10

Con el uniforme en la mano me quedé como clavado en el suelo. Iris me miró estupefacta. Vino junto a mí. Miró dentro del ropero y vio el otro uniforme colgado.

—¡No puede ser! —exclamó.

—Es el mío —repuse—. Cada cual conoce su propio uniforme.

—Te digo que es imposible.

Entonces levanté los pantalones y le mostré el siete. Movido por un presentimiento examiné la manga derecha de la chaqueta. Una mancha oscura, todavía fresca, ensuciaba el puño. Eso confirmó mis temores.

—Incluso hay sangre en la manga —dije.

Iris miraba la mancha, sin poder hablar. No podía censurarla.

—Pero, Peter, viste que el asesino de Lina lo llevaba puesto.

—Iba en automóvil. Tuvo, pues, tiempo de sobra para volver a su casa, dondequiera que sea, mudarse y traer el uniforme aquí antes de que yo regresara en el tranvía.

—Pero…, pero…, ¿cómo ha podido entrar?

También me lo había imaginado.

—Se me olvidó decirte que en el bolsillo había una llave de la habitación. Es decir, nosotros teníamos dos llaves. Me llevé una al baño turco, pero no se me ocurrió depositarla con mis objetos personales. Estaba en el uniforme cuando el hombre del ceceo me lo robó.

Me puse a rebuscar en los bolsillos del uniforme. La llave no estaba.

—Entonces tienen una llave de nuestra habitación. Pueden entrar cuando les dé la gana —dijo Iris.

Me dirigí a la puerta. Tenía un botón que actuaba como cierre de seguridad. Le di una vuelta. Por lo menos impediría que nos mataran mientras dormíamos.

Miré fijamente a mi mujer. Las rosas y los cocos no estaban satisfechos con haberme cargado con sus crímenes. Tenían el descaro de entrar y salir de nuestra habitación como si fueran los dueños de nuestros cuerpos y de nuestras almas. Cada movimiento nuestro parecía estar vigilado por aquellos misteriosos criminales. Nos podían manejar a su voluntad, lo mismo que a muñecos; como a aquellas grandes marionetas que Eulalia había imaginado y construido tan perfectamente.

—¿No ves lo que esto supone? —pregunté—. Nuestra historia era bastante increíble. Ahora tenemos que convencer a la policía de que existen dos asesinos, que nosotros jamás hemos visto, los cuales usaron mi uniforme y luego volvieron a colgarlo tranquilamente en nuestro ropero cuando terminaron su faena. —Gruñí—. ¿Puedes figurarte que creerán eso?

—No —dijo Iris.

Estaba demasiado cansado para poder sobreponerme a tantas emociones. Las cosas iban tan mal que bien podían ponerse algo peor. Volví a colgar en el ropero el uniforme manchado de sangre. Bostecé. Iris estaba metiéndose en la cama. La imité.

Lo último que vi antes de apagar las luces fueron las espaldas de los Cupidos. Pero no me parecían provocativas. Lo último que oí antes de sumirme en un profundo sueño fueron los ronquidos estrepitosos del Barbudo que salían del cuarto de baño.

Eso en cuanto a nuestra reunión como marido y mujer.

Me despertó por casualidad un golpe dado en la puerta. Me senté en la cama. Era de día. Iris se movió, abrió los ojos y también se incorporó. El golpe volvió a repetirse junto con la voz de Hatch que llamaba suavemente:

—¡Teniente Duluth!

Miré mi reloj. Marcaba las ocho. De pronto lo recordé todo. Lo mismo le sucedió a Iris. Saltó de la cama, tomó su bata y se la echó sobre los hombros. Me tiré de la cama y fui a la puerta para que entrase Hatch.

—¡Buenos días, teniente!

Hatch llevaba puestos el mismo traje azul y la misma camisa blanca y morada. Parecía que no había dormido mucho.

—William está esperando abajo. —Hizo una mueca fúnebre—. Hasta ahora vamos bien. Le he echado un vistazo a los periódicos. Todavía no se dan noticias de los crímenes.

Mientras Iris se acurrucaba en su bata, con aspecto lastimero, conté a Hatch lo del encuentro de mi uniforme y se lo enseñé. Hatch silbó; de un golpe se echó hacia atrás el sombrero.

—¡Cáspita! —exclamó. Luego, como si quisiera consolarnos, dijo—: No se preocupe por eso, teniente. Por lo menos tenemos al Barbudo ahí en el cuarto de baño. Contando él la historia, usted no tiene que temer nada por parte de la policía.

Sólo esperaba que tuviese razón.

Iris se había levantado de la cama y estaba metiendo los pies en unas zapatillas blancas adornadas con plumitas.

Hatch dijo:

—Al Barbudo debe habérsele pasado la borrachera. Vamos a despertarlo.

Nos dirigimos los tres al cuarto de baño. Abrí la puerta. Entramos y nos quedamos mirando la bañera.

Allí había un baño en perfecto estado. Pero solamente un baño.

Dentro no había nadie.

La suerte me había dado tantos golpes, que bien pude haber aguantado este otro. Pero no me fue posible aceptarlo, y a Iris tampoco. Ambos proferimos un mismo grito de angustia:

—¡Se fue!

Hatch no dijo palabra. Inspeccionó el cuarto de baño vacío; y luego, entrando en el dormitorio, empezó a buscar desesperadamente debajo de la cama y en el ropero.

—Tenían una llave —dijo por último—. Deben de haber entrado mientras ustedes dormían y lo han secuestrado.

—Le di la vuelta de seguridad a la cerradura —dije—. Nadie ha podido entrar en la habitación. —Pero en seguida recordé que cuando hice pasar a Hatch, poco antes, había abierto la puerta sin tocar el botón de seguridad—. El Barbudo ha debido de marcharse por su propia voluntad. Se habrá despertado, no le habrá gustado el aspecto de nuestro cuarto de baño y se habrá ido.

Hatch se dirigió a mí. Antes nunca lo había visto enfadado; pero estaba realmente furioso.

—¿Quiere decir que no tuvo la precaución de encerrarlo?

Balbucí:

—No…, no…, no pensamos… Estaba dormido. Me figuré que la borrachera le duraría varias horas.

—¿Y no lo registraron mientras dormía, para averiguar su dirección o algo?

Con voz todavía más débil respondí:

—No se nos ocurrió.

—De manera que no se les ocurrió —vociferó Hatch—. ¿Qué les pasa ahora? Están en peores circunstancias que si se hubieran presentado a la policía cuando encontraron el cadáver de Eulalia. Lo acusarán del asesinato de Eulalia. Lo acusarán del asesinato de Lina. Está tan ahogado que ni siquiera le quedan fuera las orejas. Esto lo hizo para atrapar al Barbudo. Lo atrapó, pero lo deja escapar. —Se encogió de hombros con gesto desesperado—. Ahora, presentarse a la policía es tan disparatado como afeitarse la cabeza o rajarse los pantalones. ¡Mi primer asesinato —gruñó—, y voy a dar con unos clientes como ustedes!

No teníamos excusa ninguna que presentar. Hatch tenía razón.

—Perfectamente —dije—. Sólo nos queda una cosa que hacer. Tenemos que volver a dar con el Barbudo.

—Sí, sí —dijo Iris—. No debe de haber ido muy lejos. Puede que lo haya visto alguien en el vestíbulo. Vamos a preguntar. Ven, Peter. Ven de prisa. Tenemos que vestimos.

Iris empezó a quitarse la bata. Hatch le puso una mano sobre el brazo.

—Aguarde un momento, señora. —Con rostro muy sombrío nos miró primero a ella y luego a mí—. Tenemos que volver a dar con el Barbudo. Eso es tan obvio que no hay insistir. Pero ahora resulta que en cualquier momento pueden descubrir alguno de los dos cadáveres. En cualquier momento se van a ponerles a buscar a gritos y por toda la ciudad. Es imposible que a plena luz del día ustedes se lancen a la búsqueda del Barbudo. Tenemos que encontrarlo, desde luego; lo haremos William y yo.

—Pero… —objeté.

—No hay pero que valga. Tampoco pueden permanecer aquí, porque en el registro figuran como el teniente Duluth y su mujer. El gerente llamará a la policía en cuanto sepa las noticias. Están tan seguros aquí como si estuvieran en la cárcel de la ciudad. Voy a decirles lo que tienen que hacer. Sacó una llave de su bolsillo. William y yo tenemos un apartamento en Fillmore. —Me dio la dirección y me entregó la llave—. Vístanse, salgan de aquí en seguida y váyanse al apartamento. No salgan de allí. No se asomen a la calle. No se muevan. Quédense allí hasta que vayamos a buscarlos.

—Pero… —empecé a decir.

—Sí, sí, Peter. Hatch tiene razón —me interrumpió Iris.

Hatch gruñó.

—¡Cuanto antes, mejor! Si damos con la pista del Barbudo les avisaremos. Pero que no se le ocurran cosas extravagantes, teniente; y no se las dé de listo, por favor. Ya ha causado bastantes daños.

Hice una triste mueca.

Hatch se dirigió a la puerta.

—William y yo nos vamos a poner en campaña ahora mismo. —Su opinión de mi persona había mermado tanto que le dijo a mi mujer—: Señora, usted que tiene más sentido común, ¿me comprende? No permita que el teniente vuelva a tergiversar las cosas.

—Iremos a su apartamento, Hatch —repuso Iris—, y nos quedaremos allí.

—Perfectamente.

Hatch se apresuró a salir de la habitación y dio un portazo al marcharse.

Iris y yo nos vestimos y preparamos nuestras maletas en el más perfecto silencio. Me puse el uniforme nuevo y guardé el criminal. También metí en el equipaje la ropa de paisano. Por lo menos tenía algo que enseñarle a la policía. A los pocos minutos abandonamos para siempre la habitación que la extraña Mrs. Rosa tuvo la amabilidad de conseguirnos, y que no nos había traído más que catástrofes.

Siente uno algo especial cuando sabe que la policía va a empezar en cualquier momento a perseguirlo, aunque ignore cuándo ha de llegar ese instante. Para mí, nuestros compañeros de ascensor eran agentes de la policía secreta. Incluso la mirada más casual que se fijó en nosotros mientras cruzábamos el vestíbulo nos produjo una sensación de intranquilidad. Al salir me esperaba cualquier cosa por parte del cajero. Pero todo lo que obtuve fue una sonrisa mecánica y un mecánico:

—Espero que habrá disfrutado de su permanencia en el hotel, teniente.

Tragué saliva y me reuní con Iris. En el vestíbulo no había ni rastro de William ni de Hatch. Probablemente se habían lanzado a la caza del Barbudo. Encontrar en San Francisco unas barbas negras desconocidas iba a ser una ímproba tarea. Procuraba no pensar lo que iba a suceder si fracasaban en su intento.

Fugitivos o no, Iris y yo teníamos que comer. Escogimos un café repleto, donde tomamos un sencillo desayuno a base de huevos y café. A nuestro alrededor la gente sentada en los taburetes o en los compartimientos estaba leyendo los periódicos. Jamás me habían interesado tanto los diarios ajenos. A pesar de que Hatch nos aseguró que no contenían aún noticias relativas a los crímenes, temía que cada trago de café fuera para mí el último como hombre libre.

Sin embargo, en el café no sucedió nada. Tampoco ocurrió novedad durante nuestro paseo hasta la poco atractiva calle Fillmore. Sin ser molestados llegamos al oscuro aposento de dos habitaciones, en la oscura y pequeña casa donde Hatch y William pasaban, al parecer, su modesta y célibe existencia.

Cerré la puerta, por dentro. Seguí a Iris al vestíbulo, tan lúgubre como el rostro de Hatch. Había un teléfono sobre una mesa desvencijada, un sofá de color pardo, una mecedora y un montón de revistas viejas de Confesiones Auténticas. Iris se dejó caer en el sofá. Me instalé en la mecedora. Ella sentada y yo meciéndome, esperamos.

Lo más difícil de hacer en una crisis es no hacer nada, y no había nada que pudiéramos hacer Iris y yo. Ni siquiera teníamos de qué hablar. La situación era tan sencilla… O Hatch y William localizaban al Barbudo o no lo localizaban. Era perder el tiempo y angustiarse mentalmente ponerse a hacer conjeturas del misterio que se escondía detrás de nuestro dilema. Incluso en aquel momento, después de una noche tan histéricamente activa como nadie tuvo jamás, nada sabíamos sobre aquella banda de asesinos que me había escogido como víctima propiciatoria.

La rosa roja…, la rosa blanca…, el coco…, la elefanta…, el pájaro…, el gato. Eso era todo cuanto sabíamos. A menos que nos cantáramos aquel estribillo uno al otro, no teníamos nada que contarnos.

Sólo una vez, después de haber hojeado la segunda revista atrasada de Confesiones Auténticas, intentó Iris sacar una conversación.

—Peter, si no encuentran al Barbudo, quizá pudiéramos localizar a Célida o a Eduardina.

El gruñido que lancé fue más que suficiente para disipar su optimismo. Iris volvió a engolfarse en las Confesiones Auténticas.

Eran cerca de las once cuando vino Hatch. Su voz pareció sarcásticamente sorprendida de que hubiéramos sido lo bastante listos para llegar sin contratiempos al apartamento. Empero, sus noticias eran poco alentadoras. A uno que respondía a la descripción del Barbudo habían conseguido seguirle la pista desde el hotel al embarcadero, donde se encontraron con alguien que les dijo haber visto a dicho individuo embarcarse para Oakland. Hatch no estaba seguro de haber seguido la verdadera pista, pero ellos pensaban tomar la próxima lancha que saliera para Oakland. Después de exhortarme a permanecer oculto y a no impacientarme, se marchó.

En una repisa solitaria colgada de la pared encontré un viejo atlas. El atlas me dijo que la población de San Francisco era de 634.536 habitantes, mientras que la población de Oakland sólo llegaba a los 302.163.

Procuré sacar de aquellas estadísticas el mayor consuelo posible.

A eso de la una, Iris se había sumido en un sopor apático. Después de haber estado meciéndome hasta marearme, empecé a pasear de un extremo a otro de la habitación mientras me fumaba una interminable cadena de cigarrillos.

Por fin dije:

—Amorcito, ya debe de haber salido una nueva edición de los periódicos. Voy a comprar uno, quiera o no quiera Hatch.

Mi mujer se enderezó en el sofá.

—No, querido. En torno a ti se hará toda la publicidad. Es más prudente que vaya yo.

Y negándose a discutir sobre aquel punto, salió. Regresó al poco rato con un ejemplar de la Crónica.

—¿Qué hay? —pregunté.

—No lo he leído, hombre. Sin embargo, me ha parecido sospechoso. Veamos.

Extendió el diario sobre el sofá. Ambos nos sentamos y miramos la primera página, donde se relataban las fatalidades que le ocurrían a la humanidad. Nos la saltamos. No se hablaba de asesinato alguno. Con los nervios menos tensos volvimos la hoja para fijarnos en la segunda plana. Así llegamos hasta las historietas. Dick Tracy estaba metido en un lío espantoso.

Estaba bien que nos recordasen que también los otros tenían sus preocupaciones.

Me levanté del sofá y empecé a pasearme de nuevo. Iris se quedó sentada hojeando indiferentemente el diario. Sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió.

—Eduardina —murmuró medio hablando consigo misma—. Eduardina, la elefanta. ¡La elefanta! —Repitió la palabra con gran excitación. Abrió de nuevo el diario y se puso a hojearlo—. Peter, creo que está claro.

—¿Qué es lo que está claro?

Me acerqué a Iris.

—Cuando estábamos mirando el periódico, hace un momento, vi la noticia, pero no caí en la cuenta.

Buscó cierta página del diario y me la señaló triunfante.

—Mira. Ha sido Eduardina, la elefanta, la que me ha dado la idea.

Miré. En un anuncio muy grande estaban dibujados tres elefantes juntos.

—¿Ves, Peter? La carta de Eulalia para Lina… la leímos mal. La escritura de Eulalia estaba tan confusa que creímos que decía «el coco se abre» y no es así. Lo que escribió, sin duda, fue «el circo se abre».

Escrito con grandes letras negras, encima de los elefantes, se leía:

EL CIRCO MADDEN ESTA EN LA CIUDAD

HOY FUNCIÓN DE GALA

EN EL ESTADIO LORENZANO

—La rosa roja y la rosa blanca están fuera, y el circo se abre —dijo sentenciosamente Iris—. Estoy segura de que es eso, Peter. Estoy segurísima de que la llave de todo está en el circo.

Me estaba excitando.

—Eulalia tenía aquellas marionetas de circo. Es probable que haya en eso algún eslabón. Tal vez Eduardina sea una de las elefantas del circo. Cómo pueda encajar en esto una elefanta de circo, es algo que no me lo imagino, pero…

—Mira, Peter. —El dedo de Iris descansaba sobre una columna al lado del anuncio que enumeraba las principales atracciones del espectáculo. Encabezando la columna estaba escrito: Eduardina, la elefanta cautiva más vieja que se conoce.

Aquello no era todo. Mis ojos recorrieron la columna y se fijaron en otra atracción casi al final de la lista. Por primera vez dábamos en el clavo.

Allí, debajo de Merlín el Mago, se anunciaba: Célida, acróbata de fama mundial, con su asombrosa Danza de los Pájaros.

—Célida…, el pájaro… —dije.

Iris alzó la vista del periódico. Sus ojos centelleaban.

—Ahora no importa que Hatch y William pesquen o no al Barbudo. Célida podrá contarnos la verdad.

—Si vive todavía —añadí secamente. Me disgustaba sofocar su entusiasmo. Pero como Célida parecía estar inscrita en la misma lista criminal en que estuvieron apuntadas Eulalia y Lina, las esperanzas de encontrarla viva me parecieron escasas.

—Tiene que estar viva. —Iris se levantó del sofá y corrió al teléfono. Estuvo dando vueltas a la guía telefónica y luego marcó un número.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.

—Llamo al estadio Lorenzano, ¿qué te crees?

Contestaron y se puso a hablar. No era el número para hablar con los actores. Le dieron otro. Empezó a hablar.

Después de innumerables conversaciones que no conducían a nada, la oí decir:

—Sí, sí. ¿No está ahí? ¿Y no podría decirme dónde puedo encontrarla?… ¿Qué?… ¿Cómo?… ¡Ah, comprendo!… ¡Oh!

Colgó. Se dirigió a mí. Su rostro estaba pálido.

—¿Qué pasa?

—Célida no está. La están esperando para la inauguración de esta tarde. Pero todavía no ha llegado.

—¿No saben dónde se hospeda?

Iris asintió.

—Célida dejó dicho en la gerencia que estaba en el San Antón.

—¡En el San Antón!

—Y eso no es todo. Célida no es más que un seudónimo profesional. En el San Antón se ha registrado con su verdadero nombre. Y ése es…

—¿Cuál?

—El nombre completo de Célida es Célida Rosa.