El ogro de Washington

El padre de Walter, Gene, era el hijo menor de un sueco complicado que se llamaba Einar Berglund y había emigrado a principios del siglo XX. Eran muchas las cosas que podían desagradarle a uno de la Suecia rural —el servicio militar obligatorio, los pastores luteranos entrometiéndose en la vida de sus feligreses, una jerarquía que impedía casi por completo el ascenso social—, pero lo que en realidad empujó a Einar a marcharse a Estados Unidos, según la versión que Dorothy le contó a Walter, fue un conflicto con su madre.

Einar era el mayor de ocho hijos, el príncipe de la familia en su granja del sur de Osterland. Su madre, que quizá no fuera la primera mujer insatisfecha en su matrimonio con un Berglund, trató con descarado favoritismo a su primogénito, vistiéndolo con ropa mejor que la de sus hermanos, dándole la nata de la leche de los otros y eximiéndolo de las labores de la granja para que pudiera consagrarse a su educación y su cuidado personal. («El hombre más vanidoso que he conocido», decía Dorothy). El sol materno iluminó a Einar durante veinte años, pero entonces, por un desliz, su madre tuvo un hijo tardío, varón, y se prendó de él como antes se había prendado de Einar; y Einar nunca se lo perdonó. Incapaz de soportar no ser el predilecto, zarpó rumbo a América el día de su vigésimo segundo aniversario. Una vez allí, no regresó jamás a Suecia y no volvió a ver a su madre. Reconocía con orgullo que había olvidado hasta la última palabra de su lengua materna y profería, a la menor provocación, largas diatribas contra «el país más estúpido, más petulante y más estrecho de miras del mundo». Se convirtió en otra coordenada en el mapa del experimento norteamericano de autogobierno, un experimento estadísticamente distorsionado desde el principio, porque no fueron las personas con genes sociables las que huyeron del superpoblado Viejo Mundo hacia el nuevo continente: fueron las que no congeniaban con los demás.

De joven, en Minnesota, trabajando primero de leñador en la tala de los últimos bosques vírgenes y luego de excavador en una cuadrilla de peones camineros, y sin ganar gran cosa en ninguno de los dos oficios, Einar se sintió atraído por el concepto comunista de que su trabajo era objeto de la explotación de los capitalistas de la Costa Este. Hasta que un día, escuchando la soflama de un vehemente orador comunista en Pioneer Square, tuvo un momento de inspiración y comprendió que la manera de salir adelante en su nuevo país era explotar a alguien él mismo. Junto con varios de sus hermanos menores, que lo habían seguido a Estados Unidos, se estableció como contratista de la construcción de carreteras. Para mantenerse ocupados en los meses fríos, sus hermanos y él fundaron además un pueblo a orillas del alto Misisipi y abrieron una tienda. Puede que su ideología política fuera aún radical por aquel entonces, porque concedía crédito ilimitado a los campesinos comunistas, muchos de ellos finlandeses, que se afanaban por ganarse la vida fuera del alcance del capital de la Costa Este. La tienda pronto empezó a tener pérdidas, y Einar estaba a punto de vender su parte cuando un antiguo amigo suyo, un tal Christiansen, abrió en la acera de enfrente una tienda que le hacía la competencia directa. Por puro despecho, según Dorothy, Einar mantuvo la tienda otros cinco años, atravesando el punto álgido de la Gran Depresión, acumulando pagarés incobrables de todos los campesinos en un radio de quince kilómetros, hasta que el pobre Christiansen por fin se vio empujado a la quiebra. Entonces, Einar se trasladó a Bemidji, donde prosperó en la construcción de carreteras, pero acabó vendiendo su empresa a un precio catastróficamente bajo a un contratista de modales untuosos que había fingido afinidades socialistas.

Para Einar, Estados Unidos era la tierra de la libertad no sueca, el lugar de espacios abiertos donde un hijo aún podía imaginar que era especial. Pero nada altera tanto la sensación de ser especial como la presencia de otros seres humanos que se sienten igual de especiales. Tras alcanzar, gracias a su inteligencia innata y al duro trabajo, cierto grado de prosperidad e independencia, pero no lo suficiente de lo uno ni de lo otro, se convirtió en todo un modelo de ira y decepción. Después de jubilarse, en los años cincuenta, empezó a mandar cada Navidad cartas a sus familiares en las que despotricaba contra la estupidez del gobierno de Estados Unidos, las injusticias de su economía política y la necedad de su religión, estableciendo, por ejemplo, en una felicitación navideña especialmente cáustica, un sagaz paralelismo entre la virgen no desposada de Belén y la «fulana sueca» Ingrid Bergman, que había dado a luz a su propia «bastarda» (Isabella Rossellini), cuyo nacimiento celebraban últimamente los medios de comunicación estadounidenses, controlados por «intereses corporativos». Aunque él mismo era empresario, Einar aborrecía a las grandes compañías. Aunque había hecho carrera a base de contratas con el gobierno, aborrecía también al gobierno. Y aunque adoraba la carretera, la carretera le amargó la vida y lo enloqueció. Compraba sedanes estadounidenses con los motores más grandes disponibles, para poder ir a ciento cincuenta y ciento sesenta por las llanas y rectas carreteras estatales de Minnesota, muchas construidas por él, y adelantar con un rugido a los estúpidos que se encontraba. Si un coche se le acercaba de frente por la noche con las largas encendidas, Einar respondía poniendo también las largas y dejándolas puestas. Si un mentecato se atrevía a intentar adelantarlo en una carretera de doble sentido, pisaba a fondo el acelerador para igualar la velocidad del otro coche y luego desaceleraba para impedir que el aspirante a adelantarlo pudiera volver a colocarse detrás, obteniendo especial placer cuando existía peligro de colisión con un camión que venía de frente. Si otro conductor lo obstaculizaba o se negaba a cederle el paso, perseguía al causante de la ofensa e intentaba sacarlo de la carretera, para poder apearse e insultar a gritos al conductor. (El carácter propenso a la fantasía de la libertad ilimitada es también, cuando la fantasía se echa a perder, un carácter proclive a la misantropía y la rabia). Einar tenía setenta y ocho años cuando una pésima decisión al volante lo obligó a elegir entre un choque frontal y una profunda zanja en la cuneta de la carretera federal 2. Su mujer, que viajaba en el asiento del acompañante y, a diferencia de Einar, llevaba puesto el cinturón de seguridad, sobrevivió tres días en el hospital de Grand Rapids antes de expirar a causa de las quemaduras. Según la policía, se habría salvado si no hubiese intentado sacar a su marido muerto de su Eldorado en llamas. «La trató como a un perro toda su vida —decía después el padre de Walter—, y al final la mató».

De los cuatro hijos de Einar, Gene era el que carecía de ambición y se quedó cerca de casa, el que quería disfrutar de la vida, el que tenía un millar de amigos. Eso era en parte su manera de ser y en parte un reproche consciente a su padre. Gene había sido una estrella del hockey en el instituto en Bemidji y, después de Pearl Harbor, para mortificación de su antimilitarista padre, fue uno de los primeros en alistarse en el ejército. Se realistó para un segundo período en el Pacífico y salió ileso y sin ascender más allá de soldado raso de primera, y a su regreso a Bemidji se dedicó a irse de farra con sus amigos y trabajar en un taller mecánico y desoír las severas órdenes de su padre, que quería que aprovechase la Ley G.I. de ayuda financiera a los estudios de los excombatientes. No estaba claro si se habría casado con Dorothy si no la hubiera dejado embarazada, pero, una vez casados, se propuso amarla con toda la ternura que, según creía, su padre había negado a su madre.

El hecho de que aun así Dorothy acabase trabajando como una mula para él, y su propio hijo, Walter, acabase odiándolo por eso, fue sólo uno de esos giros del destino de una familia. Al menos Gene, a diferencia de su padre, no insistió en que era superior a su mujer. Por el contrario, la esclavizó con su debilidad: su tendencia a la bebida en particular. También llegó a parecerse a Einar de otras maneras, que tenían análogamente un origen indirecto. Era de un populismo agresivo, exhibía desafiante y orgulloso su vulgaridad, y se sentía atraído, en consecuencia, hacia el lado oscuro de la política derechista. Se mostraba afectuoso y agradecido con su mujer; entre sus amigos y compañeros excombatientes era conocido por su generosidad y lealtad, y sin embargo, con la edad, se volvió cada vez más propenso a hirientes efusiones de resentimiento berglundiano. Odiaba a los negros, a los indios, a los instruidos, a los estirados y, sobre todo, al gobierno federal, y valoraba sus libertades (beber, fumar, marcharse a una cabaña con sus compinches para practicar la pesca en el hielo) tanto más por lo modestas que eran. Sólo trataba mal a Dorothy cuando ella le sugería, con tímida solicitud —porque culpaba sobre todo a Einar de los defectos de Gene—, que bebiera menos.

La parte de la herencia de Einar correspondiente a Gene, aunque muy menguada por las lesivas condiciones de la venta del negocio de Einar, que él mismo propició, bastó para poner a su alcance el pequeño motel de carretera que, según pensaba desde hacía tiempo, sería «ideal» tener y regentar. Cuando Gene lo compró, el Pinos Susurrantes tenía un conducto séptico perforado, un grave problema de humedades y estaba demasiado cerca del arcén de una autovía con un denso tráfico de camiones de mineral que pronto sería ensanchada. En la parte de atrás había un barranco lleno de basura y ansiosos abedules jóvenes, uno de ellos creciendo a través de un carrito de supermercado maltrecho que acabaría estrangulándolo y atrofiándolo. Gene debería haber sabido que, con toda seguridad, en el mercado local aparecería un motel más alegre, y bastaba con tener un poco de paciencia. Pero las malas decisiones empresariales tienen su propia inercia. Para invertir con criterio, debería haber sido una persona más ambiciosa, y como él no era así, estaba impaciente por dejar atrás su error, apechugar con lo que había y empezar a esforzarse por olvidar la cantidad de dinero que había gastado, en olvidarla literalmente, recordando literalmente una suma más parecida a la que después le dijo a Dorothy que había pagado. Al fin y al cabo, hay cierta felicidad en la infelicidad, si es la infelicidad adecuada. Gene ya no debía temer una decepción en el futuro, porque ya la había tenido; había superado ese obstáculo, se había convertido permanentemente en víctima del mundo. Había contraído una segunda hipoteca asfixiante para pagar un sistema séptico nuevo, y todos los desastres posteriores, grandes o pequeños —un pino que cayó sobre el tejado de la oficina, un cliente que pagó en efectivo y limpió unas luciopercas sobre la colcha de la habitación número 24, el cartel de neón de COMPLETO que quedó encendido durante la mayor parte del puente del Cuatro de Julio hasta que Dorothy se dio cuenta y lo apagó— le sirvieron para confirmar su visión del mundo y su mísero lugar en él.

Durante los primeros veranos en el Pinos Susurrantes, los hermanos de Gene, en mejor situación económica, llevaban a sus familias desde otros estados y se alojaban allí durante una o dos semanas a precios especiales, cuya negociación dejaba insatisfechos a todos. Los primos de Walter se apropiaban de la piscina manchada de taninos mientras sus tíos ayudaban a Gene a sellar el asfalto del aparcamiento o apuntalar con traviesas de ferrocarril la pendiente trasera de la finca, muy erosionada. Abajo, en el barranco palúdico, cerca de los restos del carrito de supermercado reventado, el sofisticado primo de Chicago de Walter, Leif, contaba anécdotas informativas y angustiosas sobre los barrios residenciales de la gran ciudad; la más memorable y preocupante, para Walter, fue la de un chico de Oak Park que a los trece años había conseguido quedarse desnudo con una niña y luego, al no saber muy bien qué hacer, se meó en las piernas de ella. Como los primos urbanos de Walter se parecían más a él que sus hermanos, esos primeros veranos fueron los más felices de su infancia. Cada día traía consigo nuevas aventuras y percances: picaduras de avispa, vacunas antitetánicas, cohetes de agua fallidos, casos espantosos de urticaria, incidentes en los que casi se ahogaban. Ya entrada la noche, cuando el tráfico disminuía, los pinos cercanos a la oficina en efecto susurraban.

Pero las otras esposas Berglund no tardaron en decir basta colectivamente, y se acabaron las visitas. Gene se lo tomó como una prueba más de que sus hermanos lo miraban por encima del hombro, se consideraban demasiado refinados para su motel, y en términos generales pertenecían a esa clase privilegiada de estadounidenses a quienes él empezaba a considerar un gran placer vilipendiar y rechazar. Eligió a Walter como blanco de sus burlas simplemente porque a Walter le caían bien sus primos de la ciudad y los echaba de menos. Con la esperanza de conseguir que le cayeran peor, Gene asignaba a aquel ratón de biblioteca que tenía por hijo las tareas de mantenimiento más sucias y degradantes. Walter rascaba pintura, restregaba las manchas de sangre y semen de las moquetas y usaba alambre de percha para extraer masas de mugre y pelo en descomposición de los desagües de las bañeras. Si un huésped había dejado un inodoro especialmente salpicado por la diarrea, y si Dorothy no andaba cerca para adelantársele y limpiarlo, Gene llevaba a los tres chicos para que vieran la porquería y luego, tras animar a los hermanos de Walter a reírse de asco, lo dejaba a él allí solo para limpiarlo. «Le hará bien», decía. «¡Sí, le hará bien!», repetían los hermanos. Y si Dorothy se enteraba y lo reprendía, Gene, allí sentado, sonreía y fumaba con especial regodeo, absorbiendo la ira de Dorothy sin devolverla: enorgulleciéndose, como siempre, de no levantarle nunca la voz ni la mano. «Baaah, Dorothy, déjalo estar —decía—. El trabajo le hará bien. Le enseñará a no creerse superior».

Era como si toda la hostilidad que Gene podría haber dirigido contra su esposa, por ser una mujer con formación universitaria, pero que no se permitía por temor a ser como Einar, hubiese hallado un blanco más aceptable en su hijo mediano, quien, como la propia Dorothy percibía, poseía fortaleza suficiente para soportarlo. Para ella, la justicia se cumplía a largo plazo. A corto plazo, quizá fuera injusto que Gene tratara con tal dureza a Walter, pero a la larga su hijo triunfaría, mientras que su marido nunca llegaría muy lejos. Y el propio Walter, al no quejarse por hacer las tareas desagradables que su padre le imponía, al negarse a acudir a Dorothy con llantos o quejas, le demostraba a su padre que podía vencerlo incluso en su propio juego. Los tropezones cotidianos de Gene contra los muebles ya entrada la noche, sus ataques de pánico infantil cuando se le acababa el tabaco, su instintivo menosprecio por la gente con éxito: si Walter no hubiese estado perpetuamente ocupado en odiarlo, tal vez lo habría compadecido. Y eran pocas las cosas que Gene temía más que la compasión.

Cuando tenía nueve o diez años, Walter colgó un cartel de Prohibido Fumar escrito a mano en la puerta de la habitación que compartía con su hermano menor, Brent, a quien molestaba el tabaco de Gene. Walter no lo habría hecho por sí mismo; habría permitido a su padre echarle el humo directamente a los ojos antes que darle la satisfacción de quejarse. Y éste, por su parte, no se sentía tan cómodo con Walter como para limitarse a arrancar el cartel. Se conformó con burlarse de él.

—¿Y si tu hermanito quiere un pitillo a medianoche? ¿Vas a obligarlo a salir al frío?

—De tanto humo, por las noches ya tiene una respiración rara —dijo Walter.

—Es la primera noticia que tengo.

—Yo estoy al lado, lo oigo.

—Yo sólo digo que has colgado ese cartel en nombre de los dos, ¿no? ¿Y qué opina Brent? Comparte la habitación contigo, ¿no?

—Tiene seis años —respondió Walter.

—Gene, creo que quizá Brent sea alérgico al humo —intervino Dorothy.

—Pues yo creo que Walter es alérgico a mí.

—No queremos que nadie fume en nuestra habitación, es sólo eso —aclaró el chico—. Puedes fumar delante de la puerta pero no en la propia habitación.

—No veo qué diferencia hay entre que el cigarrillo esté a un lado u otro de la puerta.

—Sencillamente es la nueva norma de nuestra habitación.

—Así que ahora eres tú quien impone las normas en esta casa, ¿eh?

—En nuestra habitación, sí, soy yo —respondió Walter.

Gene estaba a punto de dejarse llevar por la ira cuando de pronto asomó a su rostro una expresión de hastío. Negó con la cabeza y esbozó la sonrisa torcida e irreductible con que había respondido toda su vida a las reafirmaciones de autoridad. Quizá había visto en la alergia de Brent la excusa que venía buscando para adosar a la oficina del motel un «salón» donde poder fumar en paz y recibir a sus amigos y cobrarles unas monedas por beber con él. Dorothy había previsto acertadamente que ese salón acabaría con él.

El gran alivio de Walter en su infancia, aparte del colegio, fue la familia de su madre. Su abuelo era médico rural, y entre los hermanos y tíos de su madre había profesores universitarios, un matrimonio de antiguos actores de vodevil, un pintor aficionado, dos bibliotecarios, y varios solteros probablemente gays. Los parientes de Dorothy en las Ciudades Gemelas invitaban a Walter a pasar deslumbrantes fines de semana de museos y música y teatro; los que aún vivían en las Montañas de Hierro organizaban grandes picnics estivales y fiestas navideñas en sus casas. Les gustaba jugar a las charadas y a juegos de naipes anticuados como la canasta; tenían pianos y entonaban canciones a coro. Todos eran tan manifiestamente inofensivos que en compañía de ellos incluso Gene se relajaba, tomándose a risa sus gustos e ideas políticas por considerarlos excentricidades, compadeciéndolos amablemente por su inutilidad en las cosas de hombres. Sacaban a la superficie una faceta domesticada de Gene que Walter adoraba pero rara vez veía en otras circunstancias, salvo en navidades, cuando se preparaban golosinas.

La elaboración del caramelo era demasiado laboriosa e importante para dejarla sólo en manos de Dorothy y Walter. Empezaba el primer Domingo de Adviento y continuaba durante casi todo diciembre. Del fondo de los armarios salían cacharros metálicos de nigromante: calderos y rejillas de hierro, pesados utensilios de aluminio para el procesamiento de frutos secos. Aparecían grandes dunas de azúcar estacionales y torres de latas. Se utilizaban varios litros de mantequilla no edulcorada, que se fundían con leche y azúcar (para un dulce de azúcar sin chocolate) o sólo con azúcar (para el famoso toffee navideño de Dorothy), o para que Walter untara el escuadrón de sartenes y cazuelas poco profundas de reserva que su madre, a lo largo de los años, había comprado en mercadillos. Tenían largas discusiones sobre «bolas duras» y «bolas blandas» y «craqueo». Gene, con un delantal, revolvía los calderos como un remero vikingo, esmerándose para que la ceniza del cigarrillo no cayera dentro. Tenía antiguos termómetros para caramelo cuyas carcasas metálicas parecían esas palas de madera que hacen los estudiantes para acceder a las fraternidades universitarias y cuya función era no mostrar el menor aumento de temperatura durante varias horas, hasta que, de pronto y todos a la vez, registraban temperaturas a las que el dulce de azúcar se quemaba y el toffee se endurecía como resina epoxídica. Dorothy y él nunca actuaban tan en equipo como cuando trabajaban contra reloj para añadir y mezclar los frutos secos y verter el caramelo. Y luego venía la titánica tarea de cortar el durísimo toffee: la hoja del cuchillo arqueándose bajo la colosal presión que ejercía Gene, el desagradable sonido (más que oírse, se sentía en el tuétano de los huesos, en los nervios de los dientes) de un filo raspando el fondo de una sartén, las explosiones de pegajoso ámbar marrón, las exclamaciones paternas («me cago en la puta leche»), y los quejumbrosos ruegos maternos para que no empleara ese vocabulario.

El último fin de semana de Adviento, después de forrar ochenta o cien latas con papel de cera y llenarlas de dulce de azúcar y toffee y adornarlas con peladillas, Gene y Dorothy y Walter salían a repartirlas. Les llevaba todo el fin de semana, a menudo más. El hermano mayor de Walter, Mitch, se quedaba en el motel con Brent, quien, pese a que en el futuro sería piloto de las Fuerzas Aéreas, de niño se mareaba con facilidad en el coche. Llevaban el caramelo primero a los numerosos amigos de Gene en Hibbing y luego, con frecuentes marchas atrás en callejones sin salida, a otros amigos y parientes que vivían más lejos, atravesando las Montañas de Hierro hasta Grand Rapids y más allá. Era inconcebible no aceptar un café o una galleta en cada casa. Entre parada y parada, Walter iba sentado en el asiento de atrás con un libro, observando un débil recuadro de sol en forma de ventanilla mantenerse fijo en el asiento y de pronto, cuando por fin tomaban una curva a la derecha, deslizarse por el desfiladero del suelo y reaparecer, deformado, en el respaldo del asiento delantero. Fuera estaban las sempiternas parcelas de mísero bosque, las sempiternas ciénagas nevadas, las placas de latón circulares con anuncios de fertilizantes clavadas en los postes telefónicos, los halcones con las alas recogidas y los audaces cuervos. A su lado, en el asiento, se alzaba la creciente pila de paquetes de las casas ya visitadas —especialidades escandinavas al horno, exquisiteces finlandesas y croatas, botellas de «licor cordial» de los amigos solteros de Gene— y la menguante pila de latas de los Berglund. El principal mérito de esas latas era que contenían el mismo caramelo que Gene y Dorothy habían estado repartiendo desde su boda. Con los años, el caramelo se había metamorfoseado gradualmente, pasando de ser una golosina a ser el recuerdo de golosinas pasadas. Era el obsequio anual con que los pobres Berglund aún podían mostrarse pródigos.

Cuando Walter acababa su penúltimo curso en el instituto, el padre de Dorothy murió y le dejó a ésta la pequeña casa a orillas del lago en la que ella había pasado los veranos de su infancia. Walter asociaba la casa a las discapacidades de su madre, porque fue allí donde, de niña, pasó largos meses luchando contra la artritis que le atrofió la mano derecha y le deformó la pelvis. En un estante bajo, junto a la chimenea, seguían los tristes «juguetes» viejos con los que en otra época ella «jugaba» durante horas —un artefacto parecido a un cascanueces con muelles de acero, una trompeta de madera con cinco pistones— para tratar de conservar y mejorar la movilidad en las articulaciones de sus castigados dedos. Los Berglund, siempre muy ocupados con el motel, no pasaban mucho tiempo en la casita, pero Dorothy le tenía apego, soñaba con retirarse allí en compañía de Gene si llegaban a librarse del motel, y por tanto, cuando su marido propuso venderla, no dio el visto bueno de inmediato. Gene andaba mal de salud, tenían el motel hipotecado hasta el último ladrillo, y el escaso encanto que en algún momento pudo llegar a tener visto desde la carretera se había diluido plenamente por efecto de los crudos inviernos de Hibbing. Aunque Mitch ya no estudiaba y trabajaba en una chapistería y seguía viviendo con sus padres, se pulía la paga en chicas, alcohol, armas, material de pesca y su Thunderbird trucado. Tal vez Gene habría tenido en mejor consideración la casa si en su pequeño lago sin nombre hubiesen habitado peces más dignos de capturarse que los peces sol y las percas, pero, como no era así, no veía el menor sentido a conservar una segunda residencia que en todo caso no tendrían tiempo de disfrutar. Dorothy, en general modelo de pragmatismo resignado, se entristeció tanto que se quedó en la cama varios días, quejándose de jaqueca. Y Walter, que estaba dispuesto a sufrir pero no soportaba ver sufrir a su madre, intervino.

—Puedo instalarme en la casa y repararla este verano, y quizá sea posible empezar a alquilarla —propuso a sus padres.

—Necesitamos tu ayuda en el motel —contestó Dorothy.

—En todo caso, sólo voy a estar aquí un año más. ¿Qué haréis cuando me vaya?

—Eso ya se verá en su día —respondió Gene.

—Tarde o temprano tendréis que contratar a alguien.

—Por eso necesitamos vender la casa.

—Tiene razón, Walter —secundó Dorothy—. No me gusta perder la casa, pero tu padre tiene razón.

—¿Y qué hay de Mitch? Al menos podría pagar un alquiler, y eso os permitiría contratar a alguien.

—El ya va por libre —dijo Gene.

—¡Mamá sigue preparándole la comida y lavándole la ropa! ¿Por qué no paga al menos un alquiler?

—Eso no es asunto tuyo.

—¡Es asunto de mamá! ¡Prefieres vender la casa de mamá a obligar a Mitch a madurar!

—Ésa es su habitación, y no pienso echarlo de allí.

—¿De verdad crees que podríamos alquilar la casa? —preguntó Dorothy, esperanzada.

—Tendríamos que limpiarla cada semana y lavar la ropa —adujo Gene—. Sería el cuento de nunca acabar.

—Yo podría ir en coche una vez a la semana —propuso Dorothy—. Tampoco sería tan complicado.

—Necesitamos el dinero ya —insistió Gene.

—¿Y si yo hiciera lo que hace Mitch? —preguntó Walter—. ¿Y si sencillamente dijera que no? ¿Y si sencillamente me voy a la casa este verano y la arreglo?

—No eres Dios —dijo su padre—. Podemos apañarnos aquí sin ti.

—Gene, ¿y si intentamos al menos alquilar la casa el verano que viene? Si no sale bien, siempre podemos venderla.

—Iré allí los fines de semana —ofreció Walter—. ¿Qué os parece? Mitch puede sustituirme los fines de semana, ¿no?

—Prueba tú mismo a convencer a Mitch de eso —respondió Gene.

—¡Yo no soy su padre!

—Ya está bien —atajó Gene, y se retiró al salón.

La razón por la que Gene le consentía todo a Mitch estaba muy clara: veía en su primogénito una réplica casi exacta de sí mismo, y no quería hostigar a su hijo como Einar lo había hostigado a él. Más misteriosa era para Walter, en cambio, la timidez de Dorothy con Mitch. Tal vez su marido la había agotado tanto que simplemente no tenía la fuerza o el ánimo para batallar también contra su hijo mayor, o quizá veía ya el futuro fracaso de Mitch y deseaba que disfrutara de unos años más de amabilidad en casa antes de que el mundo le enseñara sus asperezas. En todo caso, en Walter recayó la tarea de llamar a la puerta de Mitch, cubierta de pegatinas de STP y Pennzoil, e intentar ejercer de padre de su hermano mayor.

Mitch, tumbado en la cama, fumaba un cigarrillo y escuchaba a Bachman-Turner Overdrive en el equipo de música que se había comprado con su salario en la chapistería. Dirigió a Walter una sonrisa refractaria parecida a la de su padre, pero más burlona.

—¿Qué quieres?

—Quiero que empieces a pagar un alquiler en esta casa, o que aportes algo de trabajo, o que si no te largues.

—¿Desde cuándo mandas tú?

—Papá me ha dicho que hable contigo.

—Dile que venga él a hablar conmigo.

—Mamá no quiere vender la casa del lago, así que algo tiene que cambiar.

—Eso es problema de ella.

—Joder, Mitch. Eres la persona más egoísta que he conocido.

—Ya, claro. Tú te marchas a Harvard o a donde sea, y yo acabaré ocupándome de este motel. Pero el egoísta soy yo.

—¡Lo eres!

—Intento ahorrar un dinero por si Brenda y yo lo necesitamos, pero el egoísta soy yo.

Brenda era la chica guapa cuyos padres prácticamente la habían repudiado por salir con Mitch.

—¿Y en qué consiste exactamente ese gran plan de ahorro? —preguntó Walter—. ¿En comprarte un sinfín de cosas que más tarde puedas empeñar?

—Trabajo mucho. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿No comprarme nunca nada?

—Yo también trabajo mucho, y no tengo nada porque no me pagan.

—¿Y qué me dices de esa cámara de cine?

—Me la presta el instituto, capullo. No es mía.

—Pues a mí nadie me presta nada, porque no soy un mierda lameculos.

—En todo caso, eso no es motivo para que no pagues alquiler, o al menos eches una mano los fines de semana.

Mitch lanzó una mirada al cenicero como si observara el patio de una cárcel atestado de reclusos polvorientos planteándose cómo embutir otro allí.

—¿Quién te ha nombrado Dios aquí? —preguntó en una salida muy poco original—. No tengo por qué negociar contigo.

Pero Dorothy se negó a hablar con Mitch («Antes vendería la casa», dijo), y al final del año académico, que coincidía con el principio de la temporada alta en el motel, por llamarla de algún modo, Walter decidió forzar la situación declarándose en huelga. Si se quedaba en el motel, no podía evitar hacer todo lo que había que hacer. La única manera de obligar a Mitch a asumir sus responsabilidades era marcharse, así que anunció que iba a dedicar el verano a la reforma de la casa del lago, y de paso realizaría una película experimental sobre la naturaleza. Su padre dijo que si lo que pretendía era mejorar el estado de la casa para venderla, por él no había inconveniente, pero la casa se vendería de todas formas. Su madre le suplicó que se olvidara de la casa. Añadió que había sido egoísta por su parte concederle tanta importancia, que a ella la casa le traía sin cuidado, sólo quería evitar las discordias en la familia, y cuando Walter afirmó que iría de todos modos, ella exclamó que si a él de verdad le importaban sus deseos, no se marcharía. Pero Walter, por primera vez, estaba francamente enfadado con ella. Daba igual lo mucho que ella lo quisiera o lo bien que él la comprendiera: la aborrecía por someterse tan mansamente a su padre y a su hermano. Estaba hasta la coronilla de aquello. Consiguió que su mejor amiga, Mary Siltala, lo llevara en coche a la casa del lago con la ropa en un petate, cuarenta litros de pintura, su vieja bicicleta sin marchas, un ejemplar de segunda mano de Walden en rústica, la cámara de Super 8 que le habían prestado en el Departamento Audiovisual del instituto, y ocho cajas amarillas de película Super 8. Era de lejos el mayor acto de rebeldía de su vida.

La casa estaba llena de excrementos de ratón y cochinillas muertas, y necesitaba, además de una capa de pintura, un tejado nuevo y mosquiteras. En su primer día allí, Walter limpió la casa y cortó las malas hierbas durante diez horas, y luego se fue a pasear por el bosque, bajo la inmutable luz de media tarde, buscando la belleza en la naturaleza. Sólo disponía de veinticuatro minutos de película virgen, y después de malgastar tres en ardillas listadas, cayó en la cuenta de que necesitaba algo menos asequible en que centrarse. El lago era demasiado pequeño para los somorgujos, pero cuando cogió la canoa de tela de su abuelo y visitó las zonas más recónditas, rara vez alteradas, espantó a un ave parecida a una garza real, un avetoro que anidaba entre los juncos. Los avetoros eran perfectos: tan retraídos que podía acecharlos todo el verano sin consumir veintiún minutos de película. Se imaginó realizando un corto experimental titulado «Los avatares del avetoro».

Se levantaba a las cinco de la mañana, se aplicaba repelente para insectos y remaba muy despacio y en silencio hacia los juncos con la cámara en el regazo. El avetoro tenía por costumbre merodear entre los juncos, camuflado por sus finas listas verticales de colores beige y marrón, y ensartar animales pequeños con su pico. Al presentir el peligro se quedaba inmóvil, con el cuello estirado y el pico apuntando hacia el cielo, adoptando la apariencia de un junco seco. Cuando Walter se acercaba, con la esperanza de ver a través del telémetro los avatares del avetoro en lugar de un espacio vacío, por lo general se escabullían y perdían de vista, pero a veces alzaban el vuelo y él se echaba atrás desesperadamente para seguirlos con la cámara. Si bien eran puras máquinas de matar, él los encontraba simpatiquísimos, sobre todo por el contraste entre el insulso plumaje empleado para el acecho y los espectaculares gris intenso y negro pizarra de sus alas extendidas cuando estaban en el aire. En tierra, cerca de su hogar pantanoso, eran humildes y furtivos, pero en el cielo eran majestuosos.

Después de diecisiete años viviendo hacinado con su familia, había desarrollado una sed de soledad cuya insaciabilidad no descubrió hasta entonces. No oír más que el viento, el canto de los pájaros, los insectos, los saltos de los peces, los chasquidos de las ramas, el roce de las hojas de abedul al caer unas sobre otras: se detenía continuamente a saborear ese silencio no silente mientras rascaba la pintura de las paredes exteriores de la casa. El recorrido de ida y vuelta a la cooperativa de Fen City representaba noventa minutos en bicicleta. Preparaba grandes cazuelas de estofado de lentejas y sopa de judías, siguiendo recetas de su madre, y por la noche jugaba con el pinball de muelles, un máquina antigua pero todavía utilizable, que estaba en la casa desde siempre. Leía en la cama hasta pasadas las doce y ni siquiera entonces se dormía inmediatamente, sino que yacía allí embebiéndose del silencio.

Un viernes por la tarde, a última hora, su décimo día en el lago, cuando volvía en la canoa con nuevas imágenes poco satisfactorias del avetoro oyó motores de coche, música estridente, y luego unas motos acercarse por el largo camino de acceso. Para cuando sacó la canoa del agua, Mitch y la sexy Brenda, junto con otras tres parejas —tres matones compinches de Mitch y tres chicas con pantalones de pata de elefante pintados con espray y camisetas abiertas por la espalda—, descargaban cerveza y equipo de acampada y neveras en el césped detrás de la casa. Una pickup diesel ronroneaba al ralentí con tos de fumador, alimentando un equipo de sonido que escupía andanadas de Aerosmith. Uno de los matones amigos de Mitch tenía un rottweiler con un collar de tachones y una cadena de remolque a modo de correa.

—Hola, chico naturalista —dijo Mitch—. Espero que no te moleste un poco de compañía.

—Pues sí, me molesta —respondió Walter, sonrojándose a su pesar, por lo poco enrollado que debió de parecerle al grupo—. Me molesta mucho. Estoy aquí solo. Tú no puedes estar aquí.

—Sí puedo —dijo Mitch—. De hecho, eres tú quien no debería estar aquí. Puedes quedarte esta noche si quieres, pero ahora estoy yo aquí. Estás en mi propiedad.

—Esto no es tu propiedad.

—La he alquilado. Querías que pagara un alquiler, y esto es lo que he alquilado.

—¿Y tu trabajo?

—Lo he dejado. Me he largado.

Walter, al borde de las lágrimas, entró en la casa y escondió la cámara en la cesta de la ropa sucia. Luego, en un crepúsculo súbitamente despojado de encanto y plagado de mosquitos y hostilidad, fue en bicicleta a Fen City y telefoneó a casa desde la cabina que había frente a la cooperativa. Sí, confirmó su madre, Mitch, su padre y ella habían cruzado unas palabras airadas y decidido que la mejor solución era conservar la casa en la familia y permitirle a Mitch encargarse de las reformas y aprender a asumir más responsabilidad.

—Mamá, esto va a ser una juerga continua. Acabará quemando la casa.

—Mira, me siento más cómoda si tú estás aquí y Mitch va por libre —dijo ella—. En eso tenías razón, cariño. Y ahora puedes volver a casa. Te echamos de menos, y no tienes edad para quedarte allí solo todo el verano.

—Pero si me lo paso en grande… Estoy avanzando mucho con las reformas.

—Lo siento, Walter. Pero ésa es la decisión que hemos tomado.

Volviendo a la casa en bicicleta, ya casi a oscuras, oyó el ruido a un kilómetro de distancia. Un solo de guitarra de rock duro, un vocerío ebrio y ordinario, los ladridos del perro, petardos, el tableteo y el aullido de las motos. Mitch y sus amigos habían plantado tiendas y encendido una gran fogata e intentaban asar hamburguesas a la llama en medio de una nube de humo de maría. Ni siquiera miraron a Walter cuando entró. Se encerró en la habitación y, tumbado en la cama, se dejó torturar por el ruido. ¿Por qué tenían que armar tanto escándalo? ¿Por qué aquella necesidad de agredir sónicamente a un mundo en el que algunos agradecían el silencio? El estruendo prosiguió interminablemente. Le provocaba una fiebre a la que por lo visto todos los demás eran inmunes. Una fiebre de enajenamiento autocompasivo que, al desencadenarse en Walter esa noche, le dejó cicatrices permanentes de odio a la estridente vox pópuli y también, curiosamente, una aversión al mundo al aire libre. Había llegado a la naturaleza con el corazón abierto, y la naturaleza, en su debilidad, afín a la debilidad de su madre, lo había defraudado dejándose arrollar muy fácilmente por una pandilla de idiotas bulliciosos. Adoraba la naturaleza, pero sólo en abstracto, y no más de lo que adoraba las buenas novelas o las películas extranjeras, y menos de lo que llegó a adorar a Patty y a sus hijos, y por tanto, durante los siguientes veinte años se convirtió en una persona urbana. Incluso cuando se marchó de 3M para dedicarse al conservacionismo, su interés principal en trabajar para Conservancy, y más tarde para la fundación, fue salvaguardar reductos de naturaleza de patanes como su hermano. El amor que sentía por las criaturas cuyo hábitat protegía se fundaba en la proyección: en la identificación con su propio deseo de que lo dejaran en paz los seres humanos ruidosos.

Salvo por unos meses en la cárcel, cuando Brenda se quedó allí sola con sus niñas, Mitch vivió en la casa del lago ininterrumpidamente hasta la muerte de Gene, seis años después. Puso un tejado nuevo y detuvo su decadencia general, pero también taló algunos de los árboles más grandes y hermosos de la propiedad, deforestó la pendiente del lago a fin de usarla como espacio de juego para sus perros, y abrió una senda para su motonieve por la orilla del lago hasta el rincón más alejado, donde antes anidaban los avetoros. Por lo que Walter pudo saber, nunca les pagó a Gene y Dorothy un centavo de alquiler.

¿Acaso el fundador de los Traumatics sabía siquiera qué era un trauma? Un trauma era esto: bajar a tu despacho a primera hora de un domingo, pensando tan contento en tus hijos, que habían sido motivo de orgullo para ti en los últimos dos días, y encontrar en tu mesa un largo manuscrito redactado por tu mujer que confirmaba tus peores temores sobre ella y sobre ti y sobre tu mejor amigo. La única experiencia remotamente comparable en la vida de Walter había sido la primera vez que se masturbó, en la habitación 6 del Pinos Susurrantes, siguiendo las amistosas instrucciones («Usa vaselina») de su primo Leif. Tenía catorce años, y el placer había eclipsado a tal punto todos los placeres previos conocidos y el resultado había sido tan cataclísmico y asombroso, que se había sentido como un héroe de ciencia ficción transportado cuatridimensionalmente desde un planeta envejecido hasta uno nuevo. El manuscrito de Patty fue igual de absorbente y transformador. Le pareció que su lectura, al igual que aquella primera masturbación, duraba sólo un segundo. Se levantó una sola vez, muy al principio, para echar el pestillo de la puerta del despacho, y de pronto leía ya la última página, y eran exactamente las 10.12 horas, y el sol que penetraba por las ventanas del despacho era un sol distinto del que siempre había conocido. Era un astro amarillento y maléfico en un rincón extraño y abandonado de la galaxia, y su propia cabeza no estaba menos alterada por la distancia interestelar recorrida. Salió del despacho con el manuscrito y pasó por delante de Lalitha, que mecanografiaba en su mesa.

—Buenos días, Walter.

—Buenos días —saludó él, estremeciéndose al percibir su agradable olor matutino.

Siguió hasta la cocina y subió por la escalera de atrás a la pequeña habitación donde el amor de su vida seguía en pijama de franela, arrellanada en el sofá en medio de un nido de ropa de cama, con un tazón de café con leche en las manos, viendo un resumen del campeonato de baloncesto de la NCAA en un canal deportivo. La sonrisa que le dirigió —una sonrisa que fue como el último destello del sol familiar que Walter había perdido— se convirtió en horror cuando vio lo que él tenía en las manos.

—Joder —dijo, apagando la televisión—. Joder, Walter, no. —Negó con vehemencia—. No —repitió—. No, no, no.

Walter cerró la puerta y, apoyando la espalda contra la madera, se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo. Patty tomó aliento, y volvió a tomar más aliento, y más aliento, y no habló. La luz en las ventanas parecía sobrenatural. Walter volvió a estremecerse, y le castañetearon los dientes en su esfuerzo por controlarse.

—No sé de dónde has sacado eso —dijo Patty—, pero no era para ti. Se lo di anoche a Richard para apartarlo de mí. ¡Lo quería fuera de nuestra vida! Intentaba deshacerme de él, Walter. ¡No sé por qué ha hecho una cosa así! ¡Es una atrocidad que haya hecho una cosa así!

Desde una distancia de muchos pársecs, Walter la oyó echarse a llorar.

—No era mi intención que lo leyeras —se lamentó Patty con voz aguda. Te lo juro por Dios, Walter. Te lo juro por Dios. Me he pasado la vida entera procurando no hacerte daño. Eres muy bueno conmigo, y no te mereces esto.

Lloró durante largo rato, unos diez o cien minutos. Todas las actividades habituales previstas para la mañana dominical se cancelaron en atención a esa emergencia, aniquilando el curso normal del día tan absolutamente que Walter ni siquiera sintió nostalgia de él. Por una cuestión de azar, el suelo justo delante de él había sido escenario de una emergencia de otra clase tres noches antes, una emergencia benigna, un apareamiento placenteramente traumático que ahora, en retrospectiva, parecía un presagio de aquella emergencia maligna. El jueves por la noche había subido bastante tarde y agredido a Patty sexualmente. Había llevado a cabo, con el sorprendido consentimiento de ella, las acciones violentas que, sin su consentimiento, habrían sido las de un violador: le había arrancado el pantalón negro de trabajo, la había tirado al suelo de un empujón y la había penetrado. Si en el pasado alguna vez se le hubiera ocurrido hacerlo, no lo habría hecho, porque no podía olvidar que la habían violado en su adolescencia, pero el día había sido tan largo y desorientador —su casi infidelidad con Lalitha tan enardecedora, el camino cortado en Wyoming tan indignante, la humildad en la voz de Joey por teléfono tan inaudita y gratificante— que de pronto, cuando entró en la habitación de Patty, la vio como su objeto. Su objeto obstinado, su esposa frustrante. Y estaba harto de eso, harto de tanto razonamiento y comprensión, y por eso la echó al suelo y se la folló como un salvaje. La expresión de descubrimiento que asomó entonces al rostro de Patty, que debió de ser reflejo de la expresión de él, lo hizo detenerse casi tan repentinamente como había empezado. Detenerse y sacarla y sentarse a horcajadas sobre el pecho de ella y apuntarle a la cara con su miembro erecto, que parecía el doble de su tamaño habitual. Mostrarle en quién se estaba convirtiendo. Los dos sonreían como locos. Y entonces él volvió a penetrarla, y ella, en lugar de alentarlo con sus pudorosos suspiritos de siempre, dejó escapar sonoros chillidos, y eso lo enardeció aún más; y a la mañana siguiente, cuando bajó al despacho, adivinó por el frío silencio de Lalitha que los chillidos se habían oído en toda la amplia casa. El jueves por la noche había empezado algo, aunque él no sabía bien qué. Pero ahora el manuscrito le había revelado el qué. El final era el qué. En realidad, ella nunca lo había querido. Siempre había deseado lo que ese amigo malvado suyo tenía. Todo ello lo llevó a alegrarse de no haber roto la promesa hecha a Joey durante la cena en Alexandria la noche siguiente, la promesa de que no le contaría a nadie, y menos a Patty, que su hijo se había casado con Connie Monaghan. Este secreto, así como otros varios más alarmantes que Joey le había contado, venía pesándole a Walter a lo largo de todo el fin de semana, a lo largo de toda la reunión y el concierto del día anterior. Sentía haberle ocultado a Patty lo de la boda, por la sensación de que la traicionaba. Pero ahora veía que, en cuanto a traiciones, ésa era risiblemente nimia. Lacrimógenamente nimia.

—¿Richard sigue en la casa? —preguntó ella por fin, enjugándose la cara con una sábana.

—No. Lo he oído marcharse antes de levantarme. No creo que haya vuelto.

—Algo es algo, dentro de lo malo.

¡Cómo le gustaba a Walter su voz! Ahora lo martirizaba oírla.

—¿Anoche follasteis? —preguntó él—. Os oí de charla en la cocina.

Él mismo tenía la voz ronca como un cuervo, y Patty tomó aire, como si se preparara para una larga sesión de insultos.

—No —contestó—. Hablamos y luego me acosté. Ya te lo he dicho: se ha acabado. Hubo un pequeño problema hace unos años, pero se ha acabado.

—Se cometieron errores.

—Debes creerme, Walter. De verdad se ha acabado, de verdad.

—Sólo que físicamente no te despierto lo mismo que te despierta mi mejor amigo. Ni ahora ni nunca, por lo visto.

—Aaay —gimió ella, cerrando los ojos en actitud de oración—, por favor, no me cites textualmente. Llámame puta, llámame la pesadilla de tu vida, pero por favor no me cites. Ten ese poco de misericordia, si es posible.

—Puede que el ajedrez se le dé fatal, pero en este otro juego desde luego lleva las de ganar.

—Vale —dijo ella, apretando los párpados—. Vas a citarme. Vale. Cítame. Adelante. Haz lo que tengas que hacer. Sé que no merezco misericordia. Sólo has de saber que eso es lo peor que puedes hacer.

—Lo siento. Creía que te gustaba hablar de él. De hecho, creía que ése era tu principal interés para hablar conmigo.

—Tienes razón. Lo era. No te mentiré. Lo fue durante unos tres meses. Pero de eso hace unos veinticinco años, antes de enamorarme de ti e iniciar una vida contigo.

—Y qué vida tan satisfactoria ha sido. «La verdad es que después de todo tampoco estaba tan mal», creo que decías. Aunque los hechos, sobre el terreno, parecerían indicar lo contrario.

Ella, con los ojos aún cerrados, torció el gesto.

—Quizá te apetezca leerlo todo ahora y entresacar las peores frases. ¿Quieres hacer eso y dar el asunto por concluido de una vez?

—En realidad lo que quiero es hacértelo tragar. Quiero ver cómo te ahogas con esta mierda.

—Vale. Puedes hacerlo. En comparación con lo que siento ahora, casi sería un alivio.

Walter tenía el manuscrito tan aferrado que se le había acalambrado la mano. Lo soltó y lo dejó deslizarse entre sus piernas.

—La verdad es que no tengo nada más que añadir —dijo—. Creo que en realidad ya hemos tratado los puntos principales.

Ella asintió.

—Bien.

—Sólo que no quiero volver a verte. No quiero volver a estar en la misma habitación contigo. No quiero volver a oír el nombre de esa persona. No quiero saber nada más de ninguno de vosotros dos. Nunca. Únicamente quiero quedarme solo para reflexionar sobre cómo he malgastado la vida entera amándote.

—Sí, vale —dijo ella, y volvió a asentir con la cabeza—. Aunque en realidad no vale. No, no estoy de acuerdo.

—Me da igual si no estás de acuerdo.

—Ya lo sé. Pero escúchame. —Se sorbió la nariz con fuerza, recomponiéndose, y dejó el tazón de café en el suelo. Con las lágrimas, se le habían suavizado los ojos y enrojecido los labios, y estaba muy guapa, si es que a uno le interesaba su guapura, y ése ya no era el caso de Walter—. No era mi intención que leyeras eso.

—¿Qué coño hace esto en mi casa si no era ésa tu intención?

—Puedes creerme o no, pero es la verdad. Tuve que escribirlo para mí, para intentar sentirme mejor. Era un proyecto terapéutico, Walter. Se lo di anoche a Richard para explicarle por qué me quedé contigo. Siempre me he quedado contigo. Todavía quiero quedarme contigo. Sé que te habrás horrorizado con algunas de las cosas que has leído ahí, ni siquiera alcanzo a imaginar cuánto, pero eso no es lo único que contiene. Lo escribí cuando estaba deprimida, y esas páginas incluyen todo lo malo que sentía entonces. Pero por fin he empezado a sentirme mejor. Sobre todo después de lo que pasó la otra noche… ¡desde entonces me he sentido mejor! ¡Como si por fin hiciéramos algún avance! ¿Tú no te sentiste así?

—No sé qué sentí.

—También escribí cosas agradables sobre ti, ¿o no? Muchas, muchas más cosas agradables que desagradables, si lo miras objetivamente… cosa que ya sé que no puedes hacer. Aun así, cualquiera excepto tú vería la parte agradable. Que has sido más bueno conmigo de lo que yo creía merecer. Que eres la persona más excelente que he conocido. Que tú, Joey y Jessie sois toda mi vida. Que fue sólo una parte pequeña de mí la que miró en otra dirección, durante muy poco tiempo, en un pésimo momento de mi vida.

—Tienes razón —graznó él—. Por algún motivo, todo eso se me ha pasado por alto.

—¡Está ahí, Walter! Tal vez cuando pienses en ello, más adelante, recuerdes que está ahí.

—No tengo la intención de pensar mucho en ello.

—Ahora no, pero más adelante. Aunque sigas sin querer hablar conmigo, quizá me perdones al menos un poco.

De pronto, la luz se atenuó en las ventanas con el paso de una nube de primavera.

—Me has hecho lo peor que podías hacerme —dijo Walter—. Lo peor, y tú sabías muy bien que era lo peor, y lo hiciste de todos modos. ¿En qué parte de eso voy a querer pensar?

—Lo siento muchísimo —contestó ella, y rompió a llorar otra vez—. Siento muchísimo que no puedas verlo como yo. Siento muchísimo lo que pasó.

—No «pasó». Lo hiciste tú. Te follaste a ese mierda malévolo capaz de dejar esto en mi mesa para que yo lo leyera.

—Por el amor de Dios, Walter, fue sólo sexo.

—Le dejaste leer cosas sobre mí que nunca me habrías dejado leer a mí.

—Un poco de sexo absurdo hace cuatro años, nada más. ¿Qué es eso en comparación con toda nuestra vida?

—Oye —dijo él, poniéndose en pie—. No quiero levantarte la voz. No con Jessica en casa. Pero para eso tienes que ayudarme y no hacerte la inocente, o te levantaré la voz hasta dejarte sorda.

—No me hago la inocente.

—Lo digo en serio —insistió él—. No voy a levantarte la voz. Voy a salir de esta habitación, y después ya no quiero volver a verte. Y tenemos un pequeño problema, porque resulta que trabajo en esta casa, así que no me va a ser fácil mudarme.

—Lo sé, lo sé. Sé que tengo que irme. Esperaré a que se marche Jessica, y luego me perderás de vista. Entiendo perfectamente cómo te sientes. Pero necesito decirte una cosa antes de irme, sólo para que lo sepas. Quiero asegurarme de que sabes que dejarte aquí con tu ayudante es para mí como una puñalada en el corazón. Es como si me despellejaran los pechos. No lo resisto, Walter. —Lo miró con una expresión de súplica—. Estoy tan dolida y celosa que no sé qué voy a hacer.

—Lo superarás.

—Puede ser. Un año de éstos. Un poco. Pero ¿entiendes lo que significa que me sienta así? ¿No ves que demuestra a quién quiero de verdad? ¿No te das cuenta de lo que está pasando aquí?

Ver su mirada suplicante y extraviada fue, en ese momento, tan culminantemente doloroso y repugnante para él —le produjo tal paroxismo de repulsión acumulada ante el dolor que se habían causado el uno al otro en su matrimonio— que sin querer empezó a gritar:

—¡¿Quién me ha empujado a esto?! ¡¿Para quién nunca he sido bastante bueno?! ¡¿Quién ha necesitado siempre más tiempo para pensárselo?! ¿Acaso veintiséis años no son tiempo suficiente para pensárselo? ¿Cuánto tiempo más necesitas, joder? ¿Crees que hay algo en tu manuscrito que me haya sorprendido? ¿Crees que no lo he sabido absolutamente todo cada minuto del puto camino? ¿Y no te he querido igual, porque no podía evitarlo? ¿Y no he malgastado toda mi vida?

—Eso no es justo, no es justo.

—¿Justo? ¡A tomar por el culo tú y la justicia!

Asestó un puntapié al manuscrito, cuyas hojas se esparcieron en un remolino blanco, pero tuvo la disciplina necesaria para no cerrar de un portazo al salir. Abajo, en la cocina, Jessica se tostaba un bagel, con la bolsa de viaje junto a la mesa.

—¿Dónde está la gente esta mañana?

—Mamá y yo hemos tenido una pequeña discusión.

—Eso me ha parecido —dijo Jessica, abriendo mucho los ojos en la irónica expresión que se había convertido en su respuesta habitual al hecho de pertenecer a una familia menos estable que ella—. ¿Ya está todo en orden?

—Ya veremos, ya veremos.

—Esperaba coger el tren de las doce, pero si quieres puedo irme más tarde.

Como siempre había estado muy unido a Jessica y sentía que podía contar con su apoyo, no se le ocurrió pensar que cometía un error táctico al quitársela de encima en ese momento y dejarla marchar. No comprendió que era crucial ser el primero en darle la noticia y encuadrar debidamente la historia: no imaginaba lo deprisa que Patty, con su instinto de ganadora, actuaría para consolidar su alianza con su hija e hincharle la cabeza con su versión de los hechos (Papá Abandona a Mamá con un Pretexto Trivial, Se Lía con la Joven Ayudante). No pensaba en nada más allá del momento presente, y en su cabeza se arremolinaba precisamente esa clase de sentimientos que no tenían nada que ver con la paternidad. Abrazó a Jessica y le dio las gracias efusivamente por viajar hasta allí para ayudarlos en el lanzamiento de Espacio Libre, y luego fue a su despacho para quedarse mirando por la ventana. El estado de emergencia había amainado lo suficiente como para permitirle recordar todo el trabajo que tenía por delante, pero no tanto, ni mucho menos, como para permitirle hacerlo. Contempló a un sinsonte brincar de rama en rama en una azalea a punto de retoñar; envidió a aquel pájaro por no saber nada de lo que él sabía; habría cambiado su alma por la de él sin pensárselo dos veces. Y luego levantaría el vuelo, sabría qué era flotar en el aire aunque sólo fuera por una hora: el intercambio era una obviedad, y el sinsonte, con su vital indiferencia hacia él, la certidumbre de su identidad física, parecía muy consciente de lo preferible que era ser un ave.

Pasado un rato sobrenaturalmente largo, después de oír Walter el sonido de las ruedas de una maleta grande y el golpe de la puerta de la calle, Lalitha llamó a la puerta de su despacho y asomó la cabeza.

—¿Todo bien?

—Sí —contestó él—. Ven a sentarte en mi regazo.

Ella enarcó las cejas.

—¿Ahora?

—Sí, ahora. ¿Cuándo, si no? Mi mujer se ha ido, ¿no?

—Se ha marchado con una maleta, sí.

—Pues no volverá. Así que ven. Por qué no. No hay nadie más en la casa.

Y ella obedeció. Lalitha no era una persona vacilante. Pero la silla de oficina era poco apta para sentarse en un regazo; tuvo que agarrarse al cuello de Walter para permanecer a bordo, y aun así la silla se balanceó peligrosamente.

—¿Esto quieres? —preguntó ella.

—En realidad, no. No quiero estar en este despacho.

—Opino lo mismo.

Walter tenía mucho en que pensar, sabía que estaría pensando ininterrumpidamente durante semanas si en ese momento se abandonaba a las cavilaciones. La única manera de no pensar era huir hacia delante. Arriba, en la pequeña habitación de techo abuhardillado de Lalitha, en otro tiempo el dormitorio del servicio, que él no había visitado desde que ella se instaló allí, y cuyo suelo era un circuito de obstáculos formado por pilas de ropa limpia y rebujos de ropa sucia, la arrimó contra la pared lateral del desván y se entregó ciegamente a la única persona que lo deseaba sin reservas. Era otro estado de emergencia, no era ninguna hora de ningún día, era desesperación. La sostuvo sobre sus caderas y se tambaleó de aquí para allá, fundiéndose los labios de ambos, y al cabo de un momento se restregaban enfebrecidamente a través de la ropa, en medio de todas aquellas pilas de ropa, y al cabo de un momento se impuso una de esas pausas, la incómoda rememoración de lo universales que eran los pasos ascendentes hacia el sexo; lo impersonales, o pre-personales. De repente, él se apartó, fue hasta la cama individual deshecha y derribó una pila de libros y documentos relacionados con la superpoblación.

—Uno de los dos tiene que ir a las seis al aeropuerto para recoger a Eduardo —recordó él—. Lo digo sólo para que lo tengamos en cuenta.

—¿Qué hora es?

Walter volvió el polvoriento despertador para consultarlo.

—Las dos y diecisiete —contestó, asombrado. Era la hora más extraña que había visto en toda su vida.

—Disculpa el desorden en la habitación —dijo Lalitha.

—Me gusta. Te quiero tal como eres. ¿Tienes hambre? Yo un poco.

—No, Walter. —Lalitha sonrió—. No tengo hambre. Pero puedo traerte algo.

—Pensaba, quizá, en un vaso de leche de soja. Un preparado de soja.

—Iré a buscarlo.

Lalitha bajó, y Walter pensó con extrañeza que los pasos que oyó subir al cabo de un minuto pertenecían a la persona que ocuparía el lugar de Patty en su vida. Ella se arrodilló a su lado y lo observó atenta, ávidamente, mientras él bebía la leche de soja. A continuación, le desabrochó la camisa con sus flexibles dedos de uñas pálidas. Vale, pues, pensó él. Vale. Adelante. Pero mientras acababa de desvestirse él mismo, las escenas de la infidelidad de su mujer, que ella había narrado tan exhaustivamente, se arremolinaron en él, acompañadas de un leve pero genuino impulso de perdonarla; y supo que debía aplastar ese impulso. Su odio hacia ella y su amigo era todavía nuevo y vacilante, aún no se había endurecido, la imagen y el sonido del patético llanto de Patty eran para él aún demasiado recientes. Por suerte, Lalitha se había desnudado y ahora llevaba sólo unas bragas blancas de topos rojos. Se hallaba de pie ante él con toda naturalidad, sometiéndose a su inspección. Su cuerpo, en la flor de la juventud, era absurdamente magnífico. Inmaculado, desafiaba la gravedad, era casi insoportable contemplarlo. Si bien era verdad que en otro tiempo Walter había conocido el cuerpo de una mujer incluso algo más joven, ya no conservaba el recuerdo de ese cuerpo; él mismo era entonces demasiado joven para reparar en la juventud de Patty. Alargó el brazo y, con la base de la mano, apretó el montículo caliente y aún cubierto entre las piernas de Lalitha. Ella dejó escapar un chillido ahogado, se le doblaron las rodillas y se desplomó sobre él, envolviéndolo en dulce tormento.

Fue en ese momento cuando empezó en serio la lucha por evitar comparaciones, en particular la lucha por apartar de su cabeza la frase de Patty: «Tampoco estaba tan mal». Vio, en retrospectiva, que su anterior ruego a Lalitha para que fuera despacio se había basado en un preciso conocimiento de sí mismo. Pero ir despacio, en cuanto echó a Patty de casa, ya no era una opción. Necesitaba un chute rápido sólo para mantenerse en marcha —para no sucumbir al odio y la autocompasión— y, en un sentido, el chute fue en efecto muy grato, porque Lalitha estaba de verdad loca por él, goteaba casi literalmente de deseo, desde luego rezumaba profusamente. Lo miró a los ojos con amor y regocijo, declaró hermosa y perfecta y magnífica la virilidad que Patty en su documento había calumniado y despreciado. ¿Qué había allí que no pudiera gustar? Él era un hombre en lo mejor de la vida, ella era adorable, joven e insaciable; y eso era, de hecho, lo que no podía gustar. Sus emociones no iban a la par del vigor y el apremio de su atracción animal, de su interminable apareamiento. Ella necesitaba montarlo, necesitaba sentirse aplastada bajo él, necesitaba tener las piernas en los hombros de él, necesitaba ponerse en la postura del perro boca abajo y ser embestida desde atrás, necesitaba doblarse contra el borde de la cama, necesitaba que le apretaran la cara contra la pared, necesitaba envolverlo con las piernas y echar la cabeza hacia atrás y dejar que sus pechos, muy redondos, se balancearan en todas direcciones. Ella parecía ver un intenso significado en todo, era un pozo sin fondo de gemido!, y él estaba dispuesto a todo. En buena forma cardiovascular, enardecido por la exaltación de Lalitha, en sintonía con sus deseos, y sintiendo un gran afecto por ella. Y sin embargo no era del todo personal, y no encontraba el camino al orgasmo. Y eso fue de lo más raro, un problema totalmente nuevo e imprevisto, debido en parte, quizá, a su escasa familiaridad con los condones y a lo extraordinariamente mojada que estaba ella. ¿Cuántas veces, en los últimos dos años, se había masturbado pensando en su ayudante, corriéndose siempre en cuestión de minutos? Cien veces. Obviamente ahora su problema era psicológico. El despertador indicaba las 3.52 cuando por fin se apaciguaron. En realidad no estaba claro si ella tampoco se había corrido, y él no se atrevió a preguntar. Y allí, en su agotamiento, la acechante Comparación aprovechó la oportunidad para imponerse, ya que Patty, siempre que era posible despertar su interés, llevaba a cabo el trabajo fiablemente para ambos, dejándolos a los dos razonablemente satisfechos, dejándolo a él en disposición de irse a trabajar o leer un libro y a ella de hacer las pequeñas cosas que le eran propias y le gustaba hacer. Las propias dificultades de ella creaban fricción, y la fricción llevaba a la satisfacción…

Lalitha le besó la boca hinchada.

—¿En qué piensas?

—No lo sé —respondió él—. En muchas cosas.

—¿Te arrepientes de que lo hayamos hecho?

—No, no, soy muy feliz.

—No se te ve muy feliz.

—Bueno, es que acabo de echar a mi mujer de casa después de veinticuatro años de matrimonio. Acaba de suceder hace unas horas.

—Lo siento, Walter. Aún puedes dar marcha atrás. Yo puedo despedirme y dejaros a los dos en paz.

—No, eso puedo prometértelo: no daré marcha atrás.

—¿Quieres estar conmigo?

—Sí.

Walter se llenó las manos con el pelo negro de ella, que olía a champú de coco, y se tapó la cara con él. Ahora tenía ya lo que deseaba, pero le creaba cierta sensación de soledad. Después de su gran anhelo, de alcance infinito, estaba en la cama con cierta chica finita, que era muy guapa y brillante y comprometida, pero también desordenada, poco apreciada por Jessica y mala cocinera. Y era lo único, el único baluarte que lo separaba de la maraña de pensamientos que no deseaba tener. La idea de Patty y su amigo en el lago Sin Nombre; la manera muy humana e ingeniosa en que los dos se habían hablado; la adulta reciprocidad de su sexo; lo mucho que se alegraban de que él no estuviera allí. Se echó a llorar en el pelo de Lalitha, y ella lo consoló, le enjugó las lágrimas e hicieron el amor otra vez, más cansados y doloridos, hasta que por fin él se corrió, sin alharacas, en la mano de ella.

Siguieron unos días difíciles. Eduardo Soquel, llegado de Colombia, fue recogido en el aeropuerto e instalado en la habitación «de Joey». A la rueda de prensa del lunes por la mañana asistieron doce periodistas, y Walter y Soquel sobrevivieron, y se concedió una prolongada entrevista telefónica a Dan Caperville del Times. Walter, que había trabajado en relaciones públicas toda su vida, consiguió reprimir su agitación íntima y ceñirse al mensaje y eludir la carnaza periodística inflamatoria. El Parque Panamericano de la Reinita, dijo, representaba un nuevo paradigma de conservación de la fauna basada en métodos científicos y con financiación privada; el innegable horror de la explotación minera a cielo abierto quedaba más que compensado por la perspectiva de «empleo verde» sostenible (ecoturismo, reforestación, silvicultura certificada) en Virginia Occidental y Colombia; Coyle Mathis y los demás montañeses desplazados habían cooperado plena y loablemente con la fundación y pronto tendrían trabajo en una empresa subsidiaria del generoso socio empresarial de la fundación, LBI. Walter necesitó especial autocontrol para elogiar a LBI, después de lo que Joey le había contado. Tras la conversación telefónica con Dan Caperville, salió a cenar, ya tarde, con Lalitha y Soquel y bebió dos cervezas, con lo que ascendió a tres el consumo total a lo largo de su vida.

Al día siguiente, por la tarde, cuando Soquel ya había regresado al aeropuerto, Lalitha cerró la puerta del despacho de Walter y se arrodilló entre sus piernas para recompensarlo por sus esfuerzos.

—No, no, no —dijo él, haciendo girar la silla para apartarse.

Ella lo persiguió caminando de rodillas.

—Sólo quiero verte. Tengo hambre de ti.

—Lalitha, no. —Oía a sus empleados trajinar en la parte delantera de la casa.

—Sólo un segundo —perseveró ella a la vez que le abría la bragueta—. Por favor, Walter.

Walter pensó en Clinton y Lewinksy, y después, viendo la boca de su ayudante llena de carne suya y la sonrisa en sus ojos, pensó en la profecía de su malvado amigo. A ella parecía hacerla feliz, y sin embargo…

—No, lo siento —dijo, apartándola con toda la delicadeza posible.

Ella frunció el cejo. Estaba dolida.

—Si me quieres, tienes que permitírmelo —insistió.

—Te quiero, pero éste no es el momento adecuado.

—Deseo que me lo permitas. Deseo hacerlo todo ahora mismo.

—Lo siento, pero no.

Se levantó y se la guardó y se cerró la bragueta. Lalitha permaneció de rodillas por un momento, con la cabeza gacha. Por fin se levantó también, se alisó la falda a la altura de los muslos y se dio media vuelta, visiblemente disgustada.

—Antes hay un problema del que debemos hablar —dijo él.

—De acuerdo. Hablemos de tu problema.

—El problema es que tenemos que despedir a Richard.

El nombre, que Walter se había negado a pronunciar hasta ese momento, quedó flotando en el aire.

—¿Y eso por qué? —preguntó Lalitha.

—Porque lo odio, porque tuvo una aventura con mi mujer y no quiero volver a oír su nombre nunca más, y no pienso trabajar con él por nada del mundo.

Lalitha pareció encogerse. Hundió la cabeza, encorvó los hombros, se convirtió en una niñita triste.

—¿Por eso se marchó tu mujer el domingo?

—Sí.

—Aún estás enamorado de ella, ¿verdad?

—¡No!

—Sí lo estás. Por eso no me quieres cerca de ti ahora.

—No, eso no es verdad. No es verdad en absoluto.

—Bueno, sea como sea —dijo ella, e irguió la espalda enérgicamente—, no podemos despedir a Richard. Este es mi proyecto, y lo necesito. Ya se lo he anunciado a los estudiantes en prácticas, y lo necesito para organizar los concursos de talentos en agosto. Así que tú puedes tener tu problema con él, y lamentarte mucho por lo de tu mujer, pero no pienso despedirlo.

—Cariño… Lalitha. De verdad que te quiero. Todo irá bien. Pero intenta verlo desde mi punto de vista.

—¡No! —exclamó ella, volviéndose bruscamente hacia él en actitud de animosa insurrección—. ¡Tu punto de vista me trae sin cuidado! Mi trabajo es ocuparme de la superpoblación, y pienso hacerlo. Si a ti de verdad te importa ese trabajo, y te importo yo, me permitirás hacerlo a mi manera.

—Claro que me importa. Me importa muchísimo. Pero…

—Pero nada. No volveré a mencionar su nombre. Puedes irte de viaje a donde quieras cuando se reúna con los estudiantes en mayo. Y ya veremos qué pasa en agosto cuando llegue el momento.

—Se negará a hacerlo. El sábado ya apuntó la posibilidad de retirarse.

—Déjame hablar con él. Como quizá recuerdes, se me da bastante bien convencer a la gente para que haga cosas que no quiere hacer. Soy una eficaz empleada tuya, y espero que tengas la bondad de permitirme hacer mi trabajo.

Él rodeó apresuradamente el escritorio para abrazarla, pero ella escapó a la antesala.

Como le encantaba el espíritu y el sentido del compromiso de Lalitha y lo afligía su enfado, no insistió más. Pero al ver que pasaban las horas, y luego varios días, sin que ella informara de que Richard se retiraba de Espacio Libre, Walter dedujo que debía de seguir a bordo. ¡Richard, el que no creía en una mierda! La única explicación imaginable era que Patty hubiera hablado con él por teléfono y le hubiera hecho sentirse lo bastante culpable como para que no abandonase la campaña. Y ante la idea de los dos hablando de cualquier tema, aunque fuera sólo cinco minutos, y hablando en concreto de cómo ahorrarle complicaciones al «pobre Walter» (ay, esas palabras de ella, esas abominables palabras) y salvar su proyecto preferido, a modo de premio de consolación o algo así, se sentía enfermizamente débil y corrupto y contemporizador e insignificante. Esa misma idea se interpuso entre Lalitha y él. Sus contactos sexuales, aunque diarios y prolongados, quedaron ensombrecidos por la sensación de que también ella lo había traicionado con Richard, un poco, y por tanto no se convirtieron en algo más personal como él esperaba. Allí donde miraba, estaba Richard.

Igual de inquietante, aunque de una manera distinta, era el problema de LBI. Cuando cenaron juntos, en un derroche conmovedor de humildad y autorrecriminación, Joey le había explicado el sórdido negocio en el que se había involucrado, y el principal villano, a ojos de Walter, era LBI. Kenny Bartles era a todas luces uno de esos payasos temerarios, un sociópata de poca monta que no tardaría en acabar en la cárcel o en el Congreso. La pandilla de Cheney-Rumsfeld, fuera cual fuese la podredumbre de sus motivos para invadir Iraq, sin duda habría preferido recibir piezas de camión utilizables en lugar de la chatarra paraguaya que Joey había entregado. Y el propio Joey, aunque debería haber tenido la inteligencia de no entrar en tratos con Bartles, había convencido a Walter de que sólo había seguido adelante en interés de Connie; había que reconocer su lealtad a ella, sus horrendos remordimientos, y su valentía general (¡tenía veinte años!). La parte responsable, por lo tanto —la que tenía pleno conocimiento del timo y la autoridad para aprobarlo—, era LBI. Walter no conocía al vicepresidente con quien Joey había hablado, el que lo había amenazado con un pleito, pero sin duda ese hombre trabajaba en el mismo pasillo que el compinche de Vin Haven que había accedido a abrir una fábrica de blindaje corporal en Virginia Occidental. Joey le había preguntado a Walter, en la cena, qué opinaba que debía hacer. ¿Descubrir el pastel? ¿O sencillamente donar los beneficios a una organización benéfica de ayuda a los veteranos discapacitados y volver a la universidad? Walter le había prometido pensar en ello durante el fin de semana, pero el fin de semana no había propiciado, por expresarlo delicadamente, una reflexión moral serena. Sólo cuando se halló frente a los periodistas el lunes por la mañana, presentando a LBI como una destacada empresa asociada pro ecologista, tomó conciencia del grado de su propia implicación.

Ahora intentaba separar sus propios intereses —el hecho de que si el hijo del director ejecutivo de la fundación llevaba su fea historia a los medios, cabía la posibilidad de que Vin Haven lo despidiera y LBI incluso renegara de su acuerdo en Virginia Occidental— de lo que más convenía a Joey. Pese al comportamiento arrogante y codicioso de éste, parecía demasiado severo pedirle a un chico de veinte años con padres complicados que asumiera la responsabilidad moral plena y se sometiera al oprobio público, o incluso a un proceso judicial. Y sin embargo, Walter era consciente de que el consejo que quería darle a Joey —«Dona las ganancias a la caridad y sigue adelante con tu vida»— era muy beneficioso para él y la fundación. Quería pedirle su opinión a Lalitha, pero le había prometido a Joey no contárselo a nadie, y por consiguiente le telefoneó y le dijo que seguía pensando en ello, y que si Connie y él querían cenar con él el día de su cumpleaños, la semana siguiente.

—Encantados —contestó Joey.

—También necesito comunicarte —prosiguió Walter— que tu madre y yo nos hemos separado. Me cuesta decírtelo, pero así ha sido, este domingo pasado. Se ha marchado durante un tiempo, y no sabemos bien qué ocurrirá.

—Ya.

«¿Ya?». Walter frunció el cejo.

—¿Has entendido lo que acabo de decir?

—Sí. Ella ya me lo ha dicho.

—Por supuesto. Cómo no. ¿Y te ha…?

—Sí. Me ha contado muchas cosas. Demasiada información, como siempre.

—Entiendes, pues, mi…

—Sí.

—¿Y aun así no tienes inconveniente en cenar conmigo el día de mi cumpleaños?

—No. Allí estaremos, te lo aseguro.

—Pues te lo agradezco, Joey. Te lo agradezco de corazón. Esto y muchas otras cosas.

—Ya.

Después, Walter le dejó un mensaje a Jessica en el móvil, como venía haciendo dos veces diarias desde aquel fatídico domingo, sin haber recibido aún respuesta suya. «Jessica, escúchame —dijo—. No sé si has hablado con tu madre, pero al margen de lo que ella te haya dicho, tienes que devolverme la llamada y escuchar lo que yo tengo que decir. ¿De acuerdo? Llámame, por favor. Hay dos versiones muy distintas de lo que pasó, y creo que debes oír las dos». Habría sido muy útil añadir que no había nada entre él y su ayudante, pero, en realidad, tenía las manos y la cara y la nariz tan impregnadas del olor de su vagina que éste persistía ligeramente incluso después de ducharse.

Se hallaba en una situación comprometida y perdía en todos los frentes. Encajó otro severo golpe el segundo domingo de su libertad, en forma de largo artículo en la primera plana del Times, firmado por Dan Caperville: «Fundación conservacionista afín a los intereses mineros destruye montañas para salvarlas». A decir verdad, el artículo no era necesariamente impreciso, pero quedaba claro que el Times no se había dejado camelar por la opinión de Walter sobre la explotación minera a cielo abierto. La unidad sudamericana del Parque de la Reinita ni siquiera se mencionaba en el artículo, y los mejores argumentos de Walter —nuevo paradigma, economía verde, recuperación basada en métodos científicos— aparecían enterrados casi al final, muy por debajo de las declaraciones de Jocelyn Zorn describiendo cómo Walter vociferaba, «¡Soy el dueño de estas [p…] tierras!», y cómo Coyle Mathis relataba que «Me llamó estúpido a la cara». En resumidas cuentas, el artículo venía a decir que, aparte del hecho de que Walter era una persona muy desagradable, la Fundación Monte Cerúleo estaba conchabada con la industria carbonífera y el contratista de Defensa LBI permitía la ECA a gran escala en su reserva supuestamente inmaculada, se había granjeado la animadversión de los ecologistas locales, había desplazado a la gente del campo, la sal de la tierra, de sus hogares ancestrales, y había sido fundada y financiada por un magnate del sector de la energía reacio a la publicidad, Vincent Haven, quien, en connivencia con la administración Bush, destruía otras partes de Virginia Occidental con la perforación de pozos de gas.

—No está tan mal, no está tan mal —dijo Vin Haven cuando Walter lo llamó a su casa de Houston el domingo por la tarde—. Tenemos nuestro Parque de la Reinita, y eso no nos lo quita nadie. Tú y tu chica habéis hecho bien las cosas. Por lo demás, ya ves por qué nunca me tomo la molestia de hablar con la prensa. Todo son desventajas y no hay ninguna ventaja.

—Hablé con Caperville durante dos horas —explicó Walter—. Me quedé convencido de que veía los puntos principales desde mi óptica.

—Bueno, y esos puntos están ahí —observó Vin—. Aunque no demasiado visibles. Pero por eso no te preocupes.

—¡Sí me preocupo! Es decir, sí, tenemos el parque, lo cual es estupendo para la reinita. Pero se supone que todo esto debería ser un modelo. Y según este artículo, parece un modelo de cómo no deben hacerse las cosas.

—Caerá en el olvido. En cuanto extraigamos el carbón e iniciemos la recuperación, la gente verá que obraste bien. Para entonces, ese Caperville estará escribiendo necrológicas.

—Pero ¡para eso aún faltan años!

—¿Tienes otros planes? ¿Es ése el problema? ¿Te preocupa tu currículum?

—No, Vin, sólo me siento frustrado con la prensa. Los pájaros no cuentan para nada; todo se reduce al interés humano.

—Y así seguirá siendo hasta que los pájaros tengan el control de la prensa —contestó Vin—. ¿Nos veremos en Whitmanville el mes que viene? Le he dicho a Jim Eider que haría acto de presencia en la inauguración de la fábrica de blindaje corporal, siempre y cuando no tenga que posar para las fotografías. Podría recogeros con el jet de camino allí.

—Gracias, pero tomaremos un vuelo comercial —dijo Walter—. Así se gasta menos combustible.

—Procura recordar que me gano la vida vendiendo combustible.

—Ya, ja ja, en eso tienes razón.

Le complació contar con la aprobación paternal de Vin, pero le habría complacido más si Vin le hubiese parecido menos turbio como padre. Lo peor del artículo del Times —aparte del bochorno de quedar como un gilipollas en una publicación que leían y en la que confiaban todos los conocidos de Walter— era su miedo a que el Times, efectivamente, estuviera en lo cierto sobre la Fundación Monte Cerúleo. Ya antes temía que la prensa lo hiciera picadillo, y ahora que lo hacía picadillo, debía reflexionar más en serio sobre sus razones para temerlo.

—Yo te oí durante la entrevista —dijo Lalitha—. Estuviste perfecto. El único motivo por el que el Times no puede darnos la razón es que tendría que retractarse de todos sus editoriales contra la ECA.

—De hecho, precisamente eso están haciendo ahora con Bush e Iraq.

—En fin, tú ya has cumplido. Y ahora nosotros dos vamos a recibir nuestra pequeña recompensa. ¿Le has dicho al señor Haven que seguimos adelante con Espacio Libre?

—Me sentía tan afortunado al ver que no me despedía —respondió Walter— que no me ha parecido el momento oportuno para contarle que pienso gastar todos los fondos discrecionales en algo que probablemente tendrá aún peor prensa.

—Ay, cariño —dijo ella, y lo abrazó, apoyando la cabeza en su corazón—. Nadie más entiende las cosas buenas que haces. Yo soy la única.

—Es muy posible —respondió él.

Walter habría deseado que Lalitha lo estrechara así un rato, pero su cuerpo tenía otras intenciones, y el cuerpo de él accedió. Ahora dormían en la cama de ella, demasiado pequeña, ya que en la zona de la casa de Walter aún quedaban innumerables vestigios de Patty, respecto a los cuales ella no había dejado instrucciones, y él no se sentía con ánimos para ocuparse de ellos. No le extrañaba que Patty no se hubiera puesto en contacto con él, y a la vez lo consideraba una maniobra por su parte, una maniobra de confrontación. Para ser una persona que, según ella misma reconocía, se pasaba la vida cometiendo errores, proyectaba una sombra sobrecogedora mientras hacía lo que fuera que hiciese allí en el mundo exterior. Walter se sentía como un cobarde por esconderse de ella en la habitación de Lalitha, pero ¿qué podía hacer? Estaba asediado desde todos los flancos.

El día de su cumpleaños, mientras Lalitha le enseñaba a Connie la oficina de la fundación, Walter se llevó a Joey a la cocina y le dijo que aún no sabía cuál era el plan de acción más recomendable.

—La verdad es que creo que no debes descubrir el pastel —afirmó—. Pero desconfío de mis propias motivaciones para proponértelo. De un tiempo a esta parte noto cierta desorientación moral. El asunto con tu madre, y el asunto con el New York Times… ¿lo leíste?

—Sí —contestó Joey. Tenía las manos en los bolsillos y vestía aún como un universitario republicano, con americana azul y mocasines bien lustrados. Por lo que Walter sabía, efectivamente era un universitario republicano.

—No daba muy buena imagen de mí, ¿eh?

—No —confirmó Joey—. Pero seguro que casi todo el mundo se dio cuenta de que no era un artículo justo.

Al ver que su hijo no le hacía preguntas, Walter aceptó agradecido sus palabras tranquilizadoras. Ciertamente se sentía muy pequeño.

—El caso es que tengo que ir a un acto de LBI en Virginia Occidental la semana que viene —explicó—. Abren allí una fábrica de blindaje corporal donde van a trabajar todas esas familias desplazadas. Así que desde luego no soy la persona indicada para consultarme sobre LBI, por lo implicado que yo mismo estoy.

—¿Qué necesidad tienes de ir a ese acto?

—He de pronunciar un discurso. He de dar las gracias en nombre de la fundación.

—Pero ya tienes tu Parque de la Reinita. ¿Por qué no te quitas eso de encima?

—Porque hay en marcha otro gran proyecto de Lalitha relativo a la superpoblación y debo mantenerme en buenas relaciones con mi jefe. Es su dinero el que estamos gastando.

—Entonces será mejor que vayas, ¿no? —dijo Joey.

No se lo veía muy convencido, y a Walter no le gustaba mostrarse tan débil y pequeño ante él. Como para mostrarse aún más débil y pequeño, le preguntó si sabía qué le pasaba a Jessica.

—He hablado con ella —contestó Joey con las manos en los bolsillos—. Me parece que está un poco enfadada contigo.

—¡Le he dejado como veinte mensajes en el buzón de voz!

—Eso mejor olvídalo. Dudo mucho que los escuche. De todos modos, la gente no escucha todos los mensajes que recibe en el móvil; sólo mira quién ha llamado.

—Ya, ¿y le has dicho que hay dos versiones de esta historia?

Joey se encogió de hombros.

—No lo sé. ¿Hay dos versiones?

—¡Sí que las hay! Tu madre me ha hecho algo terrible. Algo increíblemente doloroso.

—La verdad es que no quiero más información —atajó Joey—. Además, seguramente ya me lo contó, creo. No me apetece tomar partido.

—Te lo contó ¿cuándo? ¿Cuánto hace?

—La semana pasada.

Joey sabía, pues, lo que había hecho Richard: lo que Walter había permitido que hiciera su mejor amigo, su amigo la estrella de rock. Ahora su empequeñecimiento a ojos de su hijo ya era total.

—Como es mi cumpleaños, voy a tomar una cerveza —anunció.

—¿Podemos tomar otra Connie y yo?

—Sí, por eso os pedimos que vinierais un poco antes. En realidad, Connie puede beber lo que quiera en el restaurante, tiene ya veintiún años, ¿no es cierto?

—Sí.

—Y por pura información, sin ánimo de agobiar: ¿le has dicho a tu madre que te has casado?

—Estoy en ello, papá —respondió Joey con la mandíbula tensa—. Déjame hacerlo a mi manera, ¿vale?

A Walter siempre le había caído bien Connie (incluso, en secreto, le había caído bastante bien la madre de Connie, por cómo coqueteaba con él). Llevaba unos tacones peligrosamente altos y demasiada sombra de ojos para la ocasión; aún era tan joven como para querer aparentar más edad. En La Chaumiére, Walter observó con el corazón henchido la ternura con que Joey la atendía, inclinándose a un lado para leer la carta con ella y coordinar los platos elegidos, y que Connie, como Joey aún era menor de edad, rechazó el cóctel que le ofreció Walter y pidió una Coca-Cola light. Tenían entre sí un trato de confianza tácita, un trato que le recordó a Walter el de Patty y él cuando eran muy jóvenes, el trato de una pareja que formaba un frente ante el mundo; se le empañaron los ojos al fijarse en sus alianzas nupciales. Lalitha, incómoda, intentando distanciarse de la joven pareja y alinearse con un hombre que le doblaba la edad, pidió un Martini y procedió a llenar el vacío en la conversación con comentarios sobre Espacio Libre y la crisis demográfica mundial, que Joey y Connie escucharon con la exquisita cortesía de una pareja que se sentía segura en su mundo bipersonal. Si bien Lalitha evitó toda alusión posesiva respecto a Walter, a éste no le cupo duda de que Joey sabía que ella era algo más que su ayudante. Mientras bebía su tercera cerveza de la velada, se avergonzó cada vez más de lo que había hecho y agradeció cada vez más que Joey se mostrara tan indiferente. A lo largo de los años nada en Joey lo había enfurecido tanto como su caparazón de indiferencia, ¡y cuánto lo agradecía ahora! Su hijo había ganado esa guerra, y él lo agradecía.

—Entonces, ¿Richard sigue colaborando con vosotros? —preguntó Joey.

—Mmm, sí —respondió Lalitha—. Sí, está siendo de gran ayuda. De hecho, acaba de decirme que los White Stripes quizá colaboren en nuestro gran festival de agosto.

Joey, mientras reflexionaba al respecto con el entrecejo fruncido, se cuidó mucho de mirar a Walter.

—Tendríamos que ir —le propuso Connie a Joey. Y volviéndose hacia Walter, preguntó—: ¿Te parece bien si vamos?

—Claro que sí —contestó él con una sonrisa forzada—. Seguro que será muy divertido.

—A mí me gustan mucho los White Stripes —declaró Connie alegremente, y sin dobleces, como era propio de ella.

—Y tú me gustas mucho a mí —dijo Walter—. Me alegro mucho de que formes parte de nuestra familia. Me alegro mucho de que estés aquí esta noche.

—Yo también estoy muy contenta.

A Joey no pareció molestarle esta charla sentimental, pero era evidente que tenía la cabeza en otra parte. En Richard, en su madre, en el desastre familiar que estaba desarrollándose. Y Walter no podía decir nada para facilitarle las cosas.

Cuando estaban de nuevo en la mansión, ya solos, Walter le dijo a Lalitha:

—No puedo, es superior a mí. No soporto que ese gilipollas siga metido en esto.

—Esa discusión ya la tuvimos —respondió ella, y se alejó enérgicamente por el pasillo hacia la cocina—. El asunto ya quedó zanjado.

—Pues habrá que volver a tenerla —dijo él, persiguiéndola.

—No, ni hablar. ¿Has visto cómo se le iluminaba la cara a Connie cuando he mencionado a los White Stripes? ¿Quién más puede conseguirnos a gente con tanto talento? Ya tomamos una decisión, una buena decisión, y francamente no me interesa oír lo celoso que estás de la persona con quien tu mujer tuvo relaciones sexuales. Estoy cansada y he bebido más de la cuenta; necesito acostarme.

—Era mi mejor amigo —musitó Walter.

—Me da igual. De verdad que me da igual, Walter. Sé que me ves como a otra persona joven más, pero en realidad soy mayor que tus hijos, tengo casi veintiocho años. Sabía que era un error enamorarme de ti. Sabía que no estabas preparado, y ahora estoy enamorada de ti, y tú sólo puedes seguir pensando en ella.

—Pienso en ti continuamente. Dependo mucho de ti.

—Te acuestas conmigo porque te deseo y porque puedes. Pero el resto del mundo sigue girando en torno a tu mujer. Nunca entenderé qué tiene ella de tan especial. Se pasa la vida dando disgustos a la gente. Y yo necesito descansar de eso, para poder dormir. Así que esta noche quizá deberías dormir en tu propia cama y pensar qué quieres hacer.

—Pero ¿yo qué he dicho? —preguntó Walter con tono suplicante—. Pensaba que estábamos celebrando un agradable cumpleaños.

—Estoy cansada. Ha sido una velada agotadora. Ya nos veremos mañana.

Se despidieron sin un beso. En el contestador del teléfono fijo, Walter encontró un mensaje de Jessica, dejado expresamente a la hora en que calculó que estaría cenando fuera, felicitándole el cumpleaños. «Perdona por no haberte devuelto los mensajes —decía—. La verdad es que he estado muy ocupada y no sabía bien qué decir. Pero hoy he estado pensando en ti, y espero que hayas pasado un buen día. Quizá podamos charlar en algún momento, aunque no sé muy bien cuándo tendré un rato».

Clic.

A lo largo de la semana siguiente fue un alivio dormir solo. Estar en una habitación todavía llena de ropa y libros y fotos de Patty, aprender a endurecerse frente a ella. Durante el día, tenía mucho trabajo atrasado en el despacho: sistemas de gestión de la tierra que organizar en Colombia y Virginia Occidental, una contraofensiva mediática que lanzar, nuevos donantes que buscar. Incluso había pensado en la posibilidad de tomarse un descanso en la relación sexual con Lalitha, pero la proximidad cotidiana no lo permitía: necesitaban más y más. Aun así, para dormir, él se retiraba a su propia cama.

La noche anterior al viaje a Virginia Occidental, mientras preparaba la maleta, recibió una llamada de Joey para informarle que había decidido no descubrir el pastel en cuanto a LBI y Kenny Bartles.

—Son repugnantes —dijo—. Pero mi amigo Jonathan insiste en que si lo hago público, él único perjudicado seré yo. Estoy planteándome, pues, donar el dinero sobrante. Así al menos me ahorraré un montón de impuestos. Pero quería asegurarme de que aún consideras que es lo correcto.

—Me parece bien, Joey —contestó Walter—. Por mí, muy bien. Sé lo ambicioso que eres, sé lo difícil que debe de ser renunciar a todo ese dinero. Eso ya es mucho.

—Bueno, no es que haya salido perdiendo en el negocio; simplemente no he ganado nada. Y ahora Connie puede volver a la universidad, y eso es bueno. Estoy pensando dedicarme un año a trabajar para que ella se ponga a la par de mí.

—Eso es fantástico. Es fantástico veros a los dos cuidaros mutuamente de esa manera. ¿Alguna otra novedad?

—Bueno, sólo que he visto a mamá.

Walter sostenía aún en las manos dos corbatas, una roja y una verde, entre las que intentaba elegir. La decisión, comprendió, no tenía especial trascendencia.

—¿Ah, sí? —dijo a la vez que escogía la verde—. ¿Dónde? ¿En Alexandria?

—No; en Nueva York.

—Así que está en Nueva York.

—Bueno, en Jersey City, concretamente —informó Joey.

A Walter se le tensó el pecho y se le quedó así.

—Sí, Connie y yo queríamos decírselo en persona. Ya sabes, lo de la boda. Y la verdad es que no fue muy mal. La verdad es que se portó bastante bien con Connie. Ya sabes, en plan paternalista, un poco falsa, por cómo se reía, pero sin maldad. Tiene la atención puesta en otras muchas cosas, supongo. El caso es que nos pareció que todo fue relativamente bien. O al menos eso le pareció a Connie. A mí más bien me pareció que la cosa fue regular. Pero quería que supieras que ella ya lo sabe, o sea que… no sé… si alguna vez hablas con ella, ya no es un secreto.

Walter se miró la mano izquierda, ahora pálida, y se le antojó muy desnuda sin la alianza nupcial.

—Está viviendo en casa de Richard, ¿verdad? —consiguió decir.

—Mmm, creo que sí, de momento —respondió Joey—. ¿No tenía que habértelo dicho?

—¿Él estaba allí cuando fuisteis?

—Pues sí. Allí estaba. Y Connie se lo pasó muy bien, porque le va mucho su música. Richard le enseñó sus guitarras y todo. No sé si te he contado que Connie está pensando en estudiar guitarra. Tiene muy buena voz.

Walter no habría sabido decir dónde creía que Patty podía haberse instalado. Con su amiga Cathy Schmidt, o con otra de sus antiguas compañeras de equipo, o tal vez con Jessica, o incluso cabía la posibilidad de que estuviera con sus padres. Pero después de oírla afirmar tan sinceramente que todo había terminado entre Richard y ella, ni se le habría pasado por la cabeza que pudiera estar en Jersey City.

—¿Papá?

—Qué.

—Mira, ya sé que es raro, ¿vale? Todo esto es muy raro. Pero tú también tienes novia, ¿no? Así que eso es lo que hay, ¿no? Ahora las cosas son distintas y todos deberíamos empezar a afrontarlo. ¿No crees?

—Sí —dijo Walter—. Es verdad. Tenemos que afrontarlo.

En cuanto colgó, abrió un cajón de la cómoda, sacó la alianza nupcial del estuche de gemelos donde la había dejado y la tiró al váter. Barriendo con el brazo las fotografías de Patty en el tocador de ella, las lanzó todas al suelo —Joey y Jessica sin tener culpa de nada, instantáneas del equipo de baloncesto femenino con sus uniformes de un conmovedor estilo años setenta, sus retratos de él preferidos y más favorecedores— y aplastó e hizo añicos a pisotones los marcos y cristales hasta que perdió interés y tuvo que darse cabezazos contra la pared. Enterarse de que Patty había vuelto con Richard debería haber sido una liberación, debería haberle dado libertad para disfrutar de Lalitha con la conciencia totalmente tranquila, pero no lo vivió como una liberación; lo vivió como una muerte. Ahora comprendía (como Lalitha había comprendido desde el principio) que las últimas tres semanas no habían sido más que una especie de venganza, una satisfacción que se le debía en recompensa por la traición de Patty. Pese a haber declarado que su matrimonio había terminado, en el fondo no se lo había creído en absoluto. Se echó en la cama y lloró en un estado ante el cual cualquier otro estado anterior de su existencia era, en comparación, infinitamente preferible. El mundo seguía adelante, el mundo estaba lleno de ganadores: LBI y Kenny Bartles se forraban, Connie volvía a la universidad, Joey actuaba como era debido, Patty vivía con una estrella de rock, Lalitha libraba su guerra justa, Richard volvía a su música, Richard recibía buena prensa por ser mucho más ofensivo que Walter, Richard fascinaba a Connie, Richard aportaba la participación de los White Stripes… mientras que Walter se rezagaba con los muertos y los moribundos y los olvidados, las especies en peligro de extinción de este mundo, los incapaces de adaptarse…

A eso de las dos de la mañana, entró tambaleante en el cuarto de baño y encontró un antiguo frasco de trazodonas de Patty caducado hacía dieciocho meses. Se tomó tres, sin saber si aún le harían efecto, pero por lo visto sí se lo hicieron: lo despertó Lalitha a las siete con enérgicas sacudidas. Él aún llevaba puesta la ropa del día anterior, todas las luces estaban encendidas, la habitación se hallaba patas arriba, tenía la garganta irritada a causa de sus propios ronquidos, presumiblemente violentos, y le dolía la cabeza por muy diversas y buenas razones.

—Tenemos que coger un taxi ahora mismo —dijo Lalitha tirándole del brazo—. Pensaba que ya estabas listo.

—No puedo ir.

—Venga, ya vamos con retraso.

Él se incorporó e intentó mantener los ojos abiertos.

—Debería ducharme, en serio.

—No hay tiempo.

Se durmió en el taxi y despertó todavía en el taxi, en la autovía, en medio de un atasco debido a un accidente. Lalitha hablaba por teléfono con la aerolínea.

—Tenemos que ir vía Cincinnati —le explicó—. Hemos perdido el vuelo.

—¿Por qué no pasamos de todo? —propuso él—. Estoy harto de ser el bueno de la película.

—Nos saltaremos el almuerzo e iremos directo a la fábrica.

—¿Y si fuera el malo? ¿Seguiría gustándote?

Ella lo miró con expresión ceñuda.

—Walter, ¿has tomado alguna pastilla?

—Hablo en serio. ¿Seguiría gustándote?

Lalitha frunció aún más el cejo, y no contestó. Él se durmió en la sala de embarque del National, en el avión a Cincinnati, en Cincinnati, en el avión a Charleston, y en el coche de alquiler que Lalitha pilotó a altas velocidades hasta Whitmanville, donde despertó ya mejor, de pronto hambriento, bajo un cielo encapotado de abril y un paisaje rural bióticamente desolado, de esos en los que Estados Unidos había acabado especializándose. Megaiglesias con revestimiento vinílico, un Walmart, un Wendy’s, amplios carriles de giro a la izquierda, fortalezas automóviles blancas. Allí no había nada que pudiera atraer a un ave silvestre a menos que el ave en cuestión fuera un estornino o un cuervo. La fábrica de blindaje corporal (ARDEE, UNA COMPAÑÍA DE LA FAMILIA DE COMPAÑÍAS LBI) se hallaba en una gran estructura de bloques de hormigón cuyo aparcamiento recién asfaltado tenía los contornos irregulares y se desintegraba entre las malas hierbas. El aparcamiento estaba llenándose de grandes vehículos de pasajeros, incluido un Navigator negro del que se apeaban Vin Haven y unos hombres trajeados justo en el momento en que Lalitha detuvo el coche de alquiler con un chirrido.

—Sentimos habernos perdido el almuerzo —le dijo a Vin.

—Me parece que la cena será la mejor comida del día —contestó él—. O eso espero, después de lo que hemos visto en el almuerzo.

Dentro de la nave flotaban los intensos y agradables olores de la pintura, el plástico y la maquinaria nueva. Walter reparó en la ausencia de ventanas, la dependencia de la luz eléctrica. Habían instalado sillas plegables y un atril ante un telón de fondo de imponentes rectángulos retractilados de materia prima. Pululaban por allí un centenar de virginianos, entre ellos Coyle Mathis, con una sudadera holgada y unos vaqueros aún más holgados que parecían tan nuevos que bien podría haberlos comprado en el Walmart de camino hacia allí. Dos unidades móviles de la televisión local tenían las cámaras enfocadas hacia el atril y la pancarta que colgaba encima: EMPLEO + SEGURIDAD NACIONAL = SEGURIDAD EN EL EMPLEO.

Vin Haven («Podrías pasarte la noche buscándome en Nexis sin encontrar una sola cita directa de mis cuarenta y siete años en activo») se sentó directamente detrás de las cámaras, mientras Walter cogía de manos de Lalitha una copia del discurso que él había escrito y ella revisado y se unía a los otros hombres trajeados —Jim Eider, vicepresidente primero de LBI, y Roy Dennett, presidente de la subsidiaria epónima— en las sillas situadas detrás del atril. En la primera fila del público, con los brazos cruzados ante el pecho, muy arriba, se hallaba Coyle Mathis. Walter no lo había visto desde su malhadado encuentro en el patio delantero de Mathis (convertido ahora en un erial de escombros). Miraba a Walter con una expresión que le recordó una vez más a su padre. La expresión de un hombre que intentaba anticiparse, con la ferocidad de su desprecio, a cualquier posibilidad de vergüenza para él o de compasión por parte de Walter hacia él. Se entristeció por él. Mientras Jim Eider, ante el micrófono, inició el elogio de nuestros valientes soldados en Iraq y Afganistán, Walter dirigió una dócil sonrisa a Mathis, para mostrarle que se entristecía por él, se entristecía por ambos. Pero Mathis, imperturbable, no apartó la mirada.

—Creo que ahora vamos a oír unas palabras de la Fundación Monte Cerúleo —anunció Jim Eider—, que es la responsable de aportar estos puestos de trabajo excelentes y sostenibles a Whitmanville y la economía local. Si son tan amables, demos la bienvenida a Walter Berglund, director ejecutivo de la fundación. ¿Walter?

Su tristeza por Mathis se había convertido en una tristeza general, una tristeza por el mundo, una tristeza por la vida. De pie ante el atril, buscó con la mirada a Vin Haven y Lalitha, que estaban sentados juntos, y dirigió a cada uno una parca sonrisa de pesar y disculpa. Acto seguido se inclinó hacia el micrófono.

—Gracias —dijo—. Bienvenidos. Bienvenidos sean especialmente el señor Coyle Mathis y los demás hombres y mujeres de Forster Hollow que van a trabajar en esta fábrica de una pasmosa ineficiencia energética. Qué diferente de Forster Hollow, ¿no?

Aparte del zumbido del sistema de megafonía de baja calidad, se oía sólo el eco de su voz amplificada. Dirigió una rápida mirada a Mathis, cuya expresión permanecía inamovible en el desprecio.

—O sea que, eso, bienvenidos —prosiguió—. ¡Bienvenidos a la clase media! Eso quiero decir. Aunque, antes de seguir, quiero dirigir unas breves palabras al señor Mathis, ahí sentado en primera fila: sé que no le caigo bien. Y usted no me cae bien a mí. Pero, verá, cuando usted no quería saber nada de nosotros, yo lo respetaba. No me gustaba, pero sentía respeto por su postura, por su independencia. Porque debe saber que yo me crie en un lugar más o menos como Forster Hollow, antes de incorporarme a la clase media. Y ahora ustedes también son de clase media, y quiero darles a todos la bienvenida, porque es algo maravilloso, nuestra clase media americana. ¡Es el puntal de todas las economías del planeta!

Vio que Lalitha le susurraba algo a Vin.

—Y ahora que tienen puestos de trabajo en esta fábrica de blindaje corporal —continuó—, podrán participar en esas economías. ¡Ustedes también contribuirán a arrasar hasta el último retazo de hábitat natural en Asia, África y Sudamérica! ¡Ustedes también comprarán televisores de plasma de setenta y dos pulgadas que consumen una cantidad inmensa de energía, incluso cuando no están encendidos! Pero ya está bien así, porque para eso los echamos de sus casas, para poder abrir la tierra en sus montes ancestrales y explotarlos a fin de alimentar los generadores de carbón que son la primera causa del calentamiento global y otros fenómenos maravillosos como la lluvia ácida. Éste es un mundo perfecto, ¿no? Este es un sistema perfecto, porque siempre y cuando ustedes tengan su televisor de plasma de setenta y dos pulgadas y la electricidad necesaria para que funcione, no tienen que pararse a pensar en ninguna de las consecuencias desagradables. ¡Pueden ver Supervivientes: Indonesia hasta que ya no quede nada de Indonesia!

Coyle Mathis fue el primero en abuchearle. Enseguida se unieron otros. Periféricamente, por encima del hombro, Walter vio levantarse a Eider y Dennett.

—No me alargaré —prosiguió—, porque tengo la intención de abreviar al máximo mis comentarios. Sólo unas palabras más sobre este mundo perfecto. Quiero mencionar esos vehículos grandes y nuevos con un rendimiento de tres kilómetros por litro que podrán comprar y conducir cuanto quieran, ahora que se han unido a mí como miembros de la clase media. La razón por la que este país necesita tanto blindaje corporal es que ciertas personas en ciertas partes del mundo no quieren que les robemos el petróleo para nuestros vehículos. ¡Así que cuanto más conduzcan ustedes sus vehículos, más seguros estarán sus puestos de trabajo en esta fábrica de blindaje corporal! Perfecto, ¿verdad?

El público se había puesto en pie y empezaba a gritarle, exigiendo que se callara.

—Ya basta —dijo Jim Eider, intentando apartarlo del micrófono.

—¡Sólo un par de cosas más! —exclamó Walter, sacando a tirones el micrófono del soporte y alejándose con paso ágil—. ¡Deseo darles la bienvenida a todos ahora que van a trabajar para una de las corporaciones más corruptas y despiadadas del mundo! ¿Me oyen? ¡A LBI le importa un carajo que los hijos e hijas de ustedes mueran desangrados en Iraq con tal de que ellos se embolsen su mil por ciento de beneficios! ¡Esto lo sé fehacientemente! ¡Tengo datos que lo demuestran! ¡Eso forma parte del mundo perfecto de la clase media al que están incorporándose! ¡Ahora que trabajan para LBI pueden por fin ganar dinero suficiente para evitar que sus hijos se alisten en el ejército y mueran en los camiones averiados de LBI y con ese blindaje corporal de tres al cuarto!

Le habían quitado el sonido al micro y Walter retrocedió rápidamente, apartándose de la turba que comenzaba a formarse.

—¡Y ENTRETANTO —continuó, alzando la voz—, AÑADIMOS TRECE MILLONES DE SERES HUMANOS A LA POBLACIÓN CADA MES! ¡TRECE MILLONES MÁS DE PERSONAS PARA QUE SE MATEN COMPITIENDO POR UNOS RECURSOS FINITOS! ¡Y PARA ELIMINAR DE PASO A TODOS LOS DEMÁS SERES VIVOS! ¡ES UN PUTO MUNDO PERFECTO SIEMPRE Y CUANDO NO SE TENGAN EN CUENTA LAS DEMÁS ESPECIES QUE LO HABITAN! ¡SOMOS EL CÁNCER DEL PLANETA! ¡EL CÁNCER DEL PLANETA!

Llegado a este punto, el propio Coyle Mathis le atizó en la mandíbula. Mientras se tambaleaba de lado, llenándosele la visión de insectos como fogonazos de magnesio, ahora sin gafas, Walter concluyó que quizá ya había hablado más que suficiente. Lo rodearon Mathis y una decena de hombres y empezaron a causarle dolor de verdad. Cayó al suelo e intentó escapar a través del bosque de piernas que lo pateaban con sus zapatillas de fabricación china. Se hizo un ovillo, temporalmente sordo y ciego, con sangre en la boca y al menos un diente roto, y siguió encajando puntapiés. Por fin los puntapiés remitieron y otras manos se posaron en él, incluidas las de Lalitha. Al volver el sonido, la oyó exclamar furiosamente: «¡Apártense de él! ¡Apártense de él!». Él se atragantó y escupió una bocanada de sangre en el suelo. Lalitha se arrodilló a su lado, manchándose de sangre a la vez que lo miraba fijamente a la cara.

—¿Estás bien?

Él sonrió como buenamente pudo.

—Empiezo a sentirme mejor.

—Ay, jefe mío. Mi pobre y querido jefe.

—Sin duda me siento mejor.

Era la temporada de la migración, del vuelo, el canto y el sexo. Allá abajo, en el neotrópico, donde la diversidad era mayor que en cualquier otro lugar del mundo, unos cuantos centenares de especies de aves empezaban a inquietarse y dejaban atrás a otros miles de especies, muchas de ellas parientes taxonómicos cercanos, que se contentaban con quedarse en el sitio y coexistir hacinadamente y reproducirse a su ocioso ritmo tropical. Entre los centenares de especies sudamericanas de tángara, cuatro exactamente emprendían el vuelo hacia Estados Unidos, arriesgándose a los desastres de un viaje en busca de la abundancia de comida y sitios donde anidar en los bosques templados en verano. Las reinitas cerúleas ascendían a golpe de ala por las costas de México y Texas y se desplegaban en los bosques de caducifolias de los Apalaches y los Ozarks. Los colibrís gorgirrubís se engordaban en las flores de Veracruz y volaban mil doscientos kilómetros para atravesar el golfo de México, consumiendo la mitad de su peso corporal, y se posaban en Galveston para tomar aliento. Los charranes subían de una región subártica a otra, los vencejos sesteaban en el aire y no se posaban jamás, los tordos cantarines aguardaban a que soplara viento del sur y entonces volaban sin parar durante doce horas, atravesando estados enteros en una sola noche. Los rascacielos y los cables de alta tensión y las turbinas eólicas y los repetidores de señales de telefonía móvil y el tráfico rodado segaban las vidas de millones de aves migratorias, pero otros muchos millones llegaban a su destino, muchas de ellas regresando al mismísimo árbol donde habían anidado el año anterior, a la mismísima cumbre o zona pantanosa donde habían sido polluelos, y allí, si eran machos, empezaban a cantar. Todos los años, al llegar, se encontraban cada vez más con que sus antiguos hogares habían sido pavimentados para usar como aparcamientos o carreteras, o talados para obtener madera con que construir palés, o parcelados o deforestados para la extracción de petróleo o carbón, o fragmentados para construir centros comerciales, o labrados para la producción de etanol, o desnaturalizados de las más diversas maneras para crear pistas de esquí y senderos para bicicletas y campos de golf. Las aves migratorias, agotadas tras su viaje de ocho mil kilómetros, competían con las que habían llegado previamente por las porciones de territorio restantes; buscaban en vano una pareja, desistían de anidar y subsistían sin criar, morían a garras de gatos que las cazaban por diversión. Pero Estados Unidos seguía siendo un país rico y relativamente joven, y aún podían encontrarse reductos rebosantes de vida aviar si uno los buscaba.

Cosa que Walter y Lalitha, a finales de abril, con una furgoneta cargada de equipo de acampada, se dispusieron a hacer. Disponían de un mes libre antes de ponerse manos a la obra en serio con Espacio Libre, puesto que sus responsabilidades al servicio de la Fundación Monte Cerúleo habían terminado. En cuanto a la huella de carbono que dejaban, a bordo de una furgoneta sedienta de gasolina, Walter buscó cierto consuelo en el hecho de haber ido a trabajar en bicicleta o a pie durante los últimos veinticinco años y no poseer residencia alguna aparte de la casa pequeña y cerrada del lago Sin Nombre. Consideraba que se le debía un derroche de petróleo después de toda una vida de virtud, un verano en plena naturaleza a cambio del verano del que se había visto privado en la adolescencia.

Mientras estaba internado en el hospital del condado de Whitman, donde lo atendieron de la mandíbula dislocada y las heridas abiertas en la cara y las contusiones en las costillas, Lalitha había presentado desesperadamente su exabrupto como un brote psicótico inducido por la trazodona.

—Era un sonámbulo, literalmente —alegó ante Vin Haven—. No sé cuántas trazodonas tomó, pero fue más de una, y sólo unas horas antes. No sabía lo que decía, literalmente. La culpa fue mía por dejarle dar el discurso. Debería despedirme a mí, no a él.

—A mí me dio la impresión de que tenía una idea bastante clara de lo que decía —contestó Vin, curiosamente casi sin ira—. Es una lástima que tuviera que intelectualizar tanto el asunto. Hace un trabajo excelente, y después va y lo intelectualiza.

Vin había organizado una conferencia telefónica con los miembros del consejo de la fundación, obteniendo el visto bueno a su propuesta de dar el finiquito a Walter de inmediato, y había indicado a sus abogados que ejercieran la opción de recompra de la parte de la mansión de Georgetown que era propiedad de los Berglund. Lalitha comunicó a los aspirantes del trabajo en prácticas para Espacio Libre que se habían quedado sin financiación, que Richard Katz se retiraba del proyecto (Walter, desde su cama del hospital, por fin había impuesto su voluntad al respecto) y que la existencia misma de Espacio Libre estaba en duda. Algunos aspirantes contestaron a su mensaje para cancelar las solicitudes; dos de ellos declararon que aún albergaban la esperanza de colaborar como voluntarios; los demás ni contestaron. Como Walter se enfrentaba al desahucio de la mansión y se negaba a hablar con su mujer, Lalitha la telefoneó en su nombre. Patty llegó con una furgoneta de alquiler pocos días después, mientras Walter se escondía en el Starbucks más cercano, y cargó en ella las pertenencias que no quería dejar en un guardamuebles.

Fue al final de ese día tan desagradable, cuando Patty se hubo marchado y Walter hubo regresado de su exilio cafeínico, cuando Lalitha consultó su BlackBerry y encontró ochenta nuevos mensajes de jóvenes de todo el país, preguntando si aún estaban a tiempo de trabajar voluntariamente para Espacio Libre. Sus direcciones de correo tenían más chispa que las típicas estudianteprogre@universidadcara.edus de los aspirantes anteriores. Eran del tipo frikifreegan y explosivodefabricacioncasera; del tipo pornofetal y chavaljainista3 y jwlindhjr, @gmail y @cruzio. A la mañana siguiente había otros cien mensajes, junto con ofertas de bandas de garaje de cuatro ciudades —Seattle, Missoula, Buffalo y Detroit— para ayudar a organizar las actividades de Espacio Libre en sus comunidades.

Lo que ocurría, como Lalitha no tardó en deducir, fue que las imágenes de la diatriba de Walter y el posterior alboroto ofrecidas por la televisión local se habían propagado como un virus. Desde hacía poco tiempo podían verse vídeos por internet sin descarga previa, y el clip de Whitmanville (Cancerdelplaneta.wmv) había desfilado por los márgenes radicales de la blogosfera, las páginas de quienes difundían la teoría de la conspiración del 11-S y quienes protestaban encaramándose a los árboles y los devotos de El club de la lucha, así como los miembros de Personas por el Trato Ético a los Animales, uno de los cuales había descubierto el link de Espacio Libre en la página web de la Fundación Monte Cerúleo. Y de la noche a la mañana, pese a haber perdido la financiación y al músico estrella, Espacio Libre adquirió una auténtica base de admiradores y, en la persona de Walter, un héroe.

Hacía mucho tiempo que Walter no se reía, pero ahora se reía continuamente, y luego gemía porque le dolían las costillas. Una tarde salió y volvió a casa con una furgoneta Econoline blanca de segunda mano y un bote de pintura verde en espray y, sin especial cuidado, escribió ESPACIO LIBRE en los flancos y la parte de atrás de la furgoneta. Quería seguir adelante y destinar su propio dinero, que obtendría de la inminente venta de la casa, a financiar el equipo de trabajo durante ese verano, a imprimir folletos y pagar una pequeña cantidad a los estudiantes en prácticas y ofrecer premios en metálico a los grupos contendientes, pero Lalitha previó posibles complicaciones legales en relación con el divorcio y no se lo permitió. Ante lo cual Joey, después de conocer los planes para el verano de su padre, inesperadamente extendió un cheque por valor de cien mil dólares a nombre de Espacio Libre.

—Esto es absurdo, Joey —dijo Walter—. No puedo aceptarlo.

—Claro que puedes —insistió Joey—. El resto irá a los veteranos de guerra, pero Connie y yo opinamos que tu causa también es interesante. Tú me cuidaste cuando era pequeño, ¿no?

—Sí, porque eras mi hijo. Eso hacen los padres. No esperamos que nos lo devuelvan. Tú al parecer nunca entendiste del todo ese concepto.

—Pero ¿no es gracioso que yo pueda hacer esto? ¿No es una broma de las buenas? Esto es sólo dinero del Monopoly. Para mí no significa nada.

—Tengo mis propios ahorros, que podría gastar si quisiera.

—Bueno, pues guárdatelos para cuando seas viejo —sugirió Joey—. Tampoco es que vaya a entregarlo todo a la caridad cuando empiece a ganar dinero de verdad. Éstas son circunstancias especiales.

Walter estaba tan orgulloso de Joey, tan agradecido de no seguir peleándose con él, y tan predispuesto, por tanto, a dejarle hacerse el mayor, que aceptó el cheque sin oponer resistencia. Su único verdadero error fue mencionárselo a Jessica. Habían hablado por fin mientras estaba internado en el hospital, pero ella dejó claro con su tono que aún no estaba dispuesta a ser amiga de Lalitha. Por lo demás, sus declaraciones en Whitmanville tampoco la habían convencido. «Aun dejando de lado el hecho de que «cáncer del planeta» es precisamente una de esas expresiones que todos consideramos contraproducentes —dijo—, creo que no has elegido el enemigo adecuado. Cuando pones en bandos opuestos la ecología y a las personas ignorantes que intentan mejorar sus vidas, envías un mensaje que no hace ningún bien. Es decir, me consta que esa gente no te inspira simpatía. Pero eso debes procurar disimularlo, no utilizarlo como elemento de partida». En una llamada posterior, aludió con cierta impaciencia al republicanismo de su hermano, y Walter insistió en que Joey no era el mismo desde que se había casado con Connie. De hecho, añadió, Joey era ahora uno de los principales donantes de Espacio Libre.

—¿Y de dónde ha sacado el dinero? —preguntó Jessica.

—Bueno, tampoco es gran cosa —rectificó Walter, dando marcha atrás consciente de su error—. Somos pocos, ya lo sabes, así que todo es relativo. Es sólo el hecho simbólico de que nos dé algo… eso dice mucho de cómo ha cambiado.

—Mmm.

—O sea, no es nada comparable a tu contribución. La tuya fue enorme: pasar ese fin de semana con nosotros, ayudarnos a elaborar la idea. Eso fue extraordinario.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella—. ¿Vas a dejarte crecer el pelo y ponerte un pañuelo en la cabeza? ¿Ir de aquí para allá en tu furgoneta? ¿Montar todo ese número de la mediana edad? ¿Es eso lo que debemos esperar en adelante? Porque a mí me gustaría ser la vocecilla tranquila que dice que te prefería como eras antes.

—Te prometo que no me dejaré crecer el pelo. Te prometo que no me pondré un pañuelo en la cabeza. No te abochornaré.

—Me temo que es un poco tarde para eso.

Tal vez por fuerza tenía que suceder: Jessica hablaba cada vez más como Patty. Su ira le habría dolido más a Walter si no hubiese estado disfrutando, cada minuto de cada día, del amor de una mujer que lo deseaba tal como era. Su felicidad le recordaba los primeros años con Patty, sus días de trabajo en equipo para criar a los hijos y reformar la casa, pero ahora él se percibía mucho más presente en su propia vida, apreciaba su felicidad de una manera más vivida, en toda su textura, y Lalitha no era la preocupación ni el enigma ni la terca desconocida que Patty, a cierto nivel, había sido siempre para él. Con Lalitha no había ni trampa ni cartón. El tiempo que pasaban en la cama, una vez recuperado él de sus heridas, se convirtió en lo que siempre le había faltado sin saber que le faltaba.

Cuando los transportistas eliminaron todo rastro de los Berglund en la mansión, Lalitha y él partieron en la furgoneta hacia Florida, con la intención de desplazarse hacia el oeste por la franja meridional del país antes de que apretara el calor. Walter estaba empeñado en enseñarle un avetoro, y encontraron el primero en la reserva de Corkscrew Swamp, en Florida, junto a una charca umbría y una pasarela que crujía bajo el peso de jubilados y turistas, pero era un avetoro que no se comportaba como un avetoro, posado claramente a la vista mientras los destellos de las cámaras de los turistas reverberaban en su irrelevante camuflaje. Walter insistió en recorrer los diques sin asfaltar de Big Cypress en busca de un avetoro de verdad, uno esquivo, y obsequió a Lalitha con una larga diatriba acerca de los daños ecológicos causados por los conductores de los todoterrenos recreativos, gente de la misma ralea que Coyle Mathis y Mitch Berglund. De algún modo, pese a los daños, el monte bajo y las charcas de aguas negras seguían repletos de aves, así como de innumerables caimanes. Walter por fin divisó un avetoro en una marisma salpicada de cartuchos de escopeta y latas de Budweiser desteñidas por el sol. Lalitha frenó en medio de una nube de polvo y admiró debidamente el ave con los prismáticos hasta que pasó atronadoramente un camión de plataforma cargado con tres todoterrenos.

Lalitha nunca había ido de acampada, pero mostraba buena predisposición y Walter la veía increíblemente sexy con su ropa transpirable de safari. Contribuía el hecho de que fuera inmune a las quemaduras solares y de que repelía a los mosquitos tanto como él los atraía. Walter intentó enseñarle los rudimentos culinarios, pero ella prefería otras tareas, como el montaje de la tienda y la planificación de la ruta. Él se levantaba todas las mañanas antes del amanecer, preparaba un café exprés en su cafetera de seis tazas y le llevaba a ella a la tienda un café con leche de soja. Después salían a pasear entre el rocío y la luz de color miel. Ella no compartía los sentimientos de él por la fauna, pero tenía un don para avistar pájaros pequeños en el denso follaje, estudiaba las guías de fauna y flora locales y se pavoneaba con deleite cuando lo pillaba a él en un error de identificación y lo corregía. Más avanzada la mañana, cuando la vida aviar se apaciguaba, conducían hacia el oeste unas horas más y buscaban aparcamientos de hotel con redes inalámbricas sin código de seguridad, para que ella pudiera coordinarse mediante el correo electrónico con sus futuros estudiantes en prácticas y él pudiera escribir textos para el blog que ella le había creado. Luego otro parque estatal, otra cena al aire libre, otra ronda extática de revolcones en la tienda.

—¿No te has hartado de esto? —le preguntó él una noche en una zona de acampada especialmente bonita y vacía en la tierra de mezquites del sudoeste de Texas—. Podríamos alojarnos en un motel durante una semana, nadar en la piscina, trabajar.

—No; me encanta ver lo mucho que disfrutas buscando animales —dijo ella—. Me encanta verte feliz, después de haber sido infeliz durante tanto tiempo. Me encanta viajar en coche contigo.

—Pero quizá ya te has hartado.

—Todavía no —aseguró ella—, aunque me parece que en realidad no entiendo la naturaleza. No como tú. Yo la veo como algo muy violento. Ese cuervo que se comía las crías de gorrión, esos papamoscas, el mapache que se comía los huevos, los halcones que lo mataban todo. La gente habla de la paz de la naturaleza, pero a mí me parece todo lo contrario de pacífica. Es una matanza continua. Es incluso peor que los seres humanos.

—Para mí —dijo Walter—, la diferencia está en que las aves sólo matan porque tienen que comer. No lo hacen con ira, no lo hacen gratuitamente. No es un acto neurótico. Para mí, la naturaleza es pacífica por eso. Los seres viven o no viven, pero no está todo emponzoñado por el resentimiento y la neurosis y la ideología. Alivia mi propia ira neurótica.

—Pero ahora ya ni siquiera se te ve enfadado.

—Eso es porque paso contigo todos los minutos del día y no estoy en una situación tan comprometida; además, no tengo que tratar con gente. Sospecho que la ira volverá.

—A mí me da igual si vuelve —afirmó ella—. Respeto tus razones para sentirla. En parte te quiero precisamente por eso. Pero me hace muy feliz verte feliz.

—No dejo de pensar que no podrías ser más perfecta —dijo él, cogiéndola por los hombros—. Y de pronto dices algo aún más perfecto.

En realidad, lo inquietaba lo irónico de su situación. Desahogando por fin su ira, primero con Patty y luego en Whitmanville, y liberándose de su matrimonio y de la fundación, había eliminado dos causas básicas de esa ira. Durante un tiempo, en su blog, había intentado matizar y restar importancia a su «heroísmo» en la denuncia del cáncer del planeta y hacer hincapié en que el villano era el sistema, no los habitantes de Forster Hollow. Pero sus admiradores lo habían reprendido tan categórica y copiosamente por ello («échale huevos, tío, tu discurso fue una pasada», etcétera) que llegó a pensar que les debía una exposición sincera de todas las ideas venenosas que había ido acumulando mientras iba de un lado a otro en Virginia Occidental, todas las opiniones más radicales contra el crecimiento que siempre se había guardado en nombre de la profesionalidad. Había estado reuniendo argumentos incisivos y datos condenatorios desde los tiempos de la universidad; lo mínimo que podía hacer ahora era compartirlos con los jóvenes a quienes, milagrosamente, parecía importarles de verdad. Sin embargo, la rabia delirante de sus lectores era preocupante y desentonaba con el ánimo apacible de Walter. Lalitha, por su parte, no daba abasto con la selección entre los centenares de nuevos aspirantes para las prácticas y las llamadas telefónicas a aquellos que en apariencia eran más responsables y menos violentos; casi todos los que consideró en sus cabales eran chicas. El compromiso de Lalitha en la lucha contra la superpoblación era tan práctico y humanitario como el de Walter era abstracto y misantrópico, y una medida de su amor por ella, cada vez más profundo, era lo mucho que la envidiaba y deseaba parecerse a ella.

El día antes del último destino de su viaje de placer —condado de Kern, California, hábitat natural de un número asombroso de aves canoras reproductoras—, se detuvieron a visitar al hermano de Walter, Brent, en el pueblo de Mojave, cerca de la base aérea donde estaba destinado. Brent, que no se había casado, y cuyo héroe personal y político era el senador John McCain y cuyo desarrollo emocional parecía haber terminado cuando se alistó en las Fuerzas Aéreas, no podría haber mostrado más perfecto desinterés por la separación de Walter y Patty o su relación con Lalitha, a quien se dirigió en más de una ocasión con el nombre de «Lisa». No obstante, pagó el almuerzo, y les dio noticias de su otro hermano, Mitch.

—Se me ha ocurrido —dijo— que, si la casa de mamá sigue vacía, quizá no te importaría dejársela a Mitch durante un tiempo. No tiene teléfono ni dirección fija, y me consta que todavía bebe, y arrastra una morosidad de unos cinco años en la pensión de alimentos de sus hijos. Ya sabrás que Stacy y él tuvieron otro niño poco antes de romper.

—¿Y con ése cuántos son? —preguntó Walter—. ¿Seis?

—No; sólo cinco. Dos con Brenda, uno con Kelly, dos con Stacy. No creo que sirva de nada enviar dinero, porque se lo gastará en bebida. Pero no le vendría mal tener un sitio donde vivir.

—Eso es muy considerado de tu parte, Brent.

—Sólo es una idea. Conozco tu conflicto con él. Lo digo sólo por si la casa está vacía, ya me entiendes.

Cinco era una prole adecuada para un ave canora, desde el momento en que, en todas partes, las aves eran perseguidas o expulsadas por la humanidad, pero no para un ser humano, y ante esa cantidad a Walter le costaba aún más sentir compasión por Mitch. Apenas oculto en el fondo de su mente se hallaba el deseo de que todo el mundo se reprodujese un poco menos, para que él pudiera reproducirse un poco más, una vez más, con Lalitha. Era un deseo vergonzoso, claro está: encabezaba un grupo anticrecimiento, ya había tenido dos hijos a una edad joven demográficamente deplorable, ya no se sentía defraudado por su hijo, casi podría ser abuelo. Y aun así, no podía dejar de imaginarse a Lalitha embarazada de él. Eso estaba en la raíz de todos sus polvos, era el significado cifrado en la belleza que él veía en su cuerpo.

—No, no, no, cielo —dijo ella, sonriente, rozándole la nariz con la suya cuando él sacó el tema en la tienda de campaña, en un camping del condado de Kern—. Así son las cosas conmigo. Tú ya lo sabías. No soy como las otras chicas. Soy un bicho raro, igual que tú, sólo que de otra manera. Lo dejé claro, ¿no?

—Absolutamente. Sólo estaba comprobándolo.

—Bueno, puedes comprobarlo, pero la respuesta será siempre la misma.

—¿Sabes por qué? ¿Por qué eres distinta?

—No, pero sé que lo soy. Soy la chica que no quiere un hijo. Ésa es mi misión en el mundo. Ese es mi mensaje.

—Me encanta cómo eres.

—Entonces deja que ése sea el detalle que no es perfecto para ti.

Pasaron junio en Santa Cruz, donde la mejor amiga de Lalitha en la universidad, Lydia Han, cursaba un doctorado en Literatura. Primero durmieron en el suelo de su casa, luego acamparon en el jardín de atrás, y más tarde acamparon en el bosque de secuoyas. Con el dinero de Joey, Lalitha había comprado billetes de avión para los veinte estudiantes en prácticas seleccionados. El director de tesis de Lydia, Chris Connery, un marxista desgreñado y sinólogo, dejó que los estudiantes en prácticas desplegaran sus sacos de dormir en su jardín y usaran sus cuartos de baño, y facilitó al cuadro directivo de Espacio Libre una sala de reuniones en el campus para tres días de formación y planificación intensivos. La aparente fascinación de Walter por las dieciocho chicas que había entre ellos —con rastas o rapadas, con angustiosos piercings y/o tatuajes, con una fertilidad colectiva tan intensa que casi se olía— lo llevaba a sonrojarse continuamente mientras predicaba los males del crecimiento demográfico descontrolado. Para él fue un alivio escapar e irse de excursión con el profesor Connery por los espacios libres de los aledaños de Santa Cruz, por los montes marrones y los húmedos claros en los bosques de secuoyas, escuchar las profecías optimistas de Connery sobre el hundimiento de la economía global y la revolución obrera, ver los pájaros desconocidos del litoral californiano, y conocer a algunos de los jóvenes freegans y colectivistas radicales que ocupaban tierras públicas y vivían en la miseria por principio. Debería haber sido profesor universitario, pensó.

Sólo en julio, cuando abandonaron la seguridad de Santa Cruz y volvieron a la carretera, se sumieron en la rabia que empezaba a adueñarse del país ese verano. Para Walter, era en cierto modo un enigma que los conservadores, que controlaban los tres poderes del gobierno federal, siguieran tan furiosos: con los moderados escépticos ante la guerra de Iraq, con las parejas homosexuales que deseaban casarse, con el soso Al Gore y la cauta Hillary Clinton, con las especies en peligro de extinción y sus defensores, con unos impuestos y un precio del combustible que se hallaban entre los más bajos de los países industrializados, con la mayoría de los medios de comunicación cuyos dueños corporativos eran también conservadores, con los mexicanos que les cortaban el césped y les fregaban los platos. Su padre había exhibido esa misma rabia, desde luego, pero en una época mucho más progresista. Y la rabia conservadora había generado una contrarrabia izquierdista que a Walter prácticamente le chamuscó las cejas en los actos de Espacio Libre en Los Angeles y San Francisco. Entre los jóvenes con quienes habló, el epíteto multiuso para todos, desde George Bush y Tim Russert hasta Tony Blair y John Kerry, era «pringado». Era un artículo de fe casi universal que el 11-S había sido orquestado por Halliburton y la familia real saudí. Tres grupos de garaje distintos interpretaron canciones en las que fantaseaban burdamente con la idea de torturar y matar al presidente y al vicepresidente («Me cago en tu boca / gran Dick, y me sienta muy bien / Sí, Georgie / bastará con un tiro en la sien»). Lalitha había insistido a los estudiantes en prácticas, y sobre todo a Walter, acerca de la necesidad de ser disciplinados en su mensaje, de ceñirse a los datos sobre la superpoblación, de abarcar el mayor espacio posible. Pero sin el tirón de grupos de primera fila como los que Richard podría haber aportado, los festivales atrajeron básicamente al sector marginal ya convencido, la clase de descontentos que se echaban a las calles con pasamontañas para manifestarse violentamente contra la OMC. Cada vez que Walter subía al escenario, lo vitoreaban por su estallido incontrolado en Whitmanville y por el descomedimiento en las entradas de su blog, pero en cuanto decía que había que actuar con inteligencia y dejar que los datos hablaran por sí solos, los asistentes se quedaban en silencio y empezaban a entonar las palabras más incendiarias de Walter, sus preferidas: «¡Cáncer del planeta!», «¡A la mierda el Papa!». En Seattle, donde el ambiente fue especialmente deplorable, abandonó el escenario en medio de un disperso abucheo. Lo recibieron mejor en el Medio Oeste y el Sur, especialmente en las ciudades universitarias, pero allí se congregó mucho menos público. Para cuando Lalitha y él llegaron a Athens, Georgia, le costaba ya levantarse por las mañanas. Estaba agotado por la carretera y lo oprimía la idea de que la furia desatada en el país no era más que un eco amplificado de su propia rabia, y de que había permitido que su resentimiento personal contra Richard privara a Espacio Libre de una base de seguidores más amplia, y de que estaba gastando un dinero de Joey que habría sido mejor donar a Planificación Familiar. De no haber sido por Lalitha, que conducía casi siempre y aportaba todo el entusiasmo, quizá habría abandonado la gira y simplemente se habría ido a observar pájaros.

—Sé que estás desanimado —dijo ella mientras salían de Athens en la furgoneta—. Pero estamos consiguiendo llamar la atención sobre el problema. Los semanarios gratuitos reproducen textualmente nuestros argumentos en sus reseñas. Los blogs y las revistas online hablan todos de superpoblación. Nadie habla en público de ello desde los años setenta, y de pronto, de la noche a la mañana, se empieza a hablar. De pronto, la idea está presente en el mundo. Las ideas nuevas siempre prenden primero en los sectores marginales. No debes desanimarte sólo porque las cosas no sean siempre bonitas.

—Salvé veinticinco mil hectáreas en Virginia Occidental, e incluso más en Colombia —dijo él—. Ese fue un buen trabajo, con resultados reales. ¿Por qué no seguí con eso?

—Porque sabías que no bastaba. Lo único que va a salvarnos realmente es conseguir que la gente cambie de manera de pensar.

Walter miró a su novia, fijándose en sus manos firmes en el volante, sus ojos radiantes en la carretera, y tuvo la sensación de que podía reventar de tan grande como era su deseo de parecerse a ella; de tan grande como era su gratitud porque a ella no le importara que él fuera él.

—Mi problema es que no me gusta mucho la gente —dijo—. La verdad es que no creo que las personas puedan cambiar.

—Sí te gusta la gente. Nunca te he visto tratar mal a nadie. Cuando hablas con alguien, siempre sonríes.

—En Whitmanville no sonreía.

—Sí sonreías. Incluso allí. Eso fue lo más raro.

De todos modos, en plena canícula no había muchos pájaros que observar. Una vez ocupado el territorio y llevada a cabo la reproducción, no dejarse ver era lo más conveniente para un pájaro pequeño. Walter paseaba cada mañana por las reservas ornitológicas y los parques que, como sabía, aún estaban rebosantes de vida, pero la tupida mala hierba y los frondosos árboles permanecían inmóviles en la humedad del verano, como casas que le cerraban sus puertas, como parejas que no tenían ojos más que para sí mismos. El hemisferio norte estaba absorbiendo la energía del sol, convirtiendo silenciosamente la flora en comida para los animales, sin más subproducto sónico que el zumbido y los chirridos de los insectos. Para las aves migratorias neotropicales era la época de la retribución, eran los días que había que aprovechar. Walter las envidiaba por tener una tarea que hacer, y se preguntaba si se estaba deprimiendo porque ése era el primer verano en cuarenta años que no tenía que trabajar.

La batalla de las bandas de Espacio Libre a nivel nacional se había programado para el último fin de semana de agosto y, por desgracia, en Virginia Occidental. El estado no se hallaba en una zona céntrica y era difícil acceder a él por medio del transporte público, pero cuando Walter propuso en su blog cambiar de emplazamiento, sus admiradores veían ya con entusiasmo la perspectiva de viajar a Virginia Occidental y avergonzar a ese estado por su alto índice de natalidad, su pertenencia a la industria carbonífera, su numerosa población de fundamentalistas cristianos y su responsabilidad a la hora de decantar el resultado de las elecciones de 2000 en favor de George Bush. Lalitha le había pedido permiso a Vin Haven para celebrar el acto en lo que había sido una granja de cabras propiedad de la fundación, tal como tenía previsto desde el principio, y Haven, desconcertado ante su temeridad, y tan incapaz como cualquiera de resistirse a su presión con guante de seda, había dado su consentimiento.

Un extenuante recorrido a través del Cinturón Industrial del país los llevó a un kilometraje total superior a quince mil y un consumo de petróleo superior a treinta barriles. Resultó que su llegada a las Ciudades Gemelas, a mediados de agosto, coincidió con el primer frente frío del verano con olor a otoño. En todo el gran bosque boreal de Canadá y el norte de Maine y Minnesota, aún básicamente intacto, las reinitas y los papamoscas y los patos y los gorriones habían completado sus funciones parentales y mudado el plumaje de reproducción por colores de camuflaje más eficaces, y ahora recibían, con el frío del viento y el ángulo del sol, el aviso de que era momento de emprender el vuelo de regreso al sur. A menudo los padres partían primero, dejando a sus crías atrás para que ejercitaran el vuelo y el aprovisionamiento de comida y luego encontraran por sí solas el camino, más torpemente y con un índice de mortalidad más alto, hacia sus territorios invernales. Menos de la mitad de los que partían en otoño volverían en primavera.

Los Sick Chelseas, un grupo de Saint Paul que Walter había visto actuar una vez como telonero de los Traumatics y al que entonces no había augurado un año más de supervivencia, seguían en activo y lograron atraer al festival de Espacio Libre seguidores suficientes para garantizarles con sus votos el acceso al gran festival de Virginia Occidental. Los otros únicos rostros conocidos entre el público eran los de Seth y Merrie Paulsen, los antiguos vecinos de Walter en Barrier Street, que aparentaban treinta años más que cualquier otro asistente excepto el propio Walter. Seth, prendado de Lalitha, no podía quitarle los ojos de encima, e insistió en una cena tardía, post-batalla, en Taste of Thailand, desestimando los ruegos de Merrie, que pretextó que estaba cansada. Aquello acabó siendo una auténtica orgía de intromisión, ya que Seth le sonsacó a Walter información de primera mano sobre la ya notoria boda de Joey y Connie, sobre el paradero de Patty, sobre la historia exacta de la relación entre Walter y Lalitha, y sobre las circunstancias que se ocultaban tras el varapalo a Walter del New York Times («Dios, qué mal te dejaban»), mientras Merrie bostezaba y adoptaba una expresión resignada.

De regreso a su motel, ya muy tarde, Walter y Lalitha tuvieron algo parecido a una pelea de verdad. Habían planeado cogerse unos días de descanso en Minnesota para visitar Barrier Street, el lago Sin Nombre e Hibbing e intentar localizar a Mitch, pero ahora Lalitha quería dar media vuelta e ir directamente a Virginia Occidental.

—La mitad de las personas que tenemos allí se autodenominan anarquistas —adujo—. No se llaman anarquistas porque sí. Debemos ir allí de inmediato y ocuparnos de la logística.

—No —contestó Walter—. La única razón por la que dejamos Saint Paul para el final era con la idea de pasar aquí unos días y descansar. ¿No quieres ver el lugar donde me crie?

—Claro que sí. Y lo veremos más adelante. Lo veremos el mes que viene.

—Pero ahora ya estamos aquí. No pasa nada porque nos cojamos dos días y luego vayamos directo a Wyoming. Así no tendremos que desandar el camino. Es absurdo alargar el viaje otros tres mil kilómetros.

—Pero ¿por qué te pones así? —preguntó ella—. ¿Por qué no quieres ocuparte de lo que es importante ahora mismo, y dejar el pasado para más tarde?

—Porque ése era el plan.

—Era un plan, no un contrato.

—Bueno, y además supongo que estoy un poco preocupado por Mitch.

—Pero ¡si odias a Mitch!

—No por eso voy a querer que mi hermano viva en la calle.

—Ya, pero un mes más no le hará ningún daño. Podemos volver justo después.

Él negó con la cabeza.

—También necesito echar un vistazo a la casa. Hace más de un año que no va nadie.

—Walter, no. Esto es un asunto tuyo y mío, nuestro, y está ocurriendo ahora mismo.

—Incluso podríamos dejar la furgoneta aquí, coger un avión y alquilar un coche. Solamente perderíamos un día. Nos quedaría una semana entera para organizar la logística. ¿No puedes hacerlo por mí?

Lalitha le cogió la cara entre las manos y fijó en él una mirada de border collie.

—No —dijo—. Hazlo tú por mí.

—Ve tú —respondió él, apartándose—. Coge el avión. Yo te seguiré dentro de un par de días.

¿Por qué te pones así? ¿Es por culpa de Seth y Merrie? ¿Te han hecho pensar demasiado en el pasado?

—Sí.

—Pues quítatelo de la cabeza y ven conmigo. Tenemos que permanecer juntos.

Como un manantial de agua fría en el fondo de un lago de aguas templadas, la arraigada depresión fruto de su carga genética sueca se filtraba en él desde las profundidades: la sensación de que no merecía a una compañera como Lalitha; de que no estaba hecho para la vida en libertad y el heroísmo del bandolero; de que necesitaba una situación de descontento más gris y duradero contra la que luchar y en la que dar forma a una existencia. Y veía que por el mero hecho de experimentar esas sensaciones empezaba a crear una nueva situación de descontento con Lalitha. Y era mejor, pensó depresivamente, que ella supiera cuanto antes cómo era él en realidad. Que entendiera su afinidad con su hermano y su padre y su abuelo. Por tanto, volvió a negar con la cabeza.

—Me ceñiré al plan previsto —afirmó—. Me llevaré la furgoneta un par de días. Si no quieres acompañarme, compraremos un billete de avión para ti.

Todo habría sido distinto si ella hubiese llorado en ese instante. Pero era tozuda y decidida y estaba enfadada con él, y por la mañana Walter la llevó al aeropuerto, disculpándose hasta que ella lo obligó a callar.

—Tranquilo —dijo Lalitha—, ya se me ha pasado. Esta mañana ya no me preocupa. Estamos haciendo lo que debemos. Te llamaré cuando llegue, y ya nos veremos.

Era un domingo por la mañana. Walter telefoneó a Carol Monaghan y luego, al volante de la furgoneta, fue hasta Ramsey Hill por las avenidas que tan bien conocía. En el jardín de Carol, Blake había talado unos cuantos árboles y arbustos, pero, por lo demás, casi todo seguía igual en Barrier Street. Carol lo abrazó afectuosamente, apretando sus pechos contra él de una manera que no parecía del todo apropiada en el trato entre parientes, y luego, durante una hora, mientras las gemelas correteaban y chillaban por el gran salón a prueba de niños y Blake se levantaba nerviosamente y salía y regresaba y volvía a salir, los dos padres sacaron el mayor provecho posible a su relación de consuegros.

—Me moría de ganas de llamarte en cuanto me enteré —dijo Carol—. Tuve que sentarme literalmente encima de la mano para no marcar tu número. No entendía por qué Joey no quería decíroslo él mismo.

—Bueno, ya sabes, ha tenido sus más y sus menos con su madre —contestó Walter—. Y también conmigo.

—¿Y cómo está Patty? Me he enterado de que os habéis separado.

—Así es.

—En esto no voy a morderme la lengua, Walter. Voy a decir lo que pienso, aunque siempre acabo metiéndome en líos por culpa de eso. En mi opinión, esa separación se veía venir desde hacía tiempo. Me horrorizaba ver cómo te trataba. Daba la impresión de que todo debía girar siempre alrededor de ella. En fin, ahí tienes: ya lo he dicho.

—Bueno, Carol, ya sabes que estas cosas son complicadas. Y ahora también es la suegra de Connie. Así que espero que las dos encontréis la manera de resolver vuestras diferencias.

—Ja. Por mí, no hace ninguna falta que nos veamos. Sólo espero que reconozca que mi hija tiene un corazón de oro.

—Yo personalmente lo reconozco sin la menor duda. Opino que Connie es una chica excepcional, que promete mucho.

—Bueno, de los dos, tú siempre has sido mejor persona. Tú también tienes un corazón de oro. Nunca lamenté ser tu vecina, Walter.

Él prefirió pasar por alto la injusticia de esas palabras, prefirió no recordarle a Carol los muchos años de generosidad que Patty les había dedicado a ella y a Connie, pero sí sintió una gran tristeza por Patty. Sabía lo mucho que se había esforzado para dar lo mejor de sí misma, y le dolía verse ahora en el bando de las muchas personas que sólo veían en ella su lado detestable. El nudo que tenía en la garganta era prueba de lo mucho que, a pesar de todo, la quería aún. Poniéndose de rodillas para tener un poco de contacto amable con las gemelas, recordó que ella siempre se había sentido mucho más cómoda que él con los niños pequeños, cómo era capaz de olvidarse de sí misma cuando Jessica y Joey tenían la edad de las gemelas; con qué felicidad se abstraía. Era mucho mejor, decidió, que Lalitha se hubiera ido a Virginia Occidental y lo hubiera dejado solo con su sufrimiento por el pasado.

Tras huir de Carol, y deducir por la fría despedida de Blake que no lo había perdonado por ser progresista, condujo hasta Grand Rapids, paró a comprar algo de comida y llegó al lago Sin Nombre a media tarde. Allí, un ominoso cartel anunciaba la venta de la propiedad contigua, la de los Lundner, pero su propia casa había aguantado 2004 medianamente bien, como había aguantado antes otros muchos años. La llave de reserva colgaba aún debajo del viejo banco rústico de abedul, y descubrió que no le resultaba demasiado insufrible estar en las habitaciones donde su mujer y su mejor amigo lo habían traicionado; lo asaltaron otros muchos recuerdos tan vívidamente como para imponerse. Rastrilló y barrió hasta la noche, satisfecho de tener un trabajo real que hacer para variar, y después, antes de acostarse, telefoneó a Lalitha.

—Menuda locura es esto —dijo ella—. Menos mal que he venido yo sola y tú te has quedado, porque te llevarías un disgusto. Esto parece Fort Apache o qué sé yo. Los nuestros casi necesitan servicio de seguridad para protegerse de los fans que se han presentado antes de tiempo. Da la impresión de que todos aquellos capullos de Seattle hayan venido directamente aquí. Tenemos un pequeño campamento junto al pozo, con un sanitario portátil, pero ya hay unas trescientas personas más sitiándolo. Andan por toda la finca, bebiendo del mismo arroyo en que cagan, y están desquiciando a los lugareños. Hay pintadas a lo largo de toda la carretera que lleva hasta allí. Por la mañana tengo que mandar a los estudiantes en prácticas a presentar disculpas a las personas cuyas propiedades han sido manchadas y a ofrecerse a dar una capa de pintura. Yo he ido de aquí para allá pidiéndoles un poco de calma, pero están dispersos en cuatro hectáreas y están todos colocados, y no hay un líder, es una masa amorfa. Luego ha oscurecido y empezado a llover, y he tenido que volver al pueblo a buscar un motel.

—Puedo coger un avión mañana —propuso Walter.

—No, ven con la furgoneta. Nos conviene acampar en la propia granja. Ahora mismo sólo te pondrías furioso. Yo puedo resolverlo sin enfadarme tanto, y para cuando tú llegues seguro que el panorama habrá mejorado.

—Bueno, conduce con prudencia, ¿eh?

—Descuida —respondió ella—. Te quiero, Walter.

—Yo también te quiero.

La mujer a quien amaba lo amaba a él. Eso lo sabía con certeza, pero no supo nada más con certeza, ni entonces ni nunca; los otros hechos vitales jamás llegaron a conocerse. Si en efecto ella condujo con prudencia. Si en el viaje de regreso a la granja de cabras a la mañana siguiente fue o no demasiado deprisa por la carretera del condado, resbaladiza a causa de la lluvia, si tomó o no las cerradas curvas de montaña a una velocidad peligrosa. Si un camión cargado de carbón salió de pronto de una de esas curvas e hizo lo que cada semana hacía un camión cargado de carbón en algún lugar de Virginia Occidental. O si alguien en un todoterreno de chasis alto, quizá alguien en cuyo establo habían pintado las palabras ESPACIO LIBRE o CÁNCER DEL PLANETA, vio a una joven de piel oscura conducir un utilitario de alquiler de fabricación coreana e invadió su carril o la siguió pegado a ella o la adelantó, cortándole el paso, o incluso la sacó intencionadamente de la carretera sin arcén.

Comoquiera que fuese exactamente, a eso de las 7.45 de la mañana, a ocho kilómetros al sur de la granja, el coche de Lalitha se despeñó por un terraplén alto y escarpado y fue a estrellarse contra un nogal. El informe policial ni siquiera ofrecía el tenue consuelo de una muerte en el acto. Pero los traumatismos eran graves, tenía la pelvis fracturada y una arteria femoral seccionada, y sin duda había muerto antes de que Walter, a las 7.30 hora de Minnesota, volviera a colgar la llave de la casa en el clavo bajo el banco y partiera hacia el condado de Aitkin en busca de su hermano.

Por su larga experiencia con su padre, sabía que era mejor conversar con los alcohólicos por la mañana. Lo único que Brent había podido decirle sobre la última ex de Mitch, Stacy, era que trabajaba en un banco de Aitkin, la capital del condado, y por tanto fue apresuradamente de uno a otro banco, hasta encontrar a Stacy en el tercero. Era bonita, al estilo robusto de las chicas de campo, aparentaba unos treinta y cinco años y hablaba como una adolescente. Aunque no conocía a Walter, pareció dispuesta a atribuirle buena parte de la responsabilidad por el abandono en que Mitch había dejado a sus hijos.

—Prueba en la granja de su amigo Bo —dijo Stacy, encogiéndose de hombros en un gesto de contrariedad—. Lo último que supe es que Bo le dejaba su apartamento del garaje, pero de eso hace unos tres meses.

El condado de Aitkin, pantanoso, erosionado por los glaciares y desprovisto de minerales, era el condado más pobre de Minnesota y, por tanto, abundaban las aves, pero Walter no se detuvo a buscarlas mientras conducía por la carretera comarcal 5, totalmente recta, hasta que por fin localizó la granja de Bo. Vio en un extenso campo el rastrojo de una cosecha de colza, y un maizal de menor tamaño más invadido por la mala hierba de lo que debería haber estado. Bo en persona se hallaba arrodillado en el camino de acceso, cerca de la casa, reparando una bicicleta de niña adornada con cintas de plástico rosa, mientras varios niños entraban y salían de la casa por la puerta abierta. Asomaba a sus mejillas la rubicundez de la ginebra, pero era joven y poseía los músculos de un luchador.

—Conque eres el hermano de la gran ciudad —dijo, mirando perplejo la furgoneta con los ojos entornados.

—El mismo —contestó Walter—. Me han dicho que Mitch vive contigo.

—Sí, va y viene. Seguramente ahora lo encontrarás en el lago Peter, en el camping del condado. ¿Lo necesitas para algo en particular?

—No, sólo pasaba por la zona.

—Sí, las ha pasado canutas desde que Stacy lo puso en la calle. Hago lo posible por ayudarlo un poco.

—¿Lo puso en la calle?

—Bueno, ya sabes, en todas las historias hay dos versiones, ¿no?

El lago Peter estaba a casi una hora de viaje, en el camino de vuelta hacia Grand Rapids. Al llegar al camping, que tenía cierto parecido con una chatarrería y bajo el sol del mediodía carecía especialmente de encanto, Walter vio a un viejo barrigudo en cuclillas junto a una tienda de campaña roja manchada de barro, quitando las escamas a un pescado sobre una hoja de periódico. Sólo después de pasar con la furgoneta por su lado se percató, por el parecido con su padre, de que era Mitch. Aparcó muy cerca de un álamo, para tener un poco de sombra, y se preguntó qué hacía allí. No estaba dispuesto a ofrecerle a Mitch la casa del lago Sin Nombre; pensaba que quizá Lalitha y él pudieran vivir allí durante una o dos estaciones mientras decidían qué hacer con su futuro. Pero quería parecerse más a Lalitha, ser más atrevido y humanitario, y si bien era consciente de que quizá en realidad fuera más benévolo por su parte dejar a Mitch en paz, respiró hondo y desanduvo el camino hacia la tienda roja.

—Mitch —dijo.

Mitch estaba escamando un pez luna de veinte centímetros y no alzó la vista.

—Sí.

—Soy Walter. Tu hermano.

Entonces sí alzó la vista, y en un acto reflejo asomó a sus labios una mueca burlona que pasó a convertirse en una sonrisa sincera. Había perdido su atractivo físico, o más exactamente éste se había encogido hasta quedar reducido a un pequeño oasis facial en medio de un desierto de abotargamiento curtido por el sol.

—¡Hay que joderse! —exclamó—. ¡El pequeño Walter! ¿Qué haces tú por aquí?

—Pasaba cerca y he hecho un alto para verte.

Mitch se limpió las manos en el pantalón cargo corto, muy sucio, y le tendió la derecha. Era una mano flácida, y Walter se la estrechó con fuerza.

—Sí, claro, me parece muy bien —dijo Mitch, sin referirse a nada en concreto—. Estaba a punto de abrir una cerveza. ¿Te apetece una cerveza? ¿O todavía eres abstemio?

—Tomaré una cerveza —contestó Walter.

Se dio cuenta de que habría sido todo un detalle, y muy propio de Lalitha, llevarle a Mitch unos cuantos packs de cervezas, y luego pensó que también era un detalle por su parte dejar a Mitch mostrarse generoso en algo. No supo cuál era el más amable de ambos detalles. Mitch cruzó su descuidado camping hasta la enorme nevera y volvió con dos latas de PBR.

—Sí —dijo—, he visto pasar esa furgoneta y me he preguntado qué clase de hippies iban a instalarse aquí. ¿Ahora vas de hippy?

—No exactamente.

Mientras las moscas y los avispones se daban un festín con las tripas del proyecto de limpieza de pescado dejado a medias por Mitch, se sentaron en un par de viejos taburetes plegables, de madera y lona enmohecida, que habían sido de su padre. Walter reconoció otros elementos igualmente viejos desperdigados por el recinto. Mitch, como su padre, era un gran conversador, y mientras ponía a Walter al corriente de su actual modo de existencia, y la retahíla de malas fracturas y lesiones de espalda y accidentes de tráfico y diferencias conyugales irreconciliables que lo habían llevado a esa existencia, Walter se asombró al comprobar que era un borracho muy distinto de como lo había sido su padre. El alcohol o el paso del tiempo parecían haber borrado todo recuerdo de la enemistad entre ellos. No exhibía el menor asomo de sentido de la responsabilidad, y por tanto tampoco una actitud defensiva ni resentimiento. Lucía el sol y él se ocupaba de lo suyo. Bebía ininterrumpidamente pero sin prisa; quedaba mucha tarde por delante.

—¿Y de qué vives? —le preguntó Walter—. ¿Tienes trabajo?

Mitch se inclinó con cierta inestabilidad y abrió una caja de aparejos de pesca donde había un pequeño fajo de billetes y quizá cincuenta dólares en monedas.

—Mi banco —dijo—. Me alcanza para ir tirando hasta que llegue el frío. El invierno pasado tuve un empleo de vigilante nocturno en Aitkin.

—¿Y qué harás cuando eso se acabe?

—Ya encontraré algo. Sé cuidar de mí mismo bastante bien.

—¿Te preocupan tus hijos?

—Sí, me preocupan, a veces. Pero tienen buenas madres que saben cuidar de ellos. Por ese lado no soy de gran ayuda. Eso por fin lo entendí. Yo sólo soy capaz de cuidar de mí mismo.

—Eres un hombre libre.

—Eso sí.

Se quedaron en silencio. Se había levantado una suave brisa, esparciendo un millón de diamantes sobre la superficie del lago Peter. En el extremo opuesto, unos cuantos pescadores permanecían ociosos en botes de remos de aluminio. Un poco más cerca graznaba un cuervo, y otro campista cortaba leña. Walter se había pasado todo el verano al aire libre, muchos días en lugares bastante más remotos y despoblados que aquél, pero en ningún momento se había sentido tan lejos de todo lo que constituía su vida como entonces. Sus hijos, su trabajo, sus ideas, las mujeres a quienes quería. Sabía que su hermano no tenía el menor interés por esa vida —estaba más allá de sentir interés por cualquier cosa—, y él tampoco deseaba hablar de eso, imponerle eso. Pero en el preciso instante en que sonó el teléfono y en la pantalla vio un número desconocido de Virginia Occidental, estaba pensando en lo afortunada y dichosa que había sido su vida.