piezas. ¿Sabe que los dulces son perjudiciales?
Roger gruñó algo.
—La funda y demás le costarán unos sesenta dólares. ¿Puede pagarme ahora? A los clientes que no conozco les cobro por adelantado.
Le pagó con un cheque.
—El tratamiento —dijo el doctor Corning— le costará unos dos o tres mil dólares. Y cuanto más tarde, más caro será.
Concertó cita para que le colocase la funda y luego bajó a la calle. El efecto de la novocaína le hacía creer que tenía la cara rígida y desfigurada, por lo que se la acariciaba continuamente. La cantidad de dinero que había pagado le ponía fuera de sí. Se daba cuenta de que le habían robado, de que habían abusado de su buena fe. Pero no le quedaba otro remedio.
«Me cago en Dios», murmuró para sus adentros.
Tuvo una visión de ladrones y estafadores de todo tipo; se introdujo en los despachos de las oficinas y presenció la actividad incesante de los malhechores, las ruedecillas, la maquinaria. Prestamistas, banqueros, médicos y dentistas, matasanos que engañaban a ancianas, pachucos que astillaban los escaparates de las tiendas, materiales defectuosos, alimentos contaminados con impurezas y porquerías, zapatos hechos de cartón, sombreros que se ablandaban con la lluvia, ropas que se encogían y se rasgaban en jirones, coches con los motores averiados, tapas de inodoros bullentes de gérmenes malsanos, perros portadores de la sarna y la rabia sueltos por la ciudad, restaurantes que servían comida en malas condiciones, viviendas de protección oficial arrastradas por las riadas, vetas falsas en compañías mineras inexistentes, revistas plagadas de fotos obscenas, animales descuartizados a sangre fría, leche contaminada con moscas muertas, microbios, parásitos y excreciones, mierda y basura, una lluvia de inmundicias que inundaba las calles, los edificios, las casas y las tiendas. Las máquinas eléctricas de los quiroprácticos crepitaban, las ancianas chillaban, los medicamentos se hinchaban y estallaban… Contempló la guerra como un estupendo pasatiempo, hombres asesinados por gruesos banqueros para recuperar los préstamos, barcos recién construidos que se hundían al instante, bonos que nadie aceptaba, el comunismo apoderándose del país, sangre de la Cruz Roja que contenía gérmenes de la sífilis. Tropas mixtas de blancos y negros que convivían juntos, enfermeras que se dedicaban a la prostitución, generales que sodomizaban a sus ordenanzas, ganancias obtenidas con la mantequilla del mercado negro, campos de instrucción en que la peste bubónica mataba a los reclutas a millares, enfermedades, sufrimientos y dinero mezclados, azúcar y condones, carne y sangre, bonos de racionamiento, inspecciones de armas cortas, rifles M-1, actores de la USO con corchos metidos en el culo, cabrones, maricones y negros violando a muchachas blancas… Vio que el cielo se iluminaba y derrumbaba; escuadrillas de genitales cruzando el espacio, palabras susurradas en su oído que le describían las reglas de su madre. Vio el mundo entero cubierto de pelo, una monstruosa bola peluda que estallaba y le empapaba de sangre…
—Mierda —masculló mientras caminaba por la acera, con las manos hundidas en los bolsillos.
Poco a poco fue recobrando el control.
—Dios mío —dijo con voz débil.
Las manos le temblaban, tenía frío. El sudor se concentraba en sus axilas y, al andar, notaba que sus piernas desfallecían. Se detuvo en una fuente pública y, con cierta dificultad, consiguió beber un poco de agua; escupió hacia un lado y después se secó la barbilla con el pañuelo.
«Las cosas no van tan mal», pensó. Aún conservaban setecientos u ochocientos dólares en el banco, mucho más de lo que había tenido en su vida.
Pero seguía asustado. No sabía qué hacer. De modo que continuó paseando entre las mantequerías, las tiendas de coches de segunda mano, las farmacias, las panaderías, las zapaterías, las tintorerías y los cines, curioseando en los escaparates y tratando de imaginar qué sería lo mejor para su esposa y para él.
En el portal de una tienda de coches de segunda mano, un empleado se hurgaba los dientes con un palillo y miraba a la gente pasar. Cuando Roger cruzó le dijo:
—¿Qué coche le interesa, amigo?
—¿Cómo sabe que me interesa un coche?
El vendedor se encogió de hombros.
—¿Qué me puede ofrecer? —preguntó Roger.
—Montones de coches de primera, amigo. Entre y eche un vistazo. Le haré un buen precio, el mejor precio de la ciudad. Paseó con lentitud por el aparcamiento, con las manos en los bolsillos.
Cuando Virginia oyó que subía la escalera se precipitó a abrir la puerta. Ya no parecía triste y desanimado; le sonreía como en los viejos tiempos, con su enigmática y significativa sonrisa, como si estuviera en posesión de un conocimiento prohibido para ella.
—¿Qué te hizo? —La rigidez había desaparecido; podía mover la boca—. ¿Por qué has tardado tanto?
—Baja.
—¿Por qué? —titubeó sin confiar en él.
—Quiero enseñarte algo. —Se volvió y empezó a bajar—. He comprado un coche.
Un sedán azul de antes de la guerra estaba aparcado en la esquina.
—Un Chevy del 39 —explicó Roger.
—¿Por qué?
La sensación de haber llevado a cabo un acto importante y meritorio se reflejó en su cara. Se balanceó adelante y atrás, mirando alternativamente a Virginia y al coche.
—Adivina por qué —dijo por fin—. Ánimo. Apuesto a que puedes hacerlo.
—Dímelo tú.
—Vamos a viajar al este.
—¿Volvemos a Washington?
—No, no iremos tan lejos. Nos quedaremos en Arkansas —dijo con una amplia sonrisa.
Virginia comprendió que no mentía.