Despedida

Llegados a este punto, tengo que agradecerte dos cosas. La primera, que hayas llegado al final de esta carta. La segunda, que me hayas obligado a pensar. No te conozco y no me conoces, y te aseguro que escribir una carta en estas condiciones no es fácil. No existe un indeciso sino decenas de miles, cada uno de ellos con sus motivos. Esta dificultad me ha obligado a hacer un esfuerzo muy grande de empatía: intentar ponerme en la piel de miles de desconocidos. Si a veces me cuesta ponerme en la piel de mi mujer o de un amigo cuando me cuentan sus problemas, pues imagínate esto. No sé si lo he conseguido, pero el ejercicio ha valido la pena. He sentido que crecía como ciudadano mientras escribía, porque ser ciudadano es tener siempre en cuenta a los demás.

Creo que, al fin y al cabo, esta es una de las principales virtudes de este proceso de autodeterminación o de transición nacional o como se le quiera llamar: nos obliga a pensarnos como colectivo y, por lo tanto, nos hace más ciudadanos. Deliberar públicamente sobre el futuro obliga a imaginar. Imaginar es siempre el primer paso, el paso imprescindible para progresar. El ser humano se imaginó a sí mismo volando, y aquí tenemos los aviones comerciales. El ser humano se imaginó a sí mismo comunicándose en la distancia con otros humanos, y aquí tenemos los teléfonos, el correo electrónico y las redes sociales. El futuro tiene una fuerza increíble, es el auténtico motor de la historia.

Ahora, en Cataluña, hablamos de futuro por primera vez en mucho tiempo. Se ha encendido aquella chispa que solo prende alguna que otra vez en la vida de los pueblos. No está claro si podremos ejercer la libertad de votar, pero estamos ejerciendo a fondo la libertad de soñar. A fondo. Sin límites. En paz.

Nada malo puede salir de todo esto.

Barcelona, enero de 2014.