18

Cerré Crímenes de nuestros tiempos. Nuestro cortés equivalente de una celda de cárcel era muy tranquilo, y los vehementes Cuidado, que habían llevado el ensayo a su dramático fin, resonaban aún en mis oídos. Fueran cuales fuesen sus defectos, Manuel Gatto había demostrado ser buen profeta. La rosa roja y la rosa blanca significaron verdaderamente sangre; y aunque hubiéramos salvado a Célida, Eulalia y Lina habían caído víctimas de la sangrienta venganza que los hermanos nutrieron en el presidio.

Eulalia, Lina, Célida y Eduardina; esas cuatro hembras, que hasta ahora habían figurado en nuestra vida tan sólo como nombres o como cadáveres, y que había transformado Manuel Gatto en vivida realidad. Eulalia, la hermosa Furia de Boston, empeñada en aniquilar a los asesinos de su amante. Lina, la pequeña y tímida mujercita que tuvo su momento de valor. Célida, la artista de corazón ardiente que, por amor a la justicia, arriesgó su vida enfrentándose con dos formidables asesinos. Eduardina, la vieja elefanta que había amado a un hombre y luchado por él como un guerrero.

Todas habían formado un valeroso cuarteto.

—¡Pobre Eulalia! —dijo Iris interrumpiendo mis pensamientos—. Ha sido magnífica, tan valiente. Y pensar que todo lo que la familia hizo fue criticarla porque tuvo algo que ver con un italiano… ¡Y qué algo! Querido, si tan sólo hubiera oído mencionar la muerte de Gino Forelli, una pequeñez cualquiera, hubiéramos podido salvarla.

Miré alrededor de la reducida y triste habitación. Empecé a recordar dónde estábamos, y no me gustó aquel pensamiento.

—El ensayo dice que la Rosa Roja ceceaba, Peter —dijo Iris—. Así que fue la Rosa Roja quien mató a Eulalia y la Rosa Blanca quien mató a Lina. La Rosa Roja mató a la joven que lo despreció, y la Rosa Blanca mató a la mujer que lo traicionó. Gatto se figuró eso de antemano. Por eso le mandó a Eulalia rosas rojas y a Lina rosas blancas.

—Y ambos vistieron mi uniforme —añadí—. Ése es otro empleo fantástico que hicieron de mi persona. Pusieron al teniente Duluth en el escenario de ambos crímenes, para hacerlos parecer la obra de un mismo hombre. Así cada uno podía disponer de una coartada para uno de los crímenes. —Me encogí de hombros—. Son listos, te lo aseguro.

—Listos…, son más que listos. —Iris se estremeció—. Si hubiera sabido con quiénes estábamos tratando me hubiese retirado antes de empezar —una sonrisita presuntuosa se dibujó en su rostro—. Pero los descubrimos, ¿verdad, Peter?

También me sentía contento.

—Sí, nena, los descubrimos.

—¿Se pondrá Hatch orgulloso de nosotros?

—Sí —respondí, recordando con cierta satisfacción cuán baja fue la opinión que Hatch tuvo de mi inteligencia.

Rechinó una llave en la cerradura, se abrió la puerta y entró nuestro policía. Noté que de su rostro se había desvanecido la expresión jactanciosa del que cree haber detenido a un asesino. Parecía confuso y contrariado. Era buena señal, a mi parecer.

—El inspector está dispuesto a recibirlos —dijo.

Nos levantamos.

—¿Ha llamado a Williams y Dagget? —le pregunté.

—Sí, les han avisado y vienen para aquí.

Esa noticia me comunicó el estímulo extraordinario que necesitaba. Me sentí tan garboso como Iris y seguí al policía cruzando entre las corrientes de aire de la oficina central y franqueando una puerta en la que estaba escrito: Inspector Robert Webb.

Entramos en un gran despacho particular. A un extremo del aposento, un inspector de policía, probablemente el inspector Webb, se hallaba sentado ante un escritorio. Era hombre delgado, con cabellos blancos y ojos negros y cansados. A su lado, blandiendo un ejemplar de Crímenes de nuestros tiempos y hablando enfáticamente, estaba Manuel Gatto. Célida se hallaba sentada en una silla junto a la ventana y tenía a su lado la figura sólida y amable de Annapopaulos. Cecil Grey también estaba allí, dándose importancia entre un grupo de policías. Todos prestaban una respetuosa atención a Gatto, y no advirtieron nuestra entrada.

—… por eso tengo que convencerlo…

—Está bien, está bien, Mr. Gatto —la tranquila voz del inspector interrumpió el monólogo del Barbudo—. Me ha convencido, y nos hemos puesto en contacto con Filadelfia. Enseguida tendremos el informe completo sobre los hermanos Rosa y podremos efectuar una identificación positiva.

Entonces nos vio Cecil Grey. Se volvió y nos señaló, para sacar el mayor partido posible de su momento de importancia pública.

—¡Ahí están! Iba vestido de paisano cuando anoche me indujo a llevarlo en mi auto al bulevar de Sloat. Él es quien…

Gatto volvió su rostro desde el escritorio para dirigir al actor una mirada fulminante.

—Usted es un ignorante y tendrá la bondad de callarse —vociferó. Mientras Grey se quedó como perro con el rabo entre las piernas, Gatto vino hacia nosotros, extendidas las manos y sonriendo por encima de su barba—. Teniente Duluth y señora, permítanme que sea el primero en felicitarlos. Como le he hecho comprender al inspector, aunque mi…, esto…, indisposición me impidió ayudar a Eulalia y Lina, ustedes parece que han obrado con muchísimo valor e intrepidez. Estoy deseoso de oírles relatar lo sucedido.

—Sí, sí. —Célida se nos echó encima como un torbellino de plumas y capa—. El administrador del circo acaba de telefonear. Mis cuerdas estaban casi enteramente cortadas. De no haber sido por ustedes hubiera caído y me hubiera matado como el pobre Gino. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué valor! ¡Qué habilidad!

Y con su ardor italiano se arrojó en brazos de Iris y la besó. Después empezó a besarme a mí. No estaba preparado para tanto entusiasmo. Tímidamente me solté de la famosa acróbata y balbucí:

—Estoy seguro de que lo poco que hicimos…

Una tosecita discreta del inspector puso fin a las demostraciones de cariño.

—Teniente Duluth y señora —dijo—, ¿quieren hacer el favor de acercarse? Pronto traerán a los hermanos Rosa. Están quitándoles las ropas de payaso y lavándoles la cara. Antes de que vengan quiero que me cuenten la historia.

Les hizo una seña a Célida y a Gatto para que se retiraran. Ocuparon sus sillas junto a Annapopaulos. Un policía taquígrafo, con su lápiz apoyado sobre un block, se sentó junto al inspector.

—En primer lugar —dijo el inspector—, tengan la bondad de darnos sus nombres.

Se los di. Luego, mientras que sus ojos estudiaban mi rostro, y el taquígrafo hacía garabatos, empecé a contar nuestra historia. Dije que Mrs. Rosa nos cedió su habitación en el San Antón; que el hombre de ceceo llamó por teléfono para preguntar si Iris era Eulalia; que me robaron mi uniforme en los baños turcos, y describí nuestro encuentro dramático con Gatto en el salón de baile del San Antón. Trabajo me costó disimular la gravedad de la lamentable indisposición de Gatto. Rendí cuenta de nuestras acciones hasta el momento en que encontramos a Eulalia Crawford muerta en su apartamento.

El inspector Webb me interrumpió entonces por primera vez, para preguntarme:

—¿Comprende que al no denunciar el crimen quebrantó la ley?

—Sí —repuse con voz humilde.

Pero Iris, excitada, intervino diciendo:

—¿Qué otra cosa podría esperar que hiciera? Lo habían arreglado todo en su contra. Si hubiera llamado a la policía lo hubieran detenido, y entonces sí que no hubiera sido posible salvar a Lina…

—Quizá, pero… —El inspector hizo un gesto con la mano y dijo—: Prosiga, teniente.

Proseguí. Dedicándole por su actuación un merecido y hermoso ramo de flores a Hatch, narré nuestra búsqueda del Barbudo, mi desastrosa excursión a la avenida Wawona, el misterioso regreso de mi uniforme robado y la segunda desaparición del Barbudo, de nuestra habitación en el hotel.

Comprendí que mi relato no dejaba muy bien parado ni al criminalista más célebre de Estados Unidos ni a mí. Le dirigí a Gatto una mirada furtiva. Estaba mirando por la ventana con majestuosa dignidad. Si oyó mis referencias a su enfermedad, las ignoraba magníficamente.

No tardé mucho en narrar nuestra huida hacia el apartamento de Hatch y el paseo sensacional que luego dimos hasta el circo.

—Eso es todo —terminé—. Nunca supimos con exactitud de qué se trataba. Creo que nos limitamos a seguir hacia delante procurando hacer lo que podíamos. Cuando vengan Hatch Williams y William Dagget podrán atestiguar lo que he dicho. Supongo que son personas responsables.

—Una firma que goza de la mejor reputación —murmuró el inspector Webb—. Siempre se ponen del lado de la ley. —Miró al taquígrafo, que dejó de garabatear, y luego nos miró a nosotros—. Pues bien, como oficial de policía, difícilmente puedo alabar su conducta; pero tengo que reconocer que han obrado con valor e ingeniosidad en la más extraña de las situaciones. También hay que reconocer que han salvado la vida de Mrs. Célida. —Hizo una pausa—. ¿Permanecerán algún tiempo en San Francisco?

—No —repuse—. Esta misma noche tengo que regresar a la base.

Aunque sabía esto, decirlo me causó una verdadera impresión. Sólo me quedaban unas cuantas horas para estar junto a Iris. Habíamos desperdiciado mi preciosa licencia en los execrables hermanos Rosa.

El inspector Webb estaba muy serio.

—Me temo que lo necesitaré para la investigación y el proceso. Si me dice cómo se llama su comandante, averiguaré si es posible que prorrogue su permiso.

Dijo esto sin entusiasmo alguno. Durante un momento no comprendí. Luego sonreí burlonamente. Iris también sonrió.

—Eso sería magnífico —empecé a decir—. Esto… creo que puede arreglarse.

El inspector se encogió de hombros.

—Haré lo que pueda. Por supuesto que también necesitaremos a su mujer. Y ahora es mejor que tomen asiento…

Iris y yo nos sentamos juntos al fondo del despacho. Acaricié la mano de Iris. Había apartado de mi mente a los hermanos Rosa y pensaba más íntimamente…, según los términos de las espaldas de los Cupidos.

El inspector Webb había indicado que se aproximaran a su mesa Célida y Gatto. Se pusieron a hablar. No los escuchaba. Entonces, por una puerta detrás de la mesa, entró un policía con dos hombres. Uno de ellos, delgado y canoso, vestía de oscuro; el otro era grande y rechoncho. Uno llevaba corbata verde, y el otro corbata roja.

Iris me dio un ligero codazo.

—Peter, ahí están por fin. La Rosa Roja y la Rosa Blanca.

Después de lo que nos habían hecho, me esperaba ver a dos monstruos lo bastante siniestros como para compararlos con Boris Karloff. Pero, con gran decepción, aquellos dos hombres parecían a primera vista una pareja cualquiera de ciudadanos respetables.

Sin embargo, sólo me detuve a mirarlos un segundo, porque en ese mismo instante se abrió la puerta que daba al vestíbulo y entraron Hatch y William con otro policía. Saludé entusiasmado a Hatch y, junto con Iris, me apresuré a reunirme con el grupo que rodeaba el escritorio del inspector.

Hatch, William y su policía se quedaron de pie, a la derecha. Los dos recién llegados y su policía se situaron a la izquierda. Célida y Gatto estaban en el centro.

Al acercarnos nosotros dijo el inspector Webb:

—Teniente Duluth, ¿puede identificar a estos dos hombres?

Me quedé mirándolos. El de la corbata verde agachó los ojos. El de la corbata roja me miraba imperturbablemente.

—No —repuse—. Como sólo los hemos visto disfrazados de payasos no podría asegurar…

—Yo sí puedo identificarlos positivamente. —Hablaba Gatto. Y volviéndose con majestuosa dignidad dijo señalando al mismo tiempo—: Ése es Bruno Rosa; y ese, Luis Rosa.

—Sí, sí —añadió Célida—. Ése es Bruno Rosa; y ese, Luis Rosa; el que fue mi marido, el que mató a Gino, el que mató a Eulalia y a Lina y el que quiso matarme. Son ellos, los cerdos…

Célida apuntaba en la misma dirección que Gatto.

Al seguir con la vista sus dedos acusadores todo se trastornó como buque bombardeado. Me oí gritar. Vi que Iris abrió la boca sobrecogida de horripilante estupor.

Creí oír una voz: la del recién llegado que usaba corbata verde.

—Sí, esos son los hombres que vinieron el miércoles a nuestra oficina, para hacer indagaciones sobre Lina Brown. El de la izquierda dijo que era su hermano y que deseaba localizarla. Mi compañero, Dagget, puede corroborar lo que digo.

—Sí —dijo el de la corbata roja—. Williams tiene razón. Ésos son los hombres.

Ambos los señalaban con el dedo. Gatto y Célida también los señalaban, y todos apuntaban en la misma dirección.

Señalaban a los hombres que habíamos conocido como Hatch Williams y William Dagget.

Durante un momento me fue imposible articular palabra. Luego balbucí:

—No puede ser. Ellos son Hatch y William. Estuvieron constantemente con nosotros.

—Nos ayudaron —intervino Iris.

—Incluso me enseñaron su tarjeta —añadí—. Tienen que ser Dagget y Williams.

El de la corbata roja dijo con mucha sequedad:

—Yo soy Dagget, y éste —indicó al de la corbata verde— es Mr. Williams. Si esos dos hombres les mostraron una tarjeta nuestra es porque la consiguieron el miércoles pasado, cuando visitaron nuestra oficina.

—Pero…

—En cuanto a eso de haber estado continuamente con ustedes, teniente —interrumpió el Barbudo—, ahora veo muy claro el plan. Figurando como detectives particulares los hicieron virtualmente prisioneros desde un principio. Y como lo destinaron a ser su… esto… víctima propiciatoria, no podían perderlo de vista. Eso es interesantísimo, ingeniosísimo. Me temo que usted y su mujer han tenido una venda en los ojos.

¡Una venda en los ojos!

Deleitándose evidentemente con mi perplejidad, el Barbudo señaló a Hatch, y dijo:

—Permítame que le presente a Bruno Rosa. —Y señalando a William—: Permítame que le presente a Luis Rosa.

Me quedé atónito mirando a nuestros viejos amigos. Ellos me devolvieron la mirada. Hatch, cuyo pesimismo me había infundido tanto respeto, me miraba guiñando con astuto desdén sus ojos melancólicos. William parecía conservar su hermoso rostro de buey, empañado con una hosca y frustrada furia.

La comprensión de mi propia estupidez me iba embargando como inunda el agua una esclusa abierta. ¡Marionetas! Iris y yo habíamos sido tratados como marionetas. No supimos ni la mitad de las cosas. Los hermanos Rosa, con una sorprendente audacia, conquistaron nuestra confianza, e incluso cuando estaban asesinando tuvieron tiempo para vigilar nuestras acciones y meternos cada vez más dentro de la fosa que nos estaban cavando.

Bruno y Luis Rosa no habían sido solamente manipuladores de marionetas. En ellos no hubo nada sencillo ni simple. Habían actuado como supercolosales artistas de lujo.