19

Las grandes… posaderas de Gatto se instalaron firmemente entre las mías y las de Iris en el canapé del saloncito de su habitación en el Hotel San Francisco. Acababa de abrir la quinta botella de champaña y tenía la barba llena de espuma. Estaba muy alegre.

Nosotros también debíamos de haber estado alegres. Todo había resultado a la perfección. El inspector Webb se había puesto en contacto con mi comandante, y su alabanza extraordinaria me había valido no solamente una prórroga de cinco días de mi licencia, sino también una indirecta de que mi ascenso se realizaría. El estudio cinematográfico de Iris, comprendiendo el valor de la publicidad como estrella-heroína, había consentido en permitirle quedarse conmigo mientras seguían trabajando en su película. Y, para coronarlo todo, Gatto, que tenía que salir a medianoche para Hollywood, donde trabajaba como consejero técnico de una biografía cinematográfica de Lucrecia Borgia, nos había cedido su habitación en el hotel. Todo el mundo nos atendía; teníamos cinco días por delante; teníamos la mejor habitación de hotel que pudiera desear cualquier matrimonio de San Francisco; nadábamos en champaña.

Debíamos de haber estado en el octavo o noveno cielo, pero no lo estábamos.

El obstáculo era el mismo Gatto. Lo admirábamos, le estábamos agradecidos; de haber muerto, seguramente le hubiéramos erigido un sencillo cenotafio. Pero eran las diez y media de la noche y no daba señales de marcharse, y todavía menos de terminar su monólogo.

Teniendo en su mente el futuro ensayo sobre la reaparición de los hermanos Rosa, había hecho una cuidadosa reconstrucción de cada movimiento y cada impresión nuestra. Mientras más champaña tragaba tanto más profundizaba en los laberintos de la psicología. En aquel instante se enfrascaba con los Rosa.

—Ocurrentísimo, ingeniosísimo. —Apuró su champaña e hizo a Iris un ligero gruñido—. Hablé con uno de los policías que registró el auto. Todo estaba preparado para la fuga, incluso las libretas de los depósitos efectuados, con nombres falsos, en los bancos de la ciudad de México. Si su plan de servirse de ustedes como… esto… carnaza provisional hubiera llegado a resultar, no me cabe duda de que a estas horas estarían bien seguros más allá de la frontera y satisfecha su desmedida sed de venganza.

—Sí —repuse automáticamente. Yo miraba a Iris. Había vuelto a ponerse su bonito vestido negro de noche, que virtualmente no le cubría nada por encima de las caderas. Lo habíamos rescatado, junto con nuestras demás cosas, del apartamento de los hermanos Rosa en la calle Fillmore. Pensaba en algo que únicamente podría suceder cuando estuviéramos solos.

—Raras veces he oído hablar de asesinatos cometidos con tanta habilidad, tanta maestría de improvisación. —El criminalista más célebre de Estados Unidos se sirvió otra copa de champaña. Continuaba hablando con la pomposa fraseología de su estilo literario, pero de cuando en cuando se mezclaba en su discurso alguna expresión chabacana—. Repasemos una vez más su intrincado método para explotarles hasta lo sumo.

Iris procuró disponer su rostro con una bella sonrisa. Yo procuré interesarme. Iba a ser la cuarta vez que oíamos la misma cantilena; y, aunque todos y cada uno de los detalles nos eran familiares, la leyenda de nuestra propia credulidad me confundía aún.

—Empecemos —dijo Gatto— cuando los dos hermanos Rosa entran en el vestíbulo del San Antón. Han sabido que Célida ocupa una habitación allí y están explorando el terreno con la perspectiva de asestarle un golpe. Hay que aclarar que la llegada de Célida a la ciudad fue la señal para que empezaran sus crímenes; porque era absolutamente necesario para ellos, si habían de realizar su propósito y escapar antes de que las muertes las relacionaran con el caso de Forelli, matar a las tres mujeres en la misma noche. Muy bien. Por una coincidencia interesantísima observaron su encuentro con Célida (Mrs. Rosa, como ustedes la llaman) junto al mostrador; y como es natural, creyeron que Mrs. Duluth era Eulalia, a quien no habían visto en ocho años. «He aquí —pensarían— una magnífica oportunidad para matar a Eulalia»; porque seguramente habían intentado penetrar en su casa, pero habían encontrado que ella se había hecho inaccesible allí. Por consiguiente, Bruno los llama por el teléfono interno; pero descubre que se han equivocado y que la joven que han visto en el vestíbulo no era más que la prima de Eulalia.

Iris bostezó, disimulando perfectamente, pues nadie más que yo pudo notar la ligera contracción de los músculos de su cara.

—Muy bien. —Gatto se pasó la mano por la barba, salpicada de champaña—. Un par de criminales no habilidosos hubiera perdido su interés en ese punto, pero no los hermanos Rosa. Con una rapidez de pensamiento que, juzgo, hemos de atribuir a Bruno, el más listo, vieron en seguida cuán valioso podía serles el teniente Duluth como medio de lograr acceso a… esto… la fortaleza de Eulalia. Luis marcha por delante a los baños turcos. Bruno lo sigue después. A Bruno le resulta muy sencillo sacar la llave del armario de su hermano, cambiarla por la del teniente Duluth y entregarle la llave del teniente a su hermano Luis. Mientras que Bruno vigila los movimientos del teniente Duluth en los baños, Luis vuelve a los armarios, se viste con el uniforme del teniente Duluth y se marcha. Ahora bien, para detener allí mismo su comedia, hubiera bastado que el teniente Duluth armase un pequeño escándalo y denunciase el robo de su uniforme a la policía, lo cual hubiera comprometido seriamente los planes para asesinar a Eulalia. Una vez más, Bruno improvisa una defensa a su favor. Sirviéndose de la tarjeta que ha sacado de la oficina de Williams y Dagget, aprovecha la oportunidad, al parecer inocente, para trabar amistad con el teniente Duluth, y se gana su confianza lo bastante como para asegurarse del hecho de que el teniente Duluth no solicitará el apoyo de la policía por causa del uniforme robado. De esta forma queda protegido el camino de Luis hacia la casa de Eulalia.

Iris miró su reloj y cruzó conmigo una mirada furiosa. Estaba molesto, pero sabía que era de muy mala educación recordar a Gatto la hora. Después de todo, la habitación era suya. ¿Qué clase de gratitud sería echarlo de allí a la fuerza?

—Ahora pues, también aquí, un ase… sino…, perdón, un asesino inexperto hubiera dado por terminado su trabajo; pero no así Bruno. Aun quedaba el peligro, pequeño desde luego, pero real, de que el teniente Duluth y su mujer cambiaran de parecer y visitaran a Eulalia. Esto había que impedirlo a toda costa, puesto que su visita podía coincidir con la visita criminal de Luis. ¿Qué hace, pues, Bruno? Haciéndose pasar por Hatch Williams, el detective privado, se dirige al hotel, sobre las nueve, ostensiblemente para dar informes acerca del uniforme robado, pero en realidad para no perder de vista al teniente Duluth y a su mujer.

Gatto lanzó un hipido; puso una manaza sobre su barba, hizo una grave inclinación de cabeza a Iris y continuó diciendo:

—Aquí es, en realidad, donde su genio improvisador fue puesto a dura prueba, porque entonces aparecí en escena. Me conocía de vista, desde luego; pero puedo vanagloriarme de que hasta ese momento había logrado ocultarle el hecho de mi presencia en San Francisco. Sin embargo, en cuanto le hablaron de la advertencia que por error le dirigí a Mrs. Duluth creyendo que era Eulalia, comprendió que mi presencia en la ciudad constituía una grave amenaza para sus planes. Bruno Rosa también comprendió que si ustedes llegaban a saber por mí la historia de Gino Forelli, no los manejarían a su antojo, sino que también se convertirían en otra grave amenaza para ellos. Pero al tener conocimiento de mi… esto… indisposición, supo apreciar el hecho de que no había peligro inmediato por esa parte. Naturalmente, yo había despertado el interés y la preocupación de ustedes por Eulalia, y Bruno Rosa no podía disuadirlos de que le telefonearan sin despertar sospechas en su contra. ¿Qué hizo pues? —Con ojos asaz lacrimosos nos miró por encima de su copa, que acababa de volver a llenar de champaña—. ¿Qué hizo?

Iris y yo dijimos que no lo sabíamos, aunque lo supiéramos perfectamente bien; pero juzgamos mejor expresarnos así.

Con una gran sonrisa de satisfacción, Gatto prosiguió:

—Una vez más convirtió la necesidad en virtud. Y aquí es donde Luis, el menos perspicaz de los hermanos, añadió su brillante cooperación al plan. Mrs. Duluth telefoneó a casa de Eulalia en el preciso instante en que Luis, después de matar a Eulalia, se disponía a escapar. Comprendió al momento que, habiéndose presentado en la casa con el nombre del teniente Duluth, lo que tenía que hacer era persuadirles para que fuesen allá, de manera que se encontraran desesperadamente comprometidos en el asesinato. —Se detuvo—. Esta frase la trataré con particular cuidado en mi en… sayo. Esto…

Vaciló. Parecía encontrarse algo mareado y como si se le estuvieran escapando los hilos de su argumentación. Bebió un poco más de champaña y se despejó de nuevo.

—¡Ah, sí!, volvamos a Bruno. Mientras que ustedes iban camino del apartamento de Eulalia y Luis se alejaba de allí, corriendo hacia su escondrijo, Bruno permaneció en el San Antón, para vigilarme. Como les he dicho, mientras durase mi… esto… indisposición no era peligro para ellos. Pero en cuanto se me pasara, constituiría la mayor amenaza posible; porque o bien advertiría personalmente a las mujeres, o denunciaría el caso a la policía. Sin embargo, por el momento bastaba con vigilarme. Pasado un rato, empecé a aburrirme en el San Antón y me fui al Quimono… esto… Quimono Verde, a donde me siguió Bruno. Para entonces juzgó que Luis habría regresado a su apartamento. Por consiguiente, lo llamó para decirle que yo estaba en San Francisco, le recomendó que se quitara el uniforme, se vistiera de paisano y fuera enseguida al Quim… al bar, para no perderme de vista. Entretanto Bruno regresó al San Antón para averiguar si ustedes iban o no iban a volver a casa de Eulalia.

Iris le dirigió otra mirada a su reloj y murmuró:

—Se está haciendo un poquito tarde, Mr. Gatto. Creo que quizá…

—Y ahora —Manuel Gatto levantó su manaza y medio tumbó una botella de champaña vacía—, y ahora viene lo mejor. Bruno fue listo, muy listo. Sabía que ustedes tenían que hacer una de dos: o llamar a la policía desde la casa de Eulalia y, por lo tanto, inmiscuirse gravemente en un asesinato, lo cual les daría tiempo sobrado para matar a Lina, a Célida y luego escapar; o, comprendiendo los peligros de este paso, podrían regresar ustedes al San Antón para buscarme. Ustedes escogieron el segundo camino y regresaron al San Antón, donde los esperaba Bruno.

Miré por encima de mi hombro. La puerta del dormitorio estaba abierta. Pude ver la cama. Aquello era más de lo que podía soportar.

—Con cuánta destreza —exclamó Mr. Gatto— corrió sobre el hielo… sobre el hielo delgado. Ustedes, como estaban empeñados en quitarse de encima el asesinato de Eulalia, deseaban, naturalmente, dar conmigo y averiguar algo más sobre las Rosas. Como su supuesto amigo, Bruno, no podía disuadirlos, acogió con agrado cualquier hecho que retrasara la comparecencia de ustedes ante la policía. Bruno no me tenía miedo, a causa de mi… indisposición. Por lo tanto, los condujo al Quimono Verde, y allí les presentó a Luis como si fuera su compañero Dagget. Si recuerdan, seguramente recordarán que Luis, desde el momento en que se lo presentaron como Dagget, habló muy poco, y cuando lo hizo empleó palabras sin eses para que no se percataran de que ceceaba.

Gatto sonrió tontamente.

—Ahora bien, ni Bruno ni Luis querían aventurarse a que yo los viera, por temor de que pudiera reconocerlos. De manera que permanecieron en el bar mientras que ustedes entraron para hablar conmigo en el salón interior. Allí, Mrs. Duluth consiguió sacarme la dirección de Lina y les llevó la noticia al bar. Inmediatamente Bruno concibió un plan perfecto para asesinar a Lina. Fue tan sencillo como audaz; y además pensaron que de tener éxito incriminaría desastrosamente al teniente Duluth.

Gatto vació en su copa el champaña que quedaba en la botella.

—Cuando Bruno vio que el teniente Duluth estaba decidido a visitar a Lina para advertirla del peligro que corría, fingió apoyar esa determinación, y solamente lo persuadió para que se dirigiese primero al San Antón a ponerse el traje de paisano. Esto fue, desde luego, para ganar tiempo. Porque su plan consistía en dejar a Luis cuidando de Mrs. Duluth y de mí; correr a su aposento; ponerse el uniforme; enviar a Lina un mensaje telefónico a través de la farmacia que supo estaba en la acera de enfrente; ir en su auto a la avenida Wawona y matar a Lina antes de que pudiera llegar el teniente Duluth, que viajaba en el tranvía. Tenía proyectado que cuando el teniente Duluth llegase a la avenida Wawona encontrara muerta a Lina igual que había encontrado a Eulalia. Sin embargo, gracias a su encuentro casual con Mr. Grey, el teniente Duluth llegó antes que Bruno. Fue sólo un accidente feliz para el asesino lo que impidió al teniente Duluth salvar a Lina y descubrir entonces la intrincada red de… las cosas.

Me estaba doliendo la cabeza. Hubiera dado una fortuna por tener la oportunidad de lanzar un grito agudo y desgarrador.

—Después de matar a Lina —prosiguió diciendo muy entusiasmado Gatto— su plan marchó… sobre rieles. Regresó a su… esto… base de operaciones, se quitó el uniforme; y luego, antes de que usted tuviera tiempo de volver en el tranvía, subió a su habitación, en el San Antón, y colgó el uniforme dentro del ropero. Como tenía la llave de la habitación en el bolsillo, le resultó fácil. Ahora bien, ¿por qué hizo eso? ¿No me preguntan… por qué?

Iris me miró. Yo miré a Iris.

Con una horrible voz áspera le pregunté:

—¿Por qué?

El criminalista más célebre de Estados Unidos se rió entre dientes.

—Les voy a decir por qué. Porque… ese era… su plan. Su plan era poner al teniente Duluth en una situación tan contradictoria que ningún policía del mundo creyera jamás su historia. Un desconocido con barbas que habla de rosas; dos detectives privados que no existen; y por último un uniforme robado que, sin embargo, no lo habían robado. Joven, ése… era su plan. Y tuvo éxito. Así nadie… creería…

Me pareció que por primera vez Gatto empezaba a sospechar que su… indisposición iba a repetirse. Se enderezó con imponente solemnidad, me dirigió una mirada furtiva con el rabillo del ojo y siguió diciendo:

—Luego…, muy sencillo. Mrs. Duluth me llevó a su habitación. Usted estaba allí. Ella estaba allí. ¿Cuál era… su plan? Dejarnos a todos allí. Iban a volver por la mañana para acompañarnos a la policía. No precisaban… ir a la policía. Su plan era llegar por la mañana, meternos en su auto, fingir llevarnos a la policía…, dar alguna excusa, llevarnos a… la… base de operaciones, encerrarnos allí, quizá matarnos y luego irse al circo a matar a Célida. ¿Pero qué sucedió? Pre… gun… to, ¿qué sucedió?

Se balanceaba muy despacito hacia delante y hacia detrás. Algo en él me recordó a Eduardina.

—Lo que sucedió fue esto. —Se inclinó hacia Iris—. Me desperté a medianoche. Salí de su habitación, del baño…, y volví a mi hotel. Escapé. Aquello lo cambió todo. Bruno, furioso… al ver que yo estaba… en libertad… Podía pasar cualquier cosa. Tenían que encontrarme antes de que saliera de mi… indis… posición. ¿Qué hizo? Llevarlos a ustedes a su apartamento…, persuadirlos para que esperasen allí…, procurar encontrarme. Fracasó al ir al circo… Pensaba… que ustedes… estarían fuera de escena… en su apartamento. Fue al circo, quiso matar a Célida, no pud… usted… yo… sótano estado… elefanta… Eduardina… elef…

Se estaba reclinando cada vez más sobre Iris. Los ojos de Gatto se cerraron. Su barba se movía de arriba abajo.

Iris lo zarandeó con fuerza y le gritó:

—¡Mr. Gatto, despierte! Tiene que marcharse a Hollywood. Tiene que despertarse.

Muy despacito Manuel Gatto abrió los ojos. Torció la cabeza de modo que su rostro quedó a pocos centímetros de la cara de Iris. Su barba le hacía cosquillas en el cuello a mi mujer. Se sonreía tan lascivamente como la noche anterior.

—¡Preciosa chica! —dijo.

Iris me miró desesperada.

—Peter… —Y zarandeándolo de nuevo le advirtió—: Mr. Gatto…, Mr. Gatto, le digo…

—¡Mr. Gatto! —rugí.

Despacio, muy despacito. Gatto movió la cabeza hasta quedar mirándome. Medio levantó una mano queriendo señalar algo.

—¡Hombre cochino! —dijo—. ¡Váyase! ¡Hombre cochino! ¡Puf!

Sus ojos volvieron a mirar el rostro de Iris y se sonrió seráficamente.

—Preciosa chica —murmuró—. ¡Hombre cochino! ¡Preciosa chic…!

Entonces se desplomó, dormido, sobre la falda de Iris. Sus ronquidos empezaron a remontarse en sinfónico crescendo.

Mirando por encima de la barba del borracho, Iris dijo:

—Y bien, querido, ¿dónde lo tendemos hoy? ¿En el canapé o en el baño?

—Anoche le gustó el baño —dije—. Pero esta vez creo que conviene dejarlo aquí sobre el canapé.

—¿Y por qué? —preguntó mi mujer.

Miré hacia el dormitorio.

—Pues, porque está más lejos de nuestra… base de operaciones.

— FIN —