A última hora de una lúgubre tarde de marzo, bajo una llovizna fría y grasienta, Walter viajaba en coche con su ayudante, Lalitha, camino de las montañas del sur de Virginia Occidental procedente de Charleston. Aunque Lalitha era una conductora veloz y un tanto temeraria, Walter había acabado prefiriendo el malestar de ser su pasajero a la ira justiciera que lo consumía cuando se ponía él al volante: la sensación en apariencia ineludible de que, entre todos los conductores de la carretera, sólo él iba exactamente a la velocidad correcta, sólo él alcanzaba el debido equilibrio entre obedecer puntillosamente las normas de tráfico y transgredirlas peligrosamente. En los últimos dos años había pasado muchas horas coléricas en las carreteras de Virginia Occidental, pegándose a los idiotas que iban a paso de tortuga y luego reduciendo la velocidad para castigar a los maleducados que se pegaban a él, cerrando el paso implacablemente en las interestatales a los gilipollas que intentaban adelantarlo por la derecha, pasando él mismo al carril derecho cuando un cretino o un maniaco del móvil o un mojigato puntilloso con los límites de velocidad obstruía el carril rápido; elaborando el perfil y psicoanalizando obsesivamente a los conductores que se negaban a usar los intermitentes (casi siempre jovenzuelos para quienes el uso del intermitente era al parecer una afrenta a su masculinidad, ya puesta en tela de juicio, como evidenciaba el gigantismo compensador de sus pickups y todoterrenos); experimentando un odio asesino hacia los camioneros que transportaban carbón y circulaban por carriles prohibidos, responsables literalmente de un accidente mortal por semana en Virginia Occidental; culpando con impotencia a los corruptos legisladores del estado que se resistían a disminuir el límite de peso de los camiones de carbón por debajo de las cincuenta toneladas pese a las clamorosas pruebas de los estragos que causaban; mascullando «¡Increíble! ¡Increíble!» cuando un conductor frenaba delante de él en un semáforo en verde y de pronto aceleraba para pasar en ámbar y lo dejaba a él encallado en el rojo, reconcomiéndose mientras esperaba un minuto entero en cruces sin tráfico transversal visible a kilómetros de distancia, y tragándose dolorosamente, en atención a Lalitha, los improperios que de buena gana habría soltado al verse obstaculizado por un conductor que se negaba a realizar un giro permitido a la derecha con el semáforo en rojo: «¡Vamos! ¡Que no te enteras! ¡No estás solo en el mundo! ¡Los demás existimos! ¡Aprende a conducir! ¡Espabila!». La subida de adrenalina cuando Lalitha pisaba el acelerador a fondo para adelantar camiones que forcejeaban cuesta arriba era preferible al estrés que padecían sus arterias cerebrales al sentarse él mismo al volante y quedarse atascado detrás de aquellos mismos camiones. Así podía contemplar los bosques de los Apalaches, con sus árboles sin hojas alineados como cerillas y las cimas estragadas por la minería, y encauzar su ira hacia problemas más dignos de ella.
Lalitha estaba exultante mientras ascendían como si nada en su coche de alquiler los veinticinco kilómetros de pendiente de la I-64, una obra pública fenomenalmente cara financiada con fondos federales obtenidos por el senador Byrd para su estado.
—Tengo ganas de celebrarlo —dijo ella—. ¿Me llevarás esta noche a celebrarlo?
—Habrá que ver si hay algún restaurante decente en Beckley —respondió Walter—, aunque es poco probable, me temo.
—¡Emborrachémonos! Podemos ir al mejor local del pueblo y tomarnos unos dry martinis.
—¡Cómo no! Te invitaré a un dry martini de tamaño familiar. A más de uno, si quieres.
—Vale, pero tú también tienes que tomarte uno —dijo ella—. Sólo por una vez. Sáltate la norma para esta ocasión.
—A estas alturas de la vida me temo que un dry martini podría matarme, la verdad.
—Pues entonces una cerveza de baja graduación. Yo tomaré tres dry martinis, y luego ya me llevarás tú a mi habitación.
A él le molestaba oírla hablar así. No sabía lo que decía, era sólo una joven animosa —a decir verdad, el único rayo de luz que brillaba intensamente en la vida de Walter por aquel entonces—, y no entendía que el contacto físico entre jefe y empleada no debería ser motivo de bromas.
—Si te tomas tres dry martinis esta noche, mañana por la mañana tendrás tal dolor de cabeza que encontrarás nuevo sentido a la palabra «taladrar» —dijo en una deslucida referencia a la demolición que presenciarían en el condado de Wyoming y por la que realizaban ese viaje.
—¿Cuándo fue la última vez que tomaste una copa?
—Nunca. Nunca he tomado una copa.
—¿Ni siquiera en el instituto?
—Nunca.
—¡Eso es increíble, Walter! ¡Tienes que probarlo! A veces beber es divertidísimo. Por una cerveza no te convertirás en alcohólico.
—No es eso lo que me preocupa —dijo él, preguntándose si era sincero. Su padre y su hermano mayor, que juntos habían sido la cruz de su juventud, eran alcohólicos, y su mujer, que iba camino de convertirse en la cruz de su mediana edad, tenía tendencia al alcoholismo. Siempre había considerado su rigurosa abstinencia como una forma de oposición a ellos: primero, como el deseo de diferenciarse lo máximo posible de su padre y de su hermano; más tarde, como el deseo de tratar a Patty tan indefectiblemente bien como ella, borracha, podía tratarlo mal a él. Era una de las pautas que Patty y él habían aprendido para poder convivir: él siempre sobrio, ella a veces borracha, sin que ninguno de los dos le propusiera jamás al otro que cambiase.
—¿Qué te preocupa, entonces? —preguntó Lalitha.
—Supongo que cambiar algo que me ha ido perfectamente bien durante los últimos cuarenta y siete años. Si algo no se ha estropeado, ¿por qué arreglarlo?
—¡Porque es divertido! —Dio un volantazo para adelantar a un tráiler que avanzaba envuelto en su propia nube de partículas de agua—. Te pediré una cerveza y te obligaré a tomar al menos un sorbo para celebrarlo.
Incluso en esa época del año, en las vísperas del equinoccio, el bosque septentrional caducifolio del sur de Charleston era un severo tapiz de grises y negros. Al cabo de una semana o dos llegaría el aire cálido del sur para reverdecer esas arboledas, y un mes más tarde las aves canoras con aguante suficiente para migrar desde el trópico los llenarían con su canto, pero a Walter el invierno gris le parecía el verdadero estado natural del bosque septentrional. El verano no era más que un don accidental que recaía en él anualmente.
En Charleston, unas horas antes, Lalitha, él y sus abogados locales habían hecho entrega formal a los socios mercantiles de la Fundación Monte Cerúleo, Nardone y Blasco, de los documentos necesarios para iniciar la demolición de Forster Hollow y destinar cinco mil quinientas hectáreas de la futura reserva natural de la reinita a la explotación minera a cielo abierto. Los representantes de Nardone y Blasco habían firmado a continuación las toneladas de papel que los abogados de la fundación venían preparando desde hacía dos años, mediante las cuales las compañías mineras se comprometían oficialmente a un paquete de acuerdos de recuperación del terreno y traspaso de derechos que, en conjunto, garantizarían que la tierra explotada siguiera siendo por siempre jamás un espacio «natural». Vin Haven, el presidente del consejo de la fundación, había estado «presente» por medio de una teleconferencia y más tarde telefoneó a Walter directamente al móvil para darle la enhorabuena. Pero Walter no estaba para celebraciones, sino todo lo contrario. Por fin había posibilitado la aniquilación de decenas de plácidas cimas boscosas y un sinfín de kilómetros de torrentes de aguas cristalinas y de gran riqueza biótica de clases III, IV y V. Además, para conseguirlo, Vin Haven había tenido que vender veinte millones de dólares en derechos mineros, en otras zonas del estado, a unas compañías extractoras de gas dispuestas a arrasar la tierra y luego entregar lo recaudado a terceros por los que Walter no sentía ninguna simpatía. ¿Y todo para qué? Por el «bastión» de una especie en peligro de extinción que, visto en un mapa de carreteras de Virginia Occidental, podría taparse con un sello de correos.
En su rabia y decepción con el mundo, Walter se sentía como aquel gris bosque septentrional. Y Lalitha, que había nacido en la calidez del sur de Asia, era la luz del sol que infundía en su alma una especie de verano momentáneo. Lo único que le apetecía celebrar esa noche, tras el «éxito» en Virginia Occidental, era que ya podían acometer su iniciativa respecto a la superpoblación. Pero era consciente de la juventud de su ayudante y no quería desanimarla.
—De acuerdo —dijo—. Probaré una cerveza, sólo una. En tu honor.
—No, Walter, en tu honor. Esto ha sido todo obra tuya.
Él negó con la cabeza, a sabiendas de que en eso concretamente Lalitha se equivocaba. Sin la calidez, el encanto y el valor de ella, el acuerdo con Nardone y Blasco casi con toda seguridad se habría malogrado. Era cierto que él había aportado las mejores ideas, pero al parecer no tenía más que buenas ideas. Ahora Lalitha era en todos los demás sentidos la conductora. Llevaba un chubasquero de nailon, y su brillante pelo negro llenaba la capucha echada hacia atrás como si de una cesta se tratase, encima del traje milrayas que se había puesto para las formalidades de la mañana. Mantenía las manos en el volante en la posición de las dos menos diez, las muñecas desnudas, las pulseras de plata ocultas bajo los puños del chubasquero. Se contaban por millares las cosas que Walter aborrecía de la modernidad en general y de la cultura del coche en particular, pero entre ellas no estaba el aplomo de las jóvenes conductoras, la autonomía que habían logrado en los últimos cien años. Al ver la igualdad de sexos, tal como se manifestaba en la presión del bonito pie de Lalitha sobre el acelerador, se alegraba de vivir en el siglo XXI.
El problema más complicado que había tenido que resolver para la fundación había sido qué hacer con las doscientas familias poco más o menos, en su mayoría muy pobres, propietarias de casas o caravanas en parcelas pequeñas o relativamente pequeñas dentro de los límites previstos del Parque de la Reinita. Algunos de los hombres trabajaban aún en la industria del carbón, ya fuera bajo tierra o como conductores, pero en su mayoría estaban en el paro y se pasaban el día trajinando con armas y motores de combustión interna, complementando la dieta de sus familias mediante la caza obtenida en la espesura del bosque y transportada en todoterrenos. Walter se había apresurado a comprar las propiedades del mayor número de familias posible antes de que la fundación atrajese publicidad; había llegado a pagar sumas tan risibles como quinientos dólares la hectárea por ciertos terrenos en laderas. Pero cuando fracasaron sus intentos de congraciarse con la comunidad ecologista local y Jocelyn Zorn, una activista temiblemente motivada, empezó a hacer campaña contra la fundación, se resistían aún más de cien familias, la mayoría en el valle de Nine Mile Creek, situado en el camino a Forster Hollow.
A excepción del problema de Forster Hollow, Vin Haven había encontrado allí las veinticinco mil hectáreas idóneas para crear el núcleo central de la reserva. Los derechos de superficie del noventa y ocho por ciento de su totalidad estaban en manos de sólo tres compañías, dos de ellas holdings anónimos y económicamente racionales, y la tercera, propiedad exclusiva de los Forster, una familia que había huido del estado hacía más de un siglo y ahora se disipaba cómodamente en la opulencia costera. Las tres compañías poseían licencia para administrar las tierras como explotaciones forestales y no tenían ningún motivo para no vender a la fundación a un precio justo de mercado. También había, cerca del punto central de las Veinticinco Mil de Haven, en forma similar a un reloj de arena, un vasto cúmulo de filones de carbón muy ricos. Hasta el momento nadie había explotado el mineral de esas cinco mil quinientas hectáreas, porque el condado de Wyoming era un lugar muy remoto y montañoso, incluso para Virginia Occidental. Una pésima y angosta carretera, intransitable para los camiones de carbón, ascendía tortuosamente hasta las montañas por Nine Mile Creek; en lo alto del valle, cerca del cuello del reloj de arena, se encontraba Forster Hollow y el clan y los amigos de Coyle Mathis.
A lo largo de los años, Nardone y Blasco, cada una por su lado, habían intentado en vano tratar con Mathis, y como resultado de sus molestias se habían granjeado su eterna animadversión. De hecho, uno de los principales cebos que Vin Haven había tendido a las compañías mineras durante las negociaciones iniciales fue la promesa de liberarlas del problema de Coyle. «Forma parte de la sinergia mágica que tenemos aquí en marcha —le había dicho Haven a Walter—. Somos un elemento nuevo, y Mathis no tiene ninguna razón para guardarnos rencor. En el caso de Nardone en particular conseguí un trato muy favorable en el apartado de recuperación con la promesa de quitarle de encima a Mathis. Un poco de buena voluntad con la que me topé por casualidad, por el mero hecho de no ser Nardone, resulta que vale un par de millones».
¡Ojalá!
Coyle Mathis encarnaba el más puro espíritu negativo de la rusticidad de Virginia Occidental. Era sistemáticamente antipático con todo el mundo sin excepción. Ser enemigo del enemigo de Mathis sólo te convertía en otro de sus enemigos. Las grandes compañías mineras, el Sindicato de los Trabajadores Mineros, los ecologistas, toda forma de gobierno, los negros, los yanquis blancos entrometidos: a todos los odiaba por igual. Su filosofía de vida se resumía en «Lárgate de aquí de una puta vez o vive para lamentarlo». Seis generaciones de Mathis huraños habían sido enterradas en la escarpada ladera que estaría entre los primeros enclaves dinamitados cuando llegasen las compañías mineras. (Nadie había prevenido a Walter sobre el problema de los cementerios en Virginia Occidental cuando aceptó el empleo con la fundación, pero desde luego no tardó en enterarse).
Conocedor él mismo de alguna que otra cosa sobre la ira omnidireccional, Walter habría sido capaz de hacer entrar en razón a Mathis si éste no le hubiera recordado tanto a su propio padre. Su despecho obstinado y autodestructivo. Walter llevaba ya preparado un buen paquete de atractivas ofertas cuando Lalitha y él, después de no recibir respuesta a un buen número de cartas amistosas, recorrieron la polvorienta carretera del valle de Nine Mile, sin invitación previa, una calurosa y clara mañana de julio. Estaba dispuesto a darles a los Mathis y sus vecinos hasta 2.400 dólares por hectárea, además de tierras en una hondonada razonablemente agradable en el límite meridional de la reserva, más los costes de reasentamiento, más la exhumación y nueva sepultura de todos los huesos de los Mathis con los métodos más modernos. Pero Coyle Mathis ni siquiera esperó a oír los detalles. Dijo: «No, N-O», y añadió que tenía intención de ser enterrado en el cementerio familiar y nadie iba a impedírselo. Y de pronto Walter tenía otra vez dieciséis años y estaba mareado de ira. Una ira dirigida no sólo hacia Mathis por sus malos modales y nulo sentido común, sino también, paradójicamente, hacia Vin Haven, por obligarlo a enfrentarse a un hombre cuya irracionalidad reconocía y admiraba a cierto nivel.
—Perdone, pero eso es una estupidez —dijo, sudando copiosamente en aquel camino lleno de huellas, bajo un sol de justicia, ante un patio lleno de chatarra en el que Mathis, con toda la intención, no lo había invitado a entrar.
Lalitha, a su lado, sosteniendo un maletín lleno de documentos que esperaban, con vana ilusión, que Mathis firmara, se aclaró la garganta en un sonoro reproche por esa deplorable palabra.
Mathis, un hombre esbelto y sorprendentemente apuesto de casi sesenta años, miró alrededor con una sonrisa complacida, contemplando las cumbres verdes, envueltas en el zumbido de los insectos. Uno de sus perros, un mestizo bigotudo con fisonomía de demente, empezó a gruñir.
—¡Estupidez! —repitió Mathis—. Curiosa palabra le ha dado por usar, caballero. Casi me ha alegrado el día. No todos los días me llaman estúpido. Digamos que por aquí la gente sabe lo que le conviene.
—Oiga, no me cabe duda que es usted un hombre muy listo —dijo Walter—. Me refería a…
—Supongo que soy lo bastante listo como para contar hasta diez —contestó Mathis—. ¿Y usted, señor mío? Se diría que tiene estudios. ¿Sabe usted contar hasta diez?
—Yo, de hecho, sé contar hasta dos mil cuatrocientos —respondió Walter—, y sé multiplicar eso por ciento noventa, y sumar al producto resultante doscientos mil. Y si dedica usted un minuto a escuchar…
—Mi pregunta —dijo Mathis— es si sabe usted contar hacia atrás. Veamos, empezaré yo por usted. Diez, nueve…
—Oiga, lamento mucho haber empleado la palabra «estupidez». Aquí fuera aprieta el sol. No era mi intención…
—Ocho, siete…
—Quizá sea mejor que volvamos en otro momento —propuso Lalitha—. Podemos dejarle algún material para que lo lea cuando guste.
—Ah, conque dan por supuesto que sé leer, ¿eh? —Mathis exhibía una sonrisa radiante. Ahora gruñían sus tres perros—. Creo que voy por el seis. ¿O era el cinco? Estúpido de mí, ya se me ha olvidado.
—Oiga —dijo Walter—, me disculpo sinceramente…
—¡Cuatro tres dos!
Los perros, al parecer también bastante inteligentes, avanzaron con las orejas hacia atrás.
—Volveremos —advirtió Walter, batiéndose en retirada a toda prisa con Lalitha.
—¡Si vuelven, le pegaré un tiro a su coche! —exclamó Mathis alegremente a sus espaldas.
Durante todo el camino por aquella espantosa carretera hasta la autopista estatal, Walter maldijo en voz alta su propia estupidez y su incapacidad para controlar la ira, mientras Lalitha, normalmente una fuente de elogios y palabras tranquilizadoras, permanecía pensativa en el asiento del acompañante, reflexionando sobre lo que debían hacer a continuación. No era exagerado afirmar que, sin la cooperación de Mathis, el resto del trabajo realizado para conseguir las Veinticinco Mil de Haven no serviría de nada. Al final del polvoriento valle, Lalitha pronunció su dictamen:
—Hay que tratarlo como a un hombre importante.
—Es un sociópata de tres al cuarto —contestó Walter.
—Comoquiera que sea —respondió ella, y tenía una manera india especialmente encantadora de pronunciar esa expresión, una de las preferidas de Walter, una cadencia entrecortada de sentido práctico que nunca se cansaba de oír—, vamos a tener que halagarlo para que se sienta importante. Tiene que ser el salvador, no el traidor.
—Ya, pero por desgracia lo único que le pedimos es que sea el traidor.
—Tal vez podría volver yo y hablar con algunas de las mujeres.
—Esto es un puto patriarcado —dijo Walter—. ¿Es que no te has dado cuenta?
—No, Walter, las mujeres son muy fuertes. ¿Por qué no me dejas hablar con ellas?
—Esto es una pesadilla. Una pesadilla.
—Comoquiera que sea —repitió Lalitha—, me pregunto si no debería quedarme e intentar hablar con la gente.
—Él ya ha rechazado la oferta. Categóricamente.
—Habrá que mejorar la oferta, pues. Tendrás que hablar con el señor Haven sobre cómo mejorar la oferta. Vuelve a Washington y habla con él. Quizá sería preferible que tú no volvieras al valle. Pero a lo mejor yo sola no les parezco tan amenazadora.
—Eso no puedo consentirlo.
—No me dan miedo los perros. Te echaría los perros a ti, pero no a mí, me parece.
—No hay nada que hacer.
—Puede que no, puede que sí —dijo Lalitha.
Dejando de lado su valentía, en cuanto mujer sola de piel oscura, complexión menuda y rasgos seductores, para volver a un lugar de blancos pobres donde ya había recibido una amenaza de daños físicos, en los meses posteriores, Walter vio con perplejidad cómo era ella, la hija de un ingeniero electrónico de un barrio residencial urbano, y no él, el hijo pueblerino de un borracho irascible, quien obraba el milagro en Forster Hollow. Walter no sólo carecía del don para tratar con la gente sencilla; toda su personalidad se había constituido en oposición a la rusticidad de la que procedía. Mathis, con su sinrazón y sus resentimientos de blanco pobre, había ofendido la esencia misma de Walter: lo había cegado de ira. En tanto que Lalitha, sin experiencia previa con individuos como Mathis, había sido capaz de regresar con mente abierta y corazón comprensivo. Había abordado a los orgullosos pobres rurales del mismo modo que conducía, como si una persona con tal alegría y buena voluntad estuviera exenta de todo mal; y los orgullosos pobres rurales le habían concedido el respeto que le habían negado al irascible Walter. Ante el éxito de ella, él se sentía inferior e indigno de su admiración, y por tanto aún más agradecido. Cosa que lo llevó a concebir un entusiasmo más general hacia los jóvenes y su capacidad para hacer el bien en el mundo. Y también —aunque se resistía a aceptarlo conscientemente— a amarla mucho más de lo aconsejable.
Basándose en información recabada por Lalitha en su regreso a Forster Hollow, Walter y Vin Haven habían ingeniado una nueva oferta para sus habitantes, escandalosamente cara. Sólo ofrecer más dinero, dijo Lalitha, no surtiría efecto. Para que Mathis salvara las apariencias, necesitaba ser el Moisés que conducía a su pueblo a una nueva tierra prometida. Lamentablemente, por lo que Walter sabía, la gente de Forster Hollow poseía escasas habilidades aparte de la caza, la reparación de motores, el cultivo de hortalizas, la recolección de hierbas y el cobro del cheque de la asistencia social. No obstante, Vin Haven había tenido la gentileza de hacer averiguaciones dentro de su amplio círculo de amistades en el mundo de los negocios y planteado a Walter una interesante posibilidad: el blindaje corporal.
Antes de volar a Houston y conocer a Haven, en el verano de 2001, Walter ignoraba el concepto del «buen texano», debido a lo dominadas que estaban las noticias nacionales por los malos texanos. Haven tenía un rancho enorme en la región central de Texas y otro aún mayor al sur de Corpus Christi, ambos primorosamente administrados para proporcionar un hábitat a las aves de caza. Haven era uno de esos texanos amantes de la naturaleza que alegremente erradicaba a tiros cercetas coloradas del cielo y a la vez pasaba horas observando embelesado, por medio de una cámara de circuito cerrado, el crecimiento de unas crías de lechuza en uno de los ponederos que había en su rancho, y era capaz de hablar con fervor y conocimiento acerca de la gradación de color en el plumaje invernal del playero de Baird. Era un hombre bajo, tosco, de cabeza redonda, y a Walter le cayó bien desde el primer momento en su entrevista inicial.
—Una apuesta de cien millones por una especie paseriforme —había dicho Walter—. Una asignación de fondos interesante.
Haven había ladeado su redonda cabeza.
—¿Eso representa para usted algún problema?
—No necesariamente. Pero teniendo en cuenta que el ave todavía no ha sido incluida siquiera en las listas federales, siento curiosidad por saber cuál es su razonamiento.
—Mi razonamiento es: los cien millones son míos y puedo gastármelos como me dé la gana.
—Bien pensado.
—Los datos científicos más fiables que tenemos sobre la reinita cerúlea muestran que la población ha decrecido en un tres por ciento anual en los últimos cuarenta años. Aunque no haya cruzado el umbral de lo que federalmente se considera amenazado, es fácil ver que esa evolución descendente acaba en cero. Es ahí hacia donde apunta: hacia el cero.
—Ya. Y sin embargo…
—Y sin embargo hay otras especies aún más cerca del cero. Lo sé. Y pido a Dios que algún otro se preocupe por ellas. A menudo me pregunto si me rajaría la garganta en caso de que se me garantizara que, rajándomela, podría salvar una especie. Todos sabemos que una vida humana vale más que la vida de un pájaro, pero ¿vale más mi pequeña y triste vida que toda una especie?
—Por suerte no es una elección que se le plantee a nadie.
—En cierto sentido, es verdad —dijo Haven—. Pero en un sentido más amplio, es una elección que hace todo el mundo. En febrero me llamó el director de la National Audubon Society, justo después de la toma de posesión. El hombre se llama Martin Byrd, ¿no es increíble? Eso sí es tener un nombre adecuado para el puesto. Martin Byrd quiere saber si puedo organizarle una pequeña reunión con Karl Rove en la Casa Blanca. Dice que le basta con una hora para convencer a Karl Rove de que dar prioridad a la conservación es un éxito político seguro para la nueva administración. Así que le digo: sí, me parece que puedo conseguirle una hora con Rove, pero le diré lo que usted tiene que hacer antes por mí. Tiene que conseguir que una empresa encuestadora de prestigio e independiente haga un sondeo sobre la prioridad que dan los votantes indecisos al medio ambiente. Si puede enseñarle a Karl Rove cifras atractivas, será todo oídos. Y Martin Byrd se deshace en agradecimientos, gracias, gracias, fabuloso, delo por hecho. Y entonces le digo a Martin Byrd: eso sí, antes de encargar ese sondeo y enseñárselo a Rove, puede que le interese hacerse una idea clara de cuál va a ser el resultado. De eso hace seis meses. No he vuelto a saber de él.
—Usted y yo tenemos una perspectiva política muy parecida a este respecto —comentó Walter.
—Kiki y yo estamos trabajándonos un poco a Laura siempre que tenemos ocasión —dijo Haven—. Puede que haya más posibilidades por ese lado.
—Eso es extraordinario, es increíble.
—No se haga ilusiones. A veces pienso que W. está más casado con Rove que con Laura. Aunque eso usted no me lo ha oído decir.
—Pero entonces, ¿por qué la reinita cerúlea?
—Porque ese pájaro me gusta. Es muy pequeño y bonito. Pesa menos que la falange de mi pulgar y va y viene cada año desde Sudamérica hasta aquí. Eso de por sí ya es una maravilla. Un hombre, una especie. ¿No basta con eso? Sólo con que consiguiéramos a otros seiscientos veinte hombres, tendríamos cubiertas todas las aves reproductoras de América del Norte. Si uno tuviera la suerte de que le tocara el petirrojo, ni siquiera necesitaría gastar un centavo para conservarlo. A mí, sin embargo, me gustan los desafíos. Y la región carbonífera de los Apalaches es todo un desafío. Eso es algo que sencillamente va a tener que aceptar si quiere dirigir esta organización para mí. Deberá contemplar con amplitud de miras la explotación minera a cielo abierto.
En sus cuarenta años en el mundo del petróleo y el gas, al frente de una compañía llamada Pelican Oil, Vin Haven había entablado relación prácticamente con todas las personas dignas de conocerse en Texas, desde Ken Lay y Rusty Rose hasta Ann Richards y el padre Tom Pincelli, el «sacerdote ornitólogo» del cauce bajo del Río Grande. Mantenía un vínculo especialmente estrecho con la gente de LBI, el gigante de los servicios en el sector de la extracción petrolífera, que, como su archirrival Halliburton, se había expandido hasta convertirse en uno de los principales contratistas en el ámbito de la defensa nacional bajo las administraciones de Reagan y Bush padre. Precisamente a LBI recurrió Haven en busca de una solución al problema de Coyle Mathis. A diferencia de Halliburton, cuyo anterior presidente dirigía ahora el país, LBI pugnaba aún por tener un contacto privilegiado con el nuevo gobierno y por lo tanto estaba más que dispuesta a hacerle un favor a un amigo íntimo de George y Laura.
Una subsidiaria de LBI, ArDee Enterprises, había obtenido recientemente una importante contrata para suministrar blindaje corporal de alto nivel, cuya apremiante necesidad habían descubierto tardíamente las fuerzas estadounidenses cuando empezaron a estallar artefactos explosivos improvisados por todos los rincones de Iraq. Virginia Occidental, que tenía mano de obra barata y una legislación permisiva en materia medioambiental, y que, inesperadamente, había proporcionado a Bush y Cheney su margen de victoria en 2000 —eligiendo a un candidato republicano por primera vez desde la victoria arrolladora de Nixon en 1972—, tenía buena prensa en los círculos en los que se movía Vin Haven. ArDee Enterprises estaba construyendo a marchas forzadas una fábrica de blindaje corporal en el condado de Whitman y Haven, poniéndose en contacto con ArDee antes de que iniciara la contratación de personal para la planta, consiguió que le garantizaran 120 empleos fijos para la población de Forster Hollow a cambio de un paquete de concesiones tan generoso que a ArDee la mano de obra le saldría prácticamente gratis. Haven le prometió a Coyle Mathis, por mediación de Lalitha, viviendas gratuitas de alta calidad y formación profesional para él y las demás familias de Forster Hollow, y para acabar de dorar la píldora agregó un pago único a ArDee de una suma que alcanzaba para financiar el seguro médico de los trabajadores y los planes de jubilación para los siguientes veinte años. En cuanto a la seguridad del empleo, bastaba señalar las declaraciones, hechas por distintos miembros del gobierno Bush, según las cuales Estados Unidos se defendería en Oriente Medio durante generaciones. No había un final previsible para la guerra contra el terrorismo, y por tanto no había final para la demanda de blindaje corporal.
A Walter, que tenía una mala opinión sobre la operación de Bush y Cheney en Iraq y peor aún sobre la catadura moral de los contratistas del sector de la defensa, lo incomodaba colaborar con LBI y proporcionar así más munición a los ecologistas de izquierdas que se oponían a él en Virginia Occidental. Lalitha, en cambio, reaccionó con intenso entusiasmo.
—Es perfecto —le comentó a Walter—. Así podemos ser algo más que un modelo de recuperación basado en estudios científicos. Podemos ser un modelo de reasentamiento compasivo y rehabilitación laboral de las personas desplazadas por la conservación de una especie en peligro de extinción.
—Y los que vendieron al principio, pues mala suerte, que se jodan —dijo Walter.
—Si aún están en apuros, podemos ofrecerles también puestos de trabajo.
—Por otra cantidad indeterminada de millones.
—¡Y el hecho de que sea patriótico también resulta perfecto! —señaló Lalitha—. La gente hará algo para ayudar a su país en tiempo de guerra.
—A mí me da que esta gente no pierde mucho el sueño por ayudar a su país.
—No, Walter, ahí te equivocas. Luanne Coffey tiene dos hijos en Iraq. Odia al gobierno por no hacer más para protegerlos. De hecho, ella y yo hemos hablado del tema. Odia al gobierno, pero odia aún más a los terroristas. Es perfecto.
Así pues, en diciembre, Vin Haven viajó a Charleston en su jet y acompañó personalmente a Lalitha a Forster Hollow mientras Walter se quedaba reconcomiéndose, con su rabia y su humillación, en la habitación de un motel de Beckley. No se sorprendió al oír contar a Lalitha que Coyle Mathis seguía dale que dale con la cantinela de lo arrogante, remilgado y necio que era su jefe. Ella había desempeñado a fondo el papel de poli bueno y Vin Haven, que sí tenía el don para tratar con la gente corriente (como ponía de manifiesto su amistad con George W.), por lo visto también fue razonablemente tolerado en Forster Hollow. Mientras un pequeño grupo de manifestantes ajenos al valle de Nine Mile, encabezados por la chiflada de Jocelyn Zorn, desfilaba con pancartas («¡DE LA FUNDACIÓN NO SE FÍA NI TU TÍA¡») delante de la pequeñísima escuela de primaria donde se celebraba la reunión, las ochenta familias del valle renunciaron a sus derechos y aceptaron, en el acto, ochenta sustanciosos talones certificados extendidos por la fundación en Washington.
Y ahora, noventa días después, Forster Hollow era un pueblo fantasma propiedad de la fundación y su demolición estaba prevista para las seis de la mañana del día siguiente. Walter no había visto motivo alguno para asistir a la primera mañana de demolición, más bien había visto varios motivos para no asistir, pero Lalitha estaba que no cabía en sí de gozo ante la inminente eliminación de las últimas construcciones permanentes en el Parque de la Reinita. Al contratarla, Walter había utilizado a modo de señuelo la imagen de las veinticinco mil hectáreas libres de todo rastro humano, y ella se había tragado la imagen íntegramente. Como ella había llevado esa imagen al borde de la realización, lógicamente él no podía negarle la satisfacción de ir a Forster Hollow. Dado que no podía concederle su amor, quería concederle todo lo que estuviera a su alcance. Le consentía los caprichos tal como a menudo había sentido la tentación de consentírselos a Jessica, aunque con ella por lo general se había abstenido, en aras de una paternidad responsable.
Cuando entraron en Beckley, donde llovía con mayor intensidad, Lalitha, llena de expectación, se inclinó sobre el volante del coche de alquiler.
—Mañana esta carretera dará pena —dijo Walter, contemplando la lluvia y advirtiendo en su voz, con desagrado, el mal humor propio de un viejo.
—Nos levantaremos a las cuatro e iremos despacio —sugirió Lalitha.
—Ja, eso sí sería una novedad. ¿Te he visto alguna vez ir despacio por una carretera?
—¡Estoy muy emocionada, Walter!
—Yo ni siquiera debería estar aquí —dijo él malhumorado—. Mañana por la mañana debería dar esa rueda de prensa.
—Dice Cynthia que el lunes es el mejor día para el ciclo de las noticias —señaló Lalitha, refiriéndose a su encargada de prensa, cuyo trabajo, hasta la fecha, había consistido básicamente en eludir todo contacto con la prensa.
—No sé qué temo más: que no se presente nadie o que tengamos la sala llena de periodistas.
—Ah, está claro que nos interesa tener la sala llena. Esto es una noticia extraordinaria, si se explica bien.
—Sólo sé que me da miedo.
Alojarse en hoteles con Lalitha se había convertido, quizá, en la parte más difícil de su relación de trabajo. En Washington, donde ella era la vecina de arriba, al menos vivían en plantas distintas, y Patty rondaba por allí para perturbar el panorama. En el Days Inn de Beckley, introdujeron tarjetas llave idénticas en puertas idénticas, a cinco metros una de otra, y entraron en habitaciones cuya profunda insipidez idéntica sólo podía superarse mediante una tórrida relación ilícita. Walter no podía dejar de pensar en lo sola que estaba Lalitha en su habitación idéntica. Parte de su sentimiento de inferioridad residía en la elemental envidia —envidia de su juventud; envidia de su idealismo inocente; envidia de la simplicidad de su situación en comparación con la imposibilidad de la suya—, y se le antojaba que la habitación de ella, aunque en apariencia idéntica, era la habitación de la plenitud, la habitación del anhelo hermoso y permisible, mientras que la suya era la habitación del vacío y la prohibición estéril. Puso la CNN, por el mero ruido, y vio un reportaje sobre la última carnicería en Iraq mientras se desvestía para darse una ducha solitaria.
La mañana anterior, antes de salir hacia el aeropuerto, Patty se había presentado ante la puerta del dormitorio.
—Permíteme expresarlo de la manera más clara posible —dijo—. Te doy mi permiso.
—¿Permiso para qué?
—Ya sabes para qué. Y estoy diciéndote que te lo doy.
Walter casi habría creído que lo decía en serio si Patty no hubiese estado tan desencajada y no se hubiera retorcido las manos de manera tan lastimera mientras hablaba.
—No sé a qué te refieres —dijo él—, pero, sea lo que sea, no quiero tu permiso.
Ella lo miró con expresión suplicante y luego con desesperación, y al final lo dejó solo. Al cabo de media hora, cuando Walter se disponía a irse, llamó a la puerta de la pequeña habitación donde ella escribía y mandaba sus e-mails y donde, de un tiempo a esa parte, dormía cada vez con mayor frecuencia.
—Cielo —dijo a través de la puerta—. Hasta el jueves por la noche.
Como Patty no contestó, volvió a llamar y entró. Estaba sentada en el sofá cama, estrujándose los dedos de una mano con la otra. Tenía la cara enrojecida, descompuesta y surcada de lágrimas. Walter se puso en cuclillas a sus pies y le cogió las manos, que envejecían más deprisa que el resto de su cuerpo; las tenía huesudas, con la piel frágil.
—Te quiero —dijo—. ¿Lo entiendes?
Ella asintió, mordiéndose los labios, agradecida pero sin convicción.
—Vale —respondió con voz quebrada, susurrante—. Será mejor que te vayas.
¿Cuántas miles de veces más, se preguntó él mientras descendía por la escalera a las oficinas de la fundación, voy a consentir que esta mujer me apuñale el corazón?
La pobre Patty, la pobre extraviada y competitiva Patty, que no hacía nada ni remotamente valiente o admirable en Washington, no podía dejar de advertir la admiración de Walter por Lalitha. La razón por la que él ni siquiera se permitía pensar en amar a Lalitha, y menos aún en hacer nada al respecto, era Patty. No era sólo porque respetara al pie de la letra la ley conyugal, era también porque no soportaba la idea de que Patty supiera que existía alguien de quien él tenía mejor concepto que de ella. Lalitha sí era mejor que Patty. Eso era un hecho. Pero Walter sentía que preferiría morir a reconocer ante Patty ese hecho evidente, ya que, por mucho que acabara amando a Lalitha, y por inviable que fuera ahora su vida con Patty, amaba a Patty de una manera totalmente distinta, de una manera más amplia y abstracta, y no obstante esencial, que tenía que ver con toda una vida de responsabilidad; con ser buena persona. Si despidiera a Lalitha, literal y/o figuradamente, ella lloraría durante unos meses y después seguiría con su vida y haría cosas buenas con otra persona. Lalitha era joven y poseía el don de la lucidez. Mientras que Patty, aunque a menudo lo trataba con crueldad y últimamente, cada vez más, rehuía sus caricias, aún necesitaba que él la tuviera en un pedestal. Eso él lo sabía, o si no, ¿por qué no lo había abandonado? Lo sabía muy pero que muy bien. Dentro de Patty existía un vacío, y a él le había tocado en suerte hacer todo lo posible por llenarlo de amor. Existía en ella un débil asomo de esperanza que sólo él podía salvaguardar. Y por tanto, aunque su situación era ya imposible y parecía volverse más imposible a diario, no tenía más remedio que persistir.
Al salir de la ducha del motel, teniendo la cautela de no mirar en el espejo el lamentable cuerpo pálido de mediana edad, consultó su BlackBerry y encontró un mensaje de Richard Katz.
«Eh, colega, aquí trabajo concluido. ¿Nos vemos en Washington ahora o qué? ¿Dormiré en un hotel o en tu sofá? Quiero todos los extras que me merezco.
Saludos a tus hermosas mujeres. RK»
Walter examinó el mensaje con una inquietud de origen incierto. Posiblemente se debiera a aquella errata, que le recordaba la dejadez innata de Richard, pero posiblemente también al regusto de su encuentro en Manhattan dos semanas antes. Si bien Walter se había alegrado mucho de volver a ver a su viejo amigo, desde entonces lo obsesionaba la insistencia con que Richard, en el restaurante, había pedido a Lalitha que repitiera la palabra «joder», y las posteriores insinuaciones sobre su interés en el sexo oral, y la manera en que él mismo, en el bar de Penn Station, procedió a hablar mal de Patty, cosa que jamás se permitía ante nadie. Tener cuarenta y siete años e intentar aún impresionar a su compañero de habitación de la universidad denigrando a su mujer y aireando confidencias que era mejor no airear: eso sí era deplorable. Aunque Richard también parecía haberse alegrado de verlo, Walter no podía quitarse de encima la sensación ya más que conocida de que pretendía imponerle su visión katziana del mundo y, en consecuencia, derrotarlo. Cuando, para sorpresa de Walter, antes de despedirse, Richard accedió a prestar su nombre e imagen a la campaña contra la superpoblación, Walter telefoneó de inmediato a Lalitha con la excelente noticia. Pero sólo ella fue capaz de saborearla con pleno entusiasmo. Él subió al tren con destino a Washington preguntándose si había obrado bien.
¿Y por qué, en su mensaje, Richard mencionaba la belleza de Lalitha y Patty? ¿Por qué las saludaba a ellas y no al propio Walter? ¿Era sólo otro descuido fruto de su dejadez? Lo dudaba.
A un paso del Days Inn, en la misma calle, había un asador totalmente de plástico pero provisto de un bar muy bien surtido. Era un lugar absurdo al que ir, ya que ni Walter ni Lalitha comían carne de ternera, pero el recepcionista del motel no tenía nada mejor que recomendar. En un reservado con asientos de plástico, Walter entrechocó el borde de su vaso de cerveza contra la copa de dry martini de Lalitha, que ella procedió a liquidar en un instante. Con una seña, Walter le pidió otro a la camarera y luego, no sin sufrimiento, examinó la carta. Entre los horrores del metano expelido por el ganado bovino, las cuencas hidrográficas devastadas por los lagos de excrementos que generaban las granjas de cerdos y pollos, la catastrófica sobreexplotación pesquera de los océanos, la pesadilla ecológica de las gambas y el salmón de vivero, la orgía antibiótica de las centrales lecheras y el combustible derrochado por la globalización de la producción agrícola, eran pocos los platos que podía pedir sin remordimientos de conciencia salvo patatas, judías y tilapia criada en agua dulce.
—A la mierda —dijo, cerrando la carta—. Voy a pedir el entrecot.
—Una celebración excelente, excelente —convino Lalitha, ya sonrojada—. Yo, el delicioso sandwich de queso gratinado del menú infantil.
La cerveza era interesante. Inesperadamente amarga y no precisamente deliciosa, como si fuera masa de pan bebible. Después de sólo tres o cuatro sorbos, ciertos vasos sanguíneos del cerebro de los que Walter apenas tenía noticia empezaron a palpitar inquietantemente.
—Me ha llegado un mail de Richard —dijo—. Está dispuesto a venir a preparar la estrategia con nosotros. Le he dicho que venga el fin de semana.
—¡Ja! ¿Lo ves? Y decías que ni siquiera valía la pena pedírselo.
—Ya. En eso tenías razón.
Lalitha notó algo en su cara.
—¿No te alegras?
—No, no es eso —contestó él—. En teoría, sí. Sólo que hay algo que no… no me inspira confianza. Supongo que no acabo de entender por qué lo hace.
—¡Porque fuimos sumamente convincentes!
—Sí, es posible. O porque tú eres sumamente guapa.
Lalitha pareció complacida y confusa al oírlo.
—Es tu mejor amigo, ¿no?
—Lo era. Pero luego se hizo famoso. Y ahora sólo veo el lado de él que no me inspira confianza.
—¿Qué no te inspira confianza en él?
Walter negó con la cabeza, resistiéndose a contestar.
—¿No te inspira confianza por lo que a mí respecta?
—No, eso sería una estupidez, ¿no? Es decir, lo que tú hagas no es asunto mío. Eres una mujer adulta, sabes cuidar de ti misma.
Lalitha se rio, ahora ya sólo complacida, en absoluto confusa.
—Creo que es muy divertido y carismático —dijo—. Pero básicamente me dio pena. ¿Entiendes lo que quiero decir? Parece uno de esos hombres que han de pasarse la vida manteniendo una pose, porque por dentro son débiles. No es un hombre como tú ni mucho menos. Mientras hablábamos, lo único que vi fue lo mucho que te admira, y que procuraba disimularlo lo mejor posible. ¿Tú no te diste cuenta?
Eso le proporcionó a Walter tal grado de satisfacción que se le antojó peligroso. Deseó creerlo, pero tenía sus dudas al respecto, porque le constaba que Richard era, a su manera, implacable.
—En serio, Walter. Los hombres así son muy primitivos. En él, todo se reduce a dignidad, dominio de sí mismo y pose. Él tiene solamente eso, mientras que tú tienes muchas otras cosas.
—Pero eso que él tiene es lo que todo el mundo quiere. Has leído lo que aparece en Nexis sobre él, ya sabes de qué hablo. El mundo no premia las ideas o las emociones, premia al hombre íntegro e imperturbable. Y por eso no me inspira confianza. Ha montado el juego de manera que le permita ganar siempre. En el fondo, puede que admire lo que hacemos, pero nunca lo reconocerá abiertamente, porque ha de mantener su pose, porque eso es lo que todo el mundo quiere, y él lo sabe.
—Sí, pero por eso nos conviene tanto que trabaje con nosotros. Yo no quiero que tú seas imperturbable, no me gustan los hombres imperturbables. Me gustan los hombres como tú. Pero Richard va a ayudarnos a transmitir el mensaje.
Para Walter fue un alivio que la camarera se acercara a tomar nota y pusiera fin al placer de oír las razones por las que él le gustaba a Lalitha. Pero el peligro no hizo más que agravarse cuando ella se tomó el segundo dry martini.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —dijo Lalitha.
—Eh… sí, claro.
—La pregunta es: ¿crees que debería hacerme una ligadura de trompas?
Había levantado la voz lo suficiente como para que la oyeran en otras mesas, y Walter, en un acto reflejo, se llevó un dedo a los labios. Ya desde el primer momento se sentía blanco de todas las miradas, se sentía llamativamente urbano, allí sentado con una chica de otra raza en medio de las dos variedades de habitantes de la Virginia rural: los obesos y los escuálidos.
—Parece lo lógico —añadió ella en voz más baja—, porque ya sé que no quiero tener hijos.
—Pues yo no… yo no… —Quería decir que, como Lalitha rara vez veía a Jairam, su novio de toda la vida, el embarazo no parecía una preocupación muy acuciante, y que, si alguna vez se quedaba embarazada por accidente, siempre podía abortar. Pero le parecía una frivolidad impropia hablar de las trompas de su ayudante. En su aturdimiento etílico, ella le sonreía con cierta timidez, como si buscara su permiso o temiera su desaprobación—. En realidad creo… considero que Richard tenía razón, no sé si lo recuerdas. Dijo que la gente cambia de opinión sobre estas cosas. Quizá lo mejor sea dejar las puertas abiertas.
—Pero ¿y qué pasa si estoy convencida de que tengo razón ahora, y no me fío de la persona que seré en el futuro?
—En fin, en el futuro ya no serás la persona que eres ahora. Serás esa nueva persona. Y esa nueva persona tal vez quiera cosas distintas.
—Pues que se vaya a la mierda la persona que seré en el futuro —replicó Lalitha, inclinándose sobre la mesa—. Si quiere reproducirse, desde ahora ya no me merece respeto.
Walter se obligó a no mirar a los demás comensales.
—¿Y a qué viene esto ahora? Apenas ves a Jairam.
—Lo digo porque Jairam quiere hijos, por eso. No se cree hasta qué punto hablo en serio cuando digo que yo no quiero. Necesito demostrárselo, para que no me dé más la lata. Ya no quiero ser su novia.
—La verdad es que no sé si tú y yo deberíamos hablar de estas cosas.
—Vale, pero entonces, ¿con quién puedo hablar? Eres el único que me comprende.
—Vamos, Lalitha, por favor. —A Walter el cerebro le nadaba en cerveza—. Lo siento. Lo siento mucho. Tengo la sensación de que te he empujado a algo a lo que no quería empujarte. Aún tienes toda la vida por delante, y yo… tengo la sensación de que te he empujado a algo.
Todo aquello parecía una gran equivocación. Al intentar decir algo concreto, algo ceñido al problema de la demografía mundial, sin querer había dado la impresión de que hablaba en sentido amplio sobre ellos dos. Parecía haber descartado una posibilidad mayor que aún no estaba preparado para descartar, pese a ser consciente de que en realidad no era una posibilidad.
—Estas ideas son mías, no tuyas —afirmó Lalitha—. No me las has inculcado tú. Sólo te he pedido un consejo.
—Bien, pues creo que mi consejo es que no lo hagas.
—De acuerdo. Entonces tomaré otra copa. ¿O me aconsejas que no lo haga?
—Sí, te aconsejo que no lo hagas.
—Pídeme una igualmente, por favor.
Un abismo se abría ante Walter, allí a su alcance para precipitarse en él de inmediato. Le sorprendió la rapidez con que algo así podía abrirse ante él. La otra única vez —no, no, no, la única vez— que se había enamorado, tardó casi un año en actuar, y aun así fue Patty quien hizo la mayor parte del trabajo pesado. Ahora parecía que esas cosas podían gestionarse en cuestión de minutos. Unas cuantas palabras inconscientes más, otro trago de cerveza, y sólo Dios sabía…
—Yo únicamente quería decir —continuó— que puede que te haya empujado a implicarte más de la cuenta en esto de la superpoblación. A fanatizarte. Con mi propia ira estúpida, mis propios conflictos. Sólo pretendía decir eso.
Ella asintió. Pequeñas perlas de llanto se adherían a sus pestañas.
—Tú me inspiras un sentimiento paternal —balbuceó.
—Lo entiendo.
Pero «paternal» también era una equivocación: descartaba casi por completo la clase de amor que, por doloroso que fuera admitirlo, nunca se permitiría.
—Obviamente soy demasiado joven para ser tu padre —dijo—, o casi demasiado joven, dejando de lado que, en todo caso, tú ya tienes un padre. En realidad sólo me refería al hecho de que me hayas pedido un consejo paternal. Al hecho de que, como jefe tuyo y persona considerablemente mayor, siento cierta clase de… preocupación por ti. «Paternal» en ese sentido. Nada que ver con alguna clase de tabú, o algo así.
A Walter aquello le pareció a todas luces absurdo incluso mientras lo decía. Los putos tabúes eran precisamente su problema. Lalitha, que parecía saberlo, levantó sus preciosos ojos y lo miró a la cara.
—No tienes que quererme, Walter. Puedo quererte sólo yo. ¿De acuerdo? No puedes impedirme que te quiera.
El abismo se ensanchó vertiginosamente.
—Pero ¡si yo te quiero! —exclamó él—. Es decir, en cierto sentido. En un sentido muy concreto. Sin duda te quiero. Mucho. Muchísimo, en realidad. ¿Vale? Sólo que no creo que eso nos lleve a ninguna parte. Es decir, si vamos a seguir trabajando juntos, no podemos hablar de esta manera bajo ningún concepto. Esto está ya muy, muy, muy, muy mal.
—Sí, ya lo sé. —Bajó los ojos—. Y tú estás casado.
—¡Sí, exacto! Exacto. Así son las cosas.
—Así son las cosas.
—Déjame pedir tu copa.
Una vez declarado el amor, una vez eludido el desastre, Walter fue a buscar a la camarera y pidió un tercer dry martini, largo de vermut. Su rubor, que durante toda su vida había sido algo que iba y venía continuamente, ahora le había venido y no se había ido. Con el rostro encendido, entró tambaleándose en el aseo de hombres e intentó orinar. Su necesidad era apremiante y al mismo tiempo le costaba satisfacerla. Permaneció ante el urinario, respirando hondo, y cuando por fin estaba a punto de conseguir que las cosas fluyeran, la puerta se abrió de par en par y entró alguien. Walter oyó al hombre lavarse las manos y secárselas mientras él seguía allí inmóvil, con las mejillas al rojo, esperando a que la vejiga venciese su timidez. Otra vez estaba a punto de lograrlo cuando se dio cuenta de que el hombre en el lavabo se demoraba adrede. Desistió de orinar, malgastó agua tirando innecesariamente de la cadena y se subió la cremallera.
—Tío, quizá te convenga consultarle a un médico sobre esas dificultades urinarias —comentó sádicamente el hombre frente al lavabo, arrastrando las palabras. Blanco, de treinta y tantos años, con una vida dura grabada en el rostro, concordaba a la perfección con el perfil que Walter se había formado del conductor que no creía en los intermitentes. Se quedó junto al hombro de Walter mientras éste se lavaba apresuradamente las manos y se las secaba.
—Te gusta la carne negra, ¿eh?
—¿Cómo?
—Digo que he visto lo que hacías con esa negrita.
—Es asiática —lo corrigió Walter, rodeándolo—. Si me permite…
—Con las palabras te la camelas, pero con unas copas vas que vuelas, ¿a que sí tío?
Su voz destilaba tal odio que Walter, temiendo violencia, huyó por la puerta sin replicar. No había dado un puñetazo ni encajado uno en treinta y cinco años, y sospechaba que un puñetazo sentaría mucho peor a los cuarenta y siete que a los doce. Cuando se sentó en el reservado ante una ensalada de lechuga iceberg, todo el cuerpo le vibraba de violencia contenida y la cabeza le daba vueltas por la sensación de injusticia.
—¿Qué tal la cerveza? —preguntó Lalitha.
—Es interesante —contestó Walter, y se bebió el resto de un trago. Tenía la impresión de que la cabeza podía desprendérsele del cuello y elevarse hacia el techo como un globo de fiesta.
—Perdona si he dicho algo indebido.
—No te preocupes —dijo él—. Estoy… —«enamorado de ti. Estoy perdidamente enamorado de ti»—. Estoy en una posición difícil, cariño. Es decir, «cariño» no. «Cariño» no. Lalitha. Cariño. Estoy en una posición difícil.
—Tal vez deberías tomarte otra cerveza —sugirió ella con una sonrisa pícara.
—Verás, lo que pasa es que también quiero a mi mujer.
—Sí, claro —dijo ella. Pero ni siquiera intentaba ayudarlo a salir del atolladero. Arqueó la espalda como un gato y se estiró hacia delante por encima de la mesa, exhibiendo las diez pálidas uñas de sus manos jóvenes y hermosas a ambos lados del plato de ensalada de Walter e invitándolo a tocárselas—. ¡Estoy muy borracha! —exclamó, sonriéndole traviesa.
Walter recorrió con la mirada el comedor de plástico para ver si su torturador de los lavabos estaba presenciando aquello. En apariencia el individuo no se hallaba a la vista, ni los observaba nadie de manera indebida. Al mirar a Lalitha, que acariciaba la superficie de plástico de la mesa con la mejilla como si fuera la más suave de las almohadas, recordó textualmente la profecía de Richard. La chica de rodillas, la cabeza oscilante, sonriendo desde abajo. Ay, la mísera lucidez de la visión del mundo de Richard Katz. Un súbito resquemor traspasó el subidón de Walter y lo serenó. Aprovecharse de esa chica era la forma de actuar propia de Richard, no la suya.
—Siéntate bien —dijo con severidad.
—Enseguida —musitó ella, moviendo sinuosamente los dedos extendidos.
—No, siéntate bien ya. Somos la fachada pública de la fundación, y no debemos olvidarlo.
—Creo que quizá tengas que llevarme a casa, Walter.
—Antes tienes que comer algo.
—Mmm —dijo ella, sonriendo con los ojos cerrados.
Él se levantó, se acercó a la camarera y pidió que les envolvieran los segundos para llevárselos. Lalitha seguía desplomada en la mesa, con el tercer dry martini a medias junto al codo, cuando él regresó al reservado. De un tirón, la obligó a levantarse y, sujetándola firmemente por el brazo, la sacó a la calle y la instaló en el asiento del acompañante. Al entrar de nuevo por la comida, se encontró en el vestíbulo acristalado con su torturador de los lavabos.
—Vaya un puto aficionado a la carne negra —dijo el individuo—. Vaya un puto espectáculo. ¿Qué cojones haces tú aquí?
Walter intentó rodearlo, pero el hombre le cortó el paso.
—Te he hecho una pregunta.
—No me interesa —contestó Walter. Intentó apartarlo, pero se vio lanzado de un empujón contra el cristal laminado, lo que hizo temblar la estructura del vestíbulo. En ese momento, antes de que las cosas fueran a mayores, se abrió la puerta interior y la fogueada jefa de camareras preguntó qué pasaba.
—Este individuo está molestándome —respondió Walter con la respiración entrecortada.
—Vaya con el puto pervertido.
—Tendrán que tratar el asunto fuera del establecimiento —ordenó la camarera jefa.
—¡Y una mierda! Yo no me voy a ninguna parte. El que se va es este pervertido —dijo el hombre.
—Pues vuelva a su mesa y siéntese y a mí no me hable en ese tono.
—Este tío me revuelve tanto el estómago que no puedo ni comer.
Dejando que los dos resolvieran las cosas entre ellos, Walter entró y se vio en el punto de mira de una joven rubia y fornida, a todas luces la acompañante de su torturador, que lo observaba con odio asesino desde una mesa cercana a la puerta. Mientras Walter esperaba la comida, se preguntó por qué precisamente esa noche, entre todas las noches, Lalitha y él habían suscitado semejante odio. Habían sido blanco de alguna que otra mirada, sobre todo en los pueblos más pequeños, pero nunca nada a ese nivel. De hecho, se había llevado una grata sorpresa al ver en Charleston tantas parejas mixtas de negros y blancos, y descubrir la escasa prioridad que en general merecía el racismo entre los muchos males de ese estado. La mayor parte de Virginia Occidental era demasiado blanca para que la raza fuera un problema capital. Inevitablemente llegó a la conclusión de que lo que había atraído la atención de la joven pareja era la culpabilidad, la inmunda culpabilidad, que él irradiaba desde su reservado. No odiaban a Lalitha, lo odiaban a él. Y se lo tenía bien merecido. Cuando por fin llegó la comida, le temblaban tanto las manos que apenas pudo firmar el resguardo de la tarjeta de crédito.
Ya en el Days Inn, llevó a Lalitha en brazos bajo la lluvia y la dejó delante de su puerta. No dudaba de que podría haber ido por su propio pie, pero quiso concederle el deseo de ser llevada a su habitación. Y de hecho a Walter le fue útil tenerla en brazos como a una niña: le recordó sus responsabilidades. Cuando ella se sentó en la cama y cayó de lado, él la tapó con la colcha como en otro tiempo tapaba a Jessica y Joey.
—Me voy a cenar a mi habitación —dijo, alisándole el pelo con ternura desde la frente—. Te dejo aquí tu comida.
—No, no te vayas —rogó ella—. Quédate a ver la televisión. Cuando esté serena, podemos cenar juntos.
También le concedió ese capricho y, localizando la PBS en la televisión por cable, vio el final de NewsHour: una discusión sobre el historial de guerra de John Kerry cuya intrascendencia lo puso tan nervioso que apenas pudo seguirla. Ya le era casi imposible soportar los noticiarios de cualquier tipo. Todo se movía demasiado deprisa, demasiado deprisa. Sintió una punzada de compasión por la campaña de Kerry, que en ese momento disponía de menos de siete meses para dar la vuelta a los ánimos del país y sacar a la luz tres años de manipulación y mentiras de alta tecnología.
Él mismo se había visto sometido a una presión extrema para conseguir que se firmaran los contratos con Nardone y Blasco antes de que caducara el pacto inicial con Vin Haven, el 30 de junio, para no verse forzados a una renegociación. En sus prisas por resolver el asunto de Coyle Mathis y cumplir el plazo, no le quedó más remedio que acceder al acuerdo del blindaje corporal con LBI, pese a lo exorbitante y repulsivo que era. Y ahora, antes de que pudiera contemplarse otra alternativa, las compañías mineras iban a destruir sin pérdida de tiempo el valle de Nine Mile y adentrarse en las montañas con sus grúas de cable, cosa que podían hacer con entera libertad porque uno de los pocos éxitos claros de Walter, en Virginia Occidental, había sido agilizar los permisos para la explotación a cielo abierto y convencer al Departamento del Medio Ambiente de los Apalaches de que excluyera los yacimientos de Nine Miles de su pleito dilatorio. Se cerró el acuerdo, y ahora Walter tenía que olvidarse de Virginia Occidental y empezar a trabajar de firme en su campaña contra la superpoblación: tenía que poner en marcha el programa de jóvenes en prácticas antes de que los estudiantes universitarios más progresistas de la nación hicieran sus planes de verano y optaran por trabajar en la campaña de Kerry.
En las dos semanas y media transcurridas desde su encuentro con Richard en Manhattan, la población mundial había aumentado en siete millones de personas. Un aumento neto de siete millones de seres humanos —el equivalente a la población de Nueva York— destinados a deforestar montes y contaminar arroyos y cubrir prados de asfalto y tirar basura plástica al océano Pacífico y quemar gasolina y carbón y exterminar otras especies y obedecer al puto Papa y producir familias de doce miembros. Desde el punto de vista de Walter, no existía en el mundo mayor fuerza del mal que la Iglesia católica, ni causa más perentoria para la desesperanza respecto al futuro de la humanidad y del asombroso planeta que se le había concedido, aunque cabía reconocer que en esos tiempos la seguían muy de cerca los fundamentalismos siameses de Bush y Ben Laden. Walter no podía ver una iglesia ni el letrero LOS HOMBRES DE VERDAD AMAN A JESÚS ni un símbolo de un pez en un coche sin notar una opresión de ira en el pecho. En un lugar como Virginia Occidental, eso significaba que montaba en cólera casi cada vez que se atrevía a salir a la luz del día, lo que sin duda contribuía a su violencia vial. Y el problema no era sólo la religión, ni sólo ese tamaño gigante de todo al que sus compatriotas estadounidenses parecían sentirse con derecho en exclusiva, ni tampoco los Walmarts y los cubos de jarabe de maíz y los monster trucks; era la sensación de que nadie más en el país dedicaba siquiera cinco segundos a pensar en lo que implicaba traer a la limitada superficie de este mundo otros trece millones de grandes primates mensualmente. La serenidad sin sombras de la indiferencia de sus paisanos lo enloquecía de ira.
Patty había sugerido recientemente, como antídoto a la violencia vial, que se distrajese con la radio mientras conducía, pero para Walter el mensaje de todas y cada una de las emisoras era que nadie más en Estados Unidos pensaba en la degradación del planeta. Todas las emisoras de Dios y las emisoras de country y las emisoras de Limbaugh jaleaban esa degradación activamente, claro está; las emisoras de rock clásico y de noticias armaban continuamente revuelo por cualquier intrascendencia; y la Radio Pública Nacional era, para Walter, incluso peor. Mountain Stage y A Prairie Home Companion: ¡se perdían literalmente en la música de violines mientras ardía el planeta! Y los peores eran Morning Edition y All Things Considered. El departamento de informativos de la Radio Nacional Pública, en otro tiempo bastante progresista, se había convertido en un portavoz más de la ideología centroderechista del libre mercado, presentando incluso la más ligera ralentización del crecimiento económico de la nación como «mala noticia» y desperdiciando adrede valiosos minutos de tiempo de emisión cada mañana y cada noche —minutos que podrían haberse dedicado a fomentar la alarma sobre la superpoblación y las extinciones en masa— en reseñas presuntuosamente serias de novelas literarias y grupos musicales extravagantes como Walnut Surprise.
Y la televisión: la televisión era como la radio, sólo que diez veces peor. Para Walter, un país que seguía minuto a minuto cada falso giro de American Idol mientras el mundo se incendiaba merecía plenamente la pesadilla que le deparase el futuro, fuera cual fuese.
Naturalmente, se daba cuenta de que no estaba bien sentirse así: aunque sólo fuera porque en Saint Paul, durante casi veinte años, eso no le había pasado. Era consciente de la estrecha conexión entre la ira y la depresión, consciente de que era malsano desde el punto de vista mental obsesionarse exclusivamente con situaciones apocalípticas, consciente de que, en su caso, la obsesión se alimentaba de la frustración con su mujer y la decepción con su hijo. Probablemente, si hubiese estado de verdad solo en su ira, no lo habría soportado.
Pero Lalitha lo acompañaba en cada paso del camino. Ella corroboraba su visión del mundo y compartía su sensación de apremio. En su primera entrevista, le había hablado de su viaje en familia a Bengala Occidental a los catorce años. Tenía la edad idónea para no sólo entristecerse y horrorizarse, sino sentir además repugnancia por la densidad y la miseria de la vida humana en Calcuta. Su repugnancia la había llevado, a su regreso a Estados Unidos, al vegetarianismo y los estudios del medio ambiente, con especial atención, ya en la universidad, a los problemas de la mujer en los países en vías de desarrollo. Pese a que casualmente había conseguido un buen empleo en Natural Conservancy al acabar la carrera, su verdadero interés había sido siempre —como el del propio Walter en su juventud— los problemas de la demografía y la sostenibilidad.
Sin lugar a dudas, Lalitha tenía otra faceta muy distinta, una faceta sensible a los hombres fuertes y tradicionales. Su novio, Jairam, era de constitución recia y bastante feo, pero arrogante y resuelto, un cirujano cardiovascular residente, y Lalitha no era ni mucho menos la primera joven atractiva a quien Walter había visto conceder sus favores a alguien como Jairam a fin de evitar que le tiraran los tejos allí adonde fuera. Pero después de aguantar los seis años de crecientes disparates de Jairam parecía empezar por fin a curarse de él. Para Walter, lo único verdaderamente sorprendente sobre su pregunta de esa noche, la pregunta acerca de la esterilización, era que ella hubiese sentido siquiera la necesidad de plantearla.
¿Por qué, a fin de cuentas, se la había planteado a él?
Apagó el televisor y se paseó por la habitación para reflexionar más detenidamente al respecto, y de inmediato encontró la respuesta: le había preguntado si tal vez él querría tener un hijo con ella algún día. O quizá, más exactamente, le había advertido que aunque él quisiera, tal vez ella no.
Y lo repugnante —si era sincero consigo mismo— era que sí deseaba tener un hijo con ella. No es que no adorase a Jessica ni que, de un modo más abstracto, no amara a Joey. Pero de pronto sentía muy lejos a la madre de los dos. Patty era una persona que seguramente ni siquiera había sentido un gran deseo de casarse con él, una persona de la que había oído hablar por primera vez a Richard, que una noche de verano en Minneapolis, hacía mucho tiempo, le había mencionado que la tía con quien se acostaba vivía con una estrella del baloncesto que desbarataba sus prejuicios sobre las mujeres deportistas. Patty había estado a punto de irse con Richard, y a partir del gratificante hecho de que no lo hubiese hecho —de que hubiera sucumbido en cambio al amor de Walter— se había desarrollado toda su vida juntos, su matrimonio y su casa y sus hijos. Siempre habían formado buena pareja, pero una pareja extraña; ahora daba cada vez más la impresión de que sencillamente estaban mal emparejados. En cambio, Lalitha era un auténtico espíritu afín, un alma gemela que lo adoraba sinceramente. Si alguna vez tenían un hijo, ese hijo se parecería a él.
Siguió paseándose por la habitación, muy agitado. Mientras el alcohol y los pueblerinos lo tenían distraído, el abismo abierto a sus pies se había ensanchado más y más. ¡Ahora pensaba en tener hijos con su ayudante! ¡Y ni siquiera fingía lo contrario! Y todo era una novedad de esa última hora. Sabía que era una novedad porque, al desaconsejarle la ligadura trompas, era verdad que no pensaba en sí mismo.
—¿Walter? —dijo Lalitha desde la cama.
—Sí, ¿cómo te encuentras? —respondió él, y acudió a su lado.
—Pensaba que iba a vomitar, pero ahora creo que se me ha pasado.
—¡Mejor así!
Ella lo miró con un rápido parpadeo y una tierna sonrisa.
—Gracias por quedarte conmigo.
—Ah, de nada.
—¿Cómo llevas tú la cerveza?
—Ni siquiera lo sé.
Los labios de Lalitha estaban allí mismo, su boca estaba allí mismo, y a Walter le palpitaba el corazón de tal modo que tenía la sensación de que iba a rompérsele la caja torácica. ¡Bésala! ¡Bésala! ¡Bésala!, le decía.
Y de pronto le sonó la BlackBerry. El tono era el canto de la reinita cerúlea.
—Cógelo —le dijo Lalitha.
—Mmm…
—No, cógelo. Estoy bien aquí, en la cama.
La llamada era de Jessica, no era urgente, hablaban a diario. Pero ver su nombre en el visor bastó para apartar a Walter del borde del abismo. Se sentó en la otra cama y contestó.
—Parece que estés andando —dijo Jessica—. ¿Vas con prisas a algún sitio?
—No. En realidad estoy celebrando.
—Por como jadeas, parece que estés en la cinta de un gimnasio.
Le flaqueaba tanto el brazo que apenas podía sostener el teléfono junto al oído. Se tendió de costado y le contó a su hija los acontecimientos de la mañana y sus diversos recelos, respecto a los cuales ella procuró tranquilizarlo. Con el tiempo, Walter había empezado a agradecer el ritmo de sus llamadas diarias. Jessica era la única persona del mundo a quien permitía preguntarle por sus propias cosas antes de asediarla a preguntas sobre su vida; ella cuidaba así de él; era la hija que había heredado su sentido de la responsabilidad. Aunque aún ambicionaba ser escritora, y por entonces trabajaba como ayudante editorial apenas remunerada en Manhattan, tenía una profunda veta ecologista y esperaba convertir los problemas del medio ambiente en el eje de sus futuros escritos. Walter le contó que Richard viajaría a Washington y le preguntó si aún tenía previsto reunirse con ellos el fin de semana, para aportar su valiosa inteligencia juvenil a las conversaciones. Ella aseguró que sí.
—¿Y a ti cómo te ha ido el día? —le preguntó Walter.
—Bah —contestó Jessica—. Mis compañeras de piso siguen aquí, nadie las ha sustituido por arte de magia mientras estaba en la oficina. Tengo ropa apilada en torno a la puerta para que no entre el humo.
—No las dejes fumar dentro de casa. Díselo.
—Ya, pero en la votación ganan por mayoría, ése es el problema. Las dos acaban de empezar. Todavía es posible que entiendan lo estúpido que es y lo dejen. Mientras tanto, contengo la respiración, literalmente.
—¿Y qué tal el trabajo?
—Como siempre. Simon está cada vez más repelente. Parece una fábrica de sebo. Cuando se te acerca a la mesa, después hay que limpiarlo todo. Hoy ha estado merodeando alrededor de la mesa de Emily durante casi una hora, intentando convencerla para que lo acompañe a un partido de los Knicks. Por razones que desconozco, los editores reciben un montón de entradas gratis para toda clase de actos, incluidos los deportivos. Supongo que los Knicks deben de estar desesperados por llenar sus localidades de lujo en estos momentos. Y Emily en plan: ¿cuántos cientos de maneras hay de decir que no? Al final me he acercado y le he preguntado a Simon por su mujer. Ya me entiendes: ¿Tu mujer? ¿Tus tres hijos en Teaneck? ¡Eh, Simon! ¿Y si dejas ya de mirar el escote de Emily?
Walter cerró los ojos y buscó algo que decir.
—¿Papá? ¿Estás ahí?
—Estoy aquí, sí. ¿Qué edad tiene… ese…? ¿Simon?
—No lo sé. Indeterminada. Probablemente no más del doble que Emily. Especulamos sobre si se tiñe el pelo o no. A veces el color parece un poco distinto, de una semana a otra, pero eso podría deberse a la grasa capilar. Por suerte no es jefe directo mío.
De pronto, Walter temió echarse a llorar.
—¿Papá? ¿Estás ahí?
—Sí, sí.
—Es que tu móvil se queda en silencio total cuando no hablas.
—Ya, escucha —dijo él—, me parece fantástico que vengas este fin de semana. Creo que pondremos a Richard en la habitación de invitados. Haremos una reunión larga el sábado y una más corta el domingo. Intenta planificar algo concreto. Lalitha tiene ya unas cuantas ideas muy buenas.
—No lo dudo —contestó Jessica.
—Genial, pues. Hablamos mañana.
—De acuerdo. Te quiero, papá.
—Yo también te quiero, cielo.
Dejó que el teléfono se le cayera de la mano y se quedó llorando un rato, en silencio, sacudiendo la cama barata. No sabía qué hacer, no sabía cómo vivir. Cada cosa nueva con la que se cruzaba en la vida lo impulsaba en una dirección que lo convencía plenamente de que era la correcta, pero de pronto surgía ante él otra cosa nueva y lo impulsaba en la dirección opuesta, que también se le antojaba correcta. No había una línea argumental: se veía a sí mismo como la bola puramente reactiva de una máquina del millón, en un juego cuyo único objetivo era seguir vivo por el mero hecho de seguir vivo. Echar a perder su matrimonio y seguir a Lalitha le había parecido irresistible hasta el momento en que se había visto a sí mismo personificado en el maduro compañero de trabajo de Jessica, como otro americano blanco que consumía en exceso y se creía con derecho a más y más y más: vio el imperialismo romántico presente en el hecho de enamorarse de una mujer joven y asiática, una vez agotadas sus provisiones nacionales. Lo mismo podía decirse de la trayectoria que había seguido durante dos años y medio con la fundación, convencido de la solidez de sus argumentos y la rectitud de su misión, para acabar pensando, esa mañana en Charleston, que no había hecho más que cometer errores garrafales. Y lo mismo podía decirse de la iniciativa de la superpoblación: ¿qué mejor manera había de vivir que acometer el reto más crítico de su época? Un reto que le parecía falso y estéril cuando pensaba en su Lalitha con las trompas ligadas. ¿Cómo vivir?
Estaba enjugándose las lágrimas, serenándose, cuando Lalitha se levantó, se acercó y le apoyó una mano en el hombro. Exhalaba un olor dulzón a dry martini.
—Jefe mío —susurró, acariciándole el hombro—. Eres el mejor jefe del mundo. Eres un hombre extraordinario. Mañana, cuando nos levantemos, todo estará en orden.
Walter asintió, se sorbió la nariz y ahogó un sollozo.
—No te esterilices, por favor —dijo.
—No —contestó ella, acariciándolo—. No lo haré esta noche.
—No hay por qué darse prisas con nada. Todo debe ir más despacio.
—Despacio, despacio, sí. Todo irá despacio.
Si Lalitha lo hubiera besado, Walter le habría devuelto el beso, pero ella se limitó a seguir acariciándole el hombro, y al cabo de un rato él consiguió reconstruir cierta apariencia de su imagen profesional. A Lalitha se la veía triste pero no demasiado decepcionada. Bostezó y se desperezó como una niña soñolienta. Walter la dejó con su sandwich y se fue a la habitación de al lado con su entrecot, que devoró con una ferocidad culpable, cogiéndolo con las manos y despedazándolo con los dientes, manchándose de grasa el mentón. Volvió a pensar en Simon, el compañero seboso y saqueador.
Apaciguado por eso, y por la soledad y la asepsia de la habitación, se lavó la cara y atendió el correo electrónico durante dos horas, mientras Lalitha dormía en su habitación no mancillada y soñaba con… ¿qué? No podía imaginárselo. Pero sí sentía que, al acercarse tanto al borde del abismo y luego retirarse tan torpemente, se habían vacunado contra el peligro de volver a acercarse tanto. Y eso ahora le parecía bien. Y era así como él sabía vivir: con disciplina y abnegación. Encontraba consuelo en el largo tiempo que transcurriría hasta que volvieran a viajar juntos.
Cynthia, la encargada de prensa, le había enviado en un mensaje la redacción final del comunicado completo y del anuncio preliminar que saldría a la luz a las doce del día siguiente, en cuanto se hubiera iniciado la demolición de Forster Hollow. También encontró una nota lacónica y descontenta de Eduardo Soquel, el representante de la fundación en Colombia, confirmando que estaba dispuesto a perderse la «quinceañera» de su hija mayor el domingo y viajar a Washington. Walter necesitaba a Soquel a su lado en la rueda de prensa del lunes, para hacer hincapié en el carácter panamericano del parque y poner de relieve los éxitos de la fundación en Sudamérica.
No era raro mantener en secreto los grandes acuerdos para la conservación de tierras hasta que se cerraran, pero eran pocos los acuerdos que contenían una bomba de la magnitud de las 5.500 hectáreas de bosque asignadas a la ECA. A finales de 2002, cuando Walter no había hecho más que insinuar a la comunidad ecologista local que tal vez la fundación permitiera la ECA en su reserva de la reinita, Jocelyn Zorn puso sobre aviso a todos los periodistas anti-carbón de Virginia Occidental. El resultado fue un revuelo de artículos desfavorables, y Walter llegó a la conclusión de que, sencillamente, no podía permitirse sacarlo todo a la luz pública. El reloj avanzaba: no había tiempo para la lenta labor de educar a la gente y formar su opinión. Era mejor mantener ocultas las negociaciones con Nardone y Blasco, mejor permitir que Lalitha convenciera a Coyle Mathis y sus vecinos de que firmaran acuerdos de confidencialidad, y esperar a que todo fueran hechos consumados. Pero ahora había llegado la hora de la verdad, la maquinaria pesada estaba ya en marcha. Walter sabía que debía salir en defensa de la noticia y presentarla a su manera, como una «historia de éxito», el éxito de una recuperación basada en estudios científicos y un reasentamiento compasivo. Y sin embargo, cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que la prensa iba a crucificarlo por el asunto de la ECA. Posiblemente tendría que pasarse semanas dedicándose exclusivamente a apagar fuegos. Y entretanto el reloj corría también para su iniciativa con respecto a la superpoblación, que era lo único que de verdad le preocupaba ahora.
Después de releer con profunda inquietud el comunicado de prensa, consultó la bandeja de entrada de su correo por última vez y encontró un nuevo mensaje, de caperville@nytimes.com:
«Hola, señor Berglund:
Me llamo Dan Caperville y estoy preparando un artículo sobre la conservación de tierras en los Apalaches. Tengo entendido que la Fundación Monte Cerúleo acaba de cerrar un acuerdo para la preservación de una amplia parcela de bosque en el condado de Wyoming, Virginia Occidental. Me encantaría hablar de eso con usted en cuanto le sea posible…».
Pero ¿qué coño…? ¿Cómo se había enterado ya el Times de la firma de esa mañana? En sus circunstancias presentes, Walter se hallaba en tan pésimas condiciones para reflexionar sobre ese mensaje que redactó de inmediato la respuesta y la envió sin concederse un momento para recapitular:
«Apreciado señor Caperville:
¡Gracias por su interés! Sería un placer para mí hablar con usted sobre las apasionantes actividades que la fundación tiene previstas. De hecho, voy a conceder una rueda de prensa el lunes próximo por la mañana en Washington con intención de anunciar una destacada y apasionante nueva iniciativa medioambiental a la que espero que pueda usted asistir. En consideración a la importancia de su periódico, puedo adelantarle asimismo una copia de nuestro comunicado de prensa el domingo por la tarde. Si le es posible hablar conmigo el lunes por la mañana a primera hora, antes de la rueda de prensa, quizá yo también consiga encontrar un hueco.
Estaré encantado de colaborar con usted,
Walter E. Berglund
Director ejecutivo, Fundación Monte Cerúleo»
Les mandó copia de todo a Cynthia y Lalitha, con el comentario ¿Qué coño es esto?, y luego se paseó por la habitación agitado, pensando en lo bien que le sentaría una segunda cerveza en ese momento. (Una cerveza en cuarenta y siete años, y ya se sentía como un adicto). Así las cosas, lo acertado sería probablemente despertar a Lalitha, volver a Charleston, coger el primer vuelo de la mañana siguiente, adelantar la rueda de prensa al viernes y salir en defensa de la noticia. Pero parecía que el mundo, ese mundo acelerado y enloquecedor, conspiraba para privarlo de las dos únicas cosas que de verdad deseaba ahora. Después de verse ya privado de besar a Lalitha, quería al menos pasar el fin de semana planeando la iniciativa sobre la superpoblación con ella, Jessica y Richard, antes de afrontar el lío de Virginia Occidental.
A las diez y media, paseándose aún por la habitación, su sensación de privación y angustia y autocompasión era tal que telefoneó a Patty. Deseaba que se le reconociera algún mérito por su fidelidad, o quizá sólo deseaba volcar algo de ira en una persona querida.
—Ah, hola —dijo Patty—. No esperaba saber de ti. ¿Va todo bien?
—Va todo fatal.
—¡Pues no me extraña! No es fácil decir que no cuando quieres decir que sí, ¿verdad?
—Por Dios, no empieces —contestó él—. Te lo ruego, por lo que más quieras, no empieces con eso esta noche.
—Lo siento. Sólo pretendía ser comprensiva.
—Lo que tengo entre manos es un problema profesional, Patty, no una simple pequeñez personal relacionada con las emociones, lo creas o no. Es una dificultad profesional grave y no me vendrían mal unas palabras de apoyo. Esta mañana, algún asistente a la reunión le ha filtrado algo a la prensa, y tengo que salir en defensa de una noticia de la que ni siquiera sé si quiero salir en defensa, porque empiezo a tener la sensación de que la he pifiado, de que lo único que he conseguido es entregar cinco mil quinientas hectáreas para que las dinamiten hasta reducirlas a un paisaje lunar, y ahora hay que informar al mundo y ya ni siquiera me interesa el proyecto.
—Ya, bueno —dijo Patty—, la verdad es que eso del paisaje lunar suena fatal.
—¡Gracias! ¡Gracias por animarme!
—Precisamente esta mañana he leído un artículo sobre eso en el Times.
—¿Hoy?
—Sí, de hecho mencionaban a tu reinita, y lo mucho que la perjudicaba la explotación a cielo abierto.
—¡No me lo puedo creer! ¿Hoy?
—Sí, hoy.
—¡Joder! Alguien debe de haber visto la noticia en el periódico de hoy y después ha telefoneado al periodista con la filtración. Acabo de saber de él hace media hora.
—Bueno, en cualquier caso estoy segura de que sabes lo que haces —dijo Patty—, aunque eso de la explotación a cielo abierto suena francamente mal.
Walter se apretó la frente, sintiéndose otra vez al borde del llanto. Apenas podía creer que estuviera oyendo eso de labios de su mujer, en ese momento, precisamente en un día como aquél.
—¿Desde cuándo eres tan aficionada al Times? —preguntó.
—Sólo he dicho que suena bastante mal. Ni siquiera parece que nadie ponga en duda lo malo que es.
—Eres la misma persona que se reía de su madre por creerse todo lo que leía en el Times.
—¡Ja, ja, ja! ¿Ahora soy mi madre? Como no me gusta la explotación a cielo abierto, ¿de pronto me convierto en Joyce?
—Sólo digo que el asunto tiene otros enfoques.
—Crees que deberíamos quemar más carbón. Facilitar las cosas para quemar más carbón. A pesar del calentamiento global.
Walter se tapó los ojos con la mano y se los apretó hasta que le dolieron.
—¿Quieres que te explique la razón? ¿Tengo que hacerlo?
—Si quieres.
—Vamos camino de una catástrofe, Patty. Vamos camino de un desmoronamiento total.
—Bueno, eso a mí, y sinceramente no sé a ti, digamos que empieza a parecerme un alivio.
—¡No hablo de nosotros!
—¡Ja, ja, ja! La verdad es que no lo he captado. No he entendido a qué te referías, en serio.
—Me refería a que, en algún momento, la población mundial y el consumo de energía van a tener que reducirse drásticamente. Incluso ahora hemos dejado de ser sostenibles en gran medida. En cuanto se produzca el desmoronamiento, surgirá una oportunidad para que los ecosistemas se recuperen, pero sólo si queda algo de naturaleza. La cuestión es, pues, qué proporción del planeta se destruye antes del desmoronamiento. ¿Lo agotamos por completo, talamos todos los árboles y dejamos estériles todos los mares, y luego nos desmoronamos? ¿O sobrevivirá algún bastión intacto?
—En cualquier caso, para entonces tú y yo ya estaremos muertos hará tiempo —dijo Patty.
—Pues antes de morir pretendo crear un bastión. Un refugio. Algo que ayude a un par de ecosistemas a superar el punto crítico. En eso consiste el proyecto en su totalidad.
—O sea —persistió ella—, como que habrá una epidemia mundial y se formará una cola larguísima para el Tamiflu, o el Cipro, y gracias a ti seremos las dos últimas personas de la cola. «Ah, lo siento, chicos, maldita sea, se nos ha acabado hace un momento». Entonces seremos amables y corteses y complacientes, y nos moriremos.
—El calentamiento global es una gran amenaza —afirmó Walter, negándose a morder el anzuelo—, pero sigue sin ser tan grave como los residuos radioactivos. Resulta que las especies pueden adaptarse mucho más rápido de lo que creíamos. Si el cambio climático se produce a lo largo de cien años, un ecosistema frágil tiene la posibilidad de resistir. Pero cuando un reactor revienta, todo se jode de inmediato y sigue jodido durante los próximos cinco mil años.
—Así que viva el carbón. Quememos más carbón. Hurra, hurra.
—Es complicado, Patty. El panorama se complica cuando contemplas las alternativas. La energía nuclear es una catástrofe asegurada a la espera de suceder en cualquier momento. Hay cero posibilidades de que los ecosistemas se recuperen de una catástrofe. Todo el mundo habla de la energía eólica, pero el viento tampoco es ninguna maravilla. Esa idiota de Jocelyn Zorn tiene un folleto que muestra las dos opciones… las dos únicas opciones, cabe suponer. La ilustración A muestra un paisaje desértico devastado, posterior a la ECA; la ilustración B muestra diez molinos de viento en un paisaje montañoso inmaculado. ¿Y cuál es el fallo de esa ilustración? El fallo es que hay sólo diez molinos. Cuando en realidad se necesitan diez mil molinos. Se necesitan turbinas en las cimas de todas las montañas de Virginia Occidental. Imagina que eres un ave migratoria e intentas atravesar eso volando. Y si cubres todo el estado de molinos, ¿crees que seguirá siendo una atracción turística? Y además, para competir con el carbón, esos molinos deben funcionar eternamente. Dentro de cien años, esas monstruosidades seguirán ofendiendo a la vista, rebanando las pocas aves que queden. En tanto que el yacimiento de una mina a cielo abierto, dentro de cien años, si recuperas el terreno debidamente, tal vez no sea perfecto, pero sí será un valioso bosque maduro.
—Y tú eso lo sabes y el periódico no —dijo Patty.
—Exacto.
—Y no cabe ninguna posibilidad de que te equivoques.
—No en cuanto al carbón comparado con las energías eólica o nuclear.
—Pues quizá si explicas todo eso, tal como acabas de explicármelo a mí, la gente lo crea y no tengas ningún problema.
—¿Tú lo crees?
—No tengo todos los datos.
—Pero ¡yo sí tengo los datos, y te los estoy dando! ¿Por qué no me crees? ¿Por qué no me animas?
—Creía que eso era tarea de Cara Bonita. Estoy un poco desentrenada desde que esa función la asumió ella. Además, ella lo hace mucho mejor.
Walter puso fin a la conversación antes de que se torciera aún más. Apagó todas las luces y se preparó para acostarse bajo el resplandor del aparcamiento que entraba por las ventanas. La oscuridad era el único alivio disponible para su estado de desdicha en carne viva. Corrió las cortinas opacas, pero seguía filtrándose luz por debajo, así que retiró las almohadas y la colcha de la cama libre y las usó para impedir su paso en la medida de lo posible. Se puso un antifaz de dormir y se tendió con una almohada encima de la cara, pero incluso así, por más que se reacomodase el antifaz, una ligera insinuación de fotones extraviados chocaba aún contra sus párpados firmemente cerrados, la oscuridad no era del todo perfecta.
Su mujer y él se querían y se causaban dolor mutuamente a diario. Todo lo demás que hacía en la vida, incluso su deseo por Lalitha, se reducía a poco más que una huida de esa circunstancia. Patty y él no podían vivir juntos ni concebían la posibilidad de vivir separados. Cada vez que pensaba que habían llegado al insoportable punto de ruptura, resultaba que aún podían continuar sin romper.
El verano anterior, una noche de tormenta en Washington, se dispuso a tachar una de las tareas pendientes en su lista personal desalentadoramente larga abriendo una cuenta bancaria online, cosa que venía proponiéndose desde hacía años. Desde el traslado a Washington, Patty asumía cada vez menos parte de su carga en las responsabilidades de la casa y ya ni siquiera se ocupaba de la compra, pero sí seguía pagando las facturas y llevaba las cuentas familiares. Walter nunca había examinado los extractos de la cuenta corriente hasta que, después de cuarenta y cinco minutos de frustración con el software del banco, las cifras aparecieron en la pantalla de su ordenador. Cuando vio la extraña pauta de retiradas de efectivo mensuales por valor de quinientos dólares, lo primero que pensó fue que algún hacker había estado robándoles desde Nigeria o Moscú. Pero por fuerza Patty se habría dado cuenta, ¿o no?
Subió a la pequeña habitación de Patty, donde ella charlaba animadamente por teléfono con una de sus antiguas amigas del baloncesto —aún prodigaba risas e ingenio a las personas de su vida que no eran Walter—, y le dio a entender que no iba a marcharse hasta que colgara.
—Necesitaba efectivo —dijo ella cuando él le enseñó el listado con los movimientos de cuenta—. Usé unos cuantos cheques para sacar dinero.
—¿Quinientos al mes? ¿Casi a finales de cada mes?
—Es cuando saco el dinero del banco.
—No, tú sacas doscientos dólares cada dos semanas. Sé cómo son tus retiradas de dinero. Y aquí también hay una comisión por un cheque certificado. ¿El quince de mayo?
—Sí.
—Eso parece un cheque certificado, no una simple retirada en efectivo.
Allá por el Observatorio Naval, más o menos donde vivía Dick Cheney, los truenos resonaban en un cielo vespertino del color de las aguas del Potomac. Patty, en su pequeño sofá, se cruzó de brazos en un gesto de desafío.
—¡Vale! —dijo—. ¡Me has pillado! Joey necesitaba pagar por adelantado el alquiler de todo el verano. Lo devolverá cuando lo gane, pero no disponía de dinero en ese momento.
Por segundo verano consecutivo Joey trabajaba en Washington sin vivir en casa. Su rechazo de la ayuda y la hospitalidad de sus padres era ya de por sí suficiente motivo de irritación para Walter, pero más grave aún era la identidad de quien le proporcionaba el trabajo de verano: una pequeña empresa corrupta —financiada (aunque eso todavía no le importaba mucho a Walter) por los amigos de Vin Haven en LBI— que acababa de crearse y había ganado, sin concurso previo, la contrata para la privatización de la industria panificadora en el Iraq recién liberado. Walter y Joey ya habían tenido su gran pelea por eso unas semanas antes, el Cuatro de Julio, cuando Joey fue a casa de sus padres para un picnic y, muy tardíamente, dio a conocer sus planes para el verano. Walter perdió el control, Patty corrió a esconderse en su habitación, y Joey se quedó allí sentado, luciendo su sonrisita republicana. Su sonrisita de Wall Street. Como si tolerase al paleto y estúpido de su padre, con sus principios chapados a la antigua; como si él ya supiera lo que hacía.
—Pues aquí dispone de una habitación más que apta —dijo Walter—, pero eso a él no le basta. No sería lo bastante adulto. No molaría. ¡Tal vez incluso tendría que ir al trabajo en autobús! ¡Con la gente corriente!
—Tiene que conservar la residencia en Virginia, Walter. Y lo devolverá, ¿vale? Sabía lo que dirías si te lo preguntaba, así que lo hice sin decírtelo. Si no quieres que tome mis propias decisiones, confisca el talonario. Retírame la tarjeta de crédito. Acudiré a ti a mendigarte el dinero cada vez que lo necesite.
—¡Cada mes! ¡Has estado enviándole dinero cada mes! ¡Al Hombre Independiente!
—Estoy prestándole dinero, ¿vale? Sus amigos, en general, tienen recursos ilimitados. Él es muy austero, pero si va a relacionarse con esa gente y estar en ese mundo…
—Ese gran mundo de las fraternidades, lleno de lo mejorcito…
—Tiene un proyecto. Tiene un proyecto y quiere impresionarte.
—¡Ahora me entero!
—Lo destina todo a ropa y vida social —dijo Patty—. Se paga él mismo los estudios, se paga la habitación y la comida, y tal vez si fueras capaz de perdonarle por no ser una réplica de ti en todos los sentidos, verías lo mucho que os parecéis. Tú te mantenías exactamente igual que él cuando tenías su edad.
—Ya, sólo que yo llevé los mismos tres pantalones de pana durante los cuatro años de universidad, y no salía de bares cinco noches a la semana, y desde luego no recibía dinero de mi madre.
—Mira, Walter, ahora el mundo es muy distinto. Y quizá, sólo quizá, él sabe mejor que tú lo que hay que hacer para salir adelante en un mundo así.
—Trabajar para un contratista del sector de la defensa, pillar una mierda cada noche con los republicanos de la fraternidad. ¿De verdad es ésa la única manera de salir adelante? ¿Es ésa la única opción?
—Tú no te haces cargo de lo asustados que están esos chicos. Viven sometidos a una gran presión. Por eso les gusta tanto irse de juerga… ¿Y qué?
El aire acondicionado de la vieja mansión no podía con la humedad insuflada desde el exterior. Los truenos empezaban a ser incesantes y omnidireccionales; las ramas del peral ornamental frente a la ventana se sacudían como si alguien trepara por él. A Walter le resbalaba el sudor por todas las zonas del cuerpo que no estaban en contacto directo con la ropa.
—Resulta interesante verte defender de pronto a los jóvenes —dijo—, teniendo en cuenta que por lo general eres tan…
—Estoy defendiendo a tu hijo —replicó ella—. Que, por si no te has dado cuenta, no es uno de esos descerebrados que van por la vida en chanclas. Es, con diferencia, más interesante que…
—¡Me cuesta creer que hayas estado mandándole dinero para ir de copas! ¿Sabes a qué es comparable eso exactamente? Es comparable a las ayudas estatales a las empresas. Todas esas empresas que presuntamente operan en el mercado libre pero viven de la teta del gobierno federal. «Tenemos que restringir la intervención del gobierno, no queremos normativas, no queremos impuestos, pero… ah, por cierto…».
—Aquí nadie vive de la teta de nadie, Walter —respondió Patty con saña.
—Hablaba en términos metafóricos.
—Pues te diré que has elegido una metáfora interesante.
—Pues la he elegido con sumo cuidado. Todas esas empresas que se las dan de adultas y partidarias del libre mercado cuando en realidad no son más que niños grandes devorando el presupuesto federal mientras los demás se mueren de hambre. Año tras año se recorta el presupuesto de la Agencia para la Protección de la Fauna, un cinco por ciento anual. Si vas a sus oficinas locales, ahora son oficinas fantasma. No queda personal, no queda dinero para la adquisición de tierras, no…
—Ay, la preciada fauna…
—A MÍ ME IMPORTA. ¿Es que no puedes entenderlo? ¿Es que no puedes respetarlo? Si no puedes respetar eso, ¿para qué vives conmigo? ¿Por qué no te vas y punto?
—Porque irse no es la solución. Dios mío, ¿te crees que no se me ha pasado por la cabeza? ¿Coger mis grandes aptitudes y experiencia laboral y mi gran cuerpo de mediana edad y salir al mercado abierto? Me parece maravilloso lo que haces por tu reinita, la verdad…
—Y una mierda.
—Bueno, vale, no tengo un interés personal, pero…
—¿Y a ti qué te interesa? No te interesa nada. Te quedas sentada de brazos cruzados sin hacer nada de nada de nada de nada, a diario, y no lo soporto. Si salieras en serio a buscar trabajo y te ganaras un sueldo de verdad, o si hicieras algo por otro ser humano, en lugar de quedarte aquí sentada en tu habitación, compadeciéndote, quizá te sentirías menos inútil, eso es lo que digo.
—Muy bien, cariño, pero nadie está dispuesto a pagarme ciento ochenta mil al año por salvar reinitas. Es un buen trabajo si lo consigues. Pero yo no voy a conseguirlo. ¿Quieres que prepare frappuccinos en un Starbucks? ¿Crees que pasando ocho horas al día en un Starbucks voy a sentirme útil?
—¡A lo mejor sí! ¡Si al menos lo intentaras! ¡Cosa que no has hecho nunca, en toda tu vida!
—¡Ah, por fin ha salido! ¡Por fin vamos a alguna parte!
—No debería haber permitido que te quedaras en casa. Ése fue el error. No entiendo por qué tus padres no te obligaron a buscar trabajo, pero…
—¡He trabajado! Maldita sea, Walter. —Trató de asestarle un puntapié y por poco no le alcanzó en la rodilla—. Me pasé todo un verano espantoso trabajando para mi padre. Y luego tú mismo me viste en la universidad, sabes que soy capaz de hacerlo. Allí trabajé dos años enteros. Seguí incluso cuando estaba embarazada de ocho meses.
—Andabas de aquí para allá con Treadwell, tomando café y viendo partidos grabados. Eso no es un trabajo, Patty. Es un favor de personas que te quieren. Primero trabajaste para tu padre, luego trabajaste para tus amigas en el Departamento de Educación Física.
—¿Y las dieciséis horas diarias en casa durante veinte años? ¿Sin remuneración? ¿Eso no cuenta? ¿Eso fue también sólo un «favor»? ¿Criar a tus hijos? ¿Trabajar en tu casa?
—Eso era lo que querías.
—¿Y tú no?
—Por ti. Yo lo quería por ti.
—Y una mierda, una mierda, una mierda. También lo querías por ti. Competías con Richard continuamente, y tú lo sabes. La única razón por la que no lo recuerdas ahora es que no te ha salido muy bien. Ya no vas ganando.
—Aquí no se trata de ganar.
—¡Mentira! Eres tan competitivo como yo, sólo que tú no lo admites. Por eso no me dejas en paz. Por eso tengo que encontrar ese preciado trabajo. Porque yo te hago quedar como un perdedor.
—No puedo seguir escuchando esto. Esto es una realidad alternativa.
—Bueno, como quieras, no escuches, pero sigo en tu equipo. Y, lo creas o no, sigo queriendo que ganes. Si ayudo a Joey es porque es de nuestro equipo, y a ti también te ayudaré. Mañana voy a salir, por ti, y voy a…
—Por mí no.
—¡SÍ, POR TI! ¿Es que no lo entiendes? Yo no hago nada por mí. No creo en nada. No tengo fe en nada. Lo único que tengo es el equipo. Y buscaré algún trabajo por ti. Y así podrás dejarme en paz de una vez, y permitirme mandar a Joey todo el dinero que gane. Ya no me verás tanto: no tendrás que estar tan disgustado.
—No estoy disgustado.
—Pues eso escapa a mi comprensión.
—Y no tienes que buscar trabajo si no quieres.
—¡Sí que quiero! Eso está bastante claro, ¿no? Tú lo has dejado bastante claro.
—No. No tienes que hacer nada. Basta con que seas otra vez mi Patty. Basta con que vuelvas a mí.
Entonces ella se echó a llorar torrencialmente, y él se tumbó a su lado. Las peleas se habían convertido en su portal de acceso al sexo, ya casi el único camino por el que llegaban. Mientras la lluvia azotaba y el cielo relampagueaba, él intentó infundirle autoestima y deseo, intentó transmitirle lo mucho que necesitaba que fuera ella la persona en quien él pudiera concentrar sus atenciones. Nunca acababa de surtir efecto, y sin embargo, cuando terminaban, seguían unos minutos en que permanecían tendidos y abrazados en la silenciosa majestuosidad de un largo matrimonio, se olvidaban de sí mismos en la tristeza compartida y el perdón por todo el daño que se habían causado mutuamente, y descansaban.
A la mañana siguiente Patty salió a buscar trabajo. Al cabo de apenas dos horas regresó y entró animosamente en el despacho de Walter, en el «invernadero» acristalado de la mansión, para anunciar que el República de la Salud del barrio la había contratado como recepcionista.
—No lo veo claro —dijo Walter.
—¿Cómo? ¿Por qué no? Es literalmente el único lugar de Georgetown que no me avergüenza ni me hace sentir mal. ¡Y tenían una vacante! Ha sido un golpe de suerte.
—Dado tu talento, un trabajo de recepcionista no me parece apropiado.
—¿Apropiado para quién?
—Para la gente que pueda verte.
—¿Y qué gente es ésa?
—No lo sé. Gente a la que yo podría pedir dinero, o respaldo legislativo, o ayuda legal.
—Dios mío. ¿Te oyes a ti mismo? ¿Has oído lo que acabas de decir?
—Oye, procuro ser sincero contigo. No me castigues por ser sincero.
—Te castigo por lo que hay detrás de eso, Walter, no por tu sinceridad. ¡Desde luego! «No me parece apropiado». ¡Hay que ver!
—Estoy diciendo que eres demasiado lista para un empleo de bajo nivel en un gimnasio.
—No, estás diciendo que soy demasiado mayor. No tendrías inconveniente en que Jessica trabajara allí en verano.
—La verdad es que me decepcionaría si ésa fuera su única aspiración para el verano.
—Vaya por Dios. Está claro que llevo las de perder. «Cualquier trabajo es mejor que no tener trabajo, o… pero no, perdona, un momento, el trabajo que de verdad quieres y para el que estás preparada no es mejor que no tener trabajo».
—Bueno, de acuerdo. Cógelo. Me da igual.
—¡Gracias por tu indiferencia!
—Sólo pienso que eso está muy por debajo de tus posibilidades.
—Bueno, puede que sea sólo temporal —señaló Patty—. Quizá me saque la licencia de agente inmobiliario, como hacen por aquí todas las esposas sin opción real de trabajar, y me dedique a vender minúsculas casas antiguas con el suelo torcido por dos millones de dólares. «En 1962, en este mismo cuarto de baño, Hubert Humphrey tuvo una gran evacuación de vientre y, en reconocimiento de esta histórica evacuación, la casa fue declarada Patrimonio Nacional, lo que explica que los propietarios exijan el plus de cien mil dólares. Además, detrás de la ventana de la cocina hay una azalea pequeña pero muy bonita». Puedo empezar a vestir de rosa o de verde y a ponerme una gabardina Burberrys. Y me compraré un SUV Lexus con mi primera comisión importante. Será mucho más apropiado.
—He dicho que de acuerdo.
—¡Gracias, cariño! ¡Gracias por permitirme aceptar el trabajo que quiero!
Walter la observó salir airadamente y detenerse ante el escritorio de Lalitha.
—Hola, Lalitha —dijo—, acabo de conseguir un empleo. Voy a trabajar en mi gimnasio.
—Qué bien. A ti te gusta ese gimnasio.
—Sí, pero Walter lo considera inapropiado. ¿Tú qué opinas?
—Yo opino que cualquier trabajo honrado da dignidad a un ser humano.
—Patty —dijo Walter, levantando la voz—. He dicho que de acuerdo.
—¿Lo ves? Ahora ha cambiado de opinión —le dijo ella a Lalitha—. Antes decía que era inapropiado.
—Sí, ya lo he oído.
—Claro, ja, ja, ja. Seguro que lo has oído. Pero es importante fingir lo contrario, ¿no?
—No dejes la puerta abierta si no quieres que te oigan —respondió Lalitha con frialdad.
—Todos tenemos que hacer un gran esfuerzo por fingir.
Ser recepcionista en el República de la Salud produjo en el ánimo de Patty todos los efectos que Walter esperaba de un trabajo. Todos y, por desgracia, alguno más. En apariencia, la depresión se le pasó de inmediato, pero eso sólo indicaba lo engañosa que era la palabra «depresión», porque Walter estaba convencido de que su infelicidad y su rabia y su desesperación de antes seguían presentes bajo aquella nueva manera de ser alegre y falsamente segura. Por las mañanas no salía de su habitación; hacía el turno de tarde en el gimnasio y no llegaba a casa hasta después de las diez. Empezó a leer revistas de belleza y salud y a maquillarse los ojos de manera ostensible. Los pantalones de chándal y los vaqueros anchos que venía poniéndose en Washington, el tipo de ropa holgada que los enfermos mentales llevaban a todas horas, dieron paso a vaqueros más ajustados que costaban una pasta.
—Estás estupenda —comentó Walter una noche, procurando mostrarse amable.
—Bueno, ahora que tengo ingresos —respondió ella—, necesito algo en que gastarlos, ¿no?
—También podrías hacer donaciones a la Fundación Monte Cerúleo.
—¡Ja, ja, ja!
—Estamos muy necesitados.
—Me lo estoy pasando bien, Walter. Sólo es una pequeña diversión.
Pero la verdad era que no parecía divertirse. Parecía decidida a hacerle daño, o a fastidiarlo, o a demostrar algo. El propio Walter empezó a ir al República de la Salud, utilizando un montón de pases gratuitos que ella le había dado, y lo inquietaba la intensidad de la cordialidad que Patty prodigaba a los socios cuyos carnets pasaba por el escáner. Llevaba camisetas del República de manga muy corta con provocativos eslóganes (EMPUJA, SUDA, LEVANTA) que ponían de relieve sus bíceps bellamente tonificados. Los ojos le brillaban como a un consumidor de speed, y su risa, que siempre había fascinado a Walter, sonaba falsa y siniestra cuando él oía el eco a sus espaldas en el vestíbulo del gimnasio. Ahora la concedía a todo el mundo, la concedía indiscriminadamente, despojada de sentido, a todo socio que entrase por la puerta de Wisconsin Avenue. Y de pronto, un día, en casa, vio un folleto sobre el aumento de pecho en el escritorio de Patty.
—Dios mío —dijo, examinándolo—. Esto es indecente.
—En realidad es un folleto médico.
—Es un folleto sobre la enfermedad mental, Patty. Parece una guía para aprender a estar aún peor de la cabeza.
—Pues perdona, pero he pensado que quizá no estaría mal, para lo poco que me queda de relativa juventud, tener un poco de pecho de verdad. Ver cómo sería.
—Ya tienes pecho. Me encanta tu pecho.
—Bueno, muy amable, querido, pero el caso es que la decisión no te corresponde a ti, porque no es tu cuerpo, es el mío. ¿No es eso lo que siempre has dicho? El feminista de la familia eres tú.
—¿Por qué haces esto? No entiendo qué estás haciéndote a ti misma.
—Pues si no te gusta, quizá deberías irte y punto. ¿Te lo has planteado? Resolvería todo el problema… digamos que al instante.
—Pues eso no va a ocurrir, así que…
—¡YA SÉ QUE NO VA A OCURRIR!
—Eh, eh, eh…
—Así que bien puedo emplear mi dinero en agrandarme un poco las tetas, para ayudarme a ir pasando los años y tener un motivo para ahorrar, sólo digo eso. No estoy pensando en unas tetas grotescamente grandes. Puede que incluso descubras que te gustan. ¿Te has parado a pensarlo?
A Walter le asustaba la toxicidad a largo plazo que estaban generando con sus peleas. Sentía que anegaba su matrimonio como los residuos de carbón inundaban los estanques en los valles de los Apalaches. Donde existían importantes depósitos de carbón, como en el condado de Wyoming, las compañías mineras construían plantas de procesamiento al lado mismo de las minas y empleaban el agua del torrente más cercano para lavar el carbón. El agua contaminada se recogía en grandes estanques de residuos tóxicos, y a Walter había llegado a preocuparle tanto la posibilidad de encontrar residuos embalsados en medio del Parque de la Reinita que había encargado a Lalitha la tarea de enseñarle a no preocuparse tanto al respecto. No había sido una tarea fácil, ya que resultaba imposible soslayar el hecho de que cuando se extraía carbón también se desenterraban perniciosas sustancias químicas como el arsénico y el cadmio que habían permanecido a buen recaudo bajo tierra durante millones de años. Cabía la posibilidad de verter el veneno otra vez en minas subterráneas abandonadas, pero tendía a filtrarse hacia la capa freática y acababa en el agua destinada al consumo. Realmente, se parecía mucho al pozo de mierda que se revolvía cuando un matrimonio se peleaba: una vez dichas ciertas cosas, ¿cómo podían olvidarse? Lalitha consiguió llevar a cabo investigaciones suficientes para asegurarle a Walter que, si los residuos se aislaban con cuidado y se guardaban debidamente, al final se desecaban y era posible cubrirlos con roca triturada y mantillo y hacer como si no existieran. Esa idea se había convertido en el evangelio del estanque de residuos, y era lo que Walter tenía la firme determinación de difundir en Virginia Occidental. Creía en él igual que creía en los bastiones ecológicos y la recuperación científica de la tierra, porque tenía que creer en él, a causa de Patty. Pero ahora, mientras yacía e intentaba conciliar el sueño en el hostil colchón del Days Inn, entre las ásperas sábanas del Days Inn, se preguntaba si todo aquello era verdad…
Debió de adormilarse en algún momento, porque cuando sonó el despertador, a las 3.40, se sintió arrancado cruelmente de la inconsciencia. Tenía por delante otras dieciocho horas de temor e ira en estado de vigilia. Lalitha llamó a su puerta a las cuatro en punto, fresca como una rosa con sus informales vaqueros y calzado de montaña.
—¡Me encuentro fatal! —dijo—. ¿Y tú?
—También. Tú al menos no lo aparentas, yo sí.
Durante la noche, la lluvia había cesado, dando paso a una niebla densa con olor a sur que mojaba casi igual. Durante el desayuno, en una cafetería de camioneros al otro lado de la carretera, Walter le comentó a Lalitha el mensaje enviado por Dan Caperville del Times.
—¿Quieres volver a casa? —preguntó ella—. ¿Adelantamos la rueda de prensa a mañana?
—Le dije a Caperville que será el lunes.
—Puedes decirle que la has cambiado de día. Quítatela de encima, y así tendremos el fin de semana libre.
Pero Walter estaba tan tremendamente agotado que no se veía capaz de dar una rueda de prensa a la mañana siguiente. Allí sentado, sufrió en silencio mientras Lalitha, haciendo lo que él no se había atrevido a hacer la noche anterior, leía el artículo del Times en su BlackBerry.
—Son sólo doce párrafos —dijo—. No es tan grave.
—Supongo que por eso no lo vio nadie más y tuve que enterarme por mi mujer.
—Así que anoche hablaste con ella.
Lalitha parecía dar a entender algo con ese comentario, pero él, cansado como estaba, fue incapaz de interpretarlo.
—Me pregunto quién lo ha filtrado —dijo—. Y qué se ha filtrado.
—Puede que lo filtrara tu mujer.
—Ya. —Walter se echó a reír y advirtió la expresión de severidad en el rostro de Lalitha—. Ella no haría una cosa así. Aunque solo sea porque no le importa tanto como para eso.
—Mmm.
Lalitha dio un bocado y echó una ojeada al comedor con la misma expresión de severidad y pesar. Esa mañana tenía desde luego sobrados motivos para estar molesta con Patty, y con Walter. Para sentirse rechazada y sola. Y ésos fueron los primeros instantes en que él percibió algo parecido a la frialdad en ella; y fueron espantosos. Lo que él nunca había entendido sobre los hombres en su situación, en todos los libros que había leído y las películas que había visto, ahora lo veía con mayor claridad: no se podía esperar un amor sin reservas si no se correspondía a él en algún momento. Al simple hecho de ser bueno no se le concedía el menor mérito.
—Lo único que quiero es celebrar nuestra reunión este fin de semana —dijo él—. Si dispongo de dos días para trabajar en la superpoblación, puedo enfrentarme a cualquier cosa el lunes.
Lalitha se acabó el desayuno sin hablarle. Walter también se obligó a comer parte del suyo y salieron a la oscura madrugada contaminada por las luces de la calle. En el coche de alquiler, Lalitha ajustó el asiento y los retrovisores, que él había cambiado de posición la noche anterior. Mientras ella cruzaba el brazo ante el cuerpo para abrocharse el cinturón, Walter, torpemente, la cogió por el cuello y la acercó a él. Se miraron intensamente a los ojos bajo la luz de la farola del arcén.
—Me es imposible aguantar cinco minutos sin tenerte a mi lado —dijo—. Ni cinco minutos. ¿Lo entiendes?
Tras una breve reflexión, ella asintió. Acto seguido, soltando el cinturón, apoyó las manos en los hombros de Walter, le dio un solemne beso y se echó atrás para calibrar su efecto. Walter tuvo la sensación de haber hecho cuanto estaba a su alcance y no poder ir más allá de eso por propia iniciativa. Se limitó a esperar mientras ella, con un infantil ceño de concentración, le quitó las gafas, las dejó en el salpicadero, le rodeó la cabeza con las manos y rozó con su pequeña nariz la de él. Por un momento, Walter se inquietó por lo mucho que se parecía su cara a la de Patty en esa proximidad extrema, pero sólo tuvo que cerrar los ojos y besarla, y pasó a ser Lalitha en estado puro: sus labios suaves, su boca dulce como un melocotón, su cabeza cálida y arrebatada bajo el pelo sedoso. Trató de vencer la resistencia causada por lo mal que le parecía besar a alguien tan joven. Sentía la juventud de ella como una especie de fragilidad en sus manos y experimentó alivio cuando Lalitha volvió a echarse atrás para mirarlo, con los ojos brillantes. Creyó que en ese momento tocaba decir algo a modo de reconocimiento, pero no podía dejar de mirarla, y por lo visto ella lo interpretó como una invitación a pasar como pudo por encima del cambio de marchas y sentarse, incómoda, a horcajadas sobre él en el asiento, para que pudiera rodearla del todo con sus brazos. La agresividad con que ella lo besó entonces, el voraz abandono, generó en Walter un júbilo tan extremo que el suelo desapareció debajo de él. Entró en caída libre, todo aquello en lo que creía se alejó en la oscuridad, y se echó a llorar.
—Oh, ¿qué te pasa? —preguntó ella.
—Conmigo tienes que ir despacio.
—Despacio, despacio, sí —repitió, besándole las lágrimas, enjugándoselas con sus pulgares aterciopelados—. ¿Estás triste, Walter?
—No, cariño, todo lo contrario.
—Entonces, déjame quererte.
—Vale. Vale.
—¿De verdad?
—Sí —contestó él, sollozando—. Pero quizá deberíamos ponernos en marcha.
—Enseguida.
Ella acercó la lengua a sus labios, y él los separó para dejarla entrar. Percibió en la boca de Lalitha más deseo por él que en todo el cuerpo de Patty. Sus hombros bajo el chubasquero de nailon, cuando Walter cerró las manos en torno a ellos, parecían puro hueso y grasa infantil, sin nada de músculo, todo ávida maleabilidad. Lalitha irguió la espalda y se apretó contra él, presionándole el pecho con las caderas; y él no estaba a punto. Estaba más cerca pero no del todo todavía. Su reticencia de la noche anterior no había sido sólo cuestión de tabúes o principios, sus lágrimas no eran todas de júbilo.
Al percibirlo, Lalitha se echó atrás y examinó su rostro. En respuesta a lo que fuera que advirtió en él, volvió a su asiento y lo observó desde más lejos. Walter, ahora que la había apartado, la deseó con intensidad otra vez, pero recordaba vagamente, de las historias que había oído y leído sobre hombres en su situación, que eso era lo horrible de ellos: lo que se conocía como tener a una chica en vilo. Permaneció inmóvil un momento bajo la luz inmutable de tono violáceo, escuchando el paso de los camiones por la interestatal.
—Lo siento —dijo—, todavía estoy intentando averiguar cómo vivir.
—Tranquilo. Date un poco de tiempo.
Walter asintió, tomando buena nota de la palabra «poco».
—Pero ¿puedo hacerte una pregunta? —dijo Lalitha.
—Puedes hacerme un millón de preguntas.
—Bueno, de momento basta con una. ¿Crees que podrías llegar a quererme?
Él sonrió.
—Sí, sobre eso no me cabe la menor duda.
—Con eso tengo suficiente. —Y arrancó.
En algún punto por encima de la niebla, el cielo se volvía azul. Lalitha salió de Beckley por carreteras secundarias a velocidades francamente ilegales, y Walter se contentó con mirar por la ventanilla y abstenerse de pensar qué le ocurría a él, limitándose a vivir la caída libre. El hecho de que los bosques caducifolios de los Apalaches se hallaran entre los ecosistemas templados más biodiversos del mundo, hábitat de muy distintas especies de árboles y orquídeas e invertebrados de agua dulce cuya abundancia envidiaban los altiplanos y las costas arenosas, no era algo que se viera a simple vista desde las carreteras por las que circulaban. Allí la tierra se había traicionado a sí misma, siendo su topografía nudosa y su sinfín de recursos extraíbles pobre incentivo para el igualitarismo de los pequeños hacendados de Jefferson, fomentando en lugar de eso la concentración de los derechos sobre la superficie y el mineral en manos de ricos absentistas, y relegando a los márgenes a la población autóctona pobre y a los jornaleros llegados de fuera: a la tala de árboles, al trabajo en las minas, a llevar míseras existencias primero pre y luego posindustriales en parcelas de tierra sobrante que, movidos por el mismo instinto de apareo que ahora se adueñaba de Walter y Lalitha, habían superpoblado a fuerza de generaciones poco espaciadas y familias demasiado numerosas. Virginia Occidental era la república bananera de la nación, su Congo, su Guyana, su Honduras. Las carreteras eran razonablemente pintorescas en verano, pero ahora, con los árboles todavía deshojados, todo quedaba a la vista: los prados salpicados de rocas y medio pelados, las endebles enramadas de jóvenes bosques secundarios, las laderas perforadas y los torrentes dañados por la minería, los establos decrépitos y las casas sin pintar, las caravanas medio hundidas en residuos de plástico y metal, los caminos de tierra en estado lastimoso que no conducían a ninguna parte.
Adentrándose en el territorio, el paisaje no era tan desalentador. La lejanía proporcionaba el alivio de la ausencia de gente, y la ausencia de gente implicaba más de todo lo otro. Lalitha dio un volantazo para esquivar un urogallo que salía a darles la bienvenida, un embajador aviar de las buenas intenciones invitándolos a valorar la forestación más robusta y las cumbres menos deterioradas y los torrentes más cristalinos del condado de Wyoming. Incluso el cielo se despejaba para ellos.
—Te deseo —dijo Walter.
Ella negó con la cabeza.
—No digas nada más, ¿vale? Aún tenemos trabajo pendiente. Ocupémonos de nuestras obligaciones y después ya veremos.
Él estuvo tentado de obligarla a parar en uno de los pequeños merenderos rústicos a orillas del Black Jewel Creek (cuyo principal afluente era el Nine Mile), pero habría sido una irresponsabilidad, pensó, volver a tocarla sin tener la certeza de que estaba a punto. El aplazamiento era soportable si la gratificación se daba por segura. Y allí la belleza del paisaje, la dulce humedad repleta de esporas del aire de principios de primavera, se lo aseguraba.
Pasaban ya de las seis cuando llegaron al desvío de Forster Hollow. Walter había previsto encontrar un denso tráfico de camiones pesados y maquinaria de excavación en el camino de Nine Mile, pero no había un solo vehículo a la vista. Sí vieron profundas huellas de neumáticos y orugas en el barro. Allí donde el bosque invadía el camino, las ramas recién partidas yacían en el suelo, o pendían precariamente de los árboles más cercanos.
—Según parece alguien ha llegado aquí muy temprano —comentó Walter.
Con sus repentinos acelerones y bruscos virajes para evitar las ramas caídas más grandes, Lalitha hacía colear el coche en el barro y lo acercaba peligrosamente al borde del camino.
—Me pregunto si llegaron ayer —añadió Walter—. O si hubo un malentendido y trajeron la maquinaria ayer para empezar temprano.
—Legalmente, tenían derecho desde el mediodía.
—Pero no es eso lo que nos dijeron. Nos dijeron a las seis de hoy.
—Sí, pero son compañías mineras, Walter.
Llegaron a uno de los tramos más estrechos del camino y se encontraron con que habían talado los árboles cercanos y aplanado el terreno con bulldozers, arrojando los troncos al barranco. Lalitha dio gas y, entre sacudidas y vibraciones, atravesó un trecho de barro y piedra y tocones nivelado precipitadamente.
—¡Menos mal que es un coche de alquiler! —dijo mientras aceleraba con brío ya en el camino más despejado.
Al cabo de tres kilómetros, en los límites de las tierras ahora propiedad de la fundación, obstruían el paso un par de automóviles aparcados delante de una verja de tela metálica que en ese momento montaban unos trabajadores con chalecos naranja. Walter vio a Jocelyn Zorn y a algunas de sus chicas departiendo con un capataz que llevaba casco y sostenía una tablilla portapapeles. En otro mundo, no muy distinto, tal vez Walter habría sido amigo de Jocelyn Zorn. Se parecía a la Eva del famoso retablo de Van Eyck; era pálida, de ojos apagados y aspecto un tanto macrocéfalo por lo alto que tenía el nacimiento del pelo. Pero poseía una serenidad notable e inquietante, una imperturbabilidad en la que se adivinaba ironía, y era la clase de hoja de ensalada amarga que en general gustaba a Walter. Se acercó por el camino para recibirlos cuando ambos se apeaban en el barro.
—Buenos días, Walter —saludó—. ¿Puedes explicarme qué pasa aquí?
—Parece que hay obras —dijo con doblez.
—El arroyo trae mucha tierra. Ya está turbio a medio camino del Black Jewel. No veo que se haga un gran esfuerzo por mitigar la erosión. Más bien no veo ninguno.
—Ya hablaremos de eso con ellos.
—Le he pedido al Departamento de Protección del Medio Ambiente que venga y eche un vistazo. Me imagino que llegarán aquí en junio o algo así. ¿También los habéis comprado a ellos?
Bajo las salpicaduras marrones en el parachoques del coche situado más atrás, Walter leyó el mensaje A NARDONE NO HAY QUIEN LA PERDONE.
—Recapitulemos un poco, Jocelyn —dijo—. ¿Podemos dar un paso atrás y ver el cuadro completo?
—No —respondió ella—. Eso no me interesa. A mí lo que me interesa es esa tierra en el arroyo. También me interesa lo que está pasando detrás de la alambrada.
—Lo que pasa es que nos proponemos preservar veinticinco mil hectáreas de bosque, sin una sola carretera, para toda la eternidad. Estamos asegurando un hábitat no fragmentado, para nada menos que dos mil parejas reproductoras de reinitas cerúleas.
Zorn fijó sus apagados ojos en la tierra embarrada.
—Ya. La especie de tu interés. Es muy bonita.
—¿Por qué no vamos a otro sitio? —propuso Lalitha desenfadadamente—. Y nos sentamos a hablar del tema en su conjunto. Nosotros estamos de vuestro lado, debes saberlo.
—No —dijo Zorn—. Voy a quedarme aquí un rato. Le he pedido a un amigo mío del Gazette que venga a echar un vistazo.
—¿También has hablado con el New York Times? —se le ocurrió preguntar a Walter.
—Sí. Parecían muy interesados, a decir verdad. Hoy día «explotación a cielo abierto» son palabras mágicas. Eso es lo que estáis haciendo allá arriba, ¿no?
—El lunes damos una rueda de prensa —contestó él—. Presentaré el plan completo. Cuando oigas los detalles, creo que te entusiasmarás. Podemos pagarte el billete de avión si quieres venir. Me encantaría tenerte allí. Tú y yo incluso podríamos mantener un breve diálogo en público, si quieres expresar tus preocupaciones.
—¿En Washington?
—Sí.
—Me lo imaginaba.
—Allí tenemos la sede.
—Ya. Allí está la sede de todo.
—Jocelyn, aquí hay veinte mil hectáreas que quedarán intactas para siempre. El resto entrará en un proceso de sucesión ecológica dentro de unos años. Creo que hemos tomado muy buenas decisiones.
—En ese caso, me temo que no estamos de acuerdo.
—Plantéate en serio venir a Washington el lunes. Y dile a tu amigo del Gazette que me telefonee hoy. —Walter le entregó una tarjeta de visita que sacó de su cartera—. Dile que con mucho gusto lo llevaremos también a Washington, si le interesa.
De las montañas, más arriba, llegó el murmullo de un trueno que sonó como una detonación, probablemente en Forster Hollow. Zorn se guardó la tarjeta en un bolsillo de la parka impermeable.
—Por cierto —dijo—, he hablado con Coyle Mathis. Ya sé qué estáis haciendo.
—Coyle Mathis tiene prohibido legalmente hablar del tema —respondió Walter—. Pero yo mismo me sentaré a charlar contigo encantado.
—El hecho de que viva en un rancho de cinco habitaciones recién construido en Whitmanville habla por sí solo.
—Es una casa bonita, ¿eh? —terció Lalitha—. Mucho, mucho más bonita que la que tenía antes.
—Puede que quieras hacerle una visita y ver si está de acuerdo contigo en eso.
—Sea como sea —dijo Walter—, tenéis que apartar los coches del camino para dejarnos pasar.
—Mmm —respondió Zorn sin el menor interés—. Supongo que podríais llamar a la grúa para que se los lleve si aquí hubiera cobertura para el móvil. Pero no la hay.
—Vamos, Jocelyn. —La ira de Walter empezaba a rebasar las barricadas que había levantado para contenerla—. ¿Podríamos al menos tratar esto como adultos? Reconocerás que en el fondo estamos en el mismo bando, aunque discrepemos en cuanto a los métodos, ¿no?
—Lo siento, pero no. Mi método consiste en cortar el camino.
Temiendo soltar algún despropósito, Walter repechó la cuesta con paso enérgico y dejó que Lalitha corriera tras él. Una calamidad, la mañana entera estaba convirtiéndose en una calamidad. El capataz del casco, que no parecía mucho mayor que Jessica, explicaba a las otras mujeres, con notable cortesía, por qué debían retirar sus coches.
—¿Tienes una radio? —le preguntó Walter con brusquedad.
—Perdone. ¿Usted quién es?
—Soy el director de la Fundación Monte Cerúleo. Nos esperaban al final de este camino a las seis.
—Entiendo, caballero. Pero me temo que eso va a ser complicado si estas señoras no retiran sus coches.
—Ya, ¿y si llamamos por radio y pedimos que vengan a buscarnos?
—Por desgracia, aquí estamos fuera de alcance. Estos condenados valles son zonas muertas.
—Vale. —Walter respiró hondo. Vio una pickup aparcada al otro lado de la verja—. Entonces, podrías llevarnos hasta allí arriba.
—Me temo que no estoy autorizado a abandonar la verja.
—Pues préstanos la pickup.
—Tampoco puedo hacerlo, caballero. El seguro no los cubre en el recinto del yacimiento. Pero si estas señoras se apartan un segundo, podrá usted seguir adelante libremente con su propio vehículo.
Walter se volvió hacia las mujeres, ninguna de las cuales aparentaba menos de sesenta años, y sonrió con una vaga expresión de súplica.
—Por favor —dijo—, no somos de la compañía minera. Somos conservacionistas.
—Sí, conservacionistas, ¡y una mierda! —dijo la de mayor edad.
—No, en serio —intervino Lalitha con tono apaciguador—. Si nos permitieran el paso, redundaría en beneficio de todos. Hemos venido aquí para supervisar los trabajos y asegurarnos de que se llevan a cabo de una manera responsable. Puede decirse que estamos en el mismo bando, y compartimos su preocupación por el medio ambiente. De hecho, si una o dos de ustedes quisieran acompañarnos…
—Me temo que para eso no tienen autorización —intervino el capataz.
—¡Qué autorización ni qué puñetas! —saltó Walter—. ¡Tenemos que cruzar esta verja! ¡Soy el dueño de estas putas tierras! ¿Lo entiendes? Soy el dueño de todo lo que ves.
—¿Y ahora qué? ¿Qué te parece? —le preguntó la mujer de mayor edad a Walter—. Esto ya no te gusta tanto, ¿verdad que no? Verte al otro lado de la alambrada.
—Es usted muy libre de entrar a pie, caballero —dijo el capataz—, aunque aquello queda un poco lejos. Calculo que, con todo este barro, será una caminata de un par de horas.
—Tú déjame la pickup, ¿vale? Te indemnizaré, o puedes decir que la he robado, lo que tú prefieras, pero déjame la puta pickup.
Walter notó la mano de Lalitha en el brazo.
—Walter… Vamos a sentarnos en el coche un momento. —Se volvió hacia las mujeres—. Estamos en el mismo bando, y les agradecemos que hayan venido a expresar su preocupación por este bosque maravilloso, a cuya conservación nos dedicamos de pleno.
—Interesante manera de conservarlo, la suya —dijo la mujer de mayor edad.
Mientras Lalitha llevaba a Walter de regreso al coche de alquiler, oyeron más abajo el retumbo de máquinas pesadas que subían por el camino. El rumor se convirtió en estruendo, y al cabo de un momento éste cobró la forma de dos excavadoras gigantes, tan anchas como el propio camino, con las orugas embarradas. El conductor de la primera dejó el motor expulsando humo de escape mientras bajaba de un salto para cruzar unas palabras con Walter.
—Oiga, va a tener que seguir subiendo con su coche hasta algún sitio donde podamos adelantarlo.
—¿Y usted cree que eso es posible? —preguntó Walter, fuera de sí—. ¿Eso cree, joder?
—No sabría decirle. Pero nosotros no podemos dar marcha atrás. Hay casi dos kilómetros hasta el próximo ensanchamiento.
Antes de que Walter pudiera enfurecerse aún más, Lalitha lo cogió por los brazos y lo miró muy seria.
—Déjame esto a mí. Estás muy alterado.
—¡Estoy alterado, y con razón!
—Walter, ¡siéntate en el coche! Ahora mismo.
Obedeció. Se quedó allí sentado más de una hora, jugueteando con su BlackBerry sin cobertura y escuchando el absurdo derroche de combustibles fósiles de la excavadora al ralentí detrás de él. Cuando al conductor se le ocurrió por fin apagar el motor, oyó un coro de motores más abajo: otros cuatro o cinco camiones pesados y bulldozers formaban cola detrás. Alguien tenía que llamar a la policía estatal para que se ocupara de Zorn y sus fanáticas. Entretanto, por increíble que pareciera, Walter se hallaba en lo más recóndito del condado de Wyoming, inmovilizado en un atasco. Lalitha corría cuesta arriba y cuesta abajo, conversando con las distintas partes, haciendo lo posible por difundir buena voluntad. Para matar el tiempo, Walter calculaba mentalmente todo lo que había ido mal en el mundo durante las horas transcurridas desde que se había despertado en el Days Inn. Aumento neto de la población: 60.000. Hectáreas recién urbanizadas en Estados Unidos: 400. Aves muertas a garras de gatos domésticos y felinos salvajes en Estados Unidos: 500.000. Barriles de petróleo consumidos en todo el mundo: 12.000.000. Toneladas métricas de dióxido de carbono vertidas a la atmósfera: 11.000.000. Tiburones sacrificados por sus aletas y dejados flotando en el agua sin aletas: 150.000… Los cálculos, que repitió conforme la hora se alargaba aún más, le produjeron una extraña satisfacción perversa. Hay días tan malos que sólo su empeoramiento, sólo un descenso hacia una orgía absoluta de maldad, puede redimirlos.
Ya eran casi las nueve cuando Lalitha regresó al coche. Uno de los conductores, dijo, había encontrado un punto en el camino, unos doscientos metros más atrás, donde un automóvil podía hacerse a un lado y dejar paso a las máquinas. El conductor del último vehículo iba a dar marcha atrás hasta la autovía y telefonear desde allí a la policía.
—¿Quieres intentar subir a pie hasta Forster Hollow? —le preguntó Walter.
—No —respondió Lalitha—. Quiero que nos vayamos de inmediato. Jocelyn tiene una cámara. No nos conviene que nos fotografíen cerca de una intervención policial.
A eso siguió media hora de chirridos de caja de cambios y de frenos, y nubes negras de humo de gasóleo, y después cuarenta y cinco minutos respirando el fétido humo de escape del último camión mientras retrocedía centímetro a centímetro valle abajo. Por fin, ya en la autovía, en la libertad de la carretera abierta, Lalitha condujo de regreso a Beckley a velocidades descabelladas, pisando el acelerador a fondo incluso en las rectas más cortas, dejando caucho en las curvas.
Cuando estaban en los decrépitos aledaños del pueblo, la BlackBerry de Walter entonó su canto cerúleo, haciendo oficial su retorno a la civilización. La llamada era desde un número de las Ciudades Gemelas, quizá conocido, quizá no.
—¿Papá?
Walter frunció el entrecejo en una mueca de asombro.
—¿Joey? ¡Vaya! Hola.
—Sí. Eh, hola.
—¿Todo bien? Hacía tanto que no llamabas… ni siquiera he reconocido tu número.
La línea pareció perderse, como si la llamada se hubiera cortado, o quizá Walter había dicho algo que no debía. Pero de pronto Joey volvió a hablar, con una voz que parecía la de otra persona. La de un niño tembloroso y vacilante.
—Sí, esto, el caso es… papá, mmm, ¿tienes un segundo?
—Adelante.
—Sí, bueno, esto, supongo que la cuestión… es que estoy metido en una especie de lío.
—¿Qué?
—He dicho que estoy metido en un lío.
Era la clase de llamada que todo padre temía recibir; pero Walter, por un momento, no se sintió como el padre de Joey. Dijo:
—¡Vaya, igual que yo! ¡Igual que todo el mundo!