Soy, por naturaleza, un fiel cumplidor de la ley. Aunque no lo hubiera sido, los dos años y medio de disciplina en la flota me hubieran hecho así. Aunque me había convencido a mí mismo de que estábamos justificados para salir tan campantes de la casa de Eulalia, me sentía casi tan culpable como si en realidad la hubiese matado. A cada paso que dábamos alejándonos de aquel edificio esperaba oír a nuestras espaldas una voz acusándonos a gritos en la oscuridad.
El aspecto de Iris era tan culpable como mis sentimientos. Hubiera dado cualquier cosa por un taxi, por algo que nos llevara corriendo al hotel, junto al Barbudo, y luego a la jefatura de policía. Pero no había taxi alguno. Bien apretados del brazo, queriendo actuar como cualquier teniente que sale de paseo con su novia, nos dirigimos a la esquina de la calle y esperamos el tranvía.
Tal espera fue bien desagradable. Mi mente se representaba la cara de Eulalia Crawford mientras que un cuchillo hería su pecho una vez, dos, tres veces…, un cuchillo empuñado por un hombre vestido con mi uniforme y haciéndose pasar por el teniente Duluth.
Por fin el tranvía se acercó veloz a nosotros y frenó en seco. Ya no pensaba en él como en algo ameno, pintoresco y deleitoso, sino como en un medio de huida.
Esta vez, por tácito acuerdo, evitamos los asientos más visibles y nos sentamos en los pequeños compartimientos del interior. Mientras ocupábamos nuestro sitio tuve la estúpida sensación de que la culpabilidad estaba escrita en nuestros rostros, para que todo el mundo la viese. Sin embargo, a nuestros escasos compañeros de viaje no les interesábamos en absoluto. Continuaron leyendo sus periódicos o contemplando el horizonte, sin mirarnos ni por casualidad.
Al arrancar el tranvía empecé a sentirme algo más seguro. Iris me dirigió una tenue sonrisa. Le respondí haciendo una mueca y apretándole la mano. Todo iría bien, dije para mí. Una vez que encontrásemos al Barbudo podríamos presentarnos a la policía y redimirnos nuevamente. Incluso podríamos gozar aún de un poco de paz y de intimidad. Eso era lo que me decía.
Ocupé un momento procurando comprender aquel mare magnum de rosas, ceceos, advertencias y marionetas que precedió al asesinato de Eulalia. Quizá formase parte de algún drama de espionaje internacional. O quizá fuese la última escena de alguna intrincada tragedia privada. Si me hubiera llegado a suceder como paisano, me hubiera portado como el perro de caza que olfatea la presa. Iris y yo habíamos trabajado en el Este en algunos asuntos bastante misteriosos, de modo que este suceso hubiera sido nuestro camino real. Pero ahora era un oficial de marina y no podía andar jugando al detective aficionado. Mientras corríamos cuesta arriba y cuesta abajo me reconcentré completamente en nuestra propia situación.
Aunque los hechos básicos estaban clarísimos, no había tenido aún la oportunidad de imaginarme cómo pudieron suceder. Sin embargo, recordando las circunstancias pasadas, vi cuán perfectamente encajaban las piezas del drama.
Por alguna razón el hombre del ceceo, que estaba trabando sus planes para matar a Eulalia, se encontraba aquella tarde en el vestíbulo del Hotel San Antón cuando Iris y yo representábamos nuestra pequeña comedia con Mrs. Rosa. Entrevería a Iris subiendo en el ascensor conmigo y con el mozo: y, como no es de extrañar, la confundió con Eulalia. Probablemente creyó tener en sus manos la oportunidad de matarla allí —un escalofrío corrió por mi espina dorsal cuando pensé lo que hubiera podido suceder—; pero, fuese por asegurarse de que Iris era Eulalia o por algún otro motivo, llamó, antes de actuar, por el teléfono interno del hotel. Así supo que se había equivocado y que Iris no era Eulalia Crawford.
Pero eso no fue todo lo que supo. Iris, queriendo mostrarse gentil con quien suponía ser amigo de Eulalia, se vendió al enemigo. Le dijo que era Iris Duluth, prima de Eulalia; que estaríamos demasiado poco tiempo en San Francisco para poder ir a visitarla; e incluso añadió que yo iba a darme un baño turco en el local de la manzana de al lado.
Evidentemente el asesino sabía que Eulalia estaba advertida del peligro y que se había encerrado en su apartamento. Sabía, pues, que declarando su personalidad no tendría la posibilidad de penetrar en aquella fortaleza celosamente guardada. Gracias a Iris comprendió que Eulalia ordenaría al portero que dejase pasar a su primo político, Peter Duluth.
Todo lo que necesitó fue un poco de reflexión. Me había visto junto a Iris. Sabía cuál era mi aspecto. Le fue muy fácil llegar a los baños turcos antes que yo, cambiar luego mi llave por la suya y escapar con mi uniforme. De haberse atrevido, también me hubiera podido birlar los documentos de identidad.
Como Iris le dijo que no pensábamos ponernos en contacto con Eulalia, no había peligro de que nos entrometiéramos a destiempo en la escena. Todo lo que tuvo que hacer fue llevar a cabo su audaz representación de mi persona. Lo hizo y resultó bien. Una vez dentro del aposento, Eulalia se encontró a su merced.
Entonces vi que nuestra complicación en el caso pudo haber terminado en aquel punto a no ser por la llamada telefónica de Iris desde el Hotel San Antón. Ello le suministró al asesino una oportunidad magnífica para hacer que, lo que empezó como mero ardid para conseguir el acceso al apartamento de Eulalia, culminase en un plan ingenioso que me cargaba a mí con la culpa del asesinato.
Tal fue la sencillez de las cosas. Dos inofensivas llamaditas por teléfono me habían llevado tan cerca de ser detenido por un crimen como jamás lo había estado ciudadano alguno.
El tranvía nos dejó por fin en la calle Stockton. Pudimos esperar otro para recorrer las cuatro manzanas restantes hasta el hotel; pero optamos por ir andando. Desde que salimos de casa de Eulalia casi no cruzamos palabras; e incluso en aquel instante, al pasar ligeros entre los alegres grupos de la acera, guardábamos el mismo silencio intranquilo.
Aquella tarde había estado envidiando a los de San Francisco, que parecían vivir en la cumbre de alguna aventura personal. Pero ahora esperaba, por su propio bien, que tales aventuras no fueran como la nuestra.
Llegamos al San Antón y entramos en el hotel empujando las puertas giratorias. Él vestíbulo, de ambiente familiar y animado, parecía irreal con sus arañas y cortinas rojas; como el recuerdo de un tiempo pasado casi olvidado, cuando nuestra única preocupación fue la de saber si conseguiríamos habitación.
Con ojos inquietos inspeccionamos la multitud abigarrada, buscando a Hatch.
—Peter, ¡qué horror si Hatch hubiera dejado escapar al Barbudo!
Nunca se dijo mayor verdad. Pasamos entre los grupos de militares y paisanos. De Hatch no se veía ni rastro. Entonces me dirigí al mostrador, para preguntar si habían dejado algún recado para nosotros. No había nada.
—Seguramente estará en el comedor —dije—. Después de todo, si el Barbudo está aún aquí, en el comedor es donde lo encontraremos.
Con paso ligero atravesamos el pasillo hacia el comedor. Los acordes de una rumba llegaban hasta nosotros. Parecía imposible que aquella misma orquesta siguiera todavía tocando las mismas rumbas para la misma gente. Pasamos entre las mesas. El jefe del comedor se nos acercó.
—¿Desea una mesa, señor?
—No. Sólo estamos buscando a una persona.
Dimos la vuelta por la pista de baile. Ni Hatch ni el Barbudo estaban allí.
Salimos otra vez al pasillo.
—Esto es lo que deberíamos de haber esperado —dijo con voz lóbrega mi mujer—. Hatch es detective privado. Tiene su propio trabajo que hacer. ¿Para qué iba a perder una noche vigilando a un borracho, por el mero hecho de que una mujer aturdida se lo pidiera? —Iris se sonrió con desdén—. ¡Qué le vamos a hacer, Peter! Perdimos al Barbudo y no lo volveremos a encontrar jamás.
Pensé en el rostro sarcástico de Hatch. No sé por qué sentí que era demasiado leal y serio para dejarnos plantados en aquella forma. Cogí a Iris del brazo y le dije:
—O no conozco a Hatch o lo encontraremos en el bar.
Y allí estaba, en efecto.
Con inmenso alivio para mí vi su torso macizo, vestido de azul, encaramado sobre un taburete entre la algarabía de marineros y marinos.
Nos vio entrar y, abriéndose paso a codazo limpio entre los camareros, vino hacia nosotros con el vaso en la mano.
—¡Hola! —dijo con mucha calma—. ¿Qué tal les ha ido con Eulalia?
Iris lo tomó del brazo.
—Hatch, ¿dónde está el Barbudo?
Hatch la miró con ojos negros y burlones.
—Se ha ido.
—¿Se ha ido?
—Sí. La pelirroja le dio calabazas. Hace una media hora que se marchó tan tranquilo.
Iris y yo nos miramos desesperados.
—Pero, Hatch, ¿es posible que lo dejara escapar? —exclamó mi mujer—. ¿Permitió que se marchase sin hacer nada para…?
—¡Eh, no tan de prisa, señora! —Hatch me hizo un guiño—. ¿Acaso no le prometí que no lo perdería de vista? Pues sepa que lo he seguido.
Me iba acostumbrando a la exasperante manía de Hatch, que gozaba creando momentos de ansiedad. No había forma de apremiarlo. Mientras que Iris se afanaba pregunté:
—¿Dónde está?
—En el Quimono Verde. Un antro del barrio chino. Ahora está sirviéndole champaña a una rubia. ¡Qué individuo!
Iris se volvió hacia mí.
—Peter, vamos pronto. Puede ser que se marche de un momento a otro.
—¿Qué prisa tiene? —Hatch acarició paternalmente el hombre de Iris—. ¿Cree que lo he abandonado? Dije que estaría aquí cuando volvieran, ¿no es cierto? Por eso llamé a mi compañero Dagget desde el Quimono Verde. Ahora está allí Dagget vigilando a su Barbudo. Dagget es persona de fiar; parece un perro dogo. No es volátil como yo. —Hizo una mueca—. Ese Barbudo no se le va a escapar a Dagget. Pueden estar tranquilos.
Una alegre sonrisa iluminó el rostro de Iris. Tuve la impresión de que iba a besar nuevamente a Hatch.
Puso tanto empeño en sojuzgarnos con su competencia personal que me parece que hasta ese momento no nos miró. Pero al hacerlo al uno y al otro sus ojos se pusieron repentinamente alerta.
—¡Eh! ¿Qué les pasa?… ¿Los ha metido en algún lío esa Miss Eulalia?
Aún no había decidido qué partido tomar con Hatch. Era peligroso admitir a alguien como confidente nuestro; pero, sabiendo Hatch tanto como sabía, iba a sernos difícil prescindir de él. Además Hatch podía sernos muy útil, al menos como testigo del robo de mi uniforme, y también como fiel aliado. Había un no sé qué en su rostro melancólico. No parecía ser de los que retroceden espantados frente a un par de malévolos transgresores de la ley. Decidí arrostrarlo todo.
—Hatch, estamos en una situación infernal; necesitamos su ayuda. —Eché una mirada por el ruidoso bar atestado de gente—. Como Dagget está vigilando al Barbudo, tenemos tiempo para explicarle lo que ocurre. Venga a nuestra habitación. Allí se lo contaremos todo.
Mirándonos aún fijamente, Hatch se echó el sombrero un poco más atrás sobre su blanca cabeza.
—Bueno, ustedes mandan.
Apuró su bebida y, metiéndose entre un par de marineros, dejó sobre el mostrador el vaso vacío.
—¡Vamos!
El ascensor de los adornos cursis nos llevó arriba. Hice pasar a Iris y a Hatch a la habitación 624 y encendí la luz. La colcha encarnada brillaba aún de un modo atractivo sobre la inmensa cama. Alrededor del espejo los Cupidos dorados seguían mostrando sus eróticas espaldas. Me hicieron comprender —con gran dolor para mí— nuestro cambio de situación.
Aquella habitación estuvo destinada a ser nuestro nido de amor.
¿Ahora qué era?
Hatch no se quitó el sombrero. Se sentó en un rincón del diván Madame de Récamier y se puso a mirarnos.
—Cuenten, pues.
Entonces se lo referí todo. Mientras me escuchaba se enderezaba cada vez más en el sofá, hasta que me pareció que iba a caerse de bruces como cualquiera de los muñecos de Eulalia. Cuando terminé, silbó muy bajito.
—Conque han abandonado un cadáver.
—¿Qué otra cosa pudimos hacer? —preguntó excitada Iris—. De no haberlo hecho, a estas horas Peter estaría detenido, y nunca hubiéramos encontrado al Barbudo.
—Vamos, señora, cálmese. —Hatch levantó una mano—. No los estoy censurando. Me parece que han hecho lo más acertado. Pero… habrán tenido que pensarlo mucho. —Una sonrisa inesperada se dibujó en su rostro—. Conque un crimen…
Iris lo interrumpió.
—No debería de alegrarse tanto.
—No me alegro. —Hatch pareció indignado y luego confidencial—. ¿Comprende?… Eso precisamente… digo…, eso es en lo que Dagget y yo siempre andamos. No me quejo. Tenemos más trabajo del que podemos hacer. Pero siempre ha sido trabajo pequeño y… se necesita algo grande, algo así como un crimen para alcanzar la fama. No se preocupe, señora. Desde ahora tienen, para defenderlos, a Williams y Dagget.
Era irritante verlo deleitarse con tanta fruición profesional en nuestras desgracias; pero me alegré de habérselo dicho todo. Había cosas peores que la de tener a dos detectives privados cooperando en un trabajo realizado al margen de la ley.
Hatch pareció dar por establecido que quedaba oficialmente encargado del asunto. Durante nuestra ausencia se había fumado su cigarro. Sacó un cigarrillo y lo encendió con lentitud.
—Su situación es muy crítica, pero creo que tienen razón. Lo mejor que podemos hacer es apoderarnos de ese Barbudo. Sin embargo, tendremos que manejarlo con guantes de seda. Sería contraproducente apoderarse de él y correr a presentarse a la policía. Estamos en un país libre. Si no quiere seguir el juego…, ¿me entienden?; si insistimos y niega que sabe algo sobre Eulalia…, sería fatal. —Me miró con ojos melancólicos—. Creo que usted es algo vehemente. Si usted se entromete estropeará las cosas. Tenemos que vigilarlo.
Puede ser que estuviera en lo cierto. Mi plan era caer de sopetón sobre aquel viejo chivo borracho y arrastrarlo por las barbas a la jefatura de policía. Pero me daba cuenta de lo desastroso que hubiera sido obrar así.
—Tenemos que trazar un plan —dijo Hatch—. Y lo primero que tenemos que hacer es definir bien nuestra situación. —Miró a Iris—. Usted es prima de Eulalia; por lo tanto me parece que debe de saber algo sobre este asunto de rosas y elefantes.
Iris indicó que no con la cabeza.
—No había vuelto a ver a Eulalia desde que éramos niñas. Todo lo que sé es que dio cierto escándalo con un italiano. Pero ignoro de qué se trata; y no sé dónde, cómo ni cuándo sucedieron las cosas.
—¿Conque un italiano? —Hatch reflexionó—. ¿Qué fue lo que dijo ese tipo de la barba? La rosa blanca…
—La rosa blanca y la rosa roja significan sangre —intervino Iris—. Y a eso añadió: «La advertí en la página ochenta y cuatro».
Hatch hizo una mueca.
—Con eso no vamos a ninguna parte. —Me miró—. Enséñeme la carta que sustrajo, teniente. Ha sido una acción arriesgada… robar pruebas. Sólo eso podría acarrearle un grave disgusto. Pero la carta la tenemos aquí, de manera que veamos si puede ayudarnos en algo.
Casi me había olvidado de la carta sin terminar de Eulalia. Al sacarla de mi bolsillo recordé que nos quedaba un párrafo por leer.
Me senté junto a Hatch en el diván Madame Récamier. Iris se puso a mi lado. Ambos se apretaron sobre mis codos mientras sacaba la carta.
Hatch leyó el encabezamiento.
—¡Lina! ¿Quién es Lina? —preguntó.
—Alguna amiga suya —repuse—. Eulalia pensaba mandarme a su casa. Supongo que la muerta se figuraba que Lina podría ayudarla de alguna forma.
Leímos el primer párrafo, que Iris y yo habíamos leído en el apartamento de Eulalia; ese párrafo con su corriente oculta de pavor histérico y ansiedad irónica por la llegada del teniente Duluth.
Llegamos al segundo párrafo, el cual, dada la tensión del primer momento, no habíamos leído ni Iris ni yo. Decía así:
«Ésta es la única oportunidad que tengo para ponerme en contacto contigo. ¡Ojalá llegue a tiempo! Sólo espero y deseo que también te hayan advertido. Si no te han prevenido, por amor de Dios, ten cuidado. No salgas de tu casa. No dejes entrar a nadie…, pero a nadie. Lina, existe un peligro terrible para todas nosotras. La rosa roja y la rosa blanca están fuera y el…».
Luego seguían tres palabras más, pero la pluma de Eulalia había temblado tanto que casi no se podían leer. Los tres fijamos la vista en el papel queriendo descifrar aquellos garabatos.
—La rosa roja y la rosa blanca están fuera —leyó Iris— y el… el algo se abre. Ésas son las dos últimas palabras, Peter. Se abre.
Comprobé que Iris tenía razón. Luchaba por descifrar la antepenúltima palabra. Empezaba con una c.
—¡Coco!
Iris y yo pronunciamos el nombre simultáneamente.
Los tres nos miramos atónitos.
—La rosa roja y la rosa blanca están fuera, y el coco se abre —dijo Iris.
Hela aquí otra vez, esa jerigonza absurda, enigmática, que había empleado el Barbudo. Sólo que resultaba más absurda todavía. La rosa roja, la rosa blanca, el coco abriéndose… Pensé en las rosas de color sanguíneo desparramadas tan extrañamente sobre el cuerpo de Eulalia. ¿Qué podrían ocultar aquellas inocentes flores para inspirarle un pánico tan espantoso a Eulalia Crawford?
La rosa roja, la rosa blanca, el coco abriéndose. Hubiérase dicho que estaba en danza la pesadilla de un floricultor.
La voz de Iris penetró cortante en mis pensamientos.
—De manera que Lina no es tan sólo una amiga. El hombre, la banda, o lo que sea, que mató a Eulalia también va a matar a Lina. Está en el mismo peligro en que estuvo Eulalia.
Lo aceptaba, desde luego, y sentí un escalofrío de terror. Había abandonado el cadáver de Eulalia. Perfectamente. Pero ella estaba muerta. Nada pudo haberla ayudado. En cambio, al abandonar a Eulalia me había llevado conmigo a Lina; y no solamente eso, sino que me había llevado el único documento capaz de probar que Lina estaba en peligro. Al no dar parte a la policía del asesinato de Eulalia y hacerle perder un tiempo valioso, podía haber firmado involuntariamente la sentencia de muerte de aquella desconocida Lina.
Por lo visto la suerte no me acompañaba. Después de haberme dado un bofetón morrocotudo, me aplicaba de pronto un puñetazo formidable.
Miré a Iris y a Hatch.
—¿Comprendéis lo que esto significa? Si llegan a matar a esta Lina, su muerte manchará nuestras manos. No es posible que continuemos así. Tenemos que presentarnos a la policía.
Iris estaba aturrullada.
Hatch parecía ser el único que tomaba con calma la nueva complicación.
—Sí, sí. Supongamos que se decide y recurre a la policía. ¿Qué pasa entonces? Si Lina está en peligro, lo está ahora…, en este mismo instante. ¿Cuánto tiempo cree que necesitará para explicarle a la policía esta serie de locuras? Primero, irán a casa de Eulalia y descubrirán el cadáver. Segundo, hablarán con el portero. Tercero, pensarán que mató a Eulalia. Cuarto… —Se encogió de hombros—. Los policías tienen que proceder conforme dicen los libros. Y cuando lleguen a casa de Lina, los criminales habrán tenido tiempo de matarla una docena de veces.
—Hatch tiene razón —dijo Iris.
Claro que Hatch tenía razón.
—Tenemos que dar con Lina —prosiguió diciendo mi mujer.
—Lina —dije—. Lina, Estados Unidos. Va a ser más difícil de encontrar que una ganga.
—Por lo menos sabemos que está en San Francisco. Eulalia quería que tú le llevaras la carta. Debe de vivir en alguna parte de la ciudad.
—Estás en lo cierto —repuse—. Lina, San Francisco.
Hatch se había levantado. De un golpe se echó el sombrero más sobre los ojos. Parecía muy resuelto y perspicaz.
—Lo veo muy claro —dijo—. Queremos localizar a Lina. Perfectamente. ¿Quién sabe su nombre y dónde vive? Ese de la barba. Porque si conoce el cuento de Eulalia, también conocerá el cuento de Lina. ¿A qué esperamos, pues? Vamos al Quimono Verde.
—¡Claro! —dijo Iris—. El Barbudo.
Doblé otra vez la carta y me la metí en el bolsillo. Busqué mi sombrero. Iris y yo estábamos muy excitados. De ahí nuestra turbación. La serenidad de Hatch valía su peso en… rosas.
—Vamos —dije—; vamos al Quimono Verde.
Al Quimono Verde. Aquello sonaba a viejo melodrama chino con ruidos de gong. En alguna parte, entre las angustias que me oprimían, se levantó un rumor. Pensar que yo, antaño personaje del mundo teatral de Broadway, salía de la habitación de un hotel en aquella forma…
Al Quimono Verde.