Supongo que no te sorprenderá que te diga que el pasado 11 de septiembre participé en la Via Catalana. En julio escribí a la entidad organizadora, la Assemblea Nacional Catalana (ANC), en nombre de un grupo de amigos, para pedir que nos asignaran cualquier tramo de los más difíciles de cubrir. En seguida recibimos la asignación y los formularios de inscripción. Nos tocó el tramo número 4, en les Cases d’Alcanar. Éramos dieciséis contando a los niños y decidimos buscar un hotel en la zona para pasar la noche del día 10, y así al día siguiente ya estaríamos por allí. Una semana antes de la Diada, me llamó el dueño del restaurante que teníamos reservado para comer el día 11. Muy apurado, me informó de que estaba llamando a todos los clientes, uno por uno, para avisar de que no podríamos comer a la carta y que había confeccionado un menú cerrado, ya que todas las mesas estaban reservadas y la cocina no tenía capacidad para atenderlas a todas y garantizar que a las cuatro de la tarde, la hora marcada, pudiéramos acudir al punto asignado de la N-II. «Además tanto los camareros como el personal de cocina también me han pedido ir a la Via». Y añadió: «todos los restaurantes del pueblo están en la misma situación, lo siento mucho señor Eduard, entenderé perfectamente que anule la reserva». Nada de anular, hombre, adelante con el menú. Justo después de colgar el teléfono escribí un correo al grupo, entre eufórico y atónito. Si eso estaba pasando en los tramos más difíciles de llenar…
El día 10 de septiembre por la tarde llegamos al hotel, el Carlos V de les Cases d’Alcanar, y pudimos confirmar esas sensaciones. El hotel estaba lleno a rebosar, y colgaban estelades de prácticamente todos los balcones de las habitaciones. Era impresionante. A través de las redes sociales nos llegaban noticias de situaciones muy similares alrededor del país. Empezamos a sentir que estábamos a punto de formar parte de un hecho realmente histórico. Y así fue. Qué te voy a explicar que no hayas visto mil veces por televisión. No creo que en Europa se haya producido una movilización popular tan masiva, tan compleja de organizar y tan pacífica por un objetivo político. Aquel día 11 de septiembre, mi mano izquierda se agarró a la de mi hijo pequeño y la mano derecha a la de un desconocido que luego supe que se llamaba Nicolás y venía de Sant Boi de Llobregat. Debía de tener entre treinta y cuarenta años y hablaba un catalán con acento andaluz típico del área metropolitana.
Aquel día, la gente tomó conciencia de su poder. Fuimos conscientes de nuestro poder.
Te lo diré sin tapujos. Para mí, este es el motivo más poderoso para votar sí a la independencia, muy por encima de las consideraciones económicas, culturales o sentimentales: la revolución democrática. Comprobar que la fuerza de la gente se está imponiendo a los deseos inmovilistas del establishment. Ver que los ciudadanos estamos recuperando el protagonismo perdido en algún rincón de la Transición hace ya 35 años. Constatar que se trata de un movimiento de arriba a abajo, incontrolado e incontrolable. Y, sobre todo, imaginar la oportunidad que representa de volver a empezar y hacer las cosas mejor.
Creo que esto es lo que más cuesta de entender en Madrid (aclaro que en esta carta, cuando hablo de Madrid no me refiero a la ciudad sino al Estado, al poder). Continúan empeñados en que es «una obsesión de Artur Mas, que en su empecinamiento está arrastrando a los catalanes a un callejón sin salida». ¡No, hombre, no, si es al revés! Las movilizaciones populares han trastocado la agenda de la política catalana. La manifestación gigante de la Diada de 2012 obligó a Artur Mas a disolver el Parlament y convocar elecciones. La descomunal cadena humana de 2013 obligó a los partidos a acelerar los tempos y pactar la fecha y la pregunta de la consulta para 2014.
Se trata de una situación absolutamente nueva. Hasta hace muy poco, en Cataluña, las grandes decisiones se cocinaban en cuatro despachos y con un par de llamadas. Si estos cuatro despachos decidían que una determinada cosa tenía que pasar, pasaba. Como mínimo, las que eran importantes para ellos. Todo bajo control. Ahora eso ha cambiado. Los ciudadanos hemos tomado conciencia de nuestro poder si actuamos unidos y masivamente. El catalizador de esta toma de conciencia ha sido el horizonte de la independencia. ¿Podría haber sido otro? Sí, claro, pero ha sido este. Y de esta manera, independencia ha acabado convirtiéndose en sinónimo de oportunidad democrática. Que no te quepa duda: si los cuatro despachos de siempre pudieran apretar un botón y parar todo esto, no tardarían ni un segundo en hacerlo. Pero ya no pueden. ¿Quiere decir entonces que ya no mandan? No, no soy tan ingenuo como para creer eso. Siguen mandando, y mucho. Pero bajo sus pies se está produciendo un proceso popular que no controlan y que temen.
Hace un momento decía que independencia se estaba convirtiendo en sinónimo de oportunidad democrática. ¿Oportunidad quiere decir garantía? No, oportunidad significa oportunidad. Por favor, deja que me detenga aquí un momento, el tema es importante.
Probablemente para contrarrestar la campaña del miedo puesta en marcha desde Madrid y sus sucursales catalanas («os van a expulsar de la UE», «vais a salir del euro», «os vais a arruinar», «vais a quedar aislados», etc.), desde las filas soberanistas a veces se ha defendido un discurso que vende la independencia como si fuera el jardín del Edén: con la independencia seremos más ricos, más altos, más guapos y viviremos en armonía. Este discurso ha llegado a extremos ridículos en algunos casos, porque tan ridículo es presentar la independencia como un infierno como convertirla en sinónimo de paraíso.
Si para votar sí a la independencia me pides que te garantice que el paro bajará en picado, que ataremos a los perros con longanizas, que tendremos el estado de bienestar más potente de Europa, que no habrá corrupción de ningún tipo, que la derecha (o la izquierda) no gobernará nunca, que no estaremos en la OTAN (o que sí estaremos), que seremos amigos de Palestina (o de Israel), que desobedeceremos a la troika (o que nos adaptaremos a ella), que la Iglesia no recibirá dinero público (o que sí lo recibirá) y que la justicia será independiente y funcionará como un reloj, prefiero decirte que votes que no. Entre otras cosas, porque pedir esas garantías para comprar el producto te sitúa en una posición de consumidor, y lo que necesita el proyecto independencia son ciudadanos, no consumidores. El consumidor no fabrica, compra lo que otro produce. Entra en la tienda a ver qué le ofrecen, y solo compra si la pieza es de su gusto: de su talla, de su color preferido, del material que más le gusta. El ciudadano, en cambio, participa en la fabricación del producto, intenta que se ajuste al máximo a su gusto, pero es consciente de que en el proceso participa gente que tiene gustos diferentes y que el resultado final dependerá de la relación de fuerzas entre unos y otros.
¿Qué tipo de producto será la Cataluña independiente? Por ahora se está demostrando que el camino hacia el Estado propio no lo controlan las élites del país, y ese ya es un buen indicador de potencialidad democrática. De un proceso controlado por las élites solo podría salir un país hecho a medida de los intereses de las élites. De un proceso impulsado por los ciudadanos y contra las preferencias inmovilistas de las élites, es mucho más probable que salga un país a medida de los intereses de la mayoría. ¿Seguro? No. ¿Probable? Sí, mucho más probable.
Tenemos la oportunidad delante de las narices. Un proceso de independencia representa una ruptura democrática con el antiguo Estado y la apertura de un proceso constituyente del Estado nuevo. Redactar una constitución desde cero, hacer las leyes fundamentales desde cero, volver a debatir cómo nos queremos organizar, cuáles tienen que ser las prioridades, qué queremos aportar al mundo… Y tenemos la oportunidad delante de las narices precisamente cuando más claro tenemos que las cosas tienen que cambiar, porque la crisis ha desnudado el sistema y nos ha mostrado sus vergüenzas. Honestamente, me cuesta mucho creer que, teniendo la oportunidad de empezar de nuevo, volvamos a reproducir un modelo donde se puede engañar a los ciudadanos con preferentes o echarlos de su casa por impago de hipotecas, donde se construyen aeropuertos sin aviones y estaciones de AVE sin pasajeros, donde las elecciones se celebran con listas cerradas y los electos no tienen que responder delante de la ciudadanía, donde un corrupto confeso como Fèlix Millet puede estar cinco años arrellanado en el sofá de su casa a la espera del juicio…
La Cataluña independiente no será el jardín del Edén, seguro. Pero puede ser un país mucho mejor, si queremos. Una cosa sí es segura: seremos dueños de nuestros aciertos y nuestros errores. Mayores de edad.