Ya está bien

Pocos días después de que el joven Zachary colgara la entrevista en su blog, el buzón de voz del móvil de Katz empezó a llenarse de mensajes. El primero era de un alemán pesadísimo, Matthias Dróhner, a quien Katz recordaba vagamente porque había tenido que esforzarse para quitárselo de encima durante la breve gira de Walnut Surprise por la patria teutona. «Ahora que vuelves a conceder entrevistas —decía Dróhner—, espero que tengas la amabilidad de concederme una a mí, como prometiste, Richard. ¡Me lo prometiste!». En su mensaje, Dróhner no explicaba cómo había conseguido el número de móvil de Katz, pero bien podía haber sido por una filtración blogosférica a partir de una servilleta de papel entregada en un bar a alguna tía que se hubiese ligado en la gira. Sin duda, ahora mismo estaba recibiendo solicitudes de entrevistas por correo electrónico, probablemente en mayor cantidad, pero desde el verano anterior no había tenido la fortaleza moral de aventurarse en la red. Al mensaje de Dróhner siguieron las llamadas de una tía de Oregon llamada Euphrosyne; una periodista musical bulliciosa y jovial de Melbourne, Australia; y un DJ de la radio universitaria de Iowa City que parecía tener diez años. Todos querían lo mismo. Querían que Katz repitiera —pero con palabras un poco distintas, para poder colgarlo o publicarlo firmado por ellos— exactamente lo que le había dicho a Zachary.

—Estuviste brillante, colega —comentó Zachary en la terraza de White Street una semana después de colgar la entrevista mientras esperaban la llegada del objeto de deseo de Zachary, Caitlyn. El tratamiento de «colega» era nuevo e irritaba a Katz, pero concordaba plenamente con su experiencia en materia de entrevistadores. En cuanto se sometía a ellos, dejaban de simular admiración.

—No me llames colega —dijo no obstante.

—Vale, como quieras —contestó Zachary. Recorría un largo tablón de Trex con sus brazos flacos en cruz, como si caminara sobre una barra de equilibrio. Era una tarde fresca y borrascosa.

—Sólo digo que mi contador de visitas ha enloquecido. Mi enlace aparece en webs de todo el mundo. ¿Miras alguna vez las páginas de tus fans?

—No.

—Ahora mismo soy el primero de la lista en la mejor de todas. Si quieres voy a buscar el ordenador y te lo enseño.

—Te aseguro que no me hace ninguna falta.

—Creo que la gente tiene unas ganas tremendas de cantarle las verdades al poder. Bueno, hay una pequeña minoría que dice que en la entrevista parecías un gilipollas y un quejica. Pero eso sólo son los cuatro gatos a los que les repatea el éxito ajeno. Yo no me preocuparía.

—Gracias por los ánimos —dijo Katz.

Cuando la tal Caitlyn apareció en la terraza, acompañada por un par de comparsas femeninas, Zachary siguió encaramado en su barra de equilibrio, demasiado impasible para encargarse de las presentaciones, mientras Katz dejaba su pistola de clavos y se sometía al examen de las visitantes. Caitlyn iba vestida de hippie, con un chaleco de brocado y un abrigo de pana como los que en su día llevaban Carole King y Laura Nyro, y sin duda habría sido un digno objetivo de Katz de no ser porque, en la semana posterior a su encuentro con Walter Berglund, se había renovado su interés por Patty. En ese momento, conocer a una adolescente de primera era como oler fresas cuando uno tenía hambre de filete.

—¿En qué puedo ayudaros, chicas? —preguntó.

—Te hemos hecho pan de plátano —dijo la comparsa más rolliza, blandiendo un pan envuelto en papel de aluminio.

Las otras dos miraron al cielo con cara de desesperación.

—Es ella la que ha hecho el pan —aclaró Caitlyn—. Nosotras no tenemos nada que ver con eso.

—Espero que te gusten las nueces —dijo la panadera.

—Ah, ya capto —dijo Katz.

Siguió un silencio en el posterior desconcierto. Las hélices de un helicóptero sacudían el espacio aéreo del sur de Manhattan y se producían efectos sonoros extraños a causa del viento.

—Somos grandes admiradoras de Lago sin nombre —declaró Caitlyn—. Nos hemos enterado de que estabas construyendo una terraza aquí.

—Pues, como ves, tu amigo Zachary hace honor a su palabra.

Zachary se balanceaba en el tablón de Trex con sus zapatillas naranja, simulando impaciencia por quedarse otra vez a solas con Katz y demostrando con ello buenas aptitudes básicas para el ligue.

—Zachary es un gran músico —afirmó Katz—. Cuenta con mi más sincero apoyo. Es un joven talento digno de tenerse en cuenta.

Las chicas se volvieron hacia Zachary con cierta expresión de aburrimiento triste.

—En serio —insistió Katz—. Deberíais pedirle que baje con vosotras para escucharlo tocar.

—A nosotras en realidad nos va más el country alternativo —explicó Caitlyn—. No tanto el rock de chicos.

—Tiene unas cuantas frases country excelentes —insistió Katz.

Caitlyn cuadró los hombros, alineando la postura como una bailarina, y lo miró a los ojos, como para darle la oportunidad de rectificar la indiferencia que le mostraba. Era evidente que no estaba acostumbrada a la indiferencia.

—¿Por qué construyes una terraza? —preguntó.

—Por el aire libre y el ejercicio.

—¿Por qué necesitas ejercicio? Se te ve bastante en forma.

Katz se sintió muy, muy cansado. Ser incapaz de obligarse a jugar ni siquiera diez segundos al juego que Caitlyn deseaba jugar con él equivalía a comprender la atracción de la muerte. Morir sería la manera más limpia de cortar su vínculo con aquello que era una carga para él: la idea de Richard Katz que tenía formada la chica. A lo lejos, al sudoeste de donde ellos se hallaban, se alzaba el enorme edificio funcional de la era Eisenhower que estropeaba las vistas arquitectónicas del siglo XIX a casi todos los vecinos de Tribeca que vivían en un loft. En su día, el edificio había ofendido el sentido de la estética urbana de Katz, pero ahora le complacía porque ofendía el sentido de la estética urbana de los millonarios que se habían adueñado del barrio. Se cernía como la muerte sobre las excelentes vidas vividas allí abajo; había acabado siendo una especie de amigo para él.

—Echémosle un vistazo a ese pan de plátano —le propuso a la chica rolliza.

—También te he traído unos chicles de menta —dijo ella.

—¿Y si te firmo un autógrafo en el paquete y te lo quedas?

—¡Eso sería una pasada!

Katz sacó un rotulador de una caja de herramientas.

—¿Cómo te llamas?

—Sarah.

—Encantado de conocerte, Sarah. Voy a llevarme tu pan de plátano a casa y me lo comeré de postre esta noche.

Caitlyn, con algo semejante a la indignación moral, observó brevemente esa falta de respeto a su linda persona. Luego se acercó a Zachary, seguida por la otra chica. Y he aquí un concepto nuevo, pensó Katz: en lugar de intentar follarse a las chicas que detestaba, ¿por qué no hacerles un buen desaire? Para mantener la atención en Sarah y negársela a la magnética Caitlyn, sacó su lata de tabaco de mascar Skoal, que había comprado para conceder a sus pulmones un descanso de los cigarrillos, y se introdujo un grueso pellizco entre la encía y la mejilla.

—¿Puedo probarlo? —preguntó Sarah, envalentonada.

—Te dará náuseas.

—Pero… ¿y una hebra?

Katz negó con la cabeza y se guardó la lata en el bolsillo, tras lo cual Sarah le preguntó si podía disparar la pistola de clavos. Era como un anuncio andante de la educación parental último modelo que había recibido: ¡Tienes permiso para pedir cosas! ¡Que no seas guapa no significa que no lo tengas! ¡Tus ofrecimientos, si tienes el atrevimiento de plantearlos, serán bien acogidos por el mundo! A su manera, era igual de cargante que Caitlyn. Katz se preguntó si él a los dieciocho años era igual de cargante, o si, como ahora le parecía, su rabia contra el mundo —su percepción del mundo como un adversario hostil, merecedor de su rabia— había hecho de él una persona más interesante que aquellos jóvenes dechados de autoestima.

Permitió a Sarah disparar la pistola de clavos (la chica lanzó un alarido al sentir el retroceso y casi se le cayó de las manos) y acto seguido la despachó. El desaire a Caitlyn había sido tan eficaz que ésta ni siquiera se despidió, limitándose a seguir a Zachary escaleras abajo. Katz se acercó a la claraboya del dormitorio principal con la esperanza de echarle un ojo a la madre de Zachary, pero sólo vio la cama DUX, el lienzo de Eric Fischl, el televisor de pantalla plana.

La propensión de Katz a las mujeres por encima de treinta y cinco años era motivo de cierto bochorno. Se le antojaba una circunstancia triste y un tanto enfermiza en el sentido de que parecía remitir a su propia madre desquiciada y ausente, pero ya no había manera de alterar la estructura básica de su cerebro. Las niñitas eran una tentación permanente y una insatisfacción permanente casi de la misma manera que le producía insatisfacción la coca: siempre que la dejaba, la recordaba como algo fantástico e insuperable y la ansiaba, pero en cuanto volvía a tomarla, recordaba que no era tan fantástica en absoluto, era estéril y vacía: neuromecanicista, con sabor a muerte. Las tías jóvenes, sobre todo hoy en día, eran hiperactivas a la hora de follar, pasando atropelladamente por cada una de las posturas conocidas por la especie, haciendo esto y aquello, sus chochos infantiles demasiado inodoros y bien afeitados para considerarse siquiera partes del cuerpo humano. Recordaba más detalles de sus pocas horas con Patty Berglund que de una década de niñitas. Aunque, claro, a Patty la conocía desde siempre y lo había atraído desde siempre; la larga anticipación sin duda había sido un factor. Pero había asimismo algo intrínsecamente más humano en ella que en las jovencitas. Más difícil, más fascinante, más digno de poseerse. Y ahora que su polla profética, su varita de zahori, le señalaba otra vez en dirección a Patty, era incapaz de recordar por qué no había aprovechado más plenamente su oportunidad con ella. Una idea equivocada de la bondad, ahora incomprensible para él, le había impedido acudir a su hotel en Filadelfía y servirse otra ración de ella. Después de traicionar a Walter una vez, en la fría noche septentrional, debería haber seguido adelante y hacerlo otras cien veces y sacudírselo de encima. La prueba de lo mucho que lo había deseado estaba presente en las canciones compuestas para Lago sin nombre. Había transformado en arte su deseo insatisfecho. Pero ahora, una vez completado ese arte y cosechados sus dudosos frutos, no existía motivo alguno para seguir renunciando a lo que todavía deseaba. Y si de paso Walter se sentía, a su vez, con derecho a la tía india y dejaba de comportarse como un irritante moralista, tanto mejor para todos los interesados.

A última hora de la tarde del viernes cogió un tren de Newark a Washington. Aún no podía escuchar música, pero su reproductor MP3 no-Apple llevaba grabada una pista de ruido rosa —ruido blanco con cambios de frecuencia tendentes al extremo más grave de la escala, capaz de neutralizar todo sonido ambiental que el mundo pudiera arrojar sobre él—, y encajándose unos enormes auriculares almohadillados y colocándose en ángulo hacia la ventanilla y sosteniendo una novela de Bernhard cerca de la cara, consiguió una intimidad completa hasta que el tren paró en Filadelfía. Allí, una pareja blanca de poco más de veinte años, ambos vestidos con camisetas blancas y comiendo helado blanco de vasitos de papel encerado, se acomodó delante de él en los asientos recién desocupados. El blanco extremo de sus camisetas se le antojó el color del régimen de Bush. La tía enseguida reclinó el respaldo, invadiendo el espacio de Katz, y cuando terminó el helado, al cabo de unos minutos, tiró el vasito y la cucharilla hacia atrás por debajo del asiento, donde él tenía los pies.

Con un sonoro suspiro, Katz se quitó los auriculares, se puso en pie y le tiró el vasito a la falda.

—¡Dios mío! —exclamó ella con vehemente repugnancia.

—Eh, tío, ¿de qué vas? —dijo su compañero relucientemente blanco.

—Me has lanzado esto a los pies —contestó Katz.

—Pero no te lo ha tirado al regazo.

—Eso sí es toda una proeza —dijo Katz—: tu novia lanza un vasito sucio de helado a los pies de otra persona y tú te crees con derecho a ofenderte.

—Esto es un tren público —afirmó la chica—. Deberías coger un jet privado si no eres capaz de tratar con otra gente.

—Sí, ya lo tendré en cuenta la próxima vez.

La pareja se pasó el resto del viaje hasta Washington dejándose caer una y otra vez contra los respaldos, intentando reclinarlos más allá de su tope e invadir su espacio. Al parecer, no lo habían reconocido, pero si sabían quién era, seguro que pronto estarían blogueando lo gilipollas que era Richard Katz.

Aunque había tocado en Washington con relativa frecuencia a lo largo de los años, la horizontalidad y las molestas avenidas en diagonal de la ciudad nunca dejaban de horrorizarlo. Allí se sentía como una rata en un laberinto gubernamental. Por lo que él veía desde el asiento de atrás del taxi, el taxista bien podía estar llevándolo no a Georgetown, sino a la embajada israelí para someterlo a un interrogatorio intensivo. Los peatones de todos los barrios parecían haber tomado las mismas píldoras de la insipidez. Como si el estilo individual fuese una sustancia volátil que se evaporaba en la vacuidad de las aceras de Washington y las plazas infernalmente amplias. Toda la ciudad era un como un imperativo dirigido a Katz con su gastada cazadora de motero. Diciéndole: muérete.

Sin embargo, la mansión de Georgetown poseía cierto carácter. Walter y Patty no la habían elegido ellos mismos, pero aun así reflejaba el excelente gusto de aristocracia urbana que a esas alturas Richard ya esperaba de ellos. Tenía tejado de pizarra y múltiples mansardas y ventanales en la planta baja que daban a algo parecido a un auténtico jardincito. Encima del timbre, una placa de latón reconocía discretamente la presencia de la FUNDACIÓN MONTE CERÚLEO.

Abrió la puerta Jessica Berglund. Katz no la veía desde que iba al instituto, y sonrió con placer al hallarse frente a una mujer tan adulta y femenina. Sin embargo, ella parecía contrariada y un poco alterada, y apenas lo saludó.

—Hola, mmm, acompáñame a la cocina, ¿quieres? —dijo, y lanzó una ojeada por encima del hombro al largo pasillo con parquet.

De pie en el otro extremo estaba la chica india.

—Hola, Richard —saludó, levantando la mano con gesto nervioso.

—Dame un segundo —dijo Jessica.

Se alejó por el pasillo con andar altivo, y Katz la siguió con su bolsa de viaje, pasando frente a una habitación espaciosa llena de escritorios y archivadores y otra más pequeña con una mesa de reuniones. Aquello olía a semiconductores calientes y material de papelería nuevo. En la cocina había una gran mesa rústica francesa que Richard ya conocía de Saint Paul.

—Discúlpame un segundo —repitió Jessica mientras entraba detrás de Lalitha en una sala de aspecto más ejecutivo en la parte trasera—. Soy una persona joven —la oyó decir—. ¿Vale? Aquí la persona joven soy yo. ¿Lo entiendes?

Lalitha:

—¡Sí! Claro. Por eso es maravilloso que hayas venido. Lo único que digo es que yo tampoco soy tan mayor, ¿sabes?

—¡Tienes veintisiete años!

—¿Y eso no es ser joven?

—¿A qué edad tuviste el primer móvil? ¿Cuándo empezaste a conectarte a internet?

—En la universidad. Pero, Jessica, escucha…

—Hay una gran diferencia entre la universidad y el instituto. Ahora la gente se comunica de una manera totalmente distinta. De una manera que las personas de mi edad aprendimos mucho antes que tú.

—Lo sé. En eso no discrepamos. La verdad es que no entiendo por qué estás tan enfadada conmigo.

—¿Que por qué estoy enfadada? Porque has llevado a mi padre a pensar que eres la gran experta en jóvenes, y sin embargo no eres la gran experta ni mucho menos, como acabas de demostrar clarísimamente.

—Jessica, conozco la diferencia entre un sms y un e-mail. Lo he dicho mal porque estoy cansada. Llevo casi toda la semana casi sin dormir. No es justo que montes semejante número por eso.

—¿Acaso tú mandas algún sms?

—No tengo necesidad. Usamos BlackBerrys, que hacen lo mismo, sólo que mejor.

—¡No es lo mismo! Dios mío. ¡A eso me refiero precisamente! Si no tuviste móvil en el instituto, no entiendes que tu móvil es muy, muy distinto de tu correo electrónico. Es una manera totalmente distinta de estar en contacto con la gente. Tengo amigos que apenas consultan ya su correo. Y si mi padre y tú vais a dirigir la campaña a los universitarios, es vital que entendáis eso.

—Pues vale. Enfádate conmigo. Adelante, enfádate. Pero todavía tengo que trabajar esta noche, y ahora déjame en paz.

Jessica volvió a la cocina, negando con la cabeza, con la mandíbula tensa.

—Perdona —dijo—. Seguramente te apetecerá ducharte y cenar algo. Arriba hay un comedor que resulta agradable usar de vez en cuando. Tengo un… mmm… —Miró alrededor, muy alterada—. He preparado para cenar una ensalada enorme y un poco de pasta que voy a recalentar. También tengo un buen pan, la proverbial barra de pan que, por lo que se ve, mi madre es incapaz de comprar cuando vamos a tener la casa llena de gente un fin de semana.

—Por mí no te preocupes —respondió Katz—. Aún llevo medio bocadillo en la bolsa.

—No; subiré y me sentaré contigo. Es sólo que aquí las cosas están un tanto desorganizadas. Esta casa es… es… es… —Contrajo los dedos y sacudió los puños—. ¡Aag! ¡Esta casa!

—Tranquila. Me alegro de verte.

—No sé ni cómo viven cuando no estoy aquí. Eso es lo que no entiendo. Cómo funciona esto siquiera a niveles tan básicos como sacar la basura. —Jessica cerró la puerta de la cocina y bajó la voz—. Y a saber qué come ella. Por lo visto, según cuenta mi madre, subsiste a base de Cheerios, leche y sandwiches de queso. Y plátanos. Pero ¿dónde está esa comida? En la nevera ni siquiera hay leche.

Katz movió las manos en un gesto impreciso, dando a entender que él no tenía la culpa.

—Y da la casualidad —prosiguió Jessica— de que conozco bastante bien la cocina regional india. Porque en la universidad tenía muchos amigos indios. Y hace tiempo, cuando vine aquí por primera vez, le pregunté si me podía enseñar algo de cocina regional, por ejemplo de Bengala, donde nació. Respeto mucho las tradiciones de la gente, y pensaba que podíamos preparar una comilona juntas, ella y yo, y sentarnos a la mesa como una familia. Como ella es india y a mí me interesa la gastronomía, me pareció una buena idea. Pero ella se rio de mí y me dijo que no sabía ni freír un huevo. Según parece, sus padres son ingenieros y no han preparado una comida de verdad en su vida. Y en eso quedó el plan.

Katz le sonreía, complacido de ver la homogeneidad con que se combinaban y fundían, en su persona unitaria y compacta, los caracteres de sus padres. Hablaba como Patty y se indignaba como Walter, y a la vez era plenamente ella misma. Era rubia y llevaba el cabello recogido en un severo peinado que parecía estirarle las cejas hasta enarcárselas, lo que contribuía a darle aquella expresión de horrorizada sorpresa e ironía. No lo atraía en absoluto, y por eso mismo sentía aún más simpatía por ella.

—¿Y dónde están todos? —preguntó.

—Mi madre está en el gimnasio, «trabajando». Y mi padre… la verdad es que no lo sé. Una reunión en Virginia o algo así. Me ha pedido que te diga que ya os veréis por la mañana; tenía la intención de volver esta noche, pero le ha surgido algo.

—¿A qué hora llega tu madre a casa?

—Tarde, seguro. Aunque ahora no lo parezca, cuando yo era pequeña, resultaba una madre más que aceptable, ¿me entiendes? O sea, que cocinaba, ¿sabes? Con ella, la gente se sentía bienvenida. Ponía flores en un jarrón junto a la cama. Por lo visto, todo eso es cosa del pasado.

En su función de anfitriona de emergencia, Jessica condujo a Katz por una estrecha escalera de la parte de atrás y le enseñó los amplios dormitorios de la primera planta, convertidos en salón, comedor y sala de estar, la pequeña habitación donde Patty tenía un ordenador y un sofá cama, y luego, ya en la segunda planta, la habitación igualmente pequeña donde él dormiría.

—Oficialmente ésta es la habitación de mi hermano —explicó—, pero juraría que no ha pasado aquí ni diez noches desde que se mudaron.

En efecto, en el cuarto no se advertía el menor rastro de la presencia de Joey, sino únicamente más muestras del buen gusto en mobiliario de Walter y Patty.

—Por cierto, ¿cómo van las cosas con Joey?

Jessica se encogió de hombros.

—No soy la persona más indicada para responder a eso.

—¿No os habláis?

Ella miró a Katz con aquellos ojos suyos, un poco protuberantes, muy abiertos en una expresión jocosa.

—Hablamos a veces, de vez en cuando.

—Y entonces, ¿qué? ¿Cuál es la situación?

—Bueno, ahora es republicano, así que las conversaciones no suelen ser muy agradables.

—Ah.

—Te he puesto unas toallas. ¿Necesitas también una manopla?

—Nunca uso manopla, no.

Cuando al cabo de media hora bajó duchado y con una camiseta limpia, se encontró la cena esperándolo en la mesa del comedor. Jessica se sentó en el extremo opuesto con los brazos cruzados en una postura muy tensa —en conjunto era una chica muy tensa y crispada— y lo observó comer.

—Por cierto —dijo—, enhorabuena por todo lo que ha pasado. Se me hizo muy raro empezar a oírte de pronto por todas partes, y verte en las listas de reproducción de medio mundo.

—¿Y tú qué? ¿A ti qué te gusta escuchar?

—A mí me va más la música étnica, sobre todo la africana y la sudamericana. Pero tu disco me gustó. El lago lo reconocí, eso desde luego.

Cabía la posibilidad de que escondiera una insinuación detrás de eso, y también cabía la posibilidad de que no. ¿Podía ser que Patty le hubiera contado lo sucedido en el lago? ¿A ella y no a Walter?

—¿Y qué está pasando aquí? —preguntó—. Me ha dado la impresión de que tenías algún problema con Lalitha.

De nuevo los ojos muy abiertos con aquella expresión jocosa o irónica.

—¿Qué? —dijo él.

—Bah, no era nada. Es que últimamente mi familia acaba con mi paciencia.

—Tengo la sensación de que ella se ha convertido en un problema para tus padres.

—Mmm.

—A mí me parece una chica estupenda. Lista, enérgica, comprometida.

—Mmm.

—¿Hay algo que quieras contarme?

—¡No! Sólo pienso que es como si Lalitha le hubiera echado el ojo a mi padre. Y es como si eso estuviera destrozando a mi madre. Verlo delante de sus narices. Yo creo que, digamos… cuando una persona está casada, hay que dejarla en paz, ¿no? Si está casada, es coto vedado, ¿no?

Katz se aclaró la garganta, sin saber muy bien adonde iría a parar aquello.

—En teoría, sí —contestó él—. Pero con la edad la vida se complica.

—Pero eso no significa que tenga que caerme bien. No significa que tenga que aceptarla. No sé si te han contado que vive aquí mismo, en el piso de arriba. Está aquí a todas horas. Está aquí más tiempo que mi madre. Y eso no me parece del todo justo. Mi opinión es que tendría que marcharse de aquí y buscarse otro sitio para vivir. Pero dudo que eso sea lo que quiere mi padre.

—¿Y por qué no quiere?

Jessica esbozó una tensa sonrisa, muy descontenta.

—Mis padres tienen muchos problemas. Su matrimonio tiene muchos problemas. No hace falta ser vidente para darse cuenta. O sea, mi madre está francamente deprimida. Desde hace años. Y es incapaz de salir de eso. Pero se quieren, me consta que se quieren, y la verdad es que me molesta ver lo que está pasando aquí. Si ella se marchara… me refiero a Lalitha… si ella se marchara sin más, para que mi madre tuviera otra oportunidad…

—¿Tu madre y tú estáis muy unidas?

—No. La verdad es que no.

Katz comió en silencio y esperó a oír más. Había tenido la suerte de encontrar a Jessica de un humor propicio para revelar cosas al primero que se le cruzara.

—O sea, ella lo intenta —explicó Jessica—. Pero tiene un don especial para decir lo que no debe. No respeta mi opinión. Por ejemplo… el hecho de que soy básicamente una persona adulta e inteligente, capaz de pensar por su cuenta, ¿entiendes? Yo tenía un novio en la universidad, un chico encantador, y lo trató fatal. Era como si le diera miedo que nos casáramos, así que no paró de burlarse de él. Fue mi primer novio de verdad, y yo sólo quería disponer de un tiempo para disfrutarlo, pero ella no aflojaba. Una vez, William y yo vinimos a pasar un fin de semana, para visitar museos y participar en una manifestación a favor del matrimonio homosexual. Nos quedamos a dormir aquí, y a ella no se le ocurrió otra cosa que preguntarle si le gustaba eso de que las chicas enseñaran los pechos en las fiestas de las fraternidades. Había leído un artículo absurdo en el periódico sobre unos chicos que les pedían a gritos a las chicas que enseñaran las tetas. Y yo, que no, mamá, que no estoy en Virginia. En mi universidad no hay fraternidades, esos son estupideces cavernícolas de los chicos del sur, no voy a Florida para las vacaciones de primavera, no somos como esa gente de tu artículo absurdo. Pero ella no aflojaba. Siguió preguntándole a William qué opinaba de los pechos de las otras chicas. Y siguió haciendo como si se sorprendiera cuando él le contestaba que no le interesaban. Ella sabía muy bien que era sincero, y que lo abochornaba tremendamente que la madre de su novia le hablara de tetas, pero ella hizo como si no le creyera. Se lo tomó todo a broma. Quería que yo me riera de William. Y sí, es verdad, a veces era un poco pesado. Pero de verdad, ¿no puede dejarme que lo descubra por mi cuenta?

—Eso es que se preocupa por ti. No quería que te casaras con un hombre que no te convenía.

—¡No iba a casarme con él! ¡Ahí está la cuestión!

A Katz se le fueron los ojos a los pechos de Jessica, prácticamente ocultos tras sus brazos cruzados. Los tenía pequeños como su madre, pero su cuerpo no era de formas tan bien proporcionadas. En ese momento sentía que su amor por Patty era aplicable por extensión a su hija, sin el deseo de follársela. Entendió lo que había querido decir Walter sobre ella: que era una joven que permitía a los mayores albergar esperanzas sobre el futuro. Desde luego, no tenía un pelo de tonta.

—La vida te sonreirá —comentó.

—Gracias.

—Tienes buena cabeza. Me alegro mucho de volver a verte.

—Lo sé, lo mismo digo —contestó ella—. Ni siquiera recuerdo la última vez que te vi. ¿Estaba aún en el instituto, quizá?

—Trabajabas en un comedor de beneficencia. Tu padre me llevó a verte allí.

—Ya, los años de esfuerzos para hacer currículum. Llegué a tener unas diecisiete actividades extraescolares. Era como la madre Teresa con un chute de anfetaminas.

Katz se sirvió más pasta, que llevaba aceitunas y unas hojas verdes. Ah, sí, rúcula: había vuelto sano y salvo al seno de la burguesía. Le preguntó a Jessica qué haría si sus padres se separaran.

—Uf, no lo sé —contestó—. Espero que no ocurra. ¿Tú crees que lo harán? ¿Eso te ha dicho mi padre?

—Yo no lo descartaría.

—Pues entonces pasaré a ser una de tantos. La mitad de mis amigos vienen de hogares rotos. Pero yo no imaginaba que fuera a pasarnos a nosotros. Al menos hasta que apareció Lalitha.

—Ya sabes que esas cuestiones son cosa de dos. No debes culparla a ella más de la cuenta.

—No, si te aseguro que también culpo a mi padre. Ya lo creo que lo culpo. Lo noto en su voz, y la verdad es que sencillamente… me confunde. Sencillamente me parece mal. O sea, siempre he pensado que lo conocía bien. Pero se ve que no.

—¿Y qué me dices de tu madre?

—Ella tampoco está muy contenta con la situación, eso desde luego.

—No, pero ¿y si fuera ella la que se marchara? ¿Qué opinarías de eso?

La perplejidad de Jessica ante la pregunta disipó toda sospecha de que Patty se hubiera confiado a ella.

—No creo que haga nunca una cosa así —respondió—, a menos que mi padre la obligue.

—¿No es feliz?

—Bueno, Joey dice que no. Creo que a Joey le cuenta muchas cosas que a mí no me cuenta. O quizá Joey se lo inventa todo para fastidiarme. Es decir, ella desde luego se burla de mi padre, y continuamente, pero eso no significa nada. Se burla de todo el mundo; seguro que también de mí cuando no estoy delante. Nos encuentra muy graciosos a todos, y eso a mí desde luego me saca de quicio. Pero la verdad es que está muy entregada a la familia. No creo que conciba la posibilidad de cambiar algo.

Katz se preguntó si eso era verdad. La propia Patty le había dicho, cuatro años atrás, que no le interesaba dejar a Walter. Pero el profeta bajo el pantalón de Katz sostenía insistentemente lo contrario, y quizá Joey era más fiable que su hermana en cuanto a la felicidad de su madre.

—Tu madre es una mujer extraña, ¿no te parece?

—Me da pena —dijo Jessica—, eso cuando no estoy enfadada con ella. Es muy lista, y nunca ha hecho nada de provecho aparte de ser una buena madre. Lo único que sé con certeza es que nunca me quedaré en casa a jornada completa con mis hijos.

—Así que quieres tener hijos. A pesar de la crisis demográfica mundial.

Lo miró con los ojos muy abiertos y se sonrojó.

—Tal vez uno o dos. Si encuentro al hombre adecuado. Cosa que no parece muy probable en Nueva York.

—Nueva York es un lugar difícil.

—Vaya, gracias. Gracias por decírmelo. Nunca en la vida me he sentido tan empequeñecida e invisible y totalmente menospreciada como en los últimos ocho meses. Creía que Nueva York teóricamente era el sitio ideal para salir con tíos. Pero allí todos son perdedores o capullos, y si no, están casados. Es horrible. Es decir, sé que no soy una chica despampanante ni nada por el estilo, pero me considero digna al menos de cinco minutos de conversación cortés. Ya llevo allí ocho meses, y aún espero esos cinco minutos. A estas alturas ni siquiera quiero salir, tan desmoralizada estoy.

—El problema no eres tú. Eres guapa. Puede que seas demasiado buena chica para Nueva York. Aquello es una economía bastante descarnada.

—Pero ¿cómo es que hay tantas chicas como yo y ningún tío? ¿Acaso todos los que valen la pena han decidido marcharse a otro sitio?

Katz repasó la lista de los jóvenes conocidos suyos en el área metropolitana de Nueva York, incluidos sus antiguos compañeros de Walnut Surprise, y no se le ocurrió ninguno a quien confiarle a Jessica en una cita.

—Las chicas vienen todas para trabajar en el mundo editorial y el arte y las ONG —dijo él—. Los tíos vienen por el dinero y la música. Ahí tienes un sesgo de selección. Las chicas están bien y son interesantes, los hombres son todos gilipollas como yo. No deberías tomártelo como algo personal.

—Me conformo con salir una sola vez con un chico agradable.

Katz empezaba a lamentar haberle dicho que era guapa. Había sonado un poco a invitación, ojalá ella no lo hubiese interpretado de ese modo. Pero, por desgracia, parecía que sí.

—¿De verdad eres un gilipollas? —preguntó ella—. ¿O lo has dicho por decir?

El tonillo de coqueteo provocador era alarmante y convenía atajarlo de raíz.

—He venido a hacerle un favor a tu padre —contestó.

—Eso no parece propio de un gilipollas —dijo ella en tono socarrón.

—Lo es, créeme. —Le dirigió la mirada más severa que era capaz de dirigir a una persona, y vio que la asustaba un poco.

—No lo entiendo —respondió ella.

—En el frente indio no soy tu aliado. Soy tu enemigo.

—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Y a ti qué más te da?

—Ya te lo he dicho. Soy un gilipollas.

—Vaya por Dios. Vale, pues. —Fijó la mirada en la mesa con las cejas muy enarcadas, confusa y asustada y cabreada todo a la vez.

—Por cierto, la pasta está excelente. Gracias por prepararla.

—Claro. Come un poco de ensalada también. —Jessica se levantó de la mesa—. Me parece que voy a subir a leer un rato. Si necesitas algo más, ya dirás.

Katz asintió, y ella abandonó el comedor. Se sintió mal por la chica, pero lo que lo llevaba a Washington era un asunto sucio, y no tenía sentido edulcorarlo. Cuando acabó de cenar, examinó atentamente la enorme colección de libros de Walter y la colección aún más enorme de cedes y elepés, y luego se retiró a la habitación de Joey en el piso de arriba. Quería ser la persona que entrase en una habitación donde estaba Patty, no la persona que esperaba en una habitación a que entrase ella. Ser la persona en espera era colocarse en una posición demasiado vulnerable; no era nada katziano. Aunque normalmente evitaba los tapones para los oídos, por la auténtica sinfonía en que convertían sus acúfenos, se insertó unos a fin de no quedarse tendido en la cama, aguardando a oír pasos y voces como un cobarde.

A la mañana siguiente se quedó en la habitación casi hasta las nueve antes de bajar por la escalera de atrás en busca del desayuno. La cocina estaba vacía, pero alguien, cabía suponer que Jessica, había preparado café y troceado fruta y sacado unos bollos. Caía una llovizna primaveral en el pequeño jardín trasero, en los narcisos y junquillos, y en las vertientes de los tejados de las casas cercanas. Al oír voces procedentes de la parte delantera de la casa, Katz recorrió el pasillo con un café y un bollo y encontró a Walter, Jessica y Lalitha, todos con la piel bien restregada e hidratada y el pelo lavado, esperándolo en la sala de reuniones.

—¡Bueno, aquí estás! —exclamó Walter—. Podemos empezar.

—No sabía que nos reuníamos tan temprano.

—Son las nueve —dijo Walter—. Para nosotros hoy es un día laborable.

Lalitha y él ocupaban asientos contiguos cerca de la parte central de la amplia mesa. Jessica estaba más alejada, cerca de la cabecera opuesta, con los brazos cruzados, irradiando tensamente una actitud escéptica y defensiva. Katz se sentó frente a los demás.

—¿Has dormido bien? —preguntó Walter.

—Bastante bien. ¿Dónde está Patty?

Walter se encogió de hombros.

—No vendrá a la reunión, si es eso lo que quieres saber.

—Nos proponemos conseguir algo concreto —añadió Lalitha—, no pasarnos el día entero riéndonos de lo imposible que es conseguirlo.

¡Uf!

Jessica lanzaba miradas a unos y otros, a modo de espectadora. Walter, inspeccionado de cerca, tenía unas ojeras tremendas, y sus dedos, sobre la superficie de la mesa, realizaban un movimiento medio temblor, medio tamborileo. La propia Lalitha presentaba un estado un tanto lamentable, con aquella palidez azulada en el rostro propia de las pieles oscuras. Al observar la relación entre sus cuerpos, la intencionada inclinación para distanciarse, Katz se preguntó si la química había obrado ya su efecto. Se los veía hoscos y culpables, como amantes obligados a comportarse en público. O, a la inversa, como personas que aún no habían llegado a un acuerdo y se sentían a disgusto la una con la otra. En cualquier caso, la situación merecía una supervisión atenta.

—Empecemos por el problema, pues —dijo Walter—. El problema es que nadie se atreve a convertir la superpoblación en parte del debate nacional. ¿Y por qué no? Porque el tema da mal rollo. Porque ya no es noticia. Porque, al igual que el calentamiento global, aún no hemos llegado al punto en que las consecuencias pasan a ser innegables. Y porque queda muy elitista decirles a los pobres e incultos que no tengan tantos hijos. Existe una relación inversamente proporcional entre el tamaño de la familia y la situación económica, y lo mismo puede decirse respecto a la edad a la que las chicas empiezan a tener hijos, lo que es igual de perjudicial desde una perspectiva numérica. Puede reducirse la tasa de crecimiento a la mitad sólo doblando de dieciocho a treinta y cinco la edad media de las madres primerizas. Esa es una de las razones por las que las ratas se reproducen mucho más que los leopardos: porque alcanzan la madurez sexual mucho antes.

—Esa analogía en sí es ya un problema, claro está —comentó Katz.

—Exacto —convino Walter—. Otra vez el elitismo. El leopardo es una especie «superior» a la rata o el conejo, así que ésa es otra parte del problema. Convertimos a los pobres en roedores cuando llamamos la atención sobre su alto índice de natalidad y su corta edad para la primera reproducción.

—Creo que la analogía del tabaco no está mal —dijo Jessica desde el otro extremo de la mesa. Saltaba a la vista que había ido a una universidad cara y había aprendido a expresar su opinión en los seminarios—. La gente con dinero puede conseguir Zoloft y Xanax. Así que al aumentar la carga impositiva sobre el tabaco, y también el alcohol, los más afectados por la subida son los pobres. Se encarecen las drogas baratas.

—Cierto —dijo Walter—. Ésa es una buena argumentación, y es aplicable también a la religión, que es otra gran droga para las personas sin oportunidades económicas. Si intentamos meternos con la religión, que es el verdadero villano, estamos metiéndonos con la gente económicamente oprimida.

—Y lo mismo pasa con las armas —añadió Jessica—. La caza es también muy de clase baja.

—Ja, eso díselo al señor Haven —señaló Lalitha con su marcado acento—. Díselo a Dick Cheney.

—No, en realidad Jessica tiene razón —terció Walter.

Lalitha le respondió cortante.

—¿Ah, sí? No veo en qué. ¿Qué tiene que ver la caza con la demografía?

Jessica miró al techo con gesto de impaciencia.

Este puede llegar a ser un día muy largo, pensó Katz.

—Todo gira en torno al problema de las libertades personales —explicó Walter—. La gente vino a este país por el dinero o la libertad. Si no tienes dinero, te aferras aún más furiosamente a tus libertades. Aunque fumar te mate, aunque no puedas dar de comer a tus hijos, aunque a tus hijos los mate a tiros un loco con un fusil de asalto. Puedes ser pobre, pero lo único que nadie te puede quitar es la libertad de joderte la vida como te dé la gana. Esa es la conclusión a la que llegó Bill Clinton: que no podemos ganar elecciones actuando contra las libertades personales. Y menos contra las armas, si a eso vamos.

El hecho de que Lalitha expresara su conformidad con estas palabras con un sumiso gesto de asentimiento en lugar de enfurruñarse dejó la situación más clara. Ella seguía suplicando y Walter seguía conteniéndose. Y él estaba en su elemento, en su fortaleza personal, cuando se le permitía hablar en abstracto. No había cambiado en absoluto desde sus años en Macalester.

—Ahora bien, el verdadero problema —intervino Katz— es el capitalismo de libre mercado. ¿Verdad? A menos que habléis de ilegalizar la reproducción, vuestro problema no son las libertades civiles. La verdadera razón por la que os falta gancho cultural en el asunto de la superpoblación es que hablar de menos niños implica hablar de límites al crecimiento. ¿Verdad? Y el crecimiento no es precisamente una cuestión secundaria en la ideología del mercado libre. Es la esencia misma. ¿Verdad? En la teoría económica del libre mercado, hay que dejar fuera de la ecuación cosas como el medio ambiente. ¿Cómo era esa palabra que tanto te gustaba? ¿Externalidades?

—Esa es la palabra, exacto —confirmó Walter.

—No creo que la teoría haya cambiado mucho desde nuestros tiempos universitarios. La teoría es que no hay ninguna teoría. ¿Verdad? El capitalismo no admite hablar de límites, porque el capitalismo en sí consiste en el crecimiento incesante del capital. Si uno quiere hacerse oír en los medios capitalistas, y comunicarse en la cultura capitalista, no puede presentar la superpoblación como algo negativo. Es todo lo contrario. Y he ahí vuestro verdadero problema.

—En ese caso tal vez debamos tirar la toalla —dijo Jessica irónicamente—. Puesto que no hay nada que hacer.

—El problema no me lo he inventado yo —replicó Katz—. Yo no hago más que señalarlo.

—Conocemos el problema —intervino Lalitha—. Pero somos una organización pragmática. No pretendemos derrocar todo el sistema, sólo mitigarlo. Pretendemos contribuir a que el debate cultural se ponga a la altura de la crisis, antes de que sea demasiado tarde. Queremos conseguir con la demografía lo mismo que Gore con el cambio climático. Tenemos un millón de dólares en efectivo, y ahora mismo podemos tomar medidas muy prácticas.

—A mí ya me parecería bien derrocar el sistema entero, la verdad —dijo Katz—. Para eso firmo ahora mismo.

—En este país no puede derrocarse el sistema —contestó Walter— por una cuestión de libertad. La razón por la que en Europa el libre mercado se ve atenuado por el socialismo es que allí no están tan obsesionados con la libertad individual. Tienen asimismo un índice de crecimiento demográfico inferior, pese a que los niveles de renta son comparables. En general, los europeos son más racionales. Y el debate sobre los derechos en este país no es racional. Se desarrolla en el plano de las emociones y los resentimientos de clase, y por eso la derecha sabe explotarlo tan bien. Y por eso quiero volver sobre lo que Jessica ha dicho sobre el tabaco.

Ella lo invitó a seguir con un gesto, como si le dijera: ¡gracias!

Del pasillo llegó un ruido: era Patty, que se movía por la cocina con tacones. Katz, deseando un cigarrillo, cogió la taza de café vacía de Walter y se preparó una bola de tabaco de mascar.

—Los cambios sociales positivos se producen de arriba abajo —prosiguió Walter—. El Departamento de Sanidad publica su informe, las personas cultas lo leen, los chicos listos se dan cuenta de que fumar es una idiotez, no mola, y el índice nacional de consumo de tabaco baja. O Rosa Parks se sienta en su autobús, los estudiantes universitarios se enteran, se manifiestan en Washington, viajan en autobús al Sur, y de pronto tenemos un movimiento nacional en favor de los derechos civiles. Ahora nos encontramos en un punto donde cualquier persona medianamente culta es capaz de entender el problema del crecimiento demográfico. El siguiente paso, pues, es presentarlo como algo molón para que los universitarios se preocupen por el tema.

Mientras Walter se explayaba sobre los universitarios, Katz aguzó el oído para saber qué hacía Patty en la cocina. Empezaba a caer en la cuenta de que, en el fondo, su situación denotaba falta de coraje. La Patty que él deseaba era la Patty que no deseaba a Walter: el ama de casa que ya no deseaba ser ama de casa; el ama de casa que deseaba follarse a un rockero. Pero en lugar de coger y llamarla para decirle que la deseaba, estaba allí sentado como un pipiolo universitario, consintiendo a su viejo amigo aquella sarta de fantasías intelectuales. ¿Qué había en Walter que lo dejaba a él siempre fuera de juego? Se sentía como un insecto volador atrapado en una pegajosa telaraña familiar. No podía dejar de ser buena persona con Walter, porque le caía bien; si no le hubiera caído tan bien, probablemente no habría deseado a Patty; y si no la hubiera deseado, no habría estado allí sentado fingiendo. Vaya lío.

Y ahora los pasos de ella se acercaban por el pasillo. Walter dejó de hablar y respiró hondo, armándose de valor perceptiblemente. Katz giró la silla en dirección a la puerta, y allí estaba ella. La madre de rostro lozano que tenía su lado oscuro. Llevaba botas negras, una ceñida falda roja y negra de brocado de seda y una elegante gabardina corta, que le quedaban magníficas y a la vez no eran propias de ella. Katz no recordaba haberla visto más que con vaqueros.

—Hola, Richard —saludó mirando hacia él—. Hola a todos. ¿Cómo va?

—Acabamos de empezar —respondió Walter.

—Entonces no quiero interrumpiros.

—Vas muy arreglada —comentó Walter.

—Me voy de compras. Tal vez os vea esta noche si andáis por aquí.

—¿Vas a preparar la cena? —preguntó Jessica.

—No; trabajo hasta las nueve. Si queréis, puedo pasar a comprar algo de comer antes de irme.

—Nos vendría de maravilla —dijo Jessica—, porque estaremos reunidos todo el día.

—Ya, y con mucho gusto os prepararía la cena si no tuviese que trabajar ocho horas.

—Bueno, da igual —respondió Jessica—. Déjalo estar. Saldremos a cenar fuera o lo que sea.

—Eso parece lo más sencillo —convino Patty.

—Pues nada —dijo Walter.

—Bien, pues nada —dijo ella—. Espero que os lo paséis todos estupendamente.

Después de haber irritado, hecho caso omiso o decepcionado en un abrir y cerrar de ojos a los cuatro, se alejó por el pasillo y salió a la calle. Lalitha, que había estado pulsando los botones de la BlackBerry desde el momento en que Patty apareció, era a quien más se le notaba el descontento.

—¿Es que ahora trabaja los siete días de la semana o qué? —preguntó Jessica.

—No, normalmente no —contestó Walter—. No sé muy bien a qué viene esto.

—Pero siempre viene a cuento de algo, ¿verdad que sí? —masculló Lalitha mientras tecleaba en su aparato con los pulgares.

Jessica se volvió hacia ella, redirigiendo al instante su enfado.

—Ya nos avisarás cuando hayas acabado con tu correo, ¿vale? Mientras tanto, esperaremos de brazos cruzados hasta que estés lista, ¿vale?

Lalitha, con los labios apretados, siguió tecleando.

—¿Quizá podrías dejarlo para después? —sugirió Walter con delicadeza.

Lalitha dejó bruscamente la BlackBerry en la mesa.

—Vale —dijo—. ¡Ya estoy!

Katz empezó a sentirse mejor cuando la nicotina le recorrió el cuerpo. Patty se había mostrado desafiante, y el desafío estaba bien. Tampoco le había pasado inadvertido lo «arreglada» que iba. Arreglada ¿por qué razón? Para presentarse ante él. Y trabajar hasta tarde el viernes y el sábado ¿por qué razón? Para eludirlo. Sí, para jugar al escondite igual que él. Ahora que se había ido, Katz la veía mejor, recibía sus señales sin tanta interferencia estática, se imaginaba poniendo las manos en aquella bonita falda suya, y recordaba con qué intensidad lo había deseado ella en Minnesota.

Pero entretanto el problema de la procreación excesiva: la primera tarea concreta, dijo Walter, era concebir un nombre para la iniciativa. A modo de idea de trabajo manejaba Juventud Contra la Locura, un homenaje personal a Youth Against Fascism, que consideraba (y Katz estaba de acuerdo con él) una de las mejores canciones grabadas por Sonic Youth. Pero Jessica insistía en elegir un nombre que expresara un planteamiento positivo, no uno negativo. Algo pro, no contra.

—Los chicos de mi edad son mucho más libertarios de lo que erais vosotros explicó—. Son alérgicos a cualquier cosa que huela a elitismo, o que no respete el punto de vista de otra persona. Vuestra campaña no puede basarse en decir a los demás lo que no deben hacer. Debe basarse en una elección positiva y molona, una elección en la que participemos todos.

Lalitha propuso el nombre «Los Vivos Primero», que, pensó Katz, ofendía el oído, y que Jessica desechó con un desprecio corrosivo. Y así pasaron toda la mañana, desgranando ideas, y enseguida se puso de manifiesto, a juicio de Katz, que allí faltaban las aportaciones de un asesor en relaciones públicas profesional. Consideraron sucesivamente Planeta Más Solitario, Aire Más Puro, Sociedad Ilimitada de Condones, Coalición de los Ya Nacidos, Espacio Libre, Calidad de Vida, Tienda de Campaña Menor y ¡Ya está bien! (que a Katz le gustó pero los otros encontraron demasiado negativo; se lo guardó como posible título para una canción o un álbum futuro). Se plantearon Dad de Comer a los Vivos, Sed Sensatos, Cabezas Más Frías, Una Manera Mejor, La Disminución Hace la Fuerza, Menos Es Más, Nidos Más Vacíos, El Placer de Ninguno, Libre de Niños para Siempre, Ningún Bebé a Bordo, Aliméntate a ti Mismo, Para de Parir, ¡Despoblemos!, Dos Hurras por la Gente, Quizá Ninguno, Menos que Cero, Pisa el Freno, Acaba con la Familia, Tómatelo con Calma, Espacio Vital, Más para Mí, Criado Solo, Respiro, Más espacio, Amemos lo que Hay Aquí, Estéril por Decisión Propia, El Fin de la Infancia, Todos los Niños Se Quedan Atrás, Núcleos de Dos, Quizá Nunca y ¿Qué Prisa Hay?, y los descartaron todos. Para Katz, el ejercicio ilustró la inviabilidad general de la empresa y la ranciedad específica del rollo guay prefabricado, pero Walter dirigió la discusión con una sensatez optimista que reflejaba largos años en el mundo artificial de las ONG. Y por increíble que pareciera, los dólares que planeaba gastar eran reales.

—Propongo que nos quedemos con Espacio Libre —declaró por fin—. Me gusta cómo le roba la palabra «libre» al otro bando y se apropia de la retórica de los grandes espacios abiertos del Oeste. Si esto despega, puede ser también el nombre de todo un movimiento, no sólo de nuestro grupo. El movimiento del Espacio Libre.

—¿Soy la única que al oír «espacio libre» piensa en una plaza de aparcamiento libre? —preguntó Jessica.

—Ésa no es una connotación tan mala —respondió Walter—. Todos sabemos lo que es tener problemas para aparcar. Menos gente en el planeta, mayores oportunidades de aparcamiento. En realidad es un ejemplo cotidiano real de por qué la superpoblación es mala.

—Hay que ver si Espacio Libre ya está registrado —recordó Lalitha.

—A la mierda las marcas registradas —saltó Katz—. No hay frase conocida por el hombre que no esté registrada.

—Podríamos añadir un espacio entre las palabras —sugirió Walter—. Lo contrario de «EarthFirst!», digamos, y sin el signo de exclamación. Si nos demandan por la marca registrada, podemos basar nuestra defensa en que somos reacios a perder el espacio de más. Eso suena bien, ¿no? Somos Reacios a Perder el Espacio.

—Mejor que no nos demanden, creo —dijo Lalitha.

Por la tarde, después de encargar y comer unos bocadillos y llegar Patty a casa y marcharse de nuevo sin haber hablado con ellos (Katz alcanzó a ver sus vaqueros negros de recepcionista de gimnasio cuando sus piernas se alejaban por el pasillo), los cuatro miembros del consejo asesor de Espacio Libre fraguaron un plan para los veinticinco estudiantes en prácticas de verano a quienes Lalitha ya había empezado a captar y contratar. Había ideado un festival de música y concienciación a finales del verano en una granja de cabras de ocho hectáreas ahora propiedad de la Fundación Monte Cerúleo en el límite meridional de la reserva de la reinita, idea a la que Jessica puso pegas de inmediato. ¿Acaso Lalitha no entendía absolutamente nada de la nueva relación de los jóvenes con la música? ¡No bastaba con incorporar a una figura de renombre! Tenían que enviar a veinte estudiantes en prácticas a veinte ciudades de todo el país y encargarles la organización de festivales a nivel local. «La batalla de las bandas», dijo Katz. «Sí, exacto, veinte versiones locales de «la batalla de las bandas»», confirmó Jessica. (Había estado fría con Katz todo el día, pero pareció agradecer su ayuda para aplastar a Lalitha). Ofreciendo premios en metálico, atraerían a cinco bandas muy buenas en cada una de las veinte ciudades, todas compitiendo por el derecho a representar su movida musical local en una batalla entre bandas de todo un fin de semana en Virginia Occidental, bajo los auspicios de Espacio Libre, con la presencia de grandes figuras para emitir la votación final y prestar su imagen a la causa de invertir el crecimiento demográfico global y difundir la idea de que tener hijos es poco guay.

Katz, que incluso para lo habitual en él había consumido cantidades colosales de cafeína y nicotina, acabó en un estado casi maníaco en el que accedió a todo lo que se le pidió: escribir canciones para Espacio Libre, volver a Washington en mayo para reunirse con los estudiantes en prácticas de Espacio Libre y colaborar en el adoctrinamiento, hacer una aparición estelar sorpresa en la batalla entre bandas de Nueva York, actuar como maestro de ceremonias en el festival de Espacio Libre en Virginia Occidental, acometer la labor de reunir a Walnut Surprise para que pudiera actuar allí, y dar la vara a grandes figuras para que aparecieran con él y se incorporaran también al jurado final. A su modo de ver, no hacía más que extender cheques con cargo a una cuenta sin fondos, porque, pese a las sustancias químicas reales que había ingerido, la verdadera sustancia de su estado era la obsesión palpitante de apartar a Patty de Walter: ésa era la base rítmica, todo lo demás era sofisticación irrelevante. Acaba con la Familia: otro título para una canción. Y en cuanto acabase con la familia, no tendría que cumplir ninguna de sus promesas.

Estaba tan acelerado que cuando la reunión terminó a eso de las cinco, y Lalitha regresó a su despacho para empezar a materializar los planes y Jessica desapareció en el piso de arriba, accedió a salir con Walter. Pensó que ésa sería la última vez que saldrían juntos. Daba la casualidad de que el grupo Bright Eyes, que había saltado a la fama recientemente y estaba encabezado por un joven de talento llamado Conor Oberst, tocaba esa noche en un conocido local de Washington. Se habían agotado las entradas, pero Walter tenía mucho interés en ir a ver a Oberst en el camerino y venderle Espacio Libre, y Katz, recurriendo a sus contactos de altos vuelos, hizo las llamadas telefónicas un tanto degradantes necesarias para conseguir un par de pases en la entrada. Cualquier cosa era mejor que quedarse en la mansión, esperando a que llegara Patty.

—No me puedo creer que hagas todo esto por mí —dijo Walter en el restaurante tailandés, cerca de Dupont Circle, donde entraron a cenar de camino al concierto.

—No es nada, tío. —Katz cogió un pincho de satay, se planteó si su estómago lo aguantaría y decidió que no. Seguir con el tabaco era una pésima idea, pero sacó la lata de todos modos.

—Es como si por fin hubiéramos conseguido hacer las cosas de las que hablábamos en la universidad —continuó Walter—. Para mí, significa mucho.

Katz recorrió el restaurante con mirada desasosegada, posándola en todo excepto en su amigo. Tenía la sensación de haberse lanzado desde lo alto de un precipicio, de que seguía agitando las piernas, pero estaba a punto de estamparse contra el suelo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Walter—. Se te ve un poco crispado.

—No; estoy bien, estoy bien.

—No se te ve bien. Hoy te has pulido una lata entera de esa mierda.

—Es sólo por no fumar delante de ti.

—Pues te lo agradezco.

Walter se acabó el satay mientras Katz escupía en el vaso de agua, sintiéndose momentáneamente tranquilo, a la falsa manera de la nicotina.

—¿Cómo van las cosas entre tú y la chica? —preguntó—. Hoy emitías unas vibraciones extrañas.

Walter, sonrojado, se abstuvo de contestar.

—¿Ya te acuestas con ella?

—¡Por Dios, Richard! Eso no es asunto tuyo.

—¡Vaya! ¿Me estás diciendo que sí?

—No; no es asunto tuyo, no me jodas.

—¿Estás enamorado de ella?

—¡Por Dios! ¡Ya está bien!

—¿Lo ves?, ese nombre me parece mejor: ¡Ya está bien! Con signos de exclamación. Espacio Libre suena a canción de Lynyrd Skynyrd.

—¿Por qué te interesa que me acueste con ella? ¿A qué viene eso?

—Yo sólo me guío por lo que veo.

—Bueno, tú y yo somos distintos. ¿Lo entiendes? ¿Es que no sabes que hay valores superiores a echar un polvo?

—Sí, eso lo entiendo. En abstracto.

—Pues entonces corta ya el rollo con eso, ¿vale?

Katz miró alrededor con impaciencia en busca del camarero. Estaba de un humor de perros, y lo irritaba todo lo que decía o hacía Walter. Si Walter no tenía huevos para ir a por Lalitha, si quería dárselas de hombre recto, a Katz le traía sin cuidado.

—Vamonos de aquí de una puta vez —dijo.

—¿Y si antes esperamos a que me llegue el segundo? Puede que tú no tengas hambre, pero yo sí.

—No, claro. Por supuesto. No me había dado cuenta.

Al cabo de una hora, su ánimo empezó a desmoronarse, en medio del apiñamiento de jóvenes a las puertas del Club 9:30. Hacía años que Katz no iba como espectador a un concierto, no había ido a ver a un ídolo de chavales desde que él mismo era chaval, y se había acostumbrado tanto a los espectadores de cierta edad de los conciertos de Traumatics y Walnut Surprise que se había olvidado de lo distinto que podía ser un ambiente de chavales, casi religioso por su seriedad colectiva. A diferencia de Walter, quien, como entusiasta cultural que era, tenía la obra completa de Bright Eyes y los había ensalzado hasta la saciedad en el restaurante tailandés, Katz sólo conocía al grupo por reputación osmótica. Walter y él casi doblaban la edad a todos los presentes en el local: los chicos de pelo lacio y las chicas que, como dictaba la moda, no estaban precisamente en los huesos. Se sintió observado y reconocido, aquí y allá, mientras se abrían paso hacia la pista, que había quedado vacía durante el intermedio, y pensó que difícilmente podría haber tomado una decisión peor que la de aparecer en público y otorgar así, con su mera presencia, aprobación a un grupo del que prácticamente no sabía nada. No sabía qué podía ser peor en esas circunstancias: si verse señalado y adulado o pasar inadvertido en el anonimato de la mediana edad.

—¿Quieres que intentemos llegar al camerino? —preguntó Walter.

—Soy incapaz, colega. No estoy de humor.

—Sólo para las presentaciones. No tardaremos. Ya les soltaré mi discursito en otro momento.

—No estoy de humor. No conozco a esa gente de nada.

El mix del intermedio, cuya selección era prerrogativa del grupo principal, era impecablemente estrafalario. (Katz, cuando actuaba encabezando el grupo principal, siempre dejaba eso en manos de sus compañeros, porque detestaba las poses y la manipulación y la petulancia a la hora de elegir el mix, la presión para demostrar que uno estaba en la onda en cuanto a gustos musicales). Los utileros estaban instalando un sinfín de micrófonos e instrumentos mientras Walter, deshaciéndose en elogios, contaba la historia de Conor Oberst: que si había empezado a grabar a los doce años, que si seguía viviendo en Omaha, que si su grupo parecía más un colectivo o una familia que un grupo de rock al uso. Los chavales irrumpían en la pista desde todos los accesos, con sus ojos brillantes (como el nombre del grupo, Bright Eyes, menudo nombrecito irritante y condescendiente con los jóvenes, pensó Katz) y sus pubis afeitados. Su sensación de haberse desmoronado no se debía a la envidia exactamente, ni siquiera del todo al hecho de haberse sobrevivido a sí mismo. Era más bien desesperación por el astillamiento del mundo. El país libraba sucias guerras terrestres en dos países, el planeta estaba calentándose como un gratinador, y allí, en el 9:30, en torno a él, había centenares de chicos cortados por el mismo patrón que Sarah, la del pan de plátano, alimentando todos sus dulces anhelos, sintiéndose inocentemente con derecho a… ¿a qué? A la emoción. A la adoración sin adulterar de un grupo superespecial. A que durante una o dos horas, un sábado por la noche, los dejaran a sus anchas para repudiar ritualmente el cinismo y la ira de sus mayores. Como Jessica había insinuado en la anterior reunión, parecían no albergar malevolencia hacia nadie. Katz lo veía en su indumentaria, que revelaba la ausencia de la rabia y desafección de los ambientes a los que él había pertenecido en su juventud. No se reunían movidos por la ira, sino en celebración por haber encontrado, como generación, una manera de ser más delicada y más respetuosa. Una manera, no por casualidad, más en armonía con el consumo. Y por tanto le decían a él: muérete.

Oberst salió al escenario solo, con un esmoquin azul pastel, se colgó al hombro una guitarra acústica y cantó con voz arrulladora un par de piezas largas en solitario. Él era una figura de verdad, un joven genio, y por eso mismo tanto más insufrible para Katz. Su imagen de Artista Atormentado y Enternecedor, su propensión a llevar las canciones más allá de su límite natural, sus artificiosos crímenes contra las convenciones del pop: estaba interpretando la sinceridad, y cuando la interpretación amenazó con revelar la falsedad de esa sinceridad, interpretó su sincera angustia por la dificultad de la sinceridad. Luego salió el resto del grupo, incluidas tres jóvenes y encantadoras Gracias vestidas de vampiresas a modo de coro, y en conjunto fue una magnífica actuación: Katz no se rebajó a negarlo. Simplemente se sintió como la única persona sobria en una sala llena de borrachos, el único ateo en una reunión evangelista. Sintió una punzada de añoranza por Jersey City, por sus calles aniquiladoras de la fe. Le pareció que tenía algo que hacer allí, en su propio espacio astillado, antes de que el mundo se acabara del todo.

—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Walter atolondradamente, después en el taxi.

—Creo que me estoy haciendo mayor —contestó.

—A mí me han parecido muy buenos.

—Quizá demasiados temas sobre dramones adolescentes.

—Todos tienen que ver con la fe —dijo Walter—. El último disco es uno de esos esfuerzos panteístas por mantener la fe en algo en un mundo lleno de muerte. Oberst introduce en cada canción la palabra lift («elevar o levantar»), que además da título al disco: Lifted.. Es como la religión sin las chorradas del dogma religioso.

—Admiro tu capacidad para admirar —respondió Katz. Y mientras el taxi avanzaba lentamente entre el tráfico en un complicado cruce en diagonal, añadió—: Creo que no voy a poder hacer esto para ti, Walter. Empiezo a experimentar altos niveles de vergüenza.

—Tú haz lo que puedas. Descubre tus propios límites. Si lo único que quieres es venir en mayo un par de días y conocer a los estudiantes en prácticas, quizá acostarte con alguna, por mí no hay problema. Eso ya sería mucho.

—Estoy pensando en volver a componer.

—¡Eso es genial! Una noticia excelente. Casi preferiría que hicieras eso a que trabajaras para nosotros. Pero deja lo de las terrazas, por el amor de Dios.

—Puede que necesite seguir con las terrazas. Puede que sea inevitable.

La mansión estaba a oscuras y en silencio cuando regresaron, con sólo una luz encendida en la cocina. Walter se fue derecho a la cama, pero Katz se quedó un rato en la cocina, pensando que quizá Patty lo oyera y bajara. Aparte de todo lo demás, ahora anhelaba la compañía de alguien con sentido de la ironía. Comió un poco de pasta fría y se fumó un cigarrillo en el jardín de atrás. Luego subió a la primera planta y fue a la pequeña habitación de Patty. Por las almohadas y las mantas que había visto en el sofá cama la noche anterior, tenía la impresión de que ella dormía allí. La puerta estaba cerrada y no se veía luz por el resquicio.

—Patty —dijo en un tono que ella oiría si estaba despierta. Aguzó el oído, resonante de acúfenos—. Patty —repitió.

Su polla no se creyó ni por un instante que ella dormía, pero era posible que tras la puerta hubiera una habitación vacía, y él sintió una curiosa reticencia a abrirla y mirar. Necesitaba una mínima incitación o confirmación de sus instintos. Volvió a la cocina, se acabó la pasta y leyó el Post y el Times. A las dos, todavía bullendo de nicotina, y empezando a cabrearse con Patty, regresó a la habitación, llamó a la puerta y abrió.

Ella estaba sentada en el sofá a oscuras, vestida aún con el uniforme negro del gimnasio, la mirada al frente, las manos entrelazadas en el regazo.

—Perdona —dijo Katz—. ¿Te importa?

—No —contestó sin mirarlo—. Pero deberíamos bajar.

Él sintió una tensión poco habitual en el pecho mientras descendía otra vez por la escalera de atrás, una expectación sexual de una intensidad que no experimentaba, pensó, desde el instituto. Después de entrar en la cocina detrás de él, Patty cerró la puerta que daba a la escalera. Llevaba unos calcetines de aspecto mullido, los de alguien cuyos pies no son ya tan jóvenes ni están bien almohadillados. Incluso sin los centímetros añadidos por unos zapatos, su estatura seguía causándole la misma grata sorpresa de siempre. Le vino a la cabeza la letra de una de sus propias canciones, aquella que decía que el cuerpo de ella era el cuerpo idóneo para él. Hasta ese extremo había llegado el viejo Katz: se conmovía con sus propias letras. Y el cuerpo idóneo para él seguía estando muy bien, sin ser visiblemente desagradable en nada: fruto, seguramente, de muchas horas de ejercicio en el gimnasio. En la pechera de la camiseta negra se leía, en mayúsculas blancas, la palabra lift.

—Voy a tomar una manzanilla —dijo ella—. ¿Quieres?

—Sí. Creo que nunca he tomado manzanilla.

—Vaya, por lo que veo has vivido entre algodones.

Fue al despacho y regresó con dos tazones de agua calentada al instante de los que colgaban sendas etiquetas de bolsitas de hierbas.

—¿Por qué no has contestado cuando he subido la primera vez? —preguntó Katz—. Me he pasado dos horas aquí sentado.

—Debía de estar abstraída en mis pensamientos.

—¿Pensabas que iba a acostarme sin más?

—No lo sé. Estaba como pensando sin pensar, no sé si me explico. Pero entendía que quisieras hablar conmigo, y sabía que debía hacerlo. Así que aquí estoy.

—No estás obligada a nada.

—No; me parece bien, tenemos que hablar. —Se sentó a la mesa rústica enfrente de él—. ¿Cómo lo habéis pasado? Me ha dicho Jessie que habéis ido a un concierto.

—Nosotros y unos ochocientos veinteañeros.

—¡Ja, ja, ja! Pobrecito.

—Walter se ha divertido.

—Ah, no me cabe duda. Últimamente le entusiasman los jóvenes.

Katz se sintió alentado por el tonillo de descontento.

—¿Deduzco que a ti no?

—¿A mí? Te puedo asegurar que no. O sea, excepto mis hijos. Aún me caen bien mis hijos. Pero ¿los demás? ¡Ja, ja, ja!

Su risa estimulante y sensual no había cambiado. Detrás de su nuevo peinado, sin embargo, detrás del maquillaje de ojos, se la veía mayor. Eso no tenía vuelta atrás, el envejecimiento, y el núcleo autoprotector de Katz, al percibirlo, le dijo que se largara ahora que aún estaba a tiempo. Había viajado hasta allí obedeciendo un instinto, pero existía una gran diferencia, empezaba a comprender, entre un instinto y un plan.

—¿Qué es lo que no te gusta de ellos? —preguntó.

—En fin, ¿por dónde empezar? —respondió Patty—. ¿Lo de las chanclas, por ejemplo? Llevo mal eso de las chanclas. Es como si el mundo entero fuera su dormitorio. Y ni siquiera oyen su chancleteo, porque todos van con sus aparatitos, todos van con sus auriculares. Cada vez que empiezo a aborrecer a mis vecinos de por aquí, me tropiezo con algún chico de la Universidad de Georgetown en la acera y de pronto perdono a los vecinos porque al menos ellos son adultos. Al menos no andan de acá para allá en chanclas, pregonando que son personas mucho menos crispadas y más razonables que nosotros los adultos, que una envarada como yo, que preferiría no ver los pies descalzos de la gente en el metro. Porque, en serio, ¿quién pondría reparos a ver esos dedos de los pies tan hermosos? ¿Esas uñas tan perfectas? Sólo una persona que para su desgracia ya es de mediana edad y no puede imponer al mundo el espectáculo de sus propios dedos de los pies.

—Nunca me han llamado la atención especialmente las chanclas.

—Pues entonces has vivido muy entre algodones, desde luego.

Empleaba un tono distante, como si hablara de memoria, en lugar de bromear de un modo que pudiera darle pie a Katz a participar. Denegada la incitación, la expectación de éste decayó. Patty empezaba a inspirarle antipatía por no hallarse en el estado en que él imaginaba que la encontraría.

—¿Y lo de las tarjetas de crédito? —continuó ella—. ¿Eso de pagar con tarjeta un perrito caliente o un paquete de chicles? O sea, el dinero en efectivo está tan desfasado, ¿verdad? El dinero en efectivo te obliga a sumar y restar. Tienes que prestar atención a la persona que te da el cambio. Es decir, por un mínimo instante dejas de ser un tío superguay y de estar totalmente encerrado en tu pequeño mundo. Pero con una tarjeta de crédito eso no pasa. La entregas lánguidamente, la recoges lánguidamente, y ya está.

—Algo así venía a ser el público de esta noche —dijo Katz—. Buenos chicos, sólo que un poco ensimismados.

—Pues más vale que te acostumbres, ¿no? Dice Jessica que te vas a pasar el verano rodeado de jóvenes.

—Sí, es posible.

—A mí más bien me ha parecido que lo daba por hecho.

—Sí, pero ya estoy planteándome abandonar. A decir verdad, ya se lo he comentado a Walter.

Patty se levantó para echar al fregadero las bolsas de la infusión y se quedó de pie, de espaldas a él.

—Esta puede ser tu única visita, pues.

—Exacto.

—Entonces creo que debería lamentar no haber bajado antes.

—Siempre puedes venir a verme a Nueva York.

—Ya. Como si me hubieran invitado alguna vez.

—Te invito ahora.

Giró sobre sus talones con los ojos entornados.

—No juegues conmigo, ¿vale? No quiero ver esa faceta tuya. En realidad me da asco. ¿Vale?

Él le sostuvo la mirada, intentando demostrarle que lo decía en serio —intentando sentir que lo decía en serio—, pero sólo consiguió exasperarla. Patty, negando con la cabeza, retrocedió hasta el rincón más alejado de la cocina.

—¿Cómo os va a Walter y a ti? —preguntó Katz con cierta crueldad.

—Eso no es asunto tuyo.

—De un tiempo a esta parte oigo eso continuamente. ¿Qué significa?

Ella se sonrojó un poco.

—Significa que no es asunto tuyo.

—Según Walter, no puede decirse que os vaya muy bien.

—Bueno, se acerca bastante a la verdad. En gran medida. —Volvió a sonrojarse—. Pero tú preocúpate sólo por Walter, ¿vale? Preocúpate por tu mejor amigo. Ya elegiste: entre su felicidad y la mía, dejaste muy claro cuál te importaba más. Tuviste tu oportunidad conmigo, y lo escogiste a él.

Katz sintió que empezaba a perder la calma, y eso era muy desagradable. Una presión entre los oídos, una creciente ira, una necesidad de discutir. Era como ser súbitamente Walter.

—Tú me echaste —dijo.

—¡Ja, ja, ja! «Lo siento, no puedo ir a Filadelfia ni siquiera un día, por el pobre Walter».

—Eso lo dije durante un minuto. Durante treinta segundos. Y luego tú, durante una hora, pasaste a…

—A cagarla. Lo sé. Lo sé lo sé lo sé. Sé quién la cagó. ¡Sé que fui yo! Pero, Richard, tú sabías que para mí era más difícil. ¡Podías haberme echado un cable! Por ejemplo, tal vez durante ese minuto podías no haber hablado del pobre Walter y su pobre sensibilidad, sino de mí. Por eso digo que tú ya elegiste. Puede que no fueras consciente de que lo hacías, pero lo hiciste. Así que ahora apechuga.

—Patty.

—Es posible que no haga más que cagadas, pero no puede negarse que en los últimos años he tenido tiempo para pensar, y he sacado más de una conclusión. Ahora tengo una idea algo más clara de quién eres y cómo funcionas. Imagino lo duro que debe de resultarte que nuestra amiguita bengalí no se interese por ti. Lo muuucho que debe de desestabilizarte. ¡El mundo está patas arriba! ¡Qué mal rollo! Supongo que podrías intentarlo con Jessica, pero te deseo buena suerte. Si estás realmente desesperado, tu mejor opción podría ser Emily, la responsable de recaudación. Pero a Walter no le atrae, así que imagino que a ti no te interesará.

A Katz le hervía la sangre, tenía los nervios de punta. Era como haber tomado coca muy cortada con meta de la mala.

—He venido aquí por ti —dijo.

—¡Ja, ja, ja! No te creo. No te lo crees ni tú. Mientes que da pena.

—¿Por qué iba a venir, si no?

—Y yo que sé. ¿Porque te preocupa la biodiversidad y la demografía sostenible?

Katz recordaba lo desagradable que había sido la discusión con ella por teléfono. Lo burdamente desagradable, lo criminalmente atroz para su paciencia. Lo que no recordaba era por qué había aguantado todo aquello. Por algo en su manera de desearlo, en su manera de ir a por él. Algo que ya no estaba presente.

—Me he pasado mucho tiempo furiosa contigo —dijo Patty—. ¿Te haces una idea? Te envié aquel montón de e-mails a los que no contestaste, mantuve aquella humillante conversación unilateral contigo. ¿Llegaste siquiera a leer aquellos mails?

—La mayoría.

—Ja. No sé qué es peor. Supongo que ni siquiera importa, dado que igualmente estaba todo en mi cabeza. Me he pasado tres años queriendo algo que sabía que no me haría feliz. Pero no por eso dejaba de quererlo. Eras como una mala droga que me resultaba imposible no desear. Toda mi vida ha sido como una especie de lamentación por haberme quedado sin una droga maligna que yo sabía que me haría daño. Fue ayer literalmente, al verte en carne y hueso, cuando me di cuenta de que en realidad no necesitaba la droga. Fue como si de pronto me dijera: «Pero ¿dónde tenía yo la cabeza? Si está aquí es por Walter».

—No. Es por ti.

Ella ni siquiera lo oyó.

—Me siento muy vieja, Richard. Que una persona no dé buen uso a su vida no significa que su vida deje de transcurrir. De hecho, su vida transcurre aún más deprisa.

—No se te ve vieja. Se te ve estupenda.

—Bueno, y eso es lo que de verdad cuenta, ¿no? Me he convertido en una de esas mujeres que dedican un montón de energía a mantener un buen aspecto. Si puedo seguir así y acabar convertida en un cadáver hermoso, ya habré resuelto prácticamente mi problema.

—Ven conmigo.

Ella negó con la cabeza.

—Vente conmigo. Nos iremos a algún sitio y Walter tendrá su libertad.

—No, aunque es agradable oírte decirlo por fin. Puedo aplicarlo retroactivamente a los últimos tres años y crear una fantasía aún mejor de lo que podría haber sido. Enriquecerá mi mundo de fantasía, ya de por sí rico. Ahora puedo imaginar que me quedo en tu apartamento mientras tú te vas de gira mundial y te follas a niñas de diecinueve años, o que me voy contigo y me convierto en la mamá gallina del grupo… ya sabes, leche y galletas a las tres de la mañana… o en tu Yoko y dejo que todo el mundo me eche la culpa por lo acabado que estás y lo soso que te has vuelto, y luego monto numeritos espantosos y dejo que te des cuenta, de la manera más lenta, de qué mala idea es tenerme en tu vida. Eso daría para soñar despierta meses y meses.

—No entiendo qué quieres.

—Créeme, si yo misma lo entendiera, no tendríamos esta conversación. De hecho, creía que sí sabía lo que quería. Creía saberlo, aunque a la vez sabía que no era algo bueno. Y ahora estás aquí, y es como si no hubiera pasado el tiempo.

—Sólo que Walter está cada vez más colado por la chica.

Ella asintió.

—Exacto. ¿Y sabes una cosa? Ahora va y resulta que eso me duele extraordinariamente. Me duele abrumadoramente. —Los ojos se le anegaron en lágrimas y se apresuró a volver la cabeza para ocultarlas.

Katz había asistido en su día a más de una escena de llanto, pero era la primera vez que tenía que ver llorar a una mujer por amor a otro hombre. No le gustó lo más mínimo.

—El jueves por la noche llegó a casa de un viaje a Virginia Occidental —dijo Patty—. Puedo contártelo, ya que somos viejos amigos, ¿no? El jueves por la noche llegó a casa de un viaje a Virginia Occidental, y vino a mi habitación, y lo que pasó, Richard, fue lo que siempre he deseado. Lo que siempre he deseado. Durante toda mi vida adulta. ¡Casi ni le reconocí la cara! Era como si estuviese fuera de sí. Pero la única razón por la que me lo concedía era que él ya se había ido. Fue como un pequeño adiós. Un pequeño regalo de despedida, para mostrarme lo que yo nunca más tendría. Porque le había amargado la vida durante demasiado tiempo. Y ahora por fin está listo para algo mejor, pero no va a tenerlo conmigo, porque le he amargado la vida durante demasiado tiempo.

Oyéndola, Katz dedujo que había llegado con cuarenta y ocho horas de retraso. Cuarenta y ocho horas. Increíble.

—Aún puedes tenerlo —dijo—. Hazlo feliz. Sé una buena esposa. Se olvidará de la chica.

—Puede ser. —Patty se llevó el dorso de la mano a los ojos—. Si yo fuera una persona cuerda, entera, probablemente eso es lo que intentaría. Porque, verás, a mí antes me gustaba ganar. Era una luchadora. Pero he desarrollado una especie de alergia a lo sensato. Me paso la vida asombrándome de mi propia frustración conmigo misma.

—De ahí mi amor por ti.

—Vaya, ahora hablamos de amor. Amor. Richard Katz hablando de amor. Debe de ser la señal de que es hora de irme a la cama.

Fue el mutis; Katz no intentó detenerla. Aun así, tan firme era su fe en sus instintos que cuando él mismo subió a su habitación al cabo de diez minutos, todavía imaginaba que la encontraría esperándolo en su cama. En cambio encontró, encima de la almohada, un voluminoso manuscrito sin encuadernar con el nombre de ella en la primera página. El título era «Se cometieron errores».

Sonrió al verlo. Luego se llevó un gran pellizco de tabaco de mascar a la boca y se sentó a leer, escupiendo de vez en cuando en un jarrón de la mesilla de noche, hasta que vio claridad en la ventana. Advirtió que las páginas sobre él le despertaban mucho más interés que las otras; confirmó su arraigada sospecha de que, en última instancia, las personas sólo quieren leer sobre sí mismas. Advirtió además, con satisfacción, que esa persona que él era había fascinado verdaderamente a Patty; le recordó por qué la apreciaba. Y sin embargo, su sensación más clara, cuando leyó la última página y dejó caer en el jarrón con un ¡plop! la ya muy aguada bola, era de derrota. No derrota por Patty: su pericia como escritora era impresionante, pero él se defendía bien en el apartado de la expresión personal. Quien lo había derrotado era Walter, porque obviamente el documento había sido escrito para Walter, a modo de disculpa compungida e impronunciable. En el drama de Patty, Walter era el protagonista, y Katz sólo un interesante personaje secundario.

Por un momento, en lo que pasaba por ser su alma, se abrió una puerta lo justo para permitirle vislumbrar su orgullo herido en todo su patetismo; pero la cerró de un portazo y pensó en lo estúpido que había sido al permitirse desearla. Sí, le gustaba su manera de hablar, sí, sentía una debilidad fatídica por cierta clase de tía depresiva y lista, pero la única manera que conocía de interactuar con una tía así era follársela, marcharse, volver y follársela otra vez, y marcharse otra vez, odiarla otra vez, follársela otra vez, y así sucesivamente. Deseó retroceder en el tiempo y felicitar a la persona que había sido a los veinticuatro años, en aquel inmundo piso de okupas del South Side de Chicago, por haber comprendido que una mujer como Patty estaba hecha para un hombre como Walter, quien, al margen de cuáles fueran sus demás memeces, tenía la paciencia y la imaginación necesarias para manejarla. El error cometido por Katz desde entonces había sido volver una y otra vez al escenario en que no podía evitar sentirse derrotado. El documento entero de Patty daba fe de la agotadora dificultad de discernir, en un escenario como ése, qué era «bueno» y qué no lo era. A él se le daba muy bien saber qué era bueno para él, y normalmente eso le bastaba para todo en la vida. Sólo en compañía de los Berglund tenía la sensación de que no le bastaba. Y estaba harto de esa sensación; estaba listo para acabar con ella.

—Bien, amigo mío —dijo—. Aquí se termina nuestra historia. Me has ganado, compañero.

La claridad en la ventana era cada vez mayor. Fue al baño y echó en el váter el tabaco mascado y luego devolvió el jarrón al lugar donde lo había encontrado. El radiodespertador marcaba las 5.57. Metió sus cosas en la bolsa de viaje, bajó al despacho de Walter con el documento y lo dejó en medio de su escritorio. Un pequeño regalo de despedida. Allí alguien tenía que aclarar las cosas, alguien tenía que poner fin a las chorradas, y obviamente Patty no estaba por la labor. ¿Conque quería que Katz hiciera el trabajo sucio? Pues muy bien. Estaba dispuesto a ser el que tenía huevos en ese equipo. Su misión en la vida era exponer la sucia verdad. Ser el cabrón. Recorrió el pasillo principal y salió por la puerta de la calle, que tenía un cierre con resorte. El chasquido, cuando la cerró a sus espaldas, sonó irrevocable. Adiós a los Berglund.

Durante la noche había llegado un aire húmedo, cubriendo de rocío los coches de Georgetown y mojando las baldosas ligeramente desiguales de la acera de Georgetown. Los pájaros bullían de actividad en los árboles, que empezaban a retoñar; un avión, uno de los primeros vuelos del día, surcaba ruidosamente el pálido cielo primaveral. Incluso los acúfenos de Katz parecían acallados en la quietud de la mañana. «¡Este es un buen día para morir!». Intentó recordar quién lo había dicho. ¿Caballo Loco? ¿Neil Young?

Con la bolsa al hombro, caminó cuesta abajo en dirección al susurrante tráfico y finalmente llegó a un largo puente que conducía al centro de la dominación mundial estadounidense. Se detuvo hacia la mitad del puente, bajó la vista y vio a una mujer que hacía footing en el camino paralelo al río, e intentó determinar, por la intensidad de la interacción fotónica entre el culo de ella y las retinas de él, hasta qué punto aquél era de verdad un buen día para morir. La altura bastaba para matarlo si se lanzaba de cabeza, y sin duda lanzarse de cabeza era la manera de hacerlo. Sé hombre, tírate con la cabeza por delante. Sí. Ahora su polla decía que sí a algo, y ese algo desde luego no era el culo más bien ancho de la mujer que hacía footing y ya se alejaba.

¿Había sido en realidad la muerte el mensaje que quería transmitirle su polla al mandarlo a Washington? ¿Acaso había malinterpretado su profecía? Estaba casi seguro de que nadie lo echaría mucho de menos cuando muriera. Podía liberar a Patty y Walter de la molestia que les representaba, liberarse él mismo de la molestia de ser una molestia. Podía ir a dondequiera que Molly hubiera ido antes que él, y su propio padre antes que ella. Escudriñó el punto donde probablemente caería, un recuadro de grava y tierra muy pisoteado, y se preguntó si ese trozo de suelo anodino era digno de matarlo. ¡A él, el gran Richard Katz! ¿Era digno, ese suelo?

Se rio de la pregunta y siguió avanzando por el puente.

De vuelta en Jersey City, se levantó en armas contra el mar de trastos de su apartamento. Abrió las ventanas al aire cálido e hizo una limpieza a fondo. Lavó y secó todos los platos, tiró toneladas de papel inútil, y eliminó manualmente tres mil mensajes de spam de su ordenador, deteniéndose repetidas veces para inhalar los olores de las marismas y el puerto y la basura de los meses más cálidos en Jersey City. Al anochecer bebió un par de cervezas y desembaló su banjo y sus guitarras, comprobando que el ajuste del mástil de su Strat no se había arreglado por arte de magia durante los meses que había hibernado en la funda. Bebió una tercera cerveza y llamó al baterista de Walnut Surprise.

—Hola, capullo —lo saludó Tim—. ¿Me alegro de saber de ti? Pues no.

—Qué quieres que te diga —dijo Katz.

—¿Qué tal algo así como «Siento ser un pringado absoluto y dejarte plantado y soltarte cincuenta mentiras distintas»? Capullo.

—Ya, bueno, lamentablemente tenía que ocuparme de unos asuntos.

—Claro, ser un capullo requiere mucho tiempo. ¿Para qué coño me llamas?

—Quería saber cómo os iban las cosas.

—O sea, ¿aparte del hecho de que eres un absoluto pringado y nos has jodido de cincuenta maneras distintas y nos has mentido continuamente?

Katz sonrió.

—Tal vez podrías poner por escrito tu lista de agravios y presentármela, y así ahora podemos hablar de otras cosas.

—Eso ya lo hice, gilipollas. ¿Has mirado tu correo en este último año?

—Bueno, pues llámame en otro momento, si te apetece, más tarde. Vuelvo a tener teléfono.

—¡Vuelves a tener teléfono! Esa sí que es buena, Richard. ¿Y qué me dices del ordenador? ¿También vuelves a tener?

—Sólo digo que estoy disponible si quieres llamar.

—Y vete a la mierda es lo único que digo yo.

Katz colgó, satisfecho con la conversación. Le pareció poco probable que Tim se hubiera molestado en insultarlo si hubiese tenido entre manos algo mejor que Walnut Surprise. Bebió una última cerveza, se tomó una de aquellas mirtazapinas letales que le había dado un médico de Berlín poco escrupuloso en extender recetas y durmió trece horas.

Despertó en medio de una tarde tórrida y cegadora y dio una vuelta por el barrio, examinando a las mujeres, ligeras de ropa en consonancia con los dictados de la moda de ese año, e incluso llegó a comprar comida de verdad: mantequilla de cacahuete, plátanos, pan. Después se fue en su pickup a Hoboken para dejarle la Strat a su técnico en guitarras y sucumbió al impulso de cenar en el Maxwell’s y pillar la actuación de esa noche. El personal del Maxwell’s lo trató como al general MacArthur a su regreso de Corea en desafiante deshonor. Las tías no pararon de inclinarse ante él con las tetas saliéndoseles de los pequeños tops, un individuo a quien no conocía o a quien había conocido en su día pero había olvidado hacía tiempo lo mantuvo bien aprovisionado de cerveza, y el grupo local que tocaba, Tutsi Picnic, no le causó repulsión. En conjunto, le pareció que la decisión de no tirarse de cabeza desde el puente de Washington había sido acertada. Librarse de los Berglund estaba resultando una especie de muerte más suave y no del todo desagradable, una muerte sin aguijonazo, un estado de inexistencia meramente parcial en el que fue capaz de irse al apartamento de una editora cuarentona («una gran, gran admiradora») que había estado adulándolo mientras tocaba Tutsi Picnic, mojar con ella unas cuantas veces, y luego, por la mañana, comprar unas rosquillas con azúcar cuando volvía por Washington Street para retirar su pickup antes de que empezase el horario de los parquímetros.

En casa tenía un mensaje de Tim y ninguno de los Berglund. Se premió tocando la guitarra durante cuatro horas. Era un día de un calor magnífico y llegaba el bullicio de la vida callejera, despertando después de un largo invierno de letargo. Las yemas de los dedos de la mano izquierda, ahora sin callos, casi le sangraban, pero los nervios subyacentes, sacrificados hacía varias décadas, seguían convenientemente muertos. Bebió una cerveza y fue a su chiringuito de gyros preferido, a la vuelta de la esquina, con la intención de comer algo y luego tocar un poco más. Cuando volvió a su edificio, cargado con la carne, se encontró con Patty sentada en la escalinata de la entrada.

Vestía una falda de hilo y una blusa azul sin mangas con círculos de sudor que le llegaban casi a la cintura. Tenía a su lado una maleta grande y una pequeña pila de prendas de abrigo.

—Bueno, bueno, bueno —dijo él.

—Me han desalojado —explicó ella con una sonrisa triste y dócil—. Gracias a ti.

Al menos una parte de él, su polla, se alegró de la ratificación de sus facultades adivinatorias.