Una mirada a mi reloj hizo que me pusiera algo serio. Eran casi las cuatro y media. La función había empezado hacía casi dos horas. El tiempo indicado para la Danza de los Pájaros tenía que estar peligrosamente cerca.
—Vamos —dije—. Tenemos que obrar rápido.
Empezamos a escabullimos entre los elefantes hacia el arco que nos llevaba a los camerinos y a la fiesta nupcial de Célida. Un par de hombres estrambóticos, probablemente los cuidadores de los elefantes, holgazaneaban en un rincón. Nos miraron, pero no fueron lo bastante curiosos como para seguirnos.
Corriendo atravesamos el arco. Delante de nosotros vimos la puerta por la cual los actores entraran en la pista. La banda tocaba una marcha militar. Alrededor de esa puerta de entrada se apiñaba mucha gente. A fuerza de codazos nos metimos entre ellos. Iris abría el camino delante de mí. De pronto, se volvió, me agarró el brazo y, señalándome la pista del circo por encima de las cabezas que nos rodeaban, suspiró:
—Mira, Peter.
En la misma entrada de la pista —al parecer casi al alcance de la mano, pero en realidad infinitamente inaccesible— vi una fila de rubias, vestidas con plumas, que se dirigían con paso marcial hacia el serrín blanco, azul y rojo. Marchaban con ritmo militar, a los acordes de la banda. Un rumor de aplausos se elevó para recibirlas. Contoneándose graciosamente a la cabeza del grupo iba una sola rubia mucho más cubierta de plumas que las demás. Era Célida.
Habíamos llegado tarde por una fracción de minuto.
La famosa Danza de los Pájaros iba a constituir el deslumbrante final de la función inaugural y de gala del circo.
Me quedé mirando, desesperado. El tiempo volvía a estar contra nosotros. Entonces mis ojos distinguieron algo que me hizo hervir la sangre.
Saltando, corriendo, dando volteretas y bailando alrededor del grupo de acróbatas había dos payasos: uno azul y blanco, y otro rojo y blanco.
—Los Rosa —exclamé.
Con audacia temeraria arremetí contra los mirones hasta llegar al borde mismo de la pista. Iris y Gatto luchaban detrás de mí.
—¡Célida! —grité dirigiéndome al brillante desfile—. ¡Célida!
Unos brazos me agarraron en seguida por la espalda y me echaron atrás. El grupo de los mirones también interceptó el paso a Iris y a Gatto. Uno de ellos me dijo:
—Pimpollo, ¿están locos? ¿No ven que hay una función y que no se pueden meter ahí dentro?
Me zafé de mi opresor y contesté:
—Pero necesito llegar junto a Célida. Tenemos que suspender el número.
—Están chiflados, hombre. ¿Cómo van a suspender el número? ¿No comprenden que eso no puede ser?
—Es que Célida está en un peligro terrible —dijo Iris.
Veía que el desfile se acercaba cada vez más al centro de la pista. Podía distinguir la maraña de las cuerdas de los trapecios colgando de la bóveda del techo y las altas plataformas rosas que iban a formar parte de la Danza de los Pájaros. La banda continuaba su música activa, y los dos payasos, dando sensacionales volteretas sobre las manos, se acercaban y se alejaban de las acróbatas.
Iris y Gatto discutían con los mirones, pero sin conseguir nada. Lo que estaban diciendo sólo convencía a los oyentes de que eran un par de locos inofensivos. Los hombres se estrecharon de tal modo que formaban una sólida barrera entre nosotros y la entrada de la pista. Sería inútil el esfuerzo. Porque antes de que lográramos explicar el caso sería demasiado tarde.
Entonces me percaté de lo que teníamos que hacer.
—Bueno —dije a los hombres—. Sentimos mucho haberlos molestado. Olvídenlo.
Cogí a Iris por un brazo y a Gatto por el otro.
—Tenemos asientos junto a la pista. Ésa es nuestra única oportunidad. Vayamos a ocupar nuestro sitio y luego, saltando por encima de la baranda, nos meteremos en la pista.
—Eso es —dijo Iris jadeando—. Venga, Mr. Gatto.
Los hombres se quedaron sonriendo con incredulidad. Nosotros dimos la vuelta y regresamos corriendo a las jaulas de los elefantes. Dejamos atrás los paquidermos y los animales aburridos encerrados en sus jaulas. En el pasillo de las otras atracciones estaban el hombre gigante, la mujer más gorda del mundo, la tatuada y la mujer serpiente, todos refrescados con el vino de la fiesta nupcial de Célida y preparándose para enfrentar la avalancha de gente que pronto inundaría sus dominios. Al subir corriendo por la escalera que conducía a la entrada de los espectadores saqué del bolsillo las localidades. Sólo teníamos dos. Pero eso no lo podíamos remediar.
Nos metimos por la primera puerta que encontramos. No había nadie revisando las entradas. Empezamos a pasar entre los espectadores.
El estadio era enorme. Miles de personas se apretaban en las filas llenas. El ruido que hacían era ensordecedor. Aquel óvalo inmenso no parecía más que un blanco mar de caras.
Abajo, en la pista, iban descendiendo los trapecios por entre la red de cuerdas colgantes. La banda había terminado su marcha y empezaba a tocar una dulce versión de Chiribiribín. Las rubias cubiertas de plumas, después de dar unos pasitos de ensayo, saltaron a sus respectivos trapecios. En el mismo centro de la pista, debajo de un trapecio rosa que descendía lentamente, estaba Célida, espléndidamente rosa, saludando y tirándole con la mano besos a la multitud.
Pero eran los payasos quienes absorbían mi atención. Estaban subiendo por las cuerdas principales que caían desde el techo a ambos lados de Célida. Trepaban con agilidad de monos, farfullando y haciéndole visajes al público mientras se encaramaban. Vi al director de escena a un lado, flamante con su chistera y levita. Estaba mirando a los payasos como si no esperase verlos en aquel número. Sin embargo, al cabo de un momento dejó de mirarlos. El público aprobaba la conducta de los payasos y el director de escena supondría que tal vez Célida los habría añadido a la Danza de los Pájaros o que, dada la libertad de que gozaban los payasos, estaban haciendo ágiles piruetas que realzarían luego el efecto del número.
Aligeramos el paso al cruzar entre los espectadores, para acercarnos a la pista. No sabía exactamente qué íbamos a hacer, como tampoco qué intentaban los hermanos Rosa. Sólo sabía que el peligro era extremo y que a Célida era preciso advertirla de una u otra forma.
De pronto, al pasar junto a una fila, sentí que me agarraron el brazo. Me volví y, con gran descorazonamiento, me encontré con los ojos acuosos de Cecil Grey. El actor que me había llevado en su auto a casa de Lina la noche antes estaba sentado al extremo final de un banco. Su mano apretaba mi brazo, y en ese apretón no había amistad ninguna. Tampoco se veía amistad en la expresión de su rostro. Evidentemente había leído los periódicos de la tarde y temblaba en todo su ser con la emoción del buen ciudadano a punto de denunciar a un doble asesino.
Iris y Gatto siguieron hacia delante. Si me detenía a explicar el caso a Cecil Grey, ¿qué podría decirle? Por otra parte, si huía, seguramente él saldría en busca del primer agente, para darme caza.
Tras un momento de duda tuve la ocurrencia de que había llegado la hora en que iban a ser muy útiles un par de policías. Claro que aquello significaría mi detención, y Hatch probablemente hubiera tenido una idea mejor. Pero Hatch no estaba allí y necesitábamos ayuda. Arranqué mi brazo del apretón de Grey y de un golpe le hice caer sobre su vecino.
Al alejarme corriendo por el pasillo detrás de Iris y de Gatto oí que Cecil gritaba con su voz cómica:
—¡Rápido, rápido! ¡Ése es el teniente Duluth! ¡El hombre que se busca por asesino! ¡Rápido!
Detrás de mí empezó a formarse un pequeño tumulto; pero me tenía sin cuidado. En la pista las acróbatas auxiliares habían saltado sobre sus trapecios. A los acordes alegres de Chiribiribín subían despacio, meciendo coquetamente sus piernas cubiertas con medias rosas. Célida seguía excitando la impaciencia del público con admirable habilidad, y saludaba desde el suelo delante de su gran trapecio rosa.
Los dos payasos habían trepado hasta la misma bóveda del estadio. La multitud, absorta en el espectáculo de la pista, no se preocupaba de ellos; de modo que los payasos estaban a la vista de miles de personas y, sin embargo, pasaban inadvertidos. Me quedé estupefacto al contemplar tamaña desvergüenza.
¿Qué podríamos hacer nosotros?
El tumulto iba aumentando detrás de mí. Iris y Gatto habían llegado al final del pasillo y estaban agarrados a la baranda que los separaba de la pista y miraban hacia arriba. Me reuní con ellos. Al hacerlo, Iris dio un grito.
—Peter, allí arriba… algo ha brillado junto al reflector. El payaso rojo tiene un cuchillo.
Aquel era, pues, el proyecto de los Rosa. Iban a cortar parte de una de las cuerdas del trapecio de Célida. No cortarían completamente las fibras, no; nada tan burdo como eso. Sólo querían debilitar la resistencia, de modo que una vez que Célida estuviera colgando muy alto sobre la pista, meciéndose en sus acrobacias aéreas, la cuerda se fuera rompiendo poco a poco hasta que súbitamente cayese y se matara accidentalmente.
De pronto, cesó la música de Chiribiribín para cederle el puesto al redoblar de los tambores. Célida le tiró a su público un último beso y, agarrándose a las cuerdas, saltó delicadamente sobre el trapecio.
Los dedos de Iris me apretaron el brazo.
—Mira, Peter. Lo han hecho. Ahora bajan a toda prisa por las cuerdas. Se van a escabullir antes de que suceda la tragedia.
Miré hacia arriba. Los dos payasos bajaban deslizándose por las cuerdas principales. Dentro de pocos minutos los Rosa estarían a salvo fuera de la pista, fuera del circo y camino del escondrijo que seguramente tendrían preparado.
El clamor del público continuaba aumentando detrás de mí. Volví la cabeza y vi que Cecil Grey avanzaba ruidosamente por el pasillo acompañado por dos agentes de policía.
Era preciso obrar entonces o nunca.
—¡A la una, a las dos y a las tres! —grité—. ¡Arriba!
Salté por encima de la baranda y caí dentro del serrín de la pista. Iris me siguió. Con inesperada habilidad Manuel Gatto también saltó, para reunirse con nosotros.
Como era natural, en seguida empezaron a gritar y a silbar detrás de nosotros. La algarabía de la curiosidad y de la alarma llegó a transformarse en un verdadero rugido. De todos los rincones de la pista, los empleados del circo, horrorizados al ver a los usurpadores de la pista, se estrechaban a nuestro alrededor. Pude ver que a los dos payasos les faltaba muy poco para tocar el suelo.
Los tambores seguían redoblando. Frente a nosotros, en el centro de la pista, Célida estaba sentada en su trapecio rosa y se elevaba lenta e inexorablemente hacia su perdición.
En un soberbio arranque de celeridad, Manuel Gatto —un Júpiter Barbudo con la ligereza de Mercurio— me adelantó y corrió hacia el trapecio rosa. Iris y yo nos lanzamos tras él. Puede decirse que el circo se había transformado en un verdadero pandemónium. Los dos payasos saltaron de las cuerdas y, dando volteretas y brincos, empezaron a dirigirse como si tal cosa hacia la salida. El director de escena, blandiendo su fusta, se acercó corriendo hacia nosotros.
Manuel Gatto fue quien llegó primero al trapecio. Célida estaba meciéndose sobre nuestras cabezas. Sus piernas, musculosas y rosas, se balanceaban en el aire. Aunque mirase al Barbudo con pasmoso asombro, sus labios seguían mostrando una amplia sonrisa profesional.
El director de escena levantó el látigo. Me arrojé sobre él. En aquel mismo instante Gatto se agachó, como un leopardo macizo y barbudo, y saltó hacia arriba. Fue un momento loco el de querer alcanzar su presa. Vi que sus grandes manos agarraron los tobillos de Célida. El director de escena y yo estábamos confundidos en un feroz abrazo.
Luego el criminalista más célebre de Estados Unidos y la famosa Célida rodaron juntos a nuestros pies sobre el serrín azul, rojo y blanco, formando un montón burlesco, una inextricable confusión de cabellos rubios, barba negra y pantaloncitos rosas.
Nos rodeaban policías y empleados. El director de escena luchaba en vano entre mis brazos. El torbellino que formaban Gatto y Célida se revolcaba por el serrín de colores patrióticos.
Pero no sentí más que el triunfo. Aun no tenía más que una ligera noción de lo que estaba sucediendo, pero no me importaba.
Habíamos vencido, por muy extraordinariamente cómico y sensacional que hubiera sido el desenlace. Esta vez el péndulo del tiempo no marcharía contra nosotros.
Pese a nuestras desventajas, habíamos salvado por fin a Célida Rosa Annapopaulos.