Era la primera vez que hacía ese viaje. Había vivido en Los Ángeles durante casi nueve años, pero nunca había tomado la Autopista 99, la ruta interior más rápida a San Francisco, casi ochocientos kilómetros al norte. Tan pronto como dejó atrás las últimas estaciones de servicio, los cafés y algunas casas aisladas, la autopista se dirigió en línea recta hacia las montañas; de repente, se encontró inmersa en una compacta aglomeración de coches y camiones que circulaban a toda velocidad —una ojeada al velocímetro la informó de que corría a unos ciento cuarenta kilómetros por hora— a través de una brecha practicada en las primeras estribaciones montañosas. Ante ella se alzaban las montañas; su aspecto era triste y desolado. Seguro que nadie vivía allí. Los camiones Diesel la adelantaban por ambos lados; los conductores, desde lo alto de su cabina, le dedicaban el acostumbrado vistazo desdeñoso e indiferente que tanto la enfurecía. Y después doblaban la curva y se perdían de vista.
«Señor», pensó. Sus manos, aferradas al volante, estaban blancas y húmedas. El estruendo de los camiones aún resonaba en sus oídos.
—Corren bastante —le dijo a Gregg, que se sentaba a su lado.
—Sí —respondió él con el mismo tono.
Ambos eran conscientes de su insignificancia. Habían sido reducidos al tamaño de motas de polvo. Tres camiones más les adelantaron mientras compartían su inquietud.
—No puedo hacerles la competencia —le dijo a Gregg—. Podría, pero no lo haré. Por Dios, vamos a ciento diez. Algo ridículo para esta autopista. Esos camiones van a ciento cuarenta.
«¿Te imaginas —pensó— qué pasaría si al doblar una curva se encontraran un coche atravesado en el camino?» Los periódicos abundaban en noticias de esta índole, pero nunca había sido testigo de algo semejante; si bien, por cierto, una vez contempló cómo un camión de reparto de leche había arrollado a un taxi. Vidrio y leche se desparramaron en todas direcciones, así como fragmentos del taxi.
—Es increíble —le comentó a Gregg— que haya gente capaz de conducir de esta forma todos los días de nuestra vida.
—No iremos muy lejos, ¿verdad?
Las manos de Gregg se retorcieron sobre su regazo con movimientos lentos y nerviosos que le ayudaban a relajar la tensión, al igual que hacía su padre. Una arruga se formó en el entrecejo del muchacho, aleteó y murió, alcanzó su nariz y luego su boca hasta concretarse en una leve expresión de preocupación. Ella sujetó el volante sólo con la mano izquierda y alargó la derecha para darle una palmada tranquilizadora; su hombro era duro y rígido como el hueso. «Hueso», pensó. Sí, se había atrincherado en sus huesos como si quisiera ver pasar las cosas desde un refugio seguro. Una mirada distraída de vez en cuando, y nada más.
—No está muy lejos. Sólo iremos por la autopista un ratito. Luego nos desviaremos. Abre el mapa.
Desdobló el mapa con un crujido de papel.
—Mira —dijo ella sin apartar los ojos de la carretera—, ¿sabes dónde estamos? La ruta está marcada con lápiz sobre la Autopista 99, ¿lo ves? Con lápiz rojo.
—Sí.
—¿Ves esa desviación? —Fijó la vista por un instante en el plano—. Creo que es la Autopista 126.
—Sí.
—Dime si hay alguna ciudad por ahí.
—Me parece que no —contestó Gregg tras una larguísima pausa.
Un coche deportivo, negro como una pasa, les adelantó y los dejó atrás.
—Detesto esos trastos —dijo Virginia.
—Son divertidos. —Gregg se incorporó para verlo mejor—. ¡Caray!
Virginia recordaba que para tomar la desviación necesitaba situarse en el carril más a la izquierda, del que le separaban otros tres. No veía ninguna señal, y empezó a pensar lo peor. El tránsito que circulaba a su izquierda era denso, constante, como si los coches y los camiones acelerasen sin cesar en un intento de cortarle el paso. Puso el intermitente de la izquierda, pero los coches lo ignoraron. O quizá lo fingían. Escrutó los rostros de los conductores: serenos, bien afeitados, intachables.
—Saben que quiero salir —le dijo a Gregg—. ¿Cómo puedo salir si no me dejan? —La desviación venía a continuación de la siguiente curva, a menos que ya hubiera pasado de largo—. Mira el plano; comprueba cuándo viene la próxima salida.
Gregg agitó el plano.
—¡Rápido!
—No lo encuentro —dijo el muchacho con su voz gangosa e insegura.
—Dámelo. —Aferró el volante con la mano izquierda y trató de mirar el plano; pero no podía mantener la vista fija. Un claxon sonó a su izquierda y se vio obligada a mantenerse en su carril—. Déjalo —dijo al chico apartando el plano de un manotazo—. No entiendo por qué no me dejan paso.
Gregg se acurrucó en el asiento y se hundió en sus pensamientos. Esa actitud la sacaba de quicio; se sentía aislada. ¿Y a quién le importaba? Pero de repente se abrió un hueco en la circulación, pasó al carril contiguo y llegó por fin al que quería. Era el más rápido y, sin darse cuenta, adelantó a todo el mundo a tal velocidad que apenas podía mantener los ojos abiertos.
—No sé si ha servido de algo —murmuró.
—Creo que hay tiempo de sobra —dijo Gregg, que añadió—: la desviación.
Su voz sonó tan humilde y tímida que se sintió avergonzada.
—No estoy acostumbrada a conducir por autopistas —le dijo al muchacho.
«Las colinas», pensó, tan desiertas, tan faltas de vida. ¿Cómo era posible que fundaran una escuela en esta tierra desolada? Las colinas del este; otra gente había vivido allí antes de los actuales habitantes, y otra más antes de la anterior. Estaba claro que alguien siempre había vivido en la zona. Los indios antes que los ingleses. Y antes que los indios… nadie lo sabía, pero sin duda alguna otra raza, alguna forma de vida, de inteligencia, de conciencia. Los animales, tal vez. Los había oído moverse, ágiles, alerta. Bastaba con esta forma de vida. Aquí, las colinas parecían vertederos, carecían de color; el suelo era basura, las plantas, manchas de hierba separadas entre sí, sembradas de latas de cerveza y papeles caídos desde lo alto de los cañones. «Esto es un cañón —se dijo—, no una hendidura.» Y el viento soplaba con fuerza, y el coche se escapaba de su control.
La ciudad estaba más lejos que nunca. De vez en cuando divisaba una casa, una valla publicitaria, una estación de servicio, aisladas unas de otras. «Incomunicadas», pensó. Destellos lejanos en la noche, a un lado de la autopista.
—Ahí está —indicó Gregg.
Ante ellos había un edificio, rótulos y una carretera; Virginia vio señales luminosas y señales blancas en el pavimento. El color anaranjado de un semáforo parpadeó; aminoró la velocidad, aliviada de que nada malo hubiera ocurrido.
—Menos mal —murmuró.
Antes de que el semáforo se pusiera en rojo viró a la izquierda, y un momento después se hallaban fuera de la autopista. El tránsito continuó en la otra dirección, y pensó para sí: «Ahí os pudráis».
—Conseguimos encontrarla —comentó Gregg.
—Sí. Bueno, la próxima vez ya sabremos dónde está. No tendremos de qué preocuparnos.
El chico asintió con la cabeza.
La carretera, mucho más estrecha que la autopista, se adentró en un huerto de árboles altos de aspecto curioso. Ella los señaló con aire complacido.
—¿Qué son? No parecen árboles frutales.
—No lo sé.
—Quizá impidan que la tierra se disgregue; o dispersen los vientos.
A su derecha sobresalía una lejana columna de detritus secos y rojizos apelotonados como la pared de una cantera, rematada por una línea de follaje grisáceo, pese a que el conjunto en sí era estéril.
—¿Falta mucho? —preguntó Gregg.
—Creo que no. Iremos por Santa Paula. Tú llevas el plano; si lo miras, sabrás cuánto nos falta.
Abrió el mapa y buscó Ojai.
—No está muy lejos —dijo ella. Vio árboles más pequeños, de ramas estrechas y muy agrupadas—. Naranjos —comprobó con alegría. El campo era fértil; los tractores se habían aposentado en medio del terreno—. Ésta es tierra de cultivo. —Y la tierra, gracias a Dios, era llana—. Creo que hemos llegado arriba de todo. Estamos en las montañas.
Gregg contempló los tractores y los hombres que trabajaban en las cercanías.
—Oye, son mexicanos.
—Tal vez sean peones ilegales.
Los naranjos eran tan pequeños que le daba la sensación de haber irrumpido en un mundo en miniatura; no le hubiera sorprendido pasar frente a casas de azúcar hilado y pisotear a viejecitos minúsculos de barba cana con zapatos de punta vuelta hacia arriba. Su tristeza y nerviosismo se evaporaron y pensó que la escuela tal vez no le iría mal del todo.
—Pero ¿qué haré en la escuela? —dijo Gregg.
Se dio cuenta de que el chico aún no se había hecho una idea exacta de lo que le aguardaba; pensaba en el colegio como si fueran unas colonias de verano.
—Y… —añadió Gregg algo agitado, removiéndose en su asiento—… ¿y cómo haré para volver a casa?
—Vendremos a recogerte.
—¿Cuándo?
—El fin de semana. El viernes por la noche. Ya lo sabes.
—¿Y qué pasa si me pongo enfermo?
—Tienen una enfermera. Ahora, escúchame, eres lo bastante mayor para arreglártelas solo, no me necesitas cada minuto del día y de la noche.
Al oír esto, Gregg empezó a hacer pucheros.
—Para —dijo Virginia.
—Quiero volver a casa —lloriqueó el chico.
—Ya hemos hablado de esto. Sabes que aquí curarás del asma. Y estarás en una clase mucho más pequeña, con sólo cinco o seis niños.
Así se lo había expresado la señora Alt, propietaria de «Los Padres Valley School», en sus cartas.
—Quiero volver a casa —repitió Gregg, pero ambos sabían que la frase carecía de sentido; los dos sabían que la determinación de Virginia era inquebrantable.
La ruta que buscaban se desviaba a la derecha, atravesaba una densa arboleda y ascendía una cuesta alejada de las tierras de labor, los huertos y los campos. La vegetación era enmarañada. Penetraron en una zona abandonada que les produjo escalofríos. La carretera se hizo estrecha y tortuosa, y ella fue una vez más consciente de la desolación y el vacío que separaba las ciudades. En una ocasión divisaron a un cazador. Por doquier había letreros con la advertencia:
PROHIBIDO EL PASO
PROPIEDAD PRIVADA
PROHIBIDO CAZAR O PESCAR
Las colinas, pensó, desprendían un fuerte efluvio a venganza. Advirtió los restos de alambradas que colgaban de los árboles; supuso que habían sido destrozadas para permitir el paso de los cazadores.
—Veo el río —dijo Gregg.
La pendiente y los árboles habían ocultado el río. Cuando el coche cruzó el puente, unos cuantos troncos atados precariamente, Virginia vio por un instante un grupo de pescadores con los sedales dispuestos. Habían aparcado sus coches a un lado de la carretera, lo que le obligó a disminuir casi hasta el límite la velocidad para sortearlos. Ninguno de los pescadores levantó la mirada.
—Vaya —dijo Gregg—. Mira… están pescando. —Los contempló durante largo rato—. ¿Podré ir a pescar? ¿Estamos cerca de la escuela? —Luego dijo—: Nunca he ido a pescar, pero Patrick Dix fue a pescar con su papá un día, cerca de una playa, creo, y agarraron un pez muy grande, de veras que muy grande. Me parece que era un tiburón.
La carretera giró de repente a la izquierda y se empinó de tal manera que el coche emitió ruidos sordos y las marchas de la transmisión automática cambiaron por sí solas. Puso la primera. Dos coches que venían en fila detrás de ellos se perdieron de vista.
—Menuda subida —dijo ella, lamentando no haberse informado acerca de las montañas—. Estamos subiendo mucho.
Continuaron la ascensión, curva tras curva, hasta llegar a la cumbre de la cadena montañosa. Bajo sus pies se extendía el valle de Ojai; ambos dejaron escapar una exclamación ante la panorámica.
—¡Qué llanura! —gritó Gregg poniéndose de pie para ver mejor.
—Allá vamos —dijo ella haciendo rechinar los dientes y aferrándose al volante.
Cada curva le recordaba que debería recorrer muchas veces la carretera, a veces de noche. «¿Cómo lo aguantaré? —pensó—. Más de noventa kilómetros cada vez…»
—¡Mira! —le advirtió Gregg—. ¡Un autobús!
Un achaparrado y viejo autobús se arrastraba penosamente hacia ellos; algunos niños alborotaban y brincaban en su interior. La estrechez de la carretera apenas permitía el paso del vehículo, que ya empezaba a hacer sonar el claxon. Sin saber qué hacer, Virginia se preguntó si circulaba en dirección correcta. El autobús emitió un segundo bocinazo y ella se apartó a la cuneta; algunos fragmentos de basura y ramas entraron por la ventanilla. Las ruedas de la derecha patinaron sin que el coche avanzara un centímetro; se había metido en un barrizal. Presa del pánico, forzó el motor y el coche volvió de un salto a la carretera. El autobús, justo enfrente, se desvió y la reprendió con otro toque de claxon; pasó junto al desvencijado armatoste al tiempo que del montón de basura se desprendía una parte.
—Dios mío —murmuró por fin.
Siguió conduciendo con un estremecimiento.
—¡Caray, nos faltó poco! —comentó Gregg.
El terreno se fue aplanando; habían dejado las montañas y alcanzado el valle. La carretera se hizo más recta; en el límite opuesto, a lo lejos, se veía la ciudad de Ojai. «Gracias a Dios», suspiró. Una ojeada a su reloj la convenció de que sólo había conducido por espacio de una hora y media. Hasta era posible que llegaran a tiempo de comer.
«Da igual», pensó. Al menos podría tomar una taza de café.
Al entrar en la escuela repararon en la presencia de más naranjos. El aire era cálido; el polvo, empujado por el viento, se deslizaba entre los árboles y se arremolinaba en el sendero. A ella le gustaba caminar después de tanto rato encerrada en el coche. Pero más allá de los edificios de la escuela se alzaban las montañas, las temidas montañas.
—¿Estás mareado? —le preguntó a Gregg. El chico había aminorado el paso y rebuscaba algo en el bolsillo de la chaqueta—. Olvida el spray, no te estás ahogando; no lo has hecho desde que salimos de L.A. No cabe duda que era la contaminación. ¿Cómo te sientes?
—Muy bien —pero apretó en el puño el spray de adrenalina.
Lo había usado antes de bajar del coche, manchándose los pantalones. Su temor había aumentado, y en cuanto ella dejó de caminar, la imitó.
—Imagino que tienen los caballos en esa cuadra —dijo para confortarle—. ¿No hay alguien cabalgando por allá? —Le obligó a mirar hacia una ladera cubierta de árboles y de hierba al otro lado de los terrenos de la escuela. Una estela de humo se interponía entre los arbustos de las colinas y el campo deportivo de la escuela—. Por lo que veo, juegan al fútbol.
Un limonero de hojas oscuras y lustrosas crecía al pie de los peldaños en que concluía el sendero. Gregg desgajó una mata; fruta, flores y hojas cayeron de sus manos mientras Virginia subía los peldaños. Su rostro expresaba un resignado empecinamiento. De repente se sintió deprimida y se preguntó si la escuela, la idea concreta de alejarle de casa, iba a funcionar.
—Depende de ti, querido. Si no te gusta esto, puedes volver a casa. Ya lo sabes. Pero queremos que lo intentes.
Sin dignarse responder, contempló el edificio principal, los ojos entrecerrados y los labios apretados firmemente. En su frente se agolpaban de nuevo surcos, arrugas y pliegues de preocupación, como si le oprimiera la magnitud del edificio. Los terrenos de la escuela, a esta hora, estaban desiertos; el semestre había terminado y los niños gozaban de una semana de vacaciones en su casa. Ni siquiera vio algún profesor. «Dentro de uno o dos días», pensó. Entonces todo recobraría el ritmo habitual.
—Hay una senda que se adentra en las montañas. Puedes ir a pie, acampar, encender un fuego y dormir en una tienda, como hizo tu amigo Bob Rooley en las colonias de verano. —Al recordar las fotos del folleto adjunto en una de las cartas de la señora Alt, dijo—: Piensa en los conejos, la cabra y los caballos…, perros, gatos, toda clase de animales. Hasta una zarigüeya. Enjaulada.
El asco se reflejó en el rostro del chico.
Las puertas de cristal del edificio que tenían enfrente estaban abiertas. Gregg se coló entre ellas. El vestíbulo, oscuro y silencioso, le recordó a Virginia un hotel pasado de moda. También había una recepción. Y todo tan silencioso. Para aparentar dignidad, decidió; para impresionar a los padres. Unos peldaños conducían al segundo piso. Y, al fondo, el comedor.
—Voy a ver si consigo una taza de café —le dijo a su hijo.
Ni siquiera un conserje había aparecido para darles la bienvenida.
«¿Qué haremos ahora?», se preguntó.
A su derecha, en un hueco que hacía las veces de biblioteca, dos amplias ventanas se abrían sobre el valle. La escuela había sido construida en un terreno elevado a propósito, concluyó, mientras se dirigía hacia las ventanas. La ciudad de Ojai se destacaba en primer término; edificios de estilo español que había visto de pasada. La hiedra crecía incluso en las paredes del aparcamiento. Un parque se extendía a casi todo lo largo de la única calle importante de la ciudad. En la acera opuesta, una serie de tiendas adosadas unas a otras le hizo pensar en una misión. Todas con su arco de adobe. Y la oficina de correos de la esquina tenía forma de torre. Ocupaba la planta baja, coronada por algo similar a un campanario.
El parque, que divisaba a la perfección, disponía de varias pistas de tenis. Sí, ahí irían a jugar los partidos. Y también asistirían a los conciertos al aire libre. Más allá de la ciudad, el valle se extendía hasta las montañas, superficies perpendiculares que formaban ángulos rectos. Pero el valle era ancho; no se sentía constreñida, a pesar de que las montañas se alzaban en todas direcciones. La única forma de salir era por arriba. Según el mapa, había dos carreteras, ambas peligrosas y empinadas.
—¿No es maravilloso? —preguntó, dirigiéndose a Gregg, que había vuelto a su lado.
—Sí.
—Estábamos en aquellas montañas. Las hemos atravesado en coche. ¿A que es emocionante?
—Sí.
Empezó a caminar sin rumbo fijo, inquieta, de la biblioteca al vestíbulo, de allí a la recepción, y volvió sobre sus pasos. La puerta de un despacho estaba abierta. Pilas de libros cubrían el suelo, el mismo libro repetido una y otra vez, un libro de texto. Le trajo a la memoria su propia infancia: curiosear en un aula por primera vez, el aroma del barniz y del papel, una despensa parecida a ésta.
Una mujer apareció por una puerta lateral, la vio y dijo:
—¿Puedo ayudarla?
Era una mujer de mediana edad, con una fuerte y pronunciada nariz, que vestía pantalones y una camisa de lona. Su enérgica mirada y el paso firme le proporcionaban el aura de autoridad que Virginia recordaba tan bien: aquella mujer gozaba de la vitalidad característica de las maestras profesionales, un espécimen que había puesto en cintura a los jóvenes desde los tiempos del Imperio Romano.
—Soy Virginia Lindahl.
—¡Oh, sí! —La mujer extendió la mano—. Soy Edna Alt. —Llevaba el pelo cepillado hacia atrás y atado (por supuesto) con una cinta de goma. Sus mejillas, aunque firmes, tenían un tono grisáceo, probablemente obtenido a base de excursiones y de supervisar trabajos de artesanía al aire libre—. Me tomaré la libertad de llamarla Virginia.
La señora Alt le dedicó una sonrisa que suscitó en ella el siguiente pensamiento: «Así te sonríen en el momento de afiliarse a un activo partido revolucionario».
—¿Éste es Gregg? —preguntó la señora Alt.
—Sí. Ojalá me hubiera advertido alguien de lo duro que es el camino, señora Alt. Todas esas curvas y revueltas…
—Si un autobús escolar puede recorrerlo, un viejo autobús con veinte años de servicio a sus espaldas, usted también puede hacerlo —dijo la señora Alt, en cuya sonrisa vibraba aún el mensaje subliminal dirigido a potenciar la confianza en las propias posibilidades; era un mensaje afable, incluso optimista.
Virginia no se lo tomó a mal; aplaudía la teoría de la señora Alt de conferir a todo el mundo grandes capacidades. Era el mismo tono que había notado en las cartas de la señora Alt, una de las razones que la habían impulsado a elegir la escuela «Los Padres» entre varias.
—Creo que me crucé con su autobús —dijo Virginia.
Pero ya la señora Alt había trasladado su atención a Gregg.
—Caramba —dijo la mujer sin que la expresión sonara fatua o extraña en sus labios, sino más bien entusiasta y espontánea—. Así que éste es el muchachito con problemas respiratorios. ¿Tienes ahí tu spray de adrenalina? —alargó la mano para cogerlo—. ¿Sabes, Gregg? Apuesto a que no lo vas a necesitar aquí.
«Es fácil hablar así cuando puedes pasarte sin él —pensó Virginia—, y espero que gane la apuesta, señora Alt, porque la broma me va a costar doscientos cincuenta dólares al mes.»
—¿Te gustaría ver tu habitación? —preguntó la señora Alt a Gregg, que la miró sin decir nada—. Si quieres, puedes hacerlo. —Cogió el spray y le guió resueltamente hacia la escalera. Gregg se rezagó—. O puedes ir afuera. Creo que James está herrando los caballos. ¿Has visto alguna vez cómo lo hacen?
Su voz adoptó un tono susurrante y misterioso, como si fuera a revelarle algún secreto. A Virginia le recordó los programas infantiles radiofónicos; aquellas damas hablaban de la misma forma. Tal vez se había convertido en un dialecto de la profesión. Pero Gregg, poco a poco, empezó a reaccionar.
Sin moverse de donde estaba, contempló como la señora Alt conducía a Gregg al exterior, a la terraza de piedra, y luego bajaban un tramo de escalera.
«Y ahora —pensó Virginia— te meteré en la olla, jovencito. Ahí cocinamos a los chicos nuevos. Pero —se dijo— conoce su oficio. No es nada tonta. Mi madre y la señora Alt; podrían ir de la mano. Vaya par.»
La señora Alt regresó a toda velocidad, resoplando como si hubiera caminado durante kilómetros.
—Nos hemos parado un momento para ver cómo montaban las tiendas —dijo—. Cuando hace calor dormimos al aire libre. Tenemos una atmósfera excelente.
—Está mucho mejor del asma —dijo Virginia.
La señora Alt la asustaba un poco.
—Sí, me he dado cuenta de que respira con absoluta normalidad. ¿Desde cuándo tiene esas dificultades? Me da la impresión de que podría deberse a una situación emocional en el ambiente familiar más que a la contaminación, ¿no le parece? Venga a la oficina y sacaré su carta del fichero.
La señora Alt se encaminó resueltamente hacia el vestíbulo.
El despacho olía a jabón. Virginia descubrió que el olor provenía de los lavabos mientras se colocaba la chaqueta sobre el regazo. Una imagen se formó en su mente: la facultad, profesoras de gafas sin aros y sonrisas animosas que se lavaban las manos con regularidad, tal vez cada hora, tal vez nada más sonar el timbre. Pero el ambiente de la escuela parecía cálido, no severo; el entusiasmo imperaba aquí.
—Los doscientos cincuenta pesarán mucho en nuestra economía —dijo Virginia encendiendo un cigarrillo—, pero creemos que vale la pena.
—Ah. —La señora Alt la miró de soslayo—. Entiendo.
Luego; silencio. La señora Alt encontró la carta y la releyó; terminó, la dejó a un lado, se reclinó en la silla y examinó a Virginia.
—¿Por qué quiere que ingrese en la escuela?
—Porque… será bueno para él —respondió Virginia cogida de improviso.
—¿Porqué?
La señora Alt hizo girar la carta de Virginia con gesto displicente.
—Pues… la situación en casa no es muy buena; tensiones y…
—Lo pregunto —interrumpió la señora Alt— porque deseo estar segura de que no está tratando simplemente de eludir la responsabilidad de educar a su hijo.
—Ya veo.
—¿Gregg es feliz en casa?
—Bueno…
La humillación ahogaba sus palabras.
—¿Qué opina el chico de venir a vivir aquí? Nunca había vivido antes fuera de casa, ¿verdad? Siempre ha estado con ustedes.
—Creo que las tensiones que soporta en casa están socavando su equilibrio emocional. La culpa no es suya.
Fijó la vista en algún punto indeterminado del suelo. ¿Qué demonios estaba haciendo aquí?
—Ya veo —dijo la señora Alt.
—Por Dios, no desconozco mis motivos.
La señora Alt cruzó las manos sobre el escritorio y dijo:
—¿Qué opina su marido?
—Él… no está del todo de acuerdo, lo admito.
—¿Cómo son las relaciones de su marido con Gregg?
—Buenas. En la medida de lo posible. Quiero decir que a Roger lo absorbe mucho su trabajo. Como ya le mencioné en mi carta, es el propietario de una tienda de venta de televisores. Ocupa la mayor parte de su tiempo. Suele volver a casa cuando Gregg ya se ha ido a la cama. Como comprenderá, la tienda está abierta también los sábados, así que sólo lo ve los domingos, aunque algunos los dedica a repasar la contabilidad en la tienda.
—¿Cómo se llevan ustedes dos?
—Oh, bien.
Cuán humillante le resultaba aquella conversación.
—¿Y esas… tensiones?
Virginia emitió un leve gemido.
—¿Preferiría no hablar de eso conmigo? —insinuó la señora Alt.
—No. No me importa, pero parece un poco gratuito. —Tras una pausa aclaró—: En todo caso, creo que ya le expliqué en mi carta que acudo a una terapia de baile que me da la oportunidad de profundizar en algunos aspectos psicológicos míos y de mi marido. Y también en la situación de casa.
—Ya lo mencionó —dijo la señora Alt evasivamente; no parecía sentirse impresionada.
—Es importante que comprenda que Roger y yo tenemos historias radicalmente diferentes.
—¿Y qué demonios me quiere decir con eso? —estalló la señora Alt—. Se me acaba la paciencia… —Se puso en pie, paseó arriba y abajo de la habitación con los brazos cruzados en torno de su cuerpo y volvió a sentarse—. ¿Cuántos años tiene, Virginia? Veintitantos, ¿no? Bien, digamos treinta. Y habla como cualquier psiquiatra decrépito de… ¿cómo lo llamaría usted?… pongamos por caso de la época del Frente Popular. Me refiero a sus… términos. ¿No puede dejarse de disimulos y hablar con claridad? ¿Es necesario que se exprese con juegos de palabras?
—Sospecho que todas las profesoras están acostumbradas a tratar a los demás como niños desobedientes.
Virginia estaba enfadada, aunque también algo divertida, con una mezcla de amargura e ironía; al fin y al cabo, había clasificado a la señora Alt sin errar demasiado en su apreciación.
—¿Es eso lo que estoy haciendo? No, sólo intento que ponga los pies en el suelo. Salgamos de aquí, dejemos este despacho sofocante y vayamos a tomar el sol.
Dando ejemplo, se levantó y la miró por encima del hombro, como instándola a seguirla. Virginia apagó el cigarrillo, recogió la chaqueta y el bolso y salió fuera, al cálido y resplandeciente sol. La señora Alt la condujo a lo largo de un sendero lleno de lodo; las placas de barro seco se quebraban bajo sus pies. Virginia tropezó una vez. La señora Alt, por supuesto, llevaba zapatos de tacón bajo. El aire quemaba la garganta de Virginia y pensó de nuevo en una taza de café, aunque se iba alejando del comedor y las cocinas en dirección a una serie de edificios de madera con aspecto de barracones.
—Podría ayudarnos a montar las tiendas —dijo la señora Alt.
—No con esta ropa.
—Bien —sonrió la mujer—, entonces supervise. —Aminoró el paso y Virginia consiguió alcanzarla—. Le sentará bien, Virginia. ¿Qué pensaría si le dijera que montar tiendas bajo el sol es mucho mejor que la terapia de baile o cualquiera de las llamadas terapias psicológicas creativas?
—No lo sé —dijo Virginia con humildad.
—Entonces no la obligaré.
Un grupo de niños, vestidos sólo con pantalones cortos de color caqui, se hallaba sentado sobre la hierba desplegando tiendas de campaña. Casi todos parecían mayores que Gregg. Éste no formaba parte de la pandilla.
—Magnífico —les felicitó la señora Alt.
—Señora Alt —dijo uno de los chicos—, he encontrado un sapo dentro de una de las tiendas. ¿Me lo puedo quedar?
—¿Está vivo?
—Bueno, se mueve un poco. Creo que si le doy algo de hierba para comer se pondrá bien.
Virginia, que observaba sus movimientos sin perder detalle reparó al instante en que las niñas (había tres, de unos ocho o nueve años de edad) no llevaban sostén, sólo los pantalones cortos. Claro que eran muy pequeñas… No importaba, pero en su mente se debatían dos formas de pensar. Los niños tenían la piel bronceada y un saludable aspecto. Era difícil imaginar que alguno tuviera asma, pensó. Resfriados y asma, váyanse a otra parte. Los chicos parecían felices, pero dóciles.
—Examina con atención tu sapo —decía la señora Alt— y vigila que no tenga una piedra preciosa en la cabeza.
Verificada esta carencia, la señora Alt volvió junto a Virginia.
—¿Me disculpa si emito un rápido juicio sobre usted, Virginia, una descripción improvisada? Diría que es usted inteligente, muy educada, básicamente bondadosa, pero impregnada de lo que llamaría ignorancia. Ignorancia arrogante, para ser exactos. Cuanto más hablo con usted, más convencida estoy de que a Gregg le conviene quedarse con nosotros. Tiene usted toda la razón.
La rodeó con el brazo y la apretó contra sí, gesto que horrorizó a Virginia.
—Bien, señora Alt —respondió con la mayor serenidad posible—, me lo pensaré de nuevo y le comunicaré mi decisión.
—¿Me comunicará su decisión?
—Sí. Aún faltan dos días para que empiece el semestre… La telefonearé o le escribiré.
En lo que a ella respectaba, todo había terminado. Ya había aguantado bastante.
—¿Así que es capaz de experimentar cólera? Lo adiviné. Virginia, usted vino aquí con la intención de matricular a Gregg en la escuela. Y yo sé que es lo bastante mayor y lo bastante inteligente como para no cambiar de idea si sus sentimientos han sido un poco lastimados.
—Mal si lo haces, mal si no lo haces —exclamó desesperada—. ¿Qué se supone que debo hacer?
—Calmarse. —Sin soltarle el brazo, la señora Alt volvió sobre sus pasos—. Cuénteme algo acerca de sus historias radicalmente diferentes.
—¿Podría tomar una taza de café?
—Comeremos. Al menos son las doce, ¿no? Los niños ya han comido… hay muy pocos, de modo que no abrimos el comedor; les permitimos comer en la cocina. ¿Le importaría comer con alguno de los profesores? Me parece que ya están dentro.
—No me importa.
Dos mujeres y un hombre estaban sentados en la cocina, ante una mesa de madera amarilla, comiendo y charlando. La cocinera, una enorme mexicana de unos sesenta años, freía algo en el fogón, y una mujer más joven, de expresión dulce, también mexicana, preparaba los platos. La cocina era más amplia de lo que Virginia había imaginado; era como un auditorio. Los fogones ocupaban todo un lado; los vasos y los platos, inmaculadamente limpios, estaban apilados sobre estantes. La señora Alt le presentó a los profesores, pero olvidó sus nombres de inmediato. Se había sumido en un hosco estado de ánimo y sólo podía pensar en tomar una taza de café.
—¿Desde cuándo vive en California? —le preguntó la señora Alt, que se había colocado junto al único varón del grupo, al otro lado de la mesa.
—Desde 1944. —El café hervía. Lo encontró a la temperatura adecuada y exquisito—. Antes vivíamos en Washington, DC. Nos mudamos aquí.
—¿No es un poco bajo Gregg? ¿Tiene ocho años?
—Siete y medio.
—Como ya sabe, realizamos un examen físico de todos los niños en el curso de su primer mes en la escuela. Damos por sentado que se producirán las enfermedades habituales, para eso tenemos una enfermera, pero, después de todo, esto es una escuela y no un hospital. Si los ataques de Gregg se suceden, no podremos cuidarle. En cualquier caso, pienso que no se reproducirán.
El spray le es de mucha utilidad, y sabe cómo usarlo. Si empeora, tiene un inhalador, pero en este caso, necesitaría su ayuda; quiero decir que debería calentarlo primero, mezclar las hierbas y todo eso. —Una gran desgana se apoderó de ella—. Nunca lo ha necesitado. Ni siquiera recuerdo dónde lo puse. Y, de cualquier forma, si no mejora no queremos que se quede aquí. No nos gusta la idea de enviarle lejos de casa. Pero, como empecé a explicarle, no estamos de acuerdo en muchos puntos básicos… me refiero a Roger y a mí. Él tiene sus ideas, y no suelen coincidir con las mías.
Sorbió su café.
—¿Nacieron los dos en Washington?
—Yo nací en Boston. Roger nació en el Medio Oeste.
—¿Por qué no me dice el lugar exacto?
—Creo que en Arkansas. —Se encogió de hombros. Siempre que lo decía se le ponía la piel de gallina—. Tuvo una infancia pobre y dolorosa. Durante la Depresión vivieron de la caridad y la beneficencia. Creo que era bastante frecuente. Una familia vecina les cedía las pieles de patata. —El tópico le producía horror; recitó la información mecánicamente—. A mi familia le fue mejor, pero también sufrimos las consecuencias, por supuesto. —Se irguió y apoyó los codos sobre la mesa, manteniendo la taza a la altura de la barbilla—. A causa de su infancia problemática (a él no le gusta hablar mucho sobre el particular, así que me ando con mucho tiento), Roger se preocupa de un montón de cosas que a mí me son indiferentes. La cuestión financiera, por ejemplo. La comida. Nunca comieron todo lo que quisieron, aunque no creo que pasaran auténtica hambre. Siempre teme que algo vaya a salir mal… no sé si me comprende. Siempre está tenso. Se pasa todo el tiempo en la tienda, sin hacer nada, como una especie de… —Hizo un gesto vago—. Como si la vigilara. Para estar seguro de que sigue en su sitio.
—¿Incrementarán su ansiedad los doscientos cincuenta mensuales?
—Supongo que sí —admitió—. Pero Gregg no estará con él, de lo que deduzco que no le afectará demasiado.
Aunque los tres profesores sostenían una conversación aparte, también la escuchaban.
—No veo que su situación pueda mejorar si su economía se resiente.
—No lo hará —dijo con sequedad.
—Podría solicitar una beca. Algunos niños la han recibido. Los padres pagan parte de la mensualidad, y grupos privados otra.
—Saldremos adelante. Si decidimos continuar. —Bebió más café—. No coincidimos en temas básicos, como la religión. Roger carece de convicciones religiosas; de hecho, es contrario a la educación religiosa. No quiero que Gregg crezca en una atmósfera semejante. No quiero que crezca donde se desprecian la educación y la cultura.
—¿Qué piensa su esposo acerca de esa terapia de baile? —preguntó la señora Alt.
—Oh, le es indiferente.
—¿Tienen algún interés común?
—Pues claro que lo tenemos —respondió Virginia sin dudarlo un momento.
La señora Alt intercambió algunas frases triviales con los profesores durante unos minutos. Virginia se comió el bocadillo que habían colocado ante ella, terminó el café y encendió un cigarrillo. Nadie le ofreció fuego. El profesor, vestido con jersey, pantalón ancho y corbata, conversaba animadamente. Virginia echó una ojeada a su reloj. «La carretera», pensó. El espantoso viaje de vuelta. Su gran temor consistía en sufrir algún tipo de retraso y verse obligada a conducir de noche.
—Debería ir a recoger a Gregg —le dijo a la señora Alt—. Se está haciendo tarde.
—Tráigale aquí para que coma también. No ha comido, ¿verdad?
—No —admitió.
—No querrá que se vaya con el estómago vacío; le dejé con James. Reconocerá enseguida la cuadra… quizá se fijó en ella después de aparcar el coche. Está al final del campo de deportes. ¿Quiere que la acompañe?
Ya había concluido su conversación con el profesor, referente a los programas de las clases.
—Tenemos que irnos, de veras —dijo Virginia poniéndose de pie—. Gracias por la comida.
—¿Por qué ha de marcharse ahora mismo?
—El viaje.
—Le molesta, ¿verdad?
—No me importaría hacerlo a menudo —terció el profesor, joven y de aspecto agradable—, pero sí les sucede a algunos padres. Cuatro veces cada fin de semana. Si matricula al chico en la escuela, ¿vendrá a recogerlo los fines de semana?
—Sí. Es lo que le prometí. Lo asumo como un deber. Forma parte del trato que hicimos.
—Los niños no pueden salir hasta las tres del viernes, así que no podrá recogerle antes de esa hora —dijo la señora Alt—. Y tienen que estar de vuelta el domingo a las seis de la tarde. En invierno se verá obligada a conducir de noche. Por lo que me ha dicho deduzco que no es una buena idea; iría atemorizada y le transmitiría esta sensación a Gregg, induciéndole la idea de que no deseaba recogerle.
—Todo esto no son más que suposiciones… —empezó Virginia.
—Tal vez alguno de los otros padres se brindaría a recoger a su hijo —sugirió una de las profesoras—. Cada uno conduciría un rato.
—Liz Bonner recoge a sus dos hijos casi cada viernes —dijo el profesor—. Tal vez podría llegar a un acuerdo con ella.
—Es una buena idea —asintió la señora Alt—. Mañana traerá a sus hijos. Si viniera usted se la presentaría, a menos que sólo confíe en su propia manera de conducir.
—La señora Bonner es una buena conductora —terció el profesor.
—Al estilo de Los Ángeles —puntualizó una de las profesoras, y todos estallaron en carcajadas.
—¿No le importaría? —preguntó Virginia, a quien la idea le agradaba—. Le pagaría una parte de los gastos. Valdría la pena.
—Liz no tiene otro remedio que hacer el viaje —aclaró la señora Alt—. Haremos esto: hablaré con ella cuando venga y después la telefonearé. Si ella está de acuerdo, viene usted y acaba de concretar los detalles. Como ustedes viven en Sepúlveda y ellos no muy lejos, en dirección a San Fernando, no tendría que desviarse mucho. Incluso podría llevar a Gregg a su casa y usted recogerle allí.
—¿Y por qué no llama ahora a la señora Bonner? —dijo el profesor—. Así se evitaría volver mañana.
—Prefiero que hable con Liz en persona para que todo quede claro. Ya sabe cómo es Liz.
Virginia se excusó, salió de la cocina y se dirigió a la cuadra.
«Dios mío —pensó—. Asunto zanjado. Decidido.» El peso de la responsabilidad había desaparecido.
«Te gustará la escuela —dijo para sí—; lo que yo te diga, jovencito. Te ha de gustar la Escuela de los Padres porque a partir de la semana que viene será tu hogar. Y Edna Alt, tu amiga.»