En el invierno de 1944, una vez obtenido el divorcio, Roger Lindahl se casó con Virginia. Ella dejó su trabajo en los hospitales militares de Washington, él su empleo de electricista en el Richmond Navy Yard, y ambos partieron en tren hacia Los Ángeles, California.
La temperatura era agradable en California; no había nieve, calles cubiertas de hielo, coches con cadenas, niños vestidos con pantalones forrados y calcetines de lana ni ancianos resoplando embutidos en abrigos y orejeras. La visión de las palmeras la cautivó; tuvo la impresión de que se hallaba en otro país, incluso en otro continente. Las fábricas de aviones constituían el centro de toda actividad; era lo único importante. Los coches de los trabajadores llenaban los aparcamientos hasta perderse de vista. Las fábricas nunca cerraban; un turno sucedía a otro, día tras día: el turno de tarde, el turno de noche, el turno de día. Hombres y mujeres, provistos de sus fiambreras, entraban y salían de las fábricas; los hombres usaban tejanos; las mujeres, pantalones holgados y llevaban pañuelos en la cabeza. Parecían cansados y preocupados a los ojos de Virginia, y a menudo presenció peleas en las esquinas, los bares, los cafés, e incluso en los autobuses. Los obreros trabajaban muchas horas, y ganaban más dinero del que podían contar, ahorrar o recordar; estaban fatigados, se hacían ricos (muchos provenían del medio oeste) y vivían en habitaciones exiguas con niños que chillaban bajo sus ventanas mientras intentaban dormir. En sus ratos de ocio bebían cerveza en los bares, llevaban la ropa sucia a la lavandería, comían, se duchaban y regresaban al trabajo. Era una vida frenética, agotadora; no les gustaba, pero eran conscientes de que nunca volverían a ganar tanto dinero. Cada día llegaban más; buscaban un lugar para vivir y engrosaban las colas frente a las puertas de las fábricas. Las gramolas automáticas de los cafés tocaban Strip Polka, y por la noche, en las calles, soldados y marinos de las bases vecinas deambulaban con paso vivo contemplados por hileras de muchachos mexicanos elegantemente vestidos apostados en los portales de las tiendas iluminadas. A Virginia le recordaban indios tallados en madera y recubiertos de una lustrosa capa de barniz.
Al cabo de un par de días encontraron un apartamento en un edificio construido durante la guerra y que albergaba un total de seis viviendas, idéntico a los demás edificios del pueblo. Calles especiales, cerradas al tránsito durante parte del día, conectaban los edificios. Un gran letrero en la entrada del pueblo rezaba:
2400 adultos y 900 niños viven aquí, de modo que conduzca con precaución.
¡Vaya despacio! ¡No rebase los 30 km/h!
En el pueblo sólo vivían blancos, pero a dos kilómetros de distancia, al otro lado de una lavandería de ventanales empañados y de un supermercado, había otro pueblo, construido a semejanza del primero, para los negros.
Tanto ella como Roger encontraron trabajo enseguida, ella en una oficina y él de electricista. Sus turnos coincidían, de modo que podían comer e ir de compras juntos. Los recién casados que vivían enfrente de su apartamento tenían turnos opuestos; el hombre se levantaba de la cama a mediodía, empezaba a trabajar a las dos y volvía a casa pasada la medianoche, mientras que su esposa dormía desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana, y se marchaba a trabajar a las siete y media. Algunos inquilinos del edificio intentaban de vez en cuando enlazar dos turnos seguidos y conseguir así un montón de horas extraordinarias. Si el segundo turno coincidía con el fin de semana, sus ingresos totales eran enormes. Virginia y Roger trabajaban los siete días de la semana. Colgaron un letrero en la puerta que decía: «AQUÍ DUERME UN OBRERO DE LA INDUSTRIA DE GUERRA. NO MOLESTEN». Más tarde forró la puerta con una chapa de hierro galvanizado para amortiguar las voces y los ruidos procedentes del rellano. En el otoño de 1945 disponían de una importante cantidad ahorrada y eran propietarios de una caja cerrada con llave llena de bonos de guerra.
Virginia tenía la sensación de que las largas horas de trabajo en la fábrica de aviones acababan con las fuerzas de ambos. Se enzarzaron en frecuentes disputas, como los clientes de los bares. Adelgazaron —y ya habían llegado bastante delgados— y perdieron el humor. Pasaban la mayor parte de su tiempo libre haciendo cola en el supermercado, comprando comestibles o aguardando en la lavandería a que saliera su ropa. Por las tardes escuchaban la radio o iban al bar de la esquina a tomar una cerveza; algunas noches ella leía una revista mientras Roger dormía. En la radio triunfaban los programas de Bob Hope, Red Skelton y Fibber McGee. Y algo que levantaba los ánimos de cualquiera consistía en escuchar, echada sobre la cama completamente vestida, el Hit Parade del sábado por la noche o el programa Jello (Jack Benny, Dennis Day y Rochester) los domingos por la noche. La guerra llegó a su fin por etapas; las fábricas de aviones empezaron a prescindir de grupos de empleados y redujeron el número de turnos, las horas extra y la jornada de siete días. Pero ellos no tuvieron necesidad de desplazarse como trabajadores eventuales: habían ganado lo suficiente para establecerse. Ya se consideraban californianos, tan legítimos como los nativos auténticos. Los Ángeles se había convertido en la zona más densamente poblada del planeta. Todo el mundo acudía a la ciudad y nadie la abandonaba.
Cerca del pueblo había surgido a la luz una colonia de comercios, aglomerados alrededor del supermercado. Primero, después de la lavandería, apareció una tienda de reparación de calzado, luego un salón de belleza, una panadería, dos restaurantes y una agencia de bienes raíces. Después, la agencia de bienes raíces se trasladó a otra parte y el local quedó vacío. Un día colgaron un nuevo letrero que anunciaba: «REPARAMOS APARATOS DE RADIO EN UN DÍA». Los primeros modelos de aparatos de mesa fabricados después de la guerra se materializaron sin tardanza en el escaparate, parapetados tras grandes despliegues de lámparas, baterías, bombillas de flash y agujas para tocadiscos. En el interior se podía ver a un hombre con delantal, que haraganeaba apoyado en el mostrador.
Como su aparato de radio Emerson se había estropeado, Virginia lo llevó a la tienda para que le dieran un repaso.
—Creo que se trata de una lámpara —le dijo al empleado—. No parece nada serio. Simplemente, dejó de sonar.
—Bueno, vamos a ver.
El hombre enchufó el receptor y abrió y cerró el mando varias veces. Se inclinó sobre el aparato, golpeteó las lámparas con los nudillos, examinó el interior y pegó la oreja al altavoz. Tenía una cara grande y redonda, y le recordó a Irv Rattenfanger. Parecía agradable, aunque se mostraba más bien absorto. La pequeña tienda, recién abierta a los negocios, ya se encontraba atestada de lámparas desechadas y otros componentes.
—La revisaré a fondo —anunció el hombre agachándose bajo el mostrador—. Ahora no tengo tiempo.
Virginia le dio su nombre y dirección, y el otro le entregó un comprobante. Cuando volvió al cabo de unos días, la radio ya funcionaba. La factura ascendía a siete dólares y cincuenta centavos.
—¿Sólo por una lámpara? —protestó.
—Filtros —dijo el hombre enseñándole la factura—. Un dólar cincuenta las piezas, y el resto la mano de obra.
—¿Sólo por cambiar una pieza? —se asombró Virginia.
Sin responder, el hombre conectó el aparato, que funcionó a la perfección. Ella pagó la cuenta y se marchó con el receptor. Por la tarde le contó a Roger lo cara que había sido la reparación. Él la escuchó solemnemente. Tiempo atrás, cuando vivía en Washington, habría reaccionado de forma colérica, pero ahora se limitó a coger el recibo y a leerlo, soltarlo y encogerse de hombros.
—Deben de ser personas poco honradas —dijo Virginia recordando un artículo que había leído poco antes en una revista.
—Quizá no —dijo Roger, estirado en el sofá con los pies sobre un posabrazos—. Es lo que se suele cobrar.
Se había quitado las gafas y se protegía los ojos con un brazo.
—Ojalá me hubieras acompañado. —No podía sacudirse la sensación de agravio. Los precios no paraban de subir; era terrible—. Podías haber hablado con él; yo no sé nada sobre radios. Y esa gente sabe descubrir a los ignorantes; te captan y se aprovechan de ti.
Roger continuó inmóvil, dormido en apariencia; estuvo media hora echado de espaldas, con los ojos cerrados, moviéndose, suspirando, aplastándose el pelo con la palma de la mano. Entretanto, ella lavó ropa interior en una jofaina. Un receptor de radio se escuchaba en el apartamento situado bajo el de ellos, y en una ocasión un perro ladró en el patio. Algunos niños correteaban por el sendero de cemento que corría bajo su ventana; una mujer les gritó que entraran a cenar.
Virginia encontraba el apartamento bastante tranquilo; ambos se sentían menos presionados ahora y vivían a gusto. La guerra había terminado como una exhalación, una fiesta que duró un día y una noche, sin humor y ciertamente sin idealismo. Todo había acabado; yacían en el sofá, limpiaban algunas cosas, se sentaban a discutir qué harían con el dinero, en qué lo invertirían. Se lo habían ganado a pulso. Los soldados empezaban a regresar; casi no tenían dinero y muchos querían ir a la escuela o recuperar sus empleos —gracias a una disposición legal previsora— o pasar todo el tiempo posible con sus mujeres y sus hijos, satisfechos con esa única ocupación. Los trabajadores de las fábricas de guerra exigían algo más, algo más tangible. Estaban acostumbrados a tener en sus manos objetos reales.
—Creo que nos lo podemos permitir —observó Virginia.
Roger gruñó desde el sofá.
—Tenemos dinero —insistió ella.
Cogió el periódico, buscó los anuncios de bienes raíces y los leyó atentamente (un hábito de los últimos tiempos), examinando los precios y las nuevas zonas que surgían. Los precios de la propiedad habían aumentado mucho en el último año. Una casa que se había vendido por cinco mil dólares duplicaba ya su precio inicial. Se anunciaban nuevas zonas, ahora llamadas subdivisiones, dotadas de nombres pintorescos. La más pequeña de las casas nuevas no valía menos de siete u ocho mil dólares. Le parecía excesivo. Había condiciones especiales o descuentos para los soldados licenciados, y Virginia pensó que sería más difícil sin esas ventajas; en ese caso sólo necesitarían mil o dos mil dólares.
—Aún no han terminado de construirlas —comentó—. Las casas nuevas. ¿No leímos algo sobre una de madera verde?
Él se incorporó al cabo de un momento, se frotó los ojos, estiró las piernas y buscó sus gafas.
—Perdona, no pretendía despertarte.
—Oye, vamos al súper y compremos algún postre. Un helado de nata o un pastel. —Se puso los zapatos y buscó con la mirada su chaqueta—. Aún tengo apetito.
Virginia también se puso la chaqueta sobre la camisa de algodón y recorrieron las calles a media luz hasta llegar al supermercado, brillantemente iluminado. La acera estaba sucia de envoltorios pegajosos y de basura, pero nadie parecía darse cuenta; ya se habían acostumbrado. Luces fluorescentes blancoazuladas lucían en el interior del súper sobre las pilas de latas y botellas. Hicieron cola ante la caja con el carrito en el que habían depositado cervezas, una lata de sardinas en escabeche, margarina, una lechuga y un pastel de bayas. De camino al apartamento, Roger se detuvo en una esquina y echó un vistazo a su alrededor.
—¿Es ésa la tienda?
—Sí —contestó Virginia.
Era ya de noche y estaba cerrada; el rótulo de neón no funcionaba. Una fila de bombillitas iluminaba los modelos de radiorreceptores de mesa en el escaparate. Roger se acercó a mirar sin soltar la bolsa de provisiones. Virginia le siguió.
—Me pregunto cuánto habrá invertido en esto —dijo él.
—No mucho; unas pocas radios y algunas lámparas.
Roger se colocó la mano a modo de visera y escudriñó el interior, desde los objetos exhibidos en el escaparate hasta los escasos muebles y estanterías del local.
—¿Crees que hace las reparaciones él mismo?
—Sí. Es la única persona que trabaja aquí.
—Doscientos pavos en radios. Muebles usados. Un comprobador de bombillas. Elementos de reparación. ¿Qué más? Una caja registradora, me parece ver. Eso es todo.
—Y el alquiler.
—Debe de vivir en la trastienda. —Dio la espalda al escaparate y continuó andando—. Apuesto a que abrió el negocio por menos de tres mil dólares.
—No creo que gane mucho —apostilló Virginia, a quien no le gustaba la tienda; era demasiado humilde. Demasiado pequeña y destartalada. No se veía a sí misma en un lugar semejante y añadió—: ¿Piensas que un sitio así puede durar mucho tiempo? Nadie entra; por eso cobra tan caro. En un mes habrá cerrado, y perderá lo que ha invertido.
—Ahora no hay nada que vender.
—No, sólo esas radios pequeñas.
—Dentro de un tiempo, pongamos dos años, venderá aparatos de televisión.
—Si consigue aguantar hasta entonces. —Como él no respondía, prosiguió—: ¿En un sitio así? Creí que te referías a una tienda grande como las del centro.
Pensaba en los grandes almacenes, con todas aquellas alfombras, calidez, vendedores y luces indirectas. Escaleras mecánicas y el zumbido del aire acondicionado. Desde siempre le había gustado pasear a su antojo por los grandes almacenes del centro de la ciudad; le gustaba el olor de los tejidos, del cuero, las joyas, las perfumadas dependientas vestidas de negro que llevaban flores.
—Por Cristo, necesitas un millón de dólares para montar unos grandes almacenes.
—Quería decir…
Pero no sabía lo que quería decir.
—Estoy hablando de posibilidades concretas. Podríamos comprar un sitio como éste. Sé hacer reparaciones; no habría que pagar salarios a nadie.
—Sólo tenemos mil doscientos dólares.
—Es suficiente.
—Pero esto es muy feo. No lo has visto por dentro, pero yo sí. Apenas un agujero en la pared… como el cubil de un limpiabotas. Una miseria.
Roger asintió, dándole la razón.
—¿Qué quieres hacer, pues? ¿No podría ser algo por el estilo?
Aquel hombre pensaba probablemente que el lugar era atractivo; y le faltaba dinero para adecentarlo.
—Seguro que está arrepentido de haber abierto la tienda —replicó Virginia, aunque, de hecho, el hombre parecía satisfecho con su humilde tienda; claro que era un ser gris y complaciente, del tipo oficinista; neutro, autocompasivo, con la sonrisa siempre a punto para el cliente. Una forma miserable de vivir—. No es esto lo que quieres —siguió—. Quieres algo más. Sé que no serías feliz. La tienda, tu tienda, ha de ser bonita. Bien puesta… —Pensó en una tienda moderna, una sastrería que había visitado en la zona comercial de Pasadena; una fachada elegante y llena de atractivo, con plantas que adornaban el escaparate—. Quieres estar orgulloso de la tienda, ¿verdad? No sólo te interesa para ganar dinero, sino por otras cosas.
Roger no dijo nada.
—En lo que a mí concierne —aseguró Virginia—, preferiría trabajar en una tienda bonita que ser la dueña de un sitio como éste.
No cambiaron más palabras después de esta observación. El resto del trayecto lo recorrieron en silencio.
—Preguntaré a mi familia si nos puede ayudar —dijo más tarde, mientras el pastel se calentaba en el horno.
Se refería, por supuesto, a su madre. Los títulos y las obligaciones habían pertenecido, en principio, a su padre, de modo que los consideraba propiedad de la familia. Por tanto, no dejaban de ser suyos también. No sabía a cuánto ascendía su valor, pero recordaba que no valdrían menos de veinte mil dólares. Lo bastante como para que su madre pudiera pensar en hacer un viaje a Europa, ahora que la guerra había terminado. Su madre le había descrito varios planes de viaje en sus cartas, incluyendo una visita a la costa oeste. Incluso acariciaba la posibilidad de visitar África.
—¿De qué te ríes? —le preguntó Roger desde la puerta de la cocina.
—Lo siento.
No se había dado cuenta de que la visión de Marion calzada con sus botas altas, deslizándose por el veldt, con un sombrero en la cabeza para protegerse del sol y una escopeta temblando en sus manos la había hecho sonreír… Su madre, una típica, tranquila y práctica nativa de Nueva Inglaterra… «Dios mío», pensó. Recordó el aspecto de Marion después de unas vacaciones en México: gigantescas sandalias laqueadas, pantalones escarlata con una trencilla dorada, demasiado apretados para ella, un chal de encaje y un larguísimo cigarrillo liado a mano, que fumaba en una boquilla de similar tamaño. Virginia le dijo que se parecía al presidente Roosevelt y la boquilla, al menos, había desaparecido de circulación. Sin embargo, su madre trabajó en el jardín durante meses vestida de aquella guisa, hasta que los pantalones reventaron. Las sandalias de tacón alto, afirmaba, la protegían del barro.
La mujer del apartamento contiguo recogía la ropa que había tendido en los alambres suspendidos sobre el césped. Un perro correteaba en las cercanías. La mujer (gruesa, entrada en la treintena) llevaba el pelo recogido en una redecilla y Virginia pensó que tenía el aspecto de una camarera de un café de la autopista. De algún lugar entre Arizona y Arkansas. De repente, la mujer le gritó al perro que se alejara del cubo de la ropa: su voz era estridente como una trompeta.
«Señor —pensó Virginia—. ¿Es así cómo me oyen? ¿Es así como me ven?» Automáticamente se secó las manos y se las llevó al pelo para darle forma. Lo tenía corto y sujeto con prendedores a causa de las máquinas con las que trabajaba. Por su propia seguridad. Y recogido con una cinta roja de algodón.
Roger se había vuelto a estirar en el sofá de la sala de estar, con los pies sobre el posabrazos. «No puede comprar un cuchitril como ése aunque lo quiera —pensó Virginia—. Ha de ser mejor.»
—Te veré más tarde —dijo Roger cuando terminaron el pastel. No llevaba reloj—. Acuéstate si tienes sueño. Voy a dar una vuelta.
—¿Por qué no te quedas?
—Volveré enseguida.
En sus ojos brillaba una mirada que reflejaba tranquilidad y confianza, y denotaba una cierta astucia que molestaba a Virginia.
—Pensé que charlaríamos un poco.
Roger se quedó inmóvil en la puerta, con las manos en los bolsillos, la cabeza inclinada a un lado. Y esperó, en un alarde de firmeza, sin discutir con ella, simplemente quieto. Como un animal. Una cosa inerte, silenciosa, determinada, con la convicción de que alcanzará lo que desea si tiene la paciencia necesaria para esperar.
—Hasta luego —dijo abriendo la puerta.
—De acuerdo.
Después de todo, no la sorprendía.
—Tengo algunas ideas. Te las contaré cuando las haya madurado más.
Se marchó, ensimismado y enigmático. La puerta se cerró a su espalda y ella se preguntó qué sucedía esta vez. Volvió a la cocina, que le gustaba mantener limpia y ordenada, y empezó a fregar los platos de la cena.