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El vestíbulo del hotel San Antón estaba todavía más animado cuando, luchando a duras penas para cruzarlo, conseguí llegar a la puerta giratoria y salir a la calle. También fuera había animación. En San Francisco hay algo fugaz que no existe en ninguna otra ciudad. Tal vez sean los puestos de flores que adornan tantas esquinas. Puede que sean las grandes pendientes por donde se deslizan los vehículos cuesta abajo movidos por la gravedad. O tal vez sea solamente el aire. Pero la gente de San Francisco, incluso haciendo las cosas más monótonas del mundo, parece estar en la cumbre de alguna aventura dominante. Aunque iba refunfuñando por estar lejos de Iris, el sabor de aquello me contagió mientras bajaba por la cuesta hacia los baños turcos. Compré una deliciosa gardenia y le di veinticinco centavos a un muchacho de aspecto bastante honrado para que se la llevase a mi mujer.

Encontré los baños turcos en la manzana inmediata. La casa estaba pintada en ondulante blanco y negro. Los baños turcos estaban en el segundo piso. En la escalera que conducía a ellos se respiraba esa atmósfera tibia característica de los baños turcos y clubs atléticos del país.

Una puerta giratoria me dio acceso a una habitación, casi enteramente ocupada por una jaula de alambre con una ventanilla. Sentado dentro había un hombre huesudo con una visera verde que me alargó una hoja de registro mientras cantaba:

—Un - dólar - cincuenta - incluyendo - alcohol - masaje - sol artificial - recargo - deposite - sus - valores - aquí.

Firmé, le di el dinero y puse mi cartera, mis documentos de identidad y mi reloj dentro del sobre de color castaño que me entregó. El hombre bostezó, lamió el borde del sobre, lo cerró y me lo volvió a entregar junto con un lápiz indeleble.

—Firme - cruzando - el - cierre - del - sobre. - Entregue - su - contraseña - al - salir.

Firmé. El hombre recogió el sobre y lo puso dentro de uno de los muchos casilleros que tenía detrás. Hizo un gesto con el dedo pulgar indicando una puerta forrada de paño verde y luego volvió a sumirse en su arrobamiento medieval.

La puerta verde daba a la sala común, o como se llame, del baño turco. Llegaban hasta mí oleadas de calor. Armarios de metal verde se alargaban formando hileras a la izquierda. A la derecha, hombres en diversas etapas de desnudez estaban recostados en sendos sillones de mimbre, fumando, charlando, bebiendo y leyendo revistas soeces. Sentados a una mesa, cuatro solemnes y activos caballeros, completamente desnudos, jugaban al bridge.

Con un manojo de llaves en la mano, el encargado, un muchacho de color, me condujo a lo largo de las filas de armarios. Los ocupados estaban cerrados. Los vacíos permanecían entreabiertos. El muchacho, empleando algún método de selección personal, me designó un armario, abrió la portezuela de par en par, me entregó una llave con una muñequera elástica y se alejó.

Varios hombres, militares y paisanos, estaban desnudándose en aquella misma fila. Sin ocuparme de ellos puse la llave sobre mi banqueta de tres patas y empecé a quitarme el uniforme. Estaba arrugadísimo después de mi largo y apiñado viaje en tren, y se me había hecho un siete en el lado izquierdo de los pantalones, al engancharme en un clavo. Me alegré de haber metido en la maleta mi uniforme nuevo, pues así podría ponérmelo aquella noche para celebrar el cumpleaños de Iris.

El muchacho de color volvió con otro cliente a remolque. Al pasar junto a mí puso una toalla sobre mi banqueta. Colgué mi uniforme y mi camisa en las perchas dentro del armario, me quité los calcetines y los arrojé dentro, junto con los calzoncillos. Saqué los cigarros del bolsillo de mi uniforme, me eché la toalla al hombro, cerré la puerta del armario dando un buen golpe de modo que la cerradura automática encajase bien, recogí la llave de la banqueta y pasé el elástico alrededor de mi muñeca. Evitando codos y nalgas me abrí paso entre los demás hombres que se desnudaban, y pasando junto al cuarteto desnudo que jugaba al bridge, entré en los baños propiamente dichos.

No había estado en los baños turcos desde los días de mis borracheras de soltero. Era un viernes por la tarde y en las habitaciones calientes de paredes lamosas se apiñaban los hombres. Aunque en la flota me habían sometido a una rigurosa desnudez, por lo menos los cuerpos que me habían rodeado eran jóvenes. Había olvidado las crueles variaciones que la edad puede hacer sobre la forma varonil. Al mirar huraño a mi alrededor, pensé que a la Naturaleza le deben de gustar las paradojas. Hombros que hubieran debido ser anchos eran estrechos; caderas que tendrían que haber sido estrechas eran anchas; estómagos que hubieran resultado mejor lisos, los descubría abultados, y tantos pechos, que curvos habrían parecido más arrogantes, estaban hundidos.

Experimentando cierta presunción por mis propias formas, relativamente ortodoxas, compartí una ducha con un estómago y seguí a un montón de caderas a la habitación caliente donde, sudando la gota gorda, me extendí, junto con mi resfriado, sobre una hamaca de madera que achicharraba el pellejo. Descansé, mientras pensaba en volver junto a Iris y los Cupidos de la habitación 624.

Los cuerpos vecinos estaban tranquilamente charlando, sudando y visitándose unos a otros; pero para mí carecían de individualidad. Los hombres a granel, sin su ropa, pierden toda identificación personal. A medida que el calor penetraba por mis poros me fue apretando el elástico de la muñeca. Me quité la llave y la puse sobre el brazo de mi hamaca. Un joven de piel oscura saltó con agilidad sobre el pie de mi hamaca y me preguntó si no me había visto en el baile. Le dije que no, que probablemente no me había visto; y, recogiendo mi llave, me dirigí a la habitación de vapor.

Permanecí unos cinco minutos en aquella neblina sofocan te y anónima, sintiéndome rodeado por los pegajosos cuerpos de los hombres que me rodeaban. Cuando no pude aguantar más abandoné aquel lugar y me zambullí en el agua helada de la piscina de natación. Estaba listo para el masaje.

Antes de la guerra siempre consideré el masaje como algo penoso, pero me alegró descubrir que el ejercicio naval me había endurecido. Pero, a medida que el masajista de color, un peso pesado, me doblaba y refregada sobre la tabla, mis músculos seguían el ritmo. Cuando acabó conmigo volví a la sala y me sentí más nuevo que recién pintado. Los estornudos me habían abandonado.

Un reloj de pared, colgado sobre el cuarteto nudista de jugadores de bridge, me reveló que la función había durado menos de una hora. Con el pensamiento lleno de Iris encendí un cigarro y, sin detenerme en los crujientes sillones de mimbre, regresé junto a los armarios.

Otros dos hombres estaban vistiéndose en mi misma fila. Me acerqué a mi armario. Me quité la llave de la muñeca y la metí en la cerradura. La hice girar, pero fue en vano.

Manipulé con la cerradura unos cuantos segundos, hasta pensar que tal vez me hubiera equivocado de puerta. Probé el armario verde de la derecha y el de la izquierda, pero sin resultado alguno. Echando maldiciones en mi interior, luchaba con la primera cerradura cuando el hombre que estaba más cerca de mí me abordó:

—¿Tiene alguna dificultad, pimpollo?

Levanté los ojos. Era un hombre que frisaba en los cuarenta, de cabello negro grisáceo, ojos melancólicos y boca burlona del filósofo que no abriga ilusiones con respecto a la inteligencia de sus prójimos. Lo cubría tan sólo una camisa, ostentosamente rayada de blanco y morada, por debajo de la cual sobresalían un par de piernas.

—Sí —contesté—. No puedo abrir mi armario.

Los sombríos ojos negros me miraron un segundo. Al sacar la llave de la rebelde cerradura, alargó la mano. Estaba nervioso y bastante exasperado para responder a su ademán de competencia desabrida. Cuando le entregué la llave, la examinó, miró el armario y luego me dirigió una mirada de melancólica resignación; como si fuese una chiquilla atrasada incapaz de atarse los lazos de sus propias trenzas. Me devolvió la llave diciendo lacónicamente:

—Número de la llave, 312. Número del armario, 168. Está equivocado, pimpollo.

Miré atónito el número de la llave y después el número del armario. El hombre tenía razón. Sintiéndome imbécil, dije:

—Estoy seguro de que éste es el armario donde guardé mi ropa. Pero… quizá tenga usted razón. Probaré en el armario 312.

Me puse la toalla alrededor de las caderas y eché a andar junto a las otras filas de armarios en busca de aquél cuyo número coincidiese con el de la llave. Mi vecino me miró alejarme y luego me siguió indolentemente con los faldones de su camisa blanca y morada flotando alrededor de sus macizos muslos. Encontré el número 312. Mi vecino, de pie junto a mí, observaba escéptico. Se veía demasiado a las claras que su baja opinión de la naturaleza humana en general se había cristalizado en una bajísima opinión de mi persona en particular.

—Ábralo, pimpollo. Verá que sólo se trata de una equivocación.

Metí la llave en la cerradura. La puerta metálica verde se abrió de par en par. Dentro del armario, colgando de las perchas, había un traje de color pardo, una mugrienta camisa blanca, un par de calzoncillos atléticos y un par de estropeadas sandalias de color castaño.

—¡Ya está! —dijo con triste satisfacción el hombre de la camisa—. ¿Ve que estaba equivocado?

—No estaba equivocado —protesté—. Esta ropa no es la mía.

En ese instante pasó por allí el muchacho de color. Lo detuve y le dije:

—Éste no es mi armario. Me has dado la llave equivocada.

El muchacho movió los ojos con sentida sorpresa.

—No, señor. En todo el tiempo que llevo aquí, nunca he dado a nadie una llave equivocada.

—Bueno, pues ahora lo acabas de hacer.

Me estaba sulfurando contra el muchacho y contra el hombre de la camisa blanca y morada, que seguía mirándome con su endemoniada expresión de sabihondo.

—¿Tienes una llave maestra? —pregunté al muchacho.

Se relamió los labios y dijo:

—Claro que sí, señor.

—Pues entonces ven conmigo. Te voy a indicar el armario en que guardé mi ropa, para que lo abras. Quiero irme de aquí —le dije mientras lo agarraba por un brazo.

Volvimos los tres junto al armario de marras. Mi vecino se dirigió a sus reales. Llevando en la mano un par de calzoncillos de santolina artificial, regresó hacia mí.

Mirando al muchacho con aire beligerante exclamé:

—Es éste.

El muchacho abrió la puerta con su llave maestra. Mi vecino estiró el pescuezo.

—¿Qué me dice? —preguntó.

No tenía nada que decir porque el armario estaba vacío.

De pronto, sintiéndome inseguro de mí mismo, balbuceé:

—Puede que fuera otro de los armarios próximos. Pero estoy seguro de que era esta fila.

El muchacho abrió los dos armarios contiguos al primero; y luego, todos los de aquella fila. Sacó trajes de paisano de distintos tamaños y hechuras, el uniforme de un sargento de marina y el de un capitán del ejército. Pero de mis prendas no había ni rastro.

El hombre de la camisa metió las piernas en los calzoncillos y se los abotonó sobre su esbelta cintura.

—Bueno —dijo triunfante—, ahora sí que está equivocado.

Dominando el impulso de estrangularlo, continué atizando al muchacho de color.

—Estoy seguro de que mi armario era el primero que has abierto. Si me diste la llave correspondiente, alguien me la ha cambiado y se ha marchado con mi uniforme. Llama al gerente.

—Sí, señor.

El muchacho se alejó corriendo.

Mientras que fumaba en silencio, mi vecino, rascándose la cabeza, contemplaba el interior vacío del que fue mi armario.

—Por lo visto alguien le ha birlado su ropa, pimpollo.

—Lo grande es que lo reconozca así —repuse con acritud.

—¿Ha dicho que era su uniforme? ¿Pertenece al ejército?

—A la marina.

—Malo. Perder el uniforme es algo malo. Eso puede acarrearle un disgusto, ¿verdad?

—Probablemente no me fusilarán al amanecer. —Estiré el pescuezo para buscar al gerente—. Pero no me hace ni pizca de gracia. Ese uniforme me costó ochenta dólares.

—Malo…, malo.

—Y lo que más me sulfura, aunque el muchacho haya confundido sin querer las llaves, es el robo deliberado. Porque ningún paisano, por borracho que esté, se hubiera marchado de aquí sin darse cuenta de que llevaba puesto mi uniforme en lugar de ese traje pardo. Menos mal que tengo otro uniforme en el hotel.

—Un uniforme es buen bocado.

Mi melancólico amigo había sacado los pantalones del armario. Estaban hechos con paño de color azul fuerte, y de ellos colgaba un par de escandalosos tirantes rojos.

—Piense en algún pillo a quien persiga la policía… Muy ingeniosa idea la de entrar aquí como un paisano y salir como un marinero. También —añadió con siniestro énfasis— ha podido ser algún espía enemigo. Me figuro que a alguien de esa calaña puede prestarle grandes servicios un uniforme de la flota norteamericana.

Aunque aquello tuviese un cariz melodramático, sirvió para aumentar mí exasperada zozobra. Perder el uniforme era malo en sí; pero si detrás había algo más siniestro que el simple robo, no podía haber sucedido en peor ocasión: cuando mi ascenso estaba pendiente.

Mi vecino se había puesto los pantalones y se los estaba abrochando.

—Consideremos el hecho. Demos por sentado que el muchacho le entregó la llave correspondiente a su armario y que el individuo del armario 312 le cambió la llave. ¿Cuándo pudo hacerlo?

Recordé que estando en la habitación caliente me había quitado la llave unos momentos y la había puesto sobre un brazo de mi asiento. Pensé en el muchacho negro que se me acercó, pero estaba seguro de que no le había interesado mi llave. Sin embargo, cualquier otra persona de la habitación caliente pudo haberme cambiado la llave con toda facilidad y sin que lo notara. También recordé que mientras me desnudé había dejado la llave sobre la banqueta. Cualquiera que hubiera pasado podría habérsela llevado. Demasiado claro estaba la inutilidad de querer circunscribir las cosas; por eso dije:

—Supongo que cualquiera de los que han estado aquí ha podido cambiarme la llave.

—¡Malo!

Mi vecino estaba anudándose una formidable corbata blanca y morada sobre la camisa blanca y morada. Vestido, su ropa vistosa, contrastando con la cadavérica lobreguez de su rostro, le hacía parecer un capitán del Ejército de Salvación disfrazado de comisionista de apuestas hípicas. Alargó una mano ruda y, como sintiendo que nuestra amistad era lo bastante seria para presentarse, dijo:

—Llámeme Hatch.

—Muy bien, Hatch. Soy Peter Duluth.

Entonces llegó el gerente discutiendo con el muchacho encargado de los armarios. Con bastante mal humor relaté lo sucedido. En un momento dado se me cayó la toalla y me sentí bastante grotesco, completamente desnudo, al quejarme al gerente; pero no podía hacer otra cosa. El gerente se mostró amable, aunque deseoso de que no se molestara con algún alboroto a los demás clientes. Se negó con mucha cortesía a aceptar mi palabra de que el uniforme lo habían robado, hasta que se registraran todos los armarios. Tras una pequeña confusión se efectuó el registro.

Mi uniforme, por supuesto, no apareció.

—Esto me aflige muchísimo, teniente —murmuraba el gerente—. El hombre que…, esto…, se puso su uniforme debe de haberse marchado. ¿Qué puedo hacer? Nunca había sucedido aquí algo parecido.

—No me importa lo que haya o no haya pasado aquí —repuse—. Pero tiene que hacer algo. Quiero irme; y si se figura que voy a pasearme en cueros por la calle Stockton, se equivoca.

Hatch nos había estado mirando al mismo tiempo que sus mandíbulas masticaban un pedazo de goma de mascar.

—Considere debidamente el hecho —dijo—. El que robó el uniforme del teniente ha dejado su ropa en el armario 312. Pues bien, registre el traje. Puede ser que le dé una orientación. Considere debidamente el hecho.

A pesar de su exasperante hábito de repetir con exceso la misma frase, empecé a darme cuenta de que Hatch tenía razón. Volvimos al armario 312. La búsqueda en el traje pardo y la ropa interior resultó vana. Incluso faltaba la marca de confección en el interior de la chaqueta.

Las mandíbulas de Hatch apretaban la goma de mascar.

—Bueno, por lo menos ahí tiene el teniente algo que ponerse para volver al hotel. Como el otro se marchó con su uniforme, póngase usted el traje de él. Más vale eso que nada.

Me repugnaba muchísimo aquel traje y la desaliñada camisa blanca; pero no tenía otra cosa que ponerme. Mientras los tres hombres me miraban fijamente, me vestí. El traje no me estaba demasiado mal. Los zapatos también podían pasar.

—El individuo debe de ser casi de la misma talla que el teniente —murmuró Hatch—. Considere debidamente el hecho. —Y volviéndose hacia el muchacho le preguntó—: ¿No recuerda al individuo a quien le asignó el armario 312?

El muchacho movió la cabeza.

El gerente dijo a contrapelo:

—Siempre procuré no asociar el establecimiento con la policía, pero…

—¡La policía! —repitió Hatch con voz ronca y despectiva—. Como intervenga la policía llevarán al teniente a la comisaría y le harán toda clase de preguntas hasta el amanecer; pero, ¿cree que se preocuparán de recuperar un uniforme? ¡Quía!

Aunque no estaba en condiciones de opinar con tanto cinismo de la autoridad policíaca de San Francisco, Hatch tenía razón, como siempre. Nada, ni siquiera el uniforme, iba a obligarme a pisar una comisaría el día del cumpleaños de Iris. Por eso dije:

—Descartemos a la policía.

Me habían hecho perder ochenta dólares, y como estaba cansado de darle vueltas al asunto, pensé en marcharme y dejar las cosas tal como estaban. Así se lo iba diciendo al gerente cuando Hatch me puso la mano sobre el hombro.

—No tan de prisa, teniente. Ese individuo ha debido firmar cuando entró en el registro del cajero, y tiene que haberse encontrado nuevamente con el cajero al salir. Tal vez él pueda decirnos algo. Considere debidamente el hecho.

Al nombrar al cajero recordé con angustia que le había entregado mi cartera. Haber perdido mi uniforme en un baño turco era bastante humillante; pero si mis documentos de identidad hubiesen desaparecido también… Aquella idea me hizo sentir escalofríos.

—Vayamos a ver al cajero.

Me lancé en la dirección del pequeño vestíbulo, con el gerente y Hatch detrás de mí. El huesudo cajero aún estaba extendido sobre una silla dentro de su jaula.

—Deme los documentos del teniente Duluth —dije.

El hombre parpadeó. Con inaguantable cachaza se puso a manosear los casilleros que tenía detrás.

—Teniente Duluth —murmuró—, Duluth. ¡Ah!… aquí están.

Por la ventanilla de la reja deslizó un sobre de color castaño al mismo tiempo que entonaba nuevamente su estribillo:

—Contraseña - tal - como - firmó - al - entrar.

Entonces, al fijarme en mi traje de paisano, hizo un gesto para recuperar el sobre.

Teniente Duluth… Pero usted no es teniente.

—Está bien —intervino el gerente—. Ha habido una pequeña equivocación.

Abrí el sobre. Con infinito alivio comprobé que mis documentos estaban allí, sanos y salvos.

Con ambos pulgares enganchados en los tirantes rojos, Hatch miraba al cajero con su gesto particular de autoridad andrajosa.

—Escuche —dijo—. Alguien ha robado el uniforme del teniente. Lo cual quiere decir que aquí ha entrado un tipo vestido con ese traje —me señaló— y ha vuelto a salir con el uniforme de teniente de marina. Si tiene ojos en la cara, habrá notado una cosa así.

El cajero se quedó boquiabierto contemplando mi traje pardo.

—No recuerdo…, espere… quizá recuerde… Sí. Hará cuestión de quince minutos salió de aquí un teniente de marina. Se tapaba la cara con un pañuelo, como si estuviese resfriado. Pasó por aquí y le grité: ¡Oiga, olvida sus documentos! Porque los tenientes siempre llevan consigo sus papeles de identidad y cosas por el estilo, y los militares me entregan sus documentos o dinero. Pero ese individuo, ese teniente, no hizo más que volverse y decir: No le entregué documento alguno. Los que tengo los llevo conmigo. Y se alejó muy de prisa.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Hatch.

—No se lo podría decir con exactitud. Como he dicho, llevaba un pañuelo delante de la boca. Me parece que era casi de la misma talla que el teniente, y…

—¿No le chocó nada en él? En su voz, por ejemplo…, ¿nada?

—Su voz… —El cajero vaciló—. Me parece que noté algo en su voz. Era suave y algo rara, como si hablara ceceando.

Estaba tan contento por haber recuperado mi cartera, que no presté mucha atención a lo que decían.

—Escuché —le dije al gerente—. No tengo tiempo que perder armando líos. Sabe mi nombre. Estoy en el hotel San Antón, aquí al lado. Avíseme si hay alguna novedad. Si no, olvide lo sucedido.

El gerente pareció tranquilizarse. Pero los ojos melancólicos de Hatch se fijaron en los míos.

—No tan de prisa —exclamó—. Ochenta dólares son ochenta dólares. No me gusta ver que a alguien le roben así.

—Olvídelo.

Hatch, pensativo, masticaba su goma; llevándome aparte me dijo:

—Escuche, teniente. Por lo general cosas como ésta no me preocupan. Para mí es el pan de cada día. Ahora que…, le confieso que he venido a estos baños siguiendo la pista de un caso, pero no he conseguido lo que esperaba. Tengo la tarde libre. Lo tomé por aficionado a los estupefacientes, pero veo que no lo es. Voy a hacer un esfuerzo por recuperar su uniforme.

Lo miré atónito.

—¿Qué demonios…?

Con cierto orgullo sombrío sacó del bolsillo una tarjeta impresa y me la entregó.

Leí:

HATCH WILLIAMS Y WILLIAM DAGGET

Detectives privados

—¡Caramba! ¡Conque detective privado! No me extraña que haya sido tan listo.

Hatch Williams bajó la vista modestamente.

—Por si acaso, voy a tomar los nombres de ese registro. Aun quedan muchos caminos… Tengo mis métodos. No le prometo nada, entiéndalo bien. Pero…, bueno, ¿convenido?

Miré su rostro lóbrego con aquellos ojos negros y tristes. Comprendí que Hatch Williams tenía más que una pasajera ocasión de lograr algo si se le metía en la cabeza hacerlo.

—Convenido. En cuanto a los honorarios…

—No habrá honorarios. —Hatch hizo una mueca forzada con sus desagradables facciones—. Tengo un hijo en la marina.

—Pero…

—No hay pero que valga. Dígame tan sólo dónde se hospeda, para mantenerme en contacto con usted. Y ahora no piense más en todo esto. Diviértase. Déjeme las preocupaciones del caso.

Mrs. Rosa, Hatch Williams, San Francisco, encajaban bien con un paisano fino. Dándole unos golpecitos sobre el hombro, dije:

—Eso es demasiado desinterés por su parte, Hatch. —Le di el número de mi habitación en el hotel San Antón y, ansioso de volver junto a Iris, me apresuré a salir a la calle.

A mitad de camino, cuando me consideraba tonto y culpable dentro de aquel ignominioso traje pardo, me vino repentinamente algo que el cajero había dicho: que la voz del impostor que había escapado con mi uniforme era suave y algo rara, como si hablara ceceando. Me pareció ver a Iris, sentada sobre la cama, hablándome del desconocido que la había llamado desde el vestíbulo del hotel. Había algo en su voz, dijo ella. Ceceaba muchísimo.

Al agolparse esas dos reflexiones en mi mente tuve la impresión de que algo siniestro yacía fuera de mi alcance. Luego predominó el sentido común y pensé que en San Francisco habría miles de hombres que cecearían al hablar.

—Tonterías —dije para mi capote.

Ésa era la segunda vez, en pocas horas, que había dicho lo mismo: tonterías.