16

Pasaron tantas cosas a la vez desde aquel momento, que es algo confuso el recuerdo que conservo de ellas. Alguien empezó a gritar por los altavoces procurando en vano calmar la excitación de los espectadores. El director de escena se libró de mí, le dirigió una mirada de desesperación a su principal acróbata, que daba vueltas sobre el serrín, y habló por un micrófono de bolsillo que lo pondría probablemente en contacto con alguna oficina del interior del circo. A pesar del barullo general le oí decir por el micrófono:

—Traigan pronto los elefantes. Han estropeado el número. Traigan algo que distraiga al público. Los elefantes.

Célida se estaba poniendo de pie y hablaba indignadísima. Gatto también se estaba levantando. La gente iba agolpándose alrededor, gritando y empujándose unos a otros. Nadie se preocupaba de Iris ni de mí. Nadie parecía recordar exactamente quién y cómo había empezado el escándalo. Me empiné para mirar por encima de las cabezas que se agitaban alrededor. Apenas pude descubrir a los dos payasos que, haciendo piruetas, iban contra el río de gente abriéndose camino hacia la salida.

—¡Esos payasos! —grité— ¡Deténganlos! ¡Persigan a esos payasos!

Nadie hizo el menor caso. Yo sólo era uno más que gritaba. Con Iris detrás de mí, empecé a abrirme paso entre la muchedumbre. No había hecho más que adelantar algunos pasos cuando una mano se posó sobre mi hombro y me hizo volver la vista. Dos policías estaban allí con Cecil Grey a su lado y en actitud dramática.

—Ése es el hombre —dijo el actor—. Ése es el teniente Duluth; y esa —añadió señalando a Iris— es su mujer.

El otro policía sujetó por el brazo a Iris. Ambos agentes parecieron deslumbrados. El que me había puesto la mano sobre el hombro murmuró:

—Teniente Duluth, queda detenido.

Aquella frase, pronunciada en medio de tamaña algarabía, pareció irrisoria.

—Está bien —respondí—. Iré con usted. Pero antes tienen que hacer otra cosa.

Me desaté en un diluvio de palabras sobre los dos payasos al mismo tiempo que gesticulaba y los señalaba. Iris se unió a mí.

Formando un contrapunto febril con nuestras voces, pude oír a Gatto luchando allí cerca por dominar el exasperado italiano de Célida.

—… Señora, siento muchísimo haber estropeado su número… Los Rosa, es decir…, Luis y Bruno…, están aquí…, iban a matarla…

El público seguía agitadísimo. Los altavoces seguían atronando.

—¡Los Rosa! —repitió con voz chillona Célida.

—Sí, sí —continuó diciendo Gatto, que rivalizaba con mis apasionados ruegos a los policías—. Están aquí, le digo. Son esos dos payasos. ¿No ha recibido las flores que le mandé advirtiéndoselo? ¿No ha leído en los periódicos que Eulalia y Lina han muerto?

—¿Muertas? —gritó Célida—. He visto las flores, sí. Pero no he leído ningún periódico. Eulalia y Lina… muertas. ¡Oh, oh! Entonces es verdad…

Se calló. Al instante vino corriendo hacia nuestros policías. Sus rizos rubios estaban desgreñados y sus pantaloncitos de plumas llenos de serrín.

—Rápido —dijo jadeante—. Esos payasos. Criminales. Rápido, corran tras esos payasos. Criminales. Rosas.

Diré confidencialmente que entre Célida y yo pusimos a los policías en un estado tal de confusión que parecían tontos. Mientras tartamudeaban algo a la acróbata aproveché la oportunidad para escabullirme entre la multitud y correr detrás de los payasos que se alejaban muy de prisa.

Aquel gesto mío rompió el hechizo. Todos a una, la turba apiñada que rodeaba el trapecio de Célida echó a correr detrás de mí. Al principio creí que iban a sujetarme; pero pronto fue Célida en persona quien me alcanzó. Sus pantaloncitos estaban arrugados, su cabello rubio le flotaba sobre la espalda. Estaba imponente; parecía el Espíritu de la Libertad dirigiendo una turba revolucionaria, y profería, como si fueran las palabras de algún grito guerrero:

—¡Payasos! ¡Asesinos! ¡Rosas! ¡Payasos! ¡Asesinos! ¡Rosas!

Desde entonces Célida y yo fuimos los dirigentes desconocidos de la turba. Gatto e Iris daban tropezones para alcanzarnos. No creo que ninguno de los demás supiera lo que iban persiguiendo, pero el histerismo de la multitud los empujaba hacia delante y ellos también empezaron a repetir las palabras insensatas de Célida:

—¡Payasos! ¡Asesinos! ¡Rosas!

Entonces los espectadores se volvieron completamente locos. No podía echarles la culpa. Habían venido para ver el circo y tenían a la vista una carrera de lunáticos. Los rugidos de las apiñadas filas nos envolvían como una ola gigantesca.

Los payasos llevaban una buena delantera y casi habían llegado a la salida de la pista. Un pequeño núcleo de gente se había agolpado junto al portillo de la verja, para ver cómo nos acercábamos. No parecía relacionar a los payasos con lo que sucedía. Con todos mis pulmones grité a los curiosos que detuvieran a los payasos; pero el barullo era tan espantoso que apenas pude oír mi propia voz.

Los payasos llegaron a la puerta de salida, pasaron entre los empleados y desaparecieron de nuestra vista. Célida, el Barbudo, Iris y yo continuamos a la cabeza de nuestro séquito. La artista y yo llegamos juntos a la puerta de salida.

Célida agarró al hombre más cercano y, mirándolo con ojos encendidos, le preguntó:

—Los payasos. ¡Pronto! ¿Por dónde se han ido?

—¿Los payasos? —repitió el hombre. Pero, empezando a comprender, se volvió y señaló el pasillo que comunicaba con las jaulas de los elefantes—. ¿Se refiere a ese par de payasos? Acaban de meterse por ahí.

—¡Por aquí! —gritó Célida haciendo un gesto por encima de sus hombros—. Por aquí. Pronto.

Echamos a correr por el pasillo. Los otros corrían detrás, más apretujados que sardinas en lata. Sabía que por lo menos uno de los hermanos Rosa tenía un revólver. Sabía que enfrentarse con ellos iba a ser tan peligroso como arrostrar a tigres cogidos en la trampa. Pero no era posible dominar la turba que nos empujaba hacia delante.

El pasillo torcía a la derecha. A Célida y a mí nos arrojaron violentamente contra el rincón, desde donde oímos de pronto en el pasillo de enfrente ruidos mucho más tumultuosos que los que se oían detrás de nosotros: crujidos y patadas terribles y gritos roncos de hombres. Pero un sonido dominaba todo los demás. Se oía un estrépito selvático, lo bastante desenfrenado como para congelar la sangre en las venas más ardientes. Lo reconocí en seguida: eran los trompazos furiosos de un elefante.

Empujados por los que venían detrás, Célida y yo dejamos el rincón. Nunca olvidaré la escena que presenciamos.

Los hermanos Rosa estaban inmóviles al final del pasillo, dándonos sus espaldas de payasos y mirando de hito en hito lo que había delante de ellos.

Y lo que tenían delante era Eduardina. El animal se había atravesado en el pasillo y les impedía la salida. La elefanta tenía agachada la enorme cabeza arrugada. Su trompa estaba encorvada amenazadoramente y la gran cinta rosa flotando por detrás de su oreja izquierda, cual monstruosa mariposa.

En el pasillo, detrás de Eduardina, pude ver a los otros elefantes, pacientes y aburridos, y a los hombres encargados de llevarlos a la pista del circo, para calmar a la concurrencia. Los hombres gritaban a Eduardina, porque impedía el desfile de los demás paquidermos. Pero el animal no hacía caso.

Allí estaba, completamente quieta, mirando a los payasos, que a su vez miraban a la elefanta.

Al aparecer nosotros por la esquina, el payaso azul nos miró de reojo y murmuró algo al oído de su hermano. El payaso rojo seguía mirando a Eduardina. De pronto, dio un paso hacia ella y repercutió en el pasillo el estampido de un disparo de revólver.

Eduardina entró inmediatamente en acción. Dando un grito, se levantó sobre sus enormes patas traseras y se echó hacia delante. Un golpe rápido con el lado de su cabeza hizo rodar por el suelo al payaso azul. El animal agitaba la trompa. El payaso rojo volvió a disparar. La trompa de Eduardina se alargó hacia él y, arrancándole el revólver de la mano, se enroscó en la cintura del payaso y lo levantó en el aire.

Todos nos precipitamos hacia delante. Célida, con un valor que me impresionó muchísimo, corrió derecha hacia Eduardina, y le gritó:

—No, no, Eduardina, no lo mates. Tíralo al suelo, Eduardina. No lo mates.

El animal pareció reconocer la voz de Célida, incluso en aquel frenesí de dolor y de furia. Dando una gran sacudida con la cabeza bajó la trompa y puso el cuerpo flexible del payaso rojo a los pies de la acróbata. Luego se quedó quieta, con la sangre manando de su gruesa piel gris.

La turba se desbordó por mis costados y saltó sobre los payasos. Dos hombres sujetaron al aturdido payaso azul y le maniataron los brazos a la espalda. Otros dos saltaron sobre el jadeante payaso rojo. Alguien recogió el revólver.

Todos estaban chillando. Alguien me tomó por el brazo. Me volví. Era mi policía. En su rostro se leía aún la mirada de estúpida incomprensión, pero esta vez sacó un par de esposas y me aprisionó las muñecas.

—Le dije que estaba detenido —balbuceó—. Esta locura… de payasos y rosas… ¡Voto al infierno! Estoy aquí para detener al teniente Duluth y a su mujer, y han de venir conmigo.

Le hice una mueca. El otro agente y Gatto tenían a los dos hermanos Rosa bien sujetos. De eso no me cabía la menor duda. Así, estaba dispuesto a ser detenido.

Todo se acabó, excepto el griterío y unas cuantas explicaciones.

Mientras que el policía echó a andar llevándonos a Iris y a mí, miré por última vez a Eduardina.

Había vuelto a sumirse en su tolerante apatía. Aunque la sangre goteaba aún de su costado, no parecía preocuparse de los dos disparos de revólver más de lo que yo me hubiera preocupado por dos picaduras de mosquito. Célida le estaba acariciando la trompa. Muy suavemente, Eduardina levantó la punta de la trompa y la pasó alrededor de la cintura de la famosa acróbata.

Nada sabía de lo que Eduardina tuviese contra los hermanos Rosa o lo que ellos tenían contra ella. Pero una cosa estaba clarísima. En ese último encuentro de su furiosa batalla, Eduardina, la elefanta, había sido ciertamente la vencedora.