Me quedé en cuclillas junto al cadáver de Lina Brown, tendido en el suelo del oscuro vestíbulo. El perfume de las rosas blancas impregnaba el ambiente con la nauseabunda fragancia de una capilla ardiente.
Rosas rojas para Eulalia. Rosas blancas para Lina. Un asesino que ceceaba para Eulalia. Un asesino que no ceceaba para Lina. Así que por lo menos había dos criminales. Y ambos se habían vestido con mi uniforme.
Mis pensamientos disparataban. A buen seguro que ninguna misión tuvo jamás un fracaso tan funesto. Me había visto en la imposibilidad de impedir que Lina corriera derecha a arrojarse en brazos de la muerte. Había dejado que la matasen teniendo tan sólo entre el criminal y yo el espesor de una puerta. En la farmacia iban a recordar el mensaje del «teniente Duluth». Cuando encontraran a Lina mi nombre sería el primero que oiría la policía. Y esta vez no contaba con ninguna coartada, porque en realidad había estado en el escenario del crimen. Había caído en una segunda trampa mucho más mortífera que la que me tendieron en el apartamento de Eulalia.
Sintiendo una mezcla de ira y de desesperación vi que el crimen de Lina me asestaba otro golpe fatal. Lina había conocido el secreto de las rosas. Aparte del Barbudo, era la única persona que, diciendo la verdad, hubiera convencido a la policía de que yo no era un mentiroso psicopático. Pero como Lina estaba muerta, no quedaba más que el Barbudo entre mi persona y… el diluvio.
Mientras estas reflexiones giraban en mi cabeza, mi cuerpo se había mantenido instintivamente a la escucha de algún sonido procedente del piso de arriba, o de la calle, que me advirtiera que mi lucha contra la puerta o el grito quejumbroso de Lina habían sobresaltado a la vecindad. Pasaron los segundos, pero nada perturbó el silencio de la noche.
Parecía que se me allanaba el camino. Habiendo fracasado en pescar al asesino en flagrante, por lo menos iba a librarme de la incomodidad de verme atrapado en flagrante yo mismo.
Estando agachado me di cuenta de algo que no había observado antes. La mano derecha de Lina estaba medio cubierta por los pliegues desordenados de su bata, pero se entreveía algo encerrado en ella: el borde de un pedazo de papel que sobresalía entre el satén rosa. Era la carta de Eulalia, desde luego. Me entremetí pensando lo que podría suceder si la encontraban allí.
La retiré del apretón muerto de los dedos. Alisé la carta antes de doblarla y, al hacerlo, mis ojos cayeron sobre una línea en particular.
Lina, existe un peligro terrible para todas nosotras.
¡Para todas nosotras! Aquella frase me hizo arder como la llama al papel. ¿Por qué no habíamos advertido antes ese todas nosotras, Iris, Hatch o yo? Eso sólo podía significar una cosa: que Lina y Eulalia no eran las únicas que estaban en peligro. Había otras mujeres señaladas para morir a manos de una banda inconcebible de rosas y cocos.
Entonces me sentí desfallecer. ¿Iba a haber una sucesión infinita de tenientes Duluth rondando criminalmente por las calles de San Francisco? ¿Nunca iba a terminar?
Y, como si las cosas no fuesen bastante malas, me vino otro pensamiento. Antes de la muerte de Lina mi situación era bastante crítica, pero mantenía el pensamiento alentador de que el robo comprobado de mi uniforme en los baños turcos era algo definido y capaz de apoyar mi historia. Pero cuando me encontraba mucho más complicado en el asunto vi con alarmante claridad que incluso este único puntal se bamboleaba. ¿Qué iba a decir si la policía opinaba que preparé el episodio del robo del uniforme como un ardid ingeniosísimo para despistar? El soñoliento portero no había notado que entrase vestido de teniente. Bien pude, pues, haber entrado en los baños de paisano y quejarme luego de la pérdida completamente ficticia de un uniforme.
Si la policía llegaba a pensar aquello, ningún poder, humano o no, impediría que me detuvieran como doble asesino astuto y maniático.
En tal situación sí que estaba arreglado.
Me levanté y guardé la carta de Eulalia dentro del bolsillo interior de mi chaqueta. Hice un esfuerzo por serenarme. No era fácil. El Barbudo sabía lo de Lina. Muy bien. El Barbudo sabía lo de toda esta otra gente. No había puesto mi mano sobre este arado. Me la habían encadenado a él. La hora de retroceder había pasado.
Miré a Lina. Me estaba acostumbrando a pensar como un criminal. Recordé, con mucho cinismo, que vivía sola, como mujer de un combatiente. Eso significaba que existía la probabilidad de que —igual que a Eulalia— no la encontraran por lo menos hasta la mañana. Tendría que abandonarla, por supuesto. Esto no lo dudé ni un instante. Pero teniendo un poco de suerte, aun disponíamos de bastante tiempo.
Tal vez, cuando regresara al hotel, Iris estuviera en la habitación 624, y el Barbudo hubiese contado todo. Tal vez pudiera presentarme a la policía con alguna historia medio admisible antes de que se descubrieran los crímenes.
¡Tal vez!
Dirigí una última mirada a Lina, a la pobre y pequeña Lina, cuya misma prudencia la mató. Parecía tan flexible e irreal como cualquiera de los muñecos de Eulalia. Aun estando afligido por mí mismo, sentí mucha mayor pena por ella. ¡Qué mala forma de morir aquélla…, con un cuchillo clavado en el corazón y sin tener a Oliver Wendell Holmes Brown a su lado!
Abrí la puerta de entrada. Me puse a atisbar la oscuridad de la calle. No se oía el menor ruido. Cerré la puerta. Subí de puntillas la escalera de hierro y me encontré en la calle desierta.
No era más que un fugitivo de dos crímenes.
Anduve las pocas manzanas solitarias que me llevaban al final de la línea de tranvía, frente al zoológico. Mis peores momentos estaban asociados con los tranvías. Jamás podría mirar con ecuanimidad a uno de tales vehículos. Un coche vacío estaba esperando al final de la línea, a menos de cien metros de la interminable expansión del océano Pacífico. Al principio fui el único pasajero, y cuando el coche empezó a moverse sólo tenía como compañeros de viaje a dos soldados soñolientos.
Por lo menos mi salida de la avenida Wawona no fue advertida.
Pero mientras que el tranvía proseguía rechinando en su interminable trayecto al centro de la ciudad, empecé a sentir los efectos diferidos de la impresión recibida. Me perseguían los grandes ojos negros de Lina y sus manos agitándose. El rotundo fracaso de mi expedición me abrumaba. El radiante rostro de Mrs. Rosa, ahora siniestro, me vino a la imaginación.
Mrs. Rosa… Las rosas. Mis pensamientos se estancaban allí. Una y otra vez revolvieron aquel estribillo sin sentido:
La rosa roja…, la rosa blanca…, el coco…, la rosa roja…, la rosa blanca…, el coco…
Eran las tres menos cuarto en punto cuando llegué al San Antón. Antes de entrar me detuve en la puerta de la calle Geary, donde Cecil Grey me había abordado antes queriendo hacer un plan. De haber tenido éxito, Iris habría conseguido traer al Barbudo a nuestra habitación. Pero aunque mi mujer no hubiese regresado, no me atrevía, vestido con aquel traje culpable de paisano, a pedir la llave de la habitación. Lo más seguro era deslizarse por la escalera hasta el sexto piso y, si Iris no estaba en la habitación, esperarla en el pasillo.
Fuera de algunos soldados y marineros dormidos en los sillones, el vestíbulo estaba vacío. Tuve la completa seguridad de que nadie me había visto entrar y escabullirme por la escalera. Llegué al sexto piso y recorrí de prisa los corredores desiertos hasta la habitación 624. Con gran decepción vi que no se filtraba luz alguna por el montante de la puerta. Procuré abrirla. Estaba cerrada. Di unos golpecitos, pero no obtuve contestación.
Ni Iris, ni Hatch, ni William habían vuelto.
Aunque había fracasado tan desesperadamente en mi propia tarea, estaba completamente seguro de que Iris triunfaría en la suya. Me embargaba una gran ansiedad por mi mujer. ¿Qué iba a suceder si el Barbudo, en vez de estar de nuestra parte, estuviera de la de las rosas y se las hubiera arreglado para despistar a William y secuestrar a Iris? Esta idea encerraba un doble tormento: perder nuestro último posible aliado; y otro peor todavía: peligro para Iris.
Me puse a pasear por el pasillo hasta que el temor de despertar a los demás huéspedes me indujo a retirarme humildemente al cuarto de baño para caballeros, al otro lado del pasillo frente a la habitación 624. Llevaba allí veinte minutos, nerviosísimo, cuando oí fuera unos pasos y el incalculablemente grato sonido de la voz de mi mujer. Era suave, engatusadora; y, cosa que me extrañó, Iris iba como canturreando:
—Ven, minino…, por aquí, miz…, ¡qué buen gatito!
Salí del cuarto de baño para encontrarme con una escena digna de una alucinación de láudano. Mi mujer, pálida y ojerosa, estaba abriendo la puerta de la habitación 624. El Barbudo venía con ella, con la arrogancia del Presidente de un Tribunal Supremo de Justicia, pero… desafiando las leyes normales de locomoción, avanzaba a cuatro patas. Mientras que Iris hacía el gesto de un agente de tránsito, el hombre entró en la habitación adelantando primero una manaza y luego la otra, mientras que su voluminoso trasero le seguía majestuosamente.
El rostro de Iris se tranquilizó al verme.
—Peter, amor mío, gracias a Dios que estás aquí.
Me agarró la mano y, arrastrándome dentro de la habitación detrás del Barbudo, cerró la puerta.
Encendió la luz. El Barbudo alzó la cara y me miró. Aquel rostro solemne, con su majestuosa cosecha de bigotes, resultaba muy mal moviéndose sobre la alfombra.
Tragué saliva y dije:
—¿Qué es esto?
Iris se encogió de hombros, aburrida.
—Así está desde que salimos del ascensor. Cree que es un gatito.
Un gatito…, ¡el gato! Recordé lo que Lina me había dicho.
—Por lo menos lo has traído. Eso es lo principal. ¿Dónde habéis estado?
—Por el barrio chino, de antro en antro. Champaña, champaña y más champaña. —Iris agitó las manos—. Peter ¿qué vamos a hacer con él?
—¿No has conseguido sacarle nada?
—¡Nada! ¡Absolutamente nada! Es inútil. Ni siquiera sé cuál es su nombre. Me dijo que le llamara Minino.
—¡Minino! —dijo el Barbudo gravemente, y empezó a hacer un trabajoso esfuerzo para sentarse sobre sus ancas.
Me parecía fantástico —aunque no había visto nunca a un hombre tan borracho— que no hubiese perdido un ápice de su aplomo de embajador.
—¿Dónde está Dagget? —pregunté.
—¡Oh! Nos ha seguido fielmente. —Iris señaló al Barbudo—. Minino no lo vio. William está ahora en el vestíbulo. Creo que va a esperar a Hatch allá abajo. Luego subirán juntos. —Los ojos de Iris cambiaron de expresión—. Lina no está aquí. Eso… ¿significa que no la has podido encontrar?
Aborrecía tenérselo que decir después de lo que ella había pasado.
—Lina ha muerto.
—¡Muerta! —exclamó Iris—. ¿Quieres decir que la has encontrado muerta como…, como Eulalia?
—Cuando llegué a su casa estaba viva. La mataron en mis propias narices.
—¿Las…, las rosas? —El rostro de Iris revelaba desesperanza.
—Por supuesto, las rosas. Solamente que esta vez eran blancas. Rosas blancas.
—¡Peter!
El Barbudo, que había estado agazapado junto a nosotros se sentó de repente en el suelo dando un golpe.
—Más vale que lo acostemos y nos lo quitemos de encima —dije impaciente—. No puedo soportar que las barbas anden rodando por la alfombra.
Entre los dos nos arreglamos para levantarlo y echarlo sobre la colcha encarnada. Pareció gustarle. Se acurrucó contra las almohadas, dio un suspiro y cerró los ojos.
Iris vino hacia mí y me acarició ambas manos.
—Ahora, querido, cuéntamelo todo. No te preocupes. No puedo sentirme peor de lo que estoy.
Entonces le narré la desdichada historia de la avenida Wawona, sin omitir el detalle del retrato de Mrs. Rosa y todo lo demás. Mi mujer escuchaba atentamente. Cuando terminé, dijo:
—De manera que hay dos asesinos.
—Por lo menos dos. Probablemente habrá una docena, una veintena o una centena.
Iris me rodeó con sus brazos.
—No debes afligirte, Peter. Has hecho lo que has podido.
—Sí…, ¡vaya lo que he hecho! —repuse con voz tétrica—. Lina ha muerto. Ahora estoy más comprometido con la policía. Y eso no es todo. Hay otras personas en peligro. Eulalia y Lina no eran las únicas.
Ambos contemplamos al Barbudo.
—Él es ahora nuestra única esperanza —dijo Iris.
Unos párpados pesados cerraban los ojos del borracho, que yacía cómodamente de espaldas sobre la colcha encarnada, y con los brazos flojos a su lado y la boca entreabierta.
—¡Que se vayan al infierno los guantes de seda! —dijo Iris de pronto.
Se inclinó sobre la cama; agarró al Barbudo por los hombros y empezó a sacudirlo con una exasperación que debía de estar latente en ella desde que salieron juntos del Quimono Verde.
El Barbudo entreabrió los ojos.
—Escuche…, tiene que escuchar —decía Iris sin dejar de zarandearlo apasionadamente—. Lina ha muerto. Eulalia ha muerto. La rosa roja y la rosa blanca. Alguien ha matado a Eulalia Crawford y a Lina Oliver Wendell Holmes Brown.
El Barbudo pareció comprender. Sus ojos se despejaron. Sus bigotes asumieron la mayor gravedad del mundo. Abrió la boca.
Iris le quitó las manos de los hombros. Ambos nos inclinamos sobre él, con los nervios tensos.
—Sí, sí —suspiró Iris—. Dígalo.
Puso la cara más cerca de las nuestras. Su boca se abrió mucho más.
—¡Miau! —exclamó.
Luego se echó a reír con una risita de muchacha.
Iris pegó un zapatazo en el suelo.
—Tiene que ayudarnos. A Eulalia y a Lina las han matado.
—Eulalia, Lina… —repitió el Barbudo.
—Siga… Eulalia, Lina…
El Barbudo levantó una mano grande y se puso a medir solemnemente un compás musical en el aire.
—Eulalia, Lina… Célida, Eduardina —dijo—. Eulalia, Lina… Célida y Eduardina.
—Sí, sí —exclamó Iris—. Siga. ¿Hay también peligro para Célida y Eduardina?
—Eulalia, Lina… Célida, Eduardina.
Iris me miró triunfante.
—¿Quién es Célida, Minino? —preguntó—. ¿Quién es Célida?
El Barbudo la miró.
—¿Célida?… Un pájaro.
—¡Un pájaro! —gimió Iris—. ¿Y Eduardina?
—Una elefanta —dijo prontamente el Barbudo.
Volvió a cerrar los ojos. Suspiró. Bostezó con voluptuosidad. Estiró los brazos. Luego, dando un gruñido de satisfacción, se enrolló de costado, encogió las piernas y empezó a roncar.
Lo agarré por los hombros y empecé a zarandearlo de nuevo.
—¡Minino! —dije—. ¡Minino! ¡Mr. Minino! ¡Gato! ¡Mr. Gato!
Aquello era lo mismo que tratar de exprimir un saco de harina. Los ronquidos subían de la cama en ininterrumpido crescendo. La capacidad de dormir del Barbudo parecía tan extraordinaria como su resistencia para beber champaña.
Evidentemente, el oráculo borracho había pronunciado su última palabra hasta la mañana.
—Célida y Eduardina —repitió Iris.
—Un pájaro y una elefanta —gruñí.
—Debe de haber peligro para Célida y Eduardina, Peter. Cuando dice algo, siempre resulta ser verdad.
—¡Malditas sean Célida y Eduardina!
No me importaba nada más. El misterio no parecía acercarse a la solución. La rosa roja, la rosa blanca, el coco, el gato, el pájaro, la elefanta… Aquello era una sucesión de puertas, una puerta llevaba a otra en una interminable cadena de manicomio.
—¡Malditos sean el pájaro, la elefanta, la rosa y el coco! ¡Que se maten unos a otros y que una turba rugiente me ahorque en el primer poste de luz de la calle como a un asesino al por mayor! ¡Estoy harto!
Iris me dijo con voz que procuraba ser alentadora:
—Querido, ahora no podemos abandonar las cosas. No podemos.
—Sí puedo —respondí. De repente me acordé de las cosas que quise que sucedieran aquella noche, las cosas emocionantes, íntimas, pacíficas, que se merece un marido con licencia estando con su mujer.
Mi indignación, que había estado tanto tiempo al rescoldo, estalló como una bomba cuando vi al Barbudo roncando con todas sus fuerzas sobre la cama…, nuestra cama. Aquel fue el último insulto.
—¡Y sobre todo…, maldito sea este endemoniado Barbudo!
Agarré por los hombros al ebrio dormido y lo arrastré fuera de la cama. Miré alrededor y, medio empujándolo, entré con él haciendo eses en el cuarto de baño. Lo alcé en mis brazos y lo metí dentro de la bañera.
Fue a quedar descansando sobre la espalda. Moviéndose lentamente, en su sueño de borracho, cruzó los brazos sobre el estómago. Parecía un cadáver tendido sobre una losa de mármol.
Pero pareció gustarle el sitio. Los ronquidos continuaron su rapsodia sinfónica. Algún sueño de sátiro sacudía su barba con una desvergonzada sonrisa.
Cerré de un portazo el cuarto de baño, y conseguí amortiguar el estrépito de los ronquidos. Iris estaba colgando su capa de zorros plateados en el respaldo de una silla. Parecía estar cansada. La gardenia que llevaba puesta en la garganta se había ennegrecido alrededor de los pétalos. Se la quitó y la tiró al cesto de los papeles.
—Peter —me dijo—, si alguna vez te dejas la barba, te mato.
Fui hacia ella y la estreché entre mis brazos. Iris me miró con ojos negros y tristes.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Peter? ¿Qué vamos a hacer?
La besé. Y sabiendo que estaba tan próxima a desfallecer me volví a poner enérgico y agresivo. Estaba desesperadamente complicado en dos crímenes, pero tenía fuerzas suficientes para luchar.
—Saldremos del atolladero de alguna forma, amor mío. Si crees que vamos a permitir que un puñado de rosas y animales nos venzan, estás loca.
Aun siendo débil, aquel desafío hecho a la suerte pareció contentarla. Se sonrió.
—Sí —dijo. En sus ojos se reflejó una mirada lejana. Dulcemente cantó—: Que caiga la lluvia y soplen los vientos, podremos a los bastardos sangrientos.
Me quedé mirándola.
—¿Te has vuelto loca?
Movió la cabeza.
—No, querido. Eso es algo que leí en un libro, siendo niña. Me fascinaba. Eulalia y yo pasamos un verano entero recitándolo junto a una parva de paja en la finca del abuelo. —Hizo una mueca retorcida—. ¡Pobre Eulalia! Los bastardos sangrientos se apoderaron de ella, ¿no te parece?
Se oyó un golpecito en la puerta y la voz de Hatch diciendo en tono ronco:
—¡Hola, teniente!
Abrí la puerta. Hatch entró seguido por la silenciosa y paciente mole de William Dagget. A pesar de las malas noticias que tenía que darle, fue para mí un gran alivio ver al jefe, que parecía casi contento.
—¡Bueno! —dijo—. He estado un rato en la jefatura de policía. Todavía no saben una palabra de Eulalia. Lo cual quiere decir que por lo menos estamos seguros hasta la mañana. —Se dirigió a Iris—. William me ha dicho que ha traído al Barbudo. ¡Magnífica hazaña, señora! —Miró alrededor del aposento—. ¿Dónde está?
Iris señaló con un ademán el cuarto de baño.
—Escuche —dijo ella—. Está dormido dentro de la bañera.
—¿No le ha sacado nuevas informaciones?
Mi mujer movió la cabeza.
—Únicamente aquí. Ha dicho dos nombres más: Célida y Eduardina. Hatch, creo que también están en peligro.
—¿Dos más, dice? —El rostro de Hatch se puso grave. Pronto se dirigió hacia mí—. ¿Dónde está Lina? ¿No ha conseguido traérsela?
—No —dije—. Me fue imposible encontrar un ataúd manejable.
Me había acostumbrado a contar la historia de Lina Oliver Wendell Holmes Brown. Se la conté a Hatch. Él y William Dagget me escuchaban con expresiones de incredulidad y asombro.
Cuando terminé, Hatch se sentó en el borde de la cama y se echó hacia atrás el sombrero.
—¡Caramba! ¡Caramba! Esto lo pone en un verdadero aprieto.
—No se preocupe; estoy listo para cualquier cosa. Cuando me sienten en la silla eléctrica ni siquiera me quemaré.
Iris miraba anhelosamente a Hatch, como si tuviera gran fe en su habilidad para salvar las situaciones desesperadas.
—Hatch, ¿le parece que Mrs. Rosa está complicada en el asunto?
Hatch se quedó un momento sentado en silencio. Luego estiró las manos con un gesto que demostraba contrariedad.
—Debe haber algo de lo que dice, señora.
—Y en cuanto a Célida y Eduardina, ¿cómo vamos a averiguar quiénes son? ¿Cómo vamos a procurar salvarlas?
—Eso mismo digo yo. —Hatch se inclinó hacia delante y apoyó las mandíbulas sobre los puños—. Veamos —dijo—. He sido un desertor o un ambicioso. Me puse a su lado. Hice lo que pude. Pensé que estábamos haciendo lo que teníamos que hacer. Pero ahora… —Se encogió de hombros—. Hay dos mujeres más en peligro. Lina, muerta. El Barbudo, borracho. El teniente, complicado en otro crimen. Señora, creo que me conviene más volver a los tiempos modestos. Me parece que no estoy a la altura del crimen.
Parecía tan abatido que Iris fue hacia él y le puso la mano sobre el hombro.
—No se desanime, Hatch, ha hecho lo que ha podido.
—Sí. Y mire dónde nos ha llevado.
Incluso los Napoleones de este mundo parece que tienen sus momentos de incertidumbre. Sin embargo, Hatch se sobrepuso en seguida. Se levantó de la cama. En su boca se dibujó una triste sonrisa. Permaneció de pie en su postura preferida de futbolista, con las piernas abiertas y las manos en las solapas.
—Escuche dijo. —Estamos en el fondo de un abismo. Tenemos que salvar la situación. Esta Célida y esta Eduardina puede que sean otras dos mujeres en peligro, o tal vez sólo sean pura invención del borracho. Sea lo que fuere, lo cierto es que no vamos a poder hacer nada por ellas. Así que…, olvidémoslas. Concentrémonos en nosotros mismos. Tenemos al Barbudo. Dentro de un par de horas, cuando se le haya pasado el sueño del champaña, estará lo suficientemente sobrio como para hablar. Somos cuatro: usted y el teniente, William y yo. Muy bien. Vamos a mantenernos bien unidos. Vamos a respaldarnos unos a otros. Llevaremos al Barbudo a la jefatura de policía. Lo declararemos todo. Así tendremos una buena oportunidad para sacar al teniente de un apuro serio. ¿Qué les parece?
—Me parece muy bien —dije—. Creo que es lo mejor que podemos hacer.
Hatch miró su reloj.
—Son las cuatro y cuarto —murmuró—. Con un poquito de suerte, ninguno de los dos cadáveres será descubierto antes de las nueve, lo más temprano. El Barbudo necesita dormir unas cuantas horas. William y yo descabezaremos el sueño por algún rincón. Todos necesitamos un poco de descanso. Ustedes dos se meten en esa cama y procurarán dormir. William y yo volveremos por aquí a eso de las ocho. Despertaremos al Barbudo. Luego iremos a presentarnos a la policía.
—¡Magnífico! —exclamé.
Hatch me pasó la mano por el brazo y me hizo de mala gana una mueca de aprecio.
—Por lo menos puede descansar, teniente.
Haciéndole una triste inclinación de cabeza a Iris, salió al pasillo. Dagget salió tras él.
Cerré la puerta y volví junto a Iris. Del cuarto de baño aun salían ronquidos.
—Por lo menos, tendremos algo que contar de este cumpleaños —observé—. No lo vamos a olvidar nunca.
—Ni nosotros ni nadie —suspiró Iris—. Va a perpetuarse de generación en generación.
Estaba tan cansado que incluso la modesta perspectiva de cuatro horas de sueño me era inmensamente agradable. Iris bostezó y empezó a quitarse su negro traje de noche. Me despojé de la chaqueta de mi desafortunado traje de paisano y la tiré al suelo. Me quité los pantalones maldiciendo para mis adentros a la rosa roja, a la rosa blanca y al coco, por haber elegido como disfraz mi uniforme para cometer sus fechorías, y también arrojé aquella prenda al suelo. Pero, sólo porque en la marina me lo habían enseñado así, recogí el traje y fui a colgarlo en el ropero.
Abrí la puerta. Levanté la mano buscando una percha. Pestañeé. Volví a pestañear. Luego me pareció que el mundo entero se desplomaba, atronándome los oídos.
Mi uniforme nuevo estaba colgado allí, donde lo puse cuando me vestí con el traje de paisano. Pero no colgaba solo. Junto a él, suspendido primorosamente del travesaño del ropero, había otro uniforme de teniente de marina.
Con la mano tan temblorosa como la del que se emborracha con aguardiente saqué del ropero aquel segundo uniforme. Separé los pantalones y examiné la pierna izquierda.
Justo a unos quince centímetros del borde vi el conocido siete.
Me sentí enloquecer. Aquello parecía imposible. Pero allí estaba en realidad.
Mi uniforme robado había vuelto para dormir en su percha, como el pollito más indeseable.