5

Una figura que se movía al otro extremo de la calle le recordó a su hija. Una chica alta y flaca, embutida en un abrigo, que caminaba con tal rapidez que los cabellos ondeaban tras ella, unos cabellos tan difíciles de peinar y rebeldes como los de Virginia. Atravesó la calle sin mirar, con el mismo ímpetu, la cabeza altiva, sin pararse a pensar dónde ponía los pies. Le daba un cierto aire de torpeza, como a Virginia; la muchacha no se movía femeninamente, carecía de gracia y ni siquiera coordinaba bien. Parecía no saber qué hacer con los brazos, aunque sus piernas eran largas y esbeltas (las minifaldas de moda las descubrían hasta las rodillas) y la espalda, recta. Cuando se encaminó con paso decidido hacia el último edificio, la señora Watson comprendió que era Virginia. Por Dios, ¿había venido en autobús? Siempre la traía alguien en coche.

—No te reconocí —dijo Marion Watson.

Virginia se detuvo ante la cerca, se ruborizó y respiró por la boca, un zumbido asmático que parecía deberse más al alcohol que al esfuerzo. No hizo el menor movimiento para abrir la portezuela y entrar en el patio, como si estuviera a gusto en la acera. Tras una pausa, la señora Watson prosiguió su tarea; arrancó una excrescencia de la mata de rosas de té sobre la que estaba inclinada.

—¿Qué haces? —preguntó Virginia alegremente—. Las cortas hasta reducirlas a la mínima expresión; parecen palos.

—No esperaba verte aparecer caminando. Buscaba el coche de Carl.

Carl era el chico que acompañaba habitualmente a su hija; habían salido de forma intermitente durante un año.

Virginia abrió el portal y se agachó bajo el emparrado de rosas, rozando las ramas sin prestarles atención. Algo que tenía que pasar por alto, como tantas otras cosas de su vida. El golpe brusco de la mano, la impaciencia… llegó junto a su madre, se detuvo un momento y empezó a subir la escalera trasera.

—He de acabar esto —dijo la señora Watson—. Es la época ideal para podarlas. —Continuó arrancando las ramas; las había dispuesto en montoncitos por diversos lugares del patio y frente a la fachada de la casa—. Casi he terminado ya.

Virginia inspeccionó el patio desde los peldaños, balanceándose de un lado a otro, con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta. El sol del mediodía, que le daba de lleno en el rostro, le hacía brillar la piel algo reseca sin maquillaje pero, pensó su madre, muy bonita. La boca fina y llena de color, algunas pecas en las mejillas, el cabello rebelde de color arena. Falda y blusa de colegiala, los habituales zapatos de tacón bajo… un par de gastados zapatos que habían comprado juntas varios años antes.

La señora Watson se puso en pie (le dolían los músculos de tanto trabajar) y dijo:

—Ahora quiero barrerlas hacia la parte de atrás para que Paul las queme.

—¿Quién es Paul?

—El hombre de color que me ayuda en las tareas más pesadas. —Sacó del garaje el rastrillo y empezó a empujar las ramas cortadas del rosal—. ¿A que hablo como una de esas damas del sur?

—Ya sabes que no lo eres.

—Lo soy. No estaría en este… —Dejó de trabajar y abarcó el patio con un gesto—. Claro que ahora es patriótico —la mayor parte del terreno se había convertido en un magnífico huerto en el que remolachas, zanahorias y rábanos alzaban sus copas en filas perfectamente ordenadas—, pero seamos realistas.

—No puedo quedarme mucho tiempo hoy. Quiero estar de vuelta en el apartamento a la hora de cenar. Es posible que me llame alguien.

—¿Del hospital?

—No, un amigo que se va a California.

—Bueno, ¿y cómo podrá llamar si se marcha a California?

—Si no se marcha, llamará.

—¿Es alguien a quien conozca?

—No. —Virginia abrió la puerta y entró en casa—. Es un amigo de los Rattenfanger. Celebraron una fiesta para mí…

—¿Cómo fue?

Virginia ya le había mencionado lo de la fiesta para celebrar que llevaba un año en el trabajo.

—Bastante bien. Pasamos la mayor parte del tiempo sentados y charlando. Todo el mundo tenía que levantarse temprano al día siguiente para ir a trabajar.

—¿Qué clase de persona es?

Una vez, en la ciudad, había coincidido con los Rattenfanger en el apartamento de Virginia. No le impresionaron tanto como a ésta, pero tampoco le disgustaron; al menos parecían simpáticos y no trataban de aparentar lo que no eran.

—Es difícil de explicar. No lo sé. ¿Cómo son las personas?

Depende mucho de las circunstancias, del humor del momento.

—Bien, ¿qué hace? —Como su hija no respondía preguntó—: ¿Está en el Ejército?

—Le dieron de baja. Fue herido en las Filipinas o algo así. En cualquier caso, lo declararon inútil total. Parecía agradable. Es probable que ya haya llegado a California o esté en camino.

El tono de su voz indicaba abatimiento. Desapareció en el interior de la casa y la puerta se cerró de golpe detrás de ella.

Se sentaron a la mesa de la cocina y liaron cigarrillos en la vieja maquinita que la señora Watson había comprado en el People's Drugstore. Enrollaba el papel y el tabaco de pipa —casi el único tabaco todavía disponible— en pitillos más o menos decentes, preferibles en cualquier caso a los peculiares petardos de diez centavos que se exhibían en los estantes de las tiendas y que sabían como si hubieran sido recogidos del suelo de un establo.

—Ya no me acordaba —dijo Virginia—. En el bolso tengo algunos bonos de racionamiento para ti. No te olvides de pedírmelos.

—¿Te va bien dármelos? —preguntó con voz en que vibraba la alegría.

—Claro. Como en el trabajo. Si el carnicero te pregunta por qué no están pegados a la cartilla, le dices que los cambiaste por manteca.

—Detesto quedarme con los tuyos, pero los utilizaré sin dudarlo. Oye, querida, compraré una pierna de cordero para el próximo domingo; te invito a cenar conmigo.

—Quizá lo haga —respondió Virginia como si no la escuchara.

Su atención estaba puesta en otras cosas y se sentaba sin decir palabra, tiesa y en una postura incómoda, con la silla muy alejada de la mesa, como extenuada, con las mejillas hundidas, los ojos sin vida, los brazos desnudos apoyados en la mesa. Mientras hacía funcionar la máquina, sus dedos esbeltos, dotados de una fuerza poco usual, tamborileaban sobre la mesa, hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se detuvo.

—Pareces hambrienta —dijo la señora Watson algo alarmada.

—¿Hambrienta? No…

—Hambrienta. La personificación de los campos de concentración nazis.

—No seas tonta.

—Te estaba tomando el pelo.

—No; es tu forma de sugerir algo.

—Podrías maquillarte alguna vez, o arreglarte el pelo. Has dejado de cuidártelo, ¿no?

—No tengo tiempo. Hay una guerra ahí fuera, ¿sabes?

—Tu pelo es todo un espectáculo. Si te miras al espejo me darás la razón.

—Sé cuál es mi aspecto.

Hubo un momento de silencio.

—Bien —matizó la señora Watson—, no quiero quitarte mérito a tu belleza.

Virginia no respondió. Terminó de liar cigarrillos.

—No te tomes las cosas tan en serio —agregó la señora Watson—. Es una de tus tendencias, y sé que lo sabes.

Virginia levantó la cabeza y le dirigió una dura mirada.

—¿Cómo está Carl? —preguntó la señora Watson en seguida.

—Bien.

—¿Por qué no te ha traído a casa?

—Hablemos de otra cosa.

Recogió hebras de tabaco, y al hacerlo se las metió entre las uñas. A pesar de toda su firmeza, había un límite para su energía.

—No lo han enviado a ultramar, ¿verdad? —Prefería a Carl entre todos los demás chicos; siempre parecía estar en su lugar, abriendo puertas, estrechando manos, inclinando su elevada estatura—. Hay tan poca estabilidad durante la guerra… ¿Cuánto crees que durará? Me alegraré cuando termine.

—Pronto abrirán el Segundo Frente.

—¿De veras lo crees? ¿Piensas que los rusos podrán resistir? Les hemos aportado tanta ayuda… Aunque me sorprendería que aguantaran tanto tiempo.

Siempre había pensado que los rusos se rendirían; en cuanto conectaba la radio esperaba la noticia de que rusos y alemanes habían firmado un tratado de paz.

—Ya sé que no estarás de acuerdo conmigo, pero pienso que la guerra es buena por los cambios que produce. Cuando termine, el mundo será mucho mejor, gracias a la guerra.

Su madre gruñó por lo bajo.

—Los cambios son necesarios —añadió Virginia.

—Ya he visto bastantes cambios. —En 1932 había votado por Hoover. Los primeros meses de la administración Roosevelt la horrorizaron. Su esposo había fallecido en la misma época, y en su mente se mezclaban ambos acontecimientos, la muerte y la pérdida, con la consiguiente subversión del orden, los emblemas de la NRA[4] y, en las calles, los símbolos de la WPA—. Espera a tener mi edad —agregó.

—¿Te molesta ignorar dónde estaremos dentro de un año? ¿Por qué? Es maravilloso… Así debería ser siempre.

—¿Cómo es ese chico? —preguntó la señora Watson, invadida por un profundo recelo y una poderosa intuición.

—¿Qué chico?

—Ése que te va a llamar. El que se va a California.

—Oh —sonrió Virginia, sin responder.

—¿Es un minusválido? —Le horrorizaban las personas lisiadas; nunca permitía que Virginia le hablara de sus pacientes del hospital—. No será ciego, ¿verdad?

La ceguera le asustaba más aún que la muerte.

—Creo que se le incrustó un trozo de metralla en la espalda.

—¿Cuántos años tiene?

—Unos treinta.

—¡Treinta! —Era algo similar a sufrir una mutilación; la imagen de Virginia casada con un hombre de mediana edad, incipientemente calvo y con tirantes irrumpió en su mente—. Oh, Dios mío.

Entonces recordó el momento en que más la asustó su hija; sucedió durante una temporada de vacaciones en Plumpoint, en una cabaña de la bahía de Chesapeake. Los niños recogían botellas de Coca-Cola vacías abandonadas por los bañistas, las vendían a dos centavos la pieza y, con el dinero obtenido, menuda pandilla, corrían al parque de atracciones de Beverly Beach. Una tarde, con el dinero de las botellas, Virginia alquiló los servicios de un hombre para que la paseara por la bahía en un bote de remos, un cascarón de nuez agujereado, cubierto de percebes y que hedía a algas. El bote se había agitado sobre las olas durante casi una hora ante la desesperación y la furia de ella y su esposo, que contemplaban la escena desde la playa; en cuanto se hubo agotado el tiempo estipulado por cincuenta centavos, el hombre dio media vuelta.

—No tiene aún los treinta —precisó Virginia—, pero es mayor que yo. —Continuó liando cigarrillos con la máquina—. Ha tenido muchos problemas, pero no parece que haya aprendido mucho; sigue vagando sin rumbo.

—¿Qué… qué quiere? De una mujer, quiero decir.

—En apariencia, nada. Quizá un poco de conversación. Quiere ser ingeniero electrónico cuando acabe la guerra.

—¿Cuándo me lo presentarás?

—Nunca.

—Quiero conocerle.

Su voz adoptó un tono suspicaz.

—Creo que se ha ido a California.

—No, no lo crees. Tráelo para que lo conozca. ¿O no quieres que lo conozca?

—Eso no importa.

—Pues sí, me gustaría mucho. ¿Tiene coche? Que te acompañe la próxima vez. ¿Qué te parece el próximo fin de semana? —Deseaba que pasara por su casa antes de que ocurriera algo—. Es tu vida, por supuesto, las dos estamos de acuerdo en ese extremo.

Virginia soltó una carcajada.

—¿No es así? —preguntó la señora Watson—. ¿No es tu vida?

—Sí.

—No trates de endosarme tus responsabilidades. Has de tomar tus propias decisiones; tienes un trabajo, eres adulta y consciente de tus actos.

—Sí —repitió Virginia con entonación seria.

Virginia se marchó a las dos y su madre la acompañó hasta la parada del autobús. Cuando llegó a casa sonó el teléfono.

—¿Está Virginia? —dijo una voz al otro extremo.

—No —respondió la señora Watson sin aliento. Era Penny, la compañera de piso de Virginia—. Acaba de irse hace un momento.

La puerta de la entrada se había quedado abierta. Un chico que vendía periódicos cruzó la acera, echó una ojeada al interior, titubeó y luego arrojó un ejemplar al porche.

—Hay alguien aquí que quiere verla —explicó Penny—. Si acaba de salir no creo que tarde mucho.

—¿Quién es? ¿Es el que se iba a California? Pregúntaselo.

—Sí. Al final no se marchó.

—Dile que quiero hablar con él. Que se ponga al teléfono.

¿Sabes cómo se llama?

—Roger algo. Espere un momento, señora Watson.

Siguió un largo silencio y aguzó el oído, apretando el auricular contra la oreja. Captó un murmullo de voces lejanas, una voz de hombre, la voz de Penny, pasos y ruidos del teléfono.

—Hola —dijo la señora Watson.

—Hola —respondió una voz de hombre, una voz amortiguada.

—Soy la madre de Virginia. ¿Es usted el hombre que se iba a California? No lo ha hecho, por lo visto. Se va a quedar una temporada, ¿no es así? —Esperó conteniendo la respiración tanto como pudo, pero él continuó mudo—. Le dije a Virginia que le invitara a cenar, así que le espero el próximo fin de semana. ¿Vendrá? ¿La acompañará en coche? Tiene coche, ¿no?

Un susurro. Y luego dijo con su voz apagada:

—Sí, creo que sí.

—Tengo ganas de conocerle. Se llama Roger, ¿no? ¿Y el apellido?

—Lindahl.

—Muy bien, señor Lindahl. Telefonearé a Virginia esta semana y le especificaré el día de la cena. Me alegra haber hablado con usted, señor Lindahl.

Colgó y atravesó el pasillo hasta la puerta para recoger el periódico que el chico había tirado.

Sacó las gafas de su estuche y extendió el diario sobre la mesa de la cocina. Preparó una taza de café instantáneo, encendió uno de los cigarrillos que había liado con su hija y empezó a leer las noticias.

«¿De veras me parece tan estúpida?», pensó apartando el periódico.

Desde la ventana de la cocina divisó las pilas de ramas cortadas que no había terminado de barrer. Salió al patio trasero con el cigarrillo entre los dedos y cogió el rastrillo. Hizo un solo montón y lo aplanó; llevaba el cigarrillo colgado de los labios. «Ahora —pensó— estoy escandalizando al vecindario, indignando a las damas sureñas por fumar en mi propio jardín.»

En menos de diez minutos terminó el trabajo. Recogió las tijeras y miró en derredor por si podía hacer algo más.

«No me importa que sea así de estúpida —pensó—; lo único que me interesa es verle a él, saber qué pinta tiene.»

El deseo de obtener una impresión visual exacta de aquel hombre le impedía pensar en otra cosa. Los detalles: el color del pelo, la estatura, el tipo de indumentaria, las palabras que utilizaba. Por lo demás, todo era posible; todo tipo de relación se podía desarrollar entre ellos.

Sus ojos tropezaron con la vistaria; abrió y cerró las tijeras y se dirigió hacia la planta resueltamente.