3

—Hola, Gregg —dijo la mujer desde la terraza—. Veo que te has decidido a volver a visitarnos.

—Hola, señora Alt —contestó Gregg, aferrado todavía al brazo de su padre.

La señora Alt descendió los escalones y se aproximó a Roger con la mano tendida.

—¿Cómo está? Encantada de conocerle, señor Lindahl.

—Más tarde —murmuró mientras se deshacía de la presa de su hijo. Su confusión le impidió mirar a los ojos de la señora Alt—. Lo siento. Quiere montar a caballo.

—Su esposa es una persona sorprendente, señor Lindahl —dijo la señora Alt mientras se estrechaban las manos—. Impresionó a todo el mundo.

Se inclinó para hablar con Gregg.

—¿Qué te gustaría hacer? ¿Quieres jugar al fútbol con los otros chicos? Me parece que están todos en el campo. ¿Quieres que te acompañe?

—Ya sé donde está. Estuve ayer. —Corrió unos cuantos metros, se detuvo, dio media vuelta y volvió a toda prisa—. ¡Adiós! ¡Voy a jugar al fútbol!

Corrió hasta rebasar los árboles y desapareció.

—¿Estará bien allí? —preguntó Roger—. ¿Llegará sin problemas?

—Ya ha llegado. Está al otro lado de la colina.

—No sabía que tuvieran tanta extensión de terreno —comentó Roger—. Parece una granja.

—Oh, sí. Procuramos que los niños vivan al aire libre el mayor tiempo posible. Tenemos animales… de hecho, antes había una granja aquí. Un grupo de jubilados la compró y pusieron el ganado en venta. Luego, uno de ellos murió.

—Los cerdos se cotizan muy alto en el lugar de donde provengo.

—Sí, lo sé. Viví en el oeste de Arkansas durante un año, más o menos. En Fayetteville.

—Se crían muchos cerdos allí.

—¿Creció en una granja?

—Sí.

—Entonces esto debe parecerle… —La señora Alt rió—… familiar. Los edificios y el olor. Algunos padres olfatean el aire y piensan «¿qué demonios puede ser esto? Algo poco saludable»… Lo sé por la forma en que merodean.

—Me gusta este olor.

—Guardo el cheque de su esposa en el despacho —dijo la señora Alt cruzándose de brazos—. Se lo devolveré cuando quiera.

—Gracias.

—¿Le dijo su esposa que discutimos y que no llegamos a ningún acuerdo? Desde el primer momento y sobre todo tipo de temas.

—Lamento tener que marcharme en seguida, pero soy propietario de una tienda. Si me da el cheque, recogeré a Gregg y nos iremos cuanto antes.

No deseaba perder el tiempo; la escuela, el olor a heno, animales y estiércol, la visión de la cuadra, la suciedad y la hierba seca le estaba afectando demasiado.

—Como quiera.

La mujer se dirigió con paso rápido hacia el edificio principal.

La siguió con las manos en los bolsillos. La perdió de vista, incapaz de seguir su paso; se encontró en medio de un vestíbulo solitario, frente a una sala de espera y un escritorio. Una niña leía un libro sentada en una silla; no levantó los ojos ni reparó en él.

—Tenga su cheque.

La señora Alt apareció y le tendió el cheque, que él aceptó y guardó en el bolsillo de la camisa. El tono de la mujer era seco.

—¿Se dan con frecuencia estos casos? —preguntó Roger.

—Muy de vez en cuando. Son gajes del oficio.

No parecía irritada, sólo impaciente. Tuvo la impresión de que la mujer había aprendido a no juzgar; le disgustaba aprobar o condenar. Probablemente tenía cosas más importantes de las que preocuparse, detalles y pequeños asuntos que exigían toda su atención. Le apetecía charlar un rato con él, pero ahora que el trámite había concluido, estaba ansiosa de volver al trabajo.

—No la molestaré más rato. Muchas gracias por no… —Sus pensamientos eran confusos—… por sacarme del aprieto.

—La próxima vez quizá sería conveniente que usted y su esposa se pusieran de acuerdo antes. —Le dedicó una sonrisa, una amigable pero controlada sonrisa—. Me alegro de haberles conocido. Su hijo es muy cariñoso. Confío en que se recupere de su asma. Estoy segura de que lo conseguirá. Parece muy despierto e interesado en lo que le rodea. Me formuló un número inusitado de preguntas.

Volvieron a estrecharse las manos, salieron del vestíbulo en tinieblas y bajaron la escalinata. El sol le dio en los ojos y los cerró. Cuando se acostumbró a la luz, caminó en la dirección que Gregg había tomado.

La impresión. Olores, tan identificados con su hermano; la terrible, falsa y estremecedora sensación de la cercanía de su hermano, el fin de la soledad. El heno podrido, la proximidad de la cuadra, la tierra seca que crujía bajo sus pies… muy cerca, al alcance de su mano.

—Stephen —murmuró.

Huevos rotos, calcificados. Grietas negras de las que surgían olores y limo; él cargaba con el saco.

«—Cielos —exclamó mamá con voz clara y firme—. ¿Se puede saber qué es eso? Sácalo de la cocina; no lo traigas aquí.»

Guardamos los huevos. Veintiséis huevos.

Dos rotos.

La vieja gallina huía a través del patio; entraba y salía del cobertizo. Metía y sacaba la cabeza entre las tablas.

Ja, ja.

Un hombre adulto se puso en pie, le dijo algo a la mujer que estaba a su lado y caminó hacia el campo de fútbol. Hizo formar cuidadosamente a los niños.

—Jerry, te quiero allí. Walt, allá. ¿Cómo te llamas? ¿Gregg? Allí, Gregg. Mike, aquí. Así está bien. Preparados. —El hombre se dispuso a lanzar el balón entre sus piernas abiertas—. ¡Ya!

El balón recorrió una distancia de varios metros y cayó en la hierba; los niños se lanzaron en aquella dirección chillando, con los brazos tendidos y los dedos crispados.

El hombre esbozó una sonrisa, salió con parsimonia del campo y tomó asiento entre sus compañeros.

Un sendero descendía por la cuesta hasta el campo de fútbol. Roger empezó a bajar después de un momento de vacilación. Se situó cerca de los adultos, que advirtieron su presencia; una de las mujeres giró la cabeza para examinarle y una hilera de rostros la imitó.

Los ignoró y observó a los chicos. «Profesores», decidió. No estaba en buena posición. Había sobrepasado la línea. Gregg no tenía derecho a corretear por su campo de fútbol, a jugar con su balón. La situación le desazonaba. Deseaba coger a Gregg y largarse cuanto antes.

«Pero es un lugar estupendo para un chico», pensó. Nadie podría negarlo.

Continuó mirando a los chicos, procurando calmar su inquietud, hasta que uno de los adultos se levantó, cambió unas palabras con los otros y se acercó hacia él.

—Es usted el señor Lindahl, ¿verdad? ¿El padre de Gregg?

—Sí.

—Soy Van Ecke, el profesor de matemáticas.

El hombre le estrechó la mano; exhibía unos modales tan afables e informales que debía de tratarse de una deformación profesional. Tanto él como otro hombre llevaban camisas hawaianas de manga corta y pantalones de hilo. Como las mujeres, parecían relajados, simpáticos y le sonreían. Se habían traído una radio portátil, sintonizada en una emisora musical, un cántaro y vasos.

—¿Por qué no nos acompaña? —dijo Van Ecke—. ¿Ha venido con su esposa? La conocí ayer, cuando vino con Gregg. Comimos juntos.

—Pero no solos —señaló una de las mujeres. Todos rieron—. La señora Alt no les dejó ni un momento.

Incapaz de rechazar la invitación, Roger siguió a Van Ecke. El profesor de matemáticas le presentó a los demás.

—Ésta es la señora McGovern, la profesora de ciencias. La señorita Tie, maestra de lengua y educación física. El señor y la señora Bonner, padres de alumnos, como usted. Sus hijos están jugando con el de usted.

—Siempre un grado por debajo —dijo la señora Bonner—. Primero, los profesores; luego, los padres.

—Y después los niños —añadió su marido.

—En el punto más bajo de la escala —dijo Van Ecke.

—¿Y la zarigüeya?

—Al final de todo; rectificación.

—¿Ha venido la señora Lindahl? —preguntó Van Ecke.

—No. —Roger se sentó con torpeza—. Sólo Gregg y yo.

—¿Cuántos años tiene su hijo? —preguntó la señora Bonner.

—Siete y medio. Es un poco bajo para su edad.

—Cuando haya pasado un tiempo aquí —aseguró la señora McGovern—, medirá casi dos metros.

Todos rieron de nuevo, excepto el señor Bonner, que le miraba con fijeza. Parecían cordiales, salvo quizá Bonner. A pesar de todo, su sensación de incomodidad aumentaba. Se vería obligado a explicarles la situación y quedaría en ridículo.

Los profesores abandonaron la conversación y volvieron su atención hacia los niños. El señor y la señora Bonner eran de su edad, mayores que los profesores, a los que veía como estudiantes universitarios. Van Ecke, desde luego, tenía veintipocos. El rostro de la señorita Tie era descolorido, fláccido; llegó a la conclusión de que había obtenido el título justo después de terminar la guerra. La señora McGovern destacaba de entre todos los demás por su aspecto de madurez y capacitación. Bonner tenía los brazos rollizos y peludos, la cara sonrosada y el cabello corto y escaso; su esposa se sentaba con los brazos rodeando las rodillas, el mentón echado hacia delante y retorcía entre los dedos una brizna de hierba. A diferencia de las profesoras, que llevaban tejanos, vestía falda y blusa. La cinta que ceñía su cabello le daba una apariencia más juvenil que la de su marido y los profesores, pero cuando levantó los ojos para mirarle comprendió de inmediato que había rebasado los treinta. Tenía una bonita cara redonda y unos hermosos ojos; le gustaron sus ojos.

—¿Es con usted con quien debo hablar de los viajes? —le preguntó ella.

—Creo que no.

—La señora Alt dijo algo referente a que yo me encargaría de llevarle a su hijo a casa los fines de semana.

—No, que yo sepa.

—Tal vez se trataba de otra persona —dijo la señora Bonner tirando al aire la brizna de hierba y cogiéndola al vuelo—. Pensé que sería usted; se lo volveré a preguntar. —Se volvió hacia su marido—. ¿No dijo Lindahl? Estoy segura de que sí.

—Si no recuerdo mal —dijo Van Ecke—, fue la señora Lindahl quien mencionó el tema. Estábamos comiendo. Comentó lo mucho que le molestaba hacer ese viaje.

—Sí —dijo la señora McGovern—, fue la señora Lindahl.

Todos aguardaban expectantes.

—Lo siento —se disculpó Roger—. No lo mencionó.

Bonner giró la muñeca hacia fuera para ver la hora; la correa de piel oscura del reloj ceñía su abundante vello.

—Quizá sería mejor que se lo preguntaras, Liz. Nos marcharemos dentro de poco.

—Estará en el despacho —dijo la señora McGovern.

—Iré a averiguarlo —dijo Liz Bonner—. Dijo que quería arreglarlo hoy —añadió. Cogió el bolso, se levantó y empezó a ascender por la senda que conducía a lo alto del montículo. A mitad del camino dijo por encima del hombro—: Seguro que fue alguien.

Luego desapareció.

«Sería mejor que me fuera», pensó Roger.

—Me alegro mucho de haberles conocido. Es posible que nos veamos de nuevo. —Se irguió—. Ya es hora de regresar a L.A.

—¿Gregg se quedará aquí? —preguntó Van Ecke.

—No. Lo traeré dentro de unos días. —Se adentró en el campo sin mirar atrás—, ¡Gregg! ¡Vámonos a casa!

—¡Aún no! —chilló Gregg—. Por favor, un poquito más, ¿vale?

Le dio la espalda y se mezcló con los otros niños hasta perderse de vista.

—Ven aquí ahora mismo —masculló Roger encolerizado. Fue detrás de su hijo, le agarró por la muñeca y lo arrastró lejos de sus compañeros de juego. Gregg parpadeó de sorpresa y dolor, y su rostro se nubló de aflicción. Abrió la boca y empezó a sollozar. Los demás niños se quedaron paralizados, mirando como Roger sacaba a su hijo fuera del campo—. Espera a que estemos lejos —le dijo al niño—. Verás qué paliza te voy a dar. No estoy bromeando, te juro que no estoy bromeando.

Gregg tropezó y estuvo a punto de caer; le obligó a mantener el equilibrio y a remontar el sendero. La tierra crujía y caía rodando bajo sus pies; un torrente que depositaba en el fondo hierbas y piedrecitas. El grupo de adultos contempló la escena sin hacer comentarios.

Entre lágrimas y gemidos, Gregg acertó a decir:

—Por favor, no me pegues. —Sólo le habían pegado una vez—. Lo siento, no lo haré nunca más. —Lo más probable es que sólo tuviera una vaga idea de lo que había hecho—. Por favor, papá.

Pasaron frente a los edificios de la escuela y llegaron a la carretera que conducía a la ciudad.

—Muy bien —dijo Roger—. No te pegaré. —Volvía a controlar sus nervios—. Pero la próxima vez quiero que me obedezcas, ¿me oyes?

—S-sí.

—Te dije que vinieras.

—¿Cuándo volveremos?

—Oh, Cristo —exclamó con desesperación.

—¿Volveremos mañana?

—Está muy lejos.

—Quiero volver.

Caminaron a paso lento por la carretera. Roger sujetaba el brazo de su hijo. Ambos sudaban, ambos callaban.

«Menuda jugarreta —pensó Roger—, menudo golpe bajo.»

—Mamá dijo que podría —insistió Gregg.

—Está muy lejos.

—No, no lo está.

—Lo está, y es muy cara. Así que deja de hablar de ello.

Siguieron andando, sintiéndose cada vez peor, sin saber dónde estaban ni qué hacían. No veían nada; giraban cuando la carretera giraba. Al llegar a terreno llano pararon para que Gregg se anudara el zapato.

—Te invitaré a una gaseosa —ofreció Roger.

Su hijo sorbió por las narices y ni tan siquiera le miró. Se irguió y echó a andar.

—Está bien. Tú te lo pierdes.

Entraron en la ciudad, atravesaron las manzanas residenciales y llegaron a la zona comercial.

—Mira qué parque —dijo Roger—. ¿Quieres ir al parque?

—No.

Recogió el coche en el garaje, pagó el cambio de aceite y luego dio marcha atrás para salir a la calle. Su hijo se removía en el asiento contiguo.

—He de ir al lavabo, papá.

Echó el freno de mano, abrió la portezuela, ayudó a bajar a su hijo y lo acompañó hasta los servicios del garaje. Cuando volvieron, el coche había desaparecido.

—Nos han robado el coche —dijo Gregg.

—No —respondió Roger al tiempo que llamaba a uno de los empleados.

—¿Dónde está mi coche? Lo dejé aquí con el motor en marcha.

—Uno de los chicos lo ha aparcado en la calle. Bloqueaba la entrada. ¿Lo ve allí?

Señaló con el dedo y lo vieron aparcado junto a un buzón.

—Gracias —dijo Roger.

Se dirigieron hasta el cruce y esperaron a que el semáforo se pusiera en verde. Mientras cruzaban la calle, una camioneta Ford paró a su altura y una voz de mujer les llamó:

—Señor Lindahl, espere un momento, por favor.

La camioneta aceleró, giró a la derecha y frenó frente a un stop. Roger no podía imaginar de quién se trataba; ni la veía, ni reconoció la voz. El vehículo le resultaba absolutamente desconocido.

La puerta de la camioneta se abrió y salió Liz Bonner, quien, tras cerrarla, se acercó hacia ellos.

—Oiga —dijo sin aliento—, ¿tienen que volver a L.A. ahora mismo? ¿Le importaría esperar unos minutos? La señora Alt me explicó que había cambiado de opinión, que no va a matricular a Gregg en la escuela. ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? Tenían la intención de hacerlo. ¿Alguien se ha entrometido? —Se acercó hasta casi rozarle el cuerpo y le miró fijamente. La mujer olía a sol, tela y sudor—. ¿Es por la forma en que mis hijos le acosaban cuando jugaban al fútbol? Chic, mi marido, dice que nos vio gritarle y eso le ofendió. ¿Es verdad?

Roger tuvo la impresión de que era el ser más despreciable de la creación.

—No. Ya lo había decidido. Ustedes no tienen nada que ver.

—Oh, ¿de veras? —Su tono era dubitativo—. Pero le trajo hasta aquí desde L.A., y su mujer hizo las gestiones para que yo le bajara cada fin de semana. Y confeccionó con Edna la lista de lo que necesitaba; ¿no le pagó la primera mensualidad? No lo entiendo; Edna se muestra disgustada y no consigo aclarar la historia. —El flujo de palabras cesó en este punto. Subió el tirante de la blusa y de pronto pareció darse cuenta de su extraño comportamiento—. Creo que estoy haciendo el ridículo —murmuró—. Sabía que al final metería la pata. Bueno, en fin… la intención era buena.

Los dos se quedaron indecisos.

—Hola —le dijo Liz a Gregg sacudiéndole el pelo de la frente.

—Hola —respondió Gregg.

—¿Cómo volverán a L.A.? Ah, claro, tienen coche. No hace falta que les acompañe.

—Gracias —dijo Roger.

—Bueno, es una pena. La escuela es excelente. Tal vez en otra ocasión. —Sonrió con timidez—. Me alegro de haberle conocido. —Se removió, inquieta, y añadió—: Pensamos… pensamos que era uno de los nuevos padres, con esa visión idealista sobre la escuela, que acaba de traer a su hijo, y luego se nos escapa. Y nos preguntamos por qué. Da igual. Entonces pensamos que a Edna le había molestado nuestra actitud. De todas formas, nos veremos. Algún día.

Regresó a la camioneta, abrió la portezuela, se introdujo en el interior y, tras comprobar el tránsito, tomó la dirección de la escuela. La camioneta necesitaba un buen lavado; estaba cubierta de polvo y suciedad. La siguió con la mirada hasta el extremo de la ciudad, hasta la cumbre de la colina por la que habían descendido.

—Podríamos haber vuelto con ella —dijo Gregg.

Subieron al Oldsmobile. El motor estaba en marcha; el empleado no lo había parado.

—Volvamos a L.A. —dijo Roger. Rebasó la curva y se encaminó en dirección opuesta a la que había tomado la camioneta Ford roja—. Vaya lío —le dijo a Gregg—. ¿Has visto qué lío?

Conducía a poca velocidad con ambas manos sobre el volante.

«¿Cómo me metí en esto? —se dijo—. ¿Cómo es posible que me haya metido en semejante situación?»

El resplandor le cegaba. Todo el camino de vuelta con el sol de cara.

«Dios», pensó. Las cosas ya iban bastante mal en casa. «Basta —se dijo—, ya basta.»