—¡MRS. Rosa! —repetí—. Entonces Mrs. Rosa no es una amenaza después de todo. La pobre es otra víctima.
—Peter, ahora concuerdan las cosas. Mrs. Rosa era amiga de Lina. Eso está claro, puesto que Lina tenía su retrato. Mrs. Rosa me dijo que le recordaba a alguien que conocía. Tiene que haber aludido a Eulalia. Luego estas tres mujeres: Eulalia, Lina y Célida, están estrechamente unidas.
—Eso explicaría lo que el hombre del ceceo estaba haciendo en el vestíbulo del San Antón cuando nosotros llegamos. Andaba rondando a Célida.
—Pero Célida se le escapó para ir a casarse con Annapopaulos, y entonces el hombre del ceceo se dedicó a mí, creyendo que era Eulalia. ¡Les costaría trabajo querer asesinar a una novia en su noche de bodas! Si es que tiene algo de suerte, Célida vive aún; y si vive tiene que presentarse esta tarde en la función de gala del circo. —Iris pareció radiante. No creí volver a verla así otra vez—. Lo que tenemos que hacer es llegar al estadio Lorenzano antes de que empiece el espectáculo. Célida podrá aclararnos todo tan bien como el Barbudo.
—¿A qué hora empieza la función?
—A las dos y media. Ahora es la una y media. Tenemos que darnos prisa.
Hatch nos había advertido varias veces que no saliéramos del apartamento por querer dárnoslas de listos. Pero sentí que aquél no era el momento de preocuparse por sus presentimientos. No se trataba únicamente de lograr que Célida nos aclarase el asunto. De podernos fiar de la palabra del barbudo borracho, Mrs. Annapopaulos estaba en el mismo peligro en que estuvieron Eulalia y Lina. Me había caído en gracia Célida, con sus carcajadas y su novio griego. Como pudiera impedirlo, no iba a morir con un cuchillo clavado en el pecho.
—Vamos —dije.
Iris se puso la capa de zorros plateados.
—Quizá encontremos al Barbudo en el estadio. ¿Acaso no hay en los circos hombres barbudos?
—Mujeres barbudas —repuse—. Puede ser que ese sea nuestro galardón. A lo mejor el Barbudo resulta ser mujer.
Iris acomodó los hombros debajo de la capa.
—El Barbudo no es mujer, Peter. Puedes estar seguro de lo que te digo.
—Dejémosle una nota a Hatch diciendo a dónde vamos, por si acaso regresan de Oakland.
Junto al teléfono encontré un pedazo de papel y un lápiz. Escribí que Célida estaba en el circo y que nosotros íbamos a buscarla.
—¡Listo! —dije.
Iris me miró.
—¿No sería mejor que te pusieras el traje de paisano?
—¡Maldito sea el traje de paisano! Estoy harto de disfrazarme. Si encontramos a Célida, bueno. Y si no, que me detengan con todos los honores.
—Hatch se va a enfadar. —Iris hizo una mueca y luego me besó—. Pero tienes razón. Prefiero que te detengan llevando el uniforme. Así estarás mucho mejor en la comisaría.
Me tomó del brazo y fuimos hacia la puerta.
—Estoy contentísima —dijo—. Todo nos va a salir bien. Tengo esa corazonada.
Abrigué la esperanza de que el corazón de Iris fuera mejor profeta que el mío.
El estadio Lorenzano estaba en algún punto de la calle del Mercado. Iris y yo fuimos andando por Fillmore. El fuerte resplandor del sol transformaba con su brillo hasta las casas más sombrías y los peatones indefinidos. Podía apreciar las vibraciones festivas de San Francisco en el brillo del sol, en el aire, pero no en nosotros. Me parecía que el cumpleaños no era el de Iris, sino el de otra persona.
Llegamos a la calle del Mercado. Aun era demasiado temprano para la ola popular de marineros; sin embargo, la calle estaba bastante concurrida. En la esquina, de pie junto a una farola, había un vendedor de periódicos con un montón de diarios sobre un banquillo delante de él. Compré uno.
—Más vale que tomemos un tranvía. ¡Oh!, aquí viene uno —dijo mi mujer.
Corrió hacia el coche que acababa de pararse en la esquina. La seguí poniéndome el diario debajo del brazo.
El coche sólo estaba medio lleno. Nos sentamos uno junto al otro cerca del conductor. El sol penetraba por la ventanilla que teníamos detrás. Dos niñas, con piernas largas y flacuchas, estaban sentadas frente a nosotros y se peleaban por un enorme caramelo largo. Viajaban también una mujer de color con un cesto y un anciano con una pipa. El ambiente del coche era familiar; como si cada uno conociera a los demás y San Francisco fuese un mero villorrio.
El coche rechinó al arrancar. Iris parecía muy tranquila. Estaba preciosa. Saqué el periódico de debajo del brazo. Era una edición de la tarde. Lo abrí; miré la primera página.
Encabezando una columna de la parte inferior de la hoja leí este título:
DOS MUJERES ASESINADAS
SE BUSCA A UN TENIENTE DE MARINA
La información contenía sobre poco más o menos lo que esperábamos que dijera. Lina fue descubierta por un lechero. Eulalia fue descubierta por el portero. Éste contó su historia sobre el teniente Duluth. El dueño de la farmacia frente a la casa de Lina contó su historia sobre el teniente Duluth. Las rosas se mencionaban como detalle macabro. Se decía algo de que Eulalia había sido una célebre creadora de muñecos. Casi no se comentaba nada de la vida particular de Lina. El último párrafo terminaba con esta siniestra frase:
«La policía ha emprendido una intensa busca por la ciudad, para capturar al teniente Duluth y a una mujer que se cree es su esposa».
Me entró un miedo repentino al terminar de leer la columna. No recuerdo haber sentido jamás un miedo verdadero. Como el que sentí entonces, desde luego que no. Me había sobresaltado docenas de veces en el Pacífico, cuando se aproximaba un avión enemigo o cuando avanzaba contra nosotros, sobre las aguas, algún torpedo. Pero a todo el mundo le pasa lo mismo. Esto era distinto. Me sentía como la zorra que lleva a los sabuesos detrás. Aquella impresión fue mala, pero afortunadamente no duró mucho.
Íbamos a encontrarnos con Célida. Ella podría contar la verdad. Todo iba a arreglarse.
Entonces Iris vio la columna. Se inclinó sobre mí y leyó la noticia. Apretó los labios. Me miró enseguida y me puso la mano sobre la manga.
—Ha empezado la caza —dijo.
No creo que hubiera podido hacer otro comentario.
Mi mujer se puso a mirar distraídamente por la ventanilla. Al cabo de un momento dijo al tiempo que señalaba aquel lado de la calle del Mercado:
—Mira, Peter, allí está la oficina de Hatch y William.
Mientras el coche pasaba tuve el tiempo necesario para ver WILLIAMS & DAGGET DETECTIVES PRIVADOS escrito en letras doradas a través de un par de ventanas altas en un edificio de oficinas. Hubo en aquellas palabras algo que me ayudó a conservar la serenidad. Después de todo no estábamos completamente solos. Por lo menos dos de los ciudadanos más arraigados de San Francisco trabajaban con nosotros.
Las dos niñas del caramelo decían:
—¿Verdad que no es así?
—Para mí es lo mismo.
La mujer de color, apoyada en su cesto, miraba al espacio. La luz del sol iluminaba la pipa del viejo. Enseguida se detuvo el tranvía.
—Aquí tenemos que bajar —dijo Iris.
Y bajamos.
El estadio Lorenzano ocupaba el otro lado de la calle. Era uno de esos grandes edificios, sin orden ni concierto, que se hacen en las ciudades y que luego hay que usarlos para algo. Al disponernos a cruzar la calle empecé a darme cuenta de que todo había cambiado desde que leí la columna del periódico. No estaba asustado, pero en cambio estaba mucho más alerta. Hubiérase dicho que el peligro había perfeccionado la agudeza de mis sentidos. Pude ver a un policía entre la multitud —cosa que normalmente no hubiese notado—, y en ese mismo instante observé que nos miró y se alejó indiferente. Mis oídos desmenuzaban el murmullo general de la calle en sonidos y voces individuales. Incluso mis pies estaban en guardia; listos para entrar en acción en cuanto mis ojos dieran la señal de alarma.
Mezclados entre la multitud subimos por la escalinata de piedra hasta la entrada del estadio.
—¿Cómo son las localidades de este circo? —pregunté—. Supongo que se compran las entradas y luego cada cual se sienta donde le parece.
La gente se apiñaba en el vestíbulo. Había niños por todas partes. Niños pequeñitos con muñecos al brazo. Niños con los ojos radiantes de curiosidad. Niños cogidos de la mano de su madre. Niños sin madre. Niños ruidosos. Niños buenos. Recién nacidos, solemnes en brazos de sus progenitores.
Allende las puertas giratorias se oía gritar:
—¡Cacahuetes, cacahuetes tostados y calentitos! ¡Naranjada fresca y refrescante, naranjada!
Se sentía un indefinido olor a circo, a serrín y a animales, y una excitación indefinidamente quimérica. No importa dónde esté un circo. Todos los lugares son iguales cuando el circo se instala. Que estuviéramos en Nueva York, Baltimore, Dubuque o Iowa, no importaba. Estábamos en el circo.
Algo en mí respondió a su excitación, como si todavía llevara pantalones cortos. Siempre siento lo mismo cuando voy al circo. Incluso entonces, con la policía buscándonos y un asesino acechando a Célida, experimenté la misma emoción.
Saqué sillas de pista en la taquilla. No había necesidad de haber comprado localidades tan caras. Bien sabía Dios que nuestras oportunidades de ver el circo eran pocas. Pero me dominaba el ánimo del circo.
Pasamos por los torniquetes empujando como los demás. Los niños chocaban contra nuestras piernas y gritaban pidiendo cacahuetes y caramelos. Todo el mundo estaba alegre y expectante. Me rodeaban docenas de periódicos, pero casi todos iban apretados debajo del brazo. Observé que, sin querer, habíamos escogido el lugar perfecto para pasar inadvertidos. Todo el mundo tenía la cabeza llena de cosas inocentes; de payasos, acróbatas, elefantes. Nadie se preocupaba de criminales ni del teniente Duluth a quien buscaba la policía.
Eran las dos y veinte. Dentro de diez minutos iba a empezar el espectáculo más grande de la tierra. Frente a nosotros había uno de esos portales que dan acceso al circo propiamente dicho. Vendedores de cacahuetes con chaquetillas blancas se mezclaban entre la multitud. También había gente que vendía programas.
Compré uno. Lo leí rápidamente buscando el anuncio del número de Célida. Con gran alivio para mí supe que la danza de los pájaros coronaba la segunda mitad del espectáculo. Todavía teníamos tiempo.
—¿Qué haremos? —preguntó Iris.
Una escalera de piedra, situada a nuestra izquierda, llevaba a un sótano. Un cartel clavado en la pared anunciaba: OTRAS ATRACCIONES.
Andando contra la corriente humana me dirigí hacia allá con mi mujer.
—Allí abajo estarán los animales y los aparatos. Probablemente, metiéndonos por ahí encontraremos algún paso para llegar a los interiores del circo.
La escalera estaba desierta. Como el espectáculo iba a empezar en seguida, todo el mundo afluía a la pista. Mientras bajábamos oímos en el sótano los gritos de los loros y el estrépito de las voces de los animales. Llegamos abajo.
La primera habitación estaba dividida en compartimientos, donde se exhibían las Maravillas del Mundo: la mujer gorda, el hombre gigante, la mujer serpiente, la sirena. Por el arco abierto al fondo de esa habitación pude ver los animales.
Empezamos a pasar por delante de los compartimientos. Exceptuando a dos niños, éramos los únicos visitantes del lugar, de modo que las Maravillas del Mundo aprovechaban aquellos momentos para solazarse. El hombre gigante paseaba fuera de su compartimiento comiendo un bocadillo de jamón y bebiendo cerveza en compañía de la mujer tatuada. Paseando junto a nosotros, fumando cigarrillos y charlando como cotorras, iban la mujer más gorda y una enanita de cabellos dorados.
—Esa maldita mujer serpiente —estaba diciendo la enana— tiene que salir fuera de su compartimiento y empezar a mover la cabeza cada vez que conseguimos atraer a algún grupo.
Dirigiéndome a ellas les pregunté:
—¿Podría decirnos dónde se encuentra la artista Célida?
La señora más gorda lanzó indiferente una espiral de humo y se encogió de hombros. La enana agitó sus rizos dorados y me sonrió despreciativamente.
—¿Célida? Vayan por donde están los animales. Tuerzan a la izquierda junto a los elefantes. Allí hay un pasadizo que lleva a los camerinos. Pregunten allí.
Y siguieron paseando y con su conversación. Oí que la mujer más gorda murmuraba:
—Querida, ésa está sacando los pies del plato. No es tan serpiente como solía ser. No…, ni la mitad. Eso es lo malo.
Apretamos el paso. La mujer tatuada, que se paseaba con el hombre gigante, se volvió curiosa para mirarnos. Por toda vestimenta llevaba unos pedacitos de corcho atados con una tirilla, para lucir la mayor cantidad posible de tatuaje. Al volverse lució su estómago. Sobre él, reluciendo en rojo y azul, entre un ancla y un corazón sangrante, se leía: COMPRE BONOS DE GUERRA.
A buen seguro que ningún artista había servido mejor a la causa de su país con tan abnegada nobleza.
Dejamos atrás el compartimiento de la desvergonzada mujer serpiente y, pasando por el arco, entramos en el pabellón de las fieras.
Los animales estaban desparramados por todas partes, no exhibidos con la selecta catalogación de un zoológico. Los rimbombantes guacamayos estaban chillando y aleteando dentro de una jaula, junto a un pesebre donde las llamas de Sudamérica se mezclaban con aristocrática melancolía con las cebras de África. Una garzota alicaída y un buitre decrépito se miraban en un círculo rodeado de alambre. El Mayor Caimán del Mundo estaba recostado junto a un estanque bajo. Parecía que hubiesen pasado una mala noche de viaje.
Iris señaló hacia delante.
—Ahí están las jaulas de los elefantes.
Pasamos con premura por debajo de otro arco para encontrarnos completamente rodeados de elefantes. Hacinados y al descubierto estaban los enormes y pacientes paquidermos. Algunos resoplaban con sus trompas sobre la paja del suelo. Otros permanecían quietos, de pie. Su aburrida apatía me recordó a las coristas que esperan entre bastidores el momento de dar comienzo al primer número de un espectáculo.
Había un elefante que sin duda alguna era el astro, porque tenía una jaula para él solo. Al acercarnos Iris reprimió un grito. Colgado de la jaula había un cartel con el siguiente anuncio:
EDUARDINA, LA ELEFANTA CAUTIVA
MÁS VIEJA QUE SE CONOCE
—¡Eduardina, la elefanta!
Nos paramos delante del animal que tan misteriosamente había intervenido en nuestras vidas. Era verdaderamente magnífico, con sus patas semejantes a troncos de árboles, el rostro arrugado y sus ojillos atentos. Alrededor del cuello le habían atado una descomunal cinta rosa, lo cual no disminuía su dignidad.
—Si hemos comprendido bien al Barbudo —murmuró Iris—, Eduardina también está en peligro. ¿Por qué demonios ha de estarlo una elefanta?
Miré los ojos de Eduardina y dije:
—Eduardina, la rosa roja y la rosa blanca.
La elefanta alzó la trompa en forma de S inclinada, enderezó las orejas sobre la cinta rosa y resopló.
Al mirarla sentí que me dominaba la desesperación. Eulalia, estaba muerta. Lina estaba muerta. El Barbudo estaba borracho. Faltaba Célida. Cuando por fin habíamos encontrado vivo y sobrio a uno de los principales actores del drama, tenía que ser una elefanta.
—La rosa blanca, Eduardina —dijo Iris cariñosamente—, y la rosa roja.
Desde lejos oímos el ruido de los platillos.
El circo había empezado.
El efecto que le causó a los elefantes aquel ruido de los platillos fue instantáneo. Eduardina volvió a resoplar y a agitar su cinta Sus compañeros, sacudiendo su letargo, empezaron una ruidosa animación. Algunos comenzaron a mover rítmicamente sus grandes cabezas, otros hacían pesados pasos de bailes, varios paseaban la trompa en torno del rabo de sus vecinos. Con ellos estaba haciendo negocio la compañía.
Estaban listos para el espectáculo en la pista.
Tomé del brazo a Iris y la alejé de Eduardina.
—Ven, nena; tenemos que encontrar a Célida.
Había un pasadizo que se alargaba hacia la izquierda, como nos dijo la enana. Aligeramos el paso al cruzarlo y nos encontramos cerca de una de las grandes puertas que daban a la pista. Se impuso una feroz actividad en cuanto el desfile de apertura inició su procesión triunfal hacia el polvo de serrín, rojo, blanco y azul, de la pista. Payasos y titiriteros con trajes llamativos pasaron corriendo y brincando delante de nosotros. Detrás de ellos iba una formación de caballos marcando el paso en alto y zarandeando jinetes fantásticos. Caras enormes pintadas como globos se agitaban hacia delante y hacia detrás mezclándose con hombres montados en zancos y otros disfrazados con extrañas cabezas de animales, hechas con cartón. La banda tocaba una marcha mientras que los apiñados espectadores atronaban el espacio con sus aplausos. Un perro, vestido con un delantal, pasó cuidadosamente junto a mí andando sobre sus patas traseras y llevando en la boca un platito con una taza de café.
Nos metimos entre el bullicio. Me dirigí a un titiritero y le pregunté:
—¿Dónde está el camerino de Célida?
El hombre apuntó hacia atrás.
—Vaya por ese corredor; doble primero a la izquierda y luego a la derecha; es la tercera puerta.
Luchando contra el desfile nos metimos en el corredor. Torcimos a la izquierda y entramos en un pasadizo desierto con puertas a cada lado. Volvimos a doblar a la derecha y nos detuvimos frente a la tercera puerta.
Golpeé la puerta cerrada. No se oyó ruido alguno en el interior. Volví a llamar.
Iris dijo muy nerviosa:
—¡Ay, Peter! ¿Te parece que…?
—Probablemente seguirá siendo la novia del Mr. Annapopaulos —repuse—. Después de todo, aun falta mucho tiempo para su número.
Abrí la puerta y juntos entramos en el camerino de Célida.
Era un aposento provisional. Una mesa de tocador portátil y un espejo se apoyaban contra la pared. Alrededor, docenas de radiantes fotografías de Célida Rosa demostraban su narcisismo. Un ropero, con las cortinas a medio cerrar, dejaba entrever una serie de pantaloncitos rosas, lilas y amarillos adornados con lentejuelas y plumas de ave. Olía a rancio y a cremas de tocador.
Estos detalles los observé mecánicamente. Lo que más me llamó la atención fue un florero sobre una mesa rinconera, en el que había un hermoso ramo de rosas rojas.
—También rosas para Célida —exclamó Iris.
Corrimos junto a las flores. La caja en que las habían mandado estaba junto a ellas, sobre la mesa. Prendida al tallo de uno de los capullos había una tarjeta del florista. Escritas en esa tarjeta, con letra fina y elegante, se leían las siguientes palabras:
Acuérdese de Gino Forelli. Esto es sólo para advertirla.
Manuel Gatto.