13

La suerte parecía tener una debilidad satánica por trastrocar las cosas. En un momento dado todo iba a pedir de boca. Al momento siguiente todo era desastroso. Aquel instante fue horrible. Rodeé a Iris con mi brazo. Los payasos nos miraban. El revólver brillaba. Podía oír la risa franca de Célida en el camerino, allende la puerta cerrada.

¿De qué me serviría oír sus carcajadas si la Rosa Roja y la Rosa Blanca constituían una barrera infranqueable entre nosotros?

Porque así era, en efecto. No cabía lugar a dudas: aquellos dos repulsivos payasos eran Luis y Bruno Rosa.

Miré a los dos desconocidos que me habían hecho pasar las peores veinticuatro horas de mi vida. Los amplios vestidos de payaso disimulaban sus formas. Los capiruchos cubrían sus cabellos. Las narices postizas, las mejillas pintadas de blanco, las grotescas bocas dibujadas con lápiz rojo despojaban sus rostros de toda personalidad. No eran sino caras de payasos.

Todo lo que podía ver eran sus ojos. Y no me fiaba de aquellos ojos vivos, fanáticos, más de lo que me fiaba del revólver.

El payaso rojo metió la mano que sostenía el revólver dentro de su enorme bolsillo, pero el bulto demostraba que aún seguía apuntando a Iris. Haciendo con la cabeza un gesto hacia la izquierda dijo:

—Vamoz, echen a andar hacia el fondo del pazillo.

Hubiera podido gritar y la gente hubiese salido del camerino donde celebraban la boda de Célida. Pero antes de que nos auxiliaran, mi mujer estaría muerta. Comprendí que conocía demasiado a Luis y Bruno Rosa para estar seguro de eso.

Continuaba ciñendo con mi brazo a Iris. Queriendo fingir naturalidad y, apenas logrando parecer asnal, dije:

—Nena, estos buenos señores quieren que los acompañemos.

—¡Qué amabilidad la suya! —repuso Iris.

—Vamoz, de priza —dijo ceceando el payaso rojo.

Echamos a andar hacia la izquierda, alejándonos del circo propiamente dicho y penetrando cada vez más en el laberinto de los corredores. Aquel pasillo, que de ordinario estaría muy frecuentado, se hallaba desierto. Los dos payasos venían detrás de nosotros. El revólver del payaso rojo iba pegado a la espalda de Iris.

—Zi alguien paza y ze atreven aunque zea a peztañear, le meto la bala a la zeñora —dijo.

Sé algo de lucha. Si hubiese estado solo hubiera intentado arrebatarle el arma, pero no me atreví a hacerlo estando Iris al lado. Todavía llevaba debajo del brazo el libro de Manuel Gatto. Probablemente los hermanos Rosa lo habrían observado. En ese caso supondrían que lo habíamos leído y adelantado mucho en el descubrimiento de la verdad. Hasta entonces sólo habíamos sido para ellos simples marionetas inofensivas que manejaron a su antojo. Pero, al conocer la verdad, o al creer que la conocíamos, nos habíamos convertido en un peligro para ellos, y no eran individuos que pensaran dos veces para añadir un par de crímenes más a su lista.

Sin embargo, tuve la impresión de que no iban a pegarnos un tiro. Célida era su objetivo principal. Con toda certeza que no iban a exponer su plan contra ella por matarnos a nosotros primero, a menos que lo pudieran hacer muy discretamente, sin el ruido delator de un disparo de revólver.

Los débiles ecos de la banda de música que tocaba en el circo iban apagándose a medida que avanzábamos hacia el fondo del corredor.

—A la izquierda —dijo el payaso rojo—. Doblen a la izquierda.

Iris estaba pálida; pero su brazo, apoyado sobre el mío, se mantenía firme.

—¿Qué van a hacer con nosotros? —pregunté.

—Ezo lo zabrán muy pronto —contestó el payaso rojo—. Doblen a la izquierda.

Entramos en el nuevo pasillo, con los dos payasos detrás. Era más estrecho que el que habíamos dejado. Las paredes estaban frías y sin pintar. Terminaba delante de nosotros en una sola puerta de acero. Reinaba un perfecto silencio. Habíamos llegado al lugar más desierto del estadio. Por lo visto, los hermanos Rosa conocían bien todos los rincones. Quizá en sus años de acróbatas trabajaron allí.

Aquello no me gustaba nada.

Llegamos a la puerta de acero al final del pasillo. Había una llave colgada de un clavo junto al botón de la luz eléctrica. El payaso azul se adelantó, tomó la llave y abrió la pesada puerta hacia fuera. Unos escalones de piedra bajaban hacia la oscuridad de un sótano.

—Vuélvaze —dijo el payaso rojo.

Iris y yo nos volvimos. Miramos fijamente el revólver. Los ojos del payaso nos miraban con extraordinaria agudeza.

—Bajen de ezpaldaz por la ezcalera —ordenó.

Si iba a disparar, estábamos completamente indefensos bajando de espaldas los escalones. Aquel momento o nunca era el de luchar por el revólver. Miré a mi mujer. Me contuvo la idea de lo que podría suceder si peleaba y perdía.

Como si leyera mis pensamientos, el payaso rojo mandó:

—Póngaze delante de zu marido, Mrz. Duluth.

Iris, delante de mí, formaba como un biombo entre el payaso rojo y yo. Eso ponía fin a cualquier intentona de lucha por el revólver.

El payaso azul se movía silenciosamente al otro lado, sin proferir palabra.

—Bajen de ezpaldaz por la ezcalera —ordenó el payaso rojo.

Agarré los codos de Iris y empecé a atraerla hacia mí mientras bajábamos los escalones que conducían a la oscuridad de aquel antro. Los dos payasos se quedaron en el arco de la puerta, uno con su vestido de lunares blancos y rojos y el otro con lunares blancos y azules. Cada escalón que bajábamos estrechaba el ángulo visual, y nos parecían cada vez más largos. La boca del revólver brillaba aciagamente.

Si ellos se quedaban en la puerta quería decir que no dispararían, porque la explosión de la pólvora resonaría a lo largo de los corredores. Si empezaban a bajar detrás de nosotros, entonces iban a querer matarnos y sería cuestión de una lucha a muerte en las tinieblas.

Los codos de Iris temblaban entre mis manos sudorosas. Aquel lento viaje de espaldas parecía interminable.

De pronto, cerraron de un golpe la puerta sobre nuestras cabezas, y nos quedamos completamente a oscuras. Oí girar la llave en la cerradura y luego los pasos pesados de los hermanos Rosa alejándose deprisa por el corredor que teníamos encima.

Solté los codos de Iris. No sentí otra cosa más que la tranquilidad de verla ilesa. Crímenes de nuestros tiempos me molestaba debajo del brazo. Me lo metí en el bolsillo. Iris se volvió para mirarme. Una risa nerviosa se oyó en la oscuridad.

—Cuán cierto es que en los momentos de peligro la vida pasada se presenta como un relámpago en la imaginación. Incluso cuando estaba segura de que iba a disparar, me acordé de cómo una vez teniendo cinco años, me encerraron en mi habitación porque le llamé cochina a tía Susana.

—¿Y lo era?

—Sí. —La mano de mi mujer encontró la mía—. Peter —dijo con repentina desesperación—, ¿no es terrible? Estábamos tan cerca de Célida, y ahora…

—Así es.

—¿No pudimos haber hecho algo? Me sentí tan estúpida cuando nos amenazaron delante de su camerino…

—Pudimos haber hecho algo, pero estaríamos bien muertos para recordar lo que fue.

Del sótano llegaba hasta nosotros un fuerte olor a almizcle. Ahora que había pasado el peligro para Iris, me estaba poniendo nervioso por causa de Célida.

—Tenemos que salir pronto de aquí —dije—. Ahora no hay nadie para advertir a Célida; además hemos sacado del camerino el libro de Gatto. En cualquier momento intentarán matarla.

—Pero ahora no pueden matarla…, con toda la gente que hay en su camerino. Y, si entiendo algo de fiestas de boda, seguirán así hasta que llegue el momento de la Danza de los Pájaros.

Un pensamiento me produjo un hormigueo en el espinazo.

—La Danza de los Pájaros…, eso es, desde luego.

—¿Por qué?

Apreté el brazo de mi mujer en la oscuridad.

—¿Cómo murió Gino Forelli?

—Durante una función del circo, según dicen. Peter, ¿crees tú…?

—Claro. Tienes razón al decir que no pueden matar a Célida mientras esté en su camerino. Pero son payasos, y pueden andar por cualquier parte de la pista mientras se ejecutan los diversos números. Además, también son acróbatas. Eso lo sabemos. Pueden encaramarse a los trapecios en las narices del público y la gente creerá que no es más que un juego. Como el director de escena no sospecha nada y Célida tampoco sospecha nada, pueden cortar una cuerda… o cualquier cosa. Nena, o no conozco a los Rosa o te aseguro que su plan es ése: matar a Célida en la pista.

—¡Peter!

—¿Qué otra cosa pueden hacer? Tienen que matarla pronto. De haber podido, la hubieran matado anoche. Ahora que la policía ha encontrado los otros dos cadáveres sólo es cuestión de tiempo el que se saque a relucir este viejo crimen. Han estado trabajando contra el tiempo. Por eso se sirvieron de mí como carnada para despistar a la policía mientras huían. Probablemente tienen todo listo para escapar. Una vez que hayan matado e Célida, se escabullirán, se despojarán de sus vestidos de payaso y huirán. Por eso no se molestaron en matarnos. Quieren asegurarse la retirada antes de que nosotros podamos salir de aquí.

—Tienes razón, Peter. ¿Pero qué vamos a hacer? ¿Echar la puerta abajo?

—Eso no sería imposible. También es inútil que nos pongamos a golpearla. Estamos demasiado lejos de cualquiera. Aunque chilláramos hasta enronquecer, nadie nos oiría. Sólo nos queda una cosa que hacer. Tenemos que encontrar otro camino para salir de este maldito sótano… y encontrarlo pronto.

Atisbé la oscuridad.

—Debe de haber luz por alguna parte.

—¿Tienes fósforos?

—Unos cuantos.

—Mira arriba, junto a la puerta. Seguramente estará allí la llave de la luz.

—No. La llave está por fuera, en el pasillo. Me fijé en eso cuando nos encerraron.

Encendí un fósforo. Su luz debilísima iluminó parte del sótano. Estaba lleno de caños viejos, de tablones, de postes rotos; había un caballo de gimnasia destrozado y los artefactos inútiles que van a parar al sótano de un estadio de deportes. El antro se alargaba indefinidamente en la oscuridad.

Antes de que se consumiera el fósforo nos apresuramos a bajar los últimos escalones de piedra. Encendí otro fósforo. Mientras centelleaba, empezamos a abrirnos paso entre aquella basura. El aire era infecto; el silencio, absoluto. Reinaba un ambiente de desolación, como si ningún ser humano hubiese estado allí desde muchos meses atrás. Una rata saltó junto a una vieja pala de jugar al hockey sobre hielo y cruzó a toda carrera por nuestro camino. Iris lanzó un gritito. El fósforo se apagó.

Con ayuda de otros fósforos penetramos más en las entrañas del sótano. El estadio Lorenzano tenía un sótano inmenso, donde unas cuantas docenas de Fantasmas de la Opera hubieran podido vivir muy a sus anchas sin importunarse mutuamente. Esperé encontrar algunas estufas, porque de haberlas también tenía que haber alguna clase de escape. No encontramos ninguna.

Seguramente había una sección especial para el sistema de calefacción. Aquel sótano vastísimo no era más que un cementerio para los accesorios abandonados de los deportes.

Mi reserva de fósforos mermaba peligrosamente. Antes de que se apagara el que tenía en la mano encendí dos cigarrillos y le di uno a Iris. Un pequeño ejército de canastas vacías estaba apilado contra la pared. Nos sentamos sobre una descorazonados.

La punta del cigarro de Iris brillaba en la oscuridad.

—Dentro de diez años seremos famosos —dijo Iris—. Los esqueletos del sótano del estadio.

—Tiene que haber otra salida por alguna parte.

—¿Por donde? Quizá nos convenga provocar un incendio.

—¿Y quemarnos vivos?

—¡Oh, querido!, estamos en una situación tan desesperada… Sabemos que van a matar a Célida y no podemos salvarla. Tenemos la solución de todo el misterio en ese ensayo y ni siquiera podemos leer el maldito libro. Eso basta para ponerla a una frenética. Es…

Iris se detuvo. Puso la mano sobre mi rodilla y me la apretó.

—Escucha —dijo muy tenue.

Escuché. De alguna parte, a cierta distancia a nuestra izquierda, había salido un ruido; el cauteloso y confuso ruido de algo que se movía.

No era la clase de ruido que puede hacer una rata, a menos que fuese una muchísimo más grande que las que conocía. Volvió a oírse el ruido, un forcejeo y luego una fuerte maldición.

Aquello esclareció nuestra duda.

No éramos los únicos ocupantes del sótano.

Mientras que los dedos de Iris presionaban mi rodilla, me quedé sentado muy quieto. Los hermanos Rosa habían podido regresar fácilmente y bajar a la bodega sin que nosotros hubiéramos oído abrir la puerta, pues estábamos lejos de la escalera. Pero si los hermanos Rosa habían vuelto, su único fin sería matarnos. A buen seguro que no iban a advertirnos de su presencia armando ruido y maldiciendo.

Teníamos la probabilidad de que la tercera persona que se hallaba junto a nosotros en las tinieblas resultara ser un potente aliado.

—Voy a averiguar quién es —le susurré a mi mujer.

El cabello de Iris me acarició la mejilla.

—Vayamos juntos. No pueden ser los Rosa.

A nuestra izquierda se oyó un fuerte crujido, como si algo cayera al suelo. Siguió un gruñido de indignación.

—Es segurísimo que no son los Rosa —dijo Iris.

Nos levantamos del cesto tumbado. De la mano, para mantenernos en contacto, echamos a andar con cautela por la oscuridad. Oímos más gruñidos y crujidos delante de nosotros.

—¿Quién va? —pregunté en voz alta.

Los gruñidos y los crujidos cesaron. El eco de mi voz se desvaneció.

—¿Quién anda ahí, por favor? —preguntó Iris.

La voz de mujer pareció tranquilizar a la persona invisible, porque se oyó la respuesta:

—¿Dónde están? Estoy perdido y, por desgracia, no tengo fósforos.

—Quédese quieto —dije—. Nosotros vamos a su encuentro.

Encendí uno de los pocos fósforos que me quedaban. Alumbrados con su luz Iris y yo nos abrimos paso a través de un bosque de sillas de madera amontonadas, posiblemente vestigios de antiguas reuniones políticas. Salimos al otro extremo. El fósforo me quemó los dedos y tuve que soltarlo.

Podía oír al desconocido muy cerca de nosotros. Para ahorrar fósforos empecé a andar a tientas hacia él. Alargué un brazo hacia delante, para guiarme. De pronto, mis dedos agarraron algo suave y peludo. Una voz irritada exclamó.

—¡Aah!

Retiré la mano, encendí un fósforo y lo levanté en alto. La luz oscilante cayó sobre un hombre que estaba de pie justo frente a nosotros, entre un piano viejo y un montón de redes de tenis hechas trizas.

Era un hombre robusto, que vestía elegante traje gris y llevaba un fresco y blanco clavel doble en el ojal. La dignidad lo envolvía como un manto de ópera; y debajo del par de ojos negros y ofendidos brotaba una magnífica barba negra.

Durante un instante creí que aquello era alguna alucinación nacida de los vapores nauseabundos del sótano. Pero la visión era bastante real.

Allí estábamos, perdidos en las catacumbas del estadio, cara a cara con Manuel Gatto.