La autobiógrafa, en atención a su lector y a la pérdida que ha sufrido, y en atención al hecho de que cierta voz haría bien en callarse ante la creciente negrura de la vida, se propuso en vano escribir estas páginas en primera y segunda persona. Pero por desgracia parece condenada, en cuanto escritora, a ser una de esas deportistas que hablan de sí mismas en tercera persona. Aunque considera que ha cambiado de verdad, y que ahora le va infinitamente mejor que en los viejos tiempos, y que por tanto merece ser oída de nuevo, aún no es capaz de desprenderse de esa voz que encontró cuando no tenía nada más a qué agarrarse, aunque ello signifique que su lector tire este documento directamente a su vieja papelera de Macalaster College.
La autobiógrafa empieza por admitir que seis años es un silencio larguísimo. Muy al principio, nada más marcharse de Washington, Patty consideró que callarse era lo más benévolo que podía hacer por sí misma y por Walter. Sabía que él se enfurecería al enterarse de que ella se había instalado en casa de Richard. Sabía que él llegaría a la conclusión de que ella no sentía el menor respeto por sus sentimientos y debía de haber estado mintiendo o engañándose al insistir en que lo amaba a él y no a su amigo. Pero para que conste: antes de ir a Jersey City, pasó una noche sola en un Marriott de Washington, contando los potentes somníferos que se había llevado y examinando la bolsita de plástico con que los huéspedes del hotel se supone que revisten el cubo para el hielo. Y es muy fácil decir «Sí, pero no llegó a quitarse la vida, ¿verdad?» y pensar que simplemente había caído en el autodramatismo y la autocompasión y el autoengaño y otros autosentimientos nocivos. La autobiógrafa sostiene, no obstante, que Patty atravesaba horas muy bajas esa noche, las más bajas de su vida, y tuvo que obligarse una y otra vez a pensar en sus hijos. Sus niveles de dolor, aunque quizá no superiores a los de Walter, eran ciertamente altos. Y Richard era la persona que la había metido en esa situación. Richard era la única persona que podía comprenderla, la única persona a la que ella podía ver sin morirse de vergüenza, la única persona de quien ella sabía con certeza que aún la deseaba. Le había destrozado la vida a Walter, y en cuanto a eso ya no podía hacer nada; así pues, pensó, bien podía intentar salvar la suya propia.
Pero por otro lado, para ser sincera, estaba furiosa con Walter. Por doloroso que hubiera sido para él leer ciertas páginas de su autobiografía, ella seguía convencida de que había cometido una injusticia al echarla de casa. Pensaba que había reaccionado desproporcionadamente y le había dado un trato inmerecido y se había engañado a sí mismo sobre lo mucho que deseaba librarse de ella y quedarse con su chica. Y la rabia de Patty se vio agravada por los celos, porque la chica de verdad amaba a Walter, en tanto que Richard no es la clase de persona que de verdad pueda querer a nadie (salvo, hasta un punto conmovedor, a Walter). Aunque indudablemente Walter no veía así las cosas, Patty se sintió justificada para ir a Jersey City en busca del consuelo y la venganza y el refuerzo de la autoestima que podía proporcionarle acostarse con un músico egoísta.
La autobiógrafa pasará por alto los detalles de los meses de Patty en Jersey City, limitándose a admitir que matar el antiguo gusanillo no estuvo exento de placeres breves pero intensos, y a señalar que ojalá hubiese matado el gusanillo cuando tenía veintiún años y Richard se mudaba a Nueva York; luego, a finales del verano, hubiese vuelto a Minnesota y comprobado si Walter aún la aceptaba. Porque asimismo cabe señalar otra cosa: no hizo el amor ni una sola vez en Jersey City sin pensar en la última ocasión en que ella y su marido lo habían hecho, en el suelo de su habitación en Georgetown. Aunque sin duda Walter imaginaba a Patty y Richard como monstruos indiferentes a sus sentimientos, en realidad nunca fueron capaces de eludir su presencia. Por ejemplo, en cuanto a si Richard cumpliría su compromiso de ayudar a Walter en la iniciativa contra la superpoblación, sencillamente dieron por sentado que Richard tenía que hacerlo. Y no por culpabilidad, sino por amor y admiración. Cosa que, considerando lo mucho que le costó a Richard simular ante músicos más famosos que le preocupaba la superpoblación mundial, debería haber sido reveladora para Walter. Lo cierto es que nada entre Patty y Richard podía durar, porque les era imposible no defraudarse mutuamente, porque ninguno de los dos era tan digno de amor para el otro como lo era Walter para ambos. Cada vez que Patty se quedaba sola después del sexo, se sumía en la tristeza y la soledad, porque Richard siempre sería Richard, mientras que, con Walter, siempre había existido la posibilidad, por escasa que fuera, y por despacio que cristalizara, de que su historia cambiara y se hiciera más profunda. Cuando Patty se enteró por sus hijos del disparatado discurso que él había pronunciado en Virginia Occidental, sintió una gran desesperación. Daba la impresión de que a Walter le hubiese bastado con deshacerse de ella para convertirse en una persona más libre. La vieja teoría de ambos —que él la amaba y la necesitaba más de lo que ella lo amaba y lo necesitaba a él— se había invertido. Y ahora ella había perdido al amor de su vida.
Y entonces llegó la espantosa noticia de la muerte de Lalitha, y Patty experimentó muchos sentimientos a la vez: un gran pesar y compasión por Walter, una gran culpabilidad por el sinfín de veces que había deseado ver muerta a Lalitha, un repentino miedo a su propia muerte, un fugaz asomo de esperanza egoísta ante la posibilidad de que Walter la aceptara de nuevo, y luego el atroz arrepentimiento por haber acudido a Richard, asegurándose así de que Walter nunca volviera a aceptarla. Mientras Lalitha vivía, existía una mínima posibilidad de que Walter se cansara de ella, pero en cuanto murió, se acabaron las esperanzas para Patty. Después de aborrecer a esa chica sin el menor disimulo, ahora no tenía derecho a consolar a Walter y sabía que sería una monstruosidad por su parte aprovechar circunstancias tan tristes para intentar entrar de nuevo sibilinamente en su vida. Durante varios días trató de redactar un pésame digno del dolor de Walter, pero el abismo entre la pureza de los sentimientos de él y la impureza de los suyos era insalvable. Lo mejor que podía hacer era transmitirle su pesar por mediación de terceros, en concreto de Jessica, y esperar que Walter llegara a creer que el anhelo de ofrecerle consuelo estaba de verdad presente en ella y se diera cuenta de que, como no le había dado el pésame, ya no podía comunicarse con él sobre ningún otro asunto. De ahí, por lo que a ella se refería, esos seis años de silencio.
La autobiógrafa desearía poder informar que Patty abandonó a Richard inmediatamente después de la muerte de Lalitha, pero en realidad se quedó allí otros tres meses. (Nadie la tomará nunca erróneamente por un pilar de determinación y dignidad). Para empezar, ella sabía que pasaría mucho tiempo antes de que alguien que le gustase de verdad deseara acostarse con ella, si es que eso volvía a ocurrir. Y Richard, a su manera leal aunque poco convincente, hacía lo posible por ser un Hombre Bueno ahora que Patty había perdido a Walter. Ella no quería mucho a Richard, pero sí lo quería un poco por ese esfuerzo (aunque incluso a este respecto, para que conste, en realidad era a Walter a quien ella quería, porque era Walter quien había metido en la cabeza de Richard la idea de ser un Hombre Bueno). Como un hombre, Richard se sentaba a comer los platos que ella le preparaba, se obligaba a quedarse en casa y ver vídeos con ella, sobrellevaba los frecuentes chaparrones de emotividad de Patty, pero ella nunca olvidaba que su llegada había coincidido inoportunamente con el renacido compromiso de Richard con la música —su necesidad de pasarse toda la noche fuera con sus compañeros de grupo, o solo en su habitación, o en las habitaciones de numerosas chicas—, y aunque ella respetaba esas necesidades en abstracto, no podía evitar tener sus propias necesidades, como por ejemplo la necesidad de no percibir en él el olor de otra chica. Para ausentarse y ganar un dinero, por las tardes trabajaba de camarera, preparando precisamente las distintas variedades de café cuya preparación en otro tiempo había ridiculizado. En casa, hacía un verdadero esfuerzo por ser divertida y agradable y no un coñazo, pero su situación no tardó en ser un tanto insufrible, y la autobiógrafa, que probablemente ya se ha explayado sobre estos asuntos mucho más de lo que al lector le interesa oír, le ahorrará las escenas de celos mezquinos y recriminaciones mutuas y decepción manifiesta que la llevó a separarse de Richard en no muy buenas relaciones. La autobiógrafa se acuerda del empeño de su país por salir de Vietnam a toda costa, cuyo colofón fue el momento en que nuestros amigos vietnamitas fueron arrojados desde lo alto del edificio de la embajada y apartados a empellones de los helicópteros que se marchaban y abandonados allí para morir masacrados o padecer una reclusión brutal. Pero eso es desde luego todo lo que va a decir sobre Richard, salvo por un breve comentario más hacia el final de este documento.
Durante los últimos cinco años Patty ha vivido en Brooklyn trabajando como maestra auxiliar en un colegio privado, donde ayuda a niños de primero con sus aptitudes lingüísticas y entrena a los equipos de sóftbol y baloncesto de los primeros cursos de secundaria. La explicación de cómo llegó a este empleo pésimamente remunerado, pero por lo demás casi ideal, es la siguiente.
Después de dejar a Richard se instaló en casa de su amiga Cathy en Wisconsin, y resultó que la pareja de Cathy, Donna, había tenido gemelas dos años antes. Entre el trabajo de Cathy como abogada de oficio y el de Donna en un centro de acogida para mujeres, las dos ingresaban entre ambas un salario aceptable y conseguían dormir entre ambas las horas de sueño aceptables de una persona. Así las cosas, Patty ofreció sus servicios como canguro a jornada completa y de inmediato se prendó de las niñas a su cargo. Se llaman Natasha y Selena y son niñas maravillosas y poco comunes. Parecían haber nacido con un sentido Victoriano del comportamiento infantil: incluso sus berrinches, cuando se sentían obligadas a recurrir a ellos, venían precedidos de unos momentos de juiciosa reflexión. Las niñas tenían toda su atención puesta esencialmente la una en la otra, claro, observándose siempre, consultándose, aprendiendo la una de la otra, comparando sus respectivos juguetes o cenas con vivo interés, pero casi nunca con ánimo competitivo o envidia; parecían sensatas conjuntamente. Cuando Patty hablaba con una de ellas, la otra también escuchaba, con una atención respetuosa sin ser tímida. Como tenían dos años, había que vigilarlas en todo momento, pero Patty no se cansaba nunca, literalmente. La verdad era —y se sintió mejor al encontrar algo que se lo recordara— que se le daban tan bien los niños pequeños como mal los adolescentes. Obtenía una satisfacción profunda y continua de los milagros de la adquisición de las habilidades psicomotrices, la formación del lenguaje, la socialización, el desarrollo de la personalidad —viéndose a veces claramente los progresos de las gemelas de un día para otro—, así como en la nula conciencia que tenían de lo graciosas que eran, en la transparencia de sus necesidades, y en la absoluta confianza que depositaban en ella. La autobiógrafa no tiene palabras para expresar la concreción de ese placer, pero en aquellos momentos se dio cuenta de que su decisión de ser madre no había sido un error.
Tal vez se habría quedado mucho más tiempo en Wisconsin si su padre no hubiera enfermado. Sin duda, el lector ha tenido noticia del cáncer de Ray, la agresividad de su repentina aparición y la rapidez de su evolución. Cathy, que es también muy sensata, instó a Patty a volver a su casa en Westchester antes de que fuera demasiado tarde. Patty regresó con mucho miedo y aprensión y se encontró con que el hogar de su infancia apenas había cambiado desde la última vez que había puesto los pies allí. Las cajas de material de campañas electorales antiguas eran aún más numerosas; las manchas de moho en el sótano, más intensas; las torres de libros recomendados por el Times de Ray, más altas y tambaleantes; los archivadores con recetas no probadas de la sección gastronómica del Times de Joyce, aún más gruesos; las pilas de dominicales sin leer del Times, aún más amarillentas; los cubos de reciclaje, aún más rebosantes; los resultados de los ilusos intentos de Joyce de dedicarse a la jardinería floral, aún más patéticamente infestados de malas hierbas y dispersos; el progresismo automático de su visión del mundo, aún más impermeable a la realidad; su malestar ante la presencia de su hija mayor, aún más acusado; y la insidiosa jovialidad de Ray, aún más desorientadora. El asunto serio del que ahora Ray se reía sin el menor respeto era su muerte inminente. Su cuerpo, a diferencia de todo lo demás, había experimentado un cambio enorme. Estaba consumido, demacrado y pálido. Cuando Patty llegó, iba aún a su bufete unas horas cada mañana, pero eso duró sólo una semana más. Al verlo tan enfermo, Patty se recriminó su prolongada frialdad en el trato con él y su pueril rechazo a perdonar.
Y no era que Ray no siguiera siendo Ray, claro está. Siempre que Patty lo abrazaba, él le daba unas palmadas por un segundo y, retirando los brazos, los dejaba flotando en el aire, como si no pudiera devolverle el abrazo ni apartarla de un empujón. Para desviar la atención de sí mismo, buscaba otras cosas de las que reírse: la carrera de Abigail como artista de performance, la religiosidad de su nuera (de la que se hablará más adelante), la participación de su mujer en la «broma» del gobierno del estado de Nueva York y las penalidades profesionales de Walter, sobre las que había leído en el Times.
—Por lo visto, tu marido se lio con una panda de maleantes —comentó un día—. Como si él también tuviera algo de maleante, quizá.
—No es un maleante —replicó Patty—. Eso es obvio.
—Eso mismo dijo Nixon. Me acuerdo de aquel discurso como si fuese ayer. El presidente de Estados Unidos asegurando a la nación que no era un maleante. Esa misma palabra: «maleante». Me desternillaba. «No soy un maleante». Para morirse de risa.
—No vi el artículo sobre Walter, pero según Joey fue muy injusto.
—A ver, Joey es tu hijo republicano, ¿me equivoco?
—Es más conservador que nosotros, desde luego.
—Abigail nos contó que prácticamente tuvo que quemar las sábanas cuando su novia y él estuvieron en su apartamento. Manchas por todas partes, según parece. También en la tapicería.
—Ray, Ray. ¡No quiero oír hablar de eso! Procura recordar que yo no soy como Abigail.
—Ja. Cuando leí el artículo, no pude evitar acordarme de aquella noche en que Walter se exaltó tanto al hablar del Club de Roma. Siempre ha estado un poco chalado. Ésa ha sido siempre mi impresión. Ahora puedo decirlo, ¿no?
—¿Por qué? ¿Porque estamos separados?
—Sí, también por eso. Pero yo lo decía porque, como no me queda mucho tiempo de vida, puedo hablar claro.
—Tú siempre has hablado claro. Nunca te has cortado.
Algo en esas palabras arrancó una sonrisa a su padre.
—No siempre, Patty. En realidad, menos de lo que crees.
—Dime una ocasión en la que hayas querido decir algo y te hayas contenido.
—Nunca se me ha dado bien expresar el afecto. Sé que eso fue duro para ti. Para la que más, probablemente. En comparación con los otros, siempre te lo has tomado todo muy en serio. Y luego estuvo aquel desafortunado incidente cuando ibas al instituto.
—Lo desafortunado fue cómo lo manejasteis vosotros.
Ante eso, Ray levantó una mano en señal de advertencia, como para atajar esa actitud tan poco razonable.
—Patty —dijo.
—¡Es la verdad!
—Patty, a ver, a ver… Todos cometemos errores. La cuestión es que siento… esto, mmm… siento afecto por ti. Mucho amor. Sólo que me cuesta manifestarlo.
—Pues qué mala suerte la mía, supongo.
—Estoy intentando hablar en serio, Patty. Estoy intentando decirte algo.
—Ya lo sé, papá —dijo ella, deshaciéndose en lágrimas un tanto amargas.
Y él repitió su gesto de las palmadas, apoyando la mano en su hombro, retirándola indeciso y dejándola en el aire; y ella vio con toda claridad, por fin, que él era incapaz de ser de otra manera.
Mientras Ray agonizaba, y una enfermera particular iba y venía, y Joyce, con forzadas disculpas, se escabullía repetidamente a Albany para una votación «importante», Patty durmió en su cama de la infancia y releyó sus libros infantiles preferidos y combatió el desorden de la casa, sin molestarse en pedir permiso para tirar revistas de los años noventa y cajas de folletos de la campaña de Dukakis. Era la temporada de los catálogos de semillas, y Joyce y ella aprovecharon agradecidas la pasión esporádica de su madre por la jardinería, que les procuró un interés común del que hablar, sin el cual no habrían tenido ninguno. Pero en la medida de lo posible Patty se quedaba con su padre, lo cogía de la mano y se permitía quererlo. Casi podía sentir físicamente cómo se redistribuían sus propios órganos emocionales, situándose por fin la autocompasión claramente a la vista, en toda su obscenidad, como una horrenda excrecencia roja amoratada que era necesario extirpar. Después de pasar tanto tiempo oyendo a su padre burlarse de todo, aunque un poco más débilmente cada día, la perturbó ver lo mucho que ella se parecía a él, y por qué sus propios hijos no veían con más humor su capacidad para el humor, y por qué habría sido mejor para ella obligarse a visitar más a sus padres en los años críticos de su propia maternidad, para comprender mejor las reacciones de sus hijos ante ella. Su sueño de fundar una nueva vida partiendo de cero, del todo independiente, no había sido más que eso: un sueño. Era digna hija de su padre. Ni él ni ella habían querido nunca crecer de verdad, y ahora se dedicaban a eso mismo los dos juntos. De nada serviría negar que Patty, que será siempre competitiva, encontró satisfacción en sentirse menos incómoda ante la enfermedad de él, menos asustada que sus hermanos. De niña, había querido creer que él la quería más que a nada en el mundo, y ahora, mientras le apretaba la mano intentando ayudarlo a superar los tramos de dolor que la morfina sólo podía acortar —no hacer desaparecer—, aquello pasó a ser verdad, los dos lo convirtieron en verdad, y eso la cambió.
En el oficio fúnebre, celebrado en la iglesia unitaria de Hastings, ella se acordó del funeral del padre de Walter. También en aquella ocasión el número de asistentes fue enorme: por lo menos quinientas personas. Daba la impresión de que estaban allí todos los abogados, jueces y fiscales actuales o pasados de Westchester, y cuantos participaron en el panegírico dijeron lo mismo: que no sólo era el abogado más competente que habían conocido, sino también el más amable y trabajador y honrado. La amplitud y estatura de su prestigio profesional dejaron anonadada a Patty y fueron una revelación para Jessica, que estaba sentada junto a ella; Patty podía prever ya (con toda precisión, resultó) los reproches que Jessica le dirigiría después, y con razón, por haberla privado de una relación significativa con su abuelo. Abigail se subió al púlpito y habló en representación de la familia, intentó ser graciosa y dio una imagen de impropiedad y ensimismamiento, y luego se redimió parcialmente deshaciéndose en sollozos de dolor.
Sólo cuando la familia salió en fila, al final del oficio, Patty vio el variopinto grupo de desfavorecidos que ocupaban los últimos bancos, más de cien en total, en su mayoría negros o hispanos o de otras minorías étnicas, de todas las formas y tamaños, con trajes y vestidos que, saltaba a la vista, eran lo mejor que tenían, y sentados con la dignidad paciente de personas con mayor experiencia en funerales que ella. Eran los antiguos clientes pro bono de Ray, o las familias de esos clientes. En la recepción, uno por uno, se acercaron a los varios Emerson, incluida Patty, y les cogieron las manos y los miraron a los ojos y les ofrecieron un breve testimonio de lo que Ray había hecho por ellos. Las vidas que él había rescatado, las injusticias que había evitado, la bondad que había demostrado. Patty no se sintió del todo abrumada por eso (conocía de sobra el precio pagado en casa por las buenas acciones en el mundo), pero sí bastante abrumada, y no podía dejar de pensar en Walter. Ahora lamentaba amargamente lo mucho que lo había atormentado por sus cruzadas en favor de otras especies; comprendió que la había llevado a ello la envidia: envidia de sus aves por ser para él dignas de su amor más puro, y envidia del propio Walter por su capacidad para amarlas. Deseó poder acudir a él en ese momento, mientras aún vivía, y decírselo sin rodeos: te adoro por tu bondad.
Un rasgo de Walter que Patty pronto descubrió que valoraba especialmente era su indiferencia respecto al dinero. De niña, había tenido la suerte de desarrollar su propia indiferencia y luego, como les sucede a las personas afortunadas, se había visto recompensada con la posterior buena suerte de casarse con Walter, de cuya nula codicia ella había disfrutado sin pararse a pensarlo ni agradecerlo hasta que Ray murió y ella se vio arrojada de nuevo a la pesadilla de los asuntos de su familia. Los Emerson, como Walter le había dicho a Patty en muchas ocasiones, representaban una economía de la escasez. En la medida en que él lo decía metafóricamente (es decir, emocionalmente), Patty a veces veía que tenía razón, pero como ella se había criado ajena a la familia y se había excluido de la competición por los recursos entre ellos, tardó mucho tiempo en comprender hasta qué punto la riqueza siempre al alcance de la mano, y sin embargo siempre inaccesible, de los padres de Ray —la artificialidad de la escasez— se hallaba en la raíz de los conflictos de la familia. No lo entendió del todo hasta que cogió por banda a Joyce, en los días posteriores al oficio fúnebre de Ray, y le sonsacó la historia de la finca de la familia Emerson en Nueva Jersey, y se enteró del dilema en que Joyce se hallaba.
La situación era la siguiente: como cónyuge sobreviviente de Ray, Joyce era ahora propietaria de la finca rústica, que había heredado Ray tras la muerte de August, hacía seis años. Ray tenía la facultad de reírse y hacer caso omiso de las súplicas de las hermanas de Patty, Abigail y Verónica, para que «se ocupara» de la finca (es decir, la vendiera y les diera su parte del dinero), pero ahora que él ya no estaba, Joyce se veía sometida a un redoble diario de presión por parte de sus hijas menores, y Joyce no tenía el carácter adecuado para oponer resistencia a esa presión. Y sin embargo, por desgracia, seguía teniendo las mismas razones que había tenido Ray para ser incapaz de «ocuparse» de la finca, salvo por el apego sentimental de Ray a ésta. Si ponía la finca en venta, los dos hermanos de Ray tendrían un sólido derecho moral a reclamar partes importantes del valor de venta. Por otro lado, la vieja casa de piedra la ocupaba por entonces el hermano de Patty, Edgar, su mujer Galina y sus hijos, que pronto serían cuatro, y presentaba las irreversibles cicatrices de las permanentes «renovaciones» que acometía el propio Edgar, y que, dado que éste no tenía trabajo ni ahorros y sí muchas bocas que alimentar, hasta el momento no habían pasado de ciertas demoliciones aleatorias. Además, si Joyce los desahuciaba, Edgar y Galina amenazaban con trasladarse a un asentamiento israelí en Cisjordania, llevándose a los únicos nietos presentes en la vida de Joyce, y vivir de la caridad de una fundación con sede en Miami cuyo agresivo sionismo incomodaba sumamente a Joyce.
Ésta había entrado voluntariamente en la pesadilla, desde luego. De joven, cuando estudiaba con ayuda de una beca, se había sentido atraída por la privilegiada condición de blanco-anglosajón-protestante de Ray, por su riqueza familiar y por su idealismo social. No tenía ni idea de dónde se metía, del precio que acabaría pagando, de las décadas de repugnante excentricidad y pueriles juegos de dinero e imperiosa descortesía de August. Ella, la judía pobre de Brooklyn, muy pronto se encontró viajando a Egipto y al Tíbet y a Machu Picchu a costa de los Emerson; cenaba con Dag Hammarskjóld y Adam Clayton Powell. Como tantas personas que entraban en política, Joyce no era una persona madura; era una persona aún menos madura que Patty. Necesitaba sentirse extraordinaria, y convertirse en una Emerson reforzó su sentimiento de que lo era, y cuando empezó a tener hijos sintió la necesidad de que también ellos fueran extraordinarios, para compensar aquello de lo que ella carecía en su esencia. De ahí su cantinela durante la infancia de Patty: no somos como las demás familias. Otras familias tienen seguros, pero papá no cree en los seguros. Los hijos de otras familias tienen pequeños empleos después del horario escolar, pero nosotros preferimos que exploréis vuestro extraordinario talento y persigáis vuestros sueños. Otras familias han de preocuparse de reservar dinero para una urgencia, pero gracias al dinero del abuelo no es nuestro caso. Otras personas han de ser realistas y desarrollar una carrera y ahorrar para el futuro, pero a vosotros, incluso con todas las donaciones a la beneficencia, os espera un buen filón de oro.
Después de transmitir estos mensajes a lo largo de los años, y permitir que deformaran la vida de sus hijos, Joyce se sentía ahora, como confesó a Patty con voz trémula, «incómoda» y «un poquitín culpable» ante las exigencias de Abigail y Verónica respecto a la liquidación de la finca. En el pasado, su culpabilidad se había manifestado subterráneamente, en transferencias de efectivo irregulares pero sustanciosas a sus hijas, y absteniéndose de emitir juicios cuando, por ejemplo, Abigail corrió al lecho de muerte de August en el hospital una noche ya tarde y le sacó un cheque de diez mil dólares en el último momento (Patty se enteró de esta treta por mediación de Galina y Edgar, que lo consideraban en extremo injusto pero, más que nada, se lamentaban, o esa impresión tuvo ella, de que la treta no se les hubiera ocurrido a ellos), pero ahora Patty gozaba de la interesante satisfacción de ver, aplicada a sus propios hijos a plena luz del día, la culpabilidad de su madre, implícita desde siempre en sus ideas políticas progresistas.
—No sé qué hicimos papá y yo —dijo—. Supongo que hicimos algo. Que tres de nuestros cuatro hijos no estén muy bien preparados para… muy bien preparados para… en fin… para mantenerse por sí solos. Supongo que… bueno, no sé. Pero si Abigail vuelve a preguntarme una vez más por la venta de la casa del abuelo… Y supongo, imagino, que en cierto modo lo merezco. Imagino que, a mi manera, soy hasta cierto punto responsable.
—Sólo tienes que plantarle cara —le aconsejó Patty—. Tienes derecho a no dejarte torturar por ella.
—Lo que no entiendo es cómo has salido tú tan distinta, tan independiente —dijo Joyce—. Desde luego no da la impresión de que tengas esa clase de problemas. Es decir, sé que tienes problemas, pero pareces… más fuerte, por alguna razón.
Sin exagerar: ése fue uno de los diez momentos más gratificantes en la vida de Patty.
—Walter supo cuidar de nosotros muy bien —replicó ella—. Un gran hombre. Eso ayuda.
—¿Y tus hijos…? ¿Son…?
—Son como Walter. Saben trabajar. Y Joey es prácticamente el chico más independiente de Norteamérica. Supongo que algo de eso lo ha heredado de mí.
—Me gustaría ver más a… Joey —dijo Joyce—. Espero que… ahora que las cosas han cambiado… ahora que hemos sido… —Dejó escapar una risa extraña, ronca y artificiosa—. Ahora que hemos sido perdonados, espero poder llegar a conocerlo un poco.
—Seguro que a él también le gustaría. Ha empezado a interesarse por su ascendencia judía.
—Bueno, no creo ser la persona más indicada para hablar de eso. Le iría mejor con… Edgar. —Y volvió a reír de una manera extrañamente artificiosa.
En realidad, Edgar no se había vuelto más judío, salvo en el más pasivo de los sentidos. A principios de los noventa había hecho lo que cualquier doctor en Lingüística habría hecho: convertirse en agente de Bolsa. Cuando dejó de estudiar las estructuras gramaticales del Asia Oriental y se dedicó al mercado de valores, en poco tiempo amasó dinero suficiente para captar y retener la atención de una bonita y joven judía rusa, Galina. En cuanto se casaron, se reafirmó el lado materialista ruso de Galina. Empujó a Edgar a ganar cada vez más dinero y gastarlo en una mansión de Short Hills, Nueva Jersey, y en abrigos de piel y joyas ostentosas y otros artículos llamativos. Durante un breve tiempo, Edgar, al frente de su propia empresa, tuvo tanto éxito que su abuelo, normalmente distante e imperioso, puso la mira en él y, en un momento de posible demencia senil precoz, poco después de la muerte de su mujer, permitió codiciosamente que Edgar le renovara la cartera de valores, y éste se desprendió de las acciones de empresas americanas consolidadas e invirtió grandes sumas en el Sudeste asiático. August revisó por última vez su testamento y fideicomiso en el punto álgido de la burbuja bursátil asiática, cuando parecía sumamente justo dejarles sus inversiones a sus hijos menores y la finca de Nueva Jersey a Ray. Pero Edgar era poco fiable en cuestión de renovaciones. Como era de esperar, la burbuja asiática reventó, August murió poco después, y los dos tíos de Patty no heredaron prácticamente nada, en tanto que la finca, debido a la construcción de nuevas carreteras y la rápida urbanización del noroeste de Nueva Jersey, duplicaba su valor. Ray sólo podía resistirse a las reclamaciones morales de sus hermanos conservando la propiedad de la finca y dejando vivir en ella a Edgar y Galina, cosa que éstos hicieron gustosamente, ya que se habían quedado en bancarrota cuando las propias inversiones de Edgar cayeron en picado. También fue entonces cuando despertó el lado judío de Galina. Se acogió a la tradición ortodoxa, abandonó los anticonceptivos y agravó la difícil situación económica de ambos teniendo un montón de hijos. Edgar no sentía más pasión por el judaísmo que cualquier otro miembro de la familia, pero era el títere de Galina, y más aún desde la bancarrota, y le siguió la corriente por no discutir. Y ay, cuánto odiaban Abigail y Verónica a Galina.
Ésa fue la situación a la que Patty se dispuso a hacer frente en nombre de su madre. Reunía unas condiciones excepcionales para hacerlo, siendo como era la única hija de Joyce dispuesta a trabajar para ganarse la vida, y eso le produjo una sensación en extremo maravillosa y grata: que Joyce era afortunada de tener una hija como ella. Patty pudo disfrutar de esta sensación durante varios días, hasta que cuajó en la toma de conciencia de que, en realidad, estaba viéndose atrapada en dañinos esquemas familiares y volviendo a competir con sus hermanos. La verdad era que ya había sentido ramalazos competitivos cuando ayudaba a cuidar de Ray, pero nadie había puesto en duda su derecho a estar con él, y tenía la conciencia tranquila en cuanto a sus propias motivaciones. Sin embargo, bastó una tarde con Abigail para desatarle otra vez plenamente la vena competitiva.
Cuando vivía con un hombre muy alto en Jersey City e intentaba parecerse menos a un ama de casa de mediana edad que se había equivocado de salida en la autopista, Patty se había comprado un par de elegantes botas de tacón, y tal vez fuera la parte menos bondadosa de ella la que eligió calzarse dichas botas cuando fue a ver a su hermana, la de menor estatura. Descollaba por encima de Abigail, descollaba como un adulto por encima de un niño, mientras iban desde el apartamento de Abigail hasta la cafetería del barrio donde ella era clienta asidua. Como para compensar su baja estatura, Abigail se alargó con su discurso inaugural —dos horas—, lo que permitió a Patty formarse una imagen bastante completa de su vida: el hombre casado, conocido ahora exclusivamente como «el Capullo», con quien ella había malgastado los mejores doce años de su etapa casadera, esperando a que los hijos del Capullo acabaran por fin el instituto para que él pudiera abandonar a su mujer, cosa que en efecto hizo, pero por otra persona más joven que Abigail; ciertos gays —de esos que desprecian a los hombres heterosexuales— a quienes ella había acudido en busca de compañía masculina más agradable; la increíblemente amplia comunidad de actores y dramaturgos y cómicos y artistas de performance con poco trabajo entre los que por lo visto ella era miembro valorado y generoso; el círculo de amistades que compraban circularmente entradas para sus mutuos espectáculos y actos de recaudación de fondos con dinero que manaba, gota a gota, de fuentes tales como el talonario de Joyce; la vida del bohemio, ni glamurosa ni destacada pero aun así admirable y esencial para el funcionamiento de Nueva York. Patty se alegró sinceramente de que Abigail hubiese encontrado su lugar en el mundo. No fue hasta que se retiraron a su apartamento a tomar un «digestivo», y Patty abordó el tema de Edgar y Galina, cuando las cosas se pusieron feas.
—¿Has estado ya en el kibbutz de Nueva Jersey? —le preguntó Abigail—. ¿Has visto su milch cow, su vaca lechera?
—No; iré mañana —respondió Patty.
—Con un poco de suerte, Galina se olvidará de quitarle el collar y la correa a Edgar antes de que llegues; así está muuuy guapo. Muuuy masculino y religioso. De una cosa puedes estar segura: no se molestará en limpiar la mierda de vaca del suelo de la cocina.
Entonces Patty le explicó su propuesta, que consistía en que Joyce vendiera la finca, diera la mitad de las ganancias a los hermanos de Ray y dividiera el resto entre Abigail, Verónica, Edgar y ella misma (es decir, Joyce, no Patty, cuyo interés económico era nulo). Abigail negaba con la cabeza continuamente mientras Patty lo explicaba.
—Para empezar —dijo—, ¿no te ha hablado mamá del accidente de Galina? Atropelló a un vigilante de tráfico en un paso de peatones delante de un colegio. A ningún niño, gracias a Dios, sólo al viejo con su chaleco naranja. La distrajo su prole, que iba en el asiento de atrás, y embistió al hombre sin más. De eso hace sólo dos años y, como era de esperar, Edgar y Galina no habían renovado el seguro del coche, porque ellos son así. Da igual la ley del estado de Nueva Jersey, da igual que hasta papá tuviera seguro del coche. Edgar no le veía la necesidad, y Galina, pese a vivir aquí desde hace quince años, dijo que en Rrrrusia todo era distinto, que ella no tenía ni idea. El seguro del colegio indemnizó al vigilante, que ahora prácticamente no puede caminar, pero la compañía de seguros ha presentado una reclamación de embargo de bienes, por una cantidad inmoral. Todo el dinero que reciban ahora irá directo a la compañía de seguros.
Joyce, curiosamente, no había mencionado ese detalle a Patty.
—Bueno, probablemente es lo correcto —dijo Patty—. Si ese hombre se ha quedado lisiado, es ahí adonde debe ir el dinero, ¿no?
—Ésa es una razón más para que huyan a Israel, ya que no tienen un centavo. Cosa que a mí ya me parece bien: sayonara. Pero intenta colárselo a mamá. Ella le tiene más cariño a la prole que yo.
—¿Y eso por qué supone un problema para ti?
—Porque —contestó Abigail— Edgar y Galina no deberían recibir nada, porque han tenido el usufructo de la finca durante seis años y la han dejado en un estado lamentable, y porque el dinero volará de todos modos. ¿No crees que debería ir a manos de gente capaz de darle un buen uso?
—A mí me parece que el vigilante le daría un buen uso.
—A él ya le han pagado. Ahora es la compañía de seguros la única a la que le falta cobrar, y las compañías tienen sus propios seguros para estas cosas.
Patty frunció el entrecejo.
—En cuanto a los tíos —prosiguió Abigail—, hay que joderse. Con ellos pasó un poco lo mismo que contigo: se largaron. No tuvieron que soportar los pedos del abuelo en vacaciones como nosotros. Papá iba allí prácticamente cada semana y comía las espantosas galletas de nueces pasadas de la abuela, y eso durante toda su vida. Desde luego, que yo recuerde, sus hermanos no lo hacían.
—¿Estás diciendo que, en tu opinión, merecemos cobrar por eso?
—¿Por qué no? Es mejor que no cobrar. Además, los tíos no necesitan el dinero. Se las apañan muuuy bien. Mientras que a mí, y a Ronnie, nos cambiaría la vida.
—¡Por favor, Abigail! —prorrumpió Patty—. Nunca nos vamos a entender, ¿verdad que no?
Tal vez captando un amago de lástima en su voz, Abigail adoptó una mueca de estúpida, una mueca cruel.
—No soy yo quien se largó —dijo—. No soy yo quien se daba aires y nunca podía soportar una broma, ni quien se casó con Don Buen Tío Sobrehumano de Minnesota y Bicho Raro Moralista Amante de la Naturaleza, y ni siquiera fingía no odiarnos. Te crees que te va muy bien, te crees muy superior, y de pronto Don Buen Tío Sobrehumano te deja plantada por alguna razón inexplicable que obviamente no tiene nada que ver con tus maravillosas cualidades personales, y entonces te crees que puedes volver y ser la Adorable y Simpática Señorita Florence Nightingale Embajadora en Misión de Buena Voluntad. Es todo muuuy interesante.
Patty se aseguró de respirar hondo varias veces antes de contestarle.
—Como he dicho —dijo—, me parece que tú y yo nunca nos entenderemos.
—La única razón por la que tengo que llamar a mamá a diario —aclaró Abigail— es que tú estás allí, intentando echarlo todo a perder. Dejaré de molestarla en cuanto tú te vayas y te ocupes de tus asuntos. ¿Trato hecho?
—¿En qué sentido no es asunto mío?
—Tú misma has dicho que te da igual el dinero. Si quieres quedarte una parte y dársela a los tíos, allá tú. Si eso te sirve para sentirte más superior y moralista, allá tú. Pero no nos digas a los demás lo que tenemos que hacer.
—Vale, me parece que con eso ya casi está todo dicho. Pero sólo una última duda, para ver si lo he entendido bien: ¿crees que aceptando cosas de Ray y Joyce has estado haciéndoles un favor durante toda tu vida? ¿Crees que Ray hacía un favor a sus padres aceptando cosas de ellos? ¿Y que mereces una recompensa por todos esos grandes favores?
Abigail hizo otra mueca peculiar y pareció detenerse a pensarlo.
—¡Pues la verdad es que sí! —afirmó—. La verdad es que lo has expresado muy bien. Eso es lo que creo. Y el hecho de que por lo visto, te extrañe tanto es la razón por la que esto no es asunto tuyo. A estas alturas, tú ya no formas parte de la familia más que Galina. Quizá lo creas, pero sólo es una impresión tuya. Así que ¿por qué no dejas a mamá en paz y le permites tomar sus propias decisiones? Tampoco quiero que hables con Ronnie.
—La verdad es que no es asunto tuyo si hablo o no con ella.
—Sí es asunto mío, y te digo que la dejes en paz. No hará más que confundirla.
—Estamos hablando de la misma persona que tiene un coeficíente de inteligencia de… ¿cuánto? ¿Ciento ochenta?
—No anda muy fina desde que murió papá, y no hay motivo para atormentarla. Dudo que me hagas caso, pero sé de qué hablo, porque he pasado aproximadamente mil veces más tiempo con Ronnie que tú. Ten un mínimo de consideración.
La finca de los Emerson, en otro tiempo primorosamente cuidada, parecía, cuando Patty fue allí la mañana siguiente, un cruce entre Walker Evans y la Rusia decimonónica. Había una vaca en medio de la pista de tenis, ahora sin red y con la cinta de plástico que la delimitaba despegada y retorcida. Edgar araba el antiguo prado de los caballos con un pequeño tractor, reduciendo la marcha hasta detenerse cada quince metros cuando el tractor se hundía en la tierra primaveral empapada por la lluvia. Vestía una camisa blanca embarrada y botas de goma también cubiertas de barro; había acumulado grasa y desarrollado músculo y por alguna razón, al verlo, Patty se acordó del Pierre de Guerra y paz. Dejó el tractor peligrosamente inclinado en el campo y se abrió paso entre el barro hasta el camino de acceso, donde ella había aparcado. Le explicó que estaba plantando patatas, muchas patatas, con el objetivo de que la familia gozara de una autosuficiencia más plena al año siguiente. En ese momento, llegada ya la primavera, con la cosecha del año anterior y las existencias de carne de venado agotadas, la familia dependía en gran medida de las donaciones de comida de la Congregación Beit Midrash: ante la puerta del establo, en el suelo, había cajas de cartón con alimentos envasados, cereales secos a granel y palés retractilados con su carga de comida para bebés. En algunos palés el plástico estaba rasgado y faltaba parte del contenido, lo que indujo a Patty a pensar que la comida llevaba un tiempo a la intemperie sin que nadie se preocupara de entrarla en el establo.
Aunque la casa era un caos de juguetes y platos sucios y en efecto olía vagamente a estiércol, el bosquejo de Degas y el lienzo de Monet y el pastel de Renoir colgaban aún donde siempre habían estado. Al instante, Patty se encontró entre los brazos a un bebé de un año, guapo, cálido, adorable y no demasiado limpio, entregado por Galina, que estaba visiblemente embarazada y supervisaba la escena con la mirada apagada de un aparcero. Patty había conocido a Galina el día del oficio fúnebre de Ray, pero apenas había hablado con ella. Era una de esas madres abrumadas, abstraídas en los hijos; despeinada, con las mejillas encendidas, vestida con desaliño y con las carnes escapando azarosamente por debajo de la ropa, pero sin duda aún podría haber estado guapa si se hubiera dedicado unos minutos a sí misma.
—Gracias por venir a vernos —dijo—. Ahora para nosotros movernos es un suplicio, con eso de organizar los desplazamientos y demás.
Antes de exponer el asunto en cuestión, Patty sintió la necesidad de disfrutar del niño que tenía en brazos, frotarle la nariz con la suya, hacerlo reír. Concibió la disparatada idea de adoptarlo, para aligerar la carga de Galina y Edgar e iniciar una nueva forma de vida. Como si el pequeño le adivinara el pensamiento, le tocó toda la cara con las manos, pellizcándosela jubilosamente.
—Le gusta su tía —dijo Galina—. Su tía Patty, desaparecida hace mucho tiempo.
Edgar entró por la puerta de atrás sin las botas, con unos gruesos calcetines grises también sucios de barro y agujereados.
—¿Quieres salvado con pasas o algo así? —preguntó—. También tenemos cereales Chex.
Patty rechazó el ofrecimiento y se sentó a la mesa de la cocina con su sobrino en una rodilla. Los otros niños no eran menos maravillosos —curiosos, atrevidos sin ser groseros, de ojos oscuros—, y entendió por qué Joyce estaba tan prendada de ellos y no quería que se fueran del país. En conjunto, después de su desagradable conversación con Abigail, a Patty le costaba ver a aquella familia como los villanos. Le parecieron más bien, literalmente, los protagonistas de un cuento de niños perdidos en el bosque.
—Contadme, pues, cómo veis el futuro —dijo.
Edgar, obviamente acostumbrado a dejar que Galina hablara por él, se sentó a quitarse las costras de barro de los calcetines mientras su mujer explicaba que las labores agrícolas iban cada vez mejor, que el rabino y la sinagoga les proporcionaban un apoyo extraordinario, que Edgar estaba a punto de recibir autorización para producir vino kosher a partir de las vides del abuelo, y que había caza abundante.
—¿Caza? —preguntó Patty.
—Ciervos —contestó Galina—. Una cantidad increíble de ciervos. Edgar, ¿cuántos cazaste el otoño pasado?
—Catorce.
—¡Catorce en nuestra propiedad! Y siguen viniendo y viniendo, es magnífico.
—Veréis, el caso es que —dijo Patty, intentando recordar si comer ciervo era siquiera kosher— esto en realidad no es propiedad vuestra. Ahora podríamos decir que es de Joyce. Y sólo me preguntaba, ya que a Edgar se le dan tan bien los negocios, si no sería más lógico, quizá, que él volviera a trabajar y tuviera un sueldo de verdad para que Joyce pueda tomar su propia decisión sobre esta finca.
Galina negaba con la cabeza porfiadamente.
—Están los seguros. Los seguros quieren quedarse con todo lo que gane Edgar, hasta cubrir una cantidad de no sé cuántos cientos de miles.
—Ya, bueno, pero si Joyce vendiera esto, podríais saldar los seguros, quiero decir la deuda con las compañías de seguros, y así empezar de cero.
—¡Ese hombre es un farsante! —protestó Galina, echando chispas por los ojos—. Ya conocerás la historia, supongo. Ese vigilante es un auténtico farsante. Yo apenas lo toqué, apenas lo rocé, ¿y ahora resulta que no puede andar?
—Patty —dijo Edgar con un tono asombrosamente parecido al de Ray cuando se ponía paternalista—, en realidad no entiendes la situación.
—Perdona, pero ¿qué hay tan difícil de entender?
—Tu padre quería que la granja se quedara en la familia —afirmó Galina—. No quería que fuera a parar a los bolsillos de productores teatrales espantosos e indecentes que supuestamente hacen «arte», o de esos psiquiatras de quinientos dólares la sesión que se embolsan el dinero de tu hermana pequeña sin lograr que mejore nunca. Así, al menos tendremos la granja, tus tíos se olvidarán de ella y si alguna vez surge una necesidad real, y no ese supuesto «arte», ese arte espantoso, ni esos psiquiatras farsantes, Joyce siempre puede vender una parte.
—¿Edgar? —dijo Patty—. ¿Ése es tu plan también?
—Básicamente, sí.
—Bueno, imagino que es muy desinteresado por tu parte: mantener viva la llama de los deseos de papá.
Galina se inclinó hacia Patty, como para ayudarla a comprender.
—Están los niños —dijo—. Pronto seremos seis bocas que alimentar. Tus hermanas creen que quiero ir a Israel; yo no quiero ir a Israel. Aquí disfrutamos de una buena vida. ¿Y no ves ningún mérito en tener los hijos que tus hermanas nunca tendrán?
—Desde luego, los niños tienen su gracia —admitió Patty. Su sobrino dormitaba entre sus brazos.
—Pues no le des más vueltas —dijo su cuñada—. Ven a ver a los niños siempre que quieras. No somos malas personas, no estamos chiflados, nos encanta tener visitas.
Patty regresó a Westchester con una sensación de tristeza y desaliento, y se consoló viendo baloncesto en la televisión (Joyce estaba en Albany). Al día siguiente por la tarde volvió a la ciudad y vio a Verónica, la menor de la familia, la más dañada de todos. Verónica siempre había tenido cierto aire de otro mundo. Durante mucho tiempo eso tuvo que ver con su aspecto de duendecillo del bosque, acentuado por su delgadez y sus ojos oscuros, imagen a la que se había adaptado por medio de diversos métodos autodestructivos, entre los que se incluía la anorexia, la promiscuidad y los excesos con la bebida. Ahora había perdido casi por completo su atractivo —se la veía más pesada, pero no en el sentido de gorda; a Patty le recordó a su antigua amiga Eliza, a quien había entrevisto, muchos años después de la universidad, en una delegación de Tráfico abarrotada de gente—, y su aire de otro mundo era más espiritual: una falta de conexión con la lógica corriente, una especie de bienestar distante frente a la existencia de un mundo exterior a ella. En su día prometía mucho (al menos a ojos de Joyce) como pintora y bailarina, y había recibido proposiciones de un sinfín de jóvenes meritorios y salido con ellos, pero después se había visto vapuleada por graves episodios de depresión en comparación con los cuales las depresiones de Patty parecían un agradable paseo otoñal en un carro de heno por un manzanar. Según Joyce, en ese momento trabajaba como auxiliar administrativa de una compañía de danza. Vivía en un apartamento de un solo dormitorio sin apenas muebles en Ludlow Street, donde Patty, pese a haber telefoneado previamente, tuvo la impresión de haberla interrumpido en medio de un profundo ejercicio de meditación. Le abrió por el interfono y dejó abierta la puerta delantera, para que Patty fuera a buscarla a su dormitorio, donde se hallaba sobre una colchoneta de yoga, vestida con un chándal del Sarah Lawrence College, ya muy desteñido; la elasticidad de bailarina de su juventud había evolucionado para convertirse en una asombrosa flexibilidad yóguica. Era evidente que habría preferido que Patty no la visitara, y ésta tuvo que quedarse sentada en su cama durante media hora, esperando una eternidad las respuestas a sus preguntas de elemental cortesía, hasta que Verónica por fin se concilió con la presencia de su hermana.
—Esas botas me gustan —comentó.
—Ah, gracias.
—Yo ya no me pongo nada de cuero, pero a veces, cuando veo una buena bota, todavía lo echo de menos.
—¿Ah, sí? —dijo Patty, alentándola a seguir.
—¿Te importa si las huelo?
—¿Las botas?
Verónica asintió con la cabeza y se arrastró hasta ella para inhalar el olor del empeine.
—Soy muy sensible a los olores —dijo, cerrando los ojos con expresión de placer—. Me pasa lo mismo con el beicon: todavía me encanta el olor pese a que no lo como. Para mí es tan intenso que es casi como si lo comiera.
—¿Ah, sí? —la alentó Patty.
—Desde mi experiencia práctica es, literalmente, ni me lo guiso, ni me lo como.
—Ya. Lo entiendo. Muy interesante. Aunque es de suponer que nunca has comido cuero.
Verónica soltó una carcajada y durante un rato adoptó una actitud relativamente fraternal. A diferencia de los demás miembros de la familia, excepto Ray, le hizo a Patty muchas preguntas sobre su vida y los giros que había dado en los últimos tiempos. Le parecieron graciosas a niveles cósmicos precisamente las partes más dolorosas de la historia, y en cuanto Patty se acostumbró a verla reírse del naufragio de su matrimonio, comprendió que a Verónica le hacía bien oírla hablar de sus problemas. Parecía confirmarle una verdad sobre la familia y tranquilizarla. Pero luego, con un té verde por medio, del que Verónica afirmó que tomaba al menos cuatro litros al día, Patty sacó el tema de la finca, y las risas de su hermana pasaron a ser más difusas y escurridizas.
—En serio —dijo Patty—. ¿Por qué incordias a Joyce por el dinero? Creo que si la incordiara sólo Abigail, ella podría afrontarlo, pero viniendo también de ti, la incomoda de verdad.
—No creo que mamá necesite mi ayuda para sentirse incómoda —respondió Verónica, encontrando graciosa la idea—. Para eso se basta sola.
—Bueno, tú consigues que se sienta aún más incómoda.
—Lo dudo mucho. Pienso que cada uno se crea su propio cielo e infierno. Si quiere sentirse menos incómoda, puede vender la finca. Lo único que pido es dinero suficiente para no tener que trabajar.
—¿Qué hay de malo en trabajar? —preguntó Patty, oyendo el eco de una pregunta parecida que Walter le había formulado a ella en otro tiempo—. Trabajar es bueno para la autoestima.
—Puedo trabajar —aseguró Verónica—. Ahora estoy trabajando. Es sólo que preferiría no hacerlo. Me aburre, y me tratan como a una secretaria.
—Pero si eres una secretaria. Probablemente seas la secretaria con el coeficiente intelectual más alto de Nueva York.
—Cuento los días que me faltan para dejarlo, sólo te digo eso.
—Estoy segura de que Joyce te pagaría los estudios si quisieras volver a la universidad y conseguir un empleo más acorde con tu talento.
Verónica se echó a reír.
—Por lo visto, el mío no es la clase de talento que interesa al mundo. Por eso es mejor si puedo ejercitarlo por mi cuenta. Yo sólo quiero que me dejen en paz, Patty. A estas alturas es lo único que pido. Que me dejen en paz. Es Abigail quien no quiere que el tío Jim y el tío Dudley reciban nada. A mí la verdad es que me da igual, siempre y cuando yo pueda pagar el alquiler.
—No es eso lo que dice Joyce. Según ella, tú tampoco quieres que reciban nada.
—Sólo intento ayudar a Abigail a conseguir lo que quiere. Quiere crear su propia compañía cómica femenina y llevarla a Europa, donde la gente sabrá valorarla. Quiere vivir en Roma y ser reverenciada. —Otra carcajada—. Y eso a mí ya me vendría bien. No necesito verla tanto como ahora. Es muy amable conmigo, pero ya sabes cómo habla. Al final de una tarde con ella, siempre acabo con la sensación de que habría sido mejor pasar la tarde sola. Me gusta estar sola. Prefiero dar rienda suelta a mis pensamientos sin distracciones.
—¿O sea que estás atormentando a Joyce porque quieres ver menos a Abigail? ¿Por qué no ves menos a Abigail y ya está?
—Porque me han dicho que no es bueno no ver a nadie. Y ella viene a ser como un televisor encendido sonando de fondo. Me hace compañía.
—Pero ¡acabas de decirme que ni siquiera te gusta verla!
—Lo sé. Es difícil de explicar. Tengo una amiga en Brooklyn a quien seguramente vería más a menudo si no viera tanto a Abigail. Eso seguramente también estaría bien. De hecho, ahora que lo pienso, estoy casi segura de que estaría bien. —Y se rio al pensar en esa amiga.
—¿Y por qué Edgar no habría de plantearse las cosas igual que vosotras? —preguntó Patty—. ¿Por qué no habrían de seguir viviendo en la granja Galina y él?
—Probablemente no hay ningún motivo. Probablemente tienes razón. Galina es sin duda espantosa, y creo que Edgar lo sabe, creo que por eso se casó con ella, para imponérnosla. Ella es su venganza por ser el único varón de la familia. A mí me da igual siempre y cuando no tenga que verla, pero Abigail no consigue superarlo.
—O sea que básicamente haces todo esto por Abigail.
—Ella quiere cosas. Yo no quiero cosas, pero me gusta ayudarla a conseguirlas.
—Salvo que también quieres dinero suficiente para no tener que trabajar nunca más.
—Sí, eso sin duda estaría bien. No me gusta ser secretaria de nadie. Me fastidia sobre todo atender el teléfono. —Se echó a reír—. Opino que en general la gente habla demasiado.
Patty sintió que pugnaba con una enorme bola de chicle Bazooka que no podía despegarse de los dedos; los hilos de la lógica de Verónica eran infinitamente elásticos y se adherían no sólo a Patty sino entre sí.
Después, mientras salía de la ciudad, otra vez en tren, le llamó la atención, como nunca antes, hasta qué punto sus padres habían gozado de mayor holgura económica y más éxito que cualquiera de sus hijos, ella incluida, y lo extraño que era que ninguno de ellos hubiera heredado ni un ápice del sentido de la responsabilidad social que había impulsado a Joyce y Ray toda su vida. Sabía que Joyce se sentía culpable de eso, sobre todo por la pobre Verónica, pero también sabía que debía de haber sido un duro golpe para el ego de Joyce tener hijos tan poco halagüeños, y que probablemente Joyce achacaba la rareza e inutilidad de sus hijos a los genes de Ray, la maldición del viejo August Emerson. Patty comprendió entonces que la carrera política de Joyce no sólo había originado o agravado los problemas de la familia: también había sido su válvula de escape ante esos problemas. En retrospectiva, Patty vio algo conmovedor o incluso admirable en la determinación de Joyce de ausentarse, de dedicarse a la política y hacer el bien en el mundo, y de ese modo salvarse a sí misma. Y Patty, como persona que había tomado a su vez medidas extremas para salvarse, veía que no sólo Joyce era afortunada por tener una hija como ella: también ella era afortunada por haber tenido una madre como Joyce.
Con todo, aún quedaba una cosa importante que no alcanzaba a entender. Cuando Joyce regresó de Albany al día siguiente por la tarde, indignada con los senadores republicanos que estaban paralizando el gobierno del estado (sin Ray ya presente, por desgracia, para pincharla señalando la responsabilidad de los propios demócratas en esa parálisis), Patty esperaba en la cocina con una pregunta para ella. En cuanto vio que se quitaba la gabardina, disparó:
—¿Por qué nunca asistías a mis partidos de baloncesto?
—Tienes razón —admitió Joyce de inmediato, como si llevara treinta años esperando esa pregunta—. Tienes razón, tienes razón, tienes razón. Debería haber ido a más partidos tuyos.
—¿Y por qué no lo hacías?
Joyce reflexionó un momento.
—La verdad es que no sabría explicarlo —respondió—, como no sea diciendo que teníamos tantas cosas en marcha que no dábamos abasto. Como padres, cometimos errores. A estas alturas seguramente tú misma has cometido algunos. Probablemente puedas entender lo confuso y ajetreado que se vuelve todo. Lo difícil que es cumplir con todo.
—Pero la cuestión es que sí tenías tiempo para otras cosas. Era en concreto a mis partidos adonde no ibas. Y no digo que debieras haber ido a todos, sino que no fuiste nunca a uno.
—¿Por qué sacas esto ahora? Ya te he dicho que lamento haber cometido un error.
—No te culpo de nada —dijo Patty—. Lo pregunto porque era realmente buena jugando al baloncesto. Era muy, muy buena. Probablemente he cometido más errores como madre que tú, así que esto no es una crítica. Sólo pienso que te habría hecho feliz ver lo bien que jugaba. Ver el talento que tenía. Te habrías sentido bien contigo misma.
Joyce apartó la mirada.
—Supongo que nunca he sido muy aficionada a los deportes.
—Pero sí ibas a los combates de esgrima de Edgar.
—No a muchos.
—Más que a mis partidos. Y tampoco era que te gustara mucho la esgrima. Ni que a Edgar se le diera muy bien.
Joyce, cuyo autocontrol era por lo general perfecto, fue al frigorífico y sacó una botella de vino blanco que Patty casi había liquidado la noche anterior. Se sirvió lo que quedaba en un vaso de zumo, bebió la mitad, se rio de sí misma y bebió la otra mitad.
—No sé por qué a tus hermanas no les va mejor —dijo, como si cambiara de tema—. Pero una vez, Abigail me dijo algo interesante. Algo terrible, que todavía me resulta desgarrador. No debería contártelo, pero por alguna razón confío en que no le hablarás a nadie de estas cosas. Abigail estaba muy… etílica. Fue hace mucho tiempo, cuando aún aspiraba a ser actriz de teatro. Había un papel excelente que pensaba que le darían, pero no fue así. Y yo intenté animarla, y le dije que creía en su talento y que sencillamente tenía que seguir intentándolo. Y entonces me dijo algo terrible. Dijo que yo era la razón por la que ella había fracasado. Yo, que no había hecho nada, nada, nada más que darle mi apoyo. Pero eso dijo.
—¿Te lo explicó?
—Dijo que…, —Joyce lanzó una mirada afligida a las flores del jardín—. Dijo que la razón por la que no triunfaba era porque, si alguna vez lo hacía, yo le quitaría el mérito. Sería mi triunfo, no el suyo. ¡Y eso no es verdad! Pero así se sentía ella. Y la única manera que tenía de mostrarme cómo se sentía, y hacerme seguir sufriendo, y no permitirme pensar que todo le iba bien, era seguir sin triunfar. ¡Ay, todavía hoy me horroriza pensarlo! Le contesté que no era verdad, y espero que me creyese, porque no es verdad.
—Vale, eso parece difícil de digerir —admitió Patty—. Pero ¿qué tiene que ver con mis partidos de baloncesto?
Joyce negó con la cabeza.
—No lo sé. Ha sido algo que se me ha ocurrido ahora de repente.
—Yo triunfaba, mamá. Eso es lo curioso. Yo triunfaba plenamente.
En ese momento, de pronto, Joyce contrajo el rostro de una manera espantosa. Volvió a negar con la cabeza, como si sintiera repugnancia, intentando contener las lágrimas.
—Lo sé —dijo—. Tendría que haber estado allí. Yo sí me culpo a mí misma.
—De verdad que no importa que no estuvieras. Quizá incluso fuera mejor, a la larga. Sólo lo preguntaba por curiosidad.
La recapitulación de Joyce, tras un largo silencio, fue:
—Supongo que mi vida no siempre ha sido feliz, ni fácil, ni exactamente como la deseaba. Llegado un punto, tengo que procurar no pensar demasiado en ciertas cosas, o de lo contrario me parten el corazón.
Y eso fue todo lo que Patty consiguió arrancarle, tanto en ese momento como después. No era gran cosa, no resolvía ningún misterio, pero tenía que conformarse. Esa misma noche presentó los resultados de sus investigaciones y propuso un plan de acción que Joyce, asintiendo muy dócilmente, aceptó hasta el último detalle. Se vendería la finca y Joyce daría la mitad de las ganancias a los hermanos de Ray, administraría la parte del resto correspondiente a Edgar en un fideicomiso del que Galina y él podrían sacar lo necesario para vivir (siempre y cuando no emigraran), y ofrecería una gran suma única a Abigail y Verónica. Patty, que acabó aceptando 75.000 dólares para iniciar una nueva vida sin la ayuda de Walter, se sintió fugazmente culpable en nombre de éste, pensando en los bosques vacíos y los campos no cultivados que ella había contribuido a condenar a la fragmentación y la urbanización. Confiaba en que él entendería que la desdicha colectiva del tordo arrocero y el pájaro carpintero y la oropéndola cuyos hogares ella iba a destruir no era mucho mayor, en este caso en particular, que la de la familia que vendía las tierras.
Y la autobiógrafa dirá lo siguiente sobre su familia: el dinero que habían esperado durante tanto tiempo, y por el que se habían comportado tan desconsideradamente, no estuvo del todo mal empleado. Abigail en concreto empezó a abrirse camino en cuanto tuvo cierto peso económico para despilfarrar en los círculos bohemios; Joyce ahora llama a Patty cada vez que el nombre de Abigail aparece de nuevo en el Times; por lo visto, ella y su compañía son el no va más en Italia, Eslovenia y otros países europeos. Verónica ha conseguido quedarse sola en su apartamento, en un ashram del norte del estado y en su taller, y es posible que sus cuadros, pese a parecerle a Patty ensimismados e inacabados, sean aclamados por las generaciones futuras como la obra de un genio. Edgar y Galina se han trasladado a la comunidad ultraortodoxa de Kiryas Joel, en Nueva York, donde han tenido un último (quinto) hijo y por lo que se ve no causan daño activamente a nadie. Patty los ve a todos, excepto a Abigail, varias veces al año. Sus sobrinos son el mayor placer, claro está, pero también ha acompañado recientemente a Joyce en un itinerario por jardines británicos, disfrutando más de lo que se habría imaginado, y Verónica y ella siempre encuentran algún motivo para reírse juntas.
Pero básicamente vive su modesta vida. Aún sale a correr todos los días, en Prospect Park, aunque ya no es adicta al ejercicio, ni a nada, en realidad. Ahora una botella de vino le dura dos días, a veces tres. En su colegio, tiene la fortuna de no tener que tratar directamente con los padres de hoy en día, que están mucho más enloquecidos y bajo mayor presión de lo que ella estuvo en su vida. Al parecer, creen que el colegio debería ayudar a los niños de primero a redactar los borradores de los ensayos exigidos para ingresar en la universidad y desarrollar su vocabulario para la prueba de acceso, a diez años vista. Pero Patty es capaz de tratar a los niños sólo como niños: como pequeños individuos interesantes y en esencia aún no contaminados, deseosos de aprender a escribir para poder contar sus historias. Se reúne con ellos en grupos reducidos y los anima a hacerlo, y no son tan pequeños como para que ninguno se acuerde de la señora Berglund cuando crezcan. Los niños de los primeros cursos de secundaria sin duda la recordarán, porque la parte preferida de su trabajo es ésta: devolver, como entrenadora, la total dedicación y el disciplinado afecto y las lecciones del trabajo en equipo que sus propias entrenadoras le dieron a ella en otro tiempo. Casi todos los días del año lectivo, después de clase, durante unas horas, consigue desaparecer y olvidarse de sí misma y volver a ser una de las chicas, estar unida por amor a la causa de ganar partidos y ansiar de todo corazón que sus jugadoras triunfen. Un universo que le permite hacer esto, en este momento relativamente tardío de su vida y pese a no haber sido la mejor persona posible, no puede ser tan cruel.
Los veranos son más difíciles, no cabe duda. Los veranos son cuando la autocompasión y la competitividad de antes vuelven a crecer dentro de ella. Patty se obligó en dos ocasiones a ofrecerse como voluntaria al Departamento Municipal de Parques y trabajar al aire libre con niños, pero está visto que se le da asombrosamente mal controlar a niños mayores de seis o siete años, y le representa un gran esfuerzo interesarse en una actividad puramente por la actividad en sí; necesita un auténtico equipo, su propio equipo, al que disciplinar y conducir a la victoria. Las maestras solteras y más jóvenes del colegio, que son unas juerguistas muy graciosas (juerguistas, por ejemplo, que vomitan en el cuarto de baño, que se toman unos tequilas en la sala de reuniones a las tres de la tarde), escasean en verano, y una no puede dedicar más que un número limitado de horas a leer libros sola, o a limpiar su apartamento minúsculo y ya limpio mientras escucha música country, sin desear correrse una pequeña juerga también ella. Los dos simulacros de relación que tuvo con hombres de su colegio considerablemente más jóvenes, dos ligues con los que salió de una manera semicontinua, de los que el lector con toda seguridad no quiere saber nada y en cualquier caso consistieron básicamente en situaciones incómodas y discusiones atormentadas, empezaron en los meses de verano. Durante los últimos tres años, Cathy y Donna han tenido la amabilidad de permitirle pasar todo el mes de julio en Wisconsin.
Su puntal es, por supuesto, Jessica. Tanto es así, de hecho, que Patty se cuida rigurosamente de no excederse ni asfixiarla con sus necesidades. A diferencia de Joey, Jessica es más un perro de trabajo que perro de concurso, y en cuanto Patty hubo abandonado a Richard y recuperado cierto grado de respetabilidad moral, Jessica hizo suyo el proyecto de recomponer la vida de su madre. Muchas de sus sugerencias fueron bastante obvias, pero Patty, en su gratitud y arrepentimiento, le presentaba dócilmente informes de sus progresos en sus cenas de los lunes por la noche. Aunque sabía mucho más de la vida que Jessica, también había cometido muchos más errores. Le costaba muy poco dejar que su hija se sintiera importante y útil, y sus conversaciones llevaron directamente a su actual empleo. En cuanto volvió a estar en condiciones, pudo ofrecer apoyo a Jessica a cambio, pero también en eso tuvo que andarse con cuidado. Cuando leyó una de las entradas excesivamente poéticas de su blog, llena de frases fácilmente mejorables, lo único que se permitió decir fue: «¡Un post excelente!». Cuando Jessica entregó su corazón a un músico, el baterista menudo y aniñado que había colgado los estudios en la Universidad de Nueva York, Patty tuvo que olvidar todo lo que sabía de los músicos y respaldar, al menos tácitamente, la convicción de Jessica de que en los últimos tiempos la naturaleza humana había experimentado un cambio esencial: que la gente de su propia edad, incluso los músicos de sexo masculino, era muy distinta de la gente de la edad de Patty. Y cuando después a Jessica se le partió el corazón, poco a poco pero totalmente, Patty tuvo que fingir su sorpresa por lo indigno e imprevisible que era aquello. Aunque fue difícil, hizo el esfuerzo encantada, en parte porque Jessica y sus amigos sí son en realidad un tanto distintos de Patty y su generación —para ellos el mundo parece más temible, y el camino a la vida adulta más difícil y menos gratificante—, pero sobre todo porque ahora depende del amor de Jessica y daría casi cualquier cosa por conservarla en su vida.
Una ventaja indiscutible de su separación de Walter es que ha unido más a sus hijos. En los meses posteriores a su marcha de Washington, Patty advirtió, por el hecho de que los dos compartían información que ella había facilitado sólo a uno, que se comunicaban de manera regular, y no costaba mucho adivinar que el contenido de su comunicación era lo destructivos y egoístas y bochornosos que eran sus padres. Incluso después de perdonar a Walter y Patty, Jessica siguió en estrecho contacto con su compañero de armas, después de establecer un sólido lazo con él en las trincheras.
Para Patty, dadas sus propias deficiencias en ese ámbito, ha sido interesante ver cómo los dos hermanos han logrado atenuar los marcados contrastes entre sus personalidades. Al parecer, Joey fue especialmente perspicaz en lo referente a la duplicidad del muchachito de Jessica, el baterista, explicándole ciertas cosas que Patty por diplomacia se había abstenido de mencionar. Sin duda también contribuye a ello el hecho de que Joey, que estaba destinado a alcanzar un éxito fulgurante en algo, haya prosperado en un negocio que Jessica aprueba. Eso no significa que no queden cosas que provoquen que Jessica ponga los ojos en blanco y despierten su espíritu competitivo. Le duele que Walter, gracias a sus contactos en Sudamérica, orientara a Joey hacia el café cultivado bajo la sombra en el preciso momento en que podían amasarse fortunas con eso, mientras que ni Walter ni Patty han hecho nada por ayudarla a ella en la carrera editorial que ha elegido. Le resulta frustrante haberse consagrado, al igual que su padre, a una actividad en declive y en peligro de extinción y poco rentable mientras que Joey se enriquece casi sin el menor esfuerzo. Tampoco puede ocultar lo mucho que envidia a Connie sus viajes por el mundo con Joey, sus visitas precisamente a esos países húmedos que suscitan en ella tanto entusiasmo multicultural. Pero Jessica, aunque a regañadientes, admira la sagacidad de Connie por retrasar la maternidad; incluso se la ha oído admitir que Connie viste bastante bien «para ser del Medio Oeste». Y nadie puede negar que el café cultivado bajo la sombra de los árboles es mejor para el medio ambiente, y mejor sobre todo para los pájaros, y hay que reconocer a Joey el mérito de pregonar esta circunstancia y comercializarla con astucia. En otras palabras, Joey tiene a Jessica bastante derrotada, y ésa es otra razón por la que Patty se esfuerza tanto por ser su amiga.
La autobiógrafa desearía poder contar que también entre ella y Joey la relación es fluida. Por desgracia, no es así. Con Patty, Joey sigue tras una puerta blindada, una puerta más fría y dura que nunca, una puerta que, como ella bien sabe, permanecerá cerrada hasta que demuestre que ha aceptado a Connie. Y por desgracia, aunque Patty ha dado grandes pasos en muchos aspectos, aprender a querer a Connie no es uno de ellos. El hecho de que Connie cumpla diligentemente todos los requisitos de una buena nuera, casilla por casilla, sólo empeora las cosas. Patty intuye que Connie en realidad no la aprecia más de lo que ella aprecia a Connie. Hay algo en el trato de Connie con Joey, algo implacablemente posesivo y competitivo y excluyente, algo extraño, que a Patty le eriza el vello. Aunque quiere convertirse en una persona mejor en todos los sentidos, lamentablemente ha empezado a comprender que ese ideal puede ser inalcanzable, y que su fracaso se interpondrá siempre entre Joey y ella, y será su perdurable castigo por los errores que cometió con él. Joey, huelga decir, trata a Patty con una cortesía exquisita. Le telefonea una vez por semana y recuerda los nombres de sus compañeros de trabajo y sus alumnos preferidos; la invita y a veces acepta las invitaciones de ella; le dedica los pequeños retazos de atención que le permite su lealtad a Connie. En los últimos dos años ha llegado al punto de devolverle con intereses el dinero que ella le enviaba cuando él estaba en la universidad, dinero que ahora Patty necesita demasiado, en sentido práctico y emocional, como para rechazarlo. Pero la puerta interior de Joey permanece cerrada a cal y canto ante Patty, y ella no imagina cómo puede llegar a abrirse de nuevo.
O en realidad, para ser exactos, imagina sólo una manera, de la que, teme la autobiógrafa, su lector no querrá saber nada, pero que mencionará igualmente. Imagina que si de algún modo pudiera estar otra vez con Walter y sentirse otra vez segura del amor de él, y se levantara de su cama cálida por las mañanas y volviera a ella por las noches sabiendo que es suya otra vez, tal vez por fin podría perdonar a Connie y ser sensible a las cualidades que todos los demás encuentran atractivas en ella. Podría disfrutar sentándose a la mesa de Connie, y podría sentirse reconfortada ante la lealtad y devoción de Joey a su mujer, y Joey a su vez podría abrirle la puerta un poco, eso si ella volviese a casa en coche con Walter después de la cena y apoyara la cabeza en su hombro y supiera que ha sido perdonada. Pero ésa es, desde luego, una posibilidad en extremo improbable, y ella no la merece bajo ningún concepto de justicia.
La autobiógrafa tiene ahora cincuenta y dos años y los aparenta. Últimamente ha tenido una regla extraña e irregular. Todos los años, hacia las fechas de la declaración de renta, tiene la impresión de que el año que acaba de pasar ha sido más breve que el anterior. Los años empiezan a parecerse mucho entre sí. Puede imaginar varias razones desalentadoras por las que Walter no le ha pedido el divorcio —por ejemplo, quizá la odie aún tanto que no quiera mantener el mínimo contacto con ella—, pero su corazón insiste en hacerse ilusiones por el hecho de que no se lo haya pedido. Bochornosamente, Patty ha indagado, por mediación de sus hijos, si existe una mujer en su vida y se ha alegrado al saber que no. No porque no desee que él sea feliz, no porque ella conserve el menor derecho, o siquiera una gran inclinación, a los celos, sino porque significa que existe aún una mínima probabilidad de que él todavía piense, como piensa ella más que nunca, que su relación no fue únicamente lo peor que les ha ocurrido, sino también lo mejor. Habiendo cometido tantos errores en su vida, tiene sobradas razones para dar por sentado que en esto también ha sido poco realista: no consigue imaginar ningún impedimento fatal reconocible para volver a estar juntos. Pero la idea no la abandona. La asalta un día tras otro, un año tras otro año casi idéntico al anterior, este anhelo de la cara y la voz y la ira y la bondad de Walter, este anhelo de su compañero.
Y esto es todo lo que la autobiógrafa tiene que decirle a su lector, excepto comentar, antes de concluir, qué la llevó a escribir estas páginas. Hace unas semanas, en Spring Street, en Manhattan, volviendo a casa de una lectura ofrecida en una librería por un novelista joven y serio que Jessica estaba emocionada de publicar, Patty vio a un hombre alto de mediana edad acercarse a ella por la acera y cayó en la cuenta de que era Richard Katz. Ahora tiene el pelo gris y corto, y lleva unas gafas que le dan un aire extrañamente distinguido, pese a que aún viste como un veinteañero de finales de los setenta. Al verlo en el Bajo Manhattan, donde uno no puede ser tan invisible como en el Brooklyn profundo, Patty tomó conciencia de lo mayor que debe de parecer ahora, de su aspecto de madre irrelevante de alguien. Si hubiese habido alguna posibilidad de esconderse, lo habría hecho, para ahorrarle a Richard el bochorno de verla y a sí misma el bochorno de ser su objeto sexual desechado. Pero no pudo esconderse, y Richard, con una esforzada decencia propia de él, tras un saludo incómodo, la invitó a una copa de vino.
En el bar donde fueron a parar, Richard escuchó las novedades sobre la vida de Patty con la atención dividida de un hombre ocupado y triunfador. Al parecer, ha hecho por fin las paces con su éxito: mencionó, sin avergonzarse ni disculparse, que había compuesto una de esas cosillas orquestales de vanguardia para la Academia de Música de Brooklyn, y que su novia actual, por lo visto una importante realizadora de documentales, lo ha presentado a varios jóvenes directores de la clase de cine de arte y ensayo que a Walter siempre le ha encantado, y que tiene varios proyectos de banda sonora en marcha. Patty se permitió una pequeña punzada al ver lo relativamente satisfecho que parecía, y otra pequeña punzada al pensar en esa novia de altos vuelos, antes de abordar, como siempre, el tema de Walter.
—¿No estás en contacto con él en absoluto? —preguntó Richard.
—No —respondió ella—. Parece un cuento de hadas. No hemos vuelto a hablar desde el día que me marché de Washington. Seis años, y ni una palabra. Sólo tengo noticias suyas a través de mis hijos.
—Quizá deberías llamarlo.
—No puedo, Richard. Perdí la oportunidad hace seis años y ahora creo que prefiere que lo dejen en paz. Vive en la casa del lago y colabora con la delegación que tiene allí Nature Conservancy. Si quisiera ponerse en contacto conmigo, siempre podría llamarme.
—Quizá él piense lo mismo.
Ella negó con la cabeza.
—Creo que todo el mundo reconoce que él ha sufrido más que yo. Dudo que haya nadie tan cruel como para creer que le corresponde a él llamarme. Además, ya le he dicho a Jessie, y muy claramente, que me gustaría volver a verlo. Me sorprendería que ella no le hubiese transmitido esa información: nada le gustaría más a Jessie que arreglar las cosas. Así que sin duda sigue dolido, y furioso, y nos odia a ti y a mí. Y la verdad, ¿quién puede reprochárselo?
—Yo puedo, un poco —dijo Richard—. ¿Te acuerdas de cuando me castigó con su silencio en la universidad? Eso fue una gilipollez. Es malo para su alma. Es la faceta de él que nunca he aguantado.
—Pues quizá deberías llamarlo tú.
—No. —Se echó a reír—. Pero sí le hice finalmente un regalito: ya lo verás dentro de un par de meses si estás atenta. Un pequeño grito de amigo a través de los husos horarios. Yo nunca he tenido estómago para disculpas, pero tú…
—¿Pero yo?
Richard pedía ya la cuenta a la camarera con una seña.
—Tú sabes contar historias —dijo—. ¿Por qué no le cuentas una historia?