8

En menos de diez minutos estuve de nuevo en el Hotel San Antón. Una vez lejos del sortilegio del terco optimismo de Hatch, se apoderó de mí la urgencia como una banda de furias. Era muy fácil para Hatch decir con soltura que había que llevar a Lina al hotel. Pero el factor principal era el tiempo. Habían transcurrido por lo menos tres horas desde el asesinato de Eulalia. Le había dado a las amenazantes rosas y cocos tres horas preciosas para realizar su ataque contra Lina. En cualquier minuto alguna figura tenebrosa, llevando el crimen en su corazón, podría tocar el timbre de la puerta de la mujer que no era posible que se llamara Lina Oliver Wendell Holmes Brown, vecina de la casa número 3862 de la avenida Wawona.

Me espantaba tener que tomar el tranvía, porque después de medianoche los tranvías son escasos; tardan muchísimo en llegar, y la avenida Wawona, situada cerca del Pacífico, en los linderos del zoológico Fleishhacker, estaba muy lejos.

El temor confuso de que la policía hubiera encontrado el cadáver de Eulalia y me estuviera esperando resultó infundado. Nadie se fijó en mí cuando crucé presuroso por el vestíbulo, que iba adquiriendo una somnolencia trasnochadora. Un ascensorista indiferente me llevó al sexto piso. Entré en la habitación 624; me quité el uniforme y me endosé la camisa blanca y el traje pardo. Dándome cuenta de que me estaba poniendo la ropa de un criminal sentí repugnancia. Pero mi angustia por llegar pronto a casa de Lina hizo que no me preocupase por nimiedad semejante. En pocos minutos me desprendí de mi identificación naval adoptando unos vulgares andrajos civiles. Al contemplar mi extraordinario aspecto en el espejo me vi rodeado por las espaldas de los Cupidos. Luego salí de la habitación y cerré la puerta con llave.

Temiendo que el ascensorista le sorprendiera mi transformación radical bajé los seis pisos saltando los escalones de dos en dos. Iris podía regresar al hotel con el Barbudo antes que yo. Procurando pasar lo más inadvertido posible, fui al mostrador para dejar la llave de la habitación en el casillero. Luego salí del hotel por una puerta de servicio que daba a la calle Geary.

Tenía que ir a pie hasta la calle del Mercado para tomar el tranvía. Vacilé debajo del letrero luminoso del San Antón, al mirar la interminable fila de marineros que pasaba por la calle. No había hecho más que dar el primer paso por la calle del Mercado, cuando me sobresaltó una voz que me llamaba gritando:

—¡Eh, Peter! ¡Peter Duluth!

Se apoderó de mí un terror impulsivo de huir. Pero era demasiado tarde. Sentí que una mano caía sobre mi hombro y otra vez se oyó la voz:

—¡Peter, mira que encontrarte!

Me volví. De pie junto a la portezuela abierta de un automóvil parado había un hombrecillo apuesto, con bigotes rosas, ojos claros y vestido de smoking. Haciendo un esfuerzo lo reconocí como al actor que por espacio de algún tiempo trabajó conmigo en un par de comedias, años atrás, en el Este. Grey, Archie, Cecil. Eso es, Cecil Grey. Un tipo desagradable y voluble. Dicen que tarde o temprano siempre se encuentra uno en San Francisco con los conocidos. ¡En qué maldita ocasión me sucedía eso!

Mientras estaba inquieto, los ojos de Grey, ávidos de curiosidad, miraban de arriba abajo mi traje de paisano.

—Bien, bien… He leído en los diarios que has sido uno de los valientes del Pacífico. —Lanzó una risita—. ¿Qué te ha pasado? ¿Se han cansado de ti en la marina?

No sabía qué decir; pero, afortunadamente, lo dijo por mí. En su rostro se pintó la comprensión y, quedo, muy quedo, me dijo:

—Indagaciones, ¿no es verdad?

Miré el automóvil parado tras él. Tuve la ocurrencia de que Cecil Grey podría resultarme una bendición con disfraz.

—¿Es tuyo el automóvil?

—Ya lo creo. He venido de Hollywood para el fin de semana. —Se rio entre dientes—. La gasolina no es un problema cuando se tienen buenas relaciones.

—¡Magnífico! —dije—. Tengo que ir a un sitio, y he de llegar cuanto antes. —Le dirigí una mirada significativa—. No puedo decir nada. Pero es algo importante. ¿Comprendes?

La boca abultada de Cecil Grey se alargó con una sonrisa encantadora.

—Ya lo creo. Vamos. Sube al auto. —Me hizo un guiño—. Trabajo secreto, ¿eh? Ya verás cuando sepan en Hollywood lo del agente de espionaje.

—No se lo digas a nadie —repuse dándole mucho énfasis a mis palabras—. ¿Entiendes?

Grey pareció más encantado aún.

—Muy bien. Pierde cuidado. Haré lo que quieras.

Subió al automóvil. Seguí a mi compañero y cerré la portezuela.

—¿A dónde quieres ir? —preguntó.

—¿Conoces bien la ciudad?

—Por supuesto. Si me he criado aquí…

Tuve bastante sentido común para no darle la dirección exacta.

—Llévame a la intersección del bulevar del Ocaso y Sloat. Vamos ligero.

—¡A Sloat y Estacas! —Cecil Grey puso el automóvil en marcha. Volvió a reírse entre dientes—. Eso está lejos; allá por el zoológico. ¿De manera que sospechas que una de las jirafas es agente japonés?

Se rió de su propio chiste creyéndolo graciosísimo. Todavía estaba riéndose cuando enfiló por la calle del Mercado y, corriendo por ella, entró en la de Mac Allister para seguir derecho hasta el parque de la Puerta Dorada. ¡Que se riera hasta reventar! Me importaba un comino. Me sentía contento porque iba ganando minutos preciosísimos en mi carrera de obstáculos para llegar a la casa de Lina Oliver Wendell Holmes Brown.

Saliendo de las principales arterias, San Francisco puede considerarse como un lugar desierto. No había casi nadie en la calle cuando pasamos a la carrera por delante de las viejas casas de Mac Allister y llegamos a los umbrosos alrededores del parque de la Puerta Dorada. En Cecil Grey el actor respondía al drama de la situación. Mientras que volaba con el automóvil, dejando atrás al parque para entrar en las anchas avenidas del bulevar del Ocaso, su cara iba adquiriendo esa expresión tan seria de un buen artista de cine. En poco menos de lo que se dice, según mi parecer, detuvo el automóvil al final del bulevar.

—Gracias —dije; y salté fuera del auto.

Cecil se quedó mirándome un momento, sentado frente al volante, como si estuviera armándose de valor para preguntarme si necesitaba un ayudante formal en mis empresas secretas. Por suerte no tuvo ánimo para hacerlo. Dando un pequeño suspiro, hizo girar el automóvil y se fue metiendo barullo por el bulevar oscuro.

Me había reservado unas cuantas manzanas para llegar andando. Hubiera querido no ser tan reservado con Grey, pero no me fiaba de él. Incluso después de haberme conducido a mi destino mucho más deprisa que el tranvía, comprendí que Cecil constituía para mí otra amenaza que me buscaba para el futuro. En cuanto se descubriera el cadáver de Eulalia y los periódicos publicaran mi nombre, Grey sería el primero en presentarse a la policía para declarar que yo andaba vagabundeando por San Francisco vestido de paisano. Cada paso que había dado desde que salimos de la casa de Eulalia me había zambullido más profundamente en una espantosa ciénaga. Ya todo dependía de Lina y del Barbudo.

Me dirigí por el bulevar de Sloat hacia el mar. Nunca había estado de noche por aquellos parajes. El barrio era mucho más solitario de lo que se puede expresar. Unas cuantas casas estaban esparcidas a mi derecha. A mi izquierda, el desierto borde del parque del lago Merced se alargaba en la oscuridad. Andaba de prisa. La avenida torcía y entraba en el mismo parque, de modo que no tuve a mi alrededor más que sombras y los fláccidos esqueletos de los árboles. Del gran parque zoológico, frente a mí, salían de vez en cuando los tristes aullidos de las fieras salvajes, que hacían más siniestro el silencio. Aligerando el paso estuve pronto fuera del parque, torciendo a la derecha, fui a desembocar en la avenida de Wawona.

Se componía esta avenida de pequeñas villas de estilo español. Aquellas casas recién construidas y el aire húmedo de la noche procedente del océano formaban un ambiente de gélida lobreguez. En una esquina, frente a una escura farmacia que estaba cerrada, localicé el número 3862. Más grande que las demás casas, y al parecer también más viejo, el edificio número 3862 estaba construido con ladrillos rojos. Una verja de hierro cercaba un sótano antiguo, mientras que una escalinata de piedra llevaba a una deslucida puerta principal. Parecía ser una antigua residencia señorial, muy estropeada y convertida en casa de pisos.

Subí la escalinata. Había una entrada principal doble: primero una puerta de cristales que daba a un pequeño zaguán mal iluminado, y luego otra puerta de madera que daba acceso a la casa propiamente dicha. Entré en el zaguán, donde un tablero de timbres, con sus correspondientes nombres, demostraba que aquella era una casa de pisos. Repasé los nombres del tablero. No había nadie que se llamara Lina Oliver Wendell Holmes Brown.

Durante un momento, desesperado, creí que mi expedición no había sido más que una grandísima jugarreta del Barbudo. Lina Oliver Wendell Holmes Brown era sólo una ficción de sus taimados sueños de champaña, y el número 3862 de la avenida Wawona una simple dirección dicha al azar.

Luego me acordé del sótano. Corría escalones abajo hasta la calle y, abriendo la puertecilla de hierro de la verja, descendí por una escalera de caracol a la puerta del sótano. No se veía luz alguna en aquel aposento subterráneo. Junto a la puerta, una gran ventana —protegida contra los ladrones por barrotes de hierro— exhibía un par de cortinas blancas.

Clavada en la puerta había una tarjeta. Tuve que encender un fósforo para leerla. Al brillar la chispa de luz experimenté una sensación de alivio.

En la tarjeta estaba escrito: Sargento Oliver Wendell Holmes Brown y Señora.

Oprimí el timbre. Su lamento agudo, que oía desde fuera, me trajo repentinamente a la memoria el recuerdo espantoso del timbre de Eulalia Crawford. El lamento cesó. Volví a llamar. Entonces pareció que alguien acudía con paso ligero y arrastrando los pies. Luego estuve seguro de ello. Los pasos venían en mi dirección. Después se pararon y se encendió una luz en la habitación de la ventana grande.

Los pasos volvieron a dirigirse a la puerta y a detenerse otra vez. Durante un largo y extraño momento nada sucedió. Luego en vez de abrirse la puerta, la voz asustada y chillona de una mujer preguntó desde dentro y con acento extranjero:

—¿Quién es, por favor?

Dije:

—¿Es Mrs. Brown? ¿Mrs. Lina Brown?

—Sí, sí. ¿Quién es, por favor?

Aquellos dos síes me dieron un escalofrío de excitación y disiparon el más negro de mis presentimientos. Por lo menos Lina Oliver Wendell Holmes Brown estaba viva.

Poniendo mi boca junto a la puerta dije:

—Soy el teniente Duluth. Déjeme entrar, por favor. Traigo un mensaje importantísimo. Vengo de parte de Eulalia Crawford.

—¡Oh, sí, sí! —La voz había perdido algo de su temblorosa incertidumbre—. Un momento, por favor.

Se oyó un rechinamiento de metal, como si hubiera puesto una cadena en su sitio. Luego la puerta se entreabrió unos pocos centímetros y su cara se asomó por la abertura. En el vestíbulo no había más luz que el tenue reflejo de la habitación interior. No podía distinguir las facciones de aquel rostro, pequeño y blanco.

Lina Brown se quedó mirándome un instante. Luego, escondiendo su cabeza detrás de la hoja de la puerta, dijo:

—No es el teniente Duluth. —Pronunció aquellas palabras como si le faltase el aliento—. El teniente Duluth es marino. Usa uniforme, como los marinos.

No se me había ocurrido que mi traje de paisano pudiera alarmarla. La puerta oscilaba mientras dudaba si cerrármela o no en las narices.

—Señora, le aseguro que soy el teniente Duluth —repuse vivamente. Lo que pasa es que me han robado el uniforme. Tome, puedo enseñarle mis documentos de identidad.

De mala gana, la cara apareció en el marco de la puerta. Saqué del bolsillo mis papeles y se los entregué. Los recogió con su mano pequeña, semejante a la garra de un ave, y cerró la puerta. Oí sus pasos dentro, probablemente yendo a la luz para examinar mis documentos. A los pocos minutos regresó. Esta vez quitó la cadena a la puerta y la abrió de par en par.

—Muy bien. He leído los papeles. Veo que dicen teniente Duluth.

Entré en el vestíbulo. La mujer dio media vuelta junto a mí, cerró la puerta y volvió a colocar la cadena en su sitio. Por su voz comprendí que tenía miedo; pero, estando solo con ella en aquel vestíbulo, tan oscuro como boca de lobo, sentí su temor cual si fuera una tercera persona invisible revoloteando a nuestro lado.

—¡Venga! —Se apartó al pasar junto a mí y se dirigió hacia una puerta que daba a la habitación iluminada—. Venga, teniente Duluth.

Al seguirla pasé cerca de una mesa oscura, sobre la que apenas se destacaban unas flores blancas dentro de un florero. Pocos pasos me bastaron para entrar detrás de ella en un saloncito, cuyos muebles, muy usados, estaban arreglados con pulcritud casi impresionante.

Por primera vez pude ver a Lina Oliver Wendell Holmes Brown. Debería de tener treinta y tantos años. Era una diminuta italiana, con grandes ojos negros y belleza declinante. Cuando toqué el timbre estaría durmiendo, o por lo menos en la cama, porque llevaba puesta una pequeña bata rosa sobre su camisón del mismo color.

Nos miramos uno al otro. El pánico se reflejaba de tal manera en sus ojos que no me atreví a decir nada por temor de que palabras inoportunas, e incluso un tono de voz inadecuado, la hicieran huir como pájaro espantado. Hatch tenía razón. Había que tratar con infinito cuidado y suavidad a aquella aterrorizada mujer, para persuadirla de que me acompañara al San Antón.

—De modo que Eulalia Crawford lo ha mandado aquí, teniente Duluth —dijo inspeccionándome a hurtadillas.

—Sí —respondí con cautela—. Soy el marido de su prima. Eulalia me ha enviado para prevenirla.

—Sí, sí. —Los ojos negros no se apartaban de mi cara. Sentí que Lina había empezado a desear no haberme dejado entrar.

—Eulalia quiere que sepa… —Hice una pausa—. Quiere advertirla que la rosa roja y la rosa blanca están fuera.

Lina se apretó las manos convulsivamente. En ella el temor parecía ser un dolor físico, como el cáncer.

—Sí, sí, lo sé. Por eso estoy aquí encerrada. El gato me lo advirtió.

¡El gato! La rosa blanca, la rosa roja, la elefanta, el coco… y ahora el gato. Eso era lo que me gustaba del caso; su gran compendio de historia natural.

Me pregunté si el gato era el nombre que le daba al Barbudo. Porque, evidentemente, era quien la había advertido. Sin embargo, ¿qué había de gatuno en él?

Lina continuaba mirándome. Pero como estaba seguro de que no iba a seguir animando la conversación, le pregunté al azar:

—¿Ha visto últimamente al gato?

Movió la cabeza.

—Pero le dijo lo de las rosas, ¿verdad?

—Le dije que sí. —Sus ojos parpadearon—. ¿Para qué me hace esas preguntas? ¿Qué quiere Eulalia?

—Cree que juntas estarán más seguras. Me ha mandado aquí para que la lleve a su lado. —Mentí—. Eulalia está en el hotel San Antón. Tome. —Metí la mano el bolsillo interior de mi chaqueta y saqué la carta de Eulalia. Se la entregué—. Escribió esto.

Lina tomó la carta y se quedó mirándola. Algo iba mal. En lugar de ahuyentar sus sospechas, la carta pareció aguzarlas. Alzó la vista y clavó los ojos en mi rostro.

—Esta carta no está terminada.

No había previsto aquella observación y respondí sencillamente:

—No.

—¿Por qué?

Me era imposible decirle que a Eulalia la asesinaron antes de que terminara de escribir aquella carta y que no podía aventurarme a que echase a correr a la calle en busca del primer policía. Le dije, pues:

—Eulalia sólo quería que viera su letra para que supiera que puede confiar en mí.

—Comprendo. —Añadió vivamente—: ¿Eulalia está en el Hotel San Antón?

—Sí.

—¿Y por qué está allí y no en su apartamento?

—Porque…, porque juzga más seguro permanecer en un hotel.

—Ya, ya.

Despacito, paso a paso, empezó a alejarse de mí hacia la puerta.

—Lina, confía en mí, ¿no es verdad?

—Sí, sí. Me ayudará. —Pero seguía andando hacia detrás mirándome como si fuera una serpiente venenosa.

—¿Tiene miedo de mí?

—¿Por qué había de temerle? Lo estaba esperando. Recibí su mensaje. Me lo trajeron de la farmacia justo antes de cerrar.

—¡Mi mensaje!… Pero… —Me callé a tiempo.

Lina había llegado a la puerta. El temor de sus ojos no lo podía dominar. Se sonrió extrañamente.

—Mis gafas… —balbuceó—. Para leer la carta de Eulalia necesito mis gafas. Las tengo en mi dormitorio. Un momento, por favor.

Diciendo esto salió fuera de la habitación y cerró la puerta.

El pulso me latía con fuerza. Recibí su mensaje. Lo esperaba. Eso era lo que había dicho. Entonces comprendí lo que estaba sucediendo. La muerte de Eulalia se había preparado con una llamada telefónica del «teniente Duluth». Y Lina, aunque no tenía teléfono, había recibido un mensaje similar del «teniente Duluth» enviado desde la farmacia de enfrente. El hombre del ceceo había llamado para decir que vendría de parte de Eulalia Crawford, y Lina creyó en el mensaje. Lo más irónico era que me había permitido entrar sólo porque pensó que era el «teniente Duluth» que había anunciado su visita.

El proyecto criminal se había vuelto a repetir. Solamente que esta vez, gracias a Cecil Grey y a una amable providencia, había llegado a tiempo.

Mi primer impulso fue seguir a Lina al dormitorio y advertirle que en aquel mismo instante, las rosas, o lo que quiera que fuese, venían en camino para matarla. Di un paso hacia la puerta. Luego me detuve. Lina estaba harto asustada, y si aparecía de pronto en su dormitorio con semejante noticia bien podría apoderarse de ella el pánico y echar a correr en busca de la ayuda un la policía. La puerta de entrada estaba bien cerrada y asegurada con una cadena. Mientras que ambos estuviéramos dentro del aposento, a ella nada podría sucederle. Y, jugando bien las cartas, podría capturar al asesino de Eulalia. Por lo que afectaba a mi anómala situación, eso valdría más que un centenar de barbudos borrachos.

Lo que tenía que hacer era esperar, estar listo para cualquier eventualidad y ser lo bastante hábil para hacer frente a lo que pudiera ocurrir. Hatch no tenía mucha fe en mi tacto. Para él yo era un toro metido en una tienda de porcelanas. En aquel momento la tienda de porcelanas podía pasar con un buen toro.

Me sentía casi gozoso.

Para mantenerme ocupado mientras duraba la ausencia de Lina, me puse a pasear por el saloncito. Sobre la chimenea había un retrato de un alegre joven que vestía de uniforme de sargento del ejército. En un ángulo de la fotografía estaba escrito:

Hasta que vuelva al hogar,

Amor

Oliver.

De manera que el sargento Oliver Wendell Holmes Brown estaba en el frente.

Descansando sobre el brazo de un sillón, como si Lina hubiese estado leyéndolo recientemente, había un libro con tapas azules. Lo levanté y leí el título indiferentemente. Era el volumen Crímenes de nuestros tiempos, publicado por John L. Weatherby. Lo abrí al azar y di con un conocido ensayo sobre el caso de Hall-Milis. El estudio de crímenes verdaderos parecía ser un extraño sedante para el sistema nervioso de Lina, tan alterado por el temor. Empecé a hojear el libro, pero lo volví a poner sobre el sillón al notar que en la mesita de al lado había otra fotografía.

Al principio, al mirar aquel retrato, casi no pude dar crédito a mis ojos. Y, sin embargo, no cabía lugar a confusión en aquel rostro simpático, de tez rubia, con su alegre sonrisa.

Mirando desde el marco de plata, en el salón de Lina Oliver Wendell Holmes Brown, estaba la imagen de Mrs. Rosa…, la mujer que aquella tarde nos había cedido su habitación del Hotel San Antón a Iris y a mí.

Mientras contemplaba el retrato, sin acertar a comprender los hechos, llegó a mis oídos al rumor de un automóvil que se aproximaba por la triste y silenciosa calle. ¡Mrs. Rosa! Todo cuanto nos había sucedido en San Francisco encajaba perfectamente en aquella comedia estúpida; sin embargo, nunca pensé seriamente que también Mrs. Rosa estuviera complicada en el asunto. Recordé el sombrero de plumas airosas de nuestra bienhechora y sus explosiones de risa. Aquella risa pareció tan inocente como una ráfaga del viento suave del mar.

Pero ya no me parecía inocente.

El automóvil se detuvo en alguna parte cerca de la casa. No se oía ruido alguno revelador de que Lina regresaba del dormitorio. Aquella alegre fotografía de Mrs. Rosa me atormentaba y me exasperaba. Empecé a preocuparme por Lina. ¿Por qué había de necesitar tanto tiempo para encontrar sus gafas?

Me dirigí a la puerta del vestíbulo que formaba la esquina junto a la reja que daba a la calle. Tras un momento de vacilación puse mi mano sobre el picaporte de la puerta. Lo hice girar. No sucedió nada. Volví a darle otra vuelta. Estaba clarísimo lo que Lina había hecho.

Me había encerrado en el salón.

Al quedarme contemplando la puerta comprendí lo que habría estado figurándose. Me franqueó la entrada creyendo que era el «teniente Duluth» que había telefoneado a la farmacia; pero la falta de mi uniforme, junto con mis desatinadas observaciones, me tornaron sospechoso. Eso lo demostraban sus preguntas cada vez más agudas. Por último el hecho de que la carta de Eulalia estuviera sin concluir y el motivo tan ramplón que aduje para asegurar que estaba en el San Antón inclinaron la balanza en mi contra.

Lina me había encerrado porque llegó a convencerse de que estaba fingiendo ser el verdadero teniente Duluth; y porque o bien era uno de sus enemigos florales o un agente de ellos encargado de llevarla a su presencia.

Me daba náuseas pensar en la ironía de todo ello. Me sentía preocupadísima. Lina había creído encerrar en el salón a su posible asesino, cuando en realidad era su amigo; y, si no me equivocaba, el hombre del ceceo que se hacía pasar por mí, iba a aparecer en cualquier momento con sus mortíferas intenciones.

Agité el picaporte de la puerta. Al hacerlo oí un ruido que me puso los pelos de punta. Alguien bajaba suavemente y de prisa por la escalera de hierro que daba a la calle. A buen seguro que Lina no recibiría visitas ordinarias a tales horas de la noche.

¿Sucedió aquello antes de lo que esperaba?

¿Estaría al llegar el «teniente Duluth»?

Me quedé frío, sin poder mover un solo músculo y pensando en el automóvil que acababa de detenerse en la calle. Los pasos se detuvieron en la puerta de entrada. Hubo un breve momento de silencio. Luego la urgente llamada del timbre sonó en el aposento.

Empecé a golpear con los puños en la puerta cerrada del salón. En el corredor oí los pasos de Lina que salía presurosa del dormitorio.

—¡No lo deje entrar, Lina! ¡Por amor de Dios, no lo deje entrar! —grité.

El timbre volvió a sonar. Los pasos de Lina continuaban avanzando firmemente hacia la puerta.

—¡Lina, no lo deje entrar!

Pero, aunque gritase, comprendí que nada de cuanto dijera haría mella en Lina. Era el villano de la escena. Lina huía de mí, y se dirigía al desconocido que estaba en la puerta, por creerlo su salvador.

Desesperado, pegué con el hombro un formidable empujón a la puerta. La madera era vieja y pesada. La puerta se estremeció pero se mantuvo firme.

Oí cómo sacaban de su gancho la cadena de seguridad de la puerta de entrada y la voz de Lina que decía:

—¿Es usted, «teniente Duluth»? ¡Por fin llega! ¡Venga pronto! Lo tengo encerrado. A uno de las rosas. Un hombre que pretende ser usted.

—¡Lina! —grité como loco—. ¡No lo deje entrar! ¡Han matado a Eulalia! ¡La van a matar a usted!

Mis palabras resultaban inútiles y hueras en aquel triste sótano. Volví a lanzarme contra la puerta. Una vez más se estremeció la madera, pero se mantuvo firme.

Oí un crujido en el vestíbulo cuando Lina abrió la puerta de entrada.

—¡Pronto!… —Su voz temblaba de emoción. Entonces, en el precioso instante en que pudo ver al hombre que aguardaba en el umbral, exhaló un grito agudísimo—: ¡Tú!…

Con suavidad y aspereza al mismo tiempo respondió la voz de un hombre:

—Sí, Lina; soy yo.

Oí aquel y aquel soy lo bastante claro como para darme cuenta de que el recién llegado no ceceaba. De pronto sentí nacer en mí un rayo de esperanza.

Hubo un silencio. Luego salió del silencio un pequeño gemido que se transformó en un hondo suspiro. Un suspiro… y un ruido amortiguado como el de un pequeño cuerpo que cae al suelo.

Por tercera vez me lancé contra la puerta. La cerradura lanzó un gruñido, pero no cedió. Al detenerme, jadeante, oí que la puerta de entrada se cerraba de un portazo y que unos pies subían corriendo por la escalera de hierro, hacia la calle.

Tenía junto a mí la ventana cerrada, cuya parte superior quedaba al mismo nivel de la calle. El espacio entre la ventana y la calle era tan estrecho que la luz de la habitación encendida iluminaba el pedazo de acera como las candilejas de un teatro. Por el rabillo del ojo capté algo que pasaba junto a la ventana. Me volví. Un par de piernas, visibles hasta media pantorrilla, pasaban de prisa. Tan cerca pasaron que de haber estado abierta la ventana hubiera podido tocarlas metiendo la mano entre los barrotes.

Aquellas piernas llevaban puesto un par de pantalones de teniente de marina. Y, en el escaso segundo que las tuve ante los ojos, pude distinguir en la parte baja de la pierna izquierda un pequeño siete.

Aquel hombre que había venido y que no ceceaba llevaba puesto mi uniforme robado.

Preso de la mayor angustia me lancé una y otra vez contra la puerta. Algo más lejos, en la calle, oí arrancar un auto con rechinamiento de engranajes y alejarse con mucho ruido. Por último, un supremo esfuerzo hizo saltar la cerradura y la puerta se abrió de par en par.

Con el hombro dolorido y maltrecho corrí al vestíbulo. Sabía lo que iba a encontrar. Lo sabía con tal seguridad de pesadilla que casi no tuve ánimos para mirar.

La luz entraba por la puerta rota del salón, detrás de mí, y se filtraba a través del oscuro vestíbulo hacia la puerta principal, cerrada.

Lina yacía allí, de espaldas, con su bata de satén rosa flotando vaporosa a su alrededor. El mango de madera de un cuchillo barato sobresalía del camisón rosa debajo del seno izquierdo. Y había sangre…, sangre roja brotando de la herida y empapando la ropa rosa.

Pero la sangre no era lo peor. Aquellas flores que apenas pude apreciar antes sobre la mesa del vestíbulo las habían sacado del florero y estaban desparramadas sobre el pequeño cuerpo allí tendido.

Eran rosas, desde luego. Pero esta vez no eran rojas, sino blancas…, docenas de purísimas rosas blancas.

Corrí hacia Lina. Me arrodillé a su lado. Le toqué la muñeca buscando el pulso que ya no existía.

El perfume de las rosas llegó hasta mí. Los grandes ojos negros de Lina miraban hacia arriba, con expresión de asombro y una fría mirada de terror. Su pequeña muñeca, que presionaban mis dedos temblorosos, estaba caliente.

Pero la mujer estaba muerta. Había visto a bastante gente muerta en el Pacífico para estar seguro de ello.

Me quedé agachado allí. ¿Cuál había sido mi plan? Salvar a Lina y apoderarme del asesino de Eulalia. Me sentí agotado, abatido y completamente inútil.

La rosa roja y la rosa blanca significan sangre.

¡Ya lo creo que significan sangre!