12

Iris y yo nos miramos recíprocamente.

—Manuel Gatto —exclamó Iris—. El gato. Minino. —Luego añadió—: Gino Forelli. ¿Quién es Gino Forelli?

No lo sabía, desde luego. Me quedé contemplando la tarjeta. Si Manuel Gatto era el nombre del Barbudo —y ahora estaba casi seguro de ello— fue quien le mandó las rosas a las tres mujeres. ¿Por qué? ¿Para recordarles a Gino Forelli? ¿Y por qué quería recordárselo? ¿Formaban Mrs. Gatto y sus rosas parte de la liga criminal que parecía haberse propuesto exterminar a Eulalia, a Lina y a Célida? ¿O bien era un amigo, conocedor del peligro existente para ellas, y había escogido para advertirlas ese medio altruista aunque excéntrico? ¿Por qué fueron rosas rojas para Eulalia, blancas para Lina y ahora otra vez rojas para Célida?

La rosa roja, la rosa blanca…

Miré la caja que había contenido las flores. Procedía de una florería de San Francisco. Aquello no ayudaba mucho.

—No creo que Célida haya estado aquí —dije—. Porque si ella misma hubiese arreglado las flores hubiera quitado la tarjeta de ese tallo y tirado la caja. Alguien ha debido poner las rosas en agua para mantenerlas frescas hasta que ella viniese.

—Lo cual significa que Célida no ha recibido el aviso —dijo con nerviosidad Iris—. No estará en guardia. Ignora el peligro tan terrible que la amenaza.

Iris tenía razón, desde luego. Los periódicos que pregonaban la muerte de Eulalia y de Lina no mencionaban que a Célida le hubiera ocurrido desastre alguno. Sin embargo, no quería pensar lo que hubiera podido pasarle a Célida Rosa Annapopaulos en su noche de bodas.

Me volví hacia el espejo con su recuadro de rollizas y sonrientes Célidas. Si estaba viva aparecería para la Danza de los Pájaros. De eso estaba seguro. Y, de acudir, tenía que llegar pronto.

El eco de su risa alegre en el pasillo sería el sonido más grato que mis oídos deseaban oír.

Sobre la mesa de tocador, al pie del espejo, vi un paquete envuelto en papel de color castaño, sostenido en difícil equilibrio por los frascos de crema de belleza. Lo examiné. Iba dirigido a Mrs. C. Rosa, Estadio Lorenzano, San Francisco. Llevaba una buena cantidad de sellos de correos y la siguiente observación: Urgentísimo. Entrega inmediata. También llevaba escrito el nombre y dirección del remitente: Manuel Gatto, Estudios Internacionales, Hollywood, California.

—Ábrelo —se apresuró a decir Iris.

Violando las leyes postales, rompí el papel de color oscuro. En cuanto el objeto quedó libre de su envoltura, Iris dijo:

—¡Oh, si sólo es un libro!

Dejé caer al suelo el papel y miré el libro. Se titulaba Crímenes de nuestros tiempos, publicado por John L. Weatherby.

Aquella no era la primera vez que había visto aquel libro. En la sala de Lina había otro ejemplar. El libro que vi primero no tenía sobrecubierta. Éste sí. Al pie del título estaba escrito: Antología de crímenes de la vida real. Estudios hechos por los más famosos criminalistas del mundo. Volví el libro. Iris y yo lanzamos varias veces exclamaciones.

Ocho fotografías ocupaban la parte posterior de la sobrecubierta. Eran los retratos de los criminalistas más célebres que habían contribuido con sus artículos al libro. El nombre de cada autor figuraba impreso debajo de su respectivo retrato. Sin embargo, solamente uno de aquellos célebres criminalistas pudo interesarnos.

Entre las fotografías de Miss Joan Flanner y la de William Bolitho nos miraba un rostro de grandiosa gravedad; un rostro adornado con un majestuoso brote de barba negra. Debajo de esa cara estaba impreso: Manuel Gatto.

—De modo que el Barbudo es Manuel Gatto, el criminalista borracho más célebre de Estados Unidos —dijo Iris con inconsciente admiración—. Eso es lo que es: un criminalista.

Abrí el libro por la primera página. Escrito a través de la hoja en blanco, con la misma mano pedante que escribió el mensaje de la tarjeta, estaba la asombrosa inscripción:

«Señora: Le mando esto para advertirle que Luis y Bruno Rosa han salido de la cárcel y están en San Francisco. No es necesario que la convenza de que ambos han salido del presidio sedientos de sangre…, de la sangre de usted, de la sangre de Lina, de la sangre de Eulalia e incluso de la sangre de Eduardina. Corre un gran peligro. Tenga mucho cuidado. Vea la página ochenta y cuatro. M. G».

Al leer eso me estremecí de emoción. Por fin estábamos tanteando los bordes de la verdad. La rosa roja y la rosa blanca están fuera. Aquel estribillo pueril que nos había desconcertado por su insensatez ya no era absurdo. La rosa roja y la rosa blanca eran dos hombres recién salidos de la cárcel, llamados Luis y Bruno Rosa.

Iris estaba diciendo:

—Página ochenta y cuatro, eso es, ¡por fin! Busca la página ochenta y cuatro.

Volví las hojas con mano febril. Pasé de largo el estudio del caso Hall-Milis que me detuve a mirar la noche antes. No le presté atención. Mi interés se concentraba en la página ochenta y cuatro. Dentro de un segundo íbamos a descubrir los hechos que tanto ansiábamos conocer desde nuestro primero y fatal encuentro con Manuel Gatto.

Podía oír los acordes de la banda tocando Yankee Doodle en la pista del circo. Aquella música lejana y alegre tornó el silencio que nos rodeaba mucho más profundo.

Llegué a la página ochenta y cuatro. Era la primera de un nuevo ensayo titulado Asesinato entre Rosas, por Manuel Gatto.

Debajo del título, un corto párrafo contenía el resumen del artículo que seguía. Mientras que Iris retozaba a mi lado, leí:

«Estudio de un crimen poco conocido, pero fascinante, en el que los hermanos Rosa, dos acróbatas de circo, causaron la muerte de su compañero, Gino Forelli, durante una representación pública en el trapecio, y fueron por último enjuiciados debido a los valientes esfuerzos de tres mujeres y una elefanta».

—¡Gino Forelli! —exclamó Iris—. Eran acróbatas, y Luis y Bruno Rosa mataron a Gino Forelli.

—Eulalia, Lina, Célida y Eduardina se las arreglaron para llevarlos ante la justicia. —Me quedé mirando aquellas frases cortas, que encerraban tanto interés para nosotros—. Con eso es con lo que hemos estado jugando, amor mío. El hombre del ceceo y el otro hombre que se puso mi uniforme son los hermanos Rosa. Han salido de la cárcel y están dando caza a las mujeres que los hicieron condenar por su delito.

—Querido, esto es demasiado maravilloso para expresarlo. Vamos a saber la verdad. No necesitamos ni al Barbudo ni a nadie. Con llevarle este libro a la policía todo está listo. ¡Vamos pronto! ¡Ven, vamos a leerlo!

Ambos nos sumergimos en la primera página del ensayo de Manuel Gatto. Era una página maestra, desde luego, llena de pausado encanto, psicología y dulces referencias a la intimidad con el difunto Alexander Woollcott. La cosa más apropiada para leer una tarde tranquila en casa, con la pipa en los labios, un buen fuego ardiendo y un perro de aguas al lado. Pero era exasperantemente parca en el relato de los hechos.

Seguimos hacia delante, esperando que Gatto entrara en materia, cuando me di cuenta de que otro sonido se había mezclado a los lejanos acordes del Yankee Doodle. Al principio no era más que un indefinido rumor de voces humanas. Luego oí explosiones de risa y de canto.

El Barbudo literato, eludiendo aún los hechos como si fueran la peste negra, describía una deslumbrante comida en Filadelfia. De pronto, Iris apoyó su mano sobre mi brazo y dijo:

—Escucha, Peter.

El ruido de fuera había aumentado muchísimo. Evidentemente un grupo venía por el corredor hacia donde nosotros estábamos. Las risas resonaban con estrépito. El canto ahogó los acordes de la banda. Venían cantando una ronca versión de la Marcha nupcial de Mendelsohn.

El rostro de Iris estaba radiante.

—La Marcha nupcial, querido. La Marcha nupcial. ¡Célida!

Iris corrió a la puerta del camerino y la abrió de par en par. La seguí mientras sujetaba el libro de Gatto debajo del brazo. Como mi mujer y yo salimos corriendo al pasadizo, llegamos justo a tiempo para ver una procesión de gente que doblaba la esquina y aparecía de frente.

Era la congregación más abigarrada de personas que jamás había visto. Iban apiñados. Pude distinguir al hombre gigante, a la mujer más gorda del mundo, a dos enanas rubias, a la mujer tatuada, a la mujer serpiente, a un rechoncho e importante director de escena, con chistera y levita, jóvenes con uniformes verdes de titiriteros y una bandada de chicos acróbatas con pantalones y capitas de plumas; sin duda, los pájaros de la famosa Danza de Célida. Haciendo piruetas alrededor de ellos, como un grupo de excitados perros de lanas, iba una llamativa comparsa de payasos.

Estaban locos de contento, bailando y pegándose palmadas en las espaldas. La mujer más gorda del mundo llevaba una botella de vino. La mayor parte de los acróbatas también agitaban en alto botellas de coñac. Y todos, según su capacidad para la música, iban cantando la Marcha nupcial.

Al avanzar hacia nosotros vi que el desfile de gala se hacía en torno a dos personajes centrales. Uno de ellos era un moreno caballero griego, con una enorme gardenia en el ojal. El otro era una mujer, que daba el brazo a su acompañante. Ella era una rubia auténtica con un excéntrico sombrero morado encima de sus macizos rizos.

Al verlos, hubiera podido unirme al alegre coro, tan grande fue el alivio que sentí.

Allí, del brazo de su sonriente novio, estaba Célida Rosa Annapopaulos.

Era el final. Todo se iba a arreglar.

Célida había sobrevivido milagrosamente a su noche de bodas.

La procesión estaba casi encima de nosotros. Entonces, dominando la algarabía general, se oyó la voz del director de escena, gritando:

—Célida, nos ha engañado. No estaba en el hotel. No venía para la función. Nadie sabía dónde estaba. Algo terrible ha debido sucederle, decíamos. Y resulta que ha sido este…, este feliz suceso. Viene de novia. Ya no es Célida Rosa. —Besó su regordete dedo índice—. De ahora en adelante es Célida Annapopaulos. —Se inclinó ante el novio—. La novia de un director de escena en su gran día.

—¡Viva Mrs. Annapopaulos! —gritó al unísono aquella turba alegre.

—Sí— repuso con timidez Célida. —Ayer nos encontramos por casualidad en San Francisco mi viejo amigo y yo. Al instante renació el amor en nosotros y volamos a Nevada para casarnos. —Resonó su fresca carcajada—. Pero el circo sigue siendo lo primero. Le dije a Demetrio que mi profesión todavía ocupa el primer lugar. Le dije, incluso en el lecho nupcial, que tenía que estar aquí para la danza de los pájaros. No abandono a mis queridos amigos.

—Célida está aquí para la danza de los pájaros —corearon las rubias acróbatas mientras ejecutaban una reverencia perfecta.

Le hice un guiño a Iris, y ella me contestó con otro. Habían ido en avión a Nevada para casarse. Sin querer esquivaron a los Rosa. Ahora estaban de vuelta.

El cortejo nupcial pasó junto a nosotros como una marejada, arrastrando a Célida y a Annapopaulos al camerino. Nos unimos a la cola de la comitiva. En pocos segundos todos estuvieron dentro, excepto un par de payasos que se quedaron de pie en el umbral de la puerta, dándonos la espalda.

Le di unos golpecitos a uno de ellos, al mismo tiempo que le decía:

—Déjenos pasar, por favor. Tenemos que hablar con la señora.

Dentro del camerino podía oír la alegre risa de Célida y el estampido de los corchos. Los dos payasos se volvieron. Uno estaba vestido con un traje de lunares azules y blancos y el otro con lunares rojos y blancos. Nos cerraron el paso. Sobre las mejillas pintadas de blanco y las prominentes narices postizas sus ojos nos miraron fijamente.

—Déjennos pasar, por favor —volví a repetir—. Tenemos que hablar cuanto antes con Célida.

Los ojos del payaso blanco y rojo parpadearon. De pronto, dio media vuelta y cerró la puerta del camerino, de modo que quedamos aislados de la gente que estaba dentro. Nosotros y los payasos éramos las únicas personas que había en el corredor.

—¿No entienden lo que les digo? —pregunté—. Queremos entrar en ese camerino.

Despacio, muy despacio, el payaso blanco y rojo metió la mano en el amplio bolsillo de su traje. Y despacio, muy despacio, volvió a sacarla otra vez. Iris ahogó un grito porque los dedos del payaso apretaban un resplandeciente revólver.

—Teniente Duluth y zeñora —dijo ceceando—. Han zido unoz tontoz al venir aquí.

El payaso blanco y azul se echó a reír. El revólver apuntaba directamente a mi mujer.

—Un zolo grito que dé cualquiera de loz doz —siguió diciendo el payaso que ceceaba—, y le meto la bala en el vientre zeñora.