La madre de Jonathan y Jenna, Tamara, se había lesionado en Aspen. En su intento de eludir la colisión con un adolescente exhibicionista, se le habían cruzado los esquíes y se había fracturado dos huesos de la pierna izquierda, por encima de la bota, quedando así inhabilitada para acompañar a Jenna en su viaje de enero a la Patagonia para montar a caballo. Para Jenna, que había presenciado la caída y había perseguido y denunciado al adolescente mientras Jonathan auxiliaba a su madre caída, el accidente no fue más que el último episodio de una larga lista de adversidades en su vida desde su titulación en Duke la primavera anterior; pero para Joey, que en las últimas semanas venía hablando con Jenna dos o tres veces al día, el accidente fue un pequeño regalo de los dioses muy necesario: la oportunidad que llevaba esperando más de dos años. Después de licenciarse, Jenna se había mudado a Manhattan para trabajar con un famoso organizador de fiestas e intentar vivir con su casi prometido, Nick, pero en septiembre alquiló un apartamento para ella sola, y en noviembre, cediendo a la implacable y manifiesta presión de su familia y a los más sutiles intentos de sabotaje de Joey, que se había convertido en su Buen Entendedor Designado, declaró nula e irrecuperable su relación con Nick. A esas alturas, tomaba una dosis tirando a alta de Lexapro y no había en su vida absolutamente nada que la ilusionara, excepto cabalgar en la Patagonia, cosa que Nick repetidamente había prometido hacer con ella y repetidamente había aplazado, pretextando un enorme volumen de trabajo en Goldman Sachs. Daba la casualidad de que Joey había montado un par de veces a caballo, aunque torpemente, el verano que pasó en Montana cuando aún estudiaba en el instituto. Por la avalancha de llamadas y mensajes de Jenna a su móvil, Joey sospechaba ya que había sido ascendido a la categoría de objeto transicional, si no a la de novio potencial con todas las de la ley, y sus últimas dudas se disiparon cuando ella lo invitó a compartir la lujosa habitación del complejo turístico argentino reservada por Tamara antes del accidente. Como, además, daba la causalidad de que Joey tenía un negocio en marcha en el vecino Paraguay y sabía que, probablemente, tarde o temprano le tocaría ir allí, lo quisiera o no, contestó a Jenna que sí sin vacilar. El único argumento de peso contra ese viaje con ella a Argentina era el hecho de que, cinco meses antes, a los veinte años, en un arranque de locura en Nueva York, había ido a un juzgado del Bajo Manhattan y se había casado con Connie Monaghan. Pero ésa no era ni mucho menos la peor de sus preocupaciones, y decidió pasarla por alto de momento.
La noche antes de volar a Miami, donde Jenna estaba de visita en casa de uno de sus abuelos y se reuniría con él en el aeropuerto, Joey llamó a Connie a Saint Paul para anunciarle su inminente viaje. Lamentaba tener que recurrir a turbiedades y simulaciones con ella, pero sus planes en Sudamérica le proporcionaron una buena excusa para aplazar aún más el traslado de Connie al este a fin de instalarse en el apartamento junto a una autopista alquilado por Joey en un insípido rincón de Alexandria. Hasta pocas semanas antes la excusa era la universidad, pero ahora se había cogido un semestre libre para ocuparse de su negocio, y Connie, que lo estaba pasando muy mal en casa con Carol y Blake y las dos niñas pequeñas, sus hermanastras, no entendía por qué no podía vivir con su marido.
—Tampoco entiendo por qué vas a Buenos Aires —dijo ella— si tu proveedor está en Paraguay.
—Quiero practicar un poco el español —contestó Joey—, antes de tener que usarlo de verdad. Todo el mundo dice que Buenos Aires es una ciudad fantástica. De todos modos tengo que hacer escala allí.
—¿Y no querrías tomarte toda una semana y pasar la luna de miel allí?
La luna de miel pendiente era uno de los temas espinosos entre ellos. Joey repitió su argumentación oficial al respecto —a saber, que estaba tan desquiciado con el negocio que le sería imposible relajarse en unas vacaciones—, y Connie se sumió en uno de los silencios que utilizaba en lugar de reproches. Seguía sin reprocharle nada con claridad.
—Literalmente cualquier lugar del mundo —aseguró él—. En cuanto cobre, te llevaré a cualquier lugar del mundo que elijas.
—Me conformo con vivir contigo y despertarme a tu lado.
—Lo sé, lo sé. Eso sería genial. Lo que pasa es que ahora estoy sometido a una gran presión, y dudo mucho que sea muy divertido tenerme cerca.
—No necesito divertirme —respondió ella.
—Ya hablaremos cuando vuelva, ¿vale? Te lo prometo.
De fondo, en Saint Paul, oyó débilmente por el teléfono el berrido de una niña de un año. No era hija de Connie, pero estaba lo bastante cerca como para ponerlo nervioso. Sólo había visto a Connie una vez desde agosto, en Charlottesville, durante el puente de Acción de Gracias. Las navidades (otro tema espinoso) las había dedicado a la mudanza de Charlottesville a Alexandria, dejándose caer alguna que otra vez por casa de su familia en Georgetown. Le había dicho a Connie que andaba muy ocupado por la contrata con el gobierno, pero en realidad se había pasado días enteros viendo partidos de fútbol, escuchando a Jenna por teléfono y sintiéndose en general condenado al desastre. Connie podría haberlo convencido para que la dejara coger un avión e ir de todas maneras si no la hubiese postrado una gripe. A Joey le había causado cierto malestar oír su voz débil y saber que era su esposa y no acudir sin pérdida de tiempo junto a ella, pero tenía que ir a Polonia. Lo que descubrió en Lodz y Varsovia, durante tres frustrantes días con un «intérprete» norteamericano expatriado cuyo polaco resultó excelente para pedir en los restaurantes, pero dependía sobremanera de un traductor electrónico cuando trataba con curtidos hombres de negocios eslavos, lo consternó y lo asustó a tal punto que, en las semanas desde su regreso, había sido incapaz de concentrarse en el negocio durante más de cinco minutos seguidos. Ahora todo dependía de Paraguay, y era mucho más agradable imaginar la cama que iba a compartir con Jenna que pensar en ese país.
—¿Llevas puesta la alianza? —le preguntó Connie.
—Eh… no —respondió sin pensar—. La tengo en el bolsillo.
—Mmm.
—Ahora mismo me la pongo —dijo él, acercándose a la bandejita de monedas de la mesilla de noche, donde había dejado el anillo. La mesilla de noche era una caja de cartón—. Se me ajusta a la perfección, está muy bien.
—Yo llevo la mía —lo informó Connie—. Me encanta ponérmela. Procuro acordarme de pasármela a la mano derecha cuando no estoy en la habitación, pero a veces me olvido.
—No te olvides. No conviene.
—No te preocupes, cariño, Carol no se fija en esas cosas. Ni siquiera le gusta mirarme. Las dos nos resultamos desagradables a la vista.
—Pero tenemos que ir con mucho cuidado, ¿vale?
—No sé qué decirte.
—Sólo un poco más —insistió él—. Sólo hasta que se lo diga a mis padres. Entonces podrás ponértela cuando quieras. Mejor dicho, la llevaremos siempre los dos. Eso quería decir.
No era fácil comparar silencios, pero dio la impresión de que esta vez el silencio de ella era especialmente dolido, especialmente triste. Joey sabía que para ella era un martirio mantener el matrimonio en secreto, y esperaba que la perspectiva de anunciárselo a sus propios padres empezara a darle menos miedo, pero en realidad, con el paso de los meses, la perspectiva fue dándole cada vez más miedo. Intentó ponerse la alianza en el dedo, pero se le quedó atascada en el último nudillo. La había comprado precipitadamente, en agosto, en Nueva York, y le quedaba un poco pequeña. Se la llevó a la boca y exploró su perímetro con la lengua, como si fuera un orificio de Connie, y eso lo excitó un poco. Lo llevó a conectar con ella, lo trasladó de nuevo a agosto y a la locura que habían cometido. Se deslizó el anillo, resbaladizo por la saliva, en el dedo.
—Dime qué llevas puesto —pidió él.
—Ropa normal.
—Pero ¿qué?
—Nada. Ropa.
—Connie, te juro que se lo diré en cuanto cobre. Lo que pasa es que necesito compartimentar un poco. Esta puta contrata me tiene desquiciado y ahora mismo no puedo hacer frente a nada más. Así que dime qué llevas puesto, ¿vale? Quiero imaginarte.
—Ropa.
—¿Por favor?
Pero Connie había empezado a llorar. Joey oyó un levísimo lamento, el microgramo de desdicha que ella se permitió exteriorizar.
—Joey —susurró—. Cariño. Lo siento mucho, mucho. No me veo capaz de seguir así.
—Espera sólo un poco más —pidió él—. Al menos hasta que vuelva del viaje.
—No sé si podré. Necesito ya un mínimo detalle. Un mínimo… detalle que sea real. Un mínimo detalle que no sea insignificante. Ya sabes que no quiero complicarte las cosas. Pero ¿no podría al menos decírselo a Carol? Sólo quiero que lo sepa alguien. La obligaré a jurar que no se lo dirá a nadie.
—Se lo contará a los vecinos. Sabes que es una cotilla.
—No; la obligaré a jurarlo.
—Y luego resultará que alguien enviará con retraso sus felicitaciones de Navidad —dijo Joey fuera de sí, resentido no con Connie sino por la manera en que el mundo conspiraba contra él— y se lo mencionará a mis padres. Y entonces… ¡y entonces…!
—¿Y qué puedo tener si no puedo tener eso? ¿Cuál es ese mínimo detalle que puedo tener?
El instinto de Connie debió de decirle que algo olía mal en ese viaje a Sudamérica. Y ahora Joey sin duda se sentía culpable, pero no exactamente a causa de Jenna. Según sus cálculos morales, haberse casado con Connie lo autorizaba a un último uso por todo lo grande de su licencia sexual, que ella le había concedido tiempo atrás y nunca había revocado expresamente. Si por casualidad Jenna y él se avenían de verdad, ya lo resolvería más adelante. Ahora lo que le pesaba era el contraste entre la abundancia de lo que poseía —una contrata firmada que prometía rendirle unos 600.000 dólares si salía bien lo de Paraguay; la perspectiva de una semana en el extranjero con la chica más guapa que había conocido— y la nada absoluta que en ese momento, a su juicio, podía ofrecerle a Connie. La culpabilidad había sido uno de los factores del impulso de casarse con ella, pero cinco meses después no se sentía menos culpable. Se quitó la alianza del dedo y volvió a metérsela nerviosamente en la boca, la mordió con los incisivos, le dio vueltas con la lengua. La dureza del oro de dieciocho quilates era sorprendente. Joey hubiese dicho que el oro era un metal blando.
—Dime algo bueno que vaya a suceder —le pidió Connie.
—Vamos a ganar un montón de dinero —dijo él, arrastrando el anillo con la lengua y colocándolo detrás de las muelas—. Y haremos un viaje increíble a algún sitio y celebraremos una segunda boda y nos lo pasaremos genial. Acabaremos la universidad y montaremos un negocio. Todo irá bien.
El silencio con que ella recibió esto sabía a incredulidad. Ni siquiera él se creía sus palabras. Aunque sólo fuera por el temor enfermizo que le producía comunicarles a sus padres la boda —se había representado la escena de la revelación en dimensiones imaginarias monstruosas—, el documento que Connie y él habían firmado en agosto empezaba a parecer más un pacto suicida que un certificado de boda: derivaba hacia un muro de ladrillo. Su relación sólo tenía sentido en el presente, cuando estaban juntos cara a cara y podían fundir sus identidades y crear su propio mundo.
—Ojalá estuvieras aquí —dijo él.
—Ojalá.
—Tendrías que haber venido en Navidad. Eso fue un error mío.
—Sólo habría servido para contagiarte la gripe.
—Dame unas semanas más. Te juro que te compensaré.
—No sé si puedo. Pero lo intentaré.
—Lo siento mucho.
Y lo sentía. Pero también experimentó un alivio inexpresable cuando ella le permitió colgar y dirigir sus pensamientos hacia Jenna. Se quitó el anillo del interior de la mejilla, con la intención de secarlo y guardarlo, pero en lugar de eso, involuntariamente, sin saber cómo, en una especie de maniobra de doble embrague con la lengua, se lo tragó.
—¡Mierda!
Lo sintió casi al final del esófago, una dureza iracunda allí abajo, la protesta de los tejidos blandos. Intentó regurgitarlo, pero sólo consiguió tragárselo más, hasta tenerlo allí donde ya no lo notaba, junto con el resto del bocadillo de Subway de treinta centímetros que había cenado. Se acercó corriendo al fregadero de su pequeña cocina integrada y se metió dos dedos en la garganta. No vomitaba desde que era pequeño, y las arcadas que eran el preludio le recordaron lo mucho que entonces había llegado a temer el vómito. Su violencia. Era como intentar pegarse un tiro en la cabeza: no pudo obligarse a hacerlo. Se inclinó sobre el fregadero con la boca abierta, con la esperanza de que el contenido de su estómago se vertiera quizá de manera natural, sin violencia; pero eso no sucedió, claro.
—¡Joder! ¡Cobarde de mierda!
Eran las diez menos veinte. Su vuelo a Miami salía de Dulles a las once de la mañana siguiente, y ni loco se subiría a un avión con el anillo todavía dentro. Se paseó por la manchada moqueta beige de su sala de estar y decidió que lo mejor sería ir a un médico. Tras una rápida búsqueda en internet, dio con el hospital más cercano, en Seminary Road.
Se puso un abrigo y bajó corriendo a Van Dorn Street, en busca de un taxi que parar, pero la noche era fría y el tráfico anormalmente escaso. Tenía suficientes fondos en la cuenta del negocio para comprarse un coche, incluso un buen coche, pero como parte del dinero era de Connie y el resto era un préstamo bancario avalado por ella, vigilaba mucho el gasto. Bajó de la acera, pensando que si se presentaba a sí mismo como blanco quizá atrajera más tráfico y así, de paso, un taxi. Pero esa noche no había taxis.
En el móvil, cuando dirigió sus pasos hacia el hospital, encontró un nuevo mensaje de texto de Jenna: ilusionada, tú? Él contestó: cantidad. Las comunicaciones de Jenna con él, el mero hecho de ver su nombre o su dirección de correo electrónico seguía teniendo un efecto pavloviano en sus gónadas. El efecto era muy distinto del que Connie ejercía sobre él (de un tiempo a esa parte percibía la incidencia de Connie cada vez más arriba: en el estómago, en los músculos respiratorios, en el corazón), pero no era menos insistente ni intenso. Jenna lo excitaba igual que las grandes sumas de dinero, igual que la deliciosa renuncia de la responsabilidad social y la aceptación del excesivo consumo de recursos. Sabía perfectamente que Jenna era una fuente de problemas. En realidad, lo que lo excitaba era preguntarse si él, para conseguirla, podía llegar a ser igual de problemático que ella.
De camino al hospital pasó justo por delante de la fachada de espejos azules del bloque de oficinas donde había trabajado todos los días y muchas noches del verano anterior para una organización llamada RESIA (Restituyamos la Empresa Secular Iraquí Ahora), una subsidiaria de LBI que había conseguido una contrata sin concurso previo para privatizar en el nuevo Iraq liberado la industria panificadora, antes bajo control estatal. Su jefe en RESIA había sido Kenny Bartles, un hombre de veintitantos años, natural de Florida, bien relacionado, a quien Joey había conseguido impresionar un año antes, cuando trabajaba en el gabinete del padre de Jonathan y Jenna. Ese verano, el puesto de Joey en el gabinete había sido uno de los cinco financiados por LBI, y su cometido, aunque en apariencia era asesorar a entidades gubernamentales, consistió en realidad en investigar qué posibilidades tenía LBI de explotar comercialmente una invasión y una ocupación de Iraq por parte de Estados Unidos, y luego plasmar por escrito esas opciones comerciales como argumentos a favor de la invasión. Para recompensar a Joey por llevar a cabo la investigación básica sobre la producción panificadora iraquí, Kenny Bartles le ofreció un empleo a jornada completa en RESIA, allá en Bagdad, en la Zona Verde. Por numerosas razones, incluida la oposición de Connie, las advertencias de Jonathan, el deseo de estar cerca de Jenna, el miedo a que lo mataran, la necesidad de conservar la residencia en Virginia y una persistente sensación de que Kenny no era de fiar, Joey rechazó la oferta y, a cambio, accedió a dedicar el verano a montar la oficina de RESIA en Estados Unidos y actuar de enlace con el gobierno.
El chaparrón de mierda que tuvo que aguantar de Walter era una de las razones por las que no se animaba a comunicarles a sus padres que se había casado, y una de las razones por las que venía intentando, ya desde entonces, ver hasta qué punto poseía la capacidad de ser despiadado. Tenía prisa por enriquecerse lo suficiente y curtirse lo suficiente para no tener que aguantar toda esa mierda de su padre. Para poder simplemente reírse y encogerse de hombros y largarse: para ser más como Jenna, quien, por ejemplo, estaba al corriente de casi todo respecto a Connie salvo del hecho de que Joey se había casado con ella, y que no obstante consideraba a Connie, como mucho, un elemento más de emoción y gracia en los juegos que le gustaba practicar con Joey. Jenna encontraba especial satisfacción en preguntarle si su novia sabía lo mucho que él hablaba con la novia de otro, y en oírle repetir las mentiras que le había contado. Era una fuente de problemas aún mayor de lo que le había contado su hermano.
En el hospital, Joey comprendió por qué las calles de los alrededores estaban tan vacías: la población entera de Alexandria había confluido en urgencias. Sólo para el trámite en la ventanilla de ingresos tardó veinte minutos, y la enfermera no se dejó impresionar por el severo dolor de estómago que fingió con la esperanza de colarse. Durante la hora y media que permaneció allí sentado inhalando las toses y los estornudos de sus vecinos de Alexandria, viendo la última media hora de Urgencias en el televisor de la sala de espera, y enviando mensajes de texto a amigos de la Universidad de Virginia que disfrutaban aún de sus vacaciones de invierno, pensó que sería mucho más fácil y más barato comprar otra alianza. No le costaría más de trescientos dólares, y Connie ni se enteraría. El hecho de que sintiera tal apego romántico por un objeto inanimado —que sintiera que tenía la obligación para con Connie de rescatar aquel anillo en concreto que ella lo había ayudado a elegir en la calle Cuarenta y siete una tarde sofocante— no auguraba nada bueno para su proyecto de convertirse en alguien problemático.
El médico de urgencias que por fin lo atendió era un joven blanco de ojos llorosos con una tremenda irritación de piel por el afeitado.
—No hay por qué preocuparse —le aseguró a Joey—. Estas cosas se resuelven solas. El objeto debería salir sin que se dé cuenta siquiera.
—No es mi salud lo que me preocupa. Lo que me preocupa es recuperar el anillo esta noche.
—Mmm —dijo el médico—. ¿Es un objeto de valor?
—De mucho valor. Supongo que existe algún… ¿procedimiento?
—Si tiene que recuperar el objeto, el procedimiento es esperar un par de días o tres. Y luego… —El médico sonrió para sí—. En urgencias tenemos un viejo chiste sobre la madre que viene con el niño pequeño que se ha tragado unas monedas. Le pregunta al médico si es grave, y el médico le contesta: «No, pero compruebe el cambio en las heces». Un chiste muy malo. Pero ése es el procedimiento si tiene que recuperar el objeto.
—Pero yo me refiero a un procedimiento que pueda practicarse ahora mismo.
—Pues ya le digo que no, no lo hay.
—Oiga, muy gracioso, el chiste —dijo Joey—. Me he reído mucho. Ja, ja. Lo cuenta muy bien.
La consulta le costó 275 dólares. Como no tenía seguro médico —el estado de Virginia consideraba que el seguro pagado por los padres era una clase de ayuda económica—, se vio obligado a pagar con tarjeta allí mismo. A menos que tuviese estreñimiento, que era justo lo contrario del problema que relacionaba con Latinoamérica, le cabía esperar unos inicios muy olorosos de sus días con Jenna.
Al volver a su apartamento, ya bien pasada la medianoche, hizo la maleta para el viaje y luego se tumbó en la cama y supervisó el avance de su digestión. Había digerido cosas cada minuto de su vida sin prestar la menor atención. Resultaba extraño pensar que las paredes de su estómago y su misterioso intestino delgado formaban parte de él en igual medida que su cerebro, su lengua o su pene. Mientras yacía allí y se esforzaba por sentir los sutiles chasquidos y rumores y reubicaciones dentro de su abdomen, tuvo una visión de su cuerpo como un pariente lejano que lo esperaba al final de un largo camino. Un pariente sombrío a quien justo en ese momento alcanzaba a ver por primera vez. Algún día, con suerte en un futuro muy lejano, dependería de la fortaleza de su cuerpo para seguir viviendo, y algún día posterior a ése, con suerte en un futuro aún más lejano, el cuerpo le fallaría, y moriría. Imaginaba su alma, la identidad personal que conocía, como un anillo de oro inmaculado abriéndose paso lentamente por un territorio cada vez más ignoto y maloliente, hacia una muerte con olor a mierda. Estaba solo con su cuerpo; y como, extrañamente, él era su cuerpo, eso significaba que estaba totalmente solo.
Echaba de menos a Jonathan. Por extraño que pareciera, su inminente viaje era una traición mayor a Jonathan que a Connie. Pese a los tropiezos de su primer día de Acción de Gracias, en los últimos dos años habían acabado siendo amigos íntimos, y sólo en los últimos meses, primero a causa del negocio de Joey con Kenny Bartles y después al descubrir Jonathan, para colmo, los planes de su viaje con Jenna, se había agriado la relación. Hasta entonces, una vez tras otra, Joey había sentido la grata sorpresa de comprobar lo sincero que era el afecto de Jonathan por él. Un afecto por todo él, no sólo las partes de sí mismo que él consideraba oportuno mostrar al mundo como estudiante razonablemente enrollado de la Universidad de Virginia. La mayor y más grata sorpresa había sido lo bien que Connie le caía a Jonathan. De hecho, era justo decir que, sin la validación de Jonathan a su emparejamiento, Joey no habría llegado al extremo de casarse con ella.
Aparte de sus webs porno preferidas, que eran en sí conmovedoramente descafeinadas en comparación con aquellas a las que recurría Joey en los momentos de necesidad, Jonathan no tenía vida sexual. Era tirando a empollón, sí, pero empollones mucho peores que él se emparejaban. Sólo que él era irremediablemente torpe con las chicas, torpe hasta el punto de no interesarse por ellas, y Connie, cuando por fin la conoció, resultó ser la única chica con quien podía relajarse y actuar con naturalidad. Sin duda contribuyó el hecho de que ella estuviera centrada tan profunda y exclusivamente en Joey, liberando así a Jonathan de la tensión de intentar impresionarla o de la preocupación de que ella pudiera querer algo de él. Connie se comportaba con él como una hermana mayor, una hermana mayor mucho más agradable e interesada en él que Jenna. Mientras Joey estudiaba o trabajaba en la biblioteca, ella se pasaba horas jugando a videojuegos con Jonathan, riéndose amigablemente cuando perdía y escuchando, a su manera límpida, las explicaciones de él sobre las características de los juegos. Aunque por norma Jonathan tenía una relación fetichista con su cama y su almohada especial de la infancia y su necesidad diaria de nueve horas de sueño, abandonaba discretamente la habitación de la residencia, sin que Joey tuviera siquiera que pedírselo para disponer de cierta intimidad. Cuando Connie regresó a Saint Paul, Jonathan le dijo que pensaba que su novia era increíble, de lo más sexy y al mismo tiempo muy tratable, y ante eso, Joey, por primera vez, se sintió orgulloso de ella. Ya no pensó tanto en Connie como una debilidad suya, un problema que resolver a las primeras de cambio, y pasó a verla más bien como una novia cuya existencia no le importaba reconocer ante sus amigos. Cosa que, a su vez, lo llevaba a enfurecerse aún más por la hostilidad velada pero implacable de su madre.
—Una pregunta, Joey —había dicho su madre por teléfono durante las semanas en que Connie y él habían cuidado la casa de su tía Abigail—. ¿Me permites una pregunta?
—Depende —respondió.
—¿Connie y tú os peleáis?
—Mamá, no, no pienso hablar de eso.
—Quizá tengas curiosidad por saber a qué se debe que te haga esa pregunta en particular. ¿Ni una mínima curiosidad?
—No.
—Se debe a que lo normal sería que os pelearais, y si no es así, algo falla.
—Ya, según eso, a papá y a ti os va muy bien.
—¡Ja, ja, ja! Eso es graciosísimo, Joey.
—¿Por qué debería pelearme? La gente se pelea cuando no se lleva bien.
—No, la gente se pelea cuando se quiere, y aun así tiene personalidades plenas y vive en el mundo real. No quiero decir, obviamente, que sea bueno pelearse demasiado.
—No; sólo en su justa medida. Ya capto.
—Si no os peleáis nunca, debéis preguntaros por qué, yo sólo digo eso. Pregúntate: ¿de dónde viene esa fantasía?
—No, mamá. Lo siento. No pienso hablar de eso.
—O de quién viene, no sé si me explico.
—Voy a colgar, te lo juro, y no volveré a llamarte en un año.
—¿Qué realidades están desatendidas?
—¡Mamá!
—Bueno, ésa era mi única pregunta, y ya te la he hecho, y no volveré a hacértela.
Aunque los niveles de felicidad de su madre no eran como para sentirse muy orgullosa, insistía en imponerle a Joey las normas de su propia vida. Probablemente creía que así lo protegía, pero a él sólo le llegaba el redoble de la negatividad. A ella le «preocupaba» especialmente el hecho de que Connie no tuviera amigos aparte de él. Una vez, su madre mencionó a su amiga Eliza, la loca de la universidad, que no tenía un solo amigo más, cosa que ella debería haber tomado como señal de advertencia. Joey contestó que Connie sí tenía amigos, y cuando su madre lo desafió a nombrarlos, él se negó rotundamente a hablar de asuntos de los que ella no sabía nada de nada. Connie sí tenía viejos amigos de la escuela, al menos dos o tres, pero cuando hablaba de ellos, era sobre todo para diseccionar su superficialidad o para comparar su inteligencia con la de Joey en términos desfavorables, y él siempre confundía sus nombres. Con esto su madre se había anotado, pues, un tanto incuestionable. Y ella sabía más que de sobra que no convenía poner dos veces el dedo en una llaga, pero o bien era la mayor experta del mundo en el arte de insinuar, o bien Joey tenía la sensibilidad más desarrollada del mundo para deducir. Bastaba con que ella mencionara la inminente visita de su vieja compañera de equipo Cathy Schmidt para que Joey percibiera una crítica insidiosa a Connie. Si él se lo hacía notar, ella se ponía en plan psicóloga y le pedía que analizara su propia susceptibilidad al respecto. El único contragolpe que la habría obligado a callar —preguntarle cuántos amigos había hecho ella después de la universidad (respuesta: ninguno)— era el único al que él era incapaz de recurrir. Ella tenía la injusta ventaja final, en todas las discusiones, de darle lástima.
Connie no correspondía a la madre de Joey en su enemistad. Tenía todo el derecho del mundo a quejarse, pero nunca lo hacía, y por eso mismo la injusticia de la enemistad de su madre era aún más flagrante. De niña, Connie, por propia voluntad, sin necesidad de que Carol la incitara a ello, le regalaba a la madre de Joey por su cumpleaños tarjetas de felicitación hechas por ella. Su madre hablaba enternecida de esas felicitaciones todos los años hasta que Connie y él empezaron a tener relaciones sexuales. Connie había seguido haciéndole tarjetas después, y Joey, cuando aún estaba en Saint Paul, había visto a su madre abrir una, echarle un vistazo con expresión impasible y dejarla junto con el correo basura. Más recientemente, Connie le había enviado además pequeños regalos de cumpleaños —un año, unos pendientes; otro, bombones— y en agradecimiento obtuvo acuses de recibo tan rígidamente impersonales como una notificación de Hacienda. Connie hizo cuanto pudo para volver a ganarse a la madre de Joey, excepto lo único que habría surtido efecto, que era dejar de verse con Joey. Era una joven de corazón puro, y Patty le escupía. Esa injusticia era otra de las razones por las que se había casado con ella.
Esa misma injusticia, indirectamente, lo llevó también a sentirse más atraído por el Partido Republicano. Su madre se comportaba como una esnob con respecto a Carol y Blake y le echaba en cara a Connie el mero hecho de que viviera con ellos. Daba por sentado que todas las personas razonables, incluido Joey, pensaban lo mismo sobre los gustos y opiniones de los blancos pertenecientes a entornos menos privilegiados que el de ella. Lo que le gustaba a Joey de los republicanos era que no despreciaban a la gente como lo hacían los demócratas progresistas. Odiaban a los progresistas, sí, pero sólo porque los progresistas los habían odiado a ellos primero. Sencillamente, estaban hartos de la total condescendencia con que las personas como su madre trataban a la gente como los Monaghan. En los últimos dos años, poco a poco, Joey y Jonathan habían trocado posiciones en sus discusiones sobre política, en especial en torno a Iraq. Joey había llegado a la convicción de que la invasión era necesaria para salvaguardar los intereses petropolíticos de Estados Unidos y eliminar las armas de destrucción masiva de Saddam, mientras que Jonathan, que había conseguido dos apetecibles trabajos de becario durante el verano, primero en el Hill y luego en el Washington Post, y esperaba llegar a ser periodista político, se fiaba cada vez menos de gente como Feith y Wolfowitz y Perle y Chalabi, que hacían campaña a favor de la guerra. Para los dos había sido una satisfacción invertir sus papeles previstos y distanciarse políticamente de sus respectivas familias: Joey hablaba cada vez más como el padre de Jonathan y Jonathan cada vez más como el de Joey. Cuanto más insistía Joey en ponerse del lado de Connie y en defenderla del esnobismo de su madre, más cómodo se sentía con el partido del antiesnobismo rabioso.
¿Y por qué demonios se había quedado con Connie? La única respuesta razonable era que la quería. Había tenido oportunidades para librarse de ella —de hecho, había creado intencionadamente unas cuantas—, pero una y otra vez, en el momento decisivo, había optado por desaprovecharlas. La primera gran ocasión fue al marcharse a la universidad. La siguiente oportunidad llegó al cabo de un año, cuando Connie lo siguió al este para estudiar en el Morton College, en Morton’s Glen, Virginia. Si bien es verdad que con ese traslado quedaba a un corto viaje de Charlottesville en el Land Cruiser de Jonathan (que Jonathan, que simpatizaba con Connie, le prestaba a Joey), también la ponía en camino de ser una estudiante universitaria normal y desarrollar una vida independiente. Después de la segunda visita de Joey a Morton, durante la que se dedicaron básicamente a esquivar a la compañera de habitación coreana de Connie, Joey propuso que, «por el bien de ella» (ya que no parecía estar adaptándose a la universidad), intentaran romper de nuevo su dependencia e interrumpir sus comunicaciones durante un tiempo. Su propuesta no era del todo falsa; no excluía del todo un futuro para ellos. Pero había estado muy en contacto con Jenna y esperaba pasar las vacaciones de invierno con ella y Jonathan en McLean. Cuando finalmente Connie se enteró de esos planes, pocas semanas antes de Navidad, Joey le preguntó si no quería volver a Saint Paul y ver a sus amigos y a su familia (es decir, como haría una estudiante universitaria normal de primero). «No —respondió ella—, quiero estar contigo». Espoleado por la perspectiva de Jenna y envalentonado por un ligue especialmente satisfactorio que le había caído como llovido del cielo en un reciente baile semiformal, trató a Connie con dureza, y ella rompió a llorar por teléfono tan desconsoladamente que le entró hipo. Dijo que no quería volver a su casa nunca más, que no quería volver a pasar otra noche con Carol y las niñas nunca más. Pero Joey la obligó igualmente. Y aunque apenas habló con Jenna durante las fiestas —primero ella se fue a esquiar, luego estuvo en Nueva York con Nick—, siguió adelante con su estrategia de evasión hasta la noche de primeros de febrero en que Carol lo llamó para darle la noticia de que Connie había colgado los estudios en Morton y vuelto a Barrier Street, más deprimida que nunca.
Al parecer, Connie había sacado sobresaliente en dos exámenes finales de diciembre pero sencillamente no se había presentado a los otros dos, y existía una virulenta antipatía entre ella y su compañera de habitación, que escuchaba a los Backstreet Boys a tal volumen que los graves que escapaban de sus auriculares habrían enloquecido a cualquiera, y dejaba el televisor sintonizado en un canal de teletienda a todas horas del día, y lanzaba pullas a Connie por su novio «estirado», y la invitaba a imaginar a todas las putillas estiradas que se follaba a sus espaldas, y dejaba la habitación apestando a pepinillos en vinagre. Readmitida en período de prueba, Connie volvió a la universidad en enero, pero se quedaba tanto tiempo en la cama que al final el servicio sanitario del campus intervino y la mandó a casa. Todo eso se lo contó Carol a Joey con sobria preocupación y, por suerte, sin recriminación alguna.
El hecho de que hubiese dejado pasar esa última y excelente oportunidad para librarse de Connie (que ya no podía aparentar que su depresión sólo era fruto de la imaginación de Carol) guardó relación hasta cierto punto con la reciente y amarga noticia de la «especie» de compromiso de Jenna con Nick, pero sólo hasta cierto punto. Si bien Joey sabía de sobra que una enfermedad mental grave era algo temible, tenía la impresión de que, si eliminaba de su abanico de posibilidades a todas las chicas interesantes en edad universitaria con cierto historial de depresión, se quedaría con un abanico ciertamente reducido. Y a Connie no le faltaban razones para deprimirse: su compañera de habitación era insufrible y ella se moría de soledad. Cuando Carol le pasó el teléfono, Connie pronunció las palabras «lo siento» cien veces. Sentía haberle fallado a Joey, sentía no haber sido más fuerte, sentía distraerlo de sus estudios, sentía haber malgastado el dinero para su formación, sentía ser una carga para Carol, sentía ser una carga para todos, sentía aburrirlo cuando hablaban. Aunque (o porque) estaba tan hundida que era incapaz de pedirle nada a Joey —por fin parecía medio dispuesta a dejarlo ir—, él le dijo que iba sobrado de pasta, por el dinero que le mandaba su madre, y que cogería un avión para ir a verla. Cuanto más insistió ella en que no era necesario, más supo él que sí lo era.
La semana que pasó en Barrier Street fue la primera semana verdaderamente adulta de su vida. Sentado con Blake en el gran salón, cuyas dimensiones eran más modestas de lo que él recordaba, vio el ataque a Bagdad en Fox News y sintió que su arraigado resentimiento por el 11-S empezaba a disolverse. El país por fin se ponía en marcha, por fin volvía a empuñar el timón de la historia, y esto se correspondió en cierto modo con la consideración y la gratitud con que Blake y Carol lo trataron. Obsequió a Blake con anécdotas del laboratorio de ideas, de cómo se codeaba con personalidades que aparecían en las noticias y de los planes posteriores a la invasión de los que él era partícipe. La casa era pequeña y él se sentía grande en ella. Aprendió a coger un bebé en brazos y a ladear un biberón. Connie estaba pálida y alarmantemente delgada, con los brazos tan esqueléticos y el vientre tan cóncavo como a los catorce años, cuando él se los acarició por primera vez. Por la noche, en la cama, la abrazaba e intentaba excitarla, se esforzaba por traspasar la gruesa corteza afectiva de su trastorno, al menos lo suficiente para no sentirse mal por hacer el amor con ella. Las pastillas que tomaba aún no le hacían efecto, y él casi se alegraba de lo enferma que estaba: eso le confería a él seriedad y un objetivo. Ella repetía continuamente que le había fallado, pero él tenía casi la sensación contraria. Como si se hubiese revelado un mundo de amor nuevo y más adulto: como si aún les quedara un sinfín de puertas interiores por abrir. Por una de las ventanas de la habitación de Connie, Joey veía la casa en que se había criado, una casa ocupada ahora por una pareja negra, unos estirados que iban a la suya, según Carol, con sus títulos universitarios enmarcados en una pared del comedor. («En el comedor —remarcó Carol—, donde todo el mundo puede verlos, incluso desde la calle»). Joey descubrió con satisfacción que apenas lo conmovía ver su antigua casa. Desde que guardaba memoria, quería dejarla atrás en el pasado, y ahora daba la impresión de que lo había conseguido realmente. Una noche llegó al extremo de telefonear a su madre para contarle lo que estaba ocurriendo.
—O sea… —dijo ella—. Vale. Por lo visto, estoy un poco en la inopia. ¿Dices que Connie fue a la universidad en el este?
—Sí. Pero le tocó una mala compañera de habitación y tuvo una depresión.
—Pues gracias por informarme ahora que todo ha pasado.
—No puede decirse que me facilitaras mucho las cosas a la hora de hablarte de ella.
—No, claro, aquí la mala soy yo. Siempre tan negativa. Seguro que ésa es la imagen que tienes de mí.
—Tal vez si tengo esa imagen, es por algo. ¿No te has parado a pensarlo?
—Yo sólo tenía la impresión de que estabas libre y sin ataduras. Ya sabes, la universidad no dura eternamente, Joey. Yo acepté ataduras cuando aún era joven y me perdí muchas experiencias que probablemente habrían sido provechosas para mí. Aunque por otra parte, quizá yo no era tan madura como tú.
—Sí —dijo él sintiéndose imperturbable y, de hecho, maduro—. Quizá.
—Sólo me gustaría señalar que en cierto modo me mentiste hace… no sé cuánto… dos meses, cuando te pregunté si sabías algo de Connie. Y eso, lo de mentir, tal vez no sea lo más maduro del mundo.
—Tu pregunta no era bienintencionada.
—¡Y tu respuesta no fue sincera! Tampoco es que estés obligado a ser sincero conmigo, pero al menos ahora seamos claros al respecto.
—Era Navidad. Te dije que creía que Connie estaba en Saint Paul.
—Pues ahí tienes. Y no es que quiera seguir dándole vueltas a esto, pero cuando una persona dice «creo», en general da a entender que no está seguro. Simulaste no saber algo que sabías perfectamente.
—Dije dónde creía que estaba. Pero podía estar en Wisconsin o vete a saber dónde.
—Ya, visitando a alguna de sus muchas amistades íntimas.
—¡Por favor! —exclamó Joey—. Si aquí la única culpable eres tú.
—No me malinterpretes. Me parece admirable que ahora estés ahí con ella, y lo digo muy en serio. Habla bien de ti. Estoy orgullosa de que quieras cuidar de alguien que te importa. Yo misma tengo cierta experiencia con la depresión, y me consta que no es cosa fácil. ¿Connie está tomando algo?
—Sí, Celexa.
—Bueno, espero que le vaya bien. A mí la medicación no me sentó precisamente bien.
—¿Tomaste antidepresivos? ¿Cuándo?
—Ah, no hace mucho.
—Dios mío, no tenía ni idea.
—Eso es porque cuando digo que quiero que estés libre y sin ataduras, lo digo en serio. No quería que te preocuparas por mí.
—Santo cielo, pero al menos podrías habérmelo dicho.
—De todos modos, fueron sólo unos meses. No fui lo que se dice una paciente ejemplar.
—Esa medicación requiere un tiempo —dijo él.
—Ya, eso decía todo el mundo. Sobre todo tu padre, que está, digamos, en primera línea conmigo. Lamentó mucho ver que esos buenos tiempos quedaban atrás. Pero yo me alegré de recuperar mi propia cabeza, por decirlo de algún modo.
—Lo siento mucho.
—Sí, lo sé. Si me hubieses contado todo eso sobre Connie hace tres meses, mi respuesta habría sido: ¡la la la! Ahora, en cambio, tienes que acostumbrarte a que vuelvo a tener sentimientos.
—Quería decir que siento mucho que lo estés pasando mal.
—Gracias, cariño. Y yo te pido disculpas por mis sentimientos.
Por extendida que estuviera en apariencia la depresión en esos tiempos, Joey consideraba un tanto preocupante que las dos mujeres que más lo amaban la sufrieran clínicamente. ¿Era casualidad? ¿O ejercía él algún efecto activamente nefasto en la salud mental de las mujeres? En el caso de Connie, concluyó, la verdad era que su depresión era una manifestación de la propia intensidad que él siempre había adorado en ella. En su última noche en Saint Paul, antes de volver a Virginia, se quedó sentado viéndola explorarse el cráneo con las yemas de los dedos, como si pretendiera extraer de su cerebro el exceso de sentimiento. Dijo que la razón por la que lloraba en momentos aparentemente aleatorios era que incluso los malos pensamientos más insignificantes eran una tortura, y sólo le acudían a la mente malos pensamientos, nunca buenos. Pensaba en que había perdido una gorra de béisbol de la Universidad de Virginia que él le había regalado una vez; en que cuando él la visitó por segunda vez en Morton, estaba tan agobiada por su compañera de habitación que no le había preguntado qué nota había sacado en su importantísimo trabajo de Historia de Estados Unidos; en que Carol le había comentado en una ocasión que gustaría más a los chicos si sonriera más; en que una de sus hermanastras, Sabrina, se había puesto a berrear la primera vez que ella la cogió en brazos; que había admitido como una estúpida ante la madre de Joey que se iba a verlo a Nueva York; en que había estado sangrando asquerosamente la víspera del día en que él se marchó a la universidad; en que había escrito lo que no debía en las postales que le había enviado a Jessica, la hermana de Joey, en un intento de recuperar su amistad, y, como era lógico, Jessica no le había contestado; y así sucesivamente. Estaba perdida en un bosque tenebroso de lamentaciones y autoaversión en el que incluso los árboles más pequeños adquirían proporciones monstruosas. Joey nunca había estado en esa clase de bosques, pero se sentía inexplicablemente atraído por el que había dentro de ella. Incluso lo excitó que ella empezara a sollozar mientras él acometía la tarea de echar el polvo de despedida, al menos hasta que los sollozos se convirtieron en convulsiones y sacudidas y autodesprecio. El nivel de angustia de Connie parecía haber alcanzado un límite peligroso, próximo al suicidio, y Joey se pasó media noche en vela, intentando disuadirla de sentirse tan mal consigo misma por sentirse tan mal consigo misma que no podía darle a él nada de lo que quería. Fue agotador y circular e inaguantable, y sin embargo, la tarde del día siguiente, cuando volvía al este, temió de pronto los posibles efectos del Celexa cuando por fin se produjesen. Pensó en lo que había dicho su madre, que los antidepresivos anulaban los sentimientos: una Connie sin mares de sentimiento era una Connie a la que no conocía y a la que, sospechaba, no desearía.
Entretanto, el país estaba en guerra, pero era una guerra extraña en la que, con un margen de error por redondeo, las únicas bajas eran del otro bando. Joey se alegraba de comprobar que la ocupación de Iraq era exactamente el juego de niños que él había previsto, y Kenny Bartles le enviaba e-mails eufóricos sobre la necesidad de montar y poner en marcha su panificadora cuanto antes. (Joey explicaba una y otra vez que él aún era estudiante universitario y no podía empezar a trabajar hasta después de los exámenes finales). Jonathan, en cambio, estaba más agrio que nunca. Tenía una fijación, por ejemplo, con las antigüedades iraquíes robadas en el saqueo del Museo Nacional.
—Eso fue un pequeño error —dijo Joey—. Siempre hay alguna cagada, ¿no? Lo que pasa es que no quieres reconocer que las cosas van bien.
—Lo reconoceré cuando encuentren el plutonio y los misiles cargados de viruela —replicó Jonathan—. Cosa que no pasará, porque fue todo una sarta de falsedades, falsedades inventadas, porque los que pusieron esto en marcha son unos payasos incompetentes.
—Chaval, todo el mundo dice que hay armas de destrucción masiva. Hasta el New Yorker. Mi madre dice que mi padre quiere anular la suscripción, de lo enfadado que está. Mi padre, el gran experto en política exterior.
—¿Cuánto te juegas a que tu padre tiene razón?
—No lo sé. ¿Cien dólares?
—¡Hecho! —dijo Jonathan, y le tendió la mano—. Cien pavos a que a final del año no han encontrado armas.
Joey le estrechó la mano y de inmediato pasó a preocuparle que Jonathan estuviera en lo cierto sobre las armas de destrucción masiva. No es que le importaran los cien dólares; iba a ganar ocho mil al mes con Kenny Bartles. Pero Jonathan, adicto a las noticias políticas, parecía tan seguro de sí mismo que Joey se preguntó si no se le habría escapado el chiste en sus conversaciones con los jefes del laboratorio de ideas y Kenny Bartles: si había sido incapaz de percibir el guiño o la inflexión irónica en la voz cuando los otros hablaban de las razones, aparte de su propio enriquecimiento personal o el de sus empresas, para invadir Iraq. En opinión de Joey, ellos tenían en efecto un motivo secreto para apoyar la invasión: la protección de Israel, que, a diferencia de Estados Unidos, se hallaba al alcance incluso de los misiles cutres que pudieran fabricar los científicos de Saddam. Pero creía que los neoconservadores eran sinceros al menos en su temor por la seguridad de Israel. Ahora, cuando marzo daba paso a abril, ya hacían gestos de indiferencia y se comportaban como si les trajese sin cuidado que salieran o no a la luz armas de destrucción masiva, como si lo más importante fuese la libertad de los iraquíes. Y Joey, cuyo propio interés en la guerra era sobre todo económico, pero cuyo refugio moral era la idea de que mentes más sabias tenían motivos mejores, empezó a sentir que lo habían embaucado. No por eso perdió las ganas de embolsarse su parte, pero sí se sintió más sucio.
Con este turbio ánimo, le fue más fácil hablar con Jenna de sus planes para el verano. Jonathan, entre otras cosas, estaba celoso de Kenny Bartles (se cabreaba cuando oía a Joey hablar con él por teléfono); Jenna, en cambio, tenía dibujados signos de dólar en los ojos y era siempre partidaria de llenarse el bolsillo.
—Es posible que nos veamos en Washington este verano —dijo—. Iré desde Nueva York y puedes llevarme a cenar para celebrar mi compromiso.
—Claro —respondió él—. Seguro que será una noche divertida.
—Debo advertirte que tengo unos gustos muy caros en lo que se refiere a restaurantes.
—¿Y qué opinará Nick de que yo te lleve a cenar?
—Que será una pequeña tregua para su cartera. Nunca se le ocurriría tenerte miedo. Pero ¿qué opinará tu novia?
—No es celosa.
—Mejor. Los celos no tienen ningún encanto, ja, ja.
—Ojos que no ven, corazón que no siente.
—Sí, y hay muchas cosas que los suyos no ven, ¿verdad? ¿Cuántos deslices has tenido ya?
—Cinco.
—Esos son cuatro más de los que Nick tendría antes de que yo le extirpara quirúrgicamente los testículos.
—Ya, pero si tus ojos no lo vieran, tu corazón no lo sentiría, ¿no?
—Créeme —dijo Jenna—, me enteraría. Esa es la diferencia entre tu novia y yo. Yo sí soy celosa. En lo tocante a andar follando por ahí, yo soy la Inquisición española. Guerra sin cuartel.
Era interesante oír eso, ya que era Jenna quien el otoño anterior lo había incitado a aprovechar todas las oportunidades intrascendentes que le salieran al paso en la universidad, y era a Jenna a quien él creía impresionar al aprovecharlas. En el comedor, ella lo había aleccionado sobre el arte de cortar por lo sano, con una chica cuya cama había abandonado cuatro horas antes. «No seas blandengue —le había aconsejado Jenna—. Quieren que pases de ellas. Si no pasas, no les haces ningún favor. Tienes que actuar como si no las hubieras visto en la vida. Lo último que desean es que andes rondándolas o con la mirada perdida y te comportes como si te sintieras culpable. Están ahí sentadas rogando a Dios que no las abochornes». Estaba claro que hablaba por propia experiencia, pero Joey no se lo había creído del todo hasta la primera vez que lo puso en práctica. Desde entonces, su vida había sido más fácil. Pese a tener la gentileza de no mencionarle a Connie sus indiscreciones, siguió pensando que a ésta no le importaría. (La persona a quien tuvo que ocultárselo activamente fue a Jonathan, quien poseía un concepto artúrico del comportamiento romántico y había arremetido furiosamente contra Joey, como si fuera el hermano mayor o el caballero guardián de Connie, al filtrarse y llegar hasta él la noticia de uno de sus ligues. Joey le aseguró que nadie se había bajado siquiera una sola cremallera, pero tal falsedad era demasiado absurda para no responder a ella con una sonrisa de sorna, y Jonathan lo llamó capullo y mentiroso, indigno de Connie). Ahora tenía la sensación de que Jenna, con sus cambiantes pautas sobre la fidelidad, lo había embaucado igual que sus jefes del laboratorio de ideas. Ella había hecho por diversión, por pura maldad hacia Connie, lo que los belicistas habían hecho por los beneficios. Pero eso no lo disuadió ni remotamente de invitarla a una gran cena ni de ganar, en RESIA, el dinero para hacerlo.
Sentado a solas en el único despacho de la fría oficina de RESIA en Alexandria, Joey convirtió los enmarañados faxes enviados por Kenny desde Bagdad en informes convincentes sobre la sensatez de destinar los dólares del contribuyente a la reconversión de las panificadoras financiadas por Saddam en prósperos negocios con la ayuda de la Autoridad Provisional de la Coalición. Empleó sus análisis monográficos de las cadenas Breadmasters y Hot & Crusty, redactados el verano anterior, a fin de crear un atractivo modelo de negocio que después seguirían los futuros empresarios. Desarrolló un plan de dos años para elevar los precios del pan y acercarlos a un valor justo de mercado, asignando al khubz, el pan básico iraquí, un precio de reclamo que generaría pérdidas y aplicando un recargo a las pastas y todos los tipos de café, presentados de manera atractiva para sacar de ahí los beneficios con el objetivo de eliminar las ayudas de la Coalición hacia el año 2005 sin desencadenar disturbios a causa del pan. Todo lo que hacía era puro camelo como mínimo en parte y muchas veces por completo. No tenía ni idea de cómo era un escaparate de Basora; sospechaba que, por ejemplo, el expositor frigorífico de pastas al estilo de los escaparates de cristal cilindrado de Breadmasters tal vez no sería lo idóneo en una ciudad salpicada de coches bomba y con temperaturas de 54 grados en verano. Pero los camelos del mercado moderno constituían un lenguaje que él, como había descubierto complacido, dominaba con fluidez, y Kenny le aseguró que allí lo único importante era la apariencia de febril actividad y los resultados inmediatos. «Tú consigue salvar ahí las apariencias, como si todo fuera bien y estuviese hecho desde ayer —dijo Kenny—, y nosotros haremos aquí, sobre el terreno, lo posible para estar a la altura de esas apariencias. Jerry quiere mercado libre de la noche a la mañana, y eso es lo que vamos a darle». («Jerry» era Paul Bremer, el mandamás de Bagdad, a quien Kenny tal vez conociera, o tal vez no). En sus ociosas horas en la oficina, sobre todo los fines de semana, Joey chateaba con sus amigos de la universidad que hacían prácticas sin cobrar o asaban hamburguesas en sus lugares de origen y le prodigaban su envidia y sus felicitaciones por haber conseguido el mejor trabajo de verano de todos los tiempos. Se sentía como si la evolución de su vida, que había descarrilado en el 11-S, hubiese recuperado por completo su sensacional trayectoria ascendente.
Durante un tiempo, las únicas sombras que empañaron su satisfacción fueron los aplazamientos del viaje a Washington de Jenna. Un tema recurrente en sus conversaciones era la preocupación de ella por no haberse desmadrado lo suficiente antes del compromiso con Nick. («No sé hasta qué punto haber sido un pendón en Duke durante un año cuenta de verdad», dijo). Joey creyó oír los susurros de la oportunidad en esa preocupación, y se quedó desconcertado cuando, pese a los coqueteos cada vez más descarados de sus conversaciones telefónicas, ella pospuso dos veces el plan de ir a verlo, y más desconcertado aún cuando supo por Jonathan que ella había estado en McLean con sus padres sin decirle nada.
Luego, el Cuatro de Julio, durante una visita a la familia que hizo sólo por cumplir, se dignó explicarle a su padre los detalles de su trabajo en RESIA, esperando impresionarlo con la cuantía de su sueldo y el alcance de sus responsabilidades; y su padre prácticamente lo repudió en el acto. Hasta ese momento, a lo largo de toda su vida, la relación entre ellos había sido esencialmente un pulso sin vencedor, un choque de voluntades acabado en tablas. Pero esta vez su padre no se conformó con mandarlo a paseo después de un sermón sobre su frialdad y su arrogancia. Esta vez declaró a gritos que Joey le daba «asco», que le «repugnaba físicamente» haber criado a un hijo tan egoísta e irreflexivo que estaba dispuesto a conchabarse con los monstruos que destrozaban el país para su propio enriquecimiento personal. Su madre, en lugar de defenderlo, huyó despavorida escaleras arriba, a su pequeña habitación. Joey sabía que ella le telefonearía a la mañana siguiente, intentando suavizar las cosas, soltándole el rollo de que su padre se enfadaba sólo porque lo quería. Pero ella era demasiado cobarde para quedarse allí, y él mismo no podía hacer nada salvo cruzarse de brazos con firmeza y convertir su rostro en una máscara y negar con la cabeza y repetirle a su padre, una y otra vez, que no criticase cosas que no entendía.
—¿Qué no entiendo? —replicó su padre—. Ésta es una guerra por una cuestión de política y beneficios. ¡Y punto!
—Que no te gusten las ideas políticas de determinadas personas —dijo Joey— no significa que todo lo que hagan sea incorrecto. Para ti, es como si todo lo que hacen fuera malo, esperas que fracasen en todo, porque detestas sus ideas políticas. Ni siquiera quieres oír el lado bueno de lo que está pasando.
—No hay lado bueno en lo que está pasando.
—Ya, vale. Es un mundo en blanco y negro. Nosotros somos todos malos y vosotros sois todos buenos.
—¿Crees que es así como funciona el mundo? ¿Que para que vosotros os forréis hay que volarles la cabeza y las piernas a chicos de tu edad en Oriente Medio? ¿Ése es el mundo perfecto en el que vives?
—Claro que no, papá. ¿Podrías dejar de decir estupideces por un segundo? Allí la gente muere porque su economía está jodida. Nosotros intentamos arreglar esa economía, ¿vale?
—No deberías estar ganando ocho mil dólares al mes —dijo su padre—. Sé que te crees muy listo, pero hay algo que va mal en un mundo donde un chico de diecinueve años sin formación consigue eso. Tu situación apesta a corrupción. Esto tuyo me huele muy mal.
—Por Dios, papá. Como tú digas.
—Ya ni me interesa saber qué haces. Me da demasiado asco. Puedes contárselo a tu madre, pero hazme el favor de dejarme al margen.
Joey desplegó una sonrisa feroz para no llorar. Experimentaba un dolor que percibía como algo estructural, como si su padre y él hubiesen elegido sus respectivas ideologías políticas sin otro fin que odiarse mutuamente, y la única escapatoria de aquella situación fuera el distanciamiento. No contarle nada a su padre, no volver a verlo a menos que fuera absolutamente necesario, también a él le parecía buena idea. Ni siquiera estaba enfadado, sólo quería dejar atrás el dolor. Volvió en taxi a su estudio amueblado, cuyo alquiler su madre le había ayudado a pagar, y envió mensajes a Connie y Jenna. La primera debía de haberse ido a dormir temprano, pero la segunda lo llamó a las doce de la noche. No era quien mejor escuchaba en el mundo, pero captó la esencia de su desastroso Cuatro de Julio lo suficiente como para asegurarle que el mundo no era justo y nunca lo sería, que siempre habría grandes ganadores y grandes perdedores, y que ella, en la vida trágicamente finita que se le había concedido, prefería ser una ganadora y rodearse de ganadores. Cuando a continuación Joey le echó en cara que no lo hubiera llamado desde McLean, ella contestó que le había parecido «arriesgado» salir a cenar con él.
—¿Por qué habría sido arriesgado?
—Es que eres una especie de mal hábito mío —respondió ella—. Necesito mantenerlo a raya. Necesito concentrarme en el trofeo.
—Por lo que se ve, el trofeo y tú no os divertís mucho.
—El trofeo está muy ocupado intentando quitarle el puesto a su jefe. A eso se dedican en ese mundillo: intentan comerse vivos los unos a los otros. Es asombroso que no esté mal visto. Pero por otra parte es algo que lleva mucho tiempo. Una chica quiere que la saquen de vez en cuando, sobre todo en su primer verano después de la carrera.
—Por eso tienes que venir —insistió él—. Yo te sacaré, eso te lo aseguro.
—Sin duda. Pero mi jefe está hasta los topes de encargos en los Hamptons durante las próximas tres semanas. Se requieren mis servicios como portadora del sujetapapeles. Lástima que tú también estés tan ocupado, o si no podría conseguirte algún trabajito.
Joey había perdido la cuenta de las citas y promesas frustadas que ella le había hecho desde que la conoció. Ninguna de las cosas divertidas que sugería llegaba a materializarse, y él nunca entendió por qué se molestaba en seguir sugiriéndolas. A veces pensaba que era por competir con su hermano o algo así. O tal vez fuera porque Joey era judío y agradaba a su padre, que era la única persona a quien ella nunca criticaba. O tal vez la fascinaba la relación de Joey con Connie y se deleitaba como una reina en los retazos de información íntima que él ponía a sus pies. O tal vez le gustaba de verdad y quería ver en qué se convertiría cuando fuera mayor y cuánto dinero era capaz de ganar. O tal vez por todas esas razones. Jonathan no tenía ninguna interpretación perspicaz que ofrecer, aparte del hecho de que su hermana era una fuente de problemas, un monstruo del Planeta de los Malcriados, con la conciencia ética de una esponja marina, pero Joey creía atisbar cosas más profundas en ella. Se resistía a aceptar que alguien provisto del poder que le daba tal belleza pudiese carecer de ideas interesantes acerca de cómo utilizarlo.
Al día siguiente, cuando le contó a Connie la discusión con su padre, ella no entró a juzgar los méritos de sus respectivas argumentaciones, sino que pasó directamente al dolor de él y le dijo que lo sentía mucho. Había vuelto a trabajar de camarera y parecía dispuesta a esperar todo el verano hasta volver a verlo. Kenny Bartles le había prometido a Joey vacaciones pagadas las últimas dos semanas de agosto si accedía a trabajar todos los fines de semana hasta entonces, y Joey no quería a Connie cerca para complicarle las cosas por si Jenna iba a Washington; no imaginaba cómo escabullirse una noche, o dos o tres, sin decirle a Connie la clase de mentira descarada que procuraba reducir al mínimo.
Joey atribuyó al Celexa la ecuanimidad con que ella aceptó la demora. Pero una noche, durante una llamada telefónica de rutina, mientras él bebía cerveza en su apartamento, ella se sumió en un silencio especialmente prolongado, y al final anunció: «Cariño, tengo que decirte unas cuantas cosas». La primera era que había dejado la medicación. La segunda era que la razón por la que había dejado de tomarla era que se acostaba con el encargado del restaurante y ya estaba harta de no correrse. Lo confesó con una objetividad curiosa, como si hablara de una chica que no era ella, una chica cuyos actos eran deplorables pero comprensibles. El encargado, dijo, estaba casado y tenía dos hijos adolescentes y vivía en Hamline Avenue.
—He pensado que era mejor decírtelo —añadió—. Puedo dejar de hacerlo si quieres.
Joey se estremeció. Casi tembló. Entró una corriente de aire por una puerta mental que creía cerrada a cal y canto, pero en realidad estaba abierta de par en par; una puerta por la que podía huir.
—¿Tú quieres dejar de hacerlo? —preguntó.
—No lo sé —contestó Connie—. Digamos que me gusta, por el sexo, pero no siento nada por él. Sólo siento algo por ti.
—Vaya, cielo santo. Supongo que tendré que pensármelo.
—Sé que está muy mal, Joey. Tenía que habértelo dicho en cuanto pasó. Pero durante un tiempo me pareció muy agradable que alguien se interesara por mí. ¿Sabes cuántas veces hemos hecho el amor tú y yo desde octubre?
—Sí, ya lo sé. Soy consciente.
—Dos veces, o ninguna si no contamos cuando estaba enferma. Aquí hay algo que no va bien.
—Lo sé.
—Nos queremos pero no nos vemos nunca. ¿Tú no lo echas de menos?
—Sí.
—¿Te has acostado con otras? ¿Por eso lo llevas bien?
—Sí, un par de veces. Pero nunca más de una vez con la misma persona.
—Estaba casi segura, pero no quería preguntártelo. No quería que creyeras que yo no te lo permitiría. Y yo no lo he hecho por eso. Lo he hecho porque me siento sola. Me siento muy sola, Joey. Me muero de soledad. Y la razón por la que me siento tan sola es que te quiero y tú no estás aquí. Me he acostado con otro porque te quiero a ti. Sé que te parecerá confuso, o no muy honesto, pero es la verdad.
—Te creo —dijo Joey.
Y así era. Pero el dolor que lo traspasaba no parecía guardar relación con lo que creía o dejaba de creer, con lo que ella pudiera decir o dejar de decir en ese momento. El hecho mudo de que su dulce Connie se hubiera ido a la cama con un asqueroso cuarentón, de que se hubiera quitado los vaqueros y las braguitas y se hubiera abierto de piernas repetidamente, se había plasmado en palabras sólo el tiempo necesario para que ella las pronunciara y para que Joey las oyera antes de que el hecho recuperara su mutismo y se alojara dentro de Joey, fuera del alcance de las palabras, como una bola de cuchillas de afeitar que se hubiera tragado. Entendía, en buena lógica, que el cerdo del encargado podía no importarle a Connie más de lo que a él le importaron esas otras chicas, todas ellas ebrias o muy ebrias, en cuyas camas en extremo perfumadas había acabado él durante el año anterior, pero le era tan imposible acceder a su dolor mediante la lógica como detener un autobús lanzado a toda velocidad con sólo pensar ¡Detente! El dolor era francamente extraordinario. Y sin embargo también curiosamente bienvenido y reparador, dándole a conocer que estaba vivo y atrapado en una historia más amplia que él.
—Di algo, cariño —pidió Connie.
—¿Cuándo empezó?
—No lo sé. Hará unos tres meses.
—Pues quizá debas seguir —dijo él—. Tal vez debas seguir adelante y tener un hijo con él, y a ver si te monta una casa.
Fue de mal gusto aludir a Carol así, pero Connie, en respuesta, se limitó a preguntarle con transparente sinceridad:
—¿Eso quieres que haga?
—No sé qué quiero.
—No es lo que yo quiero, ni mucho menos. Lo que yo quiero es estar contigo.
—Sí, ya. Pero no antes de follarte a otro durante tres meses.
Eso debería haberla llevado a llorar y pedir perdón, o al menos a arremeter a su vez contra él, pero ella no era una persona corriente.
—Es verdad —admitió—. Tienes razón. Es un comentario totalmente justo. Podía habértelo dicho la primera vez, y luego dejar de hacerlo. Pero hacerlo por segunda vez no me pareció mucho peor que hacerlo una sola vez. Y lo mismo con la tercera y la cuarta. Y entonces quise abandonar la medicación, porque me pareció una estupidez tener relaciones sexuales cuando apenas sentía nada. Y entonces hubo que poner el contador a cero, por decirlo de alguna manera.
—Y ahora sientes algo, y es magnífico.
—Sin duda es mejor. Tú eres la persona a quien quiero, pero ahora al menos vuelven a funcionarme las terminaciones nerviosas.
—¿Y por qué me lo has dicho ahora? ¿Por qué no has seguido hasta los cuatro meses? Cuatro no es peor que tres, ¿no?
—Cuatro es exactamente lo que tenía previsto —respondió ella—. Pensaba decírtelo cuando fuera a verte el mes que viene, y pudiéramos planear estar juntos más a menudo, para empezar a ser monógamos otra vez. Eso es lo que quiero todavía. Pero anoche volví a tener remordimientos, y decidí que debía decírtelo.
—¿Vuelves a estar deprimida? ¿Sabe tu médico que has dejado la medicación?
—Mi médico sí, pero Carol no. Por lo visto, Carol piensa que la medicación va a arreglarlo todo entre ella y yo. Piensa que va a resolver su problema permanentemente. Saco una pastilla del frasco cada noche y la escondo en el cajón de los calcetines. Creo que las cuenta cuando me voy a trabajar.
—Probablemente deberías tomarlas —dijo Joey.
—Volveré a tomarlas si no puedo verte nunca más. Pero si te veo, quiero sentirlo todo. Y no creo que las necesite si sigo viéndote. Sé que eso suena a amenaza o algo así, pero es la pura verdad. No pretendo influir en tu decisión de volver a verme o no. Soy consciente de que he actuado mal.
—¿Te arrepientes?
—Sé que debería decir que sí, pero en realidad no lo sé. ¿Tú te arrepientes de haberte acostado con otras?
—No. Y menos ahora.
—A mí me pasa lo mismo, cariño. Soy exactamente igual que tú. Sólo espero que seas capaz de recordar eso, y me dejes volver a verte.
La confesión de Connie fue la mejor y última oportunidad de Joey para escapar con la conciencia limpia. Con una causa tan justificada le habría sido muy fácil despacharla si hubiese sentido la ira necesaria para ello. Después de colgar, atacó la botella de Jack Daniel’s de la que en condiciones normales, con la debida disciplina, se mantenía a distancia, y luego salió a pasear por las calles húmedas de su inhóspito no-barrio, deleitándose con el contundente calor estival y el rugido colectivo de los aparatos de aire acondicionado que lo complementaban. En un bolsillo del pantalón caqui llevaba un puñado de calderilla, que sacó y empezó a lanzar a la calle, unas cuantas monedas cada vez. Las tiró todas, los últimos centavos de su inocencia, las últimas monedas de diez y veinticinco de su autosuficiencia. Necesitaba despojarse, despojarse. No podía hablarle de su dolor a nadie, no a sus padres, desde luego, pero tampoco a Jonathan, por miedo a dañar la buena opinión que tenía su amigo sobre Connie, y por supuesto no a Jenna, que no entendía el amor, ni a sus compañeros de la universidad: todos ellos, sin excepción, consideraban a las novias un impedimento absurdo para acceder a los placeres que pensaban procurarse durante los siguientes diez años. Estaba totalmente solo y no se explicaba cómo había llegado a ese punto. Cómo era posible que un dolor llamado Connie ocupase el centro de su vida. Lo enloquecía sentir con tal precisión lo que sentía ella, comprenderla tan bien, ser incapaz de imaginar la vida de ella sin él. Cada vez que se le presentaba la oportunidad de escapar de Connie, la lógica del interés personal le fallaba: era reemplazada por la lógica de ellos dos juntos, como si en la caja de cambios de su mente una marcha se desengranara una y otra vez.
Pasó una semana entera sin que ella le telefoneara, y luego otra. Él tomó conciencia, por primera vez, de la mayor edad de Connie. Ahora tenía veintiún años, era legalmente adulta, una mujer interesante y atractiva para los hombres casados. Presa de los celos, de pronto se vio a sí mismo como el afortunado de los dos, el simple chico a quien ella había otorgado su ardor. En su imaginación, ella adquirió una forma fantásticamente atractiva. A veces, él había intuido vagamente que su vínculo era extraordinario, mágico, como de cuento de hadas, pero hasta entonces no había sabido valorar lo mucho que él contaba con ella. Durante los primeros días de su silencio, consiguió creer que la castigaba no llamándola, pero no tardó en tener la sensación de que el castigado era él, la persona que esperaba a ver si ella, en su mar de sentimientos, encontraba acaso una gota de compasión y rompía el silencio por él.
Entretanto, su madre le comunicó que ya no le enviaría los cheques mensuales de quinientos dólares. «Lamentablemente, papá ha puesto fin a eso —dijo con una ligereza que lo irritó—. Espero que al menos haya sido útil mientras ha durado». Joey sintió cierto alivio por no tener que seguir satisfaciendo el deseo de su madre de mantenerlo y por librarse de la obligación de llamarla asiduamente a cambio; se alegró de dejar de mentir al estado de Virginia en cuanto a su nivel de ayuda paterna. Pero había acabado dependiendo de las inyecciones mensuales para llegar a fin de mes, y ahora lamentaba haber cogido tantos taxis y encargado tantas comidas a domicilio ese verano. No podía evitar aborrecer a su padre y sentirse traicionado por su madre, quien por lo visto, a la hora de la verdad, pese a las muchas quejas sobre su matrimonio con que atormentaba a Joey, siempre acababa claudicando ante la voluntad de su padre.
Entonces lo llamó su tía Abigail para ofrecerle el uso de su apartamento a finales de agosto. Desde hacía un año y medio, estaba incluido en la lista de correo que Abigail utilizaba para anunciar las actuaciones que ofrecía en pequeños locales de nombres estrambóticos en Nueva York, y lo llamaba cada tantos meses para soltarle uno de sus monólogos autojustificatorios. Si él no atendía la llamada, ella no dejaba un mensaje sino que sencillamente seguía telefoneando hasta que él contestaba. Tenía la impresión de que los días de Abigail consistían en gran medida en recorrer todos los números telefónicos que guardaba hasta que por fin alguien descolgaba, y Joey no quería ni pensar en quién más constaba en su lista de llamadas, dado lo tenue que era su vínculo con ella. «Me he concedido el pequeño obsequio de unas vacaciones en la playa —dijo ahora—. El pobre Tigger murió de cáncer felino, aunque no antes de unos tratamientos contra el cáncer felino muuuy caros, y Piglet está muuuy solo». Aunque Joey se sentía un poco sucio por su coqueteo con Jenna, consecuencia de unos nuevos escrúpulos más generales acerca de la infidelidad, aceptó el ofrecimiento de Abigail. Si no volvía a saber nada de Connie, pensó, podría consolarse acercándose al barrio de Jenna e invitándola a cenar.
Y entonces lo llamó Kenny Bartles para anunciarle que vendía RESIA y sus contratas a un amigo de Florida. De hecho, ya las había vendido.
—Mike te llamará mañana por la mañana —dijo Kenny—. Le he dicho que debía tenerte en plantilla hasta el quince de agosto. De todos modos, yo no quería pasar por todo el lío de sustituirte pasada esa fecha. Tengo entre manos asuntos de más envergadura que atender.
—¿Ah, sí? —dijo Joey.
—Sí, LBI está dispuesta a subcontratarme para suministrar una flota de camiones todoterreno. No es un encargo para estómagos delicados, y aquí voy a amasar más pasta de la que he amasado nunca en el negocio del pan, no sé si me entiendes. Es entrar y salir… sin esas chorradas de los informes trimestrales ni nada de eso. Me presento con los camiones, ellos extienden el cheque, y se acabó la historia.
—Enhorabuena.
—Sí, ya, la cuestión es la siguiente —dijo Kenny—: puedes seguir siéndome de utilidad allí en Washington. Busco a un socio que invierta conmigo y cubra el déficit en el que me veo ahora. Si tienes ganas de trabajar, también podrías sacarte un pequeño salario.
—Me parece genial —contestó Joey—, pero tengo que volver a la universidad, y no dispongo de dinero para invertir.
—Vale. Claro. Es tu vida. Pero ¿qué me dices de participar a menor escala? Por lo que he visto en las especificaciones, el Pladsky A10 polaco cumplirá de sobra. Ya no se fabrica, pero quedan flotas enteras en las bases militares de Hungría y Bulgaria, y también en algún lugar de Sudamérica, cosa que a mí no me sirve para nada. Pero voy a contratar a conductores del este de Europa, mandar los convoyes de camiones a través de Turquía y entregarlos en Kirkuk. Eso va a tenerme inmovilizado Dios sabe hasta cuándo, y también hay una subcontrata valorada en novecientos mil dólares por piezas de repuesto. ¿Crees que podrías hacerte cargo de las piezas de repuesto a modo de subsubcontrata?
—No sé nada de piezas de camión.
—Yo tampoco. Pero Pladsky, en su día, fabricó sus buenos veinte mil A10. Debe de haber por ahí toneladas de piezas. Tú sólo tienes que seguirles el rastro, embalarlas y enviarlas. Pones trescientos mil, sacas novecientos mil al cabo de seis meses. Eso es un margen de beneficio sumamente razonable dadas las circunstancias. Y la impresión que tengo es que es un margen de beneficios pequeño en el sector de suministros. Nadie pestañeará siquiera. ¿Crees que puedes hacerte con trescientos mil dólares?
—Apenas puedo hacerme con el dinero que necesito para comer —respondió Joey—. Tengo que pagarme la matrícula y todo lo demás.
—Ya, bueno, pero siendo realistas basta con que consigas cincuenta mil. Con eso, más un contrato firmado en mano, cualquier banco te dará el resto. Puedes hacerlo casi todo por internet en la habitación de tu residencia o donde sea. Desde luego es mejor que fregar platos en un restaurante, ¿no?
Joey pidió que le dejara un tiempo para pensárselo. Aun con todos los taxis y la comida a domicilio que se había permitido, tenía diez mil dólares ahorrados para el siguiente curso académico, más otros ocho mil de saldo disponible en su tarjeta de crédito, y en una rápida búsqueda por internet vio numerosos bancos dispuestos a conceder préstamos a intereses altos sin exigir demasiadas garantías, así como múltiples páginas de resultados de Google para repuestos Pladsky A10. Era consciente de que Kenny no le habría ofrecido la contrata de las piezas si encontrarlas fuera tan sencillo como él lo había pintado, pero Kenny había cumplido todas sus promesas respecto a RESIA, y Joey no podía dejar de imaginar la excelencia de poseer medio millón de dólares cuando cumpliera los veintiuno, al cabo de un año. Siguiendo un impulso, porque estaba emocionado y por una vez no preocupado por su relación, rompió su silencio telefónico con Connie para pedirle su opinión. Mucho después se reprocharía haber tenido en el fondo del pensamiento los ahorros de Connie, junto con el hecho de que ella ya tenía control legal sobre ese dinero, pero en el momento de llamar se sintió ajeno a motivaciones egoístas.
—Dios mío, cariño —dijo Connie—. Empezaba a pensar que nunca más sabría de ti.
—Han sido unas semanas muy duras.
—Dios mío, lo sé, lo sé. Empezaba a pensar que no debería haberte contado nada. ¿Puedes perdonarme?
—Probablemente.
—¡Uf! Eso es mucho mejor que probablemente no.
—Muy probablemente —añadió él—. Si aún quieres venir a verme.
—Ya sabes que sí. Más que nada en el mundo.
Por como hablaba, Connie no parecía en absoluto la mujer mayor e independiente que él había imaginado, y un cosquilleo en el estómago le avisó que fuera más despacio y se asegurase de que de verdad quería volver con ella. Le avisó que no confundiera el dolor de perderla con un deseo activo de tenerla. Pero estaba impaciente por cambiar de tema, por no empantanarse en un territorio emocional abstracto y pedirle su opinión sobre la oferta de Kenny.
—Caramba, Joey —dijo ella cuando él acabó de explicárselo—, tienes que hacerlo. Yo te ayudaré.
—¿Cómo?
—Te daré el dinero —respondió ella, como si fuera una tontería por parte de Joey preguntarlo siquiera—. Me quedan aún más de cincuenta mil dólares en la cuenta del fideicomiso.
La simple mención de esta cifra lo excitó sexualmente. Lo llevó a sus primeros tiempos de pareja en Barrier Street, a su primer otoño en el instituto. Achtung Baby, de U2, que tanto entusiasmaba a ambos, pero sobre todo a Connie, había sido la banda sonora de su desfloramiento mutuo. La primera canción, en la que Bono reconocía que estaba dispuesto a todo, listo para el «empujón», había sido su canción de amor, de amor mutuo y amor al capitalismo. Oyendo la canción, Joey se había sentido listo para el sexo, listo para abandonar la infancia, listo para ganar un buen dinero vendiendo relojes en el colegio católico de Connie. Los dos habían empezado como socios en el sentido pleno de la palabra, él como empresario y fabricante, ella como su mula leal y vendedora de sorprendente talento. Hasta que la operación se vio truncada por unas monjas resentidas, ella había demostrado ser maestra de la venta con guante de seda, despertando fervoroso interés entre sus compañeras de clase por su producto con su actitud distante y fría. En Barrier Street todo el mundo, incluida la madre de Joey, había confundido siempre la calma de Connie con falta de luces, con lentitud mental. Sólo Joey, que tenía acceso de primera mano a ella, había visto su potencial, y eso parecía ahora la historia de su vida juntos: él ayudándola y animándola para desmentir las expectativas de todos, en particular las de su madre, que infravaloraba sus cualidades ocultas. Eso, la capacidad de identificar el valor, detectar las oportunidades allí donde otros no sabían hacerlo, era un elemento central de la fe de Joey en su propio futuro como hombre de negocios, y también un elemento central de su amor por Connie. ¡Los caminos de ella son inescrutables! Los dos habían empezado a follar entre las pilas de billetes de veinte dólares que ella llevaba a casa del colegio.
—Necesitas el dinero del fideicomiso para volver a la universidad —dijo no obstante.
—Eso puedo hacerlo más adelante —respondió ella—. Tú lo necesitas ahora, y yo puedo dártelo. Ya me lo devolverás.
—Podría devolvértelo multiplicado por dos. Tendrías de sobra para los cuatro años.
—Si tú quieres —dijo ella—. Pero no hace falta.
Quedaron en reunirse para el vigésimo cumpleaños de Joey en Nueva York, escenario de sus semanas más felices como pareja desde que él se había marchado de Saint Paul. Al día siguiente, por la mañana, Joey telefoneó a Kenny y se declaró listo para meterse en el negocio. La siguiente gran ronda de contratas en Iraq no se concedería hasta noviembre, explicó Kenny, así que Joey dispondría del semestre de otoño y hasta entonces sólo debía asegurarse de tener la financiación a punto.
Sintiéndose pródigo por adelantado, despilfarró su dinero en un billete a Nueva York a bordo del Acela Express y compró una botella de champán de cien dólares de camino al apartamento de Abigail. La casa estaba más abarrotada de objetos que nunca, y con gusto salió, cerró la puerta a sus espaldas y fue en taxi a LaGuardia para esperar el vuelo de Connie, ya que él había insistido en que viajara en avión, no en autobús. Toda la ciudad —los peatones medio desnudos bajo el calor de agosto, los ladrillos y los puentes blanqueados por la calina— era como un afrodisíaco. Yendo a buscar a su novia, que había estado acostándose con otro pero ahora volvía a entrar en su vida con paso firme, un imán para un imán, podría haber sido ya el rey de la ciudad. Cuando la vio atravesar el vestíbulo del aeropuerto, avanzando con un brusco zigzagueo para esquivar a los otros viajeros, como si de tan abstraída no los viera hasta el último segundo, se sintió pródigo en algo más que dinero. Se sintió pródigo en importancia, en vida que derrochar, en riesgos descabellados que asumir, en la historia de los dos. Ella lo vio y empezó a asentir, mostrándose de acuerdo con algo que él aún no había dicho, con el rostro rebosante de alegría y asombro.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —dijo Connie espontáneamente, soltando el tirador extraíble de su maleta y chocando con Joey—. ¡Sí!
—¿Sí? —preguntó él, riendo.
—¡Sí!
Sin siquiera besarse, bajaron corriendo a la planta de recogida de equipajes y salieron a la parada de taxis, donde, milagrosamente, no había nadie esperando. En el asiento de atrás del taxi, ella se quitó la rebeca de algodón sudada y se sentó en el regazo de Joey y rompió a llorar de una manera rayana en el orgasmo o un ataque epiléptico. Su cuerpo se le antojó a Joey nuevo, totalmente nuevo, entre los brazos. Parte del cambio era real —estaba un poco menos angulosa, un poco más mujer—, pero casi todo era fruto de su imaginación. Se sintió inexpresablemente agradecido por la infidelidad de ella. Su sentimiento era tan amplio que tuvo la impresión de que sólo proponiéndole matrimonio podría abarcarlo. Y quizá se lo habría propuesto en el acto, allí mismo, si no hubiese visto las extrañas marcas en la cara interna de su antebrazo izquierdo. Una serie de incisiones rectas, paralelas, descendía por su suave piel, cada una de unos cinco centímetros de longitud, las más cercanas al codo tenues y del todo cicatrizadas, las que estaban casi en la muñeca más recientes y rojas.
—Sí —dijo ella con la cara bañada en lágrimas, contemplándose las cicatrices con asombro—. Me lo hice yo. Pero no te preocupes.
Joey preguntó qué había ocurrido, aunque conocía la respuesta. Ella le besó la frente, le besó la mejilla, le besó los labios, y escrutó sus ojos muy seria.
—No te asustes, cariño. Es sólo una cosa que tuve que hacer a modo de penitencia.
—Dios mío.
—Joey, escucha. Escúchame bien. Tomé la precaución de echar alcohol en la hoja. Solamente tenía que hacerme un corte cada noche que no sabía nada de ti. Me hice tres la tercera noche, y a partir de entonces uno cada noche. Lo dejé en cuanto supe de ti.
—¿Y si no te hubiera llamado? ¿Qué habrías hecho? ¿Abrirte las venas de la muñeca?
—No. No tenía intenciones suicidas. Hacía esto para no tener esa clase de pensamientos. Sólo necesitaba un poco de dolor. ¿Puedes entenderlo?
—¿Seguro que no era con intenciones suicidas?
—Yo nunca te haría eso. Jamás.
Joey recorrió las cicatrices con las yemas de los dedos. Luego cogió la muñeca ilesa y se la apretó contra los ojos. Se alegraba de que ella se hubiese cortado por él; no podía evitarlo. Los caminos de ella eran inescrutables, pero para él tenían sentido. En algún lugar de su mente, Bono cantaba que iba todo bien, todo bien.
—¿Y sabes qué es lo realmente increíble? —añadió Connie—. Dejé de hacerlo al llegar a quince, que es exactamente el número de veces que te fui infiel. Me llamaste la noche exacta. Fue como una especie de señal. Y mira. —Sacó un cheque certificado, doblado por la mitad, del bolsillo de atrás del vaquero. Había tomado la forma curva de su culo y estaba impregnado de sudor—. Quedaban cincuenta y un mil dólares en la cuenta del fideicomiso. Eso era casi la cantidad exacta que dijiste que necesitabas. Fue otra señal, ¿no te parece?
Desplegó el cheque, pagadero a JOSEPH R. BERGLUND, por la cantidad de cincuenta mil dólares. Por norma, Joey no era supersticioso, pero debía admitir que esas señales eran impresionantes. Eran como las señales que les indicaban a los perturbados «Mata al presidente AHORA», o a los deprimidos «Tírate por la ventana AHORA». Aquí, el apremiante imperativo irracional parecía ser: «Unios en matrimonio AHORA».
En Grand Central Parkway el tráfico de salida estaba detenido, pero el de entrada avanzaba fluidamente, y con él el taxi, y ésa era otra señal. Que no hubieran tenido que hacer cola para el taxi era una señal. Que al día siguiente fuera su cumpleaños era una señal. Ni siquiera recordaba en qué estado se encontraba una hora antes, de camino al aeropuerto. Con Connie sólo existía el momento presente, y si bien antiguamente, cuando caían en su mundo bipersonal por una fisura cósmica, ocurría sólo de noche, en un dormitorio u otro espacio acotado, ahora sucedía a plena luz del día, bajo una calina que cubría toda la ciudad. La estrechó entre sus brazos, con el cheque apoyado en la clavícula sudorosa de Connie, entre los tirantes húmedos de su top. Ella le apretaba un pecho con la mano como si fuera a sacar leche. El olor a mujer adulta de sus axilas embriagó a Joey, y deseó que fuera mucho más intenso, y tuvo la sensación de que la intensidad de ese deseo de que le apestaran las axilas era ilimitada.
—Gracias por follarte a otro —susurró.
—No me fue fácil.
—Lo sé.
—O sea, en un sentido fue muy fácil, pero en otro casi imposible. Tú eso lo sabes, ¿verdad?
—Sí, absolutamente.
—¿Para ti también fue difícil? ¿Lo que fuera que hiciste el año pasado?
—En realidad, no.
—Eso es porque eres hombre. Yo sé cómo es ser tú, Joey. ¿Me crees?
—Sí.
—Entonces todo irá bien.
Y durante los siguientes diez días todo fue bien. Después, claro, Joey comprendió que los primeros días saturados de hormonas tras un largo período de abstinencia no eran ni mucho menos el momento ideal para tomar decisiones importantes sobre el futuro. Comprendió que, en lugar de intentar compensar el insoportable peso del regalo de cincuenta mil dólares de Connie con algo a su vez tan pesado como una propuesta de matrimonio, debería haber firmado un pagaré con una previsión de plazos para el pago de los intereses y el capital principal. Comprendió que si se hubiese separado de ella durante siquiera una hora, para dar un paseo a solas o para hablar con Jonathan, tal vez habría alcanzado una lucidez y un distanciamiento provechosos. Comprendió que las decisiones poscoitales eran mucho más realistas que las precoitales. En ese momento, sin embargo, no existía ningún «pos»; todo era pre tras pre tras pre. El ciclo de su deseo mutuo se repitió una y otra vez día y noche, como el del compresor del infatigable aparato de aire acondicionado instalado en la ventana del dormitorio de Abigail. Ante las nuevas dimensiones de su placer, ante la sensación de seriedad adulta conferida por su empresa conjunta y por la enfermedad y la infidelidad de Connie, todos sus placeres previos parecían, en comparación, infantiles y dignos de consignarse al olvido. Tan grande era su placer, y tan insondable su necesidad de él que, cuando menguó durante una hora, la tercera mañana en la ciudad, Joey alargó el dedo para pulsar la primera tecla que encontró a mano capaz de procurarle más. Dijo:
—Deberíamos casarnos.
—Eso mismo estaba pensando yo —respondió Connie—. ¿Quieres hacerlo ahora?
—¿Te refieres a hoy?
—Sí.
—Creo que hay un período de espera. ¿No hay que hacerse análisis de sangre o algo así?
—Pues vayamos a hacérnoslos ahora. ¿Quieres?
A Joey el corazón le bombeaba sangre hacia las ingles.
—¡Sí!
Pero antes fue necesario el polvo por la emoción de tener que hacerse los análisis de sangre. Luego fue necesario el polvo por la emoción de enterarse de que no hacían falta. Luego se pasearon por la Sexta Avenida como una pareja tan borracha que ya ni les importaba lo que los demás pensaran de ellos, o como asesinos sorprendidos con las manos manchadas de sangre, Connie sin sujetador y descocada y atrayendo las miradas de los hombres, Joey en un estado de inconsciencia inducida por la testosterona en el que, si alguien lo hubiera desafiado, le habría asestado un puñetazo por puro placer. Estaba dando el paso que debía dar, el paso que había deseado dar desde la primera vez que sus padres le dijeron que no. La caminata de cincuenta manzanas hacia la parte alta de la ciudad con Connie, en medio de un agobiante caos de taxis tocando la bocina y aceras mugrientas, se le antojó tan larga como toda su vida hasta entonces.
Entraron en la primera joyería que vieron vacía en la calle Cuarenta y siete y pidieron dos anillos de oro que pudieran llevarse en el acto. El joyero iba con todas las galas jasídicas: yarmulke, tirabuzones, filacterias, chaleco negro y demás parafernalia. Miró primero a Joey, que llevaba la camiseta blanca manchada de mostaza a causa de un perrito caliente que había engullido por el camino, y luego a Connie, cuya cara ardía por el calor y por tanto roce con la cara de Joey.
—¿Van a casarse?
Los dos asintieron, sin atreverse ninguno a contestar que sí en voz alta.
—Pues entonces mazel tov —dijo el joyero, abriendo los cajones—. Tengo anillos de todos los tamaños para ustedes.
A Joey, de muy lejos, a través de una fina fisura en su burbuja de locura por lo demás resistente, le llegó una punzada de pesar por Jenna. No como persona a quien deseaba (el deseo regresaría después, cuando volviese a estar solo y cuerdo), sino como la esposa judía que ahora ya nunca tendría: como la persona que tal vez habría dado verdadera importancia al hecho de que fuera judío. Por su parte, hacía tiempo que había desistido de interesarse por su judaísmo, y sin embargo, al ver al joyero con sus ajados atavíos jasídicos, la indumentaria de una religión minoritaria, lo asaltó la peculiar idea de que, casándose con una gentil, defraudaba a los judíos. Por moralmente dudosa que fuera Jenna en casi todos los sentidos, era judía, con tataratíos que habían muerto en los campos de concentración, y eso la humanizaba, atenuaba su belleza inhumana, y de ahí que lamentara defraudarla. Curiosamente, sólo sentía eso por Jenna, no por Jonathan, que ya era plenamente humano para Joey y no requería que el judaísmo lo humanizara más.
—¿Qué opinas? —le preguntó Connie, contemplando los anillos expuestos sobre terciopelo.
—No lo sé —contestó él desde su pequeña nebulosa de pesar—. Todos me parecen bien.
—Cójanlos, pruébenselos, tóquenlos —los instó el joyero—. Es imposible hacerle daño al oro.
Connie se volvió hacia Joey y escrutó sus ojos.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
—Creo que sí. ¿Y tú?
—Sí. Si tú lo estás.
El joyero se apartó del mostrador y buscó algo en que ocuparse. Y Joey, viéndose a través de los ojos de Connie, no soportó la incertidumbre en su propio rostro. Se encolerizó ferozmente en consideración a ella. Todos dudaban de ella, y ella necesitaba, pues, que él no dudara, y por tanto decidió no dudar.
—Por supuesto que lo estoy —afirmó—. Echémosles un vistazo.
Después de seleccionar los anillos, Joey intentó regatear, como, según sabía, debía hacerse en una tienda de aquellas características, pero el joyero se limitó a dirigirle una mirada de decepción, como diciendo: «¿Vas a casarte con esta chica y quieres escatimarme cincuenta dólares?».
Al salir de la tienda, Joey, con los anillos en el bolsillo delantero, casi se dio de bruces en la acera con Casey, su antiguo compañero de planta en la residencia.
—¡Tío! —exclamó Casey—. ¿Qué haces por aquí?
Vestía un terno y ya empezaba a perder pelo. Joey y él se habían distanciado, pero Joey había oído que trabajaba en el bufete de su padre durante el verano. Tropezarse con él en ese momento se le antojó otra señal importante, aunque no supo cómo interpretarla exactamente.
—Te acuerdas de Connie, ¿verdad? —preguntó.
—Hola, Casey —saludó ella con unos ojos diabólicamente radiantes.
—Sí, claro, hola. Pero, tío, ¿qué coño haces aquí? Te hacía en Washington.
—Estoy de vacaciones.
—Pero, hombre, haberme llamado. No tenía ni idea. ¿Y qué hacéis en esta calle, por cierto? ¿Comprar un anillo de compromiso?
—Sí, ja ja, eso mismo —contestó Joey—. ¿Y tú qué haces por aquí?
Casey sacó un reloj con cadena del bolsillo del chaleco.
—¿Mola o no? Era del padre de mi padre. Lo he traído a limpiar y reparar.
—Es precioso —comentó Connie.
Se inclinó para admirarlo, y Casey le lanzó a Joey una ceñuda mirada de curiosidad y cómica alarma. Entre las diversas respuestas de hombre a hombre aceptables a su disposición, Joey eligió una mueca avergonzada que insinuaba sexo excelente en cantidad, las exigencias irracionales de las novias, su necesidad de que les regalasen chucherías, y demás. Casey lanzó una fugaz mirada de conocedor a los hombros desnudos de Connie y asintió en un gesto de discernimiento. El intercambio completo duró cuatro segundos, y Joey comprobó con alivio lo fácil que era, incluso en un momento como aquél, aparentar ante Casey que él era una persona como Casey; lo fácil que era compartimentar. Era un buen presagio para la perspectiva de proseguir con su vida normal en la universidad.
—Tío, ¿no tienes calor con ese traje? —preguntó.
—Tengo sangre del sur —contestó Casey—. No sudamos como vosotros los de Minnesota.
—Sudar es maravilloso —observó Connie—. A mí me encanta sudar en verano.
Se notó que a Casey ese comentario le parecía demasiado intenso. Volvió a guardarse el reloj en el bolsillo y echó una ojeada calle abajo.
—En fin —dijo—, si os apetece salir o algo, dadme un toque.
Cuando se quedaron solos otra vez, en medio del tumulto de trabajadores de las cinco de la tarde en la Sexta Avenida, Connie preguntó si había dicho algo inadecuado.
—¿Te he abochornado?
—No —respondió él—. Es un imbécil de cuidado. Estamos a treinta y cinco grados, ¿y lleva traje con chaleco? Es un imbécil y un pedante de cuidado, con ese reloj absurdo. Ya empieza a convertirse en su padre.
—Abro la boca y salen de ella cosas extrañas.
—No te preocupes por eso.
—¿Te avergüenzas de casarte conmigo?
—No.
—Me ha dado esa impresión. No digo que sea tu culpa. Es sólo que no quiero avergonzarte delante de tus amigos.
—No me avergüenzas —confirmó Joey, enfadado—. Lo que pasa es que casi ninguno de mis amigos tiene siquiera novia. Me encuentro en una posición un tanto rara.
En ese momento, habría sido lógico esperar una pequeña discusión, que ella intentara arrancarle, vía mohines o reproches, un reconocimiento más definitivo de su deseo de casarse con ella. Pero era imposible pelearse con Connie. La inseguridad, la desconfianza, los celos, la posesividad, la paranoia —todos esos inconvenientes que tanto irritaban a aquellos amigos suyos que, aunque fuera por un breve tiempo, habían tenido novia— eran ajenos a ella. Joey nunca llegó a determinar si carecía realmente de esos sentimientos o si una poderosa inteligencia animal la impulsaba a reprimirlos. Cuanto más se fundía con ella, más sentía también, extrañamente, que no la conocía en absoluto. Ella sólo aceptaba la existencia de lo que tenía justo enfrente. Hacía lo que hacía, respondía a lo que él le decía, y por lo demás parecía del todo indiferente a lo que ocurría fuera de su campo visual. Joey estaba obsesionado con la insistencia de su madre en que las peleas eran buenas en una relación. De hecho, casi tenía la impresión de que se casaba con Connie para ver si por fin empezaba a pelearse con él: para llegar a conocerla. Pero cuando en efecto se casó con ella, al día siguiente por la tarde, nada cambió en absoluto. Después de pasar por el juzgado, en el asiento de atrás de un taxi, ella entrelazó su mano izquierda ensortijada con la mano izquierda ensortijada de él y apoyó la cabeza en su hombro en una actitud que no podía describirse exactamente como satisfacción, porque eso habría implicado que antes estaba insatisfecha. Fue más bien un mudo sometimiento al acto, al crimen que había sido necesario llevar a cabo. Cuando Joey volvió a ver a Casey, una semana después en Charlottesville, ninguno de los dos la mencionó siquiera.
La alianza nupcial seguía encallada en algún punto de su abdomen mientras se abría paso a través del mar cálido y encrespado de viajeros en Miami International y localizaba a Jenna en la zona más fresca y tranquila de una sala de clase business. Llevaba gafas de sol y se defendía, además, con un iPod y el último número del Condé Nast Traveler. Lanzó a Joey una mirada, recorriéndolo de arriba abajo, tal como una persona podría verificar que un producto encargado llegaba en un estado aceptable, y luego retiró su equipaje de mano del asiento contiguo y —aparentemente un poco de mala ganase quitó los auriculares. Joey se sentó sin poder reprimir una sonrisa por el asombro de viajar con ella. Nunca había volado en business.
—¿Qué? —dijo Jenna.
—Nada, sólo sonrío.
—Ah. Creía que tenía un grano en la cara.
Cerca de ellos varios hombres lo observaban con resentimiento. Se obligó a devolverles la mirada uno por uno, a reafirmar su derecho sobre Jenna. Iba a resultar agotador, comprendió, tener que hacer eso cada vez que estuvieran en público. A veces, los hombres miraban también a Connie, pero por lo general parecían aceptar, sin más pesar del debido, que era suya. Con Jenna tenía la sensación de que el interés de otros hombres no cedía ante la presencia de él, sino que seguían buscando la forma de sortearlo.
—Te adelanto que estoy un poco irritable —dijo ella—. Me va a venir la regla y acabo de pasar tres días entre vejestorios, mirando fotos de sus nietos. Además, no te lo creerás, pero en esta sala ahora te cobran el alcohol. Para eso me hubiera quedado en la sala de embarque.
—¿Quieres que te traiga algo?
—Pues sí. Me apetecería un gin-tonic doble de Tanqueray.
Al parecer, no se le ocurrió pensar, como por suerte tampoco al camarero, que Joey era menor de edad. Cuando volvió con las copas y el billetero aligerado, encontró a Jenna con los auriculares puestos otra vez y la cara hundida en la revista. Se preguntó si de algún modo no estaría ella confundiéndolo con Jonathan, tan poca importancia concedía a su llegada. Sacó la novela que su hermana le había regalado en Navidad, Expiación, y se esforzó por interesarse por sus descripciones de salones y jardines, pero tenía la mente en el mensaje de texto que Jonathan le había enviado esa tarde: espero que te diviertas mirándole el culo a un caballo todo el día. Era la primera noticia que tenía de él desde que le había telefoneado tres semanas antes para ser el primero en anunciarle sus planes de viaje.
—Así que supongo que todo te ha salido a pedir de boca —había dicho Jonathan—. Primero la insurgencia y ahora la pierna de mi madre.
—Tampoco es que yo quisiera que tu madre se rompiera la pierna —dijo Joey.
—No, seguro que no. Seguro que también querías que los iraquíes nos recibieran con coronas de flores. Seguro que lamentas lo mucho que se ha jodido todo. Claro que no lo lamentas tanto como para abstenerte de sacar tajada.
—¿Y yo qué iba a hacer? ¿Decir que no? ¿Dejarla ir sola? La verdad es que está bastante depre. Está muy ilusionada con este viaje.
—Y seguro que Connie lo entiende. Seguro que has recibido su aprobación absoluta.
—Si eso fuese asunto tuyo, quizá me dignase contestar.
—Oye, entérate: es muy asunto mío si tengo que mentirle al respecto. Ya tengo que mentir en cuanto a mi opinión de Kenny Bartles siempre que hablo con ella, porque has aceptado su dinero y no quiero que se preocupe. ¿Y ahora se supone que también tengo que mentir por esto?
—¿Y qué tal si dejaras de hablar con ella continuamente?
—Continuamente no hablo, capullo. Hemos hablado unas… tres veces en los últimos tres meses. Ella me considera un amigo, ¿lo entiendes? Y por lo visto se pasa semanas enteras sin recibir noticias tuyas. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿No descolgar cuando llama? Me llama para obtener información sobre ti. Cosa que… en fin, hay algo un poco raro en esta situación, ¿no? Ya que sigue siendo tu novia.
—No voy a Argentina para acostarme con tu hermana.
—Ja. Ja. Ja.
—Te lo juro por Dios, voy como amigo. Igual que Connie y tú sois amigos. Porque tu hermana está deprimida y es un gesto amable por mi parte. Pero eso Connie no lo entendería, así que si pudieras… digamos… abstenerte de mencionarlo, en caso de que te llame, sería lo mejor por el bien de todos.
—Eres un mentiroso de mierda, Joey, y no quiero hablar más contigo. A ti está pasándote algo que me revuelve el estómago. Si Connie me llama en tu ausencia, no sé qué voy a decirle. Lo más probable es que no le diga nada. Pero a mí sólo me llama porque habla poco contigo, y ya me he cansado de estar en medio. Así que haz lo que te salga de los cojones, pero a mí déjame al margen.
Después de jurarle a Jonathan que no se acostaría con Jenna, Joey se sintió como si tuviera un seguro contra cualquier contingencia en Argentina. Si no ocurría nada, quedaría demostrado que era un hombre de honor. Si ocurría algo, no tendría que sufrir la mortificación y la decepción causadas por el hecho de que no hubiera ocurrido. Se disiparía la duda, aún sin resolver en su mente, de si era una persona blanda o una persona dura, y qué podía depararle el futuro. Sentía mucha curiosidad por su futuro. A juzgar por el mensaje de texto envenenado, Jonathan no tenía interés en formar parte de ese futuro en ninguno de los casos. Y desde luego el mensaje escocía, pero Joey, por su parte, ya estaba cansado de la incesante actitud moralista de su amigo.
En el avión, en la intimidad de sus amplios asientos, y bajo la influencia de otra generosa copa, Jenna se dignó quitarse las gafas de sol y conversar. Joey le habló de su reciente viaje a Polonia, en pos del espejismo de las piezas del Pladsky A10, y el descubrimiento de que, entre las aparentes decenas de proveedores que anunciaban dichas piezas por internet, casi todos eran falsos o se aprovisionaban en un único punto de venta en Lodz, donde Joey y su intérprete, cuya utilidad fue menos que nula, habían encontrado poquísimas existencias que comprar a cualquier precio. Luces de posición, guardabarros, rampas de carga, baterías y calandras, pero contadas piezas del motor y la suspensión, que eran vitales para el mantenimiento de un vehículo cuya producción se había interrumpido en 1985.
—Internet está totalmente jodido, ¿verdad que sí? —dijo Jenna. Se había acabado todas las almendras de su cuenco de frutos secos y ahora empezaba con las de Joey.
—Está jodido, sí, totalmente —confirmó él.
—Nick siempre dice que el comercio electrónico internacional es para perdedores. Y de hecho, toda web financiera, a menos que tenga un sistema propietario. Dice que la información gratuita carece de valor por definición. O sea, cuando un proveedor chino aparece en internet… eso por sí solo indica que de ahí no puede salir nada bueno.
—Sí, lo sé, lo tengo muy claro —afirmó Joey, que no quería oír hablar de Nick—. Pero tratándose de piezas de camión debería parecerse más a eBay o algo así. Simplemente, una manera eficaz de poner en contacto a compradores y vendedores que quizá de otra forma no podrían encontrarse.
—Yo sólo sé que Nick nunca compra por internet. No se fía ni de PayPal. Y él… en fin, ya lo sabes… está muy al corriente de esas cosas.
—Bueno, precisamente por eso fui a Polonia. Porque esas cosas hay que hacerlas en persona.
—Sí, eso mismo dice Nick.
Aquella manera suya de masticar las almendras con la mandíbula fláccida lo irritaba, igual que sus dedos, por bonitos que fueran, cuando se hundían metódicamente en su cuenco de frutos secos.
—Creía que no te gustaba beber —comentó él.
—Je je. Últimamente he estado entrenándome para aumentar mi nivel de tolerancia. He hecho grandes avances.
—En fin —dijo Joey—, el caso es que necesito que en Paraguay las cosas salgan bien, o no sé qué voy a hacer. Me he gastado una fortuna en fletar esa chatarra polaca, y ahora mi socio, Kenny, me viene con que no hay suficiente siquiera para hacerme un pago parcial. Está todo tirado en un pastizal para cabras en las afueras de Kirkuk, seguramente ni siquiera vigilado. Y Kenny se ha cabreado conmigo porque no le mandé piezas de otro camión, pese a que serían totalmente inútiles si no se corresponden con el modelo y fabricante. Kenny va en plan tú mándame kilos porque nos pagan por kilo, aunque te cueste creerlo. Y yo voy en plan esos son camiones de hace treinta años que no se construyeron para las tormentas de polvo ni para los veranos de Oriente Medio, van a averiarse, y cuando intentas mover convoyes en medio de una situación de insurgencia, no te conviene que tu camión se averíe. Y mientras tanto tengo un montón de gastos y ningún ingreso.
Podría haberle preocupado reconocer todo eso ante Jenna si ella le hubiese prestado atención, pero estaba tirando de la pantalla de vídeo empotrada, forcejeando malhumorada para sacarla del hueco. Él, galante, le echó una mano.
—Disculpa —dijo ella—. ¿Cómo decías…? ¿Algo de que no te pagan?
—No, no, seguro que me pagarán. De hecho, es probable que acabe el año ganando más que Nick.
—Eso lo dudo, francamente.
—En todo caso será mucho.
—En cuanto a remuneración, Nick se mueve en un universo totalmente distinto.
Para Joey, eso ya fue el colmo.
—¿Se puede saber por qué estoy aquí? —preguntó—. ¿Tú quieres que esté aquí? O no me haces ni caso, o hablas de Nick, con quien creía que habías roto.
Jenna se encogió de hombros.
—Ya te he dicho que estoy muy irritable. ¿Y quieres que te diga la verdad? Tus negocios no es que me interesen mucho… La única razón por la que estás tú aquí, y no Nick, es que me he hartado de oírlo hablar de dinero a todas horas del día y la noche.
—Creía que te gustaba el dinero.
—Eso no significa que me guste oír hablar de él. Eres tú quien ha sacado el tema.
—¡Lamento haberlo sacado!
—Vale, pues. Disculpa aceptada. Pero, además… no entiendo por qué no puedo mencionar a Nick si tú vas a hablar de tu chica todo el tiempo.
—Yo te hablo de ella porque tú me preguntas por ella.
—No sé si acabo de ver la diferencia.
—Bueno, y además… todavía es mi novia.
—Ya. Supongo que eso sí es una diferencia. —Y de pronto se inclinó hacia él y le ofreció los labios. Primero un simple roce, luego una suavidad casi como de nata montada tibia, y luego la carne en plenitud. Al tacto, sus labios eran tan hermosos, tan complejamente animados y valiosos como siempre le habían parecido a la vista. Joey se dejó atraer hacia el beso, pero ella se apartó y desplegó una sonrisa de aprobación—. Hala, el niño está contento.
Cuando se acercó una auxiliar de vuelo para tomar nota de la cena, él pidió ternera. No pensaba comer más que ternera en todo el viaje, partiendo de la teoría de que causaba estreñimiento; esperaba no tener que dedicarse a la pesca del anillo en un cuarto de baño antes de llegar a Paraguay. Jenna vio Piratas del Caribe mientras comía, y Joey se puso los auriculares y la vio con ella, invadiendo incómodamente el espacio de Jenna en lugar de extraer su propia pantalla, pero no hubo más besos, y el inconveniente de los asientos de la clase business, como descubrió cuando acabó la película y se recostaron bajo sus respectivos edredones, era que no existía ninguna posibilidad de acurrucarse juntos o tener el menor contacto accidental.
Empezaba a pensar que le sería imposible conciliar el sueño, cuando de pronto ya era de día y servían el desayuno, y poco después estaban en Argentina. No era un país tan exótico como él había imaginado ni mucho menos. Salvo por el hecho de que todo estaba en español y había más fumadores, allí la civilización se parecía a la civilización de cualquier sitio. Los cristales templados y los suelos embaldosados y las sillas de plástico y los apliques de luz eran exactamente iguales, y en el vuelo a Bariloche el embarque se inició por los asientos traseros, como en cualquier vuelo de enlace estadounidense, y no había nada maravillosamente distinto en el 727, ni en las fábricas ni en los campos de labranza ni en las autopistas que vio por la ventana. La tierra seguía siendo tierra, y las plantas seguían creciendo en ella. La mayoría de los pasajeros de los asientos de primera clase hablaban en inglés, y seis de ellos —una pareja inglesa y una madre estadounidense con sus tres hijos—, junto con Joey y Jenna, cargaron en carritos su equipaje, marcado con la etiqueta de prioritario, y fueron hasta el cómodo microbús blanco de la Estancia El Triunfo, que los esperaba frente al aeropuerto de Bariloche en una zona donde estaba prohibido aparcar.
El conductor, un joven muy serio cuya camisa medio desabotonada dejaba ver el espeso vello negro del pecho, corrió a cogerle la bolsa a Jenna y la metió en el maletero; acto seguido, la acomodó a ella en el asiento delantero antes de que Joey pudiese siquiera asimilar qué ocurría. La pareja inglesa ocupó los dos asientos siguientes, y Joey se vio obligado a sentarse en la parte de atrás con la madre y una hija, que leía una novela juvenil de caballos.
—Me llamo Félix —dijo el conductor por el innecesario micrófono—, bienvenidos a la provincia de Río Negro por favor abróchense los cinturones un viaje por carretera de dos horas algunas zonas de baches tengo refrescos para quienes quieran El Triunfo está lejos pero es lujoso y disculpen por los baches en la carretera gracias.
Era una tarde despejada y luminosa, y el recorrido hasta El Triunfo los llevó a través de un próspero paisaje subalpino tan parecido al oeste de Montana que Joey no pudo por menos de preguntarse por qué había viajado trece mil kilómetros para eso. Lo que quiera que Félix estuviese contándole a Jenna, incesantemente, susurrado en español, quedó ahogado por los incesantes bramidos del inglés, Jeremy. Bramó acerca de aquellos tiempos gloriosos en que Inglaterra estaba en guerra con Argentina por las Malvinas («nuestra segunda hora más gloriosa»), de la captura de Saddam Hussein («Ja, me pregunto cómo olía el señor cuando salió de aquel agujero»), del camelo del calentamiento global y el irresponsable fomento del miedo por parte de sus perpetradores («El año que viene nos prevendrán sobre la peligrosa nueva glaciación»), de la risible ineptitud de los bancos centrales de Sudamérica («Cuando el índice de inflación está al mil por ciento, yo diría que el problema no se reduce a la mala suerte»), de la loable indiferencia de los sudamericanos ante el «fútbol» femenino («Os dejamos a vosotros los norteamericanos destacar en esa particular forma de travestismo»), de los tintos asombrosamente bebibles que producía Argentina («Dan tropecientas mil vueltas a los mejores vinos de Sudáfrica»), y de su propia abundante salivación ante la perspectiva de comer filete en el desayuno, el almuerzo y la cena («Soy un carnívoro, un carnívoro, un brutal y repugnante carnívoro»).
Para descansar de Jeremy, Joey entabló conversación con la madre, Ellen, que era guapa sin ser atractiva y llevaba uno de esos pantalones cargo ajustados que hoy en día eran tan del gusto de ciertas madres.
—Mi marido es promotor inmobiliario y le van muy bien las cosas —dijo ella—. Yo estudié arquitectura en Stanford, pero ahora me quedo en casa con los niños. Optamos por la escolarización en casa, que es muy gratificante, y es genial en el sentido de que te permite tomarte vacaciones cuando te conviene, pero si te he de ser sincera, da mucho trabajo.
Sus hijos, la niña lectora y los dos niños con sus consolas detrás de ella, o bien no la oyeron, o les traía sin cuidado causar mucho trabajo. Cuando supo que Joey tenía un pequeño negocio en Washington, le preguntó si conocía a Daniel Jennings.
—Dan es un amigo nuestro de Morongo Valley —explicó ella—, y ha llevado a cabo una minuciosa investigación sobre nuestros impuestos. De hecho, ha llegado al punto de revisar las actas de las sesiones del Congreso, ¿y sabes qué ha descubierto? Que no existe fundamento jurídico para el impuesto sobre la renta federal.
—En realidad, si uno va al fondo de las cosas, no existe fundamento jurídico para nada —comentó Joey.
—Pero obviamente el gobierno federal no quiere que sepamos que todo el dinero recaudado en los últimos cien años nos pertenece legítimamente a los ciudadanos. Dan tiene una página web donde diez profesores de historia le dan la razón: no existe ningún fundamento jurídico. Sin embargo, en los principales medios de comunicación, nadie está dispuesto a tocar el tema. Y en fin… ¿eso no te parece un poco raro? ¿No crees que al menos una televisión o un periódico debería interesarse en cubrirlo?
—Supongo que el asunto tiene otra interpretación —dijo Joey.
—Pero ¿por qué a nosotros nos llega sólo esa otra interpretación? ¿Acaso no es noticia que el gobierno federal deba a los contribuyentes trescientos billones de dólares? Porque ésa es la cifra, según los cálculos de Dan, sumando el interés compuesto. Trescientos billones de dólares.
—Eso es mucho —concedió Joey educadamente—. Eso equivaldría a un millón de dólares para cada habitante del país.
—Exacto. Es un escándalo, ¿no te parece?, lo mucho que nos deben.
Joey pensó en señalar lo difícil que sería para el Tesoro devolver, pongamos, el dinero gastado en ganar la Segunda Guerra Mundial, pero tuvo la impresión de que Ellen no era la clase de persona con quien uno pudiera discutir, y empezaba a marearse por el movimiento del microbús. Oía a Jenna hablar en un excelente español, y él, que sólo lo había estudiado en el instituto, no entendió nada aparte de la repetición de caballos esto y caballos lo otro. Allí, con los ojos cerrados, en un microbús lleno de gilipollas, lo asaltó la idea de que las tres personas a quienes más quería (Connie), apreciaba (Jonathan) y respetaba (su padre) estaban todas, por decir poco, disgustadas con él, si no «asqueadas», según ellas mismas habían dicho. No podía librarse de esa idea; era como una especie de voz de la conciencia que se presentaba ante él para dar el parte. Se obligó a no vomitar, porque ¿acaso no sería el colmo de la ironía vomitar entonces, sólo treinta y seis horas después del momento en que una buena vomitada le habría sido muy útil? Había imaginado que el camino para convertirse en alguien muy duro, en alguien problemático, iría haciéndose más empinado y más arduo, pero poco a poco, con muchos placeres compensatorios en el recorrido, y que tendría tiempo de aclimatarse a cada una de las etapas. Y sin embargo allí estaba, al principio mismo del camino, ya con la sensación de que quizá no tenía estómago para eso.
Con todo, la Estancia El Triunfo era incuestionablemente paradisíaca. Enclavada junto a un arroyo de aguas cristalinas, rodeada de montes amarillentos que ascendían sinuosamente hacia una cordillera violácea, tenía unos jardines exuberantes y bien regados, prados, cuadras y chalets de piedra plenamente modernizados. La habitación de Joey y Jenna tenía una extensión exquisitamente inútil de fresco suelo embaldosado y amplios ventanales abiertos al impetuoso murmullo del arroyo que discurría más abajo. Joey había temido que hubiera dos camas, pero o bien Jenna tenía previsto compartir una cama de matrimonio con su madre, o bien había cambiado la reserva. Joey se tendió sobre la colcha de brocado de intenso color rojo, hundiéndose en medio de aquel lujo valorado en mil dólares la noche. Pero Jenna se ponía ya la ropa de montar y las botas.
—Félix va a enseñarme los caballos —dijo—. ¿Quieres venir?
Joey no quería ir, pero sabía que más le valía. «Su mierda apesta igual» era la frase que flotaba en su cabeza cuando se acercaron a las olorosas cuadras. En la dorada luz vespertina, Félix y un mozo sacaban un espléndido corcel negro sujeto por la brida. Brincó, braceó, corcoveó un poco, y Jenna se fue derecho hacia él, encandilada —con una expresión que a Joey le recordó a Connie y lo llevó a apreciarla más—, y tendió la mano para acariciarle un lado de la cabeza.
—¡Cuidado! —advirtió Félix en español.
—Tranquilo —respondió Jenna, mirando al caballo fijamente a los ojos—. Ya le caigo bien. Confía en mí, lo sé. ¿Verdad, cariño?
—¿Desea que esto, esto y esto? —prosiguió Félix, tirando de la brida.
—Hable en inglés, por favor —pidió Joey con frialdad.
—Está preguntando si quiero que lo ensillen —explicó Jenna, y luego habló fluidamente en español con Félix, que objetó que ese «esto, esto y esto» era «peligroso»; pero Jenna no era una persona que aceptara un no por respuesta. Mientras el mozo tiraba de la brida con cierta brutalidad, ella se agarró a la crin del caballo, y Félix, agarrándole los muslos con sus peludas manos, la alzó hasta el lomo desnudo del caballo. Éste clavó las patas y se volvió hacia un lado, tensando la brida, pero Jenna ya se inclinaba hacia delante, apoyando el pecho en la crin, acercando la cara a la oreja del animal, susurrándole sonidos tranquilizadores. Joey estaba muy impresionado. Una vez apaciguado el caballo, Jenna cogió las riendas y se dirigió trotando hacia el rincón más lejano del cercado, donde inició abstrusas negociaciones ecuestres, obligando al caballo a quedarse quieto, a dar unos pasos atrás, a agachar y levantar la cabeza.
El mozo le comentó algo a Félix sobre la «chica» con voz ronca y tono admirativo.
—Por cierto, me llamo Joey —dijo Joey.
—Hola —contestó Félix, sin quitarle ojo a Jenna—. ¿Usted también quiere un caballo?
—De momento estoy bien así. Pero hágame el favor de hablar en inglés, ¿vale?
—Como usted quiera.
Al corazón de Joey le sentó bien ver a Jenna tan feliz a lomos del caballo. Había estado tan negativa y depresiva, no sólo durante el viaje, sino también por teléfono en los meses anteriores, que empezaba a preguntarse si de verdad había en ella algo que apreciar aparte de su belleza. Ahora veía que al menos sabía disfrutar de lo que le proporcionaba el dinero. Aunque a la vez era sobrecogedor ver la cantidad de dinero que se requería para hacerla feliz, para ser la persona que le financiara caballos excelentes: no era tarea para pusilánimes.
No sirvieron la cena hasta pasadas las diez, en una larga mesa comunitaria labrada enteramente a partir del tronco de un árbol que debía de haber medido casi dos metros de diámetro. Los legendarios filetes argentinos eran excelentes, y el vino arrancó bramidos de aprobación a Jeremy. Joey y Jenna dieron buena cuenta de un vaso tras otro, y quizá por eso, pasadas las doce, cuando por fin se magreaban en la inconmensurable cama, él experimentó su primer ataque de un fenómeno del que había oído hablar mucho, pero nunca había imaginado que pudiera llegar a experimentar personalmente. Incluso con el menos apetecible de sus ligues, su rendimiento había sido admirable. Incluso ahora, con el pantalón aún puesto, tuvo la impresión de que la tenía tan dura como la madera de la mesa comunitaria del comedor, pero o bien se había equivocado al respecto, o bien no soportó mostrarse desnudo ante Jenna. Mientras ella se restregaba contra la pierna desnuda de Joey a través de las bragas, gruñendo un poco a cada embestida, él se sintió como si saliera volando centrífugamente, un satélite desprendiéndose de la gravedad, cada vez más alejado mentalmente de la mujer cuya lengua estaba en su boca y cuyas tetas satisfactoriamente abundantes se apretaban contra su pecho. Ella actuaba con mayor impetuosidad, menos mansedumbre, que Connie: eso era sólo una parte del problema. Además, en la oscuridad él no le veía la cara, y si no la veía, sólo tenía el recuerdo, la idea de su belleza. Se repetía una y otra vez que por fin había conseguido a Jenna, que aquélla era Jenna, Jenna, Jenna. Pero a falta de constatación visual, sólo tenía entre sus brazos a una mujer sudorosa cualquiera en plena arremetida.
—¿Podemos encender una luz? —propuso.
—Es demasiado fuerte. No me gusta.
—¿Y qué tal la luz del baño? No se ve nada.
Ella se apartó de él y, malhumorada, suspiró profundamente.
—Quizá sea mejor que nos durmamos. Es tarde, y de todos modos yo estoy desangrándome.
Él se tocó el pene y, para su pesar, lo encontró aún más flácido de lo que esperaba.
—Puede que haya bebido un poco más de la cuenta.
—Yo también. Durmamos, pues.
—Sólo voy a encender la luz del baño, ¿vale?
La encendió, y al verla despatarrada en la cama, y constatar su identidad concreta como la chica más guapa que conocía, albergó la esperanza de que todos los dispositivos se activaran otra vez. Se arrastró hacia ella y dio inicio al proyecto de besar todo su cuerpo, empezando por los pies y los tobillos perfectos y ascendiendo luego por las pantorrillas y la cara interior de los muslos…
—Lo siento, pero eso es demasiado asqueroso —dijo ella de pronto cuando él llegó a las bragas—. Ven.
Con un suave empujón, le hizo tenderse de espaldas y se llevó su pene a la boca. Volvía a tenerla dura al principio, y la boca le pareció celestial, pero se le escapó un poco y notó que se le reblandecía. Temiendo que se le reblandeciera del todo, intentó mantener la erección con un puro acto de voluntad, mantener la conexión, pensar de quién era la boca donde la tenía, y de pronto, por desgracia, recordó que nunca le había interesado mucho la felación, y se preguntó qué problema tenía. El atractivo de Jenna siempre había consistido básicamente en la imposibilidad de poseerla. Ahora que ella era una persona sangrante, borracha, cansada y agazapada entre sus piernas, llevando a cabo un eficiente trabajo oral, podría haber sido casi cualquier mujer, excepto Connie.
En honor de ella, debía reconocerse que perseveró en su esfuerzo hasta mucho después de que él mismo perdiera la fe. Cuando por fin se interrumpió, le examinó el pene con neutra curiosidad; le dio un ligero meneo.
—Nada, ¿eh?
—No me lo explico. Esto es francamente vergonzoso.
—Bienvenido al mundo del Lexapro.
Cuando Jenna se durmió y empezó a emitir suaves ronquidos, él se quedó allí tendido, con la sangre bulléndole de vergüenza y pesar y añoranza. Estaba muy, muy defraudado consigo mismo, aunque no sabía muy bien por qué, exactamente, tenía que sentirse tan defraudado por su incapacidad para follarse a una chica de la que no estaba enamorado y que ni siquiera le inspiraba gran simpatía. Pensó en el heroísmo de sus padres por permanecer juntos tantos años, la necesidad mutua que subyacía incluso a sus peores peleas. Vio la actitud complaciente de su madre respecto a su padre bajo una nueva luz, y la perdonó un poco. Era una desgracia tener que necesitar a alguien, revelaba una extrema debilidad, pero ahora, por primera vez, no se veía a sí mismo tan infinitamente capaz de cualquier cosa, tan orientable al ciento por ciento hacia cualquier objetivo en que fijase la mira.
En la primera luz del alba austral, despertó con una monstruosa erección de cuya durabilidad no le cupo el menor asomo de duda. Se incorporó y contempló la maraña de pelo de Jenna, sus labios separados, la delicada y sedosa línea de su mandíbula, su belleza casi sagrada. Ahora había mejor luz, le costaba creer lo estúpido que había sido en la oscuridad. Volvió a meterse entre las sábanas y, con suavidad, le hincó un dedo en la zona lumbar.
—¡Para! —exclamó ella de inmediato, levantando la voz—. Intento volver a dormirme.
Él hundió la nariz entre sus omóplatos e inhaló su aroma a pachuli.
—Lo digo en serio —insistió ella, y se apartó con brusquedad—. Yo no tengo la culpa de que nos quedáramos despiertos hasta las tres.
—No eran las tres —musitó él.
—Parecían las tres. ¡Parecían las cinco!
—Ahora son las cinco.
—¡Uf! ¡No quiero ni saberlo! Necesito dormir.
Joey se quedó allí tendido supervisando manualmente, interminablemente, su erección, intentando mantenerla, por lo menos en parte. De fuera llegaban relinchos, un golpeteo metálico lejano, el canto de un gallo, los sonidos de cualquier sitio rural. Mientras Jenna dormía, o lo simulaba, se anunció un arremolinamiento en las tripas de él. Por más que se resistió, el arremolinamiento fue en aumento hasta convertirse en un apremio que se impuso a todos los demás. Con sigilo, fue al cuarto de baño y se encerró. En su neceser de afeitado tenía un tenedor que había llevado en previsión de la tarea sumamente desagradable que le esperaba. Se sentó empuñándolo con la mano sudorosa mientras la mierda se escurría de su cuerpo. Era abundante, la cantidad acumulada en dos o tres días. Al otro lado de la puerta sonó el teléfono: la llamada del servicio de despertador a las seis y media.
Se arrodilló en el frío suelo y escudriñó los cuatro grandes cagarros que flotaban en la taza con la esperanza de ver el destello del oro. El cagarro más antiguo era oscuro y firme y noduloso, los de más adentro eran de color más claro y empezaban a disolverse un poco. Aunque él, como todo el mundo, se deleitaba en secreto con el olor de sus propios pedos, el olor de su mierda era cosa aparte: olía tan mal que hasta parecía repugnante en un sentido moral. Hincó el tenedor en uno de los cagarros más blandos a fin de girarlo para examinar el lado inferior, pero se dobló y empezó a disgregarse, tiñendo el agua de marrón. Comprendió que la idea del tenedor había sido una fantasía poco realista. Pronto el agua se enturbiaría de tal modo que sería imposible ver en ella un anillo, y si el anillo se desprendía de la materia envolvente, se hundiría hasta el fondo y probablemente se iría por el desagüe. No le quedaba más remedio que extraer los cagarros uno por uno y revisarlos con los dedos, y debía hacerlo deprisa, antes de que el agua los saturara. Conteniendo la respiración, con los ojos llorosos, cogió el cagarro más prometedor y renunció a su última fantasía, que era que a lo mejor le bastaría con una sola mano. Tuvo que emplear las dos, una para sostener la mierda, y la otra para escarbar en ella. Le sobrevino una arcada, seca, y se puso manos a la obra, hundiendo los dedos en el cilindro de excremento blando y sorprendentemente ligero, a temperatura corporal.
Jenna llamó a la puerta.
—¿Qué pasa?
—¡Un momento!
—¿Qué haces ahí dentro? ¿Meneártela?
—¡He dicho que un momento! Tengo diarrea.
—Por Dios. ¿Puedes pasarme un tampón al menos?
—¡Un momento!
Por suerte, el anillo apareció en el segundo cagarro desmenuzado. Un contacto duro en medio de la materia blanda, un círculo límpido dentro del caos. Se enjuagó las manos lo mejor que pudo en el agua inmunda, tiró de la cadena con el codo y acercó el anillo al lavabo. El mal olor era espantoso. Se lavó las manos y limpió el anillo y los grifos tres veces con mucho jabón, mientras Jenna, ante la puerta, se quejaba de que faltaban veinte minutos para que sirvieran el desayuno. Y fue una sensación extraña pero sin duda la experimentó: cuando salió del baño con el anillo en el dedo anular, y Jenna pasó junto a él precipitadamente y volvió a salir disparada, chillando y maldiciendo por el hedor, Joey era otra persona. Vio a esa persona con tal claridad que fue como hallarse fuera de sí mismo. Era la persona que había manipulado su propia mierda para recuperar su alianza nupcial. Ésa no era la persona que él creía ser, o la que habría elegido ser si hubiese tenido la libertad de elegir, pero había algo reconfortante y liberador en ser una persona real y definida, y no una colección de personas potenciales y contradictorias.
De inmediato, le pareció que el mundo se ralentizaba y se equilibraba, como si también estuviese adaptándose a una nueva necesidad. El primer caballo brioso que le dieron en las cuadras lo tiró al suelo casi con delicadeza, sin mala intención, sin más violencia que la estrictamente necesaria para expulsarlo de la silla. A continuación, le asignaron una yegua de veinte años, desde cuyo amplio lomo vio alejarse rápidamente a Jenna en su corcel por un camino polvoriento, con el brazo izquierdo en alto, como si se despidiera con un gesto de revés, o quizá fuera sólo la postura ecuestre correcta, mientras Félix adelantaba a Joey al galope para alcanzarla. Joey comprendió que sería lógico que ella acabara follando con Félix, y no con él, ya que Félix era un jinete infinitamente superior; esta posibilidad era un alivio, incluso una mitzvá, ya que la pobre Jenna desde luego necesitaba que alguien se la follara. Él, por su parte, fue casi toda la mañana al paso, y al final al trote, en compañía de Meredith, la joven hija de Ellen, la lectora de novelas, escuchándola mientras ella exhibía su impresionante bagaje de conocimientos equinos. Eso no le daba sensación de debilidad; le daba sensación de firmeza. El aire andino era magnífico. Meredith pareció encapricharse un poco de él y, pacientemente, lo aleccionó sobre cómo dirigir su caballo sin confundirlo tanto. Cuando el grupo se reunió para el tentempié de media mañana junto a un manantial, sin rastro de Jenna y Félix, Jeremy fue más severo en el aleccionamiento a su mujer, callada y sonrojada, a quien al parecer consideraba responsable de que se rezagaran tanto respecto a los que iban en cabeza. Joey, ahuecando las manos limpias para beber agua del manantial acumulada en una pila de piedra, y ya sin importarle lo que pudiera estar haciendo Jenna, sintió lástima por Jeremy. Era divertido montar a caballo en la Patagonia: en eso Jenna tenía razón.
La sensación de paz le duró hasta media tarde, cuando comprobó su buzón de voz desde el teléfono de la habitación, a cargo de la madre de Jenna, y encontró mensajes de Carol Monaghan y Kenny Bartles. «Hola, cielo, soy tu suegra —decía Carol—. ¿Qué tal te suena eso? ¿Eh? ¡Suegra! No me dirás que no suena raro. Me parece una noticia extraordinaria, pero ¿sabes qué, Joey? Seré sincera contigo. Creo que si para ti Connie es tan importante como para casarte con ella, y si tienes tu propia madurez en tan alto concepto como para meterte en el matrimonio, deberías tener la decencia de decírselo a tus padres, en mi modesta opinión. Pero no veo ninguna razón para mantener esto tan en secreto, a menos que te avergüences de Connie, y francamente no sabría qué decir de un yerno que se avergonzara de mi hija. Quizá baste decir que la discreción no es lo mío, personalmente estoy en contra de tanto secreto. ¿Vale? Quizá con eso ya está todo dicho».
«¿Qué coño pasa, tío? —decía Kenny Bartles—. ¿Dónde coño te has metido? Acabo de enviarte como diez mails. ¿Estás en Paraguay? ¿Por eso no me contestas? Cuando en la contrata pone el 31 de enero Defensa quiere decir el puto 31 de enero. Espero sinceramente que haya algo en camino para mí, porque para el 31 faltan nueve putos días. LBI ya se me ha echado encima, porque esos putos camiones se averían. Un defecto de fábrica absurdo en el eje trasero. Espero que me hayas conseguido unos cuantos putos ejes traseros. O lo que sea, tío. Quince toneladas de putos embellecedores para el capó, y te estaré muy agradecido. Mientras no me consigas algo que pese, mientras no veamos una fecha de entrega confirmada de algo que pese lo suyo, cualquier cosa, no tengo a qué agarrarme».
Jenna regresó al atardecer, más espectacular aún cubierta de polvo.
—Estoy enamorada —dijo—. He encontrado al caballo de mis sueños.
—Tengo que marcharme —anunció Joey sin más—. Tengo que irme a Paraguay.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Mañana por la mañana. Aunque lo ideal sería esta noche.
—Dios mío, ¿tanto te has cabreado conmigo? Yo no tengo la culpa de que me mintieras sobre tus aptitudes ecuestres. No he venido aquí para ir al paso. Tampoco he venido aquí a desperdiciar cinco noches en una habitación doble.
—Ya, lo siento mucho. Pagaré mi mitad.
—Qué pagar ni qué coño. —Lo miró de arriba abajo con desdén—. Es sólo que… ¿no podrías encontrar otra manera de ser decepcionante? No sé si has marcado ya todas las casillas de decepciones concebibles.
—Eso es muy cruel —susurró él.
—Créeme, puedo decir cosas mucho más crueles, y ésa es mi intención.
—Además, no te he dicho que estoy casado. Estoy casado. Me he casado con Connie. Vamos a vivir juntos.
Jenna lo miró con los ojos como platos, como si sintiera dolor.
—¡Joder, mira que eres raro! Eres un bicho raro de cojones.
—Soy muy consciente de eso.
—Creía que me comprendías de verdad. A diferencia de los otros hombres que he conocido. ¡Qué tonta soy!
—No lo eres —dijo él, compadeciéndola por la desventaja que suponía su belleza.
—Pero si crees que lamento oír que estás casado, te equivocas. Si crees que te veía como candidato matrimonial… en fin, dejémoslo. Ni siquiera me apetece cenar contigo.
—Entonces a mí tampoco me apetece cenar contigo.
—Bien, estupendo —contestó ella—. Ahora eres ya oficialmente el peor compañero de viaje posible.
Mientras Jenna se duchaba, él hizo la maleta y luego se tendió en la cama ociosamente, pensando que, quizá, ahora que las cosas estaban claras, podían hacer el amor una vez, para evitar la vergüenza y la derrota de no haberlo hecho, pero cuando Jenna salió del baño, en un grueso albornoz de la Estancia El Triunfo, interpretó correctamente la expresión de su cara y dijo:
—Ni hablar.
Joey se encogió de hombros.
—¿Seguro?
—Sí, seguro. Vete a casa con tu mujercita. No me gustan los bichos raros que me mienten. Sinceramente, ahora mismo me resulta violento compartir la habitación contigo.
Así las cosas, Joey se marchó a Paraguay, y fue un desastre. Armando da Rosa, el dueño del concesionario de excedentes militares más grande del país, era un ex oficial sin cuello, con las cejas juntas y blancas y el pelo muy negro, como teñido con betún. Su despacho, en una barriada de Asunción, tenía un suelo de linóleo bien encerado y una enorme mesa metálica detrás de la cual una bandera paraguaya pendía lánguidamente de un asta de madera. La puerta trasera daba a hectáreas de malas hierbas y polvo y cobertizos de tejado acanalado y herrumbroso, vigilados por enormes perros todo colmillos y esqueleto y pelo de punta y con aspecto de haber sobrevivido por poco a una electrocución. La impresión que Joey sacó del monólogo laberíntico de Da Rosa, en un inglés sólo un poco mejor que el español de Joey, fue que había sufrido un contratiempo en su carrera unos años antes y había escapado del consejo de guerra gracias a los esfuerzos de ciertos oficiales, amigos leales suyos, recibiendo a cambio, a modo de «justicia», la concesión para la venta de excedentes y material militar declarado obsoleto. Vestía uniforme de faena y llevaba al cinto un arma que incomodó a Joey cuando salió delante de él. Avanzaron entre la mala hierba, cada vez más alta y leñosa, poblada de descomunales avispones sudamericanos, hasta llegar al filón principal de repuestos para el camión Pladsky A10, junto a una valla trasera coronada de alambre concertina. Lo bueno era que desde luego había muchas piezas. Lo malo era que se hallaban en un estado lamentable. En hilera, los capós de camión, orlados de óxido, yacían semicaídos, como piezas de dominó volcadas; los ejes y los parachoques formaban pilas enmarañadas como viejos huesos de pollo gigantescos; los motores se hallaban dispersos entre la mala hierba como los excrementos de un tiranosaurio; en los montículos cónicos de piezas menores, más oxidadas, crecían flores silvestres. Deambulando entre la mala hierba, Joey descubrió nidos de piezas de plástico embarradas y/o rotas, escondrijos de manguitos y correas agrietados por la intemperie, y cajas de cartón descompuestas con palabras estampadas en polaco. Al ver todo aquello, tuvo que reprimir unas lágrimas de decepción.
—Mucha herrumbre aquí —dijo.
—¿Qué es «herrumbre»?
Joey desprendió una enorme escama del tapacubos más cercano.
—Herrumbre. Óxido de hierro.
—Eso es por lluvia —explicó Da Rosa.
—Puedo darle diez mil dólares por el lote entero —dijo Joey—. Si pesa más de treinta toneladas, le daré quince. Eso está muy por encima de su valor como chatarra.
—¿Para qué quiere esta mierda?
—Tengo una flota de camiones que necesito mantener.
—Usted… usted es muy joven. ¿Para qué lo quiere?
—Porque soy tonto.
Da Rosa lanzó una mirada hacia la selva secundaria al otro lado de la valla.
—No puedo dárselo todo.
—¿Por qué no?
—Estos camiones, el ejército no usar. Pero puede usar si hay guerra. Entonces mis piezas son valiosas.
Joey cerró los ojos y se estremeció ante tamaña estupidez.
—¿Qué guerra? ¿Contra quién? ¿Bolivia?
—Sólo digo que si guerra, necesitamos piezas.
—Estas piezas son una mierda. Le estoy ofreciendo quince mil dólares por ellas. Quince mil dólares.
Da Rosa negó con la cabeza.
—Cincuenta mil.
—¿Cincuenta mil dólares? Y un carajo. ¿Lo entiende? De eso nada.
—Treinta.
—Dieciocho.
—Veinticinco.
—Me lo pensaré —dijo Joey, volviéndose en dirección al despacho—. Me pensaré si le doy veinte, en caso de que haya más de treinta toneladas. Veinte, ¿de acuerdo? Es mi última oferta.
Durante un minuto o dos, después de estrechar la grasienta mano de Da Rosa y regresar al taxi que había dejado esperando en la calle, se sintió bien consigo mismo, por la manera en que había manejado la negociación y por su valentía al viajar a Paraguay para llevarla a cabo. Lo que su padre no entendía de él, lo que en realidad sólo entendía Connie, era que poseía una cabeza privilegiada para los negocios. Sospechaba que había heredado ese instinto de su madre, que era una competidora nata, y poder ejercerlo le proporcionaba una peculiar satisfacción filial. El precio que había arrancado a Da Rosa era muy inferior al que se había permitido esperar, y aun sumando el coste de un transportista local para cargar las piezas en los contenedores y trasladarlas al aeropuerto, aun añadiendo la exorbitante suma que después le representaría enviar los contenedores por aire a Iraq, aun así, se mantendría dentro de los parámetros que le garantizaban unos beneficios de escándalo. Pero mientras el taxi serpenteaba por las zonas coloniales más antiguas de Asunción, empezó a temer que quizá no fuera capaz de hacerlo. Que no fuera capaz de enviar una chatarra casi descaradamente inservible a las fuerzas estadounidenses que intentaban ganar una guerra dura y poco convencional. Si bien el problema no lo había creado él —había sido cosa de Kenny Bartles, al elegir el Pladsky obsoleto, a precio de ganga, para cumplir su propia contrata—, era igualmente un problema suyo. Y creaba un problema aún mayor: con los costes iniciales y el envío insignificante pero caro de las piezas desde Lodz, había gastado ya todo el dinero de Connie y la mitad del primer plazo del préstamo bancario. Aun cuando en ese momento consiguiera echarse atrás, dejaría a Connie sin blanca y él se quedaría con una deuda agobiante. Nervioso, dio vueltas a su alianza nupcial en el dedo, vueltas y más vueltas, deseando llevársela a la boca en busca de consuelo pero temiendo tragársela de nuevo. Intentó convencerse de que tenía que haber más piezas del A10 en algún sitio, en algún almacén abandonado pero al amparo de la lluvia en el este de Europa, pero había dedicado largos días a buscar en internet y a hacer llamadas, y las probabilidades eran escasas.
—El jodido Kenny— dijo en voz alta, pensando en lo inoportuno que era empezar a tener conciencia en ese preciso momento—. Jodido delincuente.
De vuelta en Miami, mientras esperaba el último vuelo de enlace, se obligó a llamar a Connie.
—Hola, cariño —dijo ella, animada—. ¿Qué tal va por Buenos Aires?
Sin entrar en detalles acerca de su itinerario, fue derecho a explicarle sus inquietudes.
—Parece que lo has hecho muy bien —comentó Connie—. O sea, veinte mil dólares, eso es un precio buenísimo, ¿no?
—Salvo por el hecho de que son unos diecinueve mil más de lo que vale.
—No, cariño, vale lo que Kenny esté dispuesto a pagar.
—¿Y no crees que eso debería… digamos… preocuparme moralmente? ¿Venderle chatarra al gobierno?
Ella guardó silencio mientras reflexionaba.
—Supongo que, si te disgusta mucho —contestó por fin—, quizá no deberías hacerlo. Sólo quiero que hagas cosas con las que te sientas a gusto.
—No pienso perder tu dinero —dijo él—. Eso es lo único que tengo claro.
—Ah, no, sí que puedes perderlo. Da igual. Ya ganarás dinero con otra cosa. Confío en ti.
—No pienso perderlo. Quiero que vuelvas a la universidad. Quiero que tengamos una vida juntos.
—¡Pues tengámosla! Yo estoy lista si tú lo estás. Estoy más que lista.
Fuera, en la pista, bajo un inestable cielo gris propio de Florida, armas de destrucción masiva de eficacia probada rodaban de aquí para allá. Joey deseó que hubiera otro mundo, un mundo más sencillo en el que fuera posible disfrutar de una buena vida sin hacerlo a costa de nadie.
—He recibido un mensaje de tu madre —dijo.
—Lo sé. Estuve mal, Joey. No le conté nada, pero ella me vio el anillo y me preguntó, y no pude callarme.
—Me vino con el sermón de que debo decírselo a mis padres.
—Pues déjala que sermonee. Ya se lo dirás cuando estés listo.
Cuando llegó a Alexandria, estaba de un humor lúgubre. Sin la opción de ilusionarse con Jenna o fantasear con ella, incapaz de imaginar un resultado favorable en Paraguay, sin nada salvo tareas ingratas ante sí, se comió una bolsa de patatas fritas onduladas y telefoneó a Jonathan para expresarle su arrepentimiento y buscar consuelo en la amistad.
—Y ahora viene lo peor —anunció—: fui allí siendo un hombre casado.
—¡No me jodas! —exclamó Jonathan—. ¿Te has casado con Connie?
—Sí. Me he casado. En agosto.
—Esa es la mayor locura que he oído en la vida.
—He pensado que era mejor decírtelo, porque probablemente te enterarás por Jenna. Quien, puedo decir sin miedo a equivocarme, ahora mismo no está muy contenta conmigo.
—Debe de tener un cabreo soberano.
—Oye, ya sé que la consideras horrorosa, pero no lo es. Lo que pasa es que está perdida, y los demás sólo ven en ella su aspecto físico. Tiene mucha menos suerte que tú.
Joey pasó a contar a Jonathan la anécdota del anillo, y la horrenda escena en el cuarto de baño, con las manos llenas de mierda y Jenna llamando a la puerta, y encontró el consuelo que buscaba en su propia risa y en la risa y los gemidos de asco de Jonathan. Lo que había sido repugnante durante cinco minutos dio pie a una fantástica anécdota que quedaría para siempre. Cuando a continuación admitió que Jonathan tenía razón sobre Kenny Bartles, la respuesta de su amigo fue clara y categórica:
—Tienes que salirte de esa contrata.
—No es tan fácil. Debo proteger la inversión de Connie.
—Busca una escapatoria. Tienes que hacerlo. Lo que está pasando allí es un verdadero desastre. Es peor de lo que imaginas.
—¿Todavía me odias? —preguntó Joey.
—Yo no te odio. Creo que has sido un gilipollas integral. Pero creo que no soy capaz de odiarte.
Con esta conversación, Joey se animó lo suficiente como para irse a la cama y dormir doce horas de un tirón. A la mañana siguiente, cuando en Iraq era media tarde, telefoneó a Kenny Bartles y le pidió que le permitiera abandonar la contrata.
—¿Y qué pasa con las piezas de Paraguay? —preguntó Kenny.
—Había peso de sobra. Pero todo es mierda oxidada e inservible.
—Mándalo igualmente. Me la estoy jugando.
—Eres tú quien compró esos ridículos A10 —dijo Joey—. No tengo la culpa de que no haya piezas de repuesto.
—Acabas de decirme que había piezas de sobra. Y yo te digo que las mandes. ¿Qué es lo que se me escapa aquí?
—Estoy diciendo que debes buscar a alguien que compre mi parte. No quiero participar en esto.
—Un momento, Joey, tío, escucha. Firmaste un contrato. Y no es que se esté acabando el plazo para el Envío Número Uno, sino que el plazo está ya más que vencido. No puedes dejarme en la estacada. No a menos que quieras renunciar a lo que has desembolsado. Ahora mismo ni siquiera tengo efectivo suficiente para comprar tu parte, porque el ejército todavía no me ha pagado las piezas, porque tu envío polaco pesaba poco. Intenta ver las cosas desde mi punto de vista, ¿quieres?
—Pero el material de Paraguay tiene tan mala pinta que dudo mucho que vayan a aceptarlo.
—Eso déjamelo a mí. Conozco a la gente de LBI destacada aquí in situ. Puedo colarlo. Sólo tienes que mandarme treinta toneladas, y luego podrás dedicarte otra vez a leer poesía o lo que sea.
—¿Cómo sé yo que puedes colarlo?
—Eso es mi problema, ¿vale? Tu contrato es conmigo, y yo te digo que me consigas peso y recibirás tu dinero.
Joey no sabía qué era peor, si el temor de que Kenny estuviera mintiendo y no sólo se viera despojado del dinero ya gastado, sino también de los grandes desembolsos adicionales pendientes, o que Kenny dijera la verdad y LBI fuera a pagar ochocientos cincuenta mil dólares por piezas casi inservibles. No vio otra opción que puentear a Kenny y hablar directamente con LBI. Esto supuso una mañana entera viéndose remitido telefónicamente de una persona a otra en la sede de LBI, en Dallas, hasta que lo pusieron en comunicación con el vicepresidente adecuado. Joey explicó su dilema con la mayor claridad posible:
—No hay piezas útiles disponibles para ese camión, Kenny Bartles no está dispuesto a comprar mi parte de la contrata, y yo no quiero mandarles piezas defectuosas.
—¿Bartles está dispuesto a aceptar lo que tiene usted? —preguntó el vicepresidente.
—Sí. Pero no sirve.
—Eso no es asunto suyo. Si Bartles lo acepta, usted queda libre de responsabilidades. Le aconsejo que haga el envío de inmediato.
—Me parece que no me ha entendido bien —insistió Joey—. Estoy diciendo que ese envío no les conviene.
El vicepresidente digirió sus palabras y añadió:
—No volveremos a tratar con Kenny Bartles en el futuro. Estamos muy descontentos con la situación del A10. Pero eso a usted no tiene por qué preocuparle. Lo que debería preocuparle es que lo demanden por incumplimiento de contrato.
—¿Quién? ¿Kenny?
—Es sólo una hipótesis. No va a suceder, siempre y cuando envíe las piezas. Sólo debe recordar que ésta no es una guerra perfecta en un mundo perfecto.
Y Joey intentó recordarlo. Intentó recordar que lo peor que podía suceder, en este mundo no precisamente perfecto, era que todos los A10 se averiasen y necesitaran ser sustituidos por camiones mejores, y que por esa razón la victoria en Iraq se retrasara mínimamente, y que los contribuyentes estadounidenses hubiesen malgastado unos cuantos millones de dólares en él y Kenny Bartles y Armando da Rosa y los maleantes de Lodz. Con la misma determinación que había demostrado para coger sus propios cagarros, volvió a Paraguay y contrató un expedidor y supervisó la operación de carga de las treinta y dos toneladas de piezas en contenedores y bebió cinco botellas de vino en las cinco noches que tuvo que esperar a que Logística Internacional las subiera a un veterano C-130 y se las llevara; pero en ese montón de mierda en particular no había un anillo de oro escondido. Cuando regresó a Washington, siguió bebiendo, y cuando por fin Connie apareció con tres maletas y se instaló en su casa, siguió bebiendo, y durmiendo mal, y cuando Kenny llamó desde Kirkuk para comunicarle que la entrega había sido aceptada y que los 850.000 de Joey estaban al caer, pasó tan mala noche que telefoneó a Jonathan y le confesó lo que había hecho.
—Tío, eso está muy mal —dijo Jonathan.
—A mí me lo vas a contar.
—Más vale que no te pillen. Empiezan a llegarme no pocos rumores sobre esos dieciocho mil millones en contratas que aceptaron en noviembre. No me extrañaría que el asunto acabara en el Congreso.
—¿No hay nadie a quien pueda contárselo? Ni siquiera me interesa quedarme con el dinero, salvo lo que les debo a Connie y al banco.
—Muy noble de tu parte.
—No podía dejar a Connie sin su dinero. Sabes que sólo lo he hecho por eso. Pero me pregunto si no podrías contarle a alguien del Post lo que está pasando. En plan… me ha llegado algo de fuentes anónimas.
—No si quieres seguir en el anonimato. Y si no quieres, ya sabes quién va a acabar pringando, ¿no?
—Pero ¿y si soy yo quien descubre el pastel?
—En cuanto descubras el pastel, ya se encargará Kenny de que pringues tú. Y lo mismo hará LBI. Esa gente tiene una partida en el presupuesto para hacer pringar a todo aquel que descubra el pastel. Serás el chivo expiatorio ideal. El universitario de cara bonita con las piezas de camión oxidadas. El Post se te comerá vivo. Y no es que tus sentimientos no te honren. Pero te recomiendo encarecidamente que no digas ni pío.
Connie encontró un empleo por medio de una agencia de trabajo temporal mientras esperaban a que los 850.000 dólares sucios pasaran por los filtros del sistema. Joey mataba el tiempo viendo la televisión y jugando con la videoconsola y aprendiendo a organizarse en la vida doméstica, a planificar una cena y hacer la compra para prepararla, pero la visita más breve y simple al supermercado lo agotaba. La depresión que durante años había acechado a las mujeres que tenía cerca parecía haber identificado por fin a su legítima presa e hincado el diente en él. Lo único que debía hacer por fuerza, es decir, comunicar a su familia que se había casado con Connie, era incapaz de hacerlo. Esa necesidad llenaba el pequeño apartamento como si fuese un Pladsky A10, confinando a Joey a los márgenes, privándolo de aire suficiente para respirar. Allí estaba esa necesidad cuando se despertaba y también cuando se acostaba. No se imaginaba dándole la noticia a su madre, porque inevitablemente percibiría el matrimonio como un golpe personal dirigido contra ella. Y probablemente así era, en cierto modo. Pero no temía menos la conversación con su padre, la reapertura de esa herida. Así que cada día, pese a sentirse asfixiado por el secreto, pese a imaginar a Carol pregonando la noticia entre los antiguos vecinos de Joey, alguno de los cuales no tardaría en contárselo a sus padres, postergaba el anuncio otro día más. El hecho de que Connie nunca lo atosigara sólo hacía que el problema fuera, aún más, exclusivamente suyo.
Y de pronto, una noche, en la CNN vio la noticia de una emboscada a las afueras de Faluya en la que varios camiones estadounidenses se habían averiado, quedando los conductores civiles a merced de los insurgentes, que acabaron con ellos. Aunque no distinguió ningún A10 en las imágenes de la CNN, le entró tal ansiedad que tuvo que tomarse unas copas para poder dormirse. Se despertó varias horas después, bañado en sudor, casi sobrio, junto a su mujer, que dormía literalmente como un bebé —con esa tierna inmovilidad propia de quien confía en el mundo—, y supo que debía llamar a su padre por la mañana. Nunca nada le había infundido tanto miedo como esa llamada. Pero ahora comprendía que nadie más podía aconsejarle qué hacer, si descubrir el pastel y sufrir las consecuencias o no decir ni pío y quedarse con el dinero, y que nadie más podía absolverlo. El amor de Connie era demasiado incondicional, el de su madre demasiado ensimismado, el de Jonathan demasiado secundario. Era a su estricto padre, hombre de sólidos principios, a quien debía darle una explicación completa. Había combatido contra él toda su vida, y había llegado la hora de admitir la derrota.