2

Pete Bacciagalupi introdujo la cabeza en el despacho de la tienda y dijo:

—¿Todavía andas por aquí? Pensé que te habrías ido a casa. —La puerta principal de «Modern TV Sales & Service» estaba cerrada con llave y la persiana bajada; era hora de dar por finalizada la jornada. Las luces de neón del techo parpadearon y se apagaron cuando Olsen, el especialista en reparaciones, apretó el conmutador—. Tu mujer te está buscando. Aparcó en zona amarilla y fue a comprar algo.

—Muy bien —dijo Roger Lindahl. Guardó los libros de contabilidad y se puso en pie. Virginia habría vuelto probablemente a casa después de su viajecito a Ojai. Atravesó la tienda acompañado de Pete y fue comprobando que todos los interruptores estuvieran cerrados—. El sistema de intercomunicación. Verifícalo.

—Ya lo hice —dijo Pete—. Todo está conforme; ya puedes ir a casa. Encenderé las luces nocturnas. —Encajó la llave en la caja registradora y cambió el rollo—. Has retirado el dinero, ¿no? Es lo principal.

—Una señora quiere entrar —anunció Olsen desde la entrada—. ¿Quién le va a decir que hemos cerrado?

—Es Virginia —dijo Roger—. Yo abriré.

—Hola —dijo ella—. Te llevaré a casa. —Le besó y Roger aspiró los diversos olores de la carretera: cigarrillos, calor, polvo y el cansancio de luchar con el tránsito. Abandonada, incluso extrañamente emocionada, apretó su cuerpo contra el de él y luego dio un paso atrás sin soltar la puerta—. ¿Preparado para marchar?

—Espera, he de llevarme algunos trastos del despacho.

Volvió sobre sus pasos y Virginia le siguió en la oscuridad. Al entrar en el despacho, ella hizo lo mismo con un movimiento rápido y se le quedó mirando con la cabeza inclinada en un ángulo que él ni conocía, como si tratara de examinarlo desde una perspectiva inédita.

—¿Tengo monos en la cara, o qué? —preguntó Roger.

—Sentémonos un momento. —Virginia se subió de un salto al escritorio, cruzó las piernas y se quitó los zapatos—. He conducido con tacones. Así descanso un poco. Tres horas de carretera y luego… atrapada en el barro.

Limpió la suciedad adherida a los zapatos.

—Ah, sí —dijo él sin ocultar su aversión—. Los campamentos del CCC[1]

Pete se detuvo en el umbral de la puerta y se despidió.

—Buenas noches, señora Lindahl. Buenas noches, Roger. Nos veremos mañana.

—Buenas noches —dijo Roger.

Virginia no se había dado cuenta; rebuscaba algo en el fondo del bolso.

—¡Buenas noches! —gritó Olsen desde el extremo opuesto de la tienda.

La puerta se cerró con estrépito cuando salió.

—¿Dónde está Gregg? —preguntó Roger cuando Pete se hubo marchado.

—En casa, con Marion.

Marion era su madre, la señora Watson.

—¿Encontraste alguna escuela que te gustara? —permitió que las palabras transmitieran su deseo.

—Sólo visité una —respondió con las facciones tensas—. La Escuela de los Padres. Comimos allí. Y vimos cómo herraban un caballo.

—¿Y ahora, qué? ¿Volverás mañana?

—No. Mañana tengo una cita con Helen.

Helen era la responsable de política local del Partido Demócrata; Virginia estaba bastante comprometida en ciertas áreas de actuación.

—Y pasado mañana tienes danza.

—¿Cómo quieres que te lo explique?

Ante esta respuesta, Roger comprendió que Virginia se había liberado de un peso, de una responsabilidad.

—¿Les diste un cheque?

—Sí.

—¿Por cuánto?

—Lo que sacamos en un mes: doscientos cincuenta dólares.

—Puedo impedir que lo cobren.

—No lo hagas.

—Claro que lo haré.

«Mañana por la mañana, sin la menor duda», pensó.

—Es una mujer maravillosa. La señora Alt.

—¿Así es como… pretendes tener más tiempo libre? ¿Dedicándote sólo a las clases de terapia y al PTA[2]? Joder, pues se terminaron las sesiones del PTA. Si lo sacas de la escuela pública, las pierdes. ¿Qué ganas a cambio? —Virginia mantenía la misma postura, sonriente, con la cabeza inclinada—. Necesitas mi permiso. Iré a un abogado y ya veremos qué pasa.

—Hazlo —respondió en tono risueño.

Se miraron fijamente.

—Sé que tengo razón —afirmó ella, encogiéndose de hombros—. Ni siquiera has visto la escuela.

—Enséñame el recibo.

Tendió la mano y esperó.

—¿Irás a verla? Es lo mínimo que podrías hacer.

—La veré cuando vaya a recuperar el cheque.

—Ésa es la razón por la que quiero que se vaya. Tú y yo no…

Se interrumpió y tragó saliva, los ojos abiertos de par en par. Un destello de humedad se agolpó en sus pestañas, vibró y se apagó. Pero eso fue todo.

—Les llamaré esta noche. —Descolgó el teléfono—. Así no lo ingresarán.

Pidió a la operadora el número de teléfono de la Escuela de los Padres, en Ojai.

—Te voy a dejar —dijo Virginia.

—¿Por qué? —preguntó mientras anotaba el número en una libreta.

—Quedaré… en ridículo. Es obvio. ¿O no te importa? —Su voz se endureció, pero la reserva, el largo adiestramiento continuaban presentes. Algo seguía reprimido—. Subo allí, lo arreglo todo para que Gregg ingrese en la escuela, repaso las listas con la señora Alt para asegurarme que tendrá cuanto necesite, etiquetas en las prendas de vestir, medicinas… hasta me detuve en la farmacia para adquirir medicamentos de cuatro recetas distintas; me he tomado el trabajo de explicar nuestros motivos a Gregg y lograr que lo comprendiera; he recorrido dos veces en el mismo día esa maldita carretera, un trayecto que mataría a cualquiera, incluido tú. Espera a verla, sabrás lo que es tener dificultades.

Sacó un pañuelo del bolsillo de su vestido, se sonó la nariz y se secó los ojos.

Roger descolgó el auricular y marcó el número. Pidió el de Ojai. Mientras aguardaba, Virginia tiró el pañuelo a un lado, bajó del escritorio, se calzó los zapatos, cogió el bolso y salió a la carrera del despacho. Él oyó el repiqueteo de sus tacones, el chirrido de la puerta al abrirse y el golpe con que se cerró.

—Escuela de los Padres —dijo una suave voz de mujer al otro lado de la línea.

—Me gustaría hablar con la señora Alt.

—Yo misma.

—Soy Roger Lindahl. —En ese momento se sintió confundido—. Mi esposa habló hoy con usted.

—Oh, sí, Virginia. ¿Llegaron bien a casa ella y Gregg?

—Sí.

—Me contó lo mucho que le disgustaba conducir. —La voz de la señora Alt sonaba plácida pero indiferente—. Supongo que acaba de enterarse de que Virginia ha matriculado a Gregg en la escuela, ¿no es así? No me lo confesó, pero me dio la impresión de que estaba actuando por cuenta propia.

—Sí.

—Se halla en un estado de gran tensión, pero creo que sabe lo que hace. Bien, ¿quiere venir aquí y discutir el asunto conmigo? Retendré el cheque hasta que haya hablado con usted. Si lo prefiere, puedo hacerle una visita; iré a L.A. mañana por la tarde para ver a una sobrina.

—Iré ahí. Así podré ver la escuela.

—Bien. ¿A qué hora? Sería mejor por la mañana.

—A las diez.

—Estupendo. ¿Puede traer a Gregg? Cuanto más vea la escuela antes de que usted decida, mejor. Lo ideal sería que se quedara una semana, pero el semestre empieza dentro de pocos días y nos urge completar el cupo de matrículas. Le veré, pues, a las diez. Si se pierde y no sabe encontrar la escuela, pregunte en la ciudad.

La comunicación se cortó. Desconcertado, colgó el auricular y se levantó para apagar la luz del despacho. «Una verdadera artista —se dijo para sus adentros mientras se ponía la chaqueta—. Capaz de vender cualquier cosa.»

Después de echar el cerrojo advirtió que el Oldsmobile continuaba aparcado en la zona amarilla. Virginia no se había marchado; estaba sentada al volante, esperándole.

—La llamé —dijo mientras abría la puerta y se deslizaba en el interior—. Iré mañana a las nueve con Gregg.

Virginia puso en marcha el motor sin hacer el menor comentario y enfiló la calle.

Virginia seguía sin hablar a la mañana siguiente, pero al menos no había cumplido la amenaza de abandonarle. Roger llamó a Pete y le pidió que abriera la tienda; luego se afeitó y se duchó, y se puso traje, corbata y una camisa limpia. Virginia, que se movía por la casa con el mayor sigilo, desapareció en la cocina cuando Gregg y él se disponían a salir. No les dijo adiós.

—¿Está enfadada mami? —preguntó Gregg cuando se dirigían hacia la autopista.

—Sólo conmigo —respondió Roger.

El recorrido hasta la autopista fue como un baile: disfrutó con cada maniobra. Después de entrar se detuvo en un parador y pidió cerveza y gambas fritas para él, y huevos revueltos con bacon para Gregg.

—Caray, papi, eres fantástico, hay que ver cómo adelantaste a aquel camión. —El chico se había quedado fascinado con el gran despliegue de ráfagas luminosas—. ¿Te acuerdas del camión?

Pasaron junto a una hilera de árboles bajos y redondeados.

—¿Ves esos árboles? —preguntó Roger a su hijo—. Te diré lo que son: pacanas.

El viaje levantó sus ánimos. Cuando cruzaron el riachuelo y vieron a los pescadores, frenó el coche y bajaron.

—Vamos.

Descendieron desde la carretera por una senda. Ayudaron a los pescadores durante media hora; a Gregg le permitieron asir una caña y sacar un pez fuera del agua. Era pequeño y descolorido, pero todos los pescadores lanzaron gritos de júbilo. Uno afirmó que era el único pez de esa especie capturado en aquella zona del condado de Ventura. Entregaron el ejemplar a Gregg como si se tratara de un regalo, envuelto en papel de periódico; lo metieron en la parte trasera del coche y continuaron el viaje, acelerando en las pendientes y en las rectas para ganar tiempo.

—Eso es Ojai —dijo Roger al dejar las montañas atrás.

—Mamá lo llama Oai —rió Gregg.

Bajaron del coche y recorrieron a pie la distancia que separaba la ciudad de la escuela. Roger llevó el coche a un garaje para que le hicieran el cambio de aceite de los mil quinientos kilómetros; no tenía ni idea de cuántos kilómetros había conducido Virginia sin efectuarlo.

—Ahí está la escuela —indicó Gregg al cabo de poco rato.

Frente a ellos, a la derecha, empezaba un cercado de baja altura que delimitaba un huerto, tras el que se veían edificios, altos abetos y lo que parecía una bandera.

—¿Qué te parece? —preguntó Roger.

—No lo sé —respondió Gregg. Aminoró el paso—. Tienen una zarigüeya enjaulada. Le di un nabo para comer.

—¿Te gusta esta escuela? ¿Te gustaría vivir aquí?

—No lo sé.

—Sólo podrías vernos a mí y a mamá los fines de semana.

Gregg asintió con la cabeza.

—¿Te gusta la escuela?

A veces extraía una respuesta a base de repetir la pregunta.

—Sí.

—¿Los chicos son simpáticos?

—Aún no han vuelto.

—¿Y los profesores?

—Me parece que sí. James lo es. Tiene la piel muy bronceada, como Louis Willis. Herró un caballo.

Mientras ascendían penosamente la carretera, Gregg se extendió en aclaraciones sobre la forma de herrar un caballo.

«Un negro —pensó Roger—. No puedes ganar.»

Penetraron en los terrenos de la escuela. La tierra se hizo más llana. Gregg se adelantó a la carretera y gritó:

—¡Ven, papá, te enseñaré la zarigüeya! ¡Aquí está! —Se alejó a grandes saltos. Su voz se perdió en la distancia—. ¡Zarigüeya…!

—Cristo —masculló Roger.

Su hijo le ponía nervioso. Se detuvo para buscar un cigarrillo. Se los había dejado en el coche, debajo de la chaqueta. Echó un vistazo alrededor y observó los escalones que llevaban al mayor de los edificios. Una mujer había salido a la terraza y le observaba, una mujer enjuta, de mediana edad, con gafas y el pelo peinado hacia atrás; llevaba tejanos y comprendió en el acto que se trataba de la señora Alt y que era una mujer de convicciones firmes.

Su temor aumentó. ¿Por qué? «Como un niño», pensó. Se quedó parado y sintió el temblor de sus rodillas. «Por Dios», suspiró, transpirando. Podía desmayarse de un momento a otro.

—¡Eh, papá! —gritó Gregg volviendo a la carrera, con la cara enrojecida y sin aliento—. ¿Puedo subirme a un caballo? ¿Puedo subirme a un caballo? ¿Puedo subirme a uno de los caballos? Por favor, ¿puedo subirme a un caballo? James dice que sería estupendo; por favor, ¿puedo subirme? —Bailoteó alrededor de Roger, se aferró a su mano y tiró de él—. ¡Por favor, papá, por favor! ¡Déjame cabalgar, por favor! ¡Papá, por favor! ¡Vamos, papá! ¡Déjame subir a un caballo! ¿Puedo? ¿Puedo?

La mujer de aspecto duro contemplaba la escena desde la terraza. El sol, el calor que abrasaba su cara y su cuerpo, hacían sudar a Roger.

—¡Por favor, papi!

Vio árboles. Un caballo piafaba a lo lejos. «Caballos —pensó Roger—. Malditos sean.» Era hermoso. Una bonita grupa. El aire olía a hierba reseca y hacía calor, mucho calor.

«Dios —pensó—. Cuántos años.»

Se secó el sudor del cuello y avanzó un par de pasos. Sudor en los ojos. Se secó los ojos. Un olor que mareaba. Olor a granja.

—¡Mira ese caballo!

—Sí.

El olor a granja se intensificó: estiércol. Paja.

La mujer continuaba vigilando desde la terraza. Se puso las manos en las caderas. «¿Por qué me siento tan débil? —pensó Roger—. ¿Por qué?»

—¡Roger! —le llamó la mujer con voz aguda.

—Sí —dijo—, ya voy.

El hedor a caballo.

Dio un paso. Otro.

—Por favor —dijo.

Por favor. Divisó la cuadra. Mierda bajo sus tacones. Un montón de alambradas destrozadas. Una línea de colinas verdes y cubiertas de árboles.

Una suave elevación de malas hierbas detrás de la cuadra. La mierda descendía hacia las rocas. El silencio de un mediodía de verano. Una mosca negra zumbó y se lanzó sobre él.

Agachó la cabeza.

—Por favor —suplicó asustado de ella—, ¿nos podemos marchar?

Tanto él como Stephen temblaban. La mujer asintió con la cabeza.

Stephen y él atravesaron a toda velocidad la maleza y la mierda, alejándose de ella y de la casa, y dejaron atrás el camión herrumbroso. Los cerdos se revolcaban en la porqueriza. Uno de los animales, alarmado, salió corriendo, con las orejas bajas, resoplando y bamboleándose, hasta llegar a la cerca.

Entraron en el cobertizo, cerraron la puerta de golpe y la aseguraron con el alambre para que nadie pudiera abrirla. Así su madre no podría atraparles.

—Hace frío —dijo Stephen—. Oye, no puedo ver. ¿Tú ves?

Al poco rato recuperaron la visión.

—Éste es el sitio —le dijo a su hermano.

Habían ido a aquel lugar apartado y recogido para comprobar quién meaba más lejos.

—Tú primero —dijo Stephen.

—Tú.

—No. —Stephen se acuclilló nerviosamente—. Fue idea tuya.

El suelo del cobertizo se había hundido bajo el peso de los excrementos y de la hierba podrida. Tarros de conservas con las tapas corroídas se agolpaban en las esquinas. Una araña muerta se balanceaba en medio de su propia tela, impulsada por la corriente de aire que penetraba a través de los resquicios entre las tablas.

Meó en un extremo del cobertizo.

—Fantástico —le dijo a Stephen.

Stephen meó a su vez. Una vez efectuada la medición, descubrió que había superado a Stephen por casi treinta centímetros.

—Pero yo meé más —dijo Stephen.

—Eso no cuenta.

—¿Por qué no? Vamos a ver quién mea más rato.

—Yo ya meé —dijo Roger—. Y tú también.

—Entonces vamos a beber algo.

—Tardaríamos horas.

—No —dijo Stephen—. Sale en seguida. Si bebes leche, meas leche a los cinco minutos.

El frescor les adormeció. Se sentían a salvo. Éste era su refugio; aquí evitaban las preocupaciones. Roger se arrojó sobre unos sacos de arpillera que había cerca de una trilladora. Stephen se le unió tras algunas vacilaciones.

—Bajemos al cagadero —dijo Stephen.

Se refería a la cloaca que partía del retrete y corría paralela a los campos de remolacha. Enormes avispas revoloteaban sobre la cloaca, y era divertido capturarlas. O a veces él y Stephen cavaban cloacas perpendiculares. Al menos era un sitio en el que pasaban cosas.

Mientras yacían sobre los sacos de arpillera, una gallina se coló por un resquicio y entró en el cobertizo.

—Es muy vieja —dijo Stephen.

—¿Qué estará haciendo aquí?

La gallina, al advertir su presencia, dio media vuelta y huyó hacia fuera.

—Tendrá el nido por aquí —aventuró Roger. Se sintió repentinamente interesado y agregó—: Oye, debe de merodear todo el día por aquí para poner los huevos.

—Vamos a buscarlos —propuso Stephen poniéndose en pie.

Buscaron sin localizar su objetivo.

Su hermano y él yacieron durante mucho rato en el húmedo, frío y oscuro cobertizo, sobre los sacos de arpillera. En una ocasión, una rata se deslizó sobre el pie de Roger; lo sacudió para quitársela de encima. Una multitud de ratones se escabullía, chillaba y correteaba por las vigas que sostenían el techo.

La gallina se introdujo de nuevo por la misma abertura, oscureciendo la luz del sol. Stephen clavó los dedos en el brazo de su hermano.

La cabeza de la gallina dio una sacudida, giró y penetró. El ave de corral se abrió paso por el hueco y posó las patas en el suelo del cobertizo.

Se acurrucó con rapidez en un ángulo del cobertizo, ahuecó las plumas, emitió un sonido de triunfo y de un brinco se marchó por donde había venido.

—Mira esa malvada y vieja gallina —observó Stephen—. Poniendo huevos donde nadie podrá encontrarlos.

Roger y él se precipitaron hacia el rincón. Una de las vigas estaba rota y dejaba un hueco no mayor que la entrada a una ratonera. La basura acumulada y pedacitos de madera formaban una masa esponjosa; ambos hermanos exploraron con los dedos la masa y encontraron en su interior muchos huevos, algunos rotos, otros podridos, y unos pocos en buenas condiciones. Siguieron hurgando y hallaron otra capa de huevos, mucho más antiguos, tan viejos que parecían piedras.

Los sacaron todos y los pusieron en fila. Contaron hasta veintiséis huevos.

Era el mayor hallazgo de huevos que podían recordar. Los metieron en una bolsa y se los llevaron a casa.

Roger Lindahl cruzó a pie varias calles, dejó atrás la licorería y llegó frente a la casa de Massachusetts Avenue en la que había vivido desde el día de su boda hasta el fracaso de su matrimonio.

La sala que daba a la calle era una confusión de cajas de cartón atadas, maletas y cajas llenas de libros. Había separado sus cosas de las de Teddy, pero aún no las tenía empaquetadas. A la luz de una lámpara colgada del techo, Teddy daba de comer a la niña en el comedor. Un olor ácido impregnaba la casa; la cocina y el comedor olían a platos sucios y a comida rancia. El suelo estaba cubierto de polvo y de juguetes de la niña. Los dos gatos siameses de Teddy le contemplaron con hostilidad desde el sofá, con las patas dobladas bajo el cuerpo.

—Hola, amiguito —le saludó Teddy mientras introducía guisantes hervidos en la boca de la niña, que ya había derramado el biberón sobre sus manos y su estómago—. Quiero que eches un vistazo a la lámpara y las alfombras que hay en la otra habitación, por si te las quieres llevar. Si no, tengo un amigo que podría aprovecharlas.

La luz le cegó y cerró los ojos. Los gatos no se dignaron hacerle sitio en el sofá. Dejaban pelos por todas partes; los costados del sofá mostraban, a la luz de la lámpara, arañazos grisáceos, desgarrones y pelos, y los brazos colgaban hechos jirones. Su olor, el hedor rancio a animales encerrados, dominaba sobre el resto de los olores de la casa.

Su esposa —aún no habían iniciado los trámites del divorcio— alargó la mano y conectó la radio. Sonó My devotion. Sus movimientos cansinos le hicieron sentir lástima por ella. Trabajaba en el Departamento de Agricultura y, al salir, recogía a la niña en la guardería, iba en coche a hacer las compras, preparaba la cena para ella y para la niña y, por supuesto, procuraba atender a los gatos. «Los gatos», pensó; cada vez se aferraba más a los animales. Los gatos le miraban desde el sofá y en sus ojos podía leer la advertencia: «Acércate y te destrozaremos. Ya sabemos cómo te comportas». Los gatos, con las patas recogidas bajo el cuerpo, velaban por su integridad física. Incansablemente, velaban por sus vidas.

—¿Querrías hacerme un favor? —dijo Teddy—. Enciende la estufa.

Encendió la estufa de gas con una cerilla y abrió la puerta del vestíbulo.

—¿Has cambiado de opinión? —preguntó Teddy—. ¿Quieres quedarte a dormir esta noche?

—Sólo he venido para recoger algunas cosas.

—¿Cómo están Irv y Dora?

—Bien.

—Son muy amables al permitir que te quedes con ellos una temporada. ¿Dónde dormirás? ¿Tienen sitio? Creía que sólo había un dormitorio, ¿no?

Eso le hizo pensar en un anuncio que había escrito de pequeño para un programa infantil radiofónico: «Querido tío Hank, te envío un dibujo de mi hermanito Stephen dormido sobre un piano».

—¿Vas a responderme? —dijo Teddy con entonación de odio.

Balanceó hacia él su rostro picudo; resplandecía bajo la bombilla. Leyó anhelo en su expresión, y también miedo.

—Me gustaría quedarme.

—¿Qué pensarías —dijo ella con voz tensa— si dejara mi trabajo y me fuera contigo a California?

Sus ojos, con aquella intensidad que tanta inquietud le producía, parpadearon y le enfocaron de nuevo. Pero el embrujo había perdido eficacia. Nada dura eternamente. Hasta las piedras se convierten en polvo. Hasta la Tierra.

Al principio, Teddy había sido la novia de su amigo Joe Field. Joe, Irv Rattenfager y él vivieron tranquilamente durante años en el seno de la WPA[3]. Ninguno tenía dinero en aquellos días. Compartían un minúsculo apartamento de madera terciada con un cuarto de baño cubierto de azulejos. Una vez al mes iba a comer a un restaurante italiano.

—Hablé con un abogado y puedes ser arrestado por abandono de domicilio conyugal en cuanto te denuncie —dijo Teddy.

—No tengo dinero.

—¿Y cómo vas a ir a California?

—Tengo algo de dinero. Cogeré el coche de Irv. He conseguido una etiqueta de tipo C —añadió con orgullo.

Ya la había pegado en el parabrisas junto a la antigua B de Irv. Le daba derecho a obtener cuanta gasolina necesitara.

—¿Por qué no vas en autocar? ¿No te saldría más barato? Si esa vieja carraca de Irv se estropea, no conseguirás recambios; te quedarás tirado en cualquier parte, en medio del desierto, solo, sin que nadie te ayude. Es un mal coche, lo conduje una vez. Cualquier día se caerá en pedazos.

—Quiero hacerlo a mi manera.

—¿Estás seguro de que podrás?

Necesitaba el coche por si encontraba algún buen negocio en el curso del viaje.

—Si me escribes pidiendo dinero, no te contestaré. —Secó la boca de la niña con un paño húmedo—. ¿Qué harás cuando llegues allí? ¿Te mantendrás en contacto conmigo? Si consigues un empleo en alguna de esas fábricas de aviones que hay alrededor de Los Ángeles… ¿qué harás? Ganarás mucho dinero. Entonces te sentirás muy solo. Te conozco, no tardarás en buscar a alguien que te haga compañía. —Hablaba en tono rápido y monótono, con toda su atención concentrada en la niña—. Te conozco, víbora. Siempre necesitas a alguien a tu lado, eres como un crío. Nunca crecerás. Mírate bien, no mides ni dos palmos.

—Dos palmos de lo que cuenta.

—¿Eso? Hazte un nudo; sólo sirve para mear.

Acercó la cuchara a la niña. Las manos de Rose se alzaron instintivamente y las agitó con brusquedad.

—No me la quitarás —dijo.

Su mirada le avergonzó; fue a examinar las alfombras y la lámpara. Le permitiría que se quedara cuanto quisiera. Su matrimonio había durado cinco años, y en ese tiempo habían acumulado toda clase de objetos, que se almacenaban en el sótano, los armarios y las estanterías. Lo más importante para él eran los trajes, sus herramientas, el oboe, que tocaba desde muy pequeño, y unos ceniceros de cobre que su familia le había regalado cuando se casó. Y otras cosas de menor importancia, como el cepillo del pelo, los gemelos, fotografías y demás recuerdos. Y también las sábanas y utensilios de cocina, de modo que podría dormir y comer en el coche mientras durara el viaje.

—¿Cuándo te vas? —preguntó Teddy.

—En cuanto reciba el cheque.

El gobierno retrasaba el envío de su último pago; había percibido una pensión durante varios meses por una lesión en la espalda ocasionada por una caída mientras trabajaba en un centro de la Marina, en Richmond. Los médicos del gobierno insistían en que estaba perfectamente bien. Tuvo que elegir entre volver a trabajar en tareas de guerra o entrar en filas.

—Salgamos —dijo Teddy—. Vamos a divertirnos un poco; es posible que recibas el cheque mañana. —Dejó la comida de la niña en la nevera y se lavó las manos en el fregadero—. Me cambio y vamos a bailar o a un espectáculo. O si quieres nos quedamos aquí, como hacíamos antes de que te marcharas.

Ya había empezado a desabrocharse la blusa; se quitó los zapatos de tacón bajo y avanzó hacia él. Su cabello, su largo, recio y ajado cabello flotaba de la forma habitual. Tenía una larga y estrecha nariz y, a medida que se aproximaba, parecía bizquear como un pájaro. Sus piernas no eran esbeltas —unas chatas extensiones de hueso y músculo— y los pies golpeaban ruidosamente el suelo. Sus ojos centelleaban y su aliento entrecortado producía una especie de silbido.

—No tengo ganas de divertirme; acabo de estar en una fiesta. —Entonces recordó el motivo de su visita—. Quiero llevarles una botella de vino, algo especial.

—¿Puedo ir? —preguntó ella casi jadeando—. Déjame acompañarte.

—No.

—Vete a la mierda. No te daré ni un centavo; quieres un par de pavos para presumir con tu botella de vino, ¿eh?

—Se lo prometí.

—Peor para ti.

Por un momento, ninguno de los dos habló. Ella se mantenía pegada a su cuerpo, acercándose y alejándose como el oleaje. Cómo le hubiera gustado clavarle las uñas, desgarrarle la piel. Sus manos se separaron de la blusa y arañaron el aire, convulsas. Y sus ojos no dejaron de observarle fijamente todo el rato.

Pasó junto a ella sin tocarla y entró en el comedor, donde la niña seguía sentada en su silla. Al verle, su expresión cambió y le sonrió. Fue entonces cuando decidió que se llevaría a Rose con él. ¿Por qué no? Se sentó a la mesa junto a ella, en el mismo sitio que Teddy había ocupado para darle de comer. Cogió una cuchara limpia y la movió frente a la niña lentamente, hasta que abrió la boca como fascinada. La luz se reflejaba en la cuchara y la niña gritó. Luego rió.

Los dos gatos siameses miraban la cuchara desde el sofá con odio y codicia. Presintió su ansia de destrucción y giró la silla para darles la espalda.