Regresé al San Antón, golpeé la puerta de la habitación 624 y dije:
—Amorcito, soy yo.
Abrí la puerta. Mi mujer había retrocedido a la vanidad rococó francesa y estaba haciendo algo exótico delante del espejo. De modo que no advirtió mi entrada.
A Iris le gusta parecer más hermosa que nadie, pero aquella noche estaba más hermosa que nunca. Se había puesto un largo traje negro, que cubría muy poca superficie por encima de sus caderas. Su espalda y su pecho resplandecían con la suavidad del marfil. No llevaba ningún adorno, salvo la gardenia de color de té que, sujeta a una cinta de terciopelo negro, rodeaba su garganta.
—Gracias por la preciosa gardenia, querido. Era justamente lo que este vestido necesitaba. —Diciendo esto inclinó la cabeza de la flor la fracción de un milímetro—. ¿Qué tal? ¿Has soltado el resfriado?
—Sí.
Entonces se volvió. Sus ojos parpadearon llenos de asombro al ver mi monstruoso traje de paisano.
—¡Cielos! —exclamó—. ¿Se ha terminado la guerra?
Haciéndome el gracioso le respondí:
—El resfriado no ha sido lo único que he dejado en el baño turco.
Se lo conté todo…, todo; es decir, excepto el ceceo casual del ladrón de mi uniforme. Porque dada su pasión errática por el misterio, aquel ceceo, unido al de la conversación por teléfono, hubiera sido más que suficiente para embarcarla en un frenesí de especulación; y yo no quería pasar nuestro fin de semana especulando. En mi mente sólo bullía una idea.
Por fortuna, dado el estilo en que le conté la historia, Iris la tomó a broma. Se rio a carcajadas pensando lo que parecería vituperando al gerente en mi afrentosa desnudez.
—¿Te acarreará algún disgusto, querido? ¿No existe una cláusula naval, en la página cuarenta y dos, párrafo diecisiete b, que establece castigos terribles por perder el uniforme? Con tu grado y…
—Por lo que sé, estoy a salvo de un consejo de guerra. De todos modos, tenemos a Hatch en danza. Hatch, mi detective particular.
Mi mujer se puso en el dedo una gota de perfume y se frotó, pensativa, detrás de la oreja.
—Todos los disparates les suceden a los hombres —suspiró—. Si hubiera ido yo al baño turco, te aseguro que no me hubiese encontrado con alguien tan sugestivo como un detective particular desnudo. Eso no me habría sucedido jamás, ni en un millón de años.
—Probablemente conocerás a Hatch, porque me dijo que se pondría al habla conmigo.
—Me lo estoy figurando —dijo Iris como si soñase—. Un precioso traje chillón y una de esas bocas que hablan torcidas sosteniendo un cigarro en una punta.
—No puedo asegurarte lo del cigarro. Por lo demás, ése es Hatch.
Iris suspiró. Me era imposible seguir contemplando aquella beldad sin hacer algo. La abracé y la besé debajo de la gardenia.
—Estás magnífica, nena. Eres algo que a cualquier detective particular le encantaría encontrar en un baño turco.
—¿Lo dices de veras… o porque tienes ganas de adularme?
—¡Tonta!
—Peter, ¡mi vestido! Lo compré especialmente para tu licencia.
Le acaricié los hombros con mis labios. Lanzó un gritito de alegría. Luego se retiró.
—Querido, ese traje apesta… Me da la impresión de que me está besando el inspector de los contadores de gas. —Arrugó la nariz—. Si por lo menos hubieras conseguido un ladrón mejor vestido… Quítate eso y ponte tu uniforme. Lo tienes colgado en el armario.
Era un placer deshacerme de la compañía de aquel traje. Me lo quité; también me despojé de la camisa y los zapatos. Lo arrojé todo al suelo y me di una ducha para lavar cualquier reminiscencia de ellos. Al salir del baño, vi que Iris había recogido la chaqueta y estaba registrando los bolsillos.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Nada. Estaba haciendo un pequeño registro para ver si había algo…, algo que nos diera algún indicio.
—Lo registramos antes.
Empecé por afeitarme; luego me vestí con mi propia ropa. Me sentía orgulloso de mi uniforme nuevo; y, en realidad, al terminar de acicalarme vi que tenía bastante buena facha. Por fortuna también tenía gorra y zapatos nuevos.
Mientras me vestía, Iris daba vueltas y más vueltas al traje abandonado. Aquellos síntomas no me gustaron; por lo que, tomándola del brazo, la alejé de la tentación.
—Escucha, nena, prométeme una cosa.
Mi mujer parecía inocente y ajena al caso.
—Con mucho gusto, querido.
—No se te ocurra la brillante idea de pescar al ladrón de uniformes.
Iris pareció todavía más inocente.
—Desde luego. ¡Qué absurdo! ¿Para qué demonios querría perseguir a un ladrón de uniforme?
—¿Me lo juras?
Sus dedos acariciaron las insignias de mis solapas.
—Sí, pero eres terrible. —Se alejó contoneándose, se agachó, y recogiéndose la falda con ambas manos se la levantó hasta la altura de las caderas—. Mire, teniente, medias de nylon.
Me quedé contemplándola y le pregunté:
—¿Tienes ganas de cenar?
—Estoy hambrienta.
—Entonces bájate la falda, porque de lo contrario nunca saldremos de aquí.
Humildemente, mi mujer dejó caer los pliegues de negro tafetán hasta el suelo. Me dio el brazo y nos dirigimos hacia la puerta.
En el umbral se detuvo y, mirando por encima de su hombro desnudo hacia el marco dorado del espejo, murmuró a los Cupidos:
—No os preocupéis. Volveremos.
Tomamos cócteles en una mesa junto a la pista de baile del comedor del hotel. Si es que puede decirse así, el comedor del San Antón, con su artesonado jacobita y sus enormes arañas de cristal, pertenecía, más aún que el vestíbulo, al estilo del viejo San Francisco. Sin embargo, se acercaba al siglo XX bajo la forma de una orquesta de rumba. Y esa orquesta era buena. Iris y yo bailamos entre los cócteles y de cuando en cuando durante la comida, compuesta por los platos más excitantes y costosos que pudimos pedir. Había mucha gente comiendo y bailando, pero no reparé en nadie; excepto, tal vez, para compadecerlos por no tener a Iris. Tomamos coñac con el café. Luego volvimos a bailar.
—¿Te sientes feliz en tu cumpleaños? —pregunté dando una vuelta con Iris junto a una viuda que probablemente nunca habría bailado la rumba.
—Estoy encantada —repuso—. Tesoro, ¿no te parece que bailamos la rumba bastante mal?
—Muy mal.
—Veintiséis —murmuró Iris. De repente me miró. El perfume de la gardenia parecía venir de sus pestañas pintadas—. Peter, ¿represento veintiséis años?
—Cumples veintisiete, ¿no es así?
—¡Animal! —Iris se apretó contra mí y nuestra rumba se volvió íntima.
Entonces fue cuando vi al Barbudo.
Lo vi por encima del hombro de Iris. Estaba sentado solo a una mesa junto a la pista de baile; era un caballero grueso, majestuoso, vestido de elegante traje gris con un rojo clavel doble en la solapa. Su olímpica dignidad sobraba para llamar la atención; sin embargo, su distintivo principal era una barba negra y rizada que retoñaba con magnífico vigor sobre el rojo clavel doble.
Junto a él, sobre el mantel blanco, había una botella de champaña vacía. Se diría que no era la primera botella que había estado allí aquella noche. La miraba con gran solemnidad mientras se mecía suavemente en su silla. Iris y yo teníamos un amigo en Nueva York, el doctor Lenz, un sobrio y famoso psiquiatra, y a aquel hombre bien podía tomársele por su hermano descarriado.
Estábamos a sólo unos cuantos pasos de él cuando, al apartar los ojos de la botella de champaña, nos vio. Por lo menos vio a Iris. Naturalmente. Sus ojos se encandilaron en alguna parte sobre la barba. La pícara sonrisa de un sátiro lo arrancó de su inercia. Un párpado soñoliento se inclinó ante Iris haciendo un guiño intencionado.
La masa de los bailarines nos empujó más cerca de él. El Barbudo seguía mirando a Iris. De repente la mirada lasciva abandonó su rostro. Otra expresión —una especie de asombro, como si algo en Iris le hubiese devuelto una momentánea sobriedad— ocupó su lugar.
—¡Usted!… —exclamó.
El tono de su voz hizo que nos detuviéramos frente a él. Lo miré, e Iris también.
Dispuesto a armar camorra pregunté:
—Iris, ¿conoces a este inatractivo caballero?
Iris examinó bien aquellos bigotes.
—No, a menos que la barba sea postiza y resulte ser Finkelstein. —Dirigiéndose a él de preguntó—: ¿Es usted, aunque disfrazado, Mr. Finkelstein de los Estudios Magníficos?
El Barbudo no hizo caso, o no fue capaz de comprender la pregunta. Procuró levantarse, pero volvió a caer sobre la silla. Por fin se puso de pie. Apoyándose sobre la mesa, se inclinó hacia nosotros. Un dedo gordo, que había estado toqueteando peligrosamente la botella de champaña vacía, señaló a Iris. Muy despacito dijo:
—¿Está tan loca como para haber publicado precisamente esta noche… su fotografía en la Crónica? La advertí en la página ochenta y cuatro. La advertí, pedazo de tonta.
Aquellas palabras resultaban rarísimas en labios de un extraño, aunque estuviera más borracho que una cuba. Probablemente el champaña le llegaba a la coronilla, y un marido prudente y recto lo primero que hubiera hecho habría sido alejar de allí a su mujer. Sin embargo, no lo hice. En aquel hombre había algo. Creo que me impresionó la vigorosa barba negra, antiguo distintivo del marinero, y la mirada hipnótica.
El Barbudo se tambaleó un poco y emitió un pequeño hipido. Con inmenso trabajo logró decir:
—¡La rosa blanca! ¡La rosa roja! —Se detuvo—. Las rosas significan… sangre.
La música continuaba con su Ponti-ponti-pom-pam-pom. Los bailarines revoloteaban a nuestro alrededor. Nadie parecía prestarnos atención. El Barbudo proseguía contemplando a Iris, y ella lo miraba con ojos fascinados. Para tentarlo dijo:
—La rosa blanca y la rosa roja significan sangre. Estoy segura de que es hermosísimo para ellas. Continúe.
—La rosa blanca… —El Barbudo levantó su copa de champaña vacía y se la llevó a los labios. Creo que no se dio cuenta de que no tenía ni una gota—. La rosa blanca y la rosa roja… fuera. Han salido. Sabe que han salido. Se lo advertí.
Puso la copa sobre la mesa y levantó una de sus grandes manos. Aquel gesto le hizo caer prácticamente de bruces sobre la botella de champaña. Apuntando otra vez con su dedo señorial dijo:
—Vida o muerte para usted, alegre dama. Debe comprender. Vida o muerte. Usted se ha olvidado…, la elefanta no se ha olvidado…, no…, la elefanta, no.
Los acertijos son entretenidísimos. La Esfinge progresó mucho por dos de ellos. Pero estaba empezando a preguntarme qué clase de efecto iba a tener en la conducta de mi mujer aquel viejo borracho. Una misteriosa llamada telefónica y un uniforme robado no eran nada comparado con esto. Procuré alejar a Iris al compás de la rumba, pero me decidí demasiado tarde. Se apartó de mí; y, dirigiéndose al Barbudo, le dijo con ansiedad:
—La rosa roja y la rosa blanca significan sangre. La elefanta nunca se olvida. ¿La elefanta de quién?
El Barbudo pareció dudar.
—Vida o muerte.
—¿Vida o muerte para mí? —preguntó Iris—. O vida o muerte para la elefanta…
El Barbudo pareció todavía más dudoso y murmuró:
—Vida o muerte. No debe morir. Es demasiado hermosa para morir.
Despacito, como una ladera que se acomoda después de un terremoto, el Barbudo se repantigó en su silla. Sus ojos miraron a lo lejos con tristeza y volvió a hipar suavemente.
—Dígame. —La voz de Iris se había tornado suplicante—. ¿Qué pasa? ¿Qué quiere decir?
El Barbudo se puso visiblemente nervioso. Abriendo un ojo, con la astucia de un basilisco, la miró con expresión de no reconocerla. Evidentemente nos había olvidado.
Aprovechando aquella oportunidad aparté a Iris y la hice volver a la pista de baile. La alejé del Barbudo metiéndome entre un teniente de marina y una rubia, y un mayor del ejército y una morena.
Durante unos momentos se dejó llevar sin resistencia. La estrechaba fuertemente, para recordarle que era su cumpleaños y que nos estábamos divirtiendo muchísimo. Pero aquel asqueroso viejo barbudo había empañado, en cierta manera, nuestro espejito mágico. De pronto Iris me dijo:
—Sé en qué estás pensando.
—¿En qué?
—Piensas que conozco a ese hombre.
—¿Lo conoces?
—Claro que no. ¿Qué demonios hubiera hecho, en mi pasado, con un barbudo semejante? Debe de haberme confundido con otra persona. —Los ojos verdes de Iris brillaban con una luz pecaminosa—. ¡Peter! La rosa roja y la rosa blanca significan sangre. La advertí en la página ochenta y cuatro. La elefanta nunca se olvida. Vida o muerte. ¿No es algo magnífico? Suena como la clase de película en que me gustaría actuar. Querido, volvamos para saber más.
—No.
—Anda, queridito, vamos…, te lo pido.
La sujeté más fuertemente.
—No quiero ni barbudos ni rosas. —El perfume de gardenia era delicioso—. Esta noche me perteneces exclusivamente. ¿Lo recuerdas? Además, todo eso no es más que pura jerigonza.
Al oírme hablar así, Iris movió la cabeza.
—Estaba borracho, querido. Claro que sí. Borracho y apestoso. Pero no era sólo el champaña. Eso lo puedes asegurar. Esto significa algo. Estoy segurísima. Vida o muerte.
—No repitas esa frase de vida o muerte —dije con aspereza.
—Si no me da la gana, no me callo —dijo mi mujer.
Probé otro método.
—Lo ves, Iris, siempre serás la misma. En cuanto un hombre te dirige un flechazo…
—Un flechazo… Me gustaría saber quién me ha flechado.
—Ese viejo chivo.
—Pues vaya un flechazo.
—Quieras o no, eso es lo que ha sido. Pensó que pertenecías al tipo extravagante y que aquélla era la manera de flechar a una chica así. Y… por lo visto, tiene razón.
Iris repuso con extrema altivez:
—No me dignaré discutir sobre ese asunto.
Por espacio de unos minutos bailamos guardando un frío silencio. Poquito a poco el fulgor volvió a sus ojos.
—La rosa blanca y la rosa roja —murmuró Iris. De repente exclamó—: ¡Rosas! ¡Mrs. Rosa!
—¿Qué pasa con Mrs. Rosa?
—La mujer que nos cedió su habitación: Mrs. Rosa. Iba vestida de rojo.
—Bueno, ¿y qué?
—¡Oh, no lo sé! Me estaba imaginando…
La música retumbaba incansable. Iris parecía continuar imaginando… Por fin habló.
—Dijo que mi fotografía estaba en la Crónica.
—Sí.
—Puede ser que ésa sea la clave del misterio. Mi fotografía puede estar en el diario. Los estudios han empezado a hacer la campaña de publicidad. ¡Peter! —Me miró con ojos embaucadores.
—¿Qué quieres?
—Peter, amor mío, aunque no volvamos a hablar con el Barbudo, ¿no te parece que podríamos salir a comprar la Crónica?… Sólo para ver.
Con gran tristeza vi que se desvanecía en el aire la noche que me había planeado. Hice un esfuerzo inútil para asirme a su falda.
—Iris, nena…
—No seas tan ñoño y tan miedoso, Peter. ¡Ven!
—Bueno, vamos.
Triunfalmente Iris deslizó su mano en la mía y me arrastró fuera de la pista de baile.
Odiando a los barbudos, acompañé a mi mujer por el corredor alfombrado hasta el vestíbulo. Las arañas encendidas y las cortinas de felpa roja habían contribuido para suavizar el desapacible ambiente de la tarde. El vestíbulo estaba más lleno y bullicioso que nunca. Indiferente a las barreras de miradas masculinas, tan elocuentes como los silbidos, Iris me condujo, pasando entre las macetas de las palmeras, al quiosco de revistas, situado en un rincón.
Una rubia algo ajada se movía detrás del mostrador distribuyendo revistas y cigarrillos. Iris se llevó un ejemplar de la Crónica de San Francisco y me dejó el encargo de entregar una triste moneda. Ya había empezado mi mujer a pasar las páginas del diario cuando una mano me golpeó el hombro.
—¿Qué hay, teniente?
Al volverme vi a Hatch de pie detrás de mí. Llevaba puesto el mismo traje chillón y, completando el retrato imaginario que Iris se había hecho de él, un cigarro grueso y medio apagado colgaba de sus labios. En aquel ambiente festivo Hatch parecía incluso más taciturno que en los baños turcos.
—Acabo de llamar a su habitación y no he obtenido respuesta, teniente. Me figuré que estarían cenando en el comedor. Luego lo vi aquí.
Iris había dejado de hojear el diario y contemplaba a Hatch. Él la miraba con expresión que revelaba embeleso.
—Iris —dije—, este caballero es Hatch Williams, el que ha sido tan amable en el asunto de mi uniforme. Hatch, le presento a mi mujer.
Iris tendió su mano y dijo:
—Estaba deseando conocerlo.
Los dedos rudos de Hatch apretaron los de ella al mismo tiempo que decía:
—Y si hubiese sabido qué me esperaba, hubiera sentido lo mismo, señora. —Luego me dirigió una de sus miradas sarcásticas—. No me extraña que tuviese tantas ganas de volver al hotel.
—¿Hay alguna noticia del uniforme? —pregunté.
—No tan de prisa, teniente. No soy ningún empleado relámpago. He circunscrito las cosas a un par de nombres del registro, y los voy a seguir. Tengo interesado en el asunto a mi compañero, William Dagget. Tiene a su hermano más pequeño en la marina. Pero Dagget es muy detallista, siempre ha sido así. No se ocupará del asunto hasta que usted no nos dé lo que podríamos llamar el distintivo de su uniforme; algo que pueda probar su verdadera identificación.
Le di el nombre del sastre que figuraba en la chaqueta. También le dije lo del siete en el lado izquierdo de los pantalones. Tomó nota en un cuadernillo.
—Esto es para Dagget. Necesita los datos por escrito. Yo no me cargo de apuntes. Lo guardo en mi cabeza.
—Ha sido muy amable en este asunto del uniforme de mi marido —dijo efusivamente Iris.
Hatch repuso, encogiéndose de hombros:
—¡Bah!, eso no es nada, señora. El caso en que estábamos trabajando vino a dar lo que podríamos llamar la última boqueada en el baño turco. William y yo teníamos la tarde libre. Pero ninguno de los dos somos de los que les gusta holgazanear por ahí. —Pareció tornarse prudente—. Además, para decir la verdad, en nuestro oficio nunca se sabe… Algo que parece no ser nada, a lo mejor, siguiéndole la pista, lleva a algo grande. —Me miró—. Puede ser que nos haya encaminado, sin saberlo, hacia algo grande, teniente.
Esperaba que no sucediera así.
Iris parecía estar luchando con una decisión interna. No pude adivinar su pensamiento hasta que dijo:
—Hatch, si…, si en realidad tiene la tarde libre, quizá quiera ayudarnos. No me refiero al uniforme. Me refiero a otra cosa…, algo que tal vez pueda ser un asunto grande.
Sentí que me invadía por su descaro una ola de turbación.
—Iris —dije con severidad—, Hatch es un profesional. No puedes pedirle que se moleste por tu alocada…
Con un gesto de melancólica autoridad, Hatch levantó la mano para hacerme callar.
—¿Qué le preocupa, señora?
—¡Oh! Es solamente algo estrafalario que acaba de suceder hace unos minutos —dije—. Un viejo borracho que ensartó un montón de locuras.
—No creo que sean locuras —dijo Iris—. Escuche, Hatch.
Mi mujer le hizo un relato minucioso, por no decir entusiasta, del episodio del Barbudo. Al oírselo contar, la historia parecía más loca que cuando sucedió. Mientras la escuchaba, Hatch la observaba e iba abriendo gradualmente los ojos. Cuando Iris terminó, el detective se echó hacia atrás el sombrero, se rascó la cabeza y mascó el cigarro apagado.
—Señora, ¿me está tomando el pelo? —dijo muy despacio.
—No, no, claro que no. Eso fue lo que dijo, ¿no es verdad, Peter?
Asentí.
—Pero el hombre estaba borracho.
—¡Borracho! —Hatch lanzó una risa tan alegre como el interior de la tumba de Capuleto. Me dio unos golpecitos en las costillas e hizo un guiño sabihondo—. Un viejo borracho habla con doble intención y usted, señora, cree en seguida que se encuentra en medio de un complot nazi. Así son las mujeres. Todas son iguales. Siempre ocurre lo mismo.
Hatch se mecía hacia delante y hacia detrás sobre sus talones y se reía a carcajadas. Lo hubiera abrazado porque no alentaba a mi mujer. Pero a Iris, que estrechaba aún la Crónica, le contrarió su escepticismo.
—Eso es…, ríase de mí…, no me importa. Voy a buscar esa fotografía.
Y malhumorado empezó a hojear el diario. Hatch y yo mirábamos. De pronto se detuvo en una página y ahogó un grito.
—¡Peter!
Me acerqué al momento a Iris y miré por encima de su hombro el diario abierto en la página social. Encabezando una pequeña columna de la hoja estaba el retrato de una hermosísima mujer que cualquiera, excepto su marido, fácilmente hubiese tomado por Iris. Morena, con los mismos ojos llamativos ligeramente oblicuos y la misma finura de facciones.
Para decir la verdad, por un segundo creí que era una fotografía de Iris, hasta leer debajo estas dos palabras: Eulalia Crawford.
—Eulalia Crawford —dijo Iris mirándome triunfalmente—. Ésta es la explicación. El Barbudo me ha confundido con Eulalia.
—¿Con qué Eulalia? —preguntó Hatch.
—Eulalia es prima mía —explicó Iris—. Vive aquí en San Francisco, donde la conocen bastante bien; aunque esta tarde alguien me ha confundido con ella.
Mientras Iris contaba a Hatch el incidente del teléfono, leí el pie de la fotografía. No decía gran cosa. Tan sólo anunciaba que Miss Eulalia Crawford, «la famosa creadora de muñecos», había accedido a hacer una especie de exposición con una finalidad benéfica social.
Iris estaba sacando las últimas consecuencias.
—¿Lo ve, Hatch? El hombre de la barba no me estaba flechando. Pensó que era Eulalia. Sabe que existe un peligro para mi prima, y le había advertido que permaneciese en su casa. Al verme, creyó que ella había salido a pesar de su advertencia.
Hatch acarició su mejilla escuálida.
—Esto me parece algo raro.
—Ya lo creo que lo es —añadí.
Iris exclamó:
—¡Oh, estoy harta de los dos! He aquí la cosa más extraordinaria que jamás me ha sucedido y os quedáis como un par de lechuzas viejas. ¿No veis que existe un peligro terrible para Eulalia?
—¿Peligro de qué? —pregunté.
Iris apretó los labios.
—De la rosa roja y de la rosa blanca…
—… y de la página ochenta y cuatro y de la elefanta —interrumpí burlándome.
—Seguid, seguid…, eso es, reíros —exclamó Iris fuera de sí—. No mováis ni un dedito cuando mi pobre prima Eulalia está en peligro de ser asesinada o… o algo peor.
—¿Asesinada? —repitió Hatch—. No tan de prisa, señora. No tan…
—¡Oh…, cállese! —Iris se dirigió a mí—: En cuanto a ti…
La gente se había detenido a escucharnos. Iris, que sabía que aborrezco toda clase de espectáculos públicos, se aprovechó desvergonzadamente de las circunstancias.
Dando un suspiro de resignación, cedí.
—Está bien, nena; si te has propuesto tejer un misterio con esto, volveremos atrás y haremos que el viejo lobo se explique. A estas horas estará debajo de la mesa.
Mi capitulación la calmó; pero moviendo la cabeza dijo:
—Quizá esa borrachera no fuera más que una pantomima: algo hecho adrede. Será inútil que vayamos a verlo. El Barbudo sólo me habló por creerme Eulalia. Una vez seguro de que no lo era, enmudeció en el acto.
—Bueno, ¿entonces qué vas a hacer?
—Lo único que me parece bien y oportuno. Voy a telefonear a mi prima Eulalia.
Me hizo gracia aquel asunto de Eulalia Crawford. Mi mujer no había vuelto a verla desde que le metía cotorritas en sus cajones durante su encantadora infancia allá en las llanuras de Jamaica.
Desde la explosión de mi mujer, Hatch la miraba con cierto temor, como si fuese un hermoso animal de rapiña que se puede admirar, pero que también hay que tratar con cuidado.
—Discúlpeme, señora. Ha dicho que esa Miss Eulalia está en peligro y que el Barbudo se lo ha advertido. Siendo así, ¿para qué quiere prevenirla otra vez? ¿Qué le va a decir?
Iris desechó aquella observación, muy sensata por cierto, con una sola mirada.
—Le voy a hablar —repuso altanera— de la rosa blanca y de la rosa roja, de la página ochenta y cuatro, de la elefanta y de vida o muerte.
Dicho esto se alejó de nosotros, dirigiéndose hacia un cartel luminoso que anunciaba: Teléfonos. Hatch y yo nos miramos uno al otro y nos encogimos de hombros para expresar nuestra mutua comprensión masculina. Luego echamos a andar por el vestíbulo detrás de mi mujer.
Iris no tardó mucho en reaparecer. Al salir de la cabina todo su cuerpo, e incluso su manera de andar, traslucía resolución.
—¿Qué tal? —le pregunté—. ¿Has hablado con tu prima Eulalia?
—No. —Iris puso un dedo sobre la gardenia que adornaba su garganta—. Un hombre ha contestado a mi llamada. Me ha dicho que Eulalia acababa de salir, pero que volvería en seguida. Sabía mi nombre. Dice que Eulalia ha estado hablando de nosotros y que tenía mucho interés en vernos…, que quería que fuésemos a su casa en seguida. —Se detuvo—. Le he dicho que iríamos ahora mismo.
—¿Ir a casa de Eulalia? —gruñí—. Nos destalonamos buscando habitación en un hotel para estar solos y lejos de tu odiosa prima Eulalia… y ahora quieres arrastrarme…
Iris no se sonrió.
—Tenemos que ir. Ignoro tanto como vosotros de qué se trata…, pero hay algo.
—¿Por qué? —le pregunté.
—El hombre, Peter. El hombre que respondió al teléfono. Su voz era suave, rara y hablaba ceceando.
Iris me miró fijamente.
—Era el mismo hombre que me llamó desde el vestíbulo del hotel.