Aquella frase, que hasta entonces había parecido un dicho pueril, absurdo, estaba horrible y repugnantemente llena de significado. Miré el cuerpo salpicado de rosas de la mujer desconocida, cuyo nombre nos había perseguido desde nuestra llegada a San Francisco. Creo que sentí lástima por la difunta prima de Iris; pero mi sentimiento dominante era la indignación; una rugiente indignación personal contra la suerte que osaba hacerme aquello. En los primeros segundos no fui capaz de reflexionar detenidamente. Todo parecía tan sencillo como terrible.
Iris y yo habíamos encontrado un cadáver. Teníamos que hacer algo. Las esperanzas de pasar un fin de semana tranquilo e íntimo se habían desvanecido por completo.
Mi mujer se había quedado mirando la fúnebre mortaja de rosas rojas. Muy despacito alzó la vista y paseó su mirada por el grande y brillante aposento con su lucida compañía de marionetas. Sus rostros pintados, sonriendo neciamente, devolvían la mirada como si fueran centinelas que emitieran un juicio silencioso.
La cara de Iris traslucía la emoción de la brutal realidad que destrozaba sus frívolos sueños de aventura. Allí estaba la aventura, sin freno que la detuviera; y a mi mujer no le gustaba más que a mí.
—No sé por qué nunca se me ocurrió… Peter, es verdad, existía un peligro para Eulalia. Vida o muerte.
—No era vida o muerte —repuse ceñudo—. Sólo muerte.
La extraordinaria semejanza del cadáver con Iris era lo peor de todo. Me alejé de la mesa para no ver aquel rostro.
Iris prosiguió diciendo con voz ronca.
—No puede haber transcurrido mucho tiempo desde que hicieron esto. Ese florero… Seguramente lo ha volcado él…, el hombre del ceceo, el hombre que me habló por teléfono desde el vestíbulo del hotel y que luego contestó desde aquí a mi llamada telefónica.
—Tal vez.
¿Qué importaba quién lo hubiera hecho o por qué motivo? Hecho estaba.
—Ya había matado a Eulalia cuando hablé con él desde la cabina de teléfono del hotel. —Iris volvió hacia mí sus mejillas pálidas—. Nos dijo que viniéramos. Y agregó que Eulalia quería vernos. Cuando llegamos, la puerta estaba abierta. Nos ha traído aquí deliberadamente. ¿Para qué?
¿Para qué? Al hacer esta pregunta mi cerebro empezó a funcionar por primera vez. Cierto recuerdo penetró en mi mente como caballo a galope.
—Hay algo que no te he dicho, nena. Y ahora creo que de nada sirve comunicártelo. El hombre que robó mi uniforme en los baños turcos también ceceaba. Lo afirmó el cajero.
—¡Peter!, entonces por eso el portero…
—Exactamente. Por eso creyó el portero que había estado antes aquí. El hombre del ceceo ha venido esta noche con mi uniforme a matar a Eulalia.
—¿Por qué no me dijiste antes lo del ceceo? —exclamó Iris, muy apasionada.
¿Por qué no se lo dije? Mis razones parecían perfectas en su momento. Pero ahora…
—Temí que te pusieras a atar cabos, te entusiasmases con un misterio y… y estropearas nuestra noche.
—¡Estropear la noche! —Lanzó una triste carcajada—. Eso es muy gracioso.
—Además, hay otra cosa. Ahora sabemos por qué motivo se interesó el portero por mi resfriado. El cajero de los baños turcos también dijo que el ladrón de mi uniforme llevaba un pañuelo contra la cara, como si estuviese resfriado.
Nos miramos uno al otro. Tuve la impresión de que las paredes de aquella habitación brillante y llena de muñecos nos estrujaban.
Iris debía de estar sintiendo algo parecido, porque buscó presurosa mi compañía.
Al pasar junto a la esquina de la mesa rozó con el codo un montón de papeles e hizo que una circular impresa, puesta arriba, casi se cayese. Quedó así al descubierto parte de un papel escrito que estaba debajo.
Dado mi extremado nerviosismo no hubiera advertido aquel papel, excepto por un detalle. Hay una palabra que el ojo percibe casi automáticamente; y esa palabra es el nombre de uno.
Escrito en aquel papel vi Teniente Peter Duluth.
Saqué el papel del montón. Se trataba de los primeros párrafos de una carta sin terminar escrita en la hoja de un block con la dirección de Eulalia arriba. La escritura era pequeña y tan amanerada que sólo podía leerse con dificultad. La tinta estaba fresca y la carta fechada el viernes por la tarde. Debía de haberse escrito hacía muy pocas horas.
Iris me dijo al tiempo que me daba un codazo:
—Es la escritura de Eulalia. La recuerdo por la carta que me escribió.
Luchando con las palabras leí:
Querida Lina:
Me he desesperado pensando cómo lograr ponerme en contacto contigo, pues no puedo ir a verte. No me atrevo a salir de casa. El menor ruido que oigo en la puerta me sobresalta. Gracias a Dios tengo por fin una oportunidad. El marido de una prima mía, el teniente Peter Duluth, acaba de telefonearme. Está en la ciudad, y él y su mujer van a venir a verme. Él no puede tener nada que ver con este asunto terrible. Puedo confiar en él. Le voy a contar todo y le rogaré que vaya a verte en seguida. Lo estoy esperando de un momento a otro…
Había más escrito, pero no podía pasar de aquel punto. Aquel párrafo, histérico y evasivo, era lo bastante claro como para hacerme comprender cuán profunda y desesperadamente nos zambullían a Iris y a mí en aquel tremedal.
Por encima de la carta miré a mi mujer. Lo que nos había sucedido era tan imprevisto que necesitaba más tiempo para darme cuenta de ello.
Iris estaba balbuciendo estúpidamente:
—Eulalia dice que la llamaste. Y no la llamaste.
—Claro que no. Él fue quien la llamó.
Mi mujer asintió ligeramente diciendo:
—El hombre del ceceo.
—Robó mi uniforme. Llamó a Eulalia fingiendo ser yo, y por eso lo invitaron a venir. Eulalia le encargó al portero que dejase subir al teniente Duluth. El individuo vino. Dijo al portero que era el teniente Duluth. Subió. El uniforme indujo a Eulalia a permitirle entrar y… la mató.
—Luego telefoneé yo desde el hotel, Peter. Le vine de perilla. Nos dijo que viniéramos. En cuanto a él, bajó de nuevo; le advirtió al portero que regresaría con su mujer y… se escapó. Llevaba un pañuelo contra la cara. El portero es medio ciego. —Iris apretó mi brazo—. Cuando sepa que Eulalia ha muerto, ese portero jurará que fuiste la única persona que entró aquí esta noche. Jurará que eres la única persona del mundo que ha podido matar a Eulalia.
—Eso mismo. Me han arreglado. —Sin pensar dije esa frase de pura jerga que nunca tuvo realidad para mí—. Nena, eso es lo que nos ha ocurrido. Me ha arreglado un hombre, que jamás he visto, para echarme la culpa del crimen de una mujer que nunca conocí.
Cuando enfrenté la verdad desnuda, me sentí algo más firme. Desde que llegamos a San Francisco, ojos invisibles y artificiosos nos habían estado vigilando. Todo cuanto había sucedido formaba parte de un plan desconocido, que culminaba en lo que teníamos a la vista.
Iris se lamentaba diciendo:
—Todo ha pasado por mi culpa. Fui quien tuvo la idea loca de venir aquí…
—No te pongas así, nena. —Fui hasta ella para alentarla—. Tenemos que conservar nuestra serenidad y salir de la casa tal como entramos.
Saqué un paquete de cigarrillos, encendí dos y le di uno a Iris. Aspiró una fuerte bocanada de humo y aquello pareció aliviarla.
Podía oír el débil goteo del agua que aún caía del florero caído sobre la mesa. Aquel ruido apenas perceptible destrozaba los nervios más que una batalla naval.
Cuando uno encuentra un cadáver llama a la policía. Pero —como dijo Iris— si llamaba a la policía, dadas las circunstancias, los agentes tendrían que ser tontos de remate para creer mi declaración contra la del portero. Claro que contaba con testigos para demostrar que me habían robado el uniforme en los baños turcos. Eventualmente podría probar que no era un primo político asesino. Pero muchas cosas desagradables podían pasar antes de ese eventualmente.
La cólera que se había ido acumulando en mi interior estalló por fin y me puse más furioso que un toro. Hasta que llegamos al apartamento de Eulalia, mi único plan para el fin de semana fue estar solo con Iris. Pero a esa idea se añadía otra. Quería vengarme del criminal que me había hecho víctima de uno de los engaños más sucios que se conocen. Y me vengaría, aunque tuviese que producir en San Francisco un terremoto de otra índole.
En mis pensamientos penetró la voz aturdida de Iris:
—Peter, si llamamos a la policía creerán que tú lo has cometido.
—Desde luego.
—¿Qué podemos decir en defensa nuestra? Que te robaron el uniforme en un baño turco; que nos arrastró aquí un hombre que ceceaba; que un borracho con barba negra habló de rosas y elefantas. Parecerá increíble.
—Sí.
—Al final tendrán que admitir que eres inocente. Pero antes de eso… el escándalo…, la publicidad… Peter, tu ascenso ha recibido el golpe de gracia… y todo por mi culpa.
De repente se me ocurrió lo que deberíamos hacer. Miré de nuevo la carta sin terminar de Eulalia, que aún tenía entre las manos, y que para mí estaba llena de dinamita. Sintiéndome casi abstraído, la doblé sin terminar de leerla y me la metí en el bolsillo.
—Sólo en el caso de que la policía venga por aquí esta noche —aclaré—. No podemos arriesgarnos a que la encuentren… Es pronto aún.
—¡Peter! ¿Quieres decir…?
—Quiero decir que no vamos a llamar a la policía. Nos vamos a marchar de la casa de tu prima Eulalia. Y la vamos a dejar aquí solita…, muerta.
Iris me miró espantada.
—Pero no podemos marcharnos y fingir que no ha sucedido nada. El portero sabe tu nombre. Perteneciendo a la marina, como perteneces, resulta imposible ocultarte. En cuanto la policía venga, toda la ciudad se pondrá a buscar al teniente Duluth.
—Eso mismo, cuando la policía venga. —La tomó del brazo—. Escucha, nena; nosotros no podemos enredarnos ahora con la policía. Eso lo comprendes bien. Nunca iremos a parte alguna si gastamos nuestro fin de semana farfullando sobre barbas y rosas. Todo hubiera sucedido de muy distinta manera si por lo menos hubiéramos vislumbrado lo que se ocultaba detrás de tantas extravagancias. Pero no sabíamos nada. Sin embargo, hay una persona que lo sabe.
En el rostro de Iris se reflejó la comprensión.
—¿El Barbudo?
—Justo y cabal. Desconocemos su nombre. Ignoramos dónde vive. No sabemos absolutamente nada de él. Pero debe de saber quién ha matado a Eulalia y por qué. Y no sólo eso: es la única persona que puede atestiguar por qué vinimos aquí. Si dejamos que nos detengan ahora quizá no podamos localizar otra vez a ese Barbudo.
—Hatch prometió vigilarlo —añadió nerviosa Iris—. Si regresamos al hotel, Hatch nos pondrá en contacto con él. Podríamos hacerlo reaccionar y sacarle la verdad. Luego lo invitaríamos a acompañarnos a la policía.
Asentí.
—¿Pero qué… qué va a suceder si descubren el cadáver antes de que podamos encontrar al Barbudo? Nos veríamos en una posición mucho más crítica que la presente.
—Tenemos que aprovechar la ocasión; bastante buena por cierto. Porque sabemos que a Eulalia la previnieron contra esto, y probablemente lo hizo el Barbudo. Ha estado atrincherada aquí arriba. Le ordenó al portero que no dejara subir a nadie, a menos que telefoneara diciendo que esperaba tal o cual visita. Hay cien probabilidades contra una de que el cadáver no lo descubrirán hasta mañana…, y mucho antes de mañana estaremos con el Barbudo en la comisaría.
Iris paseó la mirada alrededor de la habitación. Sus ojos descansaron en la impresionante zapatilla de plata.
—Me parece horrible abandonar así a mi prima.
—Eulalia ha muerto —dije con aspereza—. Nosotros estamos vivos. Y, si algo tengo que decir sobre ello, permaneceremos vivos y dando patadas en los dientes del ceceoso asesino.
Di una vuelta por la habitación para asegurarme de que no habíamos perdido nada. Las marionetas me miraban con sus caras infantiles pintadas. ¡Que mirasen! No me volverían a preocupar.
Arrastré a Iris fuera del apartamento, al pequeño vestíbulo frente al ascensor, y cerré la puerta que nos separaba del cadáver de Eulalia Crawford. El rostro de Iris estaba aún pálido como la cera. La tomé de la barbilla y la besé.
—¡Anímate, nena! Sonríe. No permitas que el portero empiece a sospechar.
Descendimos en el ascensor a la planta baja. El portero estaba nuevamente sentado en su silla leyendo el periódico. Al pasar junto a él, del brazo y simulando la mayor naturalidad, el hombre se levantó.
—¿Ya se marchan, teniente?
—Sí —respondí.
El hombre dio un paso hacia nosotros.
—¿Me envía ningún recado Miss Crawford?
—No —dije.
—Entonces, supongo que no necesitará nada más esta noche.
—No —repuse—. Miss Crawford no necesitará nada más esta noche.
Me parecía ver la puerta a kilómetros de distancia. Pero llegamos a ella y, franqueando apresuradamente el umbral, salimos a la calle.