Eran las once y cuarto de la noche cuando entramos en la oscura alameda de la avenida de Colón, que nos llevaba derecho al Quimono Verde. Tuvimos que ir a pie, pero no quedaba lejos. El Barbudo, tan coartado como nosotros por los problemas de transporte, se había visto en la necesidad de continuar su orgía de champaña dentro de una zona limitada.
El barrio chino se las arreglaba para conservar algunos de sus misterios, incluso durante la época de guerra. Los bultos indefinidos que pasaban junto a nosotros en la arboleda se movían con graciosa flexibilidad, indicando así, a pesar de sus ropas occidentales, que pertenecían a otra raza. Un murmullo fortuito de conversación china se filtraba por las ventanas cerradas. En alguna parte un fonógrafo estaba tocando música discordante. Su ritmo, al vibrar en el aire de la noche, convertía la realidad en una ilusión soñadora del viejo Shangai.
De todos modos había encanto, y me sentí reaccionar. La preocupación y el gran peligro personal parecían eclipsarse de nuestra situación para abrir paso a una perspectiva más grata de aventura y amor.
Iris apoyaba su brazo en el mío. Se lo estreché alentadoramente y me devolvió el apretón.
Un farol verde, tiznado, apenas iluminaba. Al acercarnos pude ver que colgaba sobre una puerta grande y pesada protegida por una plancha de metal en la que destacaba la figura de una joven china en quimono.
Hatch abrió la puerta. Un rayo de luz penetró en la oscuridad de la arboleda. Los compases tranquilos del jazz norteamericano, que tocaba dentro una gramola, rompieron el hechizo.
Es imposible transformar en oriental el estilo de un bar. Rotundamente occidental, con muebles de caoba tallada y espejos, se alargaba a un lado del local. Unos cuantos divanes bajos y algunos cuadros chinos descoloridos hacían lo que estaba de su parte para realzar el ambiente deseado. Al fondo un arco, cerrado por una cortina, ocultaba un aposento interior, que sugería misterios más profundos.
Al entrar, paseé la vista por los escasos parroquianos del bar. Con bastante inquietud vi que el Barbudo no era uno de ellos. Un par de marineros muy jóvenes bebían coca-cola, procurando dárselas de pícaros. Un hombrecillo chino se encorvaba sobre un vaso de cerveza. Una rubia, con aire de belleza aburrida, estaba sentada y bebía a sorbitos algo con hielo y agua; tenía a un desdichado chihuahua encaramado en el taburete de al lado. Había otro hombre, vestido de azul oscuro, que, sentado junto a la puerta, nos daba su espalda maciza.
Hatch nos condujo al hombre de la ancha espalda y le golpeó el hombro. El hombre se volvió irritado, pero al ver a Hatch se sonrió ligeramente.
Hatch lo señaló con orgullo.
—He encontrado a mi compañero. Éste es Dagget. William Dagget. Les presento William.
Iris y yo estrechamos la mano de la segunda parte de Williams y Dagget, detectives privados. William Dagget parecía un hermoso y triste buey. Era más joven que Hatch. Tenía ojos negros, grandes y plácidos. Su boca, ancha, masticaba un pedazo de goma con esa misma terca paciencia de la vaca que rumia el pasto. Sin embargo, en su impasibilidad no había suavidad ninguna. Tuve la impresión de que William era un buey que, provocado, podría transformarse al punto en toro bravísimo. Me di cuenta de su musculatura, tan sólida como el sentido común de Hatch.
William Dagget parecía ser hombre de pocas palabras y todavía menos curiosidades. Aunque su compañero lo había mandado para vigilar al Barbudo, lo tomó como cualquier rutina diaria. Indicando con un movimiento de cabeza la cortina que ocultaba el aposento interior, dijo:
—El Barbudo ha permanecido continuamente ahí dentro. Me he quedado fuera para que no vea que lo vigilo.
Iris dio un paso hacia la cortina, pero Hatch tendió la mano y detuvo a mi mujer. Dirigió una rápida mirada alrededor. Ninguno de los demás clientes, ni siquiera el chihuahua, nos prestaba atención alguna.
—Escuchen —dijo con voz baja y conspiradora, como si estuviera dándole instrucciones reservadas a un equipo de futbolistas—; no conviene que el Barbudo llegue a pelearse con nosotros. Los ha visto antes a ustedes. Así que tienen más probabilidad de arreglar el asunto solos. Me quedaré aquí fuera con William, para ayudarles en el momento oportuno. ¿Qué les parece?
Asentí.
La mano de Hatch apretaba aún la de Iris.
—Señora, por el amor de Peter, sea prudente. No lo intimide. Los borrachos suelen ser tan astutos como las mujeres. Procure sacarle toda la verdad. Pero si no puede conseguir otra cosa, por lo menos logre saber la dirección de Lina. Eso es lo principal por el momento.
—Desde luego —dije.
Entonces Hatch soltó el brazo de mi mujer. Fingiendo una completa indiferencia hacia nosotros, se encaramó sobre un taburete junto a William Dagget y gritó al camarero chino que le sirviera un whisky con soda.
La gramola había gruñido y empezado a tocar una versión libre de Espera hasta que brille el sol, Elena. Procurando no parecer conspiradores, Iris y yo nos dirigimos hacia la cortina. Al pasar junto al chihuahua, el animalito alargó su descarnado pescuecillo, medio cayéndose del taburete, para lamer la mano de Iris. Su rubia dueña lanzó un hipido sobre su vaso y, sacando un pañuelo rosa de su bolso, se lo llevó delicadamente a los labios. El chino estaba como absorto en algún profundo ensueño particular. Uno de los marineros jóvenes miró a Iris y pareció quedarse como dudando si atreverse a expresar su admiración con un silbido. Pero, como vio mi uniforme, no se atrevió.
Llegamos a la cortina. La aparté. Casi esperaba encontrar una cueva de vicios infandos. En cambio descubrimos un salón templado, dividido por pequeños tabiques en compartimientos donde unas cuantas parejas, chinas y occidentales, estaban sentadas a unas mesas cubiertas con manteles de dibujos de monedas de diez y cinco centavos. El ambiente de moderada respetabilidad lo realzaban finos floreros llenos de flores artificiales. Probablemente aquella habitación existía para contentar a los que deseaban beber en privado. Así, uno escogía el bar con su ambiente medio chino, o la intimidad sin ambiente chino.
Hubiera sido difícil encontrar un local menos brillante para nuestra decisiva reunión con el Barbudo. A menos que le gustara la clase de champaña que servían en aquel sitio, no me podía explicar por qué estaba allí.
El salón estaba débilmente alumbrado y el humo de los cigarrillos hacía más borroso el cuadro. Paseamos la vista por los compartimientos. En el último rincón vimos al Barbudo.
Fuimos hacia él. Por suerte estaba solo. Al parecer, la rubia con quien Hatch lo había visto decidió lo mismo que la pelirroja anterior: que el champaña solo no era compensación suficiente por sus atenciones de sátiro. Estaba sentado muy derecho apoyando la espalda contra la pared. Junto a las flores artificiales de la mesa que tenía delante había una botella de champaña vacía y otra a medio terminar. Para esa hora, el noventa por ciento de su persona era puro champaña; sin embargo, su aspecto era tan sobrio como el de un juez. Estaba mucho más magnífico que lo que quepa describir. Las palabras no podrían rendir justicia a su barba, que retoñaba tan crespa como el abultado cogollo de una lechuga. Incluso el rojo clavel doble que llevaba en el ojal parecía más fresco que antes.
Al pasar entre las mesas para dirigirnos a él, sentí un hormigueo de excitación. El Barbudo se había tornado un personaje casi legendario. Ignorábamos su nombre. No sabíamos de dónde venía ni a dónde iba. No teníamos la menor idea del lugar que ocupaba en aquellos sucesos locos.
Y sin embargo, mi propio futuro y la misma vida de la tenebrosa Lina descansaban precariamente en la palma de su mano.
Como recordaba sus propensiones lascivas le murmuré a Iris:
—Nena, habla tú. Le gustan las mujeres. Me quedaré en la retaguardia.
Iris asintió. Estaba hermosísima e interesante.
Llegamos al compartimiento del Barbudo. No en balde Iris era actriz. Preparando su rostro con una deslumbrante sonrisa, se inclinó sobre la pequeña separación y, encontrándose con los ojos de él, dijo:
—¡Hola!
Despacio, muy poquito a poco, el Barbudo movió su noble cabeza. Y, lentamente, al mirarla, su rostro se iluminó con una expresión digna del mismo Príapo.
—Preciosa chica —dijo.
Iris se metió en el compartimento y se sentó frente al hombre. Las botellas de champaña y unos ramitos de narcisos artificiales formaban una barrera entre ellos. Me deslicé junto a mi mujer.
Iris se inclinó sobre los narcisos.
—¿No me recuerda? Nos encontramos esta tarde en el San Antón y me confundió con Eulalia Crawford.
Al otro lado de la cortina la gramola tocaba como una loca Espera hasta que brille el sol, Elena. Mientras miraba al Barbudo, me devoraba la ansiedad. Levantó por el pie su copa de champaña y se inclinó hacia Iris. La sonrisa penetró en su barba y la ensanchó.
—No es Eulalia Crawford —murmuró—. Es mucho más hermosa que Eulalia. Más joven. Mucho más preciosa. —Su mano pesada soltó la copa y, pasando entre los narcisos, cayó de golpe sobre la de mi mujer—. ¡Preciosa chica!
Tan magnífica borrachera parecía dejar estupefacta incluso a Iris.
—Debe de recordarme —dijo dulcemente—. Me habló de la rosa blanca y de la rosa roja.
La mano del Barbudo abandonó la de Iris. Procuró disimular una risita. Luego, de repente, detuvo a un camarero chino que pasaba y le dijo:
—Traiga de beber… Tráigale de beber a esta preciosa chica. Champaña.
Cuando el mozo se alejó, la mirada vaga del Barbudo se fijó por primera vez en mí. Se levantó a medias.
—¿Quién es ése?
—¡Oh!, él… me acompaña —dijo Iris.
La barba del borracho se me fue acercando cada vez más hasta que casi me tocó la boca. Por encima de aquélla, y con ojos arrugados en los extremos por la intensa concentración, examinaba mi cara.
—Hombre asqueroso —dijo—. ¡Váyase, cochino!; ¡váyase, váyase! —La barba se agitaba de arriba abajo—. ¡Puf!
Aquello era inconcebible, por no decir otra cosa. Entonces Iris pareció turbarse y dijo:
—Tiene que comprender. Haga un esfuerzo. Es importantísimo para nosotros. Es… vida o muerte. La elefanta nunca olvida. Usted tampoco debe olvidar. Página ochenta y cuatro. Tiene que ayudarnos.
—¡Hombre cochino! ¡Preciosa chica! —exclamó el Barbudo; y cayó de nuevo en su silla. Me miró de reojo con la astucia esquiva de un chicuelo—. ¡Váyase, cochino! ¡No lo quiero aquí! ¡Este sitio es mío!
Iris se sonrió a la fuerza. Me miró y me dijo en voz baja:
—Es inútil, querido. No le has caído en gracia. Puede ser que, si te marchas, logre sacarle algo.
Mientras Iris me hablaba el Barbudo adelantó su manaza para estrechar cariñosamente la de ella. ¡Le había gustado mi mujer!
—Vete con Hatch y con William —murmuró Iris—. Espérame en el bar. Procuraré hacerle hablar.
No me agradaba la idea de dejar a mi mujer sola con aquel horrible viejo, pero en un lugar público estaba relativamente a salvo de que la raptasen. Lancé al Barbudo una larga y desafiante mirada y me dirigí otra vez hacia la cortina.
Espera hasta que brille el sol, Elena había llegado a su fin. Al pasar entre la cortina para entrar en el bar la gramola empezó a tocar una polca, cuyo estrepitoso ritmo alemán injuriaba gravemente el ambiente chino. Hatch y William estaban sentados aún en el fondo del bar. Me reuní con ellos.
William Dagget, cuyas macizas posaderas sobresalían del taburete, me dirigió una mirada fría e inexpresiva.
Hatch dijo:
—Le he contado la historia a William. Está con nosotros.
Dagget asintió en silencio.
Alerta como un perro de caza Hatch preguntó:
—¿Qué hay, teniente?
—¡Oh! Ese viejo chivo no quiere hablar delante de mí. Iris está procurando manejarlo sola.
—Ella se las arreglará. —Hatch me dio unos golpecitos aprobadores en el hombro—. El secreto está en manejarlo con dulzura.
Hatch le hizo señas al camarero chino y me pidió un whisky con soda. Los tres nos quedamos sentados, en silencio. Mientras tanto la gramola atronaba con la polca.
A medida que pasaban los minutos me ponía más nervioso. La observación filosófica de Hatch sobre los borrachos se justificó. El Barbudo era tan astuto como una zorra. Estaba seguro de que sabía todo lo que nosotros ansiábamos tan desesperadamente conocer. También estaba seguro de que era alguna manía nacida del champaña, más bien que de su borrachera actual, lo que le impedía decírnoslo. ¿Qué sucedería si Iris fracasaba? Cada hora que retrasaba mi presentación a la policía ennegrecía mi futuro. Me había despedido de mi ascenso. Después, visiones mucho más tétricas se agolparon en mi mente; visiones de perpetua deshonra y consejo de guerra.
Pero eso no era lo peor. Lina constituía lo más horrible. Su salvación había llegado a ser una obsesión.
Una mujer estaba en peligro mortal. Con no haberme presentado a la policía había hecho que el peligro fuese mucho más grave. No tendría, pues, momento de reposo hasta no dar con Lina y salvarla de aquella amenaza lunática de rosas y cocos.
Permanecimos sentados un rato, que me pareció eterno. Pero en realidad sólo fue cuestión de minutos, como me lo demostraba el reloj del bar. Con todo, las agujas marcaban las doce menos diez. A las doce en punto la sirena de guerra nos echaría fuera. Y una vez fuera del Quimono Verde sería mucho más difícil para nosotros mantenernos en contacto con el Barbudo.
De pronto, en el preciso instante en que el camarero empezó a apagar algunas luces para indicar que pronto sonaría la sirena, Iris salió presurosa de la cortina y vino hacia nosotros. Mi mujer parecía aturdida, pero algo triunfante.
Al reunirse con nosotros, la rodeamos, incluso el flemático Dagget.
—¿Qué hay? —le pregunté.
Iris hizo una pequeña mueca.
—Está chocho conmigo. ¡Preciosa chica! Conoce otro antro del barrio chino donde sirven champaña después de las doce y quiere que me vaya con él. ¡Qué hombre! —Hizo una pausa—. Pero he dado con Lina.
Sentí que mi pulso se aceleraba.
—¿Que has dado con Lina?
—Sí. Sé cuál es su apellido y dónde vive. Nada más. Pero por lo menos sé eso. —A Iris le faltaba el aliento—. Peter, el Barbudo es astuto, horriblemente astuto. Sabe algo importantísimo, pero también sabe que está borracho y no quiere hablar. Lo he engañado y le he hecho hablar de Lina sólo porque lo creyó gracioso. La dirección parece un estribillo. Me la cantó como si fuera una canción de cuna, y se reía, aunque trataba de ocultar la risita con sus barbas.
—¿Cuál es?
Mi mujer cantó:
—Lina Oliver Wendell Holmes Brown, tres, ocho, seis, dos, Wa-wo-na.
—¡Lina Oliver Wendell Holmes Brown! —exclamé—. No es posible. Ha dicho eso para hacerte callar.
Iris movió categóricamente la cabeza.
—Estoy segura de que está bien. Lo puedo asegurar por la forma en que se sobrepuso después que lo dijo; como si se le hubiera escapado sin querer.
—Wawona —indicó Hatch vivamente—. Es la avenida Wawona; queda cerca del zoológico.
Detrás de mí había una cabina de teléfono. Anoté la dirección, entré en la cabina, busqué la guía y la abrí en la página de los Brown. En la lista no figuraba ningún Oliver Wendell Holmes Brown.
Al reunirme con los otros el mozo apagó las luces un poco más. Iris y yo nos miramos espantados. Entonces fue cuando Hatch demostró sus verdaderas cualidades de mando. Se levantó y, echándose el sombrero hacia atrás, dijo:
—Muy bien. Vámonos de aquí.
—Pero el Barbudo… —empezó a decir Iris.
—¡Salgamos de aquí!
Hatch se dirigió a la puerta. Dagget seguía obedientemente detrás de él. Iris miró hacia la cortina. Luego, encogiéndose de hombros, deslizó su mano en la mía. Seguimos a los dos hombres hacia la oscuridad de la arboleda.
Hatch nos agrupó a su alrededor.
—Tenemos que organizamos pronto. —Sus palabras eran firmes y quedas—. Sabemos lo que tenemos que hacer. En primer lugar está Lina. Alguien tiene que ir inmediatamente a su casa.
—Eso me toca a mí —dije.
—Sí. Es el más indicado para ir a casa de Lina. En cuanto a la señora, le ha caído en gracia al Barbudo. Quiere llevársela a otro local. No podemos perderlo, porque cuando esté más sobrio conseguiremos sacarle toda la historia. De modo que desde ahora la señora se encarga del Barbudo.
—Pero… —objeté.
—No se preocupe. —Hatch dio un pequeño chasquido con la lengua—. No sé la estamos arrojando al lobo. William estará con ellos, pero sin que el Barbudo lo sepa. No hará más que vigilarlos. ¿Qué le parece, William?
Dagget encogió sus hombros macizos, y dijo:
—Bueno.
Hatch había cogido del brazo a Iris.
—Escuche, señora. Déjelo trabajar. Usted tiene una misión que cumplir y es preciso que la cumpla. Antes de que se le pase la borrachera es necesario que se lleve a ése de la barba a su habitación en el Hotel San Antón. —Hatch volvió a chasquear la lengua—. Y no se preocupe por su virtud. William tendrá cuidado de usted. ¿Estamos?
La voz de Iris suspiró en la oscuridad:
—Sí, estamos.
—Entonces, vuelva en seguida junto al Barbudo. Antes de que lo echen fuera, cuélguele bien de su brazo.
Iris vino hacia mí. Me rodeó con sus brazos y me besó en los labios. Hubiera deseado que no me besase, porque aquel beso me recordó lo que me estaba perdiendo.
—No te preocupes, querido. —El perfume de su gardenia fue amargamente dulce para mi olfato—. Cuando vuelvas de casa de Lina le habré dado varias vueltas al Barbudo con mi meñique.
Se alejó. Pasó por debajo del tenue farol y entró en el Quimono Verde. Verla alejarse así fue lo que más aborrecí de aquella noche aborrecible.
Hatch estaba diciendo a Dagget:
—De manera que ya sabes, William. Quédate rondando por aquí. Vigílalos. Pero ten cuidado. El Barbudo es muy astuto. Si se da cuenta de que lo están espiando, podría suceder algo desagradable.
—Perfectamente.
William se internó en las sombras. Para su mole, pesada como la de un buey, andaba con la agilidad de un gamo.
Hatch me cogió del brazo y me condujo por la oscura arboleda de la avenida.
—¿Tiene revólver?
Moví negativamente la cabeza.
—¡Qué lástima! Pero si no lo tiene, nada cabe hacer. Ahora que no encontrará un taxi… De modo que tendrá que tomar el tranvía. Tómelo, pues. Vaya a Wawona tan pronto como pueda y, cuando llegue, arrégleselas con Lina. —Se detuvo—. Compréndalo bien. Tiene que tener tanto cuidado con ella como con el Barbudo. Puede ser que la hayan advertido como previnieron a Eulalia. De ser así…, bueno. Eso sólo quiere decir que le costará trabajo conseguir que quiera escucharlo. ¿Tiene la carta de Eulalia?
—Sí.
—¡Magnífico! Enséñesela a Lina. Eso le demostrará quién es usted. Pero, como le he dicho, tenga mucho cuidado. No la irrite y, sobre todo, no le diga que Eulalia ha muerto, porque, de lo contrario, avisará en seguida a la policía. Recuerde que ella sabe tanto como sabía Eulalia. Si la maneja bien, podrá aclararle el asunto con la misma facilidad que el Barbudo. De modo que ya sabe lo que tiene que hacer. Tiene que persuadirla de algún modo para que lo acompañe al hotel. Así tendremos a Lina y al Barbudo. Sólo entonces podremos presentarnos a la policía. Y, si es que entiendo algo de esto, una vez que tengamos a los dos la reputación de usted relucirá como un niño por la mañana.
Su optimismo era tan alentador como su habilidad. Me dio instrucciones detalladas referentes al aspecto de la avenida Wawona y me dijo el tranvía que debía tomar. Luego, al salir de aquella oscura arboleda y entrar en la bien iluminada avenida de Colón, me dijo:
—Una cosa más. Tiene el famoso traje de paisano en el hotel. Como de todas maneras ha de pasar por allí, lo mejor que puede hacer es cambiarse de traje; quítese el uniforme y vístase de paisano.
—¡El traje de paisano! —repetí—. Está loco si cree que voy a andar por San Francisco con ropa civil. Si me pescan sin el uniforme tendré toda clase de enredos.
—Se metería en enredos… —Hatch pareció muy paciente—. ¿En qué se cree que está metido ahora? Considere bien esto, muchacho. Estamos esperando que la policía no descubra hasta mañana el cadáver de Eulalia. Pero puede suceder que lo descubran antes, ¿comprende? Y si lo descubren, andarán por la ciudad buscando a un teniente de marina. No podemos aventurarnos a que lo detengan antes de que logre hablar con Lina. ¿Qué son los reglamentos navales comparados con la vida de Lina? ¡Nada!
Como siempre, a Hatch le sobraba razón.
—Está bien —dije—. Usted manda.
Hatch hizo una mueca.
—Así me gusta, muchacho. De manera que está dispuesto… ¿Sabe qué camino tiene que tomar para volver al San Antón?
Asentí.
—¡Magnífico! —Hatch hizo una pausa—. En cuanto a mí… tengo un pequeño quehacer particular. Conozco a los policías de la ciudad. Voy a llegarme a la jefatura de policía a husmear el terreno. Pronto sabré si han encontrado el cadáver de Eulalia. Si han dado con él, los entretendré hasta que usted haya tenido tiempo de ir a casa de Lina. Si todo está tranquilo cuando llegue allí, entonces tenemos todas las probabilidades de quedar a salvo hasta la mañana. En ese caso volveré al hotel y le esperaré.
Hatch se detuvo en el sucio rincón de la calle y me miró con sus penetrantes ojos negros como si estuviera pesando mentalmente mis ventajas y mis riesgos en un trabajo de tanta responsabilidad.
—Recuerde —me dijo—. Mucho tacto. Nada de su vehemencia habitual. Guantes de seda.
—Sí —respondí sumiso.
—Perfectamente. —Se alejó de prisa, volviendo a internarse en la oscura arboleda. Probablemente iba a asegurarse de que Iris y Dagget estaban cumpliendo la tarea que les había sido asignada.
El tal Hatch era un Napoleón en miniatura.
Me quedé mirándolo. Después tomé por la calle Stockton, con sus bulliciosos marineros, sus chinos silenciosos y sus tiendecillas de junco bien iluminadas y llenas de objetos curiosos.
Iba a cumplir mi misión.