Marineros, miles de marineros semejantes a una plaga de langostas azules se paseaban de arriba abajo por la calle del Mercado. Claro que aportaban color, fuerza chispeante y todo lo demás que se supone deben aportar a una escena de marineros. Pero no había venido a San Francisco para ver marineros. Después de tres meses desordenados en un campo de ejercicios navales al norte de la costa, había absorbido color y vigor marítimos en abundancia para mantenerme indefinidamente. Los marineros —dándonos empellones a Iris y a mí, que queríamos abrirnos paso hacia delante— no eran sino otra de las cosas que conspiraban contra nuestro fin de semana, lo mismo que los hoteles repletos y la falta de taxis.
Aun sabiendo que no lo encontraríamos, buscaba un taxi mirando entre las movedizas gorras blancas. Mi mujer, obedeciendo tercamente la norma de que los oficiales de marina deben conservar libre su mano derecha, había insistido en llevar su maleta. La hizo chocar contra la mía al cambiársela de una mano a la otra; y yo, al apartar mi maleta, casi aplasto a la compañera de un segundo maquinista.
Con voz muy aguda me dijo mi mujer:
—Podría ir a casa de Eulalia.
—¿De qué Eulalia? —pregunté.
—De Eulalia Crawford.
—¿Quién es Eulalia Crawford? —Pacientemente desenredé a mi mujer de un joven alférez. El alférez parecía no querer que lo desenredaran.
—Eulalia Crawford es prima mía. No la he vuelto a ver desde que éramos niñas. Vive en San Francisco. Puede ser que tenga un dormitorio disponible.
—¡Maldito sea —exclamé— si pasamos una sola de nuestras preciosas treinta y seis horas en el dormitorio disponible de tu aborrecible prima solterona!
Mi mujer se irritó.
—Eulalia no es ninguna solterona aborrecible. Es deslumbrante, hermosísima y tiene mala fama. Tiene amantes y demás.
—Solterona o ramera —dije—, nada de Eulalia.
—¡Qué lenguaje para un teniente del grado superior! —murmuró Iris. Y añadiendo: «¡Zas!», fue a chocar contra un sargento de la marina.
Sólo pensaba en una cosa. No había estado a solas con mi mujer desde hacía tres meses. Ansiaba estar solo con ella. Y cuando diecisiete hoteles nos negaron alojamiento desde el teléfono de la estación, estaba convencido de que, con guerra o sin ella, un marido aun tenía derecho a una habitación para estar con su mujer. Un milagro había hecho coincidir el cumpleaños de Iris con mi primera licencia desde mi traslado temporal del servicio en el mar al campo de ejercicios. Otro milagro había hecho posible que mi mujer le birlase el fin de semana a la película con que Hollywood la estaba apadrinando para convertirla en estrella famosa. De modo que si los milagros tenían algún valor funcional, un tercer milagro tenía que ocurrir para hacer posible que disfrutáramos de los otros dos anteriores.
—Si por lo menos hubiéramos tenido tiempo de telegrafiar para que nos reservasen una habitación… —indicó suspirando Iris. Se detuvo, puso la maleta en el suelo y me miró desesperada—. Querido, no podemos seguir andando a tontas y a locas. En una ocasión ganaste una medalla por ser ingenioso. Saca a relucir tus habilidades.
El río de marineros fluía alrededor nuestro. Iris estaba tan preciosa con su fino vestido negro y su capa de zorros plateados, que sacaba de tino el mirarla. Sólo había podido besarla una vez desde que nuestros respectivos trenes nos dejaron casi al mismo tiempo en la estación del ferrocarril, verdadera casa de locos. Todo en mí gritaba por una intimidad donde pudiera empezar a besarla de verdad. Habíamos llegado a la esquina de la calle Stockton. La tomé del brazo para alejarla de los marineros de la calle del Mercado, pero fuimos a dar con una multitud igualmente densa de fatigados compradores.
—Estamos a pocos pasos del San Francisco y del San Antón —dije—. Probemos.
—Pero si nos han dicho que están llenos.
—Eso lo dijeron por teléfono. Probemos con nuestro encanto personal.
Iris deslizó su mano libre en la mía, y quebrantó así, por consiguiente, su norma favorita sobre la mano derecha de los oficiales de marina.
—¿Con qué encanto personal? ¿Con el tuyo o con el mío?
—Con el tuyo. Y si no ceden, probaré con palabras bruscas.
Al empezar a subir por la calle Stockton estornudé. Yendo en el tren sentí que me estaba resfriando. Ésa era otra cruz que tenía que soportar.
—¡Salud! —dijo Iris.
Algo más adelante pasamos ante un cartel anunciador de baños turcos. Mi mujer dijo con esperanza desesperada:
—¿Crees que en los baños turcos se alquilarán habitaciones para parejas mixtas?… Quiero decir, si uno explica que está casado.
—No es probable —contesté. Y volví a estornudar.
Seguía estornudando cuando por fin llegamos a la plaza de la Unión.
Los hoteles San Francisco y San Antón se miraban uno al otro a través de los macizos de flores del parque como dos viudas rivales y lujosamente ataviadas en un sarao. Probamos primero en el San Francisco. No hicieron mella ni el encanto de Iris ni mis palabras bruscas. Atravesando el pequeño parque, empujamos la puerta giratoria y entramos el soberbio vestíbulo del San Antón.
Aunque quisiera aparentar que había dado banquetes para Sutro y los Cuatro Grandes sentados frente a la chimenea, el San Antón había sido construido después de la primera guerra mundial. Sin embargo, su ambiente revelaba ser del viejo San Francisco: dorados, afelpados rojos con complicados dibujos, grandes espejos y arañas de cristal. El ímpetu de las costumbres de guerra había rebajado un tanto su dignidad. Los grandes sillones que se hicieron para las cómodas asentaderas de las matronas de tiempo de paz los ocupaban, cuando entramos, madres en servicio al cuidado de niños chillones o mujeres delgadas, con pantalones masculinos, recién llegadas de los astilleros. Los inevitables marineros, profusamente aumentados con oficiales del ejército y de la marina, haraganeando alrededor de las macetas de palmeras añadían una ruidosa nota de bar.
Abriéndonos paso entre los equipajes y el caos general nos dirigimos al mostrador del encargado de las habitaciones, donde se hallaba congregado un grupo de personas pidiendo habitaciones. Como la lucha iba a ser evidentemente recia, de un codazo puse a Iris en posición estratégica. Dos empleados, de cuello delgado y con gafas, estaban procurando hacer frente a la situación. A uno de ellos lo había acorralado una mujer a la izquierda de Iris; una rubia avasalladora, con vestido rojo, sombrero parecido a un plumero y mirada alegre, que llevaba a remolque a un griego moreno vestido de paisano. La rubia hablaba al empleado haciendo muchos gestos, con acento extranjero y lanzando ruidosas carcajadas, lo cual posiblemente constituiría su concepto del encanto.
—No la escuché. El otro empleado revoloteaba como paja lanzada al viento.
—¡Oiga! —le grité al mismo tiempo que Iris, con soberbio aplomo, le dirigía una hechicera sonrisa que lo detuvo a medio vuelo.
Como permaneciera dudoso delante de nosotros le dijo Iris:
—Por favor, mi marido y yo necesitamos una habitación. Es horrible…
—Lo siento mucho, señora.
—Nos contentamos con cualquier cosa. —Mientras lo miraba con fijeza, Iris colocó una mano sobre el brazo de él—. Hemos venido sólo para el fin de semana. Hace seis meses que no veo a mi marido. He hecho un viaje tan largo y…
La rubia del sombrero parecido a un plumero lanzó otra risotada. Parecía estar triunfando. La maldije.
—Lo siento muchísimo, señora. —El encargo trataba inútilmente de retirar su brazo de la presión de Iris.
—Pero tiene que comprender. —Su historia se tomaba más patética y fantástica a cada minuto—. Mi marido se embarcará uno de estos días. Ésta es la última ocasión que tendremos de estar juntos. Somos recién casados. Hemos probado en todos los hoteles de la ciudad. Cualquier cosa basta. Una habitación pequeña. Una habitación sin baño, o un baño sin habitación…
Detrás de las gafas, los ojos del empleado se conmovieron. En un momento loco pensé que Iris había triunfado. Luego, con una voz que decía «esto me duele más a mí que a usted», el encargado murmuró:
—Crea que lo siento muchísimo, señora. Me encantaría complacerles, pero…
Tuve la impresión de que la rubia del sombrero se había vuelto y estaba mirando a Iris.
—Escuche —dije…
—Lo siento muchísimo, señor —contestó el encargado.
La rubia tiró a Iris de la manga. El montón de plumas se tambaleó sobre los macizos rizos rubios.
—Quiere una habitación, ¿no es así? —preguntó.
Iris y yo nos abalanzamos sobre ella.
—Sí, sí —dijo Iris.
—Sí —dije, y estornudé.
La rubia miró a su griego; luego nos miró a nosotros. Puso las manos sobre los brazos de Iris y dijo:
—¡Pobres chicos! He oído lo que han dicho. Van a separarse y se aman. Tendrán la habitación que acabo de dejar.
No podía creerlo. Iris balbuceó:
—¿Quiere decir…?
La rubia se volvió majestuosamente hacia el empleado que la atendía.
—A esta preciosa joven y a su esposo y marino… les va a dar mi habitación.
El empleado pareció trastornado.
—Mrs. Rosa…, la habitación es suya, desde luego. Sin embargo, ahora que piensa dejarla, hay una larga lista de gente que espera…
Los ojos de la rubia centellearon.
—A menos que sea para esta pareja, no dejo mi habitación. La reservo.
El griego estalló en un agitado monólogo extraño. La rubia no le hizo caso y continuó mirando al empleado. Lo mismo hacíamos Iris y yo.
El del hotel vaciló un largo momento y luego dijo a regañadientes:
—En ese caso, Mrs. Rosa, antes que tener la habitación vacía permitiré que lo ocupen sus…, esto…, sus amigos.
—Muy bien. —La estrepitosa risa de Mrs. Rosa se oyó otra vez.
Le sonreí. Hubiese estrechado a ella, sus plumas y todo contra mi pecho. Iris dijo:
—Gracias, señora. Se lo agradecemos más de lo que podemos decir.
—¡Bah!, eso no es nada. Querida joven, al verla ahí, de pie, me recordó tanto a una preciosa chica que fue amiga mía…, que me dije: «Estos pobres chicos están enamorados». —La cara grande y simpática de Mrs. Rosa estaba húmeda de emoción—. Yo también estoy enamorada. —Hizo adelantar al gordo y tímido griego—. Éste es Mr. Annapopaulos. Nos casaremos esta noche. Por eso dejo mi habitación.
Annapopaulos se inclinó y nosotros correspondimos al saludo.
Mrs. Rosa hizo un guiño malicioso al mismo tiempo que pegaba a Annapopaulos un golpe en las costillas.
—Esta noche me caso. Esta noche no necesito mi dormitorio particular, ¿verdad?
Mr. Annapopaulos parecía más tímido aún. Agitando las plumas de su sombrero y tirándonos un beso, Mrs. Rosa, la mujer más admirable del mundo, se alejó del mostrador arrastrando a su prometido.
Su risa estruendosa resonó otra vez mientras que ambos desaparecían entre el hormiguero del vestíbulo.
El empleado los miró tristemente y nos alargó las hojas de registro.
—Firmen aquí, por favor. Es la habitación 624.
Firmé, sonriendo, «teniente Peter Duluth y señora». El empleado ordenó a un mozo que llevara nuestras maletas.
Después de todo, el tercer milagro había ocurrido. Estaba otra vez en el mejor de los mundos.
Un ascensor dorado, con adornos cursis, nos llevó a nosotros, al mozo y a una docena más de personas al sexto piso. El mozo echó a andar delante con las maletas y nos hizo entrar en la habitación 624, que abrió con una llave. Mientras que abría las ventanas y arreglaba las cosas, Iris y yo cogidos de la mano, contemplábamos el milagro.
La habitación era buena. De perfecto estilo Luis XV, ostentaba como principales atractivos una enorme cama de matrimonio cubierta con colcha encarnada, un diván Madame de Récamier y un gran espejo con dorados Cupidos desnudos en el marco. Aquello evocaba visiones de ligas de muchachas y las noches frívolas del noventa. Una puerta abierta dejaba entrever un cuarto de baño moderno. Di al mozo cincuenta centavos para librarnos de él, se marchó y cerró la puerta.
—¡Querido! —Iris miré extasiada a su alrededor. Quitándose el sombrero y los zorros plateados vino hacia mí, y echándose atrás su cabello oscuro, me dijo—: Querido…, este esplendor… y un cuarto de baño.
La estreché entre mis brazos. La besé. La volví a besar y permití a mis manos que la recordasen. Acariciarla era como comer pan blanco después de meses enteros en un campo de concentración japonés.
Con mis labios pegados a los suyos dije:
—Amor mío, amo a Mrs. Rosa.
—Querido, amo a Mr. Annapopaulos —me contestó Iris, con centelleantes ojos verdes tras las pestañas pintadas—. Mrs. Rosa dijo que le recordaba a alguien que conocía. ¿Quién será?
—¿Que importa?
—Nada. Sólo es algo que me estaba preguntando. Yo… ¡Oh, Peter, que bien estar contigo otra vez!
La levanté en mis brazos y la conduje a la cama regia. La dejé sobre la colcha encarnada y me quedé a su lado. Iris alzó las manos hasta las solapas de mi uniforme.
—Peter, vistámonos esta noche; quiero que estemos elegantísimos para cenar y bailar. Luego volveremos aquí y no saldremos de la cama hasta que tengas que marcharte.
Me incliné sobre ella y acaricié con mi mano la curva de su mejilla.
—¿Por qué no suprimir la cena y el baile, nenita?
Uno de mis dedos estaba sobre sus labios. Lo besó y luego hizo que me agachara, para abrazarme.
—Suprimámoslo todo —aceptó suspirando y con una burlona sonrisa mientras se volvía—. Tengo irnos pensamientos tan disolutos… Hay algo en esta habitación que me hace desvergonzada. Creo que son las espaldas desnudas de los Cupidos.
Permaneció quieta un instante, mirándome con ternura.
—Tus orejas… Son tan planas y suaves que encajan perfectamente en tu cabeza. Cuando estás lejos de mí, sueño con tus orejas.
Me incliné sobre ella.
—Cuando estoy lejos, sueño con tu…
—¡Querido! —exclamó haciendo una mueca—. ¿No me vas a felicitar por mi cumpleaños?
Casi me había olvidado del cumpleaños. ¡Había tantas cosas en que pensar! Me arrastré fuera de la cama y, abriendo la maleta, saqué mi uniforme nuevo, el uniforme especial que tenía para las ocasiones de gala. Lo puse sobre una silla, saqué una bolsita de papel transparente y le tiré a mi mujer tres pares de medias.
—¡Feliz cumpleaños, nena!
Iris agarró una media y, al observarla, emitió pequeños sonidos arrulladores.
—¡De nylon! Peter, ¿cómo las has conseguido?
Le besé la oreja y contesté:
—Vendiendo mi cuerpo en los sitios debidos.
Iris me rodeó el cuello con sus brazos.
—Es el cumpleaños más hermoso de mi vida.
El aroma de su perfume sugería las cosas que había echado de menos. Iris no era la única que se había vuelto desvergonzada. Pero conmigo nada tenían que ver los Cupidos que había a mi espalda.
Durante un largo momento se abandonó entre mis brazos. Luego, echándose hacia atrás, dijo con cierta precipitación:
—Querido, hablemos un rato. ¿Qué tal es el campo de ejercicios? ¿Te resulta agradable y tranquilo después del Pacífico?
—Agradable, triste y sudoroso. —Vacilé un poco—. Sin embargo, tengo algunas noticias. Justo antes de salir, el comandante me dijo que si soy un buen muchacho y no me meto en líos, ascenderé pronto.
Iris sonrió con orgullo.
—¡Magnífico! Lo que esta familia necesita son más galones dorados.
Hubiera deseado que no mencionara el campo. No era el momento de decirle que, cuando realizara el entrenamiento, seguramente volverían a mandarme al mar. Una de las cosas más difíciles en este mundo es explicar a tu mujer cómo puedes amarla con todas tus fuerzas y, sin embargo, estar deseando volver al frente.
Para alejar el tema pregunté:
—¿Cómo está Hollywood?
Tiempo atrás, antes de incorporarme a la marina, fui empresario de comedias en Broadway para ganarme la vida, mientras que Iris se fue labrando una carrera como actriz dramática. Sin embargo, cuando me trasladaron al Pacífico, abandonó su trabajo en el Este y firmó un breve contrato cinematográfico para estar cerca de mí. Fue un acto de gran abnegación por su parte, porque Iris amaba el teatro y odiaba Hollywood.
Iris arrugó la nariz.
—No hablemos más de Hollywood, querido. Todavía estoy trabajando en la primera película. Soy la otra mujer. Vi algunos fragmentos la semana pasada. Soy tan fotogénica como la hermana idiota de Hedy Lamarr.
Acariciando las medias abandonó la cama y fue hacia la cómoda seudofrancesa. Seguí a Iris, pero me dio un ataque de estornudos.
Iris se volvió.
—Te estás resfriando.
—Así parece.
Su cara se arrugó.
—Querido, no puedes tener un resfriado en mi hermoso cumpleaños. —Miró su reloj y pareció decidida—. Sólo existe un buen remedio para los resfriados.
—¿Cuál? —pregunté, dudoso.
—Darse un baño turco. No son más de las cinco. De todos modos, voy a emplear unas cuantas horas en embellecerme. Tienes muchísimo tiempo a tu disposición. ¿Por qué no te vas a los baños turcos que hemos visto anunciados en la calle?
Puso sus manos sobre mis brazos.
—Date un baño de vapor, querido. Deja que el masajista te ponga bien ágil. Luego te sentirás admirablemente y podremos ir a divertirnos.
No me gustaba la idea del baño turco. Todo el tiempo que pasara lejos de Iris lo juzgaba una pérdida irremediable. Pero a mi mujer le sobraba razón, y no tenía derecho a someterla a un compañero desaseado.
—Muy bien —dije de mala gana—. Iré si…, si es que te fías de mí, solo en un baño turco.
Entonces fue cuando sonó el teléfono. Mi mujer dio un salto en la cama y, estirándose sobre la colcha encarnada, descolgó.
—Por amor de Dios —le dije—, no te comprometas.
Iris asintió.
—¡Diga! —dijo. Luego añadió—: ¿Con qué habitación desea hablar?… Sí, ésta es la habitación 624. Pero soy Iris Duluth, la mujer de Peter Duluth… ¡Oh! Quizá desea hablar con Mrs. Rosa, porque ésta era su habitación. Acaba de marcharse… ¿Qué?… ¿Eulalia qué?… ¿Eulalia Crawford?
Se puso visiblemente nerviosa.
—¡Oh, no! No soy Eulalia Crawford. Pero soy prima suya. Sí, dicen que me parezco mucho a ella… Sí, es mi marido, el teniente Duluth… No. Escribí a Eulalia desde Hollywood, pero hemos venido por tan pocos días que no tendremos tiempo de verla… Me encantaría invitarlo a subir, pero… estoy atareadísima deshaciendo las maletas, y mi marido va a salir para darse un baño turco aquí al lado… ¡Oh, no sea tonto!… Gracias. Adiós.
Colgó y arrugó el entrecejo.
—Algo curioso —dijo.
—¿Qué pasa?
—Llamó un hombre desde el vestíbulo. Decía que nos ha visto subir con el mozo y que pensó que era Eulalia Crawford.
—Otra vez esa triste prima.
—Eulalia no es triste —protestó Iris—. Te he dicho que es hermosísima y que tiene mala fama. He oído decir que se parece mucho a mí. Claro que tiene algunos años más que yo, pero… —Mi mujer me miraba con lo que llamo su mirada de María Roberts Rinehart—. Ha sido una cosa tan rara… ¿Por qué ha llamado, aunque pensase que era Eulalia? Dijo que era amigo de ella, pero…
La insaciable curiosidad de mi mujer siempre da lugar a que su imaginación se lance tras misterios imaginarios. Para desalentarla dije:
—Probablemente pensaría que había sorprendido a Eulalia escabulléndose a un rinconcito con un fortuito teniente de marina. Me dijiste que tenía amantes y demás. Quizá ese hombre sea un rival en acecho.
—Peter, no digas groserías de Eulalia. Ni siquiera la conoces. —Hizo una pausa—. Pero ese hombre también dijo que era un gran amigo de Mrs. Rosa. Parecía querer subir aquí. Y… y… bueno, le interesaba saber si iba a visitar a Eulalia. Efectivamente, me escribió hace unas cuantas semanas. Eulalia hace muñecos o algo extravagante. Supo que estaba en Hollywood. En su carta, muy cariñosa por cierto, me contaba cómo cuando yo tenía cuatro años acostumbraba meter loritos en sus cajones en las llanuras de Jamaica. Le contesté, como buena prima, prometiendo ir a verla un día… Peter, ¿por qué ese hombre es amigo de Eulalia y de Mrs. Rosa? ¿Por qué se ha interesado tanto por lo que pensábamos hacer?
—Ni lo sé ni me importa. —Y añadí firmemente—: Y a ti tampoco.
—Pero, querido, ya lo creo que me importa.
—¿Por qué?
Hizo una pausa y luego dijo con solemnidad:
—Había algo en él…, algo en su voz. Peter, ese hombre ceceaba muchísimo. Ha dicho «zi», «dezde luego» y «Mrz. Roza». Me ha parecido siniestro.
—Escucha. Si vas a comenzar con una de tus historias no iré al maldito baño turco. Me sentaré aquí y no haré más que estornudar.
Iris se mantuvo terca.
—Ha sido algo muy raro.
—Tonterías —dije.
Eso fue lo que dije: tonterías.
Pero, citando las palabras imperecederas de la inmortal Mrs. Rinehart: Si lo hubiera sabido…