Son muchas las maneras en que puede morir un gato doméstico fuera de su casa, entre ellas el desmembramiento a garras de los coyotes o el aplastamiento bajo las ruedas de un coche, pero cuando Bobby, la querida mascota de la familia Hoffbauer, no volvió a casa un día de primeros de junio y, por más que lo llamaron y buscaron dentro de los límites de Canterbridge Estates y recorrieron arriba y abajo la carretera comarcal y graparon la fotocopia con su imagen en los árboles de la zona, no apareció el menor rastro de él, casi todos en Canterbridge Court dieron por supuesto que Bobby había muerto a manos de Walter Berglund.
Canterbridge Estates era una urbanización nueva, compuesta por doce amplias viviendas con muchos cuartos de baño al estilo de ciertas casas modernas, al sudoeste de una masa de agua menor llamada ahora oficialmente lago de Canterbridge Estates. Si bien en realidad el lago estaba en un rincón perdido, últimamente el sistema financiero del país prestaba dinero casi sin coste, y la construcción de la urbanización, así como el ensanchamiento y pavimentado de la carretera que conducía a ella, había dado vida momentánea a la estancada economía del condado de Itasca. Los bajos tipos de interés habían permitido asimismo a varios jubilados de las Ciudades Gemelas y jóvenes familias locales, incluidos los Hoffbauer, comprarse una casa de ensueño. Cuando empezaron a ocupar sus viviendas, en el otoño de 2007, la calle aún se veía bastante desangelada. Los jardines delanteros y traseros eran terrenos desiguales cubiertos de hierba débil, salpicados de intratables peñascos glaciares y unos cuantos abedules, los pocos que se habían librado de la tala, y en conjunto semejaban un proyecto escolar de terrario terminado precipitadamente. Como era lógico, los gatos del nuevo vecindario preferían acechar en el bosque y entre las matas de la finca contigua, propiedad de Berglund, donde estaban las aves. Walter, incluso antes de que se ocupara la última casa de Canterbridge, había pasado ya puerta por puerta para presentarse y pedir a sus nuevos vecinos que, por favor, no dejaran salir a sus gatos.
Walter era un buen ciudadano de Minnesota, y relativamente cordial, pero había algo en él, un temblor político en su voz, una incipiente barba gris de fanático en las mejillas, que despertaba cierta tirria entre las familias de Canterbridge Court. Walter vivía solo en una vieja casa de veraneo pequeña y aislada, y aunque sin duda para las familias era mucho más agradable ver su pintoresca finca al mirar el lago que para él ver sus jardines desnudos, y aunque algunos incluso se pararon a imaginar lo ruidosa que debía de haber sido la construcción de sus casas, a nadie le gusta sentirse un intruso en el edén de otra persona. Al fin y al cabo, habían desembolsado un dinero; tenían derecho a estar allí. A decir verdad, colectivamente pagaban unos impuestos sobre la propiedad inmobiliaria muy superiores a los de Walter, y la mayoría se enfrentaba a un gran aumento en las cuotas de la hipoteca y vivía de ingresos fijos o estaba ahorrando para la educación de sus hijos. Cuando Walter, que obviamente no tenía tales preocupaciones, fue a quejarse de sus gatos, ellos tuvieron la impresión de que entendían mucho mejor su preocupación por los pájaros de lo que él entendía hasta qué punto era un privilegio hiperrefinado preocuparse por las aves. Linda Hoffbauer, que era evangelista y la persona más politizada de la calle, se sintió especialmente ofendida.
—Conque Bobby mata pájaros —le dijo a Walter—. ¿Y qué?
—Bueno, la cuestión es —contestó él— que los pequeños felinos no son fauna autóctona de América del Norte, y por esa razón nuestras aves canoras no han desarrollado ninguna forma de defensa contra ellos. El hecho es que no se trata de una lucha justa.
—Los gatos cazan pájaros —contestó Linda—. Eso hacen, forma parte de la naturaleza.
—Sí, pero los gatos son una especie del Viejo Mundo —insistió Walter—. No forman parte de nuestra naturaleza. No estarían aquí si no los hubiéramos introducido nosotros. Ahí está el problema.
—Para serte sincera —dijo Linda—, lo único que me importa es que mis hijos aprendan a cuidar de un animal doméstico y asuman esa responsabilidad. ¿Estás diciéndome que no pueden hacerlo?
—No, claro que no —respondió Walter—. Pero así como ahora en invierno no dejas salir a Bobby, sólo te pido que hagas lo mismo en verano, por el bien del ecosistema autóctono. Vivimos en una importante zona de reproducción para varias especies de ave que están en declive en América del Norte. Y esas aves también tienen crías. Cuando Bobby mata a un pájaro en junio o julio, deja un nido lleno de polluelos que no sobrevivirán.
—Entonces los pájaros tendrán que buscar otro sitio donde anidar. A Bobby le encanta correr en libertad fuera de casa. No es justo tenerlo encerrado cuando hace tan buen tiempo.
—Claro. Sí. Ya sé que quieres a tu gato. Y si él se quedara en tu jardín, no pasaría nada. Pero esta tierra en realidad pertenecía a los pájaros antes de pertenecemos a nosotros. Y tampoco hay manera de decirles a las aves que éste es un mal sitio para anidar. Así que siguen viniendo y siguen matándolas. Y el mayor problema es que están quedándose sin espacio en general, porque cada vez hay más terreno urbanizado. Es importante, pues, que intentemos ser administradores responsables de esta tierra magnífica que hemos ocupado.
—Pues lo siento mucho —dijo Linda—, pero a mí me importan más mis hijos que los hijos de un pájaro. No creo que eso sea una postura extrema en comparación con la tuya. Dios ofreció este mundo a los seres humanos, y por lo que a mí se refiere, ahí se acaba la discusión.
—Yo también tengo hijos, y eso lo entiendo —prosiguió Walter—. Pero se trata sólo de no dejar salir a Bobby de casa. A menos que seas capaz de hablar con Bobby, no me explico cómo sabes que le molesta quedarse sin salir.
—Mi gato es un animal. Las bestias de la tierra no recibieron el don del lenguaje. Sólo lo tenemos las personas. Es una de las facultades por las que sabemos que Dios nos creó a su imagen y semejanza.
—Ya, pero lo que pregunto es: ¿cómo sabes que le gusta correr en libertad?
—A los gatos les gusta estar al aire libre. A todo el mundo le gusta estar al aire libre. Cuando mejora el tiempo, Bobby se planta ante la puerta con ganas de salir. No me hace falta hablar con él para entender eso.
—Pero si Bobby es sólo un animal, es decir, no es un ser humano, ¿por qué su leve preferencia por estar al aire libre tiene prioridad sobre el derecho de las aves canoras a criar a su familia?
—Porque Bobby forma parte de nuestra familia. Mis hijos lo adoran, y queremos lo mejor para él. Si tuviéramos un pájaro doméstico, también querríamos lo mejor para él. Pero no tenemos un pájaro, tenemos un gato.
—En fin, gracias por escucharme —dijo Walter—. Espero que reflexiones al respecto y, quizá, te lo replantees.
Linda se sintió muy ofendida por esta conversación. En realidad Walter ni siquiera era vecino, no pertenecía a la asociación de vecinos, y el hecho de que condujera un híbrido japonés en cuyo parachoques había pegado en fecha reciente un adhesivo de OBAMA indicaba, a su modo de ver, irreligiosidad e insensibilidad ante la complicada situación de las familias diligentes y trabajadoras, como la suya, que a duras penas llegaban a fin de mes y educaban a sus hijos para convertirlos en ciudadanos honrados y afectuosos en un mundo lleno de peligros. Linda no gozaba de grandes simpatías en Canterbridge Court, pero se la temía porque era quien llamaba a tu puerta si dejabas la barca estacionada en tu camino de acceso durante la noche, violando los estatutos de la comunidad de vecinos, o si un hijo suyo había visto a un hijo tuyo encender un cigarrillo detrás del colegio, o si había descubierto un defecto menor en la construcción de su casa y deseaba saber si tu casa también tenía ese mismo defecto menor. Después de la visita de Walter, éste se convirtió, en los incesantes comentarios de ella, en el fanático de los animales que le había preguntado si hablaba con su gato.
Al otro lado del lago, un par de fines de semana de ese verano, la gente de Canterbridge Estates advirtió la presencia de visitantes en la finca de Walter, una pareja joven de buena presencia que conducía un Volvo nuevo negro. El chico era rubio y atlético; su esposa o novia, esbelta como las típicas mujeres sin hijos de las grandes ciudades. Linda Hoffbauer los definió como una pareja «de aspecto arrogante», pero para la mayor parte de la comunidad fue un alivio ver a esos visitantes respetables, ya que hasta entonces Walter, pese a su cortesía, les parecía un ermitaño potencialmente degenerado. Algunos de los vecinos de mayor edad de Canterbridge que solían dar largos paseos matutinos se animaban ahora a charlar con él cuando se lo cruzaban en el camino. Se enteraron de que la joven pareja eran su hijo y su nuera, dueños de algún tipo de próspero negocio en Saint Paul, y de que además tenía una hija soltera en Nueva York. Formularon las preguntas clave para averiguar su estado civil, con la esperanza de sonsacarle si era divorciado o simplemente viudo, y cuando demostró su destreza para eludir tales preguntas, uno de los más duchos en cuestiones de tecnología entró en internet y descubrió que Linda Hoffbauer estaba en lo cierto, después de todo, al sospechar que Walter era un chiflado y una amenaza. Por lo visto, había fundado un grupo radical ecologista disuelto tras la muerte de la cofundadora, una joven de nombre extraño que obviamente no había sido la madre de sus hijos. En cuanto esta interesante noticia se propagó por el vecindario, los paseantes madrugadores volvieron a dejar a Walter en paz: no tanto, quizá, porque los inquietara su extremismo, sino más bien porque su existencia eremítica ahora desprendía un fuerte tufo a dolor, ese dolor atroz del que es mejor mantenerse a distancia; ese dolor perdurable que, como todas las formas de locura, resulta amenazador, posiblemente incluso contagioso.
Ya avanzado el siguiente invierno, cuando la nieve empezaba a fundirse, Walter volvió a presentarse en Canterbridge Court, esta vez con una caja llena de petos de neopreno de vivos colores para gatos. Sostenía que un gato con uno de esos petos podía juguetear a su antojo al aire libre, realizando cualquier actividad, desde trepar a los árboles hasta lanzar zarpazos a las mariposas, excepto abalanzarse eficazmente sobre las aves. Dijo que poner un cascabel al gato, como se había demostrado, era inútil para prevenir a las aves. Añadió que el número de aves canoras asesinadas a diario por gatos en Estados Unidos, en un cálculo por lo bajo, era de un millón, es decir, 365.000.000 al año (y esto, recalcó, era un cálculo conservador, y no incluía la muerte por inanición de los polluelos de los pájaros asesinados). Aunque al parecer Walter no entendía lo molesto que sería atar un peto al cuello de un gato cada vez que salía de casa, y lo ridículo que quedaría un gato con un brillante peto de neopreno azul o rojo, los dueños ya mayores de gatos que vivían en la calle aceptaron educadamente los petos y prometieron probarlos, para que Walter los dejara en paz y poder tirarlos a la basura. Sólo Linda Hoffbauer rechazó el peto de plano. A ella, Walter le pareció uno de esos partidarios de un gobierno intervencionista que querían repartir condones en los colegios y quitarle las armas a la población y obligar a todos los ciudadanos a llevar un carnet de identidad nacional. Sintió el impulso de preguntarle si los pájaros de su finca eran de su propiedad, y si no lo eran, por qué consideraba asunto suyo que Bobby disfrutara cazándolos. Walter contestó con lenguaje burocrático algo sobre el Tratado de Aves Migratorias Norteamericanas, que supuestamente prohibía causar daño a cualquier ave que no fuera de caza y cruzara la frontera canadiense o mexicana. Eso le recordó a Linda, para disgusto suyo, al nuevo presidente del país, que quería dejar la soberanía nacional en manos de las Naciones Unidas, y le dijo a Walter, de la manera más educada posible, que estaba muy ocupada criando a sus hijos y le agradecería que no volviera a llamar a su puerta nunca más.
Desde una perspectiva diplomática, Walter había elegido un mal momento para presentarse con los petos. El país había caído en una profunda recesión económica, la Bolsa estaba por los suelos y casi resultaba indecente que lo obsesionaran aún las aves canoras. Incluso las parejas de jubilados de Canterbridge Court se habían resentido —la deflación de sus inversiones había obligado a varios de ellos a cancelar su retiro anual de invierno en Florida o Arizona— y dos de las familias más jóvenes de la calle, los Dent y los Dolberg, se habían atrasado en los pagos de la hipoteca (que se habían disparado precisamente en el peor momento) y corrían el riesgo de perder sus casas. Mientras Teagan Dolberg esperaba las respuestas de empresas de consolidación de préstamos que parecían cambiar de número de teléfono y dirección de correo electrónico cada semana, y de asesores crediticios federales de bajo coste que al final, como se vio, no eran federales ni de bajo coste, el saldo pendiente de su Visa y su MasterCard se incrementaba en saltos mensuales de tres y cuatro mil dólares y las amigas y vecinas a quienes ella había vendido bonos de diez sesiones de manicura para el salón de manicura que había abierto en su sótano, seguían presentándose allí para que les hiciera las uñas sin aportar más ingresos. Incluso Linda Hoffbauer, cuyo marido tenía contratas seguras para el mantenimiento de carreteras con el condado de Itasca, había adquirido la costumbre de bajar el termostato y dejar que sus hijos fueran al colegio en el autobús escolar en lugar de llevarlos y recogerlos con su Suburban. Las preocupaciones flotaban como una nube de mosquitos en Canterbridge Court; invadían todas las casas a través de los noticiarios de la televisión por cable y las tertulias de la radio e internet. Había mucho twiteo en Twitter, pero el mundo de la naturaleza, con sus gorjeos y aleteos, que Walter invocaba como si a la gente aún tuviera que importarle, era una preocupación para la que ya no daban abasto.
La siguiente vez que se supo de Walter fue en septiembre, cuando distribuyó panfletos por el vecindario al amparo de la noche. Las casas de los Dent y los Dolberg ya habían quedado vacías, sus ventanas oscurecidas como el piloto de llamada en espera de quienes habían telefoneado a las líneas de los servicios de urgencia y finalmente, resignados, habían colgado, pero una buena mañana los demás residentes de Canterbridge Estates, al despertar, encontraron ante sus puertas una carta dirigida a los «Queridos vecinos», redactada educadamente, donde volvían a enumerarse los argumentos antigato que Walter ya había esgrimido en dos ocasiones, más cuatro páginas adjuntas de fotografías que eran todo lo contrario de educadas. Por lo visto, Walter se había pasado el verano documentando las muertes de aves en su finca. Cada fotografía (había más de cuarenta) llevaba un rótulo con una fecha y el nombre de una especie. Las familias de Canterbridge que no tenían gato se ofendieron al verse incluidas en el reparto de panfletos, y las que sí tenían se ofendieron porque Walter parecía convencido de que sus mascotas eran las culpables de la muerte de todas las aves asesinadas en su finca. Linda Hoffbauer se indignó aún más al descubrir un panfleto donde uno de sus hijos podría haber quedado expuesto a imágenes traumáticas de gorriones decapitados y entrañas sanguinolentas. Telefoneó al sheriff del condado, con quien su marido y ella mantenían trato social, para averiguar si quizá Walter había incurrido en acoso ilegal. El sheriff dijo que no, pero accedió a pasarse por casa de Walter y decirle unas palabras de advertencia, visita que propició la inesperada noticia de que Walter tenía el título de abogado y no sólo era versado en los derechos que le garantizaba la Primera Enmienda, sino también en los estatutos de la comunidad de propietarios de Canterbridge, que contenían una cláusula según la cual los animales domésticos debían estar bajo el control de sus dueños en todo momento; el sheriff le aconsejó a Linda que rompiera el panfleto y siguiera con su vida.
Y luego llegó el blanco invierno, y los gatos del vecindario se retiraron a sus casas (donde, como incluso Linda tuvo que admitir, se los veía la mar de contentos), y el marido de Linda asumió personalmente la tarea de limpiar de nieve la carretera comarcal de forma que después de cada nevada Walter tuviese que pasarse una hora retirando a paladas la nieve de su camino de acceso. Con los árboles deshojados, el vecindario tenía una vista despejada de la casa de Berglund en la orilla opuesta del lago helado, en cuyas ventanas nunca se veía parpadear ningún televisor. Era difícil imaginar qué podía hacer Walter allí, solo, en la oscura noche invernal, además de abandonarse a cavilaciones hostiles y severos juicios. Su casa permaneció a oscuras durante una semana en navidades, lo que indujo a pensar en una visita a su familia en Saint Paul, lo que también era difícil de imaginar: que semejante cascarrabias, a pesar de todo, disfrutara del amor de alguien. Para Linda en particular fue un alivio cuando las fiestas terminaron y el cascarrabias reanudó su vida de ermitaño, y ella pudo volver a su odio no enturbiado por la idea de que alguien lo quería. Una noche de febrero, su marido informó que Walter había presentado una denuncia ante las autoridades del condado por la obstrucción intencionada de su camino de acceso, y a ella en cierto modo le complació enterarse. Era bueno saber que Walter sabía que lo odiaban.
De esa misma manera perversa, cuando la nieve se fundió otra vez y los bosques reverdecieron otra vez y Bobby pudo salir otra vez de la casa y no tardó en desaparecer, Linda sintió como si le rascaran un intenso picor, la clase de picor primario que empeora al rascarse. Supo de inmediato que Walter era el responsable de la desaparición de Bobby, y sintió una honda satisfacción al comprobar que él se había puesto a la altura de su odio, le había proporcionado una nueva causa y nuevo alimento: que estaba dispuesto a enzarzarse con ella en el juego del odio y ser el representante local de todo lo que iba mal en el mundo de Linda. Incluso mientras organizaba la búsqueda del animal perdido de sus hijos y difundía la angustia de éstos por todo el vecindario, saboreó en secreto esa angustia y obtuvo placer en instarlos a odiar a Walter por ello. Sentía cierto afecto por Bobby, pero le constaba que era pecado idolatrar falsamente a una bestia. El pecado que odiaba estaba en su supuesto vecino. En cuanto quedó claro que Bobby nunca volvería, llevó a sus hijos a la protectora de animales local y les permitió elegir tres nuevos gatos, a los que, tan pronto como llegaron a casa, dejó salir de sus cajas de cartón y ahuyentó en dirección al bosque de Walter.
A Walter nunca le habían gustado los gatos. Los consideraba los sociópatas del mundo de las mascotas, una especie domesticada como un mal necesario para el control de los roedores y posteriormente convertida en fetiche de la misma manera que los países infelices convierten en fetiches a sus militares, saludando a los uniformes de los asesinos igual que los dueños de los gatos acarician el precioso pelaje de sus animales y perdonan sus uñas y colmillos. En la cara de un gato nunca había visto nada salvo egoísmo y una remilgada indiferencia; bastaba con incitar a uno con un ratón de juguete para ver cuáles eran sus verdaderas inclinaciones. Sin embargo, hasta que se fue a vivir a la casa de su madre, había tenido que lidiar con otros muchos males peores. Sólo ahora, cuando recaía en él la responsabilidad de los estragos causados por la población de gatos asilvestrados en las tierras que él administraba para Nature Conservancy, cuando el daño infligido a su lago por Canterbridge Estates se agravó debido a la agresión de los animales domésticos en libertad de los vecinos, su prejuicio antifelino creció hasta convertirse en la clase de sufrimiento y resquemor contundentes y cotidianos que a todas luces necesitaban los varones depresivos de la familia Berglund para conceder significado y contenido a sus vidas. El resquemor que le había sido útil durante los dos años anteriores —el sufrimiento por las motosierras y las excavadoras y las detonaciones a pequeña escala y la erosión, por los martillos y las cortadoras de azulejos y el rock clásico de los estéreos portátiles— se había acabado y necesitaba algo nuevo.
Algunos gatos son asesinos holgazanes o ineptos, pero Bobby, negro de patas blancas, no era uno de ellos. Bobby tenía astucia suficiente para retirarse a la casa de los Hoffbauer al anochecer, cuando los mapaches y los coyotes se convertían en un peligro, pero todas las mañanas de los meses sin nieve se lo veía hacer nuevas incursiones por la orilla sur deforestada y entrar en la finca de Walter para matar. Gorriones, pipilos, tordos, mascaritas, azulejos, jilgueros, carrizos. Los gustos de Bobby eran universales, su capacidad de concentración ilimitada. Nunca se cansaba de matar, y como tenía el defecto añadido de la deslealtad o la ingratitud, rara vez se molestaba en llevar las presas a sus dueños. Capturaba y jugueteaba y descuartizaba, y luego a veces comía un poco, pero normalmente se limitaba a abandonar el cadáver. El despejado bosque herboso que se extendía por debajo de la casa de Walter y el hábitat lindante eran zonas especialmente atractivas para las aves y para Bobby. Walter tenía a mano una pequeña pila de piedras para lanzárselas, y en una ocasión había acertado de pleno con un tiro acuoso mediante la boquilla a presión de la manguera del jardín. Pero Bobby pronto había aprendido a quedarse en el bosque a primera hora de la mañana, esperando a que Walter se marchara al trabajo. Algunas tierras de Conservancy se hallaban tan lejos que a menudo se ausentaba varias noches, y cuando volvía, casi invariablemente se encontraba con una nueva carnicería en la pendiente de detrás de la casa. Si eso solo hubiese sucedido en ese único lugar, tal vez lo habría tolerado, pero lo desquiciaba saber que ocurría por todas partes.
Y sin embargo era demasiado blando y respetuoso con la ley para matar a la mascota de otra persona. Pensó en llevar allí a su hermano Mitch para acometer la tarea, pero los antecedentes penales de Mitch desaconsejaban correr ese riesgo, y Walter sabía que Linda Hoffbauer probablemente se limitaría a conseguir otro gato. Sólo después del fracaso de su diplomacia y esfuerzos didácticos del segundo verano, y después de que el marido de Linda Hoffbauer le obstruyese la entrada del camino de acceso con nieve una vez más de lo tolerable, decidió que si bien Bobby no era más que un gato entre setenta y cinco millones de gatos en Estados Unidos, había llegado el momento de que Bobby pagara personalmente su sociopatía. Walter consiguió una trampa e instrucciones detalladas por medio de uno de los contratistas que libraban una guerra casi desesperada contra los animales asilvestrados en las tierras de Conservancy, y una mañana de mayo, antes del amanecer, colocó la trampa, cebada con hígados de pollo y beicon, en el camino que Bobby acostumbraba a tomar para acceder a su finca. Sabía que, con un gato listo, uno tenía una sola oportunidad para usar una trampa. Los maullidos que llegaron del pie de la pendiente al cabo de dos horas fueron música para sus oídos. Sin pérdida de tiempo, llevó a su Prius la trampa, que se agitaba y olía a mierda, y la metió en el maletero. Como Linda Hoffbauer nunca le había puesto collar a Bobby —demasiado restrictivo para la preciada libertad de su gato, cabía suponer—, a Walter le fue muy fácil, después de un viaje en coche de tres horas, dejar al animal en una protectora de Minneapolis, donde lo sacrificarían o se lo endosarían a una familia urbana que lo tendría dentro de su casa.
No estaba preparado para la depresión que lo asalto en el viaje de regreso desde Minneapolis. El sentimiento de pérdida y desperdicio y pesar: la sensación de que Bobby y él en cierto modo habían estado casados, y de que incluso un matrimonio espantoso generaba menos soledad que la ausencia de matrimonio. Contra su voluntad, se representó la severa jaula en la que ahora viviría Bobby. Sabía que era absurdo pensar que echaría de menos a los Hoffbauer personalmente —los gatos no hacían más que utilizar a las personas—, y aun así, su privación de libertad tenía algo digno de lástima.
Hacía ya casi seis años que vivía solo y había encontrado maneras de sobrellevarlo. La delegación estatal de Conservancy, que en otro tiempo había dirigido él y cuya estrecha relación con empresas y multimillonarios ahora le despertaba escrúpulos de conciencia, había atendido su deseo de ser contratado de nuevo como administrador de tierras de bajo rango y, en los meses de frío extremo, como ayudante para tareas burocráticas que resultaban especialmente largas y tediosas. No favorecía de forma espectacular las tierras que supervisaba, pero tampoco las perjudicaba, y los días que conseguía pasar solo entre las coníferas, los somorgujos, las juncias y los pájaros carpinteros eran, felizmente, olvidadizos. Su otro trabajo —redactar propuestas para subvenciones, repasar el material publicado sobre poblaciones de fauna silvestre, hacer campaña telefónica a favor de un nuevo impuesto sobre las ventas para financiar un fondo de Conservación del Medio Ambiente en el estado, que finalmente había cosechado en las elecciones de 2008 más votos incluso que Obama— era igualmente inobjetable. Por la noche se hacía una de las cinco cenas sencillas que ahora se molestaba en prepararse, y luego, como ya no podía leer novelas, ni escuchar música ni hacer nada relacionado con los sentimientos, se obsequiaba con unas partidas de ajedrez y póquer por ordenador y, a veces, con la clase de pornografía descarnada que no guardaba ninguna relación con las emociones humanas.
En momentos así se sentía como un viejo degenerado, un habitante del bosque, y tomaba la precaución de desconectar el teléfono por miedo a que Jessica lo llamara para ver cómo estaba. Con Joey podía mostrarse tal como era, porque Joey no sólo era un hombre, sino además un Berglund, y era tan inmutable y discreto que jamás se entrometería, y aunque con Connie lo tenía más complicado, porque el sexo siempre estaba presente en la voz de Connie, el sexo y el coqueteo inocente, nunca le costaba mucho hacerla hablar de sí misma y de Joey, por lo feliz que era. El verdadero suplicio eran las llamadas de Jessica. Su voz se parecía más que nunca a la de Patty, y Walter acababa las conversaciones perlado de sudor por el esfuerzo de mantenerlas centradas en torno a la vida de ella o, en su defecto, al trabajo de él. Hubo un tiempo en que, después del accidente de tráfico que a todos los efectos puso fin a su vida, Jessica descendió sobre él y lo atendió en su aflicción. Lo hizo en parte con la perspectiva de que él mejorase, y cuando se dio cuenta de que no mejoraría, de que no le apetecía mejorar, de que deseaba no mejorar nunca, se puso furiosa con él. Walter había necesitado varios años difíciles para enseñarle, por medio de la frialdad y la severidad, a dejarlo en paz y ocuparse de su propia vida. Ahora cada vez que un silencio se imponía entre ambos, él percibía que ella se preguntaba si debía renovar o no su ataque terapéutico, y a él le resultaba en extremo agotador inventar nuevas tácticas de conversación, semana tras semana, para impedírselo.
Cuando por fin regresó a casa tras cumplir su recado en Minneapolis, después de una productiva visita de tres días a un extenso terreno de Conservancy en el condado de Beltrami, encontró una hoja de papel grapada en el abedul a la entrada de su camino de acceso. ¿ME HAS VISTO?, preguntaba. ME LLAMO BOBBY Y MI FAMILIA ME ECHA DE MENOS. La negra cara de Bobby no se reproducía bien en fotocopia —sus ojos claros, como suspendidos en el aire, se veían espectrales y extraviados—, pero de pronto Walter comprendió, como nunca antes, que alguien pudiera encontrar una cara así digna de protección y ternura. No lamentaba haber retirado una amenaza del ecosistema, y salvado con ello las vidas de muchas aves, pero la vulnerabilidad de animal pequeño en la cara de Bobby lo llevó a tomar conciencia de un fatídico defecto en su propia estructura mental, el defecto de compadecer incluso a los seres que más odiaba. Siguió adelante por el camino de acceso, procurando disfrutar de la paz momentánea que había invadido su finca, la ausencia de malestar por Bobby, el crepúsculo primaveral, los gorriones de cuello blanco cantando pure sweet Canadá Canadá Canadá, pero él tenía la sensación de haber envejecido muchos años en las cuatro noches que había pasado fuera.
Esa misma noche, mientras freía unos huevos y tostaba un poco de pan, recibió una llamada de Jessica. Quizá ella lo había llamado con un propósito, o quizá percibió algo en su voz al hablar con él, cierta pérdida de determinación, pero en cuanto apuraron las exiguas noticias que a ella le había deparado la semana anterior, él se quedó en silencio tanto rato que Jessica se armó de valor para renovar su antiguo ataque.
—Pues la otra noche vi a mamá —anunció—. Me dijo algo interesante que pienso que quizá deberías oír. ¿Quieres oírlo?
—No —contestó él con severidad.
—¿Y puedo preguntarte por qué, si no es molestia?
En el crepúsculo azul, por la ventana abierta de la cocina, llegó de fuera el grito de un niño que a lo lejos llamaba: ¡Bobby!
—Mira —dijo Walter—, sé que estáis muy unidas, y eso me parece bien. Lo sentiría mucho si no lo estuvierais. Quiero que tengas un padre y una madre. Pero si me interesara saber algo de ella, la llamaría yo mismo. No quiero verte haciendo de mensajera.
—No me importa hacerlo.
—Digo que a mí sí me importa. No me interesa recibir mensajes.
—No creo que el mensaje que quiere hacerte llegar sea malo.
—Me da igual si es bueno o malo.
—Pues en ese caso, ¿me permites que te pregunte por qué no te divorcias de una vez si no quieres saber nada de ella? Porque, mientras no te divorcies, es como si le dieras esperanza.
La voz de un segundo niño se había sumado a la primera, llamando ambas al unísono: ¡Bobbyyyy! ¡Bobbyyyy!'Walter cerró la ventana y le dijo a Jessica:
—No quiero saber nada.
—De acuerdo, papá, muy bien, pero ¿podrías al menos contestar a mi pregunta? ¿Por qué no te divorcias?
—Sencillamente, es algo que no quiero plantearme en estos momentos.
—Pero ¡si ya han pasado seis años! ¿No es hora de empezar a planteártelo? ¿Aunque sólo sea por una simple cuestión de justicia?
—Si ella quiere el divorcio, que me mande una carta. Puede pedirle a un abogado que me mande una carta.
—Pero lo que te estoy diciendo es: ¿por qué no quieres tú el divorcio?
—No quiero enfrentarme a todo lo que removería. Tengo derecho a no hacer algo que no quiero hacer.
—¿Qué removería?
—El dolor. Ya he tenido más que suficiente dolor. Sigo sintiendo dolor.
—Ya lo sé, papá. Pero Lalitha ya no está. No está desde hace seis años.
Walter sacudió la cabeza violentamente, como si le hubieran arrojado amoníaco a la cara.
—No quiero pensar en ello. Sólo quiero salir cada mañana y ver pájaros que no tienen nada que ver con todo eso. Pájaros que tienen su propia vida, su propia lucha. E intentar hacer algo por ellos. Son lo único que aún considero digno de amor. Aparte de ti y de Joey, claro. Y eso es todo lo que tengo que decir al respecto, y no quiero que me hagas más preguntas.
—¿Y has pensado en ver a un psicoterapeuta? O sea, para poder seguir adelante con tu vida. No eres tan viejo, ¿sabes?
—No quiero cambiar —dijo él—. Paso unos minutos malos cada mañana, y luego voy y me agoto, y si me acuesto tarde, consigo dormirme. Uno sólo va a un psicoterapeuta si quiere cambiar algo. Yo no tendría nada que decirle a un psicoterapeuta.
—Antes también querías a mamá, ¿no?
—No lo sé. No me acuerdo. Sólo recuerdo lo que pasó después de que se fuera.
—Pues te diré que ella también es bastante digna de amor. Es bastante distinta de como era antes. Se ha convertido en una especie de madre perfecta, por increíble que parezca.
—Como he dicho, me alegro por ti. Me complace que esté presente en tu vida.
—Pero tú no la quieres en la tuya.
—Oye, Jessica, ya sé que eso es lo que quieres. Sé que quieres un final feliz. Pero no puedo cambiar mis sentimientos sólo porque tú lo quieras.
—Y tus sentimientos consisten en odiarla.
—Ella eligió. Y no tengo nada más que decir.
—Lo siento, papá, pero es terriblemente injusto, así de simple. Fuiste tú quien eligió. Ella no quería irse.
—Seguro que eso es lo que te cuenta. Tú la ves todas las semanas, seguro que te ha vendido su versión, y seguro que se presenta muy libre de culpa. Pero tú no viviste con ella durante los últimos cinco años antes de que se marchara. Fue una pesadilla, y yo me enamoré de otra persona. Nunca fue mi intención enamorarme de otra persona, y sé que lamentas mucho que eso ocurriera. Pero si pasó fue sólo porque era imposible vivir con tu madre.
—Pues en ese caso deberías divorciarte de ella. ¿No es lo mínimo que le debes después de tantos años de matrimonio? Si tenías tan buen concepto de ella como para permanecer a su lado durante todos los años buenos, ¿no le debes al menos el respeto de divorciarte honradamente?
—No fueron años tan buenos, Jessica. Me mintió todo el tiempo: dudo que le deba gran cosa por eso. Y como te he dicho, si quiere el divorcio, está en sus manos.
—¡No quiere el divorcio! ¡Quiere volver contigo!
—No puedo siquiera imaginar verla durante un minuto. Sólo puedo imaginar un dolor insoportable si la viera.
—Pero ¿no es posible, papá, que la razón por la que te resulta tan doloroso es porque todavía la quieres?
—Tenemos que cambiar de tema, Jessica. Si te importan mis sentimientos, no vuelvas a sacarlo. No quiero vivir con miedo a contestar el teléfono cuando llames.
Se quedó sentado largo rato con la cara entre las manos, la cena intacta, mientras la casa se oscurecía muy lentamente, sucumbiendo el mundo terrenal de la primavera al mundo celeste, más abstracto: volutas estratosféricas de color rosa, el frío profundo del espacio profundo, las primeras estrellas. Esa era ahora la mecánica de su vida: alejaba a Jessica y la echaba de menos en cuanto se iba. Se planteó volver a Minneapolis por la mañana, recuperar el gato y devolvérselo a los niños que lo echaban de menos, pero le era tan imposible hacer eso como llamar otra vez a Jessica y pedirle perdón. Lo hecho, hecho estaba. Lo acabado, acabado estaba. Una mañana encapotada en el condado de Mingo, Virginia Occidental, la mañana más fea de su vida, les había preguntado a los padres de Lalitha si les importaba que fuera a ver el cuerpo de su hija. Sus padres eran personas frías y excéntricas, ingenieros, con un marcado acento. El padre no lloraba, pero la madre prorrumpía en llanto una y otra vez, sonoramente, sin incitación alguna, con un penetrante gemido extranjero que era casi como una canción; sonaba extrañamente ceremonial e impersonal, como un lamento por una idea. Walter fue solo al depósito de cadáveres, sin nada planificado. Su amada descansaba bajo una sábana en una camilla a una altura incómoda, demasiado alta para arrodillarse junto a ella. Tenía el pelo como siempre, sedoso y negro y espeso, como siempre, pero había algo anómalo en su mandíbula: una herida atrozmente cruel e imperdonable, y su frente, cuando la besó, estaba más fría de lo que ningún universo justo habría permitido que estuviera la frente de una persona tan joven. Esa frialdad penetró a través de sus labios y ya nunca lo abandonó. Lo acabado, acabado estaba. El goce de Walter en el mundo había muerto, y nada tenía sentido. Comunicarse con su esposa, como insistía Jessica, habría implicado desprenderse de sus últimos momentos con Lalitha, y él tenía derecho a no hacerlo. Tenía derecho, en un universo tan inicuo, a ser injusto con su mujer, y tenía derecho a dejar que los niños de los Hoffbauer llamaran en vano a su Bobby, porque todo carecía de sentido.
Sacando fuerzas de sus negaciones —fuerzas suficientes, desde luego, para obligarlo a levantarse de la cama por la mañana e impulsarlo durante la larga jornada sobre el terreno y los largos viajes por carreteras congestionadas por veraneantes y ex urbanitas—, sobrevivió otro verano, el más solitario de su vida hasta entonces. Les dijo a Joey y Connie, con algo de verdad (pero no mucha), que estaba muy ocupado para recibirlos de visita, y renunció a la lucha contra los gatos que seguían invadiendo su bosque; no se veía sometiéndose a otro drama como el de Bobby. En agosto, recibió un grueso sobre de su mujer, una especie de manuscrito relacionado, cabía suponer, con el «mensaje» del que Jessica le había hablado, y lo guardó sin abrir en el cajón del archivador, donde tenía sus antiguas declaraciones de la renta conjuntas, sus extractos bancarios de cuentas conjuntas, y su testamento jamás modificado. No habían pasado aún tres semanas cuando recibió un sobre almohadillado del tamaño de un compact disc, con el remite de Katz en Jersey City, y también lo sepultó sin abrir en el mismo cajón. En estos dos envíos, así como en los titulares de los periódicos que inevitablemente leía cuando iba a hacer la compra a Fenn City —nuevas crisis en el país y en el extranjero, nuevos dementes de derechas vomitando mentiras, nuevas catástrofes ecológicas desplegándose en el fin del juego global—, sintió que el mundo exterior estrechaba el cerco en torno a él, reclamándole atención, pero mientras se quedara solo en el bosque podría mantenerse fiel a su negativa. Descendía de una larga sucesión de negadores, contaba con la constitución necesaria para eso. Parecía no quedar casi nada de Lalitha; se le desintegraba del mismo modo que las aves canoras muertas se desintegraban en la naturaleza —para empezar, eran extraordinariamente ligeras, y en cuanto sus pequeños corazones dejaban de latir, eran poco más que bolitas de pelusa y hueso hueco que el viento esparcía fácilmente—, pero ante eso se empeñó aún más en aferrarse a lo poco que le quedaba de ella.
Por eso, la mañana de octubre en que por fin el mundo llegó, en forma de sedán Hyundai nuevo aparcado hacia la mitad del camino de acceso, en el ensanchamiento invadido por la hierba donde Mitch y Brenda tenían en otro tiempo su barca, no se detuvo a ver quién era. Tenía prisa por emprender viaje hacia Duluth para asistir a una reunión de Conservancy y redujo la velocidad lo justo para ver que el asiento del conductor estaba reclinado, y el conductor quizá dormido. Cabía albergar la esperanza de que quienquiera que hubiese en el coche ya no estuviese allí cuando él regresara, o de lo contrario, ¿por qué no habían llamado a su puerta? Pero el coche seguía allí, y los faros de Walter iluminaron sus reflectantes traseros cuando se desvió de la carretera comarcal a las ocho de esa tarde.
Se apeó y escrutó a través de las ventanillas y vio que el coche estaba vacío, con el respaldo del asiento del conductor de nuevo en posición vertical. En el bosque hacía frío; el aire estaba quieto y olía a posibilidad de nieve; el único sonido era un leve burbujeo humano procedente de Canterbridge Estates. Volvió a su coche y siguió hacia la casa, donde había una mujer, Patty, sentada a oscuras en el escalón delantero. Llevaba un vaquero azul y una fina chaqueta de pana. Tenía las piernas encogidas contra el pecho para darse calor, y el mentón apoyado en las rodillas.
Walter apagó el motor y esperó un buen rato, unos veinte o treinta minutos, a que ella se pusiera en pie y le hablara, si es que era eso lo que la había llevado hasta allí. Pero ella se negó a moverse, y al final él, haciendo acopio de valor, salió del coche y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo brevemente en la entrada, a menos de medio metro de ella, para darle ocasión de hablar. Pero ella siguió con la cabeza gacha. La negativa del propio Walter a hablar era tan infantil que no pudo contener una sonrisa. Pero esa sonrisa entrañaba una admisión peligrosa. La reprimió brutalmente, blindándose, entró en la casa y cerró la puerta a sus espaldas.
Con todo, sus fuerzas no eran infinitas. No pudo evitar quedarse esperando a oscuras junto a la puerta otro largo rato, tal vez una hora, y aguzar el oído para ver si ella se movía, aguzar el oído para no perderse siquiera la más leve llamada a la puerta. Lo que en cambio oyó, en su imaginación, fue a Jessica decirle que tenía que ser justo: que debía a su mujer al menos la cortesía de decirle que se largara. Y sin embargo, después de seis años de silencio, le parecía que pronunciar siquiera una palabra sería retractarse de todo: echaría por tierra todas sus negativas e invalidaría todo lo que había querido decir con ellas.
Al final, como si despertara de un sueño en duermevela, encendió una luz y bebió un vaso de agua y se sintió atraído, a modo de solución intermedia, hacia su archivador; al menos podía echar una ojeada a lo que el mundo tenía que decirle. Primero abrió el sobre de Jersey City. No contenía ninguna nota, sólo un CD en un impenetrable envoltorio de plástico. Al parecer, era un esfuerzo en solitario de Richard Katz en una pequeña discográfica, con un paisaje boreal en la carátula y, superpuesto, el título Canciones para Walter.
Oyó un penetrante grito de dolor, suyo, como si fuera de otro. El muy cabrón, el muy cabrón… aquello no era justo. Dio vuelta al CD con manos trémulas y leyó la lista de temas. La primera canción se titulaba «Dos Hijos Bien: Ningún Hijo Mejor».
—Dios mío, mira que eres capullo —dijo, sonriendo y llorando—. Esto es muy injusto, pedazo de capullo.
Después de llorar un rato por la injusticia, y por la posibilidad de que Richard no careciera del todo de corazón, volvió a meter el CD en su sobre y abrió el otro, el de Patty. Contenía un manuscrito del que leyó sólo un breve párrafo antes de correr a la puerta, abrirla de un tirón y blandir las hojas ante ella.
—¡No quiero esto! —vociferó—. ¡No quiero leerte! Quiero que cojas esto y te metas en el coche y entres en calor, porque aquí hace un frío de cojones.
Patty, ciertamente, temblaba de frío, pero parecía inmovilizada en su postura encogida y no levantó la vista para ver qué sostenía él. Si acaso, bajó aún más la cabeza, como si él se la golpeara.
—¡Súbete al coche! ¡Entra en calor! ¡Yo no te he pedido que vinieras!
Quizá fuese en realidad un temblor especialmente violento, pero dio la impresión de que Patty negaba con la cabeza, un poco.
—Te prometo que te llamaré —dijo Walter—. Te prometo que mantendré una conversación por teléfono contigo si te vas ahora y entras en calor.
—No —contestó ella con voz muy débil.
—¡Pues vale! ¡Congélate!
Cerró de un portazo y, corriendo, cruzó la casa, salió por la puerta de atrás y bajó hasta el lago. Estaba decidido a pasar frío también si ella se empeñaba en congelarse. Sin saber por qué, tenía aún el manuscrito en la mano. Al otro lado del lago se veían las resplandecientes y despilfarradoras luces de Canterbridge Estates, los destellos de las pantallas gigantes que mostraban lo que el mundo creía que ocurría en él esa noche. Todos bien cobijados del frío en sus guaridas, distribuida la corriente a través de la red eléctrica desde las centrales térmicas de carbón de las Montañas de Hierro, con el Ártico todavía lo bastante ártico para hacer llegar escarcha a los bosques templados de octubre. Si bien a lo largo de la vida jamás había sabido muy bien cómo vivir, en ningún momento había sabido menos de lo que sabía entonces. Pero cuando el frío cortante del aire pasó a ser menos tonificante y más serio, hasta penetrar en sus huesos, empezó a preocuparse por Patty. Con los dientes castañeteándole, subió por la cuesta y rodeó la casa hacia la puerta de entrada, donde la encontró caída de costado, ya no tan aovillada, con la cabeza en la hierba. Ya no temblaba, y eso era mala señal.
—Vale, Patty —dijo arrodillándose—. Esto no me gusta, ¿vale? Voy a llevarte dentro.
Ella se movió un poco, aterida. Sus músculos parecían haber perdido la elasticidad, y a través de la pana de su chaqueta no se percibía calor. Intentó ponerla en pie, pero le fue imposible, así que la entró en brazos, la tendió en el sofá y la cubrió de mantas.
—Ha sido una estupidez por tu parte —dijo, poniendo agua a calentar—. Hay gente que muere por cosas así. ¿Patty? No hace falta estar a veinte grados bajo cero; con uno o dos bajo cero ya te puedes morir. Ha sido una estupidez quedarte ahí sentada tanto rato. En serio. ¿Cuántos años viviste en Minnesota? ¿Es que no aprendiste nada? Ha sido una verdadera estupidez, joder.
Subió la temperatura de la caldera y le llevó un tazón de agua caliente y la obligó a incorporarse para tomar un trago, pero ella lo escupió en el acto sobre la tapicería. Cuando Walter intentó darle un poco más, ella negó con la cabeza y emitió sonidos imprecisos de oposición. Tenía los dedos helados, los brazos y los hombros mortecinamente fríos.
—Joder, Patty, qué estupidez. ¿En qué estabas pensando? Ésta es la mayor estupidez que me has hecho en la vida.
Ella se quedó dormida mientras él se desvestía, y despertó sólo un poco mientras él apartaba las mantas y le quitaba la chaqueta y, con no pocos esfuerzos, el pantalón, y luego se tendía junto a ella, sin nada más que el calzoncillo, y reacomodaba las mantas encima de ellos.
—Vale, ahora mantente despierta, ¿vale? —ordenó, apretando la mayor parte posible de su propia superficie corporal contra la piel marmóreamente fría de Patty—. Ahora lo que ya sería el colmo de la estupidez es que perdieras el conocimiento. ¿Queda claro?
—Mmm —dijo ella.
Walter la abrazó y le hizo suaves friegas, sin dejar de maldecirla, de maldecir la situación en la que lo había puesto. Durante largo rato Patty no recuperó el calor ni mínimamente, siguió adormilándose y despertando apenas, pero al final algo se activo dentro de ella y empezó a temblar y a agarrarse a él. Walter continuó masajeándola y abrazándola, hasta que, de pronto, ella abrió muchísimo los ojos y fijó la vista en él.
No parpadeaba. Aún se advertía en su mirada algo casi mortecino, algo muy remoto. Parecía traspasarlo con la vista y ver más allá de él, el espacio frío del futuro en el que no tardarían en estar los dos muertos, la nada a la que habían accedido ya Lalitha y la madre y el padre de Walter, y sin embargo lo miraba directamente a los ojos, y él notó que recobraba el calor por momentos. Y por tanto dejó de mirarle los ojos y empezó a mirarla a los ojos, devolviéndole la mirada antes de que fuera demasiado tarde, antes de que esa conexión entre la vida y lo que venía después de la vida se perdiera, y eso le permitió ver toda la vileza que había dentro de él, todos los odios de dos mil noches solitarias, mientras los dos seguían en contacto con el vacío en que la suma de todo lo que habían dicho o hecho alguna vez, todo el dolor que habían infligido, toda la alegría que habían compartido, pesarían menos que la pluma más insignificante flotando en el viento.
—Soy yo —dijo ella—. Sólo yo.
—Lo sé —dijo él, y la besó.
En la lista de desenlaces respecto a Walter concebidos por los residentes de Canterbridge Estates, la posibilidad de que llegaran a lamentar su marcha se hallaba entre las últimas posiciones. Nadie, y menos Linda Hoffbauer, habría podido prever que una tarde de domingo de principios de diciembre la mujer de Walter, Patty, aparcara el Prius de él en Canterbridge Court y empezara a llamar a las puertas, presentándose brevemente a los vecinos, sin entrometerse, obsequiándolos con bandejas de galletas navideñas hechas por ella y envueltas en film transparente. Al conocer a Patty, Linda se vio en una posición incómoda, porque no había en ella nada visiblemente antipático, y porque era inconcebible no aceptar un regalo navideño. La curiosidad, si no otra cosa, la llevó a invitarla a entrar, y al cabo de un instante, sin previo aviso, Patty estaba de rodillas en el suelo de su sala de estar, llamando a sus gatos para que se acercaran y se dejaran acariciar y preguntando sus nombres. En apariencia, era una persona tan cálida como frío era su marido. Cuando Linda preguntó cómo era posible que no se hubieran visto nunca, Patty se echó a reír con un gorjeo y dijo: «Ah, bueno, es que Walter y yo nos tomamos un pequeño respiro en la relación». Fue una manera extraña y bastante sagaz de formularlo, en la que resultaba difícil detectar un claro defecto moral. Patty se quedó el tiempo suficiente para admirar la casa y la vista del lago nevado, y al salir invitó a Linda y su familia a la fiesta que Walter y ella ofrecerían el día de Año Nuevo.
Linda no sentía gran predisposición a entrar en la casa del asesino de Bobby, pero cuando se enteró de que todas las familias de Canterbridge Court (salvo dos que ya estaban en Florida) irían a la fiesta, sucumbió a una combinación de curiosidad y tolerancia cristiana. La cuestión era que Linda tenía ciertos problemas de aceptación en el vecindario. Aunque gozaba de su propio plantel de amigos y aliados incondicionales en la parroquia, también creía firmemente en las buenas relaciones vecinales, y al adquirir tres nuevos gatos para sustituir a su Bobby, que ciertos vecinos indecisos creían que tal vez había muerto por causas naturales, quizá se había pasado de la raya; existía la sensación de que había actuado de una manera un tanto vengativa. Y por tanto, aunque dejó a su marido y a sus hijos en casa, condujo su Suburban a la casa de los Berglund en Año Nuevo y se quedó debidamente desconcertada por la especial hospitalidad que Patty le dispensó. Le presentó a sus hijos y luego, sin apartarse de su lado, la llevó fuera y la acompañó hasta el lago para que viera su propia casa a lo lejos. Linda pensó que estaba en manos de una experta, y que podía aprender de Patty una o dos cosas acerca de cómo granjearse corazones y voluntades; en menos de un mes Patty había conseguido cautivar incluso a aquellos vecinos que ya no abrían la puerta de par en par cuando Linda acudía a quejarse a ellos: la obligaban a quedarse fuera en el frío. Con audacia, le lanzó varias estocadas a Patty para que ésta, en un desliz, revelara su desagradable faceta progresista preguntándole si también ella era amante de los pájaros («No, pero soy amante de Walter, así que algo de eso tengo», respondió Patty), y si estaba interesada en encontrar una iglesia a la que asistir en la zona («Me parece maravilloso que haya tantas entre las que elegir», contestó Patty), antes de llegar a la conclusión de que su nueva vecina era una adversaria demasiado peligrosa para enfrentarse a ella frontalmente. Como para rematar la aplastante victoria, Patty había preparado un amplio y muy apetitoso despliegue de platos de los que Linda, con una sensación de derrota casi placentera, se sirvió copiosamente.
—Linda —dijo Walter, acercándose mientras ella repetía—. Muchas gracias por venir.
—Ha sido todo un detalle por parte de tu mujer invitarme —contestó Linda.
Con el regreso de su esposa, Walter había vuelto a afeitarse con regularidad: ahora se lo veía más sonrosado.
—Oye —dijo él—, me dio mucha pena cuando me enteré de la desaparición de tu gato.
—¿Ah, sí? Creía que odiabas a Bobby.
—Y lo odiaba. Era una máquina de matar pájaros. Pero sé que lo queríais, y perder a un animal es duro.
—Bueno, ahora tenemos otros tres, así que…
Él asintió con calma.
—Tú procura no dejarlos salir de casa, si es posible. Allí estarán más a salvo.
—Perdona, ¿es una amenaza?
—No, ninguna amenaza —respondió él—. Sólo es un hecho. Éste es un mundo peligroso para los animales pequeños. ¿Te traigo algo más de beber?
Aquel día, y en los meses posteriores, quedó claro para todos que en quien más se notaba la calidez de Patty era en el propio Walter. Ahora, en lugar de pasar a toda velocidad ante los vecinos con su iracundo Prius, se detenía para bajar la ventanilla y saludar. Los fines de semana llevaba a Patty a la porción de hielo que los chicos del vecindario conservaban despejada de nieve para jugar al hockey y le enseñaba a patinar, cosa que ella aprendió bastante bien en un plazo notablemente breve. Cuando la nieve empezó a derretirse, se veía a los Berglund dar largos paseos juntos, a veces casi hasta Fen City, y cuando, allá por abril, llegó el verdadero deshielo y Walter volvió a llamar puerta por puerta en Canterbridge Court, no fue para reprender a los vecinos por sus gatos, sino para invitarlos a que los acompañaran a él y a un amigo suyo científico en una serie de excursiones por la naturaleza en mayo y junio, y conocieran así su patrimonio local y vieran de cerca parte de la maravillosa vida que poblaba aquellos bosques. Llegado ese punto, Linda Hoffbauer abandonó hasta el último vestigio de resistencia a Patty, admitiendo sin reservas que aquella mujer sabía manejar a un marido, y ese nuevo tono en Linda agradó al vecindario, que empezó a abrirle un poco más sus puertas.
Y por eso, en definitiva, resultó inesperadamente triste para todos enterarse, a mediados de un verano en el que los Berglund ofrecieron varias barbacoas y, a cambio, recibieron múltiples invitaciones, de que a finales de agosto se iban a vivir a Nueva York. Patty explicó que tenía un buen trabajo en la enseñanza al que quería volver, y que su madre y sus hermanos y su hija y el mejor amigo de Walter vivían todos en Nueva York o cerca, y que si bien la casa del lago había significado mucho para ellos a lo largo de los años, nada duraba eternamente. Cuando le preguntaron si aún regresarían en vacaciones, se le ensombreció el semblante y contestó que no era ése el deseo de Walter. Cedía su propiedad a una fundación local para que la administrara como reserva de aves.
Pocos días después de la marcha de los Berglund en un enorme camión de alquiler, cuyo claxon Walter tocó mientras Patty se despedía con la mano, llegó una empresa especializada y levantó una alta valla antigatos en torno a toda la propiedad (Linda Hoffbauer, ahora que Patty se había ido, se atrevió a declarar que la valla era un poco fea), y pronto llegaron otros trabajadores para derruir el interior de la pequeña casa de los Berglund, dejando en pie sólo las paredes exteriores y el tejado como refugio para lechuzas o golondrinas. Hasta el día de hoy sólo se permite libre acceso a la reserva a las aves y los vecinos de Canterbridge Estates, a estos últimos por una puerta con una cerradura cuya combinación conocen, bajo un pequeño rótulo de cerámica con un retrato de la hermosa joven de piel oscura a quien debe su nombre la reserva.