6

—¿Recuperaste el cheque? —le preguntó Virginia cuando regresó de Ojai.

—Sí —lo agitó ante ella—. Esa maldita escuela… ¿Sabes lo que consiguió? Que me acordara de Arkansas. No me dijiste que era una granja; un lugar para que la gente rica se paseara a caballo.

—Papá no me dejó jugar al fútbol —dijo Gregg cuando entró en casa—. Me hizo volver porque le desobedecí. Y se puso como loco.

Avanzó hacia su madre, con los ojos secos, y rodeó su cintura con los brazos.

—Hasta hay una cuadra —insistió Roger—, y un poco de todo: una vaca, conejos, un puñado de gatos. Esa mujer es una campesina, sólo has de mirar sus brazos. Por Dios, una campesina. ¿Te lo puedes creer?

—¿Comisteis algo en el camino? —preguntó Virginia.

—No. —Volvió sobre sus pasos, irritado, y se encaminó hacia el coche—. He de ir a la tienda, no puedo quedarme aquí como un pasmarote. ¿Qué hora es? ¿La una y media? ¡Jesús! Llama a Pete y dile que voy enseguida. Ni siquiera habrá podido ir al lavabo.

Mientras telefoneaba, Roger deambuló por la casa como una fiera enjaulada. Lo encontró en el cuarto de baño, cambiándose la camisa y la corbata.

—Apesto como un mexicano por culpa de conducir y del maldito calor.

—Dúchate. —Nunca lo había visto tan fuera de sí, tan exaltado—. ¿Te encuentras bien?

—Fue como estar allí de nuevo. Esperaba verle en cualquier momento. Todo igual, excepto él. —Se lavó la cara en el lavabo—. Como el día en que encontramos los veintiséis huevos. Igual que entonces. Fue la última vez que nos divertimos un poco; nos echó a gritos de la cocina por culpa de los huevos. ¡Mierda! —Tiró la toalla y se encaró con Virginia—. Era natural que los lleváramos a la cocina, porque nos habían enseñado a entregar los huevos cuando terminábamos de recogerlos en el gallinero. ¿Sabes lo que hay en los jodidos nidos del gallinero? Pomos de puerta y porquerías por el estilo, uno en cada nido. Para engañar a los pollos. Cristo, buscaba a tientas en la paja y me equivocaba; pensaba, «vaya, he cogido un huevo». ¡Y era un pomo de puerta! —Miró fijamente a su esposa. Ella no supo qué decirle—. ¿Alguna vez viste los huevos en el interior de una gallina destripada? —La siguió hasta la cocina sin abandonar la conversación—. ¿Antes de incubarse? Hay de todos los tamaños… una cosa muy rara. Nunca vi algo igual. Me ponía la piel de gallina. Y luego nos comíamos las gallinas. ¿Te imaginas?

—Si no recuerdo mal, me dijiste que tu hermano estaba vivo.

Nunca había conseguido arrancarle una foto de su familia, de su hermano, su madre o su padre.

—Saltó desde la parte trasera de un camión (aquel montón de chatarra que había en el patio) y cayó sobre un trozo de metal afilado. Le seccionó prácticamente el dedo gordo del pie. Nos pareció divertido. Recuerdo que no podía parar de reír. Luego, enfermó del tétanos y murió.

Roger se desplomó sobre la mesa de la cocina y ocultó la cabeza bajo el brazo.

—Así que está muerto.

Roger se quitó las gafas y la miró inexpresivamente.

—Hace años me dijiste que vivía en Texas —dijo con indignación.

Volvió a mirarla de aquella forma vacua, con las gafas entre las manos. Asintió con la cabeza. Y luego hubo en su rostro tal abatimiento que Virginia se sentó de inmediato a su lado y apoyó la cabeza en la suya.

—Me alegro de que hayas vuelto.

—¿Se puede saber qué hiciste? ¿Liaste a esa mujer para que recogiera a Gregg los fines de semana?

—La señora Alt lo insinuó.

—Los conocí, a ella, a su marido y a sus hijos. Gregg jugó al fútbol con ellos. Liz y Chic Bonner. Creo que viven por aquí cerca.

—En San Fernando, me parece.

—Tengo que ir a la tienda.

Se puso en pie, la besó en la boca (el cuerpo de Roger olía al Arrid que se había puesto) y salió de la casa. Sentada en la cocina, oyó el motor del Oldsmobile ponerse en marcha y alejarse calle abajo.

Por la noche, después de cenar, mientras Virginia enseñaba a Gregg cómo utilizar los diferentes lápices de colores, Roger le dijo:

—Vamos a nuestro cuarto. Quiero hablar contigo.

—Espera un momento.

Terminó de pintar en el álbum para colorear de Gregg y siguió a su esposo hasta la habitación.

Roger se recostó contra la pared, con las manos en la nuca. Parecía de buen humor, lo que la alegró.

—¿Quieres hacerlo? —le preguntó.

—¿Hacer qué?

Por un momento imaginó que se refería a un acto para el que no utilizaban un nombre determinado; solían practicarlo en el dormitorio. Permaneció expectante, sorprendida y aturdida. Pero no se refería a eso.

—Lo de allá arriba.

—¿La escuela? ¿No es un poco tarde? —dijo. Pero rápidamente calculó la jugada: ambos, ella y Roger, harían acto de aparición en la escuela con Gregg, todo lo que necesitaba y el cheque. Sin telefonear. Sin más preliminares—. Deberíamos ir mañana y preparar todas sus cosas esta noche.

—Has hecho la lista —sonrió Roger.

—¿Me ayudarás?

—Claro.

Hicieron las maletas juntos, sin perder un minuto, hasta pasada la medianoche. Gregg no sabía nada; no querían que se pusiera nervioso y perdiera el sueño.

—La señora Alt pensará que estamos locos —comentó Virginia—. Me intriga saber lo que dirá. Probablemente se quedará pasmada. Podemos fingir que resulta de lo más normal para nosotros, en plan de broma. Nos limitaremos a decir «hola, aquí estamos, les traemos a Gregg. Por cierto, aquí está el cheque».

—Le diremos que eran imaginaciones suyas.

—Eso, le diremos que se lo inventó, mirándola con descaro a los ojos.

A pesar de que estaban cansados y soñolientos, se divertían preparando las maletas; era como un cambio de aires, una tímida transformación de su existencia. Señalaba el fin de un período y el comienzo de otro, y ninguno de los dos lo aguardaba con nerviosismo o preocupación.

A la una terminaron. Reunieron las maletas y cajas frente a la puerta de entrada. Luego, en la cocina, tomaron una copa.

—Podrá venir a casa siempre que quiera —dijo Virginia.

—Me parece que no querrá. Se lo pasó en grande allí arriba.

—Pero podrá.

—No; sólo los fines de semana.

Por la mañana temprano vistieron a Gregg con su mejor traje, cargaron el equipaje en el Oldsmobile, cerraron con la llave la puerta de la casa y partieron para Ojai.

Roger se puso al volante. Llegaron al valle a las ocho y media; la luz del sol era fría y pálida, y de todos los árboles se desprendía el rocío. El aire olía bien y el viento les empujaba.

Gregg, desde el momento en que comprendió adónde se dirigían, no cesó de relatar lo que iba a hacer: quería ir a caballo, herrar el caballo, escalar la cumbre de las montañas y plantar en ellas las banderas de Estados Unidos y de California, dar de comer a la zarigüeya, ganar todos los partidos de fútbol, ayudar a montar las tiendas, averiguar por qué James tenía la piel oscura, cambiar su habitación por una caverna subterránea equipada con armas atómicas impulsadas por motor de relojería, invitar a la señora Alt (a la que continuaba llamando señora Ant (hormiga)) a cenar en casa, invitar a todos los amigos a que vieran la escuela y lo bien que se integraba en ella, invitar a los nuevos amigos a visitar L.A. y ver su antigua escuela, y así sucesivamente. Además, catalogaba y comentaba cada lugar y objeto que veía al pasar; daba largas y falsas explicaciones acerca de los árboles, las casas, el estado de la carretera, la marca de los coches y a propósito de cuantas personas divisaba en los campos o junto a la carretera.

—Está bien —cortó Roger por fin—. Cálmate.

—Estamos a punto de llegar —dijo Virginia abrazándole.

Se estaba poniendo sentimental, al borde de las lágrimas; sacó un peine del bolsillo y peinó el cabello de Gregg, que no interrumpió su monólogo.

—Y entonces corrí y corrí y nadie me pudo atrapar; corrí tan rápido que ni siquiera sabían dónde estaba. Todos dijeron, ¿adónde fue? ¿adónde fue? Y ya había llegado a la fuente de donde manaba el agua. A lo mejor nadé un trozo. Me parece que nadé un trozo, en aquel sitio lleno de ramas. Y nadie sabía dónde estaba.

—De acuerdo —dijo Roger—. Cierra el pico.

Esta vez aparcó en los terrenos de la escuela. Nada había cambiado, excepto que había coches por todas partes. Otros padres, acompañados de sus hijos, ocupaban los senderos y espacios abiertos entre los edificios. Un olor a desayuno llenaba el aire.

—Me parece que no somos los únicos —dijo Virginia. Qué elegantes iban los padres. Las mujeres exhibían abrigos de pieles y los hombres llevaban traje—. Es un gran día. Parece una boda o algo así, todos tan de punta en blanco.

Salieron del coche sin descargar el equipaje. Al ver a los otros padres con sus hijos, Gregg guardó silencio con una especie de temor reverencial.

—Sería divertido —murmuró Roger mientras los tres subían la escalera del edificio principal— que el cupo estuviera completo. En ningún momento lo hemos pensado.

El vestíbulo del edificio estaba abarrotado de padres y niños, todos comportándose con la mayor formalidad. Se habían formado pequeños grupos que conversaban en voz baja. El aroma a cigarrillos, perfume y tabaco de pipa se infiltraba por todas las estancias.

—Sería mejor que la buscáramos —dijo Virginia—. No debe de andar muy lejos.

—Cruza los dedos —le dijo Roger a su hijo.

—De acuerdo.

Gregg cruzó los dedos.

Encontraron a la señora Alt charlando con varias parejas. En cuanto les vio, se dirigió directamente hacia ellos. No aparentaba la menor sorpresa, sino más bien el talante de una activa mujer de negocios.

—¿Así que por fin han traído a Gregg? —Estrechó la mano de Virginia—. Me alegra verla de nuevo. Han llegado justo a tiempo. ¿Han traído sus cosas? En cualquier caso, todavía queda un día, más o menos. Hay niños que irán llegando a lo largo de todo el primer mes.

—Hola, señora Ant —saludó Gregg.

—Hola, Gregg —sonrió ella—. Bienvenido. —Empujó a los Lindahl hacia su despacho y cerró la puerta; el murmullo de las voces se perdió a sus espaldas—. El día en que llegan los niños es siempre un día frenético. Y continuará siéndolo en adelante. —Sacó el capuchón de la estilográfica y se puso a escribir—. Le diré a James que lleve las cosas de Gregg a su habitación. La compartirá con otros cinco niños. Algunos de sus compañeros ya están aquí; ahora mismo se los presentaré. Menudo follón.

Le entregó un recibo a Roger y éste le devolvió el cheque que Virginia había extendido.

—Perfecto. ¿Les apetece un café? Vayan al comedor; las puertas están abiertas. Cuando tenga ocasión les presentaré a algunos de los padres, en especial a los de sus compañeros de cuarto. —Se incorporó y los acompañó hasta la puerta del despacho—. Intentaré que uno de los profesores les muestre las instalaciones.

¿O las han visto ya? De todos modos, pueden ir por donde quieran; hoy es un día de puertas abiertas.

Un profesor se acercó. La señora Alt se despidió de los Lindahl y salió a toda prisa.

—Bueno —dijo Virginia—, ya está. —Se sentía un poco aturdida—. Hecho.

Roger llamó desde el teléfono del vestíbulo al almacén y le dijo a Pete que llegaría tarde. Al colgar observó que su esposa y su hijo se hallaban conversando con un grupo de padres.

—… oh, es una escuela maravillosa. Éste es el tercer año que Louis y Bárbara estudian aquí. Cuando todos los niños están presentes, la proporción de sexos es casi idéntica. Ahora se ven más niños; por alguna razón que desconozco, son los primeros en llegar. Algunos chicos se quedan entre trimestre y trimestre, y también lo hacen unas cuantas chicas. Los vigilan muy bien, no se preocupe. Le escribirán cada semana para informarle de su evolución. Usted misma les señala el límite de tolerancia; y no olvide que el lavado de ropa va aparte. Le enviarán la factura…

La conversación prosiguió en términos parecidos.

Roger se apartó y vagó sin rumbo fijo, acertando a oír otras conversaciones y fijándose en los diferentes padres. La mayoría eran jóvenes. Todos vestían muy bien. Las mujeres solían ser altas y delgadas, de rostros angulosos; alzaban la voz más que los hombres y parecían llevar el peso de la charla. Los varones fumaban, escuchaban, asentían y cambiaban algún comentario entre ellos. Habían sido relegados a un segundo plano.

Van Ecke, el joven profesor de matemáticas, pasó por su lado con su jersey y sus pantalones anchos; Roger le saludó.

—Ah, hola —dijo Van Ecke, obviamente sin reconocerle—. ¿Cómo va?

—Bien.

—Éste es el día en que los padres vienen a examinarnos y comprobar si vale la pena gastarse el dinero. La mayoría no vuelve hasta el final del trimestre. Siempre hay algunos que suben de vez en cuando, por supuesto, pero son los menos —miró a Roger con detenimiento—. Veremos.

—Me llamo Lindahl.

—Oh, claro. ¿Cómo está su chico? Dígame, ¿ya lo aclaró todo? ¿Lo de la habitación y las ropas?

—Sí, todo está en orden.

—Veo a su esposa allá al fondo. Una mujer muy atractiva. La señora Alt dice que baila. ¿Qué tipo de baile? ¿Ballet?

Roger se lo explicó.

—Ah, como Cyd Charisse. Sí, muy típico de la ciudad. Arte experimental y todo eso… me temo que es demasiado profundo para mí. ¿A qué se dedica usted, señor Lindahl?

—Soy propietario de una tienda de televisores en L.A.

—Caramba. Creo que la televisión lo impulsará todo en el futuro: juegos, deportes, comedia, todo.

—¿Ha visto a los Bonner?

—No —Van Ecke negó con la cabeza—, se han ido esta mañana temprano. Se quedaron a dormir la pasada noche. Sus hijos están aquí. Me parece que son mayores que el suyo; tienen once o doce años. Bien, espero verle de nuevo, Lindahl.

Eran las nueve y media. Roger entró en el comedor, atraído por el aroma a café. La mayoría de las mesas estaban vacías, pero en un extremo de la pieza habían dispuesto tazas, jarras de crema de leche, azucareros, una vajilla de plata y servilletas. Una mujer gruesa, de tez oscura, probablemente mexicana, entró empujando un carrito de dos pisos cargado con jarras de cristal llenas de café. Comenzó a verterlo en las tazas y a distribuirlas en las mesas. Hombres y mujeres no tardaron en arremolinarse en torno al desayuno. Todo parecía tan agradable… Atravesó la estancia y cogió una taza.

Llevaba sentado unos minutos, paladeando el café, cuando un hombre ataviado con un traje azul se sentó junto a él, le miró de soslayo, consiguió una taza, pidió a otra persona el azúcar y por fin dijo:

—Usted no es profesor, ¿verdad?

—No. Soy un padre.

—Bonita escuela ésta. —El hombre apoyó la frase con un movimiento de cabeza. Probó el café, intranquilo—. Una buena cuesta. Vaya curvas.

—Limítese a no frenar en las curvas —aconsejó Roger—. Mantenga el pie en el gas.

—¿Y no se corre demasiado entonces?

—Nunca frene en una curva —repitió—. Así no sufre el motor. Pise el freno antes de entrar en ella. De lo contrario se la puede pegar.

—Entiendo —el hombre siguió sorbiendo su café y luego murmuró—: Disculpe.

Se levantó y buscó otro lugar.

«No lo estoy haciendo muy bien», pensó Roger. Se sentía solo, pero no le apetecía reunirse con su esposa. Otras personas se sentaron a su mesa, le saludaron con un gesto o un «hola», permanecieron un rato y se fueron marchando.

Finalmente dejó la taza sobre la mesa y abandonó el comedor. Por una puerta lateral salió a la terraza. Estuvo unos minutos fumando y disfrutando del panorama. Después bajó un tramo de escalera que conducía a la carretera, atravesó un bosquecillo de abetos y desembocó en la montaña de basura que dominaba el campo de fútbol.

No había niños a la vista.

De pie, con las manos hundidas en los bolsillos, meditó sobre nada en particular, desprovisto de sensaciones. Eran casi las diez y empezaba a hacer calor. En el fondo del valle divisó un camión que renqueaba por una carretera. El humo del motor diesel flotaba detrás como una cola.

Oyó pasos a su espalda. Se volvió. Un negro cargado con periódicos doblados avanzaba hacia él.

—¿Es usted el señor Rank?

—No.

—Perdone —dijo el negro, que luego giró rápidamente sobre sus talones y desanduvo el camino.

«Ése es James —decidió—. Hola, James. Adiós.» En su interior creció el miedo, el omnipresente recuerdo de ellos, y palpitó en su boca.

Al cabo de un rato se puso a andar sin rumbo de nuevo. Enfrente se alzaba un pequeño edificio cuadrado de hormigón del que sobresalía una chimenea. «Parte del sistema de calefacción de la escuela», se dijo. Dejó atrás el edificio y ascendió una cuesta empinada hasta llegar a un risco. No lejos se alzaba otro edificio, éste en lamentable estado; de él se desprendía un olor a comida, estiércol y animales, pero no era un olor familiar. «Por lo menos no huele a caballos», pensó, mientras se acercaba.

El edificio carecía de puerta. Estaba a oscuras. Una fila de jaulas… nada más. Formas inciertas se revolvían y husmeaban en las jaulas. Conejos. Se detuvo ante la primera jaula. El conejo, de color ocre oscuro, le miró fijamente, tembloroso. El olor era intensísimo, pero no le importaba. Examinó cada una de las jaulas. Algunos conejos advirtieron su presencia; otros tenían los cuartos traseros apoyados contra los alambres y se hurgaban el pelaje por zonas. Tocó con la yema del dedo a uno de los animales; éste se movió con suma agilidad y se apartó de los alambres. Y los hocicos de los conejos no cesaban un instante de agitarse. Sus grandes ojos húmedos le vigilaban.

Salió del cobertizo y caminó al azar. En una ocasión vio a un grupo de padres con sus hijos. Escaló un montón de cantos rodados —el lecho seco de un riachuelo— y trotó hacia el lado opuesto. Ni un sonido. Ni un movimiento.

Se abrió paso entre unos matorrales y se encontró en la parte más alejada del campo de fútbol.

Cruzó el campo a pasos lentos, con la cabeza gacha, pisando la hierba. Se detuvo en el lugar donde habían estado. «Aquí», pensó. A la sombra de la colina. Lejos del sol. Deambuló a la ventura, dando puntapiés a las protuberancias del suelo.

Encontró una larga brizna de hierba y varias colillas pisoteadas en el suelo removido. Justo allí había tirado la señora Bonner la brizna de hierba cuando fue a reunirse con la señora Alt.

Se inclinó, recogió la brizna de hierba y se la guardó en el bolsillo.

«Debo de estar chiflado», se dijo.

Después continuó andando, sin apartarse del camino, hasta la cumbre de la colina. «No —pensó—, me he equivocado.»

«Estoy chiflado de verdad.»

Anduvo hasta su coche aparcado. Abrió la portezuela, entró, se sentó y abrió los cristales de las ventanillas. Puso la radio y cerró la puerta otra vez. Los malditos cristales. No los había subido. Volvió a abrir la portezuela y se estiró sobre los asientos para subir el cristal del lado opuesto.

Una vez hecho esto, se dirigió hacia el edificio principal de la escuela.

Encontró una silla vacía en el vestíbulo y se acomodó. Algunos padres habían subido al piso superior para examinar las habitaciones de los niños, o merodeaban por las clases, o paseaban por los jardines. En el vestíbulo no había casi nadie.

La señora Alt advirtió su presencia, se acercó y se desplomó en la silla de mimbre contigua a la de Roger.

—Estoy rendida.

—Vaya follón —asintió Roger.

—Sabe, estoy contenta de que cambiara de opinión.

Roger movió la cabeza en un gesto afirmativo.

—¿Puedo hacerle un comentario sobre su esposa?

—Claro.

—Creo que es muy fría con los niños. Arisca. No creo que se entienda muy bien con ellos. Es mi juicio inapelable del día. Se lo dije a ella, de no ser así no se lo diría a usted. Le dije que por ese motivo yo quería que Gregg entrara en la escuela.

—Es verdad… me parece.

—¿Ella quería tener un hijo?

—No me acuerdo.

—¿Qué tal es como madre?

—Fatal —sonrió entre dientes.

—Me dijo que su madre vivía cerca de la casa de ustedes.

—Demasiado cerca. Nos siguió la pista desde el este.

—Pienso que está haciendo lo correcto. Su esposa transmite una sensación de amenaza a Gregg.

—Yo también.

—Sí. Usted también.

—Pero es Virginia quien no le cae a usted bien.

—Cierto. Ese tipo de personas me atrae muy poco.

—Me sorprende que lo exprese con tanta claridad.

—¿Por qué? Virginia lo presiente.

—Virginia piensa que usted es maravillosa.

—Es lógico.

No alcanzaba a comprender el significado exacto de sus palabras.

—Supongo que lo que más me exaspera es su esnobismo, su sentimiento de superioridad. Procedo de Iowa; es algo que me tomo muy en serio.

Se rió con una profunda y sonora carcajada.

—Sí, pensé que era del medio oeste.

—¿Ha estado alguna vez por allí?

—Una, en mi niñez. Mi padre nos llevó de viaje. Fuimos a comprar maquinaria para la granja. Teníamos un camión.

—Usted trastornó con toda certeza a Liz Bonner. Se largó de aquí a toda prisa… pero es su forma normal de comportarse. Tiene una capacidad infinita para entender mal lo que la gente le dice; lo hace todo al revés y nadie puede arreglar sus estropicios. Es una de esas personas amables y formales que se aferran a cada palabra y luego… sólo Dios sabe lo que ocurre en sus cerebros. Si lo tienen. Por ejemplo, nos vemos obligados a comprar una pasta de dientes especial para sus dos hijos porque leyó en alguna parte que la pasta normal, las marcas habituales, quiero decir, contienen restos de tierra que destruyen los dientes. Yo diría que no han utilizado restos de tierra en los dentífricos desde los años veinte, aunque es posible que lo sigan haciendo. Tal vez esté en lo cierto. Ése es el problema: nunca eres capaz de demostrar que está equivocada. Es una especie de… —La señora Alt buscó la palabra precisa—… no quiero decir lunática. En la Edad Media probablemente habría sido quemada en la hoguera y tiempo después canonizada. Sí, como Juana de Arco. No me cuesta nada imaginar a Juana escuchando sin prestar atención discusiones sobre la guerra con Inglaterra y sobre el Delfín, y reconstruyendo por completo la situación en su mente… para salir a continuación por la puerta del mismo modo en que lo hizo Liz el otro día cuando le dije que ustedes habían decidido no matricular a Gregg en la escuela.

—Fue a Ojai a buscarnos.

—¿De veras? —dijo la señora Alt con una mueca.

—¿En qué trabaja su marido?

—Oh, es un capitoste de la panificadora. Un vicepresidente. Ya sabe, Bonner's Bonny Bread.

—Claro.

—Al principio su abuelo regentaba una modesta panadería.

Luego, su padre se asoció con otras panaderías independientes de L.A. Conservaron el apellido. Sabe, sólo hay una cosa que no le puedo perdonar a Liz Bonner. Diga lo que usted le diga, jurará que no lo hizo. Le importa un bledo, como si viniera de otro planeta. Dígale cualquier cosa y al día siguiente se le quedará mirando con aquellos grandes ojos pardos… «No, no lo sabía. ¿Qué quiere decir?» Asombrada por completo. La primera vez no… ¿cómo le diría yo? La primera vez no le volverá loco. Pero espere a experimentarlo un mes tras otro, descubriéndole la misma cosa una y otra vez.

—¿Cómo se lo toma él?

—Oh, Chic es un buenazo, vive en su propio mundo de ensueños. Ni siquiera creo que la escuche, a decir verdad. Cada uno va por su lado.

Dos mujeres cruzaron el vestíbulo en su dirección. Una era Virginia y la otra la señora McGovern, la profesora de ciencias.

—¿De qué va la discusión? —preguntó la señora McGovern cogiendo una silla al pasar.

—Liz Bonner.

—No hay nada que discutir —dijo la señora McGovern—. Es idiota.

—Dejé que Gregg se fuera de excursión con otros chicos y el señor Van Ecke —le explicó Virginia a Roger—. Una caminata hasta la ciudad.

—Estupendo.

—No pienso lo mismo —dijo la señora Alt en respuesta a la profesora de ciencias—. Atolondrada, quizá.

—Es lo mismo —puntualizó la señora McGovern.

—No —insistió la señora Alt—. No es corta. No es lenta. Siempre asocio la idiotez con una personalidad más bien pedestre, abúlica. Liz es espabilada… demasiado espabilada. Capta cuanto ve y cuanto oye; ésa es una parte del problema. No es selectiva. Se lo guarda todo dentro sin discriminar.

—Carece de perspectiva —apuntilló la señora McGovern—. ¿Ha visto qué listas somos? —le dijo a Virginia—. Sentadas aquí y despellejando a alguien que vive a cien kilómetros de distancia.

—Si hay que hablar de alguien a sus espaldas conviene asegurarse de que se hace realmente a sus espaldas —dijo la señora Alt.

—Oh, a Liz no le importaría —la señora McGovern hablaba con lentitud y pedantería; era una mujer más bien masculina, con el cabello corto y la cara cuadrada y de facciones duras—. Pensaría que es divertido.

—Me parece que no la conozco —dijo Virginia.

—Es la mujer de la que le hablé —dijo la señora Alt—. La que viene cada fin de semana para recoger a sus hijos.

—Oh. Bueno, espero que sea lo bastante lista como para conducir bien.

—Lo es —dijo la señora McGovern—. Aunque eso no tiene nada que ver con la inteligencia. Es simple falta de imaginación.

—O un buen ojo para controlar el tránsito —dijo Roger.

—¿Qué quiere decir? —preguntó la señora McGovern.

—La habilidad para hacerse una idea de la carretera.

—Con todos esos nuevos sistemas automáticos, basta con hacer girar la llave —rechazó la señora McGovern con un gesto despectivo.

—Y salir de la carretera sin sufrir el menor percance —siguió airado Roger—. Conducir es una técnica, se domine o no. ¿Ha conducido mucho usted? ¿Qué hace cuando nota que el coche se le escapa de las manos? ¿Frenar de golpe?

La señora McGovern no respondió. Movió la silla de manera que pudiera mirar de frente a la señora Alt. Iniciaron una conversación relacionada con las mesas del laboratorio de ciencias. Virginia apretó el brazo de Roger con su mano; se llevó un dedo a los labios para solicitarle moderación.

—De acuerdo.

—Me sorprendes —dijo Virginia.

—De acuerdo —repitió, y se sumió en el silencio.

Ambos se sintieron abatidos durante el viaje de vuelta a Los Ángeles. Iba a ser duro para ellos; ninguno lo ignoraba. Roger conducía. Ella miraba el paisaje. «Tierra inútil», pensó. Kilómetros y kilómetros. No valía nada para nadie.

—Maldita mujer —dijo Roger.

—¿Cuál?

—Esa profesora de ciencias.

—Sí, me causó una sensación horrible, pero no tenías que haber empezado a gritar. ¿Qué te pasó?

—La razón por la que las mujeres son tan malas conductoras se debe a esa actitud. Se figuran que con girar la llave ya está todo hecho; por eso se lanzan directamente sobre uno.

—La señora Alt parecía cansada.

—Sí.

—Odiaría cargar con tanta responsabilidad. —Después de una pausa añadió— he estado pensando en cosas que olvidamos. No metimos en la maleta sus calcetines de lana gruesos, los que se pone encima de los normales. Tendría que haber hecho una lista. Se los traeremos la próxima vez, o se los daremos cuando esa pareja, los Bonner, nos lo traigan.

—Sería mejor que los llamaras por teléfono.

—Sí, tienes razón. Así no complicaremos el asunto. Yo misma la llamaré; seguro que la señora Alt se olvida de hacerlo. De todas maneras, no vi a los Bonner por allí. ¿Y tú?

—Hoy no.

—Les llamaré esta tarde.

Buscó papel y lápiz en el bolso. Preparó una lista de cosas para Gregg y añadió debajo: «Buscar número de teléfono, llamar a Liz Bonner». Luego recordó el intercambio de chismes entre la señora Alt y la señora McGovern y meditó en voz alta:

—No sé. A juzgar por lo que comentaron, parece poco de fiar. ¿Tuviste esa impresión cuando la conociste?

—No.

—¿Qué impresión te dio?

—Buena.

—Quizá lo abandone en algún punto de la carretera.

—Reúne un puñado de vejestorios y mira lo que obtienes.

—¿Es bonita?

—No. No especialmente.

—¿Qué aspecto tiene? Tal vez me tropecé con ella y no la reconocí.

—No estaba allí —se mordió el labio inferior—. Es una pareja de unos treinta años. Él se está quedando calvo. El día que lo vi llevaba pantalones cortos; una cara vulgar. Ella tiene el cabello castaño.

—Me encontré con Jerry y Walt.

—¿Y quién cojones son esos?

—Sus hijos.

—Oh.

La miró de reojo.

—Los chicos son pelirrojos. Y pecosos. Son…

—Los vi. Son mayores.

—Bueno, tienen doce años. —Efectuó un rápido cálculo—. Por lo tanto, ella ha pasado de los treinta, a menos que se casara a los diecisiete.

—Pongamos treinta y cinco.

—Creo que no le gusto a la señora Alt.

—Le caes muy bien.

—Siempre me tropiezo con mujeres como ella.

Al llegar a Los Ángeles, Roger aparcó el coche en la zona amarilla frente a Modern TV Sales & Service.

—Te veré más tarde. Si te sientes sola, ve al cine o haz cualquier cosa.

—A estas horas estaría igualmente en la guardería.

Eran las tardes las que la preocupaban.

Fue hasta casa en el coche y lo dejó en el garaje. Se dedicó a hacer la limpieza durante una hora y luego, angustiada por el silencio, abrió el listín telefónico y buscó a un Charles Bonner que viviera en San Fernando. Encontró dos. Llamó al primero y no obtuvo respuesta. Luego llamó al otro.

—Hola —respondió una voz femenina jadeante.

—¿Es… la señora Bonner? —preguntó indecisa.

—Sí.

—¿Es usted Elizabeth Bonner?

—Sí.

—Soy la señora Lindahl.

—¿Quién?

—Sus dos hijos van a… —De repente olvidó el nombre de la escuela—… a Ojai. Jerry y Walter.

—Oh, sí, por supuesto. ¿Quién dijo que era?

—Virginia Lindahl. La señora Alt dijo que le hablaría de mí.

—¿Quién? ¿Se refiere a Edna? Espere un momento. —Virginia oyó el sonido de una radio, que enseguida cesó. Luego oyó pasos y de nuevo la voz al otro extremo de la línea—. ¿Puede repetírmelo, por favor?

—La señora Alt dijo que hablaría con usted y su esposo para que me trajeran a mi hijo los fines de semana desde Ojai —habló lentamente y con claridad. Recordó el nombre—. La Escuela de los Padres.

—¿Sí?

—Me gustaría discutirlo con usted —dijo exasperada—. Podríamos llegar a un acuerdo. Pagarle algo, alternarnos o algo por el estilo. La señora Alt pensó que llegaríamos a un acuerdo.

—¿Viven en L.A.?

—Sí, llamo desde la ciudad.

—Creí que no iban a matricular al niño en la escuela. —Cierto aturdimiento se filtró en la voz—. ¿No se opuso su marido?

—Cambiamos de idea.

—Ah, estupendo. Es una escuela maravillosa. ¿Ya está allí? Nosotros también llevamos a los niños, esta mañana. Ayer conocí a su marido. He olvidado su nombre. ¿Cómo se llama su hijo? ¿George?

—Gregg.

—Es muy majo. Se puso a jugar al fútbol con los demás. Estaré encantada de traerlo conmigo. Iré allí el viernes por la noche; si quiere, lo recogeré, aunque tal vez sería mejor que la primera vez lo hiciera usted. ¿Qué opina? Usted decide. Yo voy a ir de todas maneras. Claro que también podríamos ir juntas, ¿no le parece? Así sólo usamos un coche. Yo conduciría a la ida y usted a la vuelta, o al revés. ¿Qué le parece?

—Buena idea. Da igual qué coche utilicemos.

—Prefiero ir en la camioneta. Si los chicos están cansados pueden acostarse en la parte de atrás y dormir un poco; así no estarán saltando sobre nosotras todo el rato. El viernes saldré de aquí a la una de la tarde y la recogeré. O también puede venir aquí en coche, para regresar con Gregg a casa en cuanto volvamos. ¿De acuerdo? Le daré mi dirección.

—La tengo. La conseguí en el listín telefónico.

—Oh, estupendo. Bueno, nos veremos el viernes sobre la una. —Dudó un rato y luego dijo—: Me alegro de haberla conocido, señora Lindahl. Tengo ganas de… verla.

—Muchas gracias, señora Bonner. Le agradezco su ayuda.

Hasta el viernes.

Colgó el teléfono y cerró el listín.

«Realmente atolondrada —pensó—, tenían razón.» Pero parecía agradable.