17

Nunca supimos cómo se las compuso el circo Madden para restablecer el orden después del estrago que ocasionamos en su función de gala. Mientras que el estadio seguía estremeciéndose hasta los cimientos, el policía nos sacó a empellones a Iris y a mí por una puerta secundaria, frente a la cual esperaba un auto celular. El hombre no se fiaba de nosotros. Sujetando mis esposas con su mano izquierda, se sentó en medio del asiento trasero e hizo que se sentada Iris a su derecha. Luego le ordenó al conductor que nos llevara al departamento central.

El júbilo que sentí al ver capturados a los hermanos Rosa empezó a menguar. Era muy agradable saber que había triunfado la Justicia aunque los resultados fuesen tan vagos; pero nuestro camino hacia la victoria, aunque estaba pavimentado con muy buenas intenciones, se había construido en una forma muy ilegal. Había ocultado un par de cadáveres; había callado informaciones vitales; había andado vestido de paisano. En una palabra, había quebrantado virtualmente todas las normas de oficial y de caballero. También había aparecido en la primera plana de los periódicos.

Aun teniendo a Gatto, a Hatch y a William como paladines, dudaba de que mi persona le fuese grata a la policía. En mis pensamientos también ocupaba un destacado lugar mi comandante militar. A la luz de mis actividades del fin de semana, ¿le parecería el tipo de teniente del grado superior lo bastante formal como para merecer un ascenso?

Cuando nuestro auto llegó al departamento de policía vi que otro automóvil acababa de pararse delante de nosotros. De él salió un policía con el esposado payaso rojo, y otra con el payaso azul. Al parecer, los hermanos Rosa no recibieron ningún daño grave de la trompa de Eduardina. Detrás de ellos salieron fuera del auto Gatto y Célida, cuyos impropios pantaloncitos de plumas estaban medio escondidos debajo de una capa de teatro. Subieron la escalinata del edificio, charlando. Nosotros seguimos en grupo más humilde. Al entrar en el frío vestíbulo tuvimos justo el tiempo de ver desaparecer a los otros por una puerta giratoria.

Nuestra policía, fanfarroneando, nos presentó a otro gran hombre vestido de uniforme que se hallaba sentado detrás de una gran mesa de escritorio.

—El teniente Duluth y su mujer. Sospechosos de crimen. Los he capturado.

Por su expresión pude asegurar que yo no era el único que pensaba en ascensos. El policía nos condujo a una pequeña habitación vacía, donde me quitó las esposas.

—El inspector los llamará cuando quiera y tenga ganas —dijo—. Voy a preparar mi informe.

—Muy bien —dije—. Oiga, hágame un favor. ¿Conoce a Williams y Dagget, una firma de detectives privados?

El policía asintió sospechosamente.

—Claro que sí. ¿Por qué?

—Llámelos. Dígales lo que ha sucedido. Ellos conocen este pastel. Haga que vengan en seguida.

El policía se mostró reacio, pero al final consintió. Entonces nos dejó, pero cerrando la puerta al salir.

Estábamos en un horrible cuartucho, donde sólo había un banco todo a lo largo de una pared y unas ventanas protegidas por barrotes. Iris y yo nos sentamos en el banco. Iris se aferró a mi brazo.

—Dame un cigarrillo, querido.

Encendí dos con uno de mis tres últimos fósforos. Mi mujer aspiraba el humo como si soñase.

—Payasos. Criminales. Rosas —dijo—. ¿No te parece divertido?

—Tal vez lo fuera —dije pensando en cómo se dilataban las narices de mi comandante cuando se enfurecía.

—Y Eduardina derrotando a los Rosa de aquella forma… Peter, ahora sí que podemos reírnos de Hatch. Hemos salvado a Célida. —Se detuvo—. Y a propósito, ¿de qué la hemos salvado?

—De los hermanos Rosa —contesté—. ¿No te acuerdas?

—¡Oh!, eso ya lo sé —dijo con terquedad mi mujer—. Quiero decir qué es en realidad lo que los hermanos Rosa tenían contra Célida, Lina y Eulalia, y cómo encaja Eduardina en el caso. ¿Qué hacía la pobre Eulalia mezclada en el crimen de un circo? ¿Quién era Gino Forelli? ¿Qué…? ¡Oh! Estoy deseando saberlo todo, y henos aquí encerrados en este miserable cuartucho… ¡Peter!

Pronunció esta última palabra dando un grito.

—¿Qué te pasa? —le pregunté pensando aún en las narices dilatadas de mi comandante.

—El ensayo de Gatto. —Mi mujer estaba sacándome de mi bolsillo el volumen Crímenes de nuestros tiempos, que teníamos olvidado—. Estaremos detenidos por asesinos; pero por lo menos podemos averiguar a quién matamos y por qué. Página ochenta y cuatro. Pronto.

El entusiasmo de Iris se me contagió. Buscó la página ochenta y cuatro y empezamos a leer. Ahora que Célida estaba a salvo y los Rosa bajo llave y cerrojo, el pausado estilo de Gatto no nos parecía exasperante. En realidad tenía su hechizo propio.

Al avanzar en nuestra lectura, olvidé incluso las narices dilatadas de mi jefe.

ASESINATO ENTRE ROSAS[1]

por

Manuel Gatto

Tomado de: Crímenes de nuestros tiempos, publicado por John L. Weatherby, copyright, 1943, imprenta Featherstone. Nueva York. Reimpreso con la autorización del autor y del editor.

Estoy absorbido por este crimen. Tengo de él una opinión muy semejante a la que probablemente tuvo el difunto Edmund Pearson sobre las matanzas en la mansión de los Borden. Quizá esté yo más preocupado que él, porque Mr. Pearson sólo pudo estudiar indirectamente y desde lejos a su divina Elisa, mientras que yo —cuando se cometió el crimen de los Rosa— estaba ocupando un asiento junto a la pista del circo y me hallaba lo bastante cerca de las personas complicadas en el caso como para lograr informes íntimos detrás de los telones, e informes tales como raras veces obtienen los especuladores del crimen.

Además, aparte de mi obsesión personal, existen otras razones por las cuales creo que es mi deber especial mantener este caso constantemente a la vista del público. Porque los Rosa son verdaderas flores del mal, cuyo maligno germen no ha desaparecido en manera alguna; sino que —atreviéndonos a presagiar el futuro— un día volverán a retoñar en capullos venenosos más rojos y más sangrientos aún.

Por lo tanto advierto aquí a un público apático —y a ciertas personas que se nombrarán luego— que todavía no hemos oído la última palabra sobre los Rosa. Su cuenta con la sociedad no está saldada.

Si bien no me ha sorprendido del todo, me ha desilusionado la indiferencia casi universal por mi crimen favorito. Aunque se ha relatado en las revistas sensacionalistas y en los suplementos dominicales con las exageraciones e inexactitudes usuales; aunque a la tragedia original se le concedió un hermoso título en los diarios de Filadelfia, la detención final de los criminales y su condena sólo ocupó unos cuantos párrafos muy breves, mientras que las subterráneas corrientes psicológicas de la historia —aun conteniendo la gama de emociones humanas— nunca llamaron la atención de un analizador serio, excepto yo.

El público ha permanecido indiferente. Los intelectuales han bostezado; e incluso mi difunto amigo Alexander Woollcott, conocido especialista de los más sutiles aspectos del crimen, no quería contacto alguno con mis Rosa. Insistía en que el caso era demasiado rimbombante; que le faltaba luz y sombra; que los caracteres del drama carecían por completo de contraste y artificio. Con la mayor brusquedad, atribuyó mi excesiva preocupación (y aquí se puede sorprender una pequeña muestra de envidia profesional) al hecho de que estuve presente cuando se cometió el crimen.

Eso es verdad. Estaba presente —y a buen seguro que ése es el verdadero éxito en la carrera de cualquier criminalista—; fui testigo ocular del que considero uno de los crímenes más interesantes y astutamente concebidos en los últimos cien años.

Fui testigo, junto con unas tres mil personas, cuando el hermoso y joven acróbata Gino Forelli, conocido profesionalmente por el nombre de la Rosa Morada, cayó sobre la pista del circo y se mató en Filadelfia el 4 de junio de 1936.

Por el gran número de testigos de su muerte —tantos miles de personas que pudieron pensar y hablar de ella como si hubiera sido una tragedia personal— se hubiera podido colegir que el caso iba a conmover a la opinión pública. Pero aquí nos encontramos con un capricho muy raro en la psicología de las masas. Cuando la gente, incluso los niños, va a un circo, para presenciar hazañas extraordinarias y peligrosas, existe en el subconsciente una expectación nerviosa; es más, casi la esperanza de que van a ser testigos de algún desastre espectacular. Por eso, cuando Gino Forelli, con su muerte trágica, satisfizo la ansiedad latente en aquellos miles de personas, desde luego les produjo un estremecimiento; pero fue solo la exagerada y al mismo tiempo lógica intensificación del estremecimiento que esperaron sentir al sacar sus entradas. Y aunque luego leyesen que su accidente privado fue en realidad un crimen, no pudieron experimentar ninguna emoción en ese sentido, porque el accidente no llegó a estimularles esos particulares reflejos cerebrales que normalmente se activan con el crimen.

Además, el mismo lugar se oponía a la aceptación popular como crimen memorable. El circo, muy contrariamente al teatro y a la pantalla, no es espejo de la vida normal o de gente normal. El circo se dedica a suministrar un espectáculo anormal y una impresión anormal. Por consiguiente, un crimen en un circo, o sea en un lugar donde uno puede esperar cualquier atrocidad, es mucho menos excitante que un crimen, digamos, en una vicaría campestre.

Repitamos que el circo es un mundo poblado de marionetas y cosas grotescas. Sus fealdades, como son los payasos, los enanos, los monstruos, son demasiado feas para compararlas incluso con el menos favorecido de nuestros prójimos. Sus bellezas, representadas por las rubias ecuestres, el domador de leones, con su tez oscura, los deslumbrantes acróbatas, se presentan deliberadamente como demasiado hermosas y buenas para la comida diaria de la naturaleza humana. Son personificaciones, no personas; y sus personalidades están definidamente subordinadas a los actos que ejecutan. La vida privada de los artistas, contrariamente a la de las estrellas del cine y del teatro, no es objeto de curiosidad, incluso para el más entusiasta de los aficionados al circo. ¿A quién le interesa el hombre o la mujer que se cubre con tantos oropeles? Todos nosotros, jóvenes y ancianos, sabemos que son simples titiriteros, hoy aquí y mañana arrastrados despiadadamente hacia allá.

Algunos de mis amigos más presumidos sugieren otra razón de por qué el caso de los Rosa nunca prendió, para hablar en términos vulgares. Aunque acceden a concederle al circo un cierto valor de entretenimiento, afirman con insistencia que sus artistas no son interesantes, ni socialmente ni por naturaleza, como asesinos o como asesinados. Estos amigos míos califican a la gente de circo como poco menos que vagabundos, cuyas vidas son tan asquerosas y vulgares que a nadie le importa si se matan unos a otros más de lo que interesan las matanzas mutuas entre los contrabandistas de Chicago.

Debo recordarle a esos presuntuosos que se figuran que para ser interesante el crimen debe relacionarse con los altos personajes o con la flor y nata de la sociedad, que la sangre azul —y en Boston está la mejor sangre azul— se encuentra representada en este caso por una de las personas más profundamente afectadas. Miss Eulalia Crawford, de no haber sido lo que los periódicos tienen el mal gusto de llamar una elegante dama social, pudo haber hecho cualquier cosa memorable con su belleza, su destacada personalidad y su talento como creadora de muñecos. En este campo ha logrado una celebridad sólo inferior a la del famoso Tony Sarg. Miss Crawford tenía algo más que un mero atractivo vulgar.

Pero démosle una tregua a estos razonamientos. Existe cuando menos una razón bien definida por la cual el homicidio de los Rosa nunca obtuvo la atención merecida. Es una especie de sinfonía incompleta. Y no está incompleta en el mismo sentido que esos grandes misterios indescifrables, como el secuestro de Ross o el asesinato de Elwell, que siempre cautivaron la imaginación popular. Porque en el caso del crimen de los Rosa se supo quiénes fueron los criminales, y los prendieron. Incluso los condenaron, aunque inadecuadamente. Pero ellos nunca fueron juzgados en el sentido expreso de la palabra. Y desde luego que nunca los juzgaron por asesinato. Un juicio por asesinato, con su gran publicidad, su procesión de fotógrafos y periodistas, acuña indeleblemente el distintivo de un caso y de sus participantes en la mente del público; de toda la charla rutinaria siempre llega a deducir una occisión menor y, sea cual fuere el veredicto, se las arregla para atar los cabos y presentar el caso de manera que satisfaga al público.

La cuestión de los Rosa nunca se arregló. Día llegará, como lo estoy presintiendo, en que ellos mismos reunirán los cabos perdidos del caso y harán un pequeño arreglo por su propia cuenta.

Ahora, a contar mi historia. Y puesto que fui testigo ocular del primer acto en el horrendo drama de la muerte de Gino Forelli, le suplico al lector que perdone el egotismo indebido y me permita narrar los hechos tal cual los presencié.

Nunca podré olvidar la tarde del 4 de junio de 1936. Estaba en Filadelfia, donde tuve la buena suerte de almorzar con un eminente bibliófilo, el ahora difunto A. Eduard Newton; uno de los pocos hombres de Estados Unidos (y desde luego el único de Filadelfia) que sabía servir un almuerzo digno de tal nombre. La comida era tanto más agradable por cuanto debía seguirla una visita al circo, entretenimiento para el que conservo toda mi pasión infantil. Las repetidas copas de Pol Rogers 1926 también desempeñaron su parte, y recordé el hecho de que una gitana clarividente me dijo una vez que tres palabras empezando con C iban a ser importantísimas en la realización de mi destino. Aquellas tres palabras eran: Crimen, Champaña y Circo.

Ésta fue, en realidad, la noche de mis tres C; la noche en que iban a enroscárseme para unirse por último en un horripilante y dramático suceso.

La gitana pudo haber añadido una cuarta C fatal, la C de cautivar, porque soy muy propenso a que me cautiven… Aquella noche la cautivadora resultó ser Mrs. Febe Gilkyson; deliciosa filadelfiana, cuyo entusiasmo por el circo igualaba el mío.

Mientras que el automóvil ronroneaba en la suave tarde de verano al dirigirse hacia el circo, situado al norte de Filadelfia, la hija de mi anfitrión —psicoanalista de mucho talento— inició la interesante controversia de si el placer que sienten los adultos en el circo es mero infantilismo atávico o si brota del impulso sádico latente en nosotros, el cual nos hace apetecer la contemplación de hazañas peligrosas y espectaculares porque subconscientemente esperamos ver daño y sufrimiento. Como he tocado antes este punto, vuelvo a mencionarlo tan sólo para demostrar que Miss Newton estaba dotada de una gran clarividencia…, igual que la gitana.

No es preciso que describa la pista del circo con sus atezados paisajes y sonidos de la selva, sus luces deslumbrantes, sus rarezas y sus juegos. El mismo olor del serrín estimulaba tanto como el Pol Roger que habíamos paladeado en el almuerzo.

Tampoco es necesario describir los primeros números que fueron, por lo que recuerdo, los de siempre; y ni mejor ni peor realizados que de costumbre. Y ahora, permítaseme abordar mi tema sin más rodeos.

El final de la representación de la tarde era el número de acrobacia conocido por Las Rosas Volantes. Aunque el circo tenía una triple pista, los trapecios sólo ocupaban la central. Sin embargo, para evitar el aspecto de vacío, en cada una de las pistas laterales se dispuso un círculo de elefantes sentados inmóviles sobre toneles. Pero todos los ojos, de los lados y del centro, se fijaban únicamente en Las Rosas Volantes. Las dos mujeres que trabajaban en el acto se llamaban Lina y Célida. A los tres hombres —designados por el color de sus cortos pantalones— se les conocía como la Rosa Blanca, la Rosa Roja y la Rosa Morada; este último (Gino Forelli) era el astro principal.

Siempre se siente un escalofrío cuando los acróbatas trepan a las vertiginosas alturas en que inician su actuación. Y todo buen acróbata procura que la impresión vaya aumentando hasta alcanzar un alto grado de excitación. Al principio, mientras estaba extendida la red de seguridad, las dos mujeres realizaron graciosas exhibiciones cuyo principal atractivo era para los sentidos estéticos. Después ejecutaron actos más difíciles junto con la Rosa Blanca y la Rosa Roja. Mientras tanto, la estrella, la Rosa Morada, se mantenía discretamente en retaguardia.

Luego las dos mujeres, Célida y Lina, se retiraron al papel subsidiario de servir o simplemente lanzar el trapecio en la forma requerida, y los tres hombres se pusieron a trabajar en serio. En primer lugar se retiró la red de seguridad, lo que prestó al acto el sabor de un verdadero peligro. La Rosa Roja y la Rosa Blanca ejecutaban movimientos de rutina, los cuales, aunque más espectaculares, eran en realidad los aperitivos que despiertan el apetito para el rico manjar que sería servido por la estrella Morada.

Y desde el momento en que ésta empezó su primer vuelo de ensayo en el trapecio, uno sentía que estaba en presencia de un genio. Gino Forelli era un Nijinsky entre los acróbatas, y su actuación era tan perfecta, tan deslumbrante, que sus compañeros, comparados con él, parecían tan desmañados y tan pesados como los elefantes que se hallaban muy solemnemente sentados en los toneles. La Rosa Morada aportaba al número no solamente la perfección física de su rostro y de su cuerpo, sino también ese algo sonriente e indefinible que sólo puede llamarse encanto.

No soy ningún conocedor de la belleza masculina. Una concentración fanática en la divina forma femenina me ha dejado poco talento en esa otra dirección. Quizá en otra época el joven Gino Forelli hubiese atraído el cincel de Praxiteles, por sus anchos hombros y estrechas caderas. Por su arrojo y virilidad tuvo que ser particularmente atractivo para las mujeres. En una palabra, el hermoso joven sobre el trapecio volante era ese cautivador tradicional de corazones femeninos.

Después de haberse lúcido como un verdadero dragón volador en distintos ejercicios, el director de escena anuncia el acto final en los siguientes términos:

—Señoras y señores: ahora van a presenciar el número más difícil y peligroso que haya ejecutado jamás cualquier acróbata del mundo. Es el famoso Dos y medio. En resumen, señoras y señores, la Rosa Morada va a dar en el aire dos vueltas y media durante el tiempo que vuela de un compañero a otro.

La banda empezó a tocar un importante rataplán, rataplán, rataplán. La Rosa Blanca y la Rosa Roja, colgando de sus trapecios por las rodillas, empezaron a lanzarse a la Rosa Morada de uno al otro, en lo que puede llamarse ejercicio muscular. Luego la Rosa Blanca empezó a columpiarlo cada vez más arriba hasta que al llegar a la mayor altura posible lo lanzó para que diese las vueltas en el aire, después de lo cual la Rosa Roja, meciéndose más abajo en su trapecio, lo agarraría en el momento exacto del descenso.

Los vuelos se prolongaban (al parecer duran horas) mientras que los espectadores movían la cabeza en la dirección en que iba el trapecio, mirando con ojos bien abiertos y radiantes para descubrir el agradable horror anticipado.

El rataplán de la banda se tornó más fuerte. Llegaba por fin el momento liberador, arriba, justo sobre el techo de la pista, a unos veinte metros del suelo. Todos contemplábamos, con la admiración en suspenso, cómo la Rosa Morada describía graciosamente en el aire dos volteretas y media. Veíamos cómo la Rosa Roja salía por un lado, meciéndose en su trapecio y con las manos extendidas, para agarrarlo e impedir la caída.

La incertidumbre se hizo angustiosa cuando la Rosa Morada, enderezándose después de haber dado su última vuelta en el aire, alargó las manos buscando a su compañero, al que rozó en un brevísimo segundo, luego sus dedos se abrieron y se cerraron convulsivamente luchando febrilmente por lograr dónde asirse, pero llegaban una fracción de segundo demasiado pronto o demasiado tarde.

Desde aquella altura, a unos veinte metros, la Rosa Morada se desplomó horrorosamente y cayó sobre el suelo cubierto de serrín. Nadie olvidará el grito, medio ahogado, medio desgarrador, que se oyó en el circo repleto de público. No me cuesta trabajo creer, como leí al día siguiente en un periódico, que pudo oírse en City Hall, a varios kilómetros de distancia, dominando el ruido del tránsito nocturno de Filadelfia.

Aquel grito fue seguido de unos largos segundos del más profundo silencio. Me di vagamente cuenta de que una figura femenina, joven, morena y hermosa, había corrido a inclinarse sobre el cuerpo de Gino Forelli.

Ninguna otra cosa se movió. La banda se detuvo como por encanto. Durante aquellos terribles segundos de completo silencio pareció que el conjunto se había congelado en perfecta inmovilidad. Como si fuera un cuadro brillante se veía a los dos hermanos haraganear en sus trapecios; a los tontos elefantes sentados muy quietos en los toneles y al director de escena vestido con chaquetilla roja mirando impertérrito a la joven agachada en el serrín e inclinada sobre el cuerpo de Gino Forelli. Alrededor la multitud se quedó muda, con el gran silencio de la muerte.

De pronto, un sonido, mucho más horripilante e incluso más primitivo que el grito que acababan de exhalar los impresionados espectadores, rompió el silencio. Era el violento y furioso resoplido de un elefante.

Observé un movimiento rápido. Uno de los elefantes, un paquidermo feísimo y muy arrugado, conocido con el nombre de Eduardina, había abandonado un tonel en la pista lateral y, resoplando con su trompa en alto, corría hacia el acróbata tendido en el suelo.

Entonces todo el mundo se puso en movimiento. El director de escena se adelantó, con la mano en alto, esforzándose inútilmente por detener a los espectadores de la primera fila que se echaban ciegamente encima. Los hermanos Rosa bajaron de sus altos trapecios. Todos merodeaban como si fueran hormigas, al parecer ajenos al peligro existente por parte de Eduardina, que se había puesto furiosa. La vi resoplar mientras avanzaba, dejaba caer su trompa sobre el hombro de la Rosa Blanca y lo arrojaba al suelo.

Entonces los otros elefantes empezaron a excitarse y el circo se convirtió en un pandemónium. Como estábamos casi en primera fila y las cosas se ponían feas, creí mi deber hacer salir a mis buenos amigos lo más pronto posible.

Antes de regresar a casa supimos que Gino Forelli había muerto. Al caer se había roto el cuello muriendo instantáneamente.

Al día siguiente se efectuó la investigación. Gracias a la influencia de Mr. Newton tuve la suerte de poder asistir.

Fue un asunto turbio y vulgar. Primero atestiguaron las autoridades del circo que el número se había ejecutado como siempre; que se había ensayado y hecho ante el público centenares de veces; que la perfección de los acróbatas era tal que no se juzgaba necesaria la red de seguridad. Luego llamaron a Mrs. Célida y Mrs. Lina. Corroboraron que el número se había ejecutado como siempre. Añadieron —y creo que al decir esto descubrí en ellas un pequeño sentimiento de disgusto— que no hubo ninguna falta o negligencia por parte de los compañeros sobrevivientes.

Luego le tocó el turno a los hermanos Rosa. Vestidos de riguroso luto y haciendo cada uno eco a las palabras del otro afirmaron que su querido compañero había sido siempre excelente acróbata y gran artista. Nunca había dado señales de descuido hasta… hacía poco. Presionados por el juez admitieron con mucha pena que desde algún tiempo atrás Gino parecía estar perdiendo su aplomo. En resumen, Gino les había dicho confidencialmente que estaba tomando cierta droga que, ingerida poco antes de una representación, parecía reforzar su lánguido valor. Eso era cuanto sabían, todo lo que tenían que decir, excepto que ambos lo habían visto tomar unas píldoras antes de entrar en la pista del circo.

Mr. Annapopaulos, el director de escena, hombre de manifiesta probidad, apoyó aquel testimonio diciendo que Gino tenía la costumbre de tomar algo. También él había visto en distintas ocasiones a Gino meterse en la boca unas pildoritas. Declaró que el joven le había dicho que eran para curar su estómago, algo delicado.

El informe médico vino a corroborar, al menos en parte, aquellas declaraciones. La autopsia había revelado la presencia en el cuerpo de una gran cantidad de una droga llamada bencedrina o anfetamina, muy fácil de conseguir en aquel tiempo sin necesidad de receta. En el camerino de Gino también se había encontrado cierta cantidad de dichas píldoras.

Entonces se requirió el informe de los peritos respecto a la naturaleza de dicha droga. Declararon que si bien la bencedrina es inofensiva por lo general, opera activamente no solamente en la adaptación visual, sino también en el complejo nervioso y muscular. En resumen, aunque daba una impresión de valor y confianza en sí mismo, era una droga sumamente peligrosa para cualquiera que la tomase imprudentemente, y en particular un acróbata, si estaba obligado a ejecutar un número en el que un justísimo cálculo del tiempo y una completa coordinación de los sentidos significaban la diferencia entre el éxito y el fracaso. Ahora bien, en este caso particular se trataba de la diferencia entre la vida y la muerte.

Como es de esperar, el veredicto fue: muerte por accidente.

Durante todo el proceso estuve mirando con la mayor fascinación a una hermosa mujer a quien reconocí como la joven que fue la primera en lanzarse a la pista la noche anterior. Su expresión mientras se presentaron los testimonios fue más bien de indignación y de rabia reprimida que de tristeza. También observé que en distintas ocasiones abrió la boca para hablar o para emitir alguna protesta; pero cada vez que lo hizo decidió, por lo visto, callarse.

Aproveché la oportunidad de seguirla y presentarme a ella en cuanto se dio por terminada la investigación. Miss Eulalia Crawford, que parecía no haber oído hablar de mí, se negó a hacerme caso en un principio. Pero cuando le dije que era un criminalista muy conocido, se detuvo y, volviéndose para mirarme de frente, exclamó:

—¿Criminalista? Eso es así como un detective privado, ¿no es cierto?

Pasando por alto ese insulto, dado su estado de excitación, le rogué que me acompañara a cualquier sitio tranquilo donde pudiéramos hablar. Distraídamente me siguió al restaurante de Bellevue-Stratford. Pero no dijo palabra ni siquiera cuando nos sentamos y pedí una botella del mejor champaña.

Sin embargo, cierto instinto natural me advertía que estaba deseando descargarse de las observaciones que había callado durante la investigación.

Por último le dije con mucha amabilidad:

—Quería mucho al pobre Gino, ¿verdad?

Y suavemente, pero con el apasionado candor que la caracterizaba, me respondió:

—Era mi amante.

Ninguno de los dos hablamos durante un momento. Luego exclamó con repentina violencia:

—Mentiras, es mentira todo cuanto ha oído esta mañana. Gino no estaba perdiendo su aplomo, ni tomaba esa maldita droga.

—Pero, el informe médico…

—¡Maldito sea el informe médico! —interrumpió—. Sé lo que pasa. Y le aseguro que esos dos demonios estaban tratando de matar a Gino. Sé por qué. ¿Y usted —me señaló casi acusadoramente— dice que es perito en crímenes? Pues escuche éste y dígame lo que piensa.

Miss Crawford me contó su historia excitada y apasionadamente. Mientras la escuchaba me sentía hechizado por su belleza y por el champaña. Recordado en mi sobriedad, su relato fue sobre poco más o menos como sigue:

Eulalia Crawford se había unido un año antes al circo Welland, supongo que tanto para escapar a las insubstancialidades que acompañan a los principiantes en Boston como para adquirir experiencia en la profesión que había elegido. Siendo una habilísima creadora y manipuladora de muñecos, no tuvo dificultad en conseguir un puesto en una de las series de atracciones del circo. La vida bohemia la atraía y encontró a sus compañeros artistas, especialmente al elemento masculino, placenteros y animadores. Aunque Eulalia no era desde luego ninguna mujer galante, tampoco era mojigata. Confesó con mucha franqueza que al principio se sintió vagamente atraída por la melancólica masculinidad de Luis Rosa (la Rosa Roja). Incluso acarició la idea de aceptarlo como una especie de amante casual, a pesar de que estaba casado con Célida. Pero Luis, sintiéndose violentamente atraído hacia ella, era en realidad sólo una parte de una singular pareja masculina. Él y su hermano mayor, Bruno (la Rosa Blanca), eran tan inseparables en sus amores como en sus acrobacias en el trapecio. Cuando Luis le dio a entender a la joven aquel estado antinatural de las cosas, Miss Crawford se asqueó muchísimo, y tanto más en cuanto encontraba a Bruno tan repulsivo físicamente como mentalmente astuto y avieso.

Eulalia despachó sin rodeos y categóricamente a Luis; (bien puedo imaginármela haciéndolo).

Pero la naturaleza, que aborrece el vacío, fue pronta en depararle a Eulalia uno de sus propios hijos. Porque Gino Forelli era un verdadero hijo de la naturaleza y amaba a Eulalia con una pasión natural completamente satisfactoria para ambos y que no dejaba lugar para el mundo exterior. Los dos eran jóvenes, físicamente hermosos y de un talento extraordinario. No es extraño, pues, que provocaran la envidia, y con frecuencia los celos de cuantos los rodeaban.

Por consiguiente, menos aún sería de extrañar que suscitaran la envidia de los hermanos Rosa. Luis había tomado de la peor manera su fracaso con Eulalia, y en varias ocasiones, quebrantando el código moral del circo, se empeñó en cortejarla. Una vez lo sorprendió Gino y llegaron a las manos. Permítaseme que relate el caso con la vivida fraseología de Miss Crawford:

—Gino era tan fuerte como un león, y peleó como tal; pero en cuanto le hubo hecho morder el polvo a Luis cambió de sentimientos. El pobre no era capaz de hacerle daño a una mosca. Levantó a Luis del suelo; le limpió con su propio pañuelo la sangre que le salía de la nariz y tuvo para él las atenciones más delicadas. Llegó hasta disculparse por su arrebato de mal genio; dijo que seguramente había sido un error y abrazó a Luis mientras le llamaba buen compañero y amigo. Luego hizo que todos nos estrecháramos la mano y nos obsequió con una botella de Orvieto. Luis bebió con nosotros, pero nunca olvidaré la expresión de su rostro. Ahora comprendo que cuando Gino lo derribó, el pobre estaba firmando su sentencia de muerte.

Los hermosos ojos negros de Miss Crawford brillaron peligrosamente mientras continuaba su historia. Desde aquel día, afirmó, las cosas empezaron a irle misteriosamente mal a Gino. Se quejaba de indefinidos dolores de estómago después de las comidas, especialmente de las comidas tomadas en compañía de los hermanos Rosa. Aquel joven atleta, magníficamente sano, que nunca supo lo que era estar enfermo, se vio obligado a consultar a un médico. El doctor diagnosticó su dolencia como un simple ardor estomacal y le prescribió unas píldoras de regaliz. El malestar desapareció tan misteriosamente como había empezado.

Más hacia delante Gino fue víctima de un asalto, una noche al regresar de hacerle una visita a Eduardina, su elefanta favorita. Le arrojaron un manto sobre la cabeza y sintió que lo arrastraban hacia atrás. Empero los asaltantes escogieron mal el sitio, porque Eduardina, al oír los gritos de Gino pidiendo auxilio, saltó fuera de la jaula y puso en fuga a los adversarios. Aunque ninguno sufrió daño físico, se pudo notar que desde entonces los hermanos Rosa evitaban con mucho cuidado la proximidad de la elefanta, que les había tomado mucha ojeriza.

Pero Gino era de tal candidez que nunca se le ocurrió sospechar de sus camaradas, de sus dos compañeros; ni siquiera cuando Célida, le propia mujer de Luis, vino a verlo en secreto para rogarle que abandonase el circo Welland. No podía presentar una razón fundada para su ruego, pero Eulalia estaba segura de que Célida había sorprendido a su marido diciendo, o dando a entender, algo que le hizo temer por la seguridad del muchacho. Miss Crawford había añadido a tales ruegos, en aquella ocasión, sus propias sospechas, pero Gino se limitó a reírse de ellas insistiendo en que los Rosa eran buenos amigos suyos y que lo querían ¡como a un hermano!

—De modo que Gino permaneció en el circo y se ha dejado matar —prosiguió Eulalia—: Sí, lo han matado deliberadamente.

Permanecimos sentados allí, un rato, sin hablar. Llené las copas de champaña. La de ella estaba prácticamente intacta.

Por último, con la mayor prudencia posible, sugerí que si sus sospechas eran fundadas como me lo acababa de referir, debería decírselo a la policía. A menos, desde luego, que su reputación…

—¡Maldita sea mi reputación! —interrumpió—. Pero si realmente pudiera probar…

Se calló. Dio un pequeño salto en su silla y permaneció sentada mirando fijamente hacia delante. Luego, hablando consigo misma más bien que conmigo, murmuró:

—Quizá pueda. Quizá Lina y Célida quieran ayudarme. Quizá…

Volvió a callarse. Después, sin añadir palabra, se levantó de pronto y me dejó… incidentalmente para terminar solo la mayor parte de un cuarto de champaña helado.

Desde aquel día no he vuelto a ver a Miss Crawford.

Dos o tres semanas después leí por casualidad el siguiente párrafo en una de las páginas centrales de The New York Times:

DETENCIÓN DE LAS ROSAS VOLANTES

«La policía ha detenido hoy a Bruno y a Luis Rosa, conocidos por los aficionados al circo como la Rosa Blanca y la Rosa Roja, famosos por su número de trapecio llamado Las Rosas Volantes. Los hermanos han sido detenidos por cargos de asalto y malos tratos denunciados por sus mujeres, Lina y Célida Rosa, y por Miss Eulalia Crawford, creadora de las marionetas del circo Welland. Las autoridades policíacas se han negado a comentar los rumores de que a los dos acróbatas también se les haya sometido a un interrogatorio con respecto a la reciente muerte de su compañero Gino Forelli (la Rosa Morada), que se rompió el cuello en una caída fatal en la pista del circo en Filadelfia, el 4 de junio último. Los detenidos han sido procesados. No se les acordará la libertad bajo fianza».

Se me ocurrió que aquello parecía como si Némesis, o Miss Crawford, estuviese ajustando las cuentas con los dos hermanos Rosa.

*

Mientras que Némesis prosigue implacablemente hacia delante, retrocedamos con nuestra inteligencia para echarle un vistazo a los sucesos que llevaron a la catástrofe.

En alguna parte de Italia y hacia 1890, nacieron dos hermanos Rosa que desplegaron un extraordinario talento como artistas del trapecio. No pretendo saber cuándo ni cómo vinieron a Estados Unidos. Sin embargo, puedo asegurar posiblemente que por el año 1908 ambos hermanos, junto con las mujeres que habían traído y con quienes estaban legalmente casados, formaban parte del circo Welland. Su espectáculo se conocía desde entonces con el nombre de Las Rosas Volantes. Las impresiones de mi niñez recuerdan a dos hombres de piernas delgadas y espesos bigotes y a dos mujeres regordetas y sonrientes que se mecían en los trapecios haciendo los cambios y las combinaciones más extraordinarias y emocionantes que había visto.

Fueron muy populares hasta cerca de 1930, cuando las dos mujeres, las primeras Mrs. Rosa, estaban poniéndose demasiado gordas y pesadas, y los hombres de los bigotes demasiado tiesos y delgados de piernas.

Pero Las Rosas Volantes eran un número, y en el circo nunca debe morir un número establecido.

La suerte había dotado a los Rosa (conocidos por los hermanos Rosa) con talento y destreza. Habían coronado con éxito sus esfuerzos. Pero les había negado ese algo necesario para perpetuar dicho talento y dicho éxito en su propia familia. No tenían hijos para continuar la tradición. Sus dos sobrinas, Lina y Célida, se mecieron, se destetaron y se criaron en el trapecio. Por lo tanto, en cuanto tuvieron edad, sustituyeron a sus tías en el número.

Pero sus tíos también estaban cansados y quizá algo artríticos. Aunque tuvieran mucho celo por el número que habían creado, eran hombres sensatos que sabían comprender las circunstancias. No se les ocultaba que los acróbatas de cierta edad, aunque estén acompañados por graciosas jovencitas, no son estéticamente agradables para el público selecto. Sabían que el mejor número se vuelve anémico a menos que se le inyecte sangre joven en las venas. Y como eso no lo podían hacer con su propia sangre convinieron en que tendrían que recurrir a otra fuente.

Así que, algún tiempo antes de retirarse por completo, se dedicaron a dirigir el entrenamiento de los dos jóvenes aprendices que iban a reemplazarlos.

Su elección recayó sobre dos muchachos de origen prusiano que hacían de payasos, de titiriteros y de otros personajes raros en el circo. Estos dos mozos demostraron cierta habilidad natural junto con la aplicación y paciencia necesarias para el fastidioso entrenamiento de los acróbatas. Los aprendices, Bruno y Luis Kramer —también humanos—, no eran brillantes ni extraordinarios, pero tenían vigor y pertinencia junto con una notoria unidad de pensamiento y voluntad que los hacía trabajar admirablemente como pareja. En aquella época parece que fueron jóvenes serios y humildes que sólo se preocupaban de ellos mismos y de aprovechar el tiempo.

Finalmente, creo que hacia 1932, su tráfago viose recompensado, pues los declararon oficialmente los principales acróbatas de Las Rosas Volantes. Bruno y Luis señalaron su adopción en la familia cambiando en seguida sus apellidos por el de Rosa y casándose con las dos chicas Rosa, Lina y Célida, que habían de ser sus compañeras. Que esas uniones se efectuaron con el mayor cinismo y por motivos de ambición más bien que por afecto, lo demuestran el hecho de que los hermanos echaron a suerte con monedas (como luego ellos mismos lo pregonaron jactanciosamente) para decidir qué chica debía de ser la mujer de cada uno.

Así que mientras los primitivos hermanos Rosa llevaron sus miembros artríticos a disfrutar de un merecido descanso los dos Kramer (la Rosa Blanca y la Rosa Roja) asumieron la responsabilidad del número y empezaron a volar en los trapecios con su estilo suave.

Siempre ha sido un motivo de sorpresa para mí el que Lina y Célida (especialmente ésta, que tiene una personalidad más positiva) accediera a casarse con aquellos dos jóvenes prusianos tan poco atractivos. ¿Pero quién soy yo para analizar las sutilezas del corazón femenino? Acaso pensaran que tenían esa obligación para con el número artístico. Quizá en un principio tuvieran un sincero afecto por sus maridos. Empero la desilusión debió de ocurrir pronto, porque ambos hermanos no tardaron en revelarse tal cual eran. Los tranquilos y humildes jóvenes habían desaparecido; su lugar lo ocupaban un par de tiránicos y arrogantes canallas.

A Luis, el joven de los dos, no le faltaban pretensiones de querer congraciarse con los demás; pero su carácter áspero y su genio depravado le granjearon una antipatía casi general entre la gente del circo. Bruno, la Rosa Blanca, era más aceptable y mucho más inteligente. Tenía modales bruscos y francotes que, afectando una tosca sinceridad, ocultaban la bajeza de sus sentimientos y una astucia paciente, similar a la demostrada por su tocayo, más famoso, Bruno Hauptmann, el secuestrador del hijo de Lindbergh. Ambos hermanos tenían una característica común. Los dos demostraban, si no un cariño real, por lo menos una recíproca lealtad ciega e irresponsable; lealtad que merecía mejor objetivo. Aquello era más que simple abnegación; era una unanimidad de pensamiento y deseo que abarcaba mucho más que su trabajo en común en los trapecios. Lo compartían todo: sus ambiciones, sus placeres, sus odios. Hubieran compartido sus mujeres, de no haberse opuesto ellas. Miss Crawford adivinó que procuraban compartir sus amoríos, pues todos sabían que cuando se daban a jolgorios extramatrimoniales se tapaban y buscaban uno al otro de tal forma que le hubiera asqueado incluso al libertino más procaz.

Pero, y esto es lo más importante, cada uno tomaba como suyas las animosidades y pequeñas vejaciones del otro. Un desaire hecho a Luis se pagaba con algún acto de perversa represalia por parte de Bruno. Y si alguien ofendía a Bruno, podía estar seguro de tropezar en la oscuridad, al salir del camerino, contra algún obstáculo puesto a la altura de la espinilla, o encontrar algún objeto sucio o maloliente en su cama…, regalo de Luis, cuya predilección taimada eran las burlas.

Su actitud con las mujeres revelaba en ellos al prusiano. Las mujeres eran para ellos enseres. Cada uno creía que él, o su hermano, tenía una especie de derecho divino para gozar de cualquier mujer que le agradase. Más hacia delante demostraron su menosprecio por el sexo femenino; y, en cuanto se convirtieron en las estrellas del número, relegaron a sus mujeres al papel de auxiliares siempre que les fue posible, mientras que procuraban exhibirse cada vez más.

Esto fue tan insensato como inexcusable, pues si bien los hermanos Rosa eran muy buenos acróbatas, carecían de ese algo que llamaremos don de gentes, por no encontrar otra forma mejor de definirlo. Los aplausos llegaron a tornarse casi nulos. Las representaciones del circo rival en el número Ringling y Barnum tenían más atractivos acróbatas del trapecio. Bien pronto llegó a darse cuenta la gerencia del circo —por no decir los principales— que Las Rosas Volantes necesitaban otra vez sangre nueva si había de sobrevivir el espectáculo.

Y esa sangre nueva se les impuso a los hermanos Rosa con la persona de Gino Forelli, el brillante y desgraciado joven que más tarde había de ser conocido como la Rosa Morada. Bruno y Luis lo toleraron en un principio creyendo que su período de entrenamiento duraría años de asiduo trabajo, como les sucedió a ellos. El joven no era, pues, un peligro inmediato para sus declinantes laureles. Pero se equivocaron.

Gino era algo completamente fuera de lo ordinario, incluso en un circo. Nacido de padres italianos, literalmente dentro del circo, el niño no conoció otra vida, y le importaba muy poco lo demás Su madre fue artista ecuestre y su padre uno de los cuidadores de los elefantes Desde su más tierna infancia Gino fue la alegría y el orgullo del circo Welland. Todos amaban al sonriente niño de ojos negros; incluso Eduardina, la más vieja y más horrible de los elefantes del circo. Gino hizo de ella su preferida. Se cuenta, pero no es un hecho comprobado, que una vez, cuando la fealdad del paquidermo y su mal carácter aconsejaban eliminarlo, Gino se dirigió a la gerencia del circo para interceder por su vida. Con una intrepidez movida por el afecto y la desesperación, el niño sugirió que podría sacarse buen provecho del aspecto rugoso del animal, poniéndole un cartel que dijera: «Eduardina, la elefanta cautiva más vieja que se conoce». Sabe Dios cómo iban a probarlo o desmentirlo. Gino triunfó. El cartel llamó grandemente la atención del público y Eduardina se tornó en la elefanta más célebre desde Barnum Jumbo. Después de haber sido la proscrita de la manada. Eduardina pudo gustar las delicias de verse transformada en un astro y de gozar de toda clase de comodidades y distinciones. Razón de más para tenerle cariño y gratitud a su joven protector.

Eduardina es una digresión, pero no carente de importancia.

La habilidad de Gino en el circo no se limitaba a los animales. Parece que fue un niño prodigio, con una adaptabilidad igual —en su propia y humilde esfera— a la de Mozart en el mundo de la música. A la edad de diez años era capaz, según me han dicho fuentes fidedignas, de servir útilmente en cualquier representación. Era titiritero consumado, prestidigitador, funámbulo, jinete intrépido y buen ejecutante de la mayoría de los instrumentos de la banda. Una historia, que por razones evidentes admite con desagrado la gerencia del circo, relata cómo Gino, a los dieciséis años, desempeñó una vez el papel de Tito, el Intrépido Domador de Leones, cuando estando aquél enfermo de una mano se vio en la imposibilidad de penetrar en la jaula de las fieras. Gino dominó a los grandes felinos con tanta naturalidad y dio una representación tan valerosa, que Tito por poco no presentó inmediatamente su renuncia.

Gino quería dominar el aire después de haber dominado el suelo. Ser acróbata fue siempre una de sus ambiciones. Célida me contó que después de terminada la función solían encontrar a Gino meciéndose de trapecio en trapecio, ensayando posiciones difíciles y sin importarle en absoluto el hecho de no tener debajo la red de seguridad. También me dijo Célida —y en esto hay que tener en cuenta su opinión de acróbata— que cuando empezó Gino a entrenarse con los hermanos Rosa, dominó en pocas semanas de práctica lo que normalmente requiere años para resultar perfecto. Su precisión —dijo ella— era matemática, su técnica intachable. En un lapso increíblemente corto ocupó su lugar entre Las Rosas Volantes, no sólo como uno de los principales intérpretes, sino como la estrella del espectáculo.

Desde su primera actuación en público los aplausos fueron estruendosos. Bien pronto el número volvió a tener el mayor cartel y se repuso al final del programa por considerarse la atracción principal.

Como conocemos los caracteres de los hermanos Rosa no nos es difícil adivinar lo que sentirían con el éxito de su brillante colega. Durante el período de entrenamiento, en los ensayos y en las representaciones, fueron muy escrupulosos en observar las reglas del trabajo en común. Pretendieron sentirse muy satisfechos del camarada que había elevado el número a tan extraordinaria altura. Quizá solamente sus mujeres supieran lo que estaban tramando aquellas cabezas pacientes y perversas. Y, efectivamente, Célida me dijo que, según ella, los hermanos Rosa habrían eliminado a Gino aunque Eulalia nunca hubiera aparecido en escena.

Pero Eulalia Crawford entró en escena y Gino murió.

Sabemos cuáles fueron las circunstancias de su muerte y los hechos que condujeron a ella. Volvamos ahora a tratar de los sucesos que la siguieron. O mejor dicho, partamos desde el momento en que Miss Crawford me dejó solo tan repentinamente en el restaurante de Bellevue-Stratford, y consideremos los pasos que se dieron para conseguir la detención y el castigo de los dos hermanos Rosa.

Aunque no he vuelto a ver a Miss Crawford desde el día en que me comunicó sus sospechas, harto embrionarias, no tengo que ponerme a adivinar para saber cuáles fueron sus acciones subsiguientes. Porque al poco tiempo tuve el gusto de encontrarme con Célida, y con su relato, algo fragmentario, puedo reconstruir la historia.

Célida es una mezcla rara —como lo son con frecuencia los artistas destacados— de sentido y sensibilidad. En la época de la muerte de Gino debió de sentirse presa de los vínculos sentimentales. Había amado al joven italiano con el afecto de una mujer cariñosa y el aprecio de una compañera de oficio. Además, eran compatriotas, en cierto sentido. Célida no amaba a su marido, y había despertado sus sospechas de tal manera que le advirtió a Gino el peligro que corría. Pero una cosa es prevenir a un hombre mientras está vivo y a salvo, y otra es acusar a alguien de asesinato premeditado después de su muerte.

Además, ¿sobre qué podía cimentar sus acusaciones? Célida había declarado en la investigación lo que creía ser la verdad. El número se había ejecutado como siempre. Ambos hermanos cumplieron su cometido con su acostumbrada exactitud. Con los ojos llenos de lágrimas me dijo que, aunque hubiera estado pensando cómo poder encontrar algo mal, no le fue posible hacerlo. La culpa, en cuanto afectaba la perceptibilidad, tuvo que haber procedido de Gino. Pero la Rosa Roja pudo haber hecho una infinidad de cosas imperceptibles mientras se mecía en su trapecio, a la espera de recoger en su descenso al compañero. Célida sabía —¿y quién podía saberlo mejor?— que el error de una fracción de segundo al calcular el tiempo, una nimiedad invisible, un pequeño ademán de retirar la mano, e incluso la contracción de un dedo en el momento de agarrarse…, cualquiera de esas cosas pudo habérsele escapado a Célida y cualquiera podía haber llevado a un desenlace fatal.

En resumen, los hermanos Rosa tuvieron una excelente oportunidad para cometer un crimen perfecto a la vista de miles de personas; cometerlo de tal manera que pareciese un accidente, y un accidente del que sólo podían hacer responsable al hombre muerto.

Célida comprendió esto, pues era mujer sensata. Lina también lo comprendió. Ambos hermanos habían matado a Gino. Ellas se encontraban doblemente ultrajadas por la profanación de su bien amado número artístico; pero convinieron en que no habían podido hacer nada.

Entonces Eulalia vino a buscarlas, resentida a su vez y fulminando sospechas que, para ella, eran certeras. Al principio se estrelló contra una roca, porque ni Célida ni Lina querían a Eulalia. Educadas como estaban dentro del pequeño ambiente del circo, consideraban a aquella joven de la sociedad como a una intrusa. Ellas estaban disgustadas por su intimidad con Gino y sentían que Eulalia había sido mala para él, como hombre y como artista. Probablemente también estaban disgustadas por el hecho de que sus maridos la encontrasen atractiva.

Uno puede figurarse la primera reunión de aquellas tres mujeres, cuyo vínculo de unión era tan sólo el sentimiento común del ultraje recibido. Cabe gustar su ambiente secreto —porque eso sí que era esencial para todas— de emociones vedadas, de antipatías y desconfianzas comunes Es posible figurarse las rápidas miradas que cambiarían Lina y Célida preguntándose en silencio si podían atreverse a confiar a aquella muchacha extraña las negras sospechas que tenían de sus maridos. Puede sentirse cómo aumentaban su desconfianza y disgusto a medida que Eulalia relataba su historia; y darse cuenta de lo imposible que les parecería poder llegar a trabajar juntas en perfecta armonía.

Pero había otra hembra a quien también ultrajaron con la muerte repentina de Gino. Sus sospechas eran incluso más fuertes que las certezas de Eulalia, porque estaban basadas en instintos más agudos: el instinto animal. Me refiero, desde luego, a Eduardina. Ésta fue pronta en vengar la muerte de su amado. En cuanto sucedió el desastre salió corriendo para atacar a la Rosa Blanca, y consiguió romperle la clavícula. A los pocos días, al pasar la Rosa Roja junto a su corral le embistió de tal forma que solamente la agilidad del acróbata al saltar por encima de una verja cercana lo salvó de la muerte.

Eduardina estaba convencida, y tenía el valor que dan las convicciones. Célida me aseguró positivamente que fue la certeza de Eduardina (y quizá su fortaleza) lo que estrechó las manos de las tres mujeres irresolutas y consolidó en cierta manera su unidad.

Por último, después de algunas reuniones más, concibieron un plan.

Aquí debería anotar que fueron necesarios muchísimo valor y mucha decisión para realizar lo que llegaron a hacer; porque los obstáculos que se interpusieron en su camino debieron parecerles casi insuperables.

En realidad, exceptuando sus intuiciones femeninas, no tenían sobre qué basarse. Las pruebas tangibles estaban descartadas. Incluso el probar que los hermanos habían abrigado malos sentimientos contra Gino era imposible. Los dos Rosa jamás cometieron violencia alguna contra su compañero menor. Siempre se mostraron buenos amigos de Forelli durante su vida y le guardaron luto después de su muerte. Los dolores de estómago sufridos por Gino y el misterioso asalto nocturno no probaban absolutamente nada. Incluso la pelea, que pudo haberse presentado como acto de malicia, había terminado estrechándose la mano y renovando sus expresiones de amistad. Luis y Bruno, como habilidosos y tenaces prusianos, habían ocultado perfectísimamente sus rastros. En cuanto a Eduardina y sus trompazos… podía tomarse a broma, como actitud senil de un paquidermo chiflado e indomable.

Sólo existía una forma —y ésa era la más difícil— para probar que los Rosa habían obrado premeditadamente y con malicia. Esa forma consistía en obtener de uno, o de los dos, una confesión.

Pero el taciturno de Luis y el astuto de Bruno, una vez logrado su anhelo, no parecían dispuestos a reconocer su culpa. Había que sonsacarlos mediante algún ardid.

Los Rosa tenían un punto débil, una grieta en su armadura, y por allí fue por donde decidieron atacar las tres mujeres. Ese punto flaco, o talón de Aquiles como podemos llamarlo, era la pasión de Luis por Eulalia, que como aún no se había satisfecho estaba latente y con mayor ardor que nunca. El papel principal le tocó, pues, a Eulalia, y cuán desagradable tuvo que resultarle.

Lo afrontó de lleno y con entereza. En primer lugar depuso todo indicio de dolor por la muerte de Gino. Se mostró alegre y sociable, pregonando a voz en cuello que no se sentía en manera alguna inconsolable. Incluso dio a entender públicamente delante de Célida, quien se lo repitió a su marido, que la virilidad del joven italiano no era lo que había podido esperarse.

No nos metamos en averiguar hasta qué extremos tuvo que llegar Miss Crawford. Bástenos saber que bien pronto tuvo a Luis lamiéndole la mano. Si para lograr sus fines aprovechó el momento oportuno confiando en el efecto de la pasión de Luis, o si —en esto encontraríamos una venganza poética— prefirió los efectos de la bencedrina para que soltara la lengua, no nos importa. De todos modos, mediante lisonjas, zalamerías y denigraciones sutiles de Gino, Eulalia conquistó por completo la confianza de Luis y, por último, se las compuso para ponerlo en una situación en que, estando Lina y Célida ocultas pero escuchando, se viera obligado a confesar, es más, a jactarse de las artimañas que emplearon él y Bruno para eliminar a su desgraciado compañero. Una vez que empezó a hablar, Luis dijo lo bastante para echar una soga alrededor de su cuello y del de su hermano. Lina y Célida pudieron oírlo.

Luis hizo alarde —y aquí tengo el firme testimonio de Célida— de que él y su hermano ensayaron primero poniéndole cristal en polvo a la comida de Gino, pero esto lo abandonaron por ser demasiado afeminado —así dijo—. El asalto de aquella noche, efectuado en un momento de pasión, fue más viril, según la inteligencia de Luis; pero demasiado imprudente, según la de Bruno. Fue a Bruno a quien se le ocurrió ponerle a Gino píldoras de bencedrina en vez de las de menta, que tomaba desde los ensayos del cristal en polvo. Esa maniobra se le ocurrió al leer un artículo en un periódico, que describía cómo la bencedrina afectaba el dominio muscular y la precisión visual en cierta clase de ejercicios atléticos. Luego, durante la función, Luis tenía que asegurarse haciendo…

Desgraciadamente Célida nunca oyó bien lo que tenían proyectado que hiciera Luis durante la función. La mujer no pudo resistir más. Temblando de indignación, salió de su escondrijo arrastrando a Lina. Al encararse con su marido, éste tuvo que comprender en seguida cuán tontamente había caído en la trampa.

—Nunca, nunca olvidaré su cara —exclamó Célida al narrarme la historia—. Estaba más negra que la del diablo y rugía como un tigre. Sus ojos eran sangrientos…

También fueron sangrientas sus acciones. Con el salvajismo de un tigre arremetió contra las mujeres. Pegó a Célida un puñetazo en la cara, arrojó a Lina al suelo y hundió sus dedos criminales en la garganta de Eulalia. Los gritos de las mujeres —irónico es decirlo— no atrajeron el auxilio que precisaban, sino un aliado para Luis, con la persona de Bruno, que nunca se halla lejos de él. Comprendiendo lo que había pasado y contagiado por la furia de su hermano (aquí tal vez tenemos un caso auténtico de locura doble) tomó parte en el cobarde ataque. No pudiendo usar las manos por tener la clavícula rota, Bruno se sirvió de los pies y le propinó patadas tan brutales a su mujer, tendida en el suelo, que le lastimó la cadera de tal forma que no pudo volver a actuar.

El auxilio llegó por fin, pero sólo en el último instante. Cuando lograron sujetar a los hermanos Rosa, pudieron comprobar que además de la cadera lastimada de Lina, Célida tenía una fractura de mandíbula y que a Eulalia le faltó un pelo para morir estrangulada.

Tales lesiones, aun impresionantes, tuvieron su utilidad. La policía pudo tener encarcelados a los hermanos Rosa hasta que las tres mujeres estuvieron en condiciones de acusarlos por haber tramado la muerte de Gino Forelli.

Y así lo hicieron a su tiempo.

He llegado ahora a la parte menos satisfactoria de mi relato. No es satisfactoria porque los detalles legales carecen de interés por su propia naturaleza. No es satisfactoria para mí por ser la única parte de mi narración que no acierto a penetrar del todo y a la que le falta documentación. La ética de la profesión legal me impidió interrogar a los abogados en cuanto a la acusación formulada y a la defensa hecha. De modo que como me faltan los detalles judiciales, sólo puedo transcribir mi opinión personal acerca de los hechos que yacen bajo las acciones legales de ambas partes.

El proceso contra los Rosa por asalto y malos tratos estaba claro. Pero el cargo más serio, la acusación de asesinato, presentó dificultades manifiestas desde un principio.

De que los Rosa habían conspirado maliciosa y perversamente para matar a Gino Forelli, no dudaba, por supuesto, la acusación. Sin embargo, la prueba presentada no era concluyente, por su naturaleza; porque se trataba de meras palabras oídas tan sólo por tres mujeres que estaban evidentemente predispuestas contra los acusados. También existía la eterna objeción de las mujeres que dan testimonio contra sus maridos, y el hecho de que ninguna otra persona desinteresada hubiese oído la confesión.

Los abogados defensores comprendieron sin duda alguna que todo esto era favorable para sus clientes. Sin embargo, también tenían sus dificultades. Sabían que Lina y Célida —aunque lesionadas y ofendidas— no ignoraban que el presentarse en un juicio público por asesinato contra sus maridos sería perjudicial para ellas. Y tal vez por ello recelaran más de Eulalia Crawford, que no temería emplear su dinero y explotar su posición social en cualquier forma, con tal de lograr la perdición de los hermanos Rosa.

La defensa encontró por último una solución muy acertada desde el punto de vista de sus clientes. Convencieron a los dos hermanos Rosa para que procurasen anular los cargos de asalto ofreciéndole a las mujeres lesionadas una fuerte indemnización; y, con respecto a la muerte de Forelli, que lo presentaran como homicidio involuntario. Quedaba, desde luego, la cuestión de si este último alegato sería valedero. Eso entraba en la incumbencia del tribunal y del fiscal, y éste conocía demasiado bien sus dificultades. El intento de envenenamiento y el ataque nocturno serían pruebas inadmisibles en cualquier tribunal, puesto que no se probaron a su tiempo y no redundaron en daño grave para la víctima. Sólo quedaba la cuestión de la bencedrina como un motivo para conseguir el veredicto de culpabilidad. Y el tribunal bien podía señalar la lenidad de dicho motivo, puesto que la bencedrina no es un veneno en el sentido literal de la palabra, y sólo llegó a ser letal la naturaleza extraordinaria de las circunstancias en que fue administrada. Todo lo cual sería sumamente difícil de presentar en forma convincente a un jurado perspicaz.

Se permitió el alegato.

Los hermanos Rosa admitieron su indirecta culpabilidad en un homicidio involuntario, ya que habían sustituido la bencedrina por las píldoras de menta que tomaba Gino. La razón aducida fue ridícula: «De esa forma esperaban lograr que su compañero rompiera sus relaciones con Miss Crawford; relaciones que juzgaban indeseables y contrarias a los intereses de su número artístico». La excusa se basaba, al parecer, en la creencia de que la bencedrina es una especie de afrodisíaco, y existe en realidad una opinión médica en ese sentido. Por supuesto, fingieron ignorar que la droga tuviese propiedades que hubieran podido ser desastrosas para un acróbata, y manifestaron sorpresa y pesar al enterarse de que por su acción, relativamente inocente, se hubiera causado involuntariamente la muerte de su compañero.

Como la pena máxima que permite la ley por homicidio involuntario es relativamente pequeña, los hermanos Rosa tenían buenas razones para congratularse.

Pero su alegría les duró poco. Las mujeres no estaban satisfechas. Capitaneadas por Eulalia, que había insistido en pagar sus cuentas del hospital con dinero de su propio bolsillo, las tres indomables se dirigieron en apretada falange contra los hermanos Rosa. Sabiendo que no conseguirían nunca para ellos el castigo merecido por el crimen de Gino —porque a un reo no se le puede condenar legalmente dos veces por el mismo crimen—, se concentraron en los propios daños recibidos.

Rechazando las ofertas de indemnización repitieron sus cargos implacablemente, añadiendo «asalto con intención de matar» a sus primeros cargos de «asalto y malos tratos». Y aquí sobraban las pruebas. Sus heridas abiertas gritaban con bocas mudas contra la brutalidad de los Rosa.

Y ganaron, desde luego. El resultado neto de su victoria fue una condena —o mejor dicho, una serie de condenas— para los hermanos Rosa que totalizaba aproximadamente diez años de trabajos forzados. Incluso con esto debieron quedar agradecidos, pues merecían un castigo mucho mayor.

Debieron quedar agradecidos, como dije antes, por haber escapado a la publicidad de un juicio por asesinato y al escándalo y descrédito que inevitablemente se derivan de una causa célebre. Sus fotografías no se publicaron en la prensa, y dudo mucho de que más de un puñado de espectadores que vieron morir a Gino en el circo atestado de gente se preocupara por seguir la suerte de sus asesinos. Incluso así, la memoria del público es escasa, y a Luis y a Bruno ni los reconocerán ni los recordarán cuando salgan de la cárcel.

Cuando salgan… ¿Cuáles serán entonces sus pensamientos? ¿Cuáles serán sus planes?

Quizá pueda responder a mis propias preguntas.

El año pasado, cuando preparaba este ensayo sobre su proceso, conseguí una entrevista con los hermanos Rosa, en Filadelfia, donde están en la actualidad en la Penitenciaría del Este y donde, incidentalmente, dicen que su conducta es ejemplar.

Su comportamiento es ejemplar, pero apostaría mi reputación como psicólogo y fisonomista a que sus corazones no están redimidos. Cuando les dije que deseaba incluir la historia de su proceso en esta serie de ensayos, la reacción de los hermanos Rosa fue extraordinaria. No se sintieron halagados y contentos como suelen ponerse los criminales empedernidos al saber que sus proezas van a presentarse al público. No se mostraron indignados, como les hubiera sucedido a hombres inocentes. Tampoco se manifestó en ellos esa vergüenza callada que revela el verdadero arrepentimiento. Me hablaron con muchísima volubilidad. Mientras Bruno hablaba, sus ojos melancólicos resplandecían con una luz fanática. Luis pronunció, ceceando, tósigo suficiente como para envenenar a una familia de serpientes de cascabel. ¿Por qué fueron tan charlatanes? Porque vieron en mí a un escritor, a alguien a quien tal vez podrían convencer para que despellejase a las mujeres que les traicionaron. Por imposibilitados y presos, me querían sólo como un vehículo para dar salida a su rencor reprimido. Escuché horrorizado mientras competían uno con el otro vomitando obscenidades contra Eulalia Crawford y contra sus mujeres (ya ex mujeres, como me complace decirlo). Sus palabras no se pueden escribir, y tampoco quiero corroer mi pluma con semejante inmundicia. Pero causaban impresión, y me quedé convencido de una cosa: los hermanos Rosa son monomaniacos, y el carácter psicopático de su venganza buscaría en su día alguna salida.

¡Salida!… ¡Cuando salgan! Y, como suele decirse, el tiempo pasa volando. Diez años, con la condena acortada por buena conducta, casi han pasado ya, y bien pronto la cárcel devolverá a dos asesinos perversos —irreconocibles y olvidados— en cuya sangre arde la venganza.

¿Qué encontrarán en el mundo que está más allá de la cárcel? El circo Welland no existe; sus pertenencias las ha adquirido el circo Madden. Las Rosas Volantes no vuelan. El número murió con Gino Forelli.

Pero las personas comprendidas en el drama de la Rosa viven todavía. Eulalia Crawford ha abandonado el Este y se encuentra en San Francisco, poniendo patrióticamente su talento al servicio de la guerra. Lina también vive allí, retirada, después de haberse vuelto a casar. Solamente Célida prosigue actuando y deleitando a los espectadores del circo Madden con su conjunto de chicas acróbatas, conocido por la Danza de los Pájaros. Mientras que escribo, Eduardina continúa en servicio y con el cartel de «la elefanta cautiva más vieja que se conoce».

¡Cuidado, Eduardina, si tu longevidad llega hasta el día en que tus dos enemigos salgan de la cárcel!

¡Cuidado, Célida; porque aun siendo pájaro no puedes volar tan alto como para escapar del brazo maligno de la venganza!

¡Cuidado, Lina; el plumaje pardusco de la felicidad doméstica no te ocultará cuando llegue el día de las cuentas!

¡Cuidado, Eulalia; tu fama te descubrirá pronto, y la policía, sobrecargada por las obligaciones del tiempo de guerra, estará demasiado ocupada para protegerte!

Y en cuanto a mí, que por mi propia elección me he convertido en el narrador y profeta de este suceso trágico, también me digo: «¡Cuidado, Manuel Gatto!».

¡Cuando salgan!…

Porque los hermanos Rosa regresarán a un mundo preocupado por un holocausto horrendo que empequeñece incluso las más espeluznantes ideas de sus inteligencias depravadas. Los asesinatos en masa de la guerra serán una gigantesca red encubridora que les prestará anónimo abrigo y protección para los asesinatos menos importantes que llevarán en sus corazones los perversos. Darán el golpe silenciosa y rápidamente; y luego, también silenciosa y rápidamente, desaparecerán otra vez en las sombras…, sin remordimiento…, sin regeneración…