Manuel Gatto nos miró fijamente. Por lo visto no lograba reconocernos a la incierta luz del fósforo. Evidentemente había recuperado su sobriedad, aunque algunos parches de tizne manchaban sus impecables pantalones y una brizna de hierba asomaba atrevida por detrás de su oreja izquierda.
Con voz de estentóreo reproche dijo:
—Me ha tirado de las barbas.
—Lo siento muchísimo —repuse humildemente.
Un solemne gesto de su cabeza aceptó mi disculpa. Se dirigió a Iris y le hizo un saludo ceremonioso.
—Le ruego que me disculpe, jovencita. Una desgracia me ha… encerrado en este sótano. Les agradecería muchísimo que me indicaran la forma de salir. Tengo negocios urgentes que reclaman mi inmediata atención.
Habló como si juzgase muy natural encontrar en un sótano a un teniente de marina y a una chica. Probablemente pensó que vivíamos allí.
Iris, que pareció haberse quedado sin poder articular palabra, suspiró. El fósforo se apagó. Entonces mi mujer y yo exclamamos al unísono:
—¡Mr. Gatto!
Balbuceó en la oscuridad:
—Ustedes…, esto…, me llevan ventaja. No creo tener el gusto…
—Ya lo creo que sí tiene el gusto —dijo Iris—. Anoche durmió en nuestro baño.
—¿En su baño, señora? —Tosió con disgusto, como si Iris hubiera pronunciado una horrenda injuria. Luego, con un pequeño dejo de turbación, añadió: —Siento mucho verme obligado a reconocer que… yo… esto… no me encontraba muy bien anoche. Tuve una ligera indisposición. Es una enfermedad que… esto… me afecta periódicamente. Algo muy fastidioso. Si les he causado alguna molestia aprovecho la oportunidad para presentarles mis disculpas. Y ahora si son tan amables…
Jamás había oído llamar ligera indisposición a una orgía de borrachera y lascivia.
—No le preocupe ni un instante siquiera el temor de habernos molestado, Mr. Gatto —repuse con ironía—. Se limitó a implicarnos en un par de asesinatos. Nada más.
—¡Asesinatos! —repitió el Barbudo—. Ustedes… esto… seguramente que no son ese teniente Duluth y su mujer, sobre quienes he leído en mi periódico de la tarde.
—Claro que lo somos —dijo Iris—. Debe recordarnos. Hatch y William (unos amigos nuestros) han estado buscándolo por toda la ciudad. La rosa roja… la rosa blanca… la elefanta… la página ochenta y cuatro… preciosa chica… minino. ¡Oh! ¿Qué importa que lo recuerde o no lo recuerde? Usted lo sabe todo, y nosotros sabemos lo bastante para volvernos locos. Tiene que ayudarnos a salvar a Célida.
—Vaya, vaya. Conque el teniente Duluth y su mujer. —La voz de Manuel había perdido su frígida ceremonia y estaba como ronroneando de satisfacción—. He de confesar que no recuerdo en absoluto haberlos conocido anoche. Mi enfermedad suele acarrearme pérdidas de memoria. Si dormí en su… esto… aposento debo de haberme encontrado suficientemente bien para regresar a mi hotel, porque allí me he despertado esta tarde.
De manera que todo el tiempo que Hatch y William estuvieron a la caza del Barbudo que iba camino de Oakland, Gatto dormía el champaña en su propia cama.
—¡Qué feliz casualidad la de encontrarlo, teniente! —siguió ronroneando Manuel Gatto—. Hasta ahora sólo he conseguido esas breves noticias de tan terribles tragedias. ¡Pobre Eulalia! ¡Pobre Lina! Preveía tan terrible suceso y les advertí el peligro claramente, con rosas y con un ejemplar de mi ensayo. Incluso hice un viaje especial desde Hollywood, donde trabajo como asesor psicológico de los Estudios Internacionales, para asegurarme de que no les ocurriría daño alguno. Un viaje que mi indisposición hizo inútil, por desgracia. Parece que ustedes han tenido un importantísimo papel en el drama. ¿Serían tan amables como para decirme…?
Podía ver su mente en acción. El criminalista más célebre de Estados Unidos estaba pensando en los términos de su segundo ensayo sobre los hermanos Rosa. Respecto a lo que le interesaba, los Rosa y el peligro mortal para Célida se habían olvidado. Luis y Bruno podrían seguir alegremente acumulando datos para el ensayo, mientras que Gatto encontraba tiempo para una charla agradable sondeando en el sótano del circo las profundidades psicológicas del teniente Duluth. (Podía ver impreso: Un delicioso local.).
—Lo que voy a tener la amabilidad de decirle ahora mismo es un simple hecho, Mr. Gatto —interrumpí—. Los hermanos Rosa están aquí en el circo. Tienen proyectado matar a Célida, probablemente durante la representación de la danza de los pájaros. ¡Sabe Dios cómo habrá llegado a parar a este sótano! Además, eso tampoco interesa. Lo único que importa es cómo poder salir.
—Sí, sí. —El Barbudo parecía algo abatido—. Tiene muchísima razón. ¡Cuán irreflexivo soy! Me puse tan contento al encontrarlos, que durante un momento… Pero sólo con la intención de ayudar a Célida me apresuré a salir del hotel en cuanto leí las tragedias ocurridas. Como las otras dos señoras habían menospreciado tan imprudentemente mi advertencia, decidí asegurarme de que Célida, mujer admirable, estaba a salvo. Llegué al circo hace un rato y me dirigí al camerino de Célida. Iba a entrar cuando un par de payasos, revólver en mano…
—Eso mismo —dije. Bien pude adivinar que el Barbudo, que parecía saber tanto, era una amenaza mucho mayor que nosotros para el plan de los Rosa. Era natural que ellos también lo hubieran encerrado en el sótano, campo de concentración exclusivo para el caso.
—Un disfraz de los más brillantes e ingeniosos —estaba diciendo—. He de confesar que no hubiera podido reconocer a ninguno de los hermanos, pero ellos me reconocieron, desde luego.
Gatto, aunque antes había negado conocernos, estaba hablándonos como si fuéramos íntimos amigos y camaradas peritos en el crimen, con los hechos en la palma de la mano.
—Es una sensación impresionante verse encañonado por un revólver, teniente. Aunque entonces me asusté, ahora me siento feliz de haber vivido esa experiencia. —Se rió entre dientes. Me imaginé la barba moviéndose de arriba abajo en la oscuridad—. Siempre tuve una gran predilección por este caso, y el haber encontrado al protagonista en…, bueno…, de manera tan íntima…, es muy interesante.
Procuré contrarrestar aquel flujo de palabras; pero me pasó lo que al pequeño holandés que quiso contener con un dedo el agua de un dique roto.
Gatto siguió diciendo:
—Y creo que tiene razón al suponer que los hermanos Rosa tratarán de matar a Célida de una forma análoga a la de Rosa Morada. Ha interpretado muy a fondo su psicología. La venganza es más dulce cuando puede ceñirse a un modelo estético. Y con su tipo particular de monomanía… ¡Válgame Dios!, divago otra vez. Sí, tiene muchísima razón. Tenemos que descubrir la manera de escapar de este sótano maloliente.
—¿Lo trajeron los Rosa hasta aquí a través de un pasadizo y una puerta de acero? —pregunté.
—Sí. Una puerta solidísima. También tuvieron la precaución de cerrarla con llave. Me temo que no podremos abrirnos paso por ese lado. ¡Caramba, caramba! El tiempo urge. ¡Ojalá hubiese solicitado la ayuda de la policía en vez de venir tan impetuosamente a advertir a Célida! Esto es irritante, muy irritante.
Irritante era por lo menos una forma de llamarlo. Mientras que Manuel Gatto charlaba, pasé los dedos sobre los fósforos que había en la caja. Me quedaban cinco. Todavía podíamos retroceder y golpear la puerta, aunque con pocas probabilidades de llamar la atención. También podíamos emplear los fósforos para explorar el resto del sótano. Decidí aventurarme en buscar otra salida. Iris aceptó mi propuesta. Manuel Gatto estaba demasiado ocupado contándonos cómo opinaba, en contra del difunto Alexander Woollcott, sobre «una interesante cuestión» psicológica criminal.
Permanecí un momento reflexionando sobre el aspecto del sótano tal como lo había visto a la luz del último fósforo. Detrás de nosotros se alargaba el camino hacia la puerta de acero. Delante estaba la parte que habíamos explorado Iris y yo. A nuestra izquierda había una pared carente de promesas. Decidí ir hacia la derecha, hacia lo desconocido.
Iba en vanguardia, Iris detrás de mí y Gatto cerraba la marcha. Marchábamos a oscuras. Ante cualquier contingencia, había que ahorrar fósforos. Llevaba las manos extendidas hacia delante y avanzaba con una especie de lento paso de ganso para evitar los tropezones contra cualquier obstáculo invisible.
Habíamos avanzado cierta distancia cuando la voz de Iris interrumpió el sabihondo monólogo del Barbudo diciendo:
—¡Calle, Mr. Gatto!
El criminalista más célebre de Estados Unidos se calló, obediente, en la mitad de una frase.
—Escucha, Peter —dijo Iris.
Hasta entonces el sótano había estado completamente silencioso, excepto los ruidos que nosotros mismos hacíamos. Pero en aquel instante, al ponerme a escuchar, oí un rumor vago y continuo sobre mi cabeza. Venía de alguna parte sobre nosotros y se parecía a la vibración de tránsito pesado.
—¿Qué es eso? —preguntó Iris.
No lo sabía. Eché a andar de nuevo en dirección al ruido. Cada vez se oía más claramente un fuerte y rítmico aporreo. A buen seguro que no era tránsito. No se oían ruidos de automóviles. Era como si unos gigantescos bailarines estuvieran armando una zarabanda sobre nosotros. Incluso las vigas del invisible techo crujían.
Estaba aguzando el oído cuando exclamó de pronto el Barbudo:
—¡Ah! Sé donde estamos.
—¿Qué quiere decir con eso? —dijo Iris.
—Señora, seguramente es lo bastante aficionada al circo para reconocer las pisadas de los elefantes.
—¡De los elefantes! —repitió muy excitada Iris—. Tiene usted razón. Estamos debajo de las jaulas de los elefantes. Deben de haber regresado ahora mismo de la pista.
Mientras Iris hablaba, percibí un nuevo y débil olor, muy distinto de los olores nauseabundos que hasta entonces dominaban el ambiente. Era un aroma suave, nostálgico, campestre; lo reconocí en seguida.
Olía a heno.
—Aguarden aquí un momento. Ahora vuelvo —dije.
Guiándome por mi nariz, como un perro de caza, avancé hacia la inconfundible fragancia. A pocos metros, mis manos, que siempre llevaba extendida hacia delante, entraron en contacto con algo que era heno auténtico.
Sobre nosotros continuaba el confuso rumor de los elefantes moviéndose.
—¡Iris, Mr. Gatto, por aquí! No hay obstáculo en el camino.
Pocos momentos después estaban a mi lado.
—¿Qué pasa, Peter? —preguntó Iris.
—Aquí hay heno —contesté—. Heno fresco. Los elefantes están arriba. Los elefantes comen heno.
—El heno hay que llevárselo a los elefantes —añadió Iris muy entusiasmada—. Tiene que haber una salida. Enciende un fósforo…, ¡pronto!
Encendí un fósforo. Allí estaba el heno; un gran montón que llegaba hasta el techo. Di una vuelta alrededor levantando en alto la llamita. A nuestra derecha, una escalera de mano arrancaba del suelo y estaba sujeta a unos ganchos en el techo.
Dando un salto bastante vulgar, Manuel Gatto corrió hacia ella. Vi su robusto cuerpo subir al primer peldaño. Luego el fósforo se apagó.
Iris y yo también corrimos hacia la escalera. Por el resuello difícil y ronco que se oía en la oscuridad deduje que el Barbudo estaba trepando. Miré al techo y descubrí algunas grietas de luz.
Iris también las vio y gritó:
—Mr. Gatto, justo encima de usted hay un escotillón.
La majestuosa voz de Gatto respondió:
—He visto esas rendijas de luz, señora. Espero que estará abierto.
Los elefantes estaban divirtiéndose encima de nosotros. La perspectiva de escapar de aquel abominable sótano me atolondró. De pronto, me pareció completamente absurdo que el criminalista más famoso de Estados Unidos, con sus barbas y todo, estuviera trepando por una escalera para desembocar en una jaula llena de elefantes.
Un gruñido particularmente enfático vino de la oscuridad, sobre nosotros. Luego, muy despacio, las grietas se ensancharon. Entró un raudal de luz, y vimos las manos de Gatto agarradas a un escotillón de madera, que empujaba hacia arriba. Pudimos ver su cara atisbando por la abertura que había hecho en el techo. Tenía el cabello y la barba llenos de heno. Parecía Plutón en el momento de salir de su palacio subterráneo.
De repente, una expresión de alarma cubrió su rostro. Dejó caer el escotillón exclamando:
—¡Socorro!
Con agilidad pasmosa volvió a bajar por la escalera y estuvo a nuestro lado.
—¿Qué pasa? —preguntó Iris.
Manuel Gatto estaba jadeante por el ejercicio que había hecho.
—El escotillón funciona bien. Pero, por desgracia, está muy mal situado. Cuando atisbé la jaula de arriba me encontré con que miraba justo a… a… las ancas de una gran elefanta que lleva al cuello una cinta rosa. Estoy segurísimo de que esa elefanta es Eduardina. Como señalo en mi ensayo, el carácter de Eduardina es notablemente incierto. No creo que le agrade ver aparecer de pronto a unos desconocidos desde las entrañas de la tierra, por así decir. Antes de seguir, sugiero que llamemos a un cuidador para…, para que la sostenga.
—¡Oh!, es preferible que no llamemos a ningún cuidador —dijo Iris—. Tendríamos que explicar lo que estábamos haciendo en el sótano y eso originaría pérdidas de tiempo. Tenemos que encontrar en seguida a Célida. No tengo miedo a Eduardina. Creo que es buena. Subiré primero, puesto que ambas somos del mismo sexo.
El Barbudo chasqueó la lengua, alarmado.
—No, nena —dije—. De acuerdo en no llamar a un cuidador. Pero voy a subir el primero.
Me dirigí a la escalera y empecé a trepar.
La voz de Gatto exclamó llena de angustia:
—Pero, teniente, Eduardina tiene un largo historial de violencia. Como sabrá…, ella…, esto…, le rompió la clavícula a Bruno Rosa.
No lo sabía, desde luego. Pero, de todos modos, la mitad de lo que decía era pura jerigonza.
—Puede ser que no le gustase Bruno Rosa —contesté—. Y si no le gustaba ese hombre no le echo la culpa. Eduardina no tiene nada contra mí.
Busqué a tientas el escotillón y lo empujé hacia arriba. Subí otro peldaño de la escalera. Parpadeando al hallarme a plena luz, inspeccioné el corral. Eduardina estaba allí, de pie, muy cerca de mí. Esto vez no eran sus… ancas lo que me enfrentaba, sino su cabeza, y me miraba fija y sin pestañear con sus pequeños ojos. La cinta se le había resbalado del pescuezo y el gran lazo rosa le bailaba por detrás de una oreja.
—¡Hola, Eduardina! —dije con voz tenue—. ¡Qué buena eres, Eduardina! ¿Cómo estás?
No sabía cómo se hablaba a los elefantes. Sólo supuse que se les trataba como a los perros. Ella movió las orejas, y agarrando un poco de heno con su trompa se lo desparramó por la cabeza. Continuaba mirándome.
Sintiéndome valiente salté fuera, sobre el suelo lleno de heno de la jaula. De repente, Eduardina resopló. Di un salto. Pensé si los elefantes serían como los perros, que perciben el olor de la adrenalina o lo que segreguen las glándulas en los momentos de crisis. A Eduardina no parecían interesarle ni mis glándulas ni mi clavícula. Se contentó con agarrar más heno y echárselo por la espalda.
—Buena Eduardina —dije adulándola—. ¡Qué buena eres, Eduardina!
Los barrotes que rodeaban la jaula no eran altos. Sería fácil escalarlos. No había ningún cuidador a la vista. En las otras jaulas los demás elefantes se solazaban, después de su actuación en la pista, dando patadas y paseándose. Di un paso hacia Eduardina. No pareció importarle.
Entonces, volviendo el rostro, grité:
—¡Iris, sube!
A los pocos segundos mi mujer salió por el escotillón. Aunque tenía heno en los cabellos estaba muy hermosa. Llevaba un manojito de hierba en la mano. Se reunió conmigo y dirigió a Eduardina una alegre y amistosa sonrisa.
—Buenas tardes, Eduardina.
Iris le enseñó el heno como si fuera una taza de té de Boston. La elefanta la miró y luego, muy aburrida, dio media vuelta. Sin embargo, miró a Iris con el rabillo del ojo con la tolerancia intolerante de una anciana.
Enseguida Manuel Gatto salió por el escotillón, y lo cerró. Dirigió a Eduardina una mirada de desconfianza y dijo:
—Me parece que mientras antes salgamos de esta jaula mejor será.
—Vamos, pues —dije—. Hay que gatear.
Ayudé a Iris a trepar por los barrotes. Me resultó más difícil manejar a Gatto, pero conseguí ayudarle. Después salté yo.
Durante estas maniobras Eduardina mantuvo su compostura. Era demasiado vieja y sensata para entrometerse en el anómalo comportamiento de un teniente de marina, una muchacha y un caballero barbudo.
Los tres nos quedamos un momento de pie, fuera de la jaula, mirándonos unos a otros. La capa de zorros plateados de Iris y el clavel doble del Barbudo no armonizaban con el polvo y el heno. Yo no parecía exactamente un marino. Pero no me importaba. Por fin estábamos libres.
Habíamos recobrado de nuevo la libertad de acción.