Hatch y yo mirábamos a mi mujer. Por primera vez empecé a sentirme preocupado. Y no por causa de Eulalia. Me importaba un comino lo que le sucediera a Eulalia, a su elefanta y a sus rosas. Pero reflexionando sobre ese detalle que le oculté a mi mujer, sobre el episodio en el baño turco; o sea, el hecho de que el ladrón de mi uniforme también había hablado ceceando. Aunque pensé decírselo, decidí no hacerlo, pues su imaginación tenía alicientes de sobra.
Hatch había recibido con mucha flema las dramáticas noticias de Iris, lo cual me tranquilizaba. Con las piernas separadas y ambos pulgares debajo de las solapas de su chaqueta azul, miraba con indulgencia paternal a mi mujer.
—No digo que no haya nada malo —dijo—. Puede ser que lo haya. Pero considere debidamente el hecho. Está preocupada porque cree que el individuo que ahora está con su prima es el mismo que la confundió con ella aquí en el vestíbulo, ¿no es así?
—Exactamente. —A Iris le impacientaba muchísimo el método socrático de Hatch.
—Ahora bien, ¿no cree que está un poquito equivocada? Ese individuo dijo ser amigo de ella. Nada más natural que el haber ido a visitarla. Nada más natural, si las ha confundido, que habérselo referido a Eulalia. Y nada más natural que ella desee ver a su prima.
Incluso Iris cedió ante el sólido sentido común de esas observaciones.
—Supongo —balbuceó— que cuando lo dice así…, pero… no es solamente el hombre del ceceo. Es todo: las rosas, la elefanta…
Iris no se iba a dejar vencer sin oponer resistencia. Me miró con ojos suplicantes.
—Peter, por favor, vamos a casa de Eulalia. Vive aquí cerca, en la loma de Nob…, en la calle California. No está lejos. Sé que aborreces mi plan. Sé que soy precisamente la clase de mujer que no debe tener un militar con licencia. Pero… querido, te juro que no haremos más que entrar, asegurarnos de que está bien y marcharnos. Todavía no son las diez. Es temprano.
Fuera porque negarme hubiera sido como robarle su muñeca a una chiquilla o porque una cierta intranquilidad atormentaba todavía mi espíritu, dije:
—Bueno, vamos.
—Gracias, amor mío.
—Pero nada de entretenerse. Nada de ponerse a recordar los tiempos de la niñez.
—No, no, claro que no. —Iris se volvió contentísima hacia Hatch—. Siento haber sido grosera con usted hace un momento. ¿Quiere acompañarnos?
Hatch pareció incómodo.
—¿No le parece que resultaría raro que, después de tantos años, se presentara en casa de su prima llevando a remolque a un detective privado? —Su rostro se animó—. Sin embargo, voy a decirle lo que pienso hacer. Si este asunto de Eulalia forma parte de un complot nazi —Hatch me hizo un guiño—, entonces convendrá no perder de vista al hombre de la barba. ¿Qué opina? Voy a estar por aquí, vigilándolo, hasta que vuelvan.
—¡Magnífico!
—Pero… me lo tendrá que señalar.
—¡Oh!, no se le pasará por alto. Es el único barbudo del comedor. Tiene una barba negra y rizada. Un traje gris. Un rojo clavel doble en el ojal. Es usted tan, tan amable…
Hatch se sonrió casi huraño.
—No lo crea. Para mí es un placer ayudar a ciertas personas.
Impulsivamente, Iris le besó la oreja gacha.
—Vamos, Peter. Creo que es mejor que primero subamos a nuestra habitación a buscar mi capa.
Nos dirigimos hacia el ascensor y Hatch se fue al comedor. Pocos minutos después, cuando volvimos a bajar, estaba esperando en el vestíbulo con el apagado cigarro en la boca.
—El barbudo todavía está ahí —declaró—. Ha conquistado a una pelirroja. Está bailando, si a moverse así se le puede llamar bailar. —Hizo una mueca—. Su tipo no destacaría con una morena; por eso se decide por una pelirroja. Quizá ella esté recogiendo ahora las rosas.
Iris se echó sobre los hombros la capa de zorros plateados.
—¿Todavía piensa que estoy loca?
—Señora, tengo por costumbre no creer que una persona está loca hasta no tener pruebas de ello. Puede ser que cuando vuelva se ría de mí.
Hatch se alejó hacia su puesto. Noté que, obrando muy cuerdamente, se acercaba al comedor por el bar.
Como era imposible conseguir un taxi, Iris y yo decidimos ir a pie por la calle Stockton y tomar el tranvía en la calle California. El viento cálido de la noche parecía estremecerse con una promesa de excitación. San Francisco era aún San Francisco y los transeúntes todavía parecían seguir sus propias aventuras. Atravesamos un largo túnel oscuro y, al salir por el otro extremo, estábamos en otra ciudad donde jeroglíficos ilegibles ocupaban el sitio de los nombres de las tiendas; las caras a nuestro alrededor habían perdido sus rasgos anglosajones y eran de tipo oriental, con ojos oblicuos.
Iris canturreaba al mirar a los chinos, hombres y mujeres, con quienes nos cruzábamos. Bien podía decir que Iris estaba en un mundo más exótico que aquel auténtico barrio chino. Un mundo habitado por rosas, barbudos, elefantas y… vida o muerte.
Nos detuvimos en la concurridísima esquina de la calle California. Pronto vimos avanzar el tranvía cuesta abajo hasta detenerse súbitamente. Subimos a él. Iris escogió asientos en la parte descubierta y cercana al conductor. Allí nos sentamos en los absurdos bancos que miraban hacia la acera.
Aquel paseo a través del barrio, subiendo y bajando lomas, añadía el toque final de locura a nuestra misión. Iris, agarrada a un poste de hierro, como si fuera el de un tiovivo, callaba. Sólo una vez, al pasar a toda velocidad por delante de la gran mole del hotel Marcos Hopkins, murmuró acariciadora:
—La rosa blanca y la rosa roja significan sangre.
Entrometiéndome en sus pensamientos sanguinarios dije:
—Ya que no tengo más remedio que habérmelas con Eulalia, creo que podrías decirme algo sobre ella. ¿Qué más hay que añadir a las cotorritas y a las marionetas?
Iris se sobresaltó y dijo:
—¿Cómo dices?
Repetí la pregunta.
—¡Oh!, no hay nada de particular. Eulalia es la única hija de la hermana de mi madre. Me lleva unos cinco años. Cuando yo era solo una chiquilla, su madre riñó con la mía, y desde entonces no se han vuelto a hablar.
—¿Y qué quiere decir eso de que tiene mala fama y amantes?
—No conozco los detalles. Sé que dio un escándalo, o algo parecido, con un italiano y que se vino al Oeste. Es muy vago. Se llegó a saber por una odiosa prima solterona de mi madre. Probablemente exageró las cosas porque Eulalia es muy guapa, artista y…
La palanca de los frenos se accionó por undécima o duodécima vez. Iris se levantó de pronto.
—Tenemos que bajarnos aquí.
Estábamos fuera del barrio chino, en una zona residencial de apartamentos. Mientras el tranvía se alejaba, Iris empezó a consultar los números. Anduvimos un poco y, diciendo «éste es», pasamos bajo la marquesina de un pequeño bloque de apartamentos.
Seguí a Iris a un moderno y bien amueblado portal. Un viejo portero, de impecable librea, con cabello blanco hirsuto y gruesas gafas bifocales, estaba sentado en una silla tapizada y curioseaba un diario. En cuanto nosotros entramos se puso de pie.
Iris se dirigió a él.
—Deseamos ver a Miss Eulalia Crawford.
Los ojos del portero la miraron cautelosamente a través de las gafas bifocales.
—¿De parte de quién?
—De Mr. y Mrs. Duluth.
Su rostro se tranquilizó.
—¡Ah!, sí, señora. Miss Crawford los está esperando. —Se sonrió enseñando un diente—. Debo tener mucho cuidado con Miss Crawford, porque me ha ordenado que no se deje subir a nadie a menos que telefonee a la portería diciendo que espera tal o cual visita.
En el rincón había un ascensor muy pequeño.
Iris se dirigió a él. El portero iba a su lado, charlando. Los seguí.
—Sí, señora —estaba diciendo el portero—. Con las mujeres nunca se sabe qué hacer. Hasta ayer Miss Crawford llevaba una gran vida social. La gente entraba y salía de su casa a todas horas. De repente, anoche, dio órdenes para que no se permitiera subir a nadie, ni siquiera al repartidor de telegramas.
Iris llegó al ascensor. Me uní a ella. Solamente entonces me di cuenta de la limitada esfera visual del portero. Al verme, exhibió de nuevo sus pocos dientes.
—¿Desea que los acompañe, teniente Duluth?
—No, gracias; nos arreglaremos solos —dijo Iris. Abriendo la puerta del pequeño ascensor entró en él. Y me deslicé tras ella—. ¿En qué piso vive Miss Crawford?
—En el último, señora. Su marido le enseñará el camino. —El portero se rio con una risita que parecía un cacareo—. No ha tardado mucho en regresar, ¿verdad, teniente? No se olvide de cuidar su resfriado. San Francisco es malo para los resfriados si no se está acostumbrado al clima. Sí, señor.
Abrí la boca para hablar, pero en aquel instante Iris cerró la puerta del ascensor y presionó el botón correspondiente al último piso.
Mientras el pequeño ascensor subía dije:
—¿A qué viene esto de mi regreso? ¿Y cómo demonios sabe que estaba resfriado?
Como estaba absorta con problemas más angustiosos, mi mujer no le dio importancia a éste, aunque fuese real y alarmante.
—¡Bah!, ese portero debe de ser tan ciego como un murciélago. Probablemente te habrá confundido con otra persona.
«¡Cuántas confusiones están ocurriendo!», pensé.
El ataúd móvil se detuvo, dando una sacudida, en el último piso. Entramos en un pequeño vestíbulo donde sólo había una puerta. Por lo visto, Eulalia ocupaba toda la planta. Nos dirigimos hacia la puerta. Una tarjeta ceremoniosa, metida dentro de un tarjetero de metal clavado en uno de los paneles, anunciaba: Miss Eulalia Crawford.
Iris oprimió el timbre. Lo oía sonar en el interior del apartamento. Aguardamos. No sucedió nada. Iris volvió a apretar el botón. Por segunda vez nos quedamos sin respuesta.
El rostro de Iris se ensombreció.
—De haber salido Eulalia, el portero nos lo hubiera dicho.
Instintivamente puso la mano sobre el pomo de la puerta. Lo hizo girar y, con gran sorpresa nuestra, la puerta se abrió y nos encontramos ante un vestíbulo iluminado.
—La puerta está abierta y las luces encendidas. Eulalia debe de estar aquí.
Ansiaba dar al traste con aquel asunto.
—Mira, Iris, no podemos entrometernos…
—No estamos entrometiéndonos —dijo con voz ofendida mi mujer—. Nos han invitado. Probablemente Eulalia habrá ido a hacer una visita a algún otro apartamento y por eso habrá dejado la puerta abierta. —Dicho esto entró en el vestíbulo, llamando—: ¡Eulalia! ¡Eulalia Crawford!
Turbado e intranquilo, me uní a mi mujer. Si estaba dispuesta al allanamiento, por mi parte, lo menos que podía hacer era prestarle ayuda moral.
Una puerta entreabierta al frente daba a una habitación también iluminada. No se oyó ruido alguno en el interior del apartamento. Apretando mi mano, Iris franqueó la puerta que daba a la habitación interior. Avanzamos un paso sobre la alfombra suave; luego no detuvimos en seco.
—¡Eulalia! —volvió a llamar Iris. Esta vez su voz resonó llena de angustia—. ¡Eulalia!
A primera vista hubiérase dicho que aquella habitación grande, parecida a un estudio, estaba llena de gente; de personajes horripilantes y silenciosos, disfrazados, echados sobre las sillas, los sillones y los sofás, en posturas de abandono.
Durante un momento pensé que habíamos sorprendido una orgía satánica. Luego, al fijarme en las cuerdas que colgaban de los brazos flojos y de las piernas grotescamente extendidas, comprendí que sólo estábamos admirando las distinguidas marionetas de la «distinguida creadora de muñecos».
Y, en realidad, eran distinguidas. De tamaño natural, poseían una misteriosa apariencia de vitalidad. Eran en su mayoría figuras de carnaval o de circo: un desfile de llamativos payasos, una rubia amazona con falda de bailarina, un boxeador blanco y otro negro, un arlequín y un gigantesco artista del trapecio con tirantes morados.
No se sabía la razón para que estuviesen tirados en forma tan casual por aquella habitación desierta. Eulalia, supuse, estaría preparándolos para su exposición benéfica de la semana próxima.
—¡Eulalia! —gritó Iris otra vez, y con tal imperiosidad que su voz tornó el silencio mucho más grande.
No hubo respuesta.
Mi mujer se volvió hacia mí.
—Debe de estar en alguna parte, porque el hombre que me habló por teléfono, el hombre del ceceo, dijo que nos estaba esperando.
Nos miramos uno al otro sin pestañear. Aquellos grandes muñecos de ojos espantados, con su inmovilidad cadavérica, me estaban poniendo nervioso.
Irritado dije:
—De todos modos ha sido una idea loca la de venir. Vámonos, vámonos de aquí.
—No, Peter. Tenemos que buscarla por todas partes y esperar.
Al fondo de la habitación se veía otra puerta. Delante de ella había una mesa de escritorio, maciza, estilo George Washington; sobre el mueble, y hacia un lado, entre un montón de papeles, había un florero caído.
Por detrás de la mesa asomaba un pie calzado con una zapatilla de plata.
Al dirigirnos hacia la puerta del fondo el pie de la zapatilla me cautivó. No sé por qué, aunque el resto del cuerpo quedaba invisible detrás de la mesa, parecía más humano que el de las otras marionetas.
Pasamos junto a una gitana en lascivo abrazo con un payaso. Pero mis ojos permanecían fijos en la zapatilla de plata.
Iris, que iba algo delante de mí, llegó primero junto a la mesa. Miró al suelo detrás del mueble y, al hacerlo, su cara se contrajo y se convirtió en una blanca máscara de terror.
—¡Peter!…
Corrí a su lado. Miré lo que había detrás de la mesa.
Un cuerpo de mujer yacía de espaldas contra el suelo, con los brazos arqueados sobre la cabeza, como una muñeca. La falda de su vestido de color amarillo limón estaba extrañamente sesgada; y por debajo, las hermosas piernas terminaban en las zapatillas plateadas.
Observé estas pequeñeces por automatismo, a medida que me daba cuenta de la terrible verdad: de que aquella mujer no era una muñeca de trapo. Aquella mujer era real.
O mejor dicho, lo fue. Porque estaba muerta, sin duda alguna.
El mango de madera de un cuchillo sobresalía por encima del vestido amarillo, justo sobre el seno izquierdo. Había también otras dos manchas encarnadas en la tela, donde el cuchillo había herido antes.
Aquel rostro, con los ojos abiertos mirando fijamente, era terrible para mí; terrible porque, aun desencajado por la muerte, era moreno, preciosísimo e impresionantemente familiar.
Si Iris no hubiese estado de pie junto a mí, hubiera jurado que era ella la que yacía allí, apuñalada en el pecho…, asesinada.
—¡Eulalia! —Mi mujer pronunció el nombre ahogando un sollozo—. ¡Eulalia Crawford!
Pero la pesadilla no terminó allí. Sobre las piernas de Eulalia caía, gota a gota, un hilito de agua procedente del florero caído sobre la mesa. Y, desparramadas sobre el cadáver, como si las hubiesen sacado del florero para arrojarlas allí los dedos idiotas de alguna Ofelia, había rosas, docenas de rosas rojas.
Iris buscó a tientas mi mano. Sus ojos, dilatados por el horror, se encontraron con los míos.
—¡Rosas! —murmuró—. La rosa roja y la rosa blanca. Las rosas significan sangre.