A lo largo de su infancia y adolescencia en Saint Paul, Joey Berglund había recibido incontables garantías de que estaba destinado a tener suerte en la vida. Tal como los halfbach fuera de serie hablan de una gran carrera a campo abierto, esa sensación de recortar y zigzaguear a toda velocidad a través de una defensa que se mueve a cámara lenta, con todo el terreno de juego plenamente visible y asimilable en el acto, como un videojuego a nivel de principiante, así era como había percibido cada faceta de su vida durante sus primeros dieciocho años. El mundo había sido pródigo con él, y él había aceptado gustosamente sus dádivas. Llegó a Charlottesville para empezar su primer curso con la indumentaria y el corte de pelo idóneos y le asignaron el compañero de habitación perfecto, un chico de NoVa (como llamaban allí a las zonas residenciales de Washington en territorio de Virginia). Durante dos semanas y media, la universidad le pareció una prolongación del mundo que había conocido hasta entonces, sólo que mejor. Tan convencido estaba de eso —tan por sentado lo daba— que la mañana del 11 de Septiembre llegó al extremo de dejar a su compañero, Jonathan, en la habitación, pendiente de los incendios del World Trade Center y del Pentágono, mientras él se iba corriendo a su clase de Economía 201. Sólo cuando entró en la inmensa aula y la encontró casi vacía, comprendió que se había producido un fallo muy grave en el sistema.
Por más que lo intentó, durante las semanas y los meses posteriores fue incapaz de recordar en qué pensaba mientras cruzaba el campus semidesierto. No era nada propio de él estar tan en la inopia, y la profunda mortificación que experimentó entonces, en la escalinata del edificio de Química, se convirtió en el germen de su resentimiento intensamente personal por los atentados terroristas. Más tarde, cuando sus problemas fueron en aumento, tendría la impresión de que su mismísima buena suerte, que la infancia le había enseñado a considerar un derecho de nacimiento, se había truncado a causa de un golpe de mala suerte de magnitud superior, tan perverso que ni siquiera parecía real. A partir de ese momento esperó que su perversidad, su fraudulencia, quedaran al descubierto y que el mundo se enderezara, para que él pudiese disfrutar de la experiencia universitaria que tenía prevista. Como esto no ocurrió, se apoderó de él una rabia cuyo objetivo específico se resistía a mostrarse con nitidez. En retrospectiva, el culpable casi parecía Ben Laden, pero no lo era exactamente. El culpable era algo más profundo, algo no político, algo estructuralmente malévolo, como un bache en una acera con el que tropiezas y caes de bruces mientras das un inocente paseo.
De pronto, en los días posteriores al 11-S, Joey lo encontraba todo sumamente estúpido. Era una estupidez celebrar una «vigilia de preocupación» sin ninguna razón práctica concebible; era una estupidez que la gente no dejara de ver una y otra vez las mismas imágenes de la catástrofe; era una estupidez que los chicos de la fraternidad Chi Phi colgaran una pancarta de «apoyo» en su edificio; era una estupidez que se hubiera anulado el partido de fútbol contra la Universidad de Pensilvania; era una estupidez que los chicos se marcharan del recinto para estar con sus familias (y era una estupidez que en Virginia todo el mundo dijera «recinto» en lugar de «campus»). Los cuatro chicos progresistas de la planta de Joey en la residencia universitaria sostenían interminables discusiones estúpidas con los veinte chicos conservadores, como si a alguien le importara lo que pudiera opinar un puñado de chavales de dieciocho años sobre Oriente Medio. Se armó un revuelo estúpidamente grande por los estudiantes que habían perdido parientes o amigos de la familia en los atentados como si las otras formas de muerte horrible que se producían continuamente en el mundo no importaran tanto; se oyeron elogios estúpidos cuando una furgoneta llena de estudiantes de los últimos cursos partió solemnemente hacia Nueva York para unir sus fuerzas a las de quienes trabajaban en la Zona Cero, como si en Nueva York no hubiera ya gente de sobra para eso. Lo único que Joey deseaba era que la vida normal regresara cuanto antes. Se sentía como si su viejo discman se hubiera dado un golpe contra una pared y, con la sacudida, el láser hubiera saltado de una pista que escuchaba con placer a otra que no reconocía ni le gustaba, y para colmo le fuera imposible apagarlo. Al cabo de no mucho tiempo, se sentía tan solo y aislado y ávido de circunstancias familiares que cometió el error más bien grave de darle permiso a Connie Monaghan para subirse a un autobús de la Greyhound y visitarlo en Charlottesville, echando por tierra los esfuerzos de todo un verano preparando el terreno para la inevitable ruptura.
A lo largo de ese verano, Joey se había afanado por inculcar en Connie la importancia de no verse durante al menos nueve meses con el objetivo de poner a prueba sus sentimientos mutuos. La idea era desarrollar identidades independientes y después comprobar si esas identidades independientes seguían formando buena pareja, pero para Joey eso era una «prueba» en igual medida que un experimento de química en el instituto era «investigación». Connie acabaría quedándose en Minnesota mientras él estudiaba Empresariales y conocía a chicas más exóticas y evolucionadas y bien relacionadas. O eso había imaginado antes del 11-S.
Tomó la precaución de programar la visita de Connie para unos días en que Jonathan se iba a su casa, en No Va, para una festividad judía. Ella pasó todo el fin de semana acampada en la cama de Joey, con su bolsa de viaje a un lado en el suelo para guardar las cosas en cuanto ya no las necesitara, un intento de minimizar las huellas de su paso por allí. Mientras Joey acometía la tarea de leer a Platón para una clase del lunes por la mañana, ella examinó los rostros del anuario de Joey de primero y se rio de los que tenían expresiones raras o nombres desafortunados. Bailey Hodsworth, Crampton Ott, Taylor Tuttle. Según la fiable contabilidad de Joey, hicieron el amor ocho veces en cuarenta horas, y se colocaron repetidamente con la maría de cultivo hidropónico que ella había llevado. Cuando llegó el momento de acompañarla a la estación de autobuses, él le cargó un montón de canciones nuevas en el reproductor MP3 para las agotadoras veinte horas del viaje de vuelta a Minnesota. La triste realidad era que se sentía responsable de ella, sabía que aun así era necesario que rompieran, y no se le ocurría cómo hacerlo.
En la estación de autobuses, él sacó a relucir el tema de los estudios, que ella había prometido continuar y sin embargo, por alguna razón, con su obstinación característica, sin ninguna explicación, no lo había hecho.
—Debes empezar las clases en enero —dijo Joey—. Empezar en Inver Hills y luego quizá ir a la universidad el año que viene.
—Vale —contestó ella.
—Eres muy lista —afirmó él—. No vas a ser camarera toda la vida.
—Vale. —Desvió la mirada con cara de desolación hacia la cola que se formaba junto a su autobús—. Lo haré por ti.
—No por mí. Por ti. Como prometiste.
Ella negó con la cabeza.
—Tú lo que quieres es que me olvide de ti.
—No es verdad, no es verdad ni mucho menos —se defendió Joey, aunque era verdad en gran medida.
—Estudiaré —aseguró ella—. Pero no por eso me olvidaré de ti. No me olvidaré de ti por nada.
—Ya —dijo él—. De todos modos, necesitamos averiguar quiénes somos. Los dos necesitamos madurar un poco.
—Yo ya sé quién soy.
—Pero quizá te equivocas. Quizá aún necesitas…
—No —lo atajó ella—. No me equivoco. Yo sólo quiero estar contigo. Eso es lo único que quiero en la vida. Eres la mejor persona del mundo. Tú puedes conseguir lo que quieras, y yo estaré a tu lado. Serás dueño de muchas empresas y yo trabajaré para ti. O puedes presentarte para presidente, y yo trabajaré en la campaña. Haré las cosas que nadie quiera hacer. Si necesitas que al guien viole la ley, yo lo haré por ti. Si quieres hijos, yo los criaré por ti.
Joey era consciente de que necesitaba un alto grado de lucidez para contestar a esa declaración en extremo alarmante, pero por desgracia seguía un poco colocado.
—Te diré lo que quiero que hagas —dijo—. Quiero que vayas a la universidad. Me explico —cometió la insensatez de añadir—: si, por ejemplo, trabajaras para mí, tendrías que saber de todo un poco.
—Por eso he dicho que estudiaré por ti —aclaró Connie—. ¿Es que no me escuchabas?
Joey empezaba a comprender, como no lo había comprendido en Saint Paul, que el precio de las cosas no siempre era evidente a primera vista: que podía tener aún por delante el grueso de los intereses por sus placeres durante los años de instituto.
—Mejor será que nos pongamos en la cola —sugirió—. Si quieres encontrar un buen asiento.
—Vale.
—Además —dijo Joey—, creo que deberíamos dejar pasar al menos una semana sin llamarnos. Es necesario que volvamos a ser más disciplinados.
—Vale —dijo ella, y se encaminó obedientemente hacia el autobús.
Joey la siguió con la bolsa de viaje. Al menos no tenía por qué preocuparse por la posibilidad de que ella le montara un número. Nunca lo había puesto en situaciones comprometidas, nunca había insistido en pasear por la calle cogidos de la mano, nunca había sido de las que se pegaban como una lapa, hacían mohines o lanzaban reproches. Se guardaba todo el ardor para cuando estaban solos, en eso era una especialista. Cuando las puertas del autobús se abrieron, clavó en él una mirada abrasadora y luego le entregó su bolsa de viaje al conductor y subió. No se anduvo con las típicas tonterías propias de las despedidas: todos esos aspavientos desde el otro lado de la ventanilla o el lanzamiento de besos. Se puso los auriculares y, repantigándose, se perdió de vista.
Tampoco se anduvo con tonterías en las semanas posteriores. Obediente, se abstuvo de llamarlo, y mientras se desencadenaba la fiebre nacional y el otoño avanzaba en los montes Blue Ridge, acompañado de una luz trigueña y de penetrantes aromas de césped tibio y de hojas que cambiaban de color, Joey asistió a derrotas aplastantes de los Cavaliers, el equipo de fútbol de la universidad, y frecuentó el gimnasio y ganó bastantes kilos a base de cerveza. En su vida social, tendió a acercarse a los compañeros de residencia de familias prósperas que creían que la solución al mundo islámico era el bombardeo por saturación hasta que esa gente aprendiera a comportarse. Él personalmente no era de extrema derecha, pero se sentía a gusto con quienes sí lo eran. Arrasar Afganistán no era exactamente lo que le pedía su sensación de dislocación, pero sí se aproximaba lo suficiente para proporcionarle cierta satisfacción.
Sólo se sentía aislado cuando, en las reuniones, se había consumido suficiente cerveza como para que la conversación empezara a girar en torno al sexo. Lo suyo con Connie era demasiado intenso y extraño —demasiado sincero, demasiado enturbiado por el amor— para emplear como moneda de cambio en los alardes. Despreciaba a la vez que envidiaba a sus compañeros de residencia por su fanfarronería colectiva, sus confesiones porno de lo que deseaban hacer con las chicas más selectas del anuario o supuestamente habían hecho, en casos aislados, estando como cubas, y al parecer sin arrepentimiento ni consecuencia alguna, a diversas chicas, también como cubas, de sus antiguas academias e institutos. Los anhelos de sus compañeros de residencia aún se centraban en gran medida en la mamada, cosa que sólo Joey, por lo visto, consideraba poco más que una paja, un pasatiempo para el aparcamiento a la hora del almuerzo.
La masturbación en sí era una disipación degradante cuya utilidad no obstante aprendía a valorar a medida que intentaba desprenderse de las faldas de Connie. Su lugar preferido para buscar alivio era el lavabo de minusválidos de la biblioteca de Ciencias, en cuyo mostrador de reservas ganaba 7,65 dólares por hora por leer libros de texto y el Wall Street Journal y, de vez en cuando, ir a buscar libros para los empollones de Ciencias. Conseguir un empleo en el mostrador de reservas que podía combinar con los estudios le había parecido una confirmación más de que estaba destinado a tener suerte en la vida. Lo asombraba que la biblioteca conservara aún material impreso de tal rareza y generalizado interés que tuviese que guardarse en pilas aparte y no pudiese sacarse del edificio. Era inevitable que en cuestión de años se digitalizase todo. Muchos de los textos de uso restringido estaban escritos en lenguas extranjeras antes populares e ilustrados con suntuosas láminas en color; los alemanes del siglo XIX habían sido catalogadores del conocimiento humano especialmente aplicados. Incluso se podía dignificar la masturbación, un poco, empleando un atlas de anatomía sexual alemán con un siglo de antigüedad a modo de material auxiliar. Sabía que tarde o temprano tendría que romper su silencio con Connie, pero al final de la jornada, después de utilizar los grifos con mango alargado del lavabo de minusváIidos para enjuagarse los gametos y fluidos prostáticos de las manos, decidía arriesgarse a esperar un día más, hasta que por fin, una tarde, a última hora, en el mostrador de reservas, justo el mismo día en que comprendió que probablemente había esperado un día más de la cuenta, recibió una llamada de la madre de Connie.
—Carol —saludó afablemente—. Hola.
—Hola, Joey. Supongo que sabrás por qué te llamo.
—No, la verdad.
—Pues porque casi le has roto el corazón a nuestra amiguita, por eso.
Con un súbito nudo en el estómago, Joey retrocedió a la intimidad de las pilas de libros.
—Pensaba llamarla esta noche —le dijo a Carol.
—Esta noche. Ya. Pensabas llamarla esta noche.
—Sí.
—¿Por qué será que no te creo?
—No lo sé.
—Pues se ha ido a la cama, así que mejor que no la hayas llamado. Se ha ido a la cama sin cenar. Se ha ido a la cama a las siete.
—Menos mal que no he llamado.
—Esto no tiene gracia, Joey. Está muy deprimida. Le has provocado una depresión y debes dejarte de tonterías. ¿Lo entiendes? Mi hija no es un perro que puedes atar a un parquímetro y olvidarte de él.
—Quizá deberías conseguirle un antidepresivo.
—No es tu animal de compañía que puedes dejar en el asiento trasero y encima con las ventanas subidas —dijo Carol, recreándose en su metáfora—. Formamos parte de tu vida, Joey. Creo que merecemos algo más que lo que estás dándonos, que es nada. Éste ha sido un otoño aterrador para todos los afectados, y tú has estado ausente.
—Oye, tengo clases a las que asistir y otros temas.
—Ya, demasiado ocupado para una llamada de cinco minutos. Después de tres semanas y media de silencio.
—De verdad que pensaba llamarla esta noche.
—No hablemos más de Connie —dijo Carol—. Dejemos a Connie a un lado por un momento. Tú y yo hemos vivido juntos como una familia durante casi dos años. Nunca pensé que me oiría decir esto, pero empiezo a hacerme una idea de lo que le hiciste pasar a tu madre. En serio. Hasta este otoño no me había dado cuenta de lo frío que eres.
Joey dirigió al techo una sonrisa de pura opresión. Siempre había percibido algo un tanto anormal en su relación con Carol, Ella era lo que los chicos preuniversitarios de su residencia y los hermanos de la fraternidad que lo evaluaban como aspirante a miembro tendían a llamar MQMF (Madre Que Me Follaría). Aunque en general dormía bien, alguna noche, durante su estancia en casa de la familia Monaghan, se había despertado con premoniciones extrañas acerca de sí mismo: como el intruso inconsciente y horrorizado en la cama de su hermana, por ejemplo, o como la persona que por accidente disparaba un clavo a la frente de Blake con la pistola de clavos de Blake, o, lo más extraño, como la enorme grúa en un importante astillero de los Grandes Lagos, levantando mediante su miembro horizontal pesados contenedores de la cubierta de un buque nodriza y, con un balanceo, depositándolos suavemente en una gabarra más plana y pequeña. Estas visiones tendían a producirse momentos después de una conexión poco apropiada con Carol: la imagen de su culo desnudo por el resquicio de la puerta casi cerrada del dormitorio de ella y Blake; el guiño de complicidad que le dirigía a Joey después de un eructo de Blake en la mesa; el prolongado y explícito razonamiento que le ofreció (ilustrado con gráficas anécdotas de su descuidada juventud) cuando decidió que Connie tomara anticonceptivos. Como Connie, por naturaleza, era incapaz de disgustarse con Joey, había recaído en su madre la labor de dejar constancia de su descontento. Carol era el órgano locuaz de Connie, su defensora sin pelos en la lengua, y Joey, a veces, las noches de los fines de semana en que Blake salía con sus amigotes, se sentía el elemento central de lo que era casi un trío, recitando Carol sin parar todo aquello que Connie se callaba, haciendo Connie después en silencio con Joey todo aquello que Carol no podía hacer, y despertándose Joey sobresaltado a altas horas de la madrugada con la sensación de hallarse atrapado en algo no del todo correcto. MQMF.
—¿Y qué se supone que debo hacer? —preguntó.
—Bueno, para empezar, quiero que seas un novio más responsable.
—No soy su novio. Estamos en un paréntesis.
—¿Qué paréntesis? ¿Qué significa eso?
—Significa que estamos experimentando cómo nos sentimos al pasar un tiempo separados.
—Eso no es lo que dice Connie. Connie dice que quieres que estudie para que pueda aprender tareas de administración y ser ayudante tuya en tus proyectos.
—Oye, Carol. Cuando dije eso estaba colocado. Dije por error lo que no debía mientras estaba colocado con la potentísima hierba que compra Connie.
—¿Crees que no sé que fuma? ¿Crees que Blake y yo no tenemos olfato? No estás diciéndome nada que no sepa. Chivándote, lo único que consigues es quedar como un mal novio.
—La cuestión es que dije lo que no debía. Y no he tenido ocasión de rectificar, porque acordamos no hablar durante un tiempo.
—¿Y quién es el responsable de eso? Sabes que para ella eres como un dios. Como un dios textualmente, Joey. Le dices que contenga la respiración, y la contendrá hasta desmayarse. Le dices que se siente en un rincón, y se quedará sentada en un rincón hasta caerse redonda de hambre.
—Ya, ¿y quién tiene la culpa de eso? —preguntó Joey.
—Tú.
—No, Carol. La tienes tú. Tú eres su madre. Es en tu casa donde vive. Yo soló estuve de paso.
—Sí, y ahora sigues tu camino, sin asumir la responsabilidad. Después de haber estado prácticamente casado con ella. Después de formar parte de nuestra familia.
—Alto ahí. Alto ahí. Carol, estoy en primer año de carrera. ¿Lo entiendes? Lo raro es el hecho mismo de que tengamos esta conversación.
—Lo que entiendo es que cuando yo era un año mayor que tú ahora, tuve una hija y no me quedó más remedio que abrirme paso sola en la vida.
—¿Y cómo te ha ido?
—No muy mal, la verdad. No pensaba decírtelo, porque aún es pronto, pero ya que me lo preguntas, Blake y yo vamos a tener otro hijo. Nuestra pequeña familia está a punto de crecer un poco.
Joey tardó un momento en asimilar que estaba anunciándole su embarazo.
—Oye —dijo—. Aún estoy en el trabajo. O sea, enhorabuena y todo eso. Pero en este preciso momento estoy ocupado.
—Ocupado. Ya.
—Te prometo que la llamaré mañana por la tarde.
—No, perdona pero eso no bastará —respondió Carol— Tienes que venir cuanto antes y pasar un tiempo con ella.
—No es posible.
—Entonces ven una semana en Acción de Gracias. Celebraremos un agradable día de Acción de Gracias en familia, los cuatro. Así ella tendrá algo con que ilusionarse y tú podrás ver con tus propios ojos lo deprimida que está.
Joey había planeado pasar esas fiestas en Washington con su compañero de habitación, Jonathan, cuya hermana mayor, estudiante de tercero en Duke, o era engañosamente fotogénica o era alguien a quien valía la pena conocer en persona. La hermana se llamaba Jenna, y a Joey su nombre lo llevaba a evocar a las gemelas Bush y todas las juergas y la moral relajada que acompañaban al apellido Bush.
—No tengo dinero para el vuelo —pretextó.
—Puedes venir en autobús, igual que Connie. ¿O el autobús no está a la altura de Joey Berglund?
—Además, tengo otros planes.
—Pues más vale que los cambies —zanjó Carol—. Tu novia de los últimos cuatro años está gravemente deprimida. Se pasa horas llorando, no come. He tenido que hablar con su jefe del Frost’s para que no la echen, porque se le olvidan los pedidos, se lía, no sonríe nunca. Es posible que se coloque en el trabajo, no me extrañaría. Después viene a casa y se va directo a la cama y ahí se queda. Cuando le toca el turno de tarde, tengo que venir a casa al mediodía para asegurarme de que se ha levantado y vestido para ir a trabajar, porque se niega a coger el teléfono. Luego tengo que llevarla al Frost’s y asegurarme de que entra. Mandé a Blake para que lo hiciera por mí, pero ahora ella se niega a obedecerle y no le dirige siquiera la palabra. A veces pienso que pretende destruir mi relación con él, sólo por despecho, porque tú te has ido. Cuando le digo que vaya al médico, contesta que no necesita un médico. Cuando le pregunto qué quiere demostrar, y qué se propone hacer en la vida, dice que se propone estar contigo. Sólo eso. Así que, sean cuales sean tus planes para Acción de Gracias, más vale que los cambies.
—He dicho que la llamaré mañana.
—¿De verdad crees que puedes usar a mi hija como amiguita sexual durante cuatro años y dejarla plantada cuando te conviene? ¿Eso es lo que crees? Sólo era una niña cuando empezaste a tener relaciones con ella.
Joey se acordó del trascendental día en su viejo fortín del árbol, cuando Connie se frotó la entrepierna de sus pantalones de perneras recortadas y luego, cogiéndole a él la mano un poco más pequeña, le enseñó dónde tocarla: qué poca persuasión había necesitado Joey.
—Yo también era un niño, no lo olvidemos —dijo.
—Tú nunca has sido un niño, guapo —respondió Carol—. Siempre has sido muy frío y dueño de ti mismo. No creas que no te conocía ya cuando eras pequeño. ¡Ni siquiera llorabas! Jamás he visto algo parecido. Ni siquiera llorabas al darte un golpe en un dedo del pie. Contraías la cara pero no decías ni pío.
—No es verdad. Sí lloraba. Lo recuerdo claramente.
—La utilizaste, me utilizaste a mí, utilizaste a Blake. ¿Y ahora crees que puedes darnos la espalda y marcharte sin más? ¿Crees que es así como funciona el mundo? ¿Crees que estamos todos aquí sólo para tu disfrute personal?
—Intentaré convencerla para que vaya al médico, y a ver si le recetan algo. Pero oye, Carol, esta conversación que estamos manteniendo es francamente rara. No es una conversación muy adecuada.
—Pues más vale que vayas acostumbrándote, porque volveremos a tenerla mañana, y pasado, y al otro, hasta que te oiga decir que vienes en Acción de Gracias.
—No voy a ir en Acción de Gracias.
—En ese caso, más vale que te acostumbres a mis llamadas.
Al cerrar la biblioteca, salió a la fría noche y se sentó en un banco frente a la residencia, acariciando su teléfono y preguntándose a quién podía llamar. En Saint Paul les había dejado claro a todos sus amigos que su historia con Connie era coto cerrado para cualquier conversación, y en Virginia la había mantenido en secreto. La mayoría de los estudiantes de la residencia se comunicaba con sus padres a diario, por no decir a todas horas, y aunque eso le generaba un inesperado sentimiento de gratitud hacia sus propios padres, que se habían mostrado mucho más desapegados y respetuosos con sus deseos de lo que había podido observar mientras vivía en la casa de al lado, también le provocaba algo parecido al pánico. Él había pedido la libertad, ellos se la habían concedido, y ahora ya no podía volverse atrás. Hubo una breve racha de llamadas telefónicas familiares después del 11-S, pero las conversaciones fueron en general impersonales, quejándose su madre cómicamente de que no podía dejar de ver la CNN pese a estar convencida de que ver tanto la CNN le hacía daño, aprovechando su padre la ocasión para airear su arraigada hostilidad contra la religión organizada, y exhibiendo Jessica sus conocimientos sobre las culturas no occidentales y explicando la legitimidad de su resentimiento hacia el imperialismo estadounidense. Jessica estaba muy abajo en la lista de personas a quienes Joey telefonearía en un momento de angustia. Tal vez si fuera su última conocida viva y a él lo hubiesen detenido en Corea del Norte y estuviera dispuesto a soportar un severo sermón: tal vez entonces sí.
Como para asegurarse de que Carol se había equivocado respecto a él, lloró un poco en la oscuridad, en su banco. Lloró por Connie en su desdicha, lloró por haberla dejado a merced de Carol, por no ser la persona que podía salvarla. Luego se enjugó las lágrimas y llamó a su propia madre, cuyo teléfono Carol probablemente habría oído sonar si hubiese estado junto a una ventana y escuchado con atención.
—Joseph Berglund —dijo su madre—. Ese nombre me suena de algo.
—Hola, mamá.
Inmediatamente, un silencio.
—Disculpa por no haber llamado desde hace un tiempo —dijo Joey.
—Bah —contestó ella—, la verdad es que por aquí no ha pasado gran cosa aparte de las amenazas de ántrax, un agente inmobiliario muy poco realista que intenta vender nuestra casa y tu padre que no para de coger el avión para ir y venir de Washington. ¿Sabías que a todos los que viajan a Washington en avión los obligan a quedarse en el asiento durante una hora antes de aterrizar? Me parece una norma un poco extraña. ¿Qué se han creído? ¿Que los terroristas van a anular sus perversos planes sólo porque está encendida la señal luminosa del cinturón de seguridad? Papá dice que nada más despegar, las azafatas empiezan a avisar a los pasajeros que deben ir al lavabo enseguida, antes de que sea demasiado tarde. Y luego empiezan a repartir latas de refrescos.
Hablaba como una vieja parlanchína, no como la fuerza vital que Joey aún imaginaba cuando se permitía pensar en ella. Tuvo que apretar los párpados para contener un renovado llanto. Todo lo que había hecho en los últimos tres años con relación a ella tenía la finalidad de poner fin a las conversaciones intensamente personales que habían mantenido cuando él era más joven: hacerla callar de una vez, aleccionarla para que aprendiera a contenerse, obligarla a dejar de agobiarlo con su corazón rebosante y su personalidad sin censura. Y ahora que el aleccionamiento había terminado y ella era obedientemente superficial en su trato con él, se sentía privado de su madre y quería dar marcha atrás.
—¿Se me permite preguntar si te va todo bien? —dijo ella.
—Me va todo bien.
—¿La vida te es grata en los antiguos estados esclavistas?
—Muy grata. Ha hecho un tiempo magnífico.
—Ya, ésa es la ventaja de criarse en Minnesota. Allí adonde vayas, el tiempo es mejor.
—Sí.
—¿Estás haciendo muchos amigos nuevos? ¿Conociendo a mucha gente?
—Sí.
—Pues bien bien bien. Bien bien bien. Es todo un detalle que hayas llamado, Joey. Sé que no tienes ninguna obligación de hacerlo, quiero decir, así que es todo un detalle. Por aquí tienes auténticos admiradores.
Una manada de estudiantes de primero, todos chicos, salió en tropel al jardín de la residencia, amplificadas sus voces por la cerveza.
—Jo-eeey, Jo-eeey —vocearon con tono afectuoso.
Él los saludó con un imperturbable gesto.
—Parece que también ahí tienes admiradores —comentó Patty.
—Sí.
—Qué popular, mi chico.
—Sí.
Se produjo otro silencio mientras la manada se alejaba hacia nuevos abrevaderos. Joey sintió una punzante sensación de desventaja al verlos marcharse. Ya se había gastado el dinero del mes siguiente según su presupuesto del semestre. No quería ser el chico pobre que sólo bebía una cerveza mientras todos los demás tomaban seis, pero tampoco quería quedar como un gorrón. Quería mostrarse dominante y generoso, y para eso necesitaba fondos.
—¿Qué tal papá en su trabajo nuevo? —le preguntó a su madre no sin cierto esfuerzo.
—Creo que le gusta bastante. Es una situación que lo está volviendo un poco loco. Imagínate: de pronto dispone de un montón de dinero de otra persona para gastarlo en arreglar todo aquello que, según él, va mal en el mundo. Antes se quejaba de que nadie lo arreglaba. Ahora tiene que intentar hacerlo él mismo, cosa que es imposible, naturalmente, ya que se está yendo todo al garete. Me manda e-mails a las tres de la mañana. Creo que no duerme mucho.
—¿Y tú qué? ¿Cómo estás?
—Bueno, es un detalle que lo preguntes, pero en realidad no te interesa saberlo.
—Claro que sí.
—No, créeme, en realidad no te interesa. Y no te preocupes, no lo digo con mala intención. No es un reproche. Tú tienes tu vida y yo tengo la mía. Todo va bien bien bien.
—No, pero, vamos a ver, ¿qué haces durante el día?
—Mira, para tu información —contestó su madre—, ésa puede ser una pregunta muy indiscreta. Es un poco como preguntarle a una pareja sin hijos por qué no tiene hijos, o a una persona soltera por qué no se ha casado. Ten cuidado con ciertas preguntas que a ti puedan parecerte completamente inofensivas.
—Mmm.
—Ahora estoy un poco como en compás de espera. Me cuesta hacer grandes cambios en la vida sabiendo que voy a trasladarme. Me metí en un pequeño proyecto de escritura creativa, por puro entretenimiento. Además, tengo que mantener esto como una casa de huéspedes por si se presenta un agente inmobiliario con un posible incauto. Me paso horas comprobando que las revistas estén bien ordenaditas, en abanico.
El sentimiento de privación de Joey empezaba a dar paso a la irritación, porque, por más que ella lo desmintiera, parecía incapaz de dejar de hacerle reproches. Las madres y sus reproches, era el cuento de nunca acabar. La telefoneaba en busca de cierto apoyo, y por poco, casi sin darse cuenta, era él quien tenía que darle apoyo a ella.
—¿Y cómo vas de dinero? —preguntó su madre, como si percibiese su irritación—. ¿Te alcanza?
—Voy un poco justo —reconoció él.
—¡No me extraña!
—En cuanto me den la residencia en el estado, bajarán las mensualidades considerablemente. Sólo este primer curso será así de duro.
—¿Quieres que te mande dinero?
Joey sonrió en la oscuridad. La apreciaba, a pesar de todo; no podía evitarlo.
—Según tenía entendido, papá había dicho que nada de dinero.
—Papá no tiene por qué enterarse de todo.
—La universidad no me considerará residente del estado si recibo dinero de ti.
—La universidad tampoco tiene que enterarse de todo. Puedo mandar un cheque al portador, si eso te sirve.
—Sí, y luego ¿qué?
—Luego nada. Te lo prometo. Sin compromisos. Lo que te quiero decir es que ya has dejado clara tu postura ante papá. No hace falta que asumas una deuda monstruosa a un interés altísimo sólo para seguir demostrando una postura que ya está clara.
—Déjame pensarlo.
—Mira, te mando el cheque por correo. Luego tú ya decidirás si quieres hacerlo efectivo o no. Así no tendrás que hablar de ello conmigo.
Joey volvió a sonreír.
—¿Por qué lo haces?
—Bueno, ya sabes, Joey, lo creas o no, quiero que tengas la vida que quieres tener. He dispuesto de un tiempo libre para plantearme ciertas preguntas mientras ponía las revistas en abanico en la mesita de centro y demás. Como por ejemplo: si tú nos dijeras a tu padre y a mí que no quieres volver a vernos en tu vida, ¿seguiría yo deseando tu felicidad?
—Esa es una pregunta hipotética muy extraña. No tiene relación con la realidad.
—Me alegra oírlo, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que todos creemos conocer la respuesta a la pregunta. Los padres estamos programados para desear lo mejor para los hijos, al margen de lo que recibamos a cambio. En eso consiste teóricamente el amor, ¿no? Pero de hecho, si te paras a pensarlo, ésa es una convicción más bien rara, dado lo que sabemos acerca de cómo es en realidad la gente. Interesada y corta de miras y ególatra y llena de carencias. ¿Por qué ser padre, por sí solo y en sí mismo, habría de conferir de algún modo una personalidad superior a todo aquel que lo intenta? Obviamente no es así. Ya te he contado un poco de mis padres, sin ir más lejos.
—No mucho —dijo Joey.
—Bueno, quizá alguna vez te cuente más, si me lo pides amablemente. Pero la cuestión es que le he dado muchas vueltas al tema del amor, respecto a ti. Y he decidido…
—Mamá, ¿te importa si hablamos de otra cosa?
—He decidido…
—¿O si lo dejamos para otro día? ¿La semana que viene, quizá? Tengo muchas cosas que hacer antes de acostarme.
Un silencio dolido se impuso en Saint Paul.
—Perdona —dijo Joey—. Es que es muy tarde, y estoy cansado y aún tengo cosas por hacer.
—Sólo quería explicarte —respondió su madre en voz mucho más baja— por qué voy a mandarte un cheque.
—Ya, gracias. Es un detalle por tu parte.
En voz aún más baja y dolida, su madre le agradeció la llamada y colgó.
Joey buscó en el jardín unos arbustos o algún hueco arquitectónico donde poder llorar sin que lo vieran las pandillas que pasaban por allí. Al no encontrar ningún sitio oportuno, entró corriendo en la residencia y, a ciegas, como si necesitara vomitar, se metió en el primer cuarto de baño que tuvo a mano, en una planta que no era la suya, y se encerró en un retrete, donde sollozó de odio a su madre. Alguien se duchaba en medio de una nube de olor a jabón desodorante y moho. En la puerta manchada de herrumbre del retrete había dibujada con rotulador una enorme erección de rostro sonriente, elevándose en el aire como Superman, escupiendo unas gotitas. Debajo alguien había escrito: VEN A FOLLAR O VETE A CAGAR.
La naturaleza del reproche de su madre presentaba una complejidad ausente en el de Carol Monaghan. Carol, a diferencia de su hija, no tenía muchas luces. Connie poseía una inteligencia compacta, mordaz, un clítoris de discernimiento y sensibilidad pequeño y firme al que permitía acceder a Joey sólo a puerta cerrada. Cuando ella, Carol, Blake y Joey cenaban juntos, Connie comía con la mirada baja y parecía abstraída en sus extraños pensamientos, pero después, a solas con Joey en su habitación, podía reproducir hasta el último de los deplorables detalles del comportamiento de Carol y Blake en la mesa. En una ocasión, le preguntó a Joey si se había dado cuenta de que la esencia de casi cualquier comentario de Blake era el grado de estupidez de los demás y lo superior y sufrido que era él, Blake. Según éste, el parte meteorológico matutino de la KSTP había sido estúpido, los Paulsen habían puesto su cubo de reciclaje en un sitio estúpido, era una estupidez que la alarma del cinturón de seguridad de su furgoneta no se apagara al cabo de sesenta segundos, los conductores que no excedían el límite de velocidad por Summit Avenue eran estúpidos, el semáforo en el cruce de Summit y Lexington estaba sincronizado estúpidamente, su jefe en el trabajo era estúpido, la normativa municipal para la construcción era estúpida. Joey se echó a reír mientras Connie proseguía, con implacable memoria, enumerando ejemplos: el mando a distancia del nuevo televisor estaba diseñado por estúpidos, la programación de máxima audiencia de la NBC había sido reorganizada estúpidamente, la Liga Nacional de Béisbol era estúpida por no adoptar la regla del bateador designado, los Vikings eran estúpidos por haber dejado escapar a Brad Johnson y Jeff George, el moderador del segundo debate presidencial había sido estúpido por no poner en evidencia a Al Gore y sus mentiras, el estado de Minnesota era estúpido por obligar a pagar a sus laboriosos ciudadanos la atención médica gratuita de primer nivel para los inmigrantes ilegales mexicanos y los que practicaban el fraude al sistema de asistencia social, atención médica gratuita de primer nivel…
—¿Y quieres que te diga una cosa? —dijo Connie para acabar.
—¿Qué? —preguntó Joey.
—Tú eso nunca lo haces. Tú eres realmente más listo que los demás, y por eso no te hace falta llamarlos estúpidos.
Joey aceptó incómodo su cumplido. Para empezar, percibió un marcado tufo de rivalidad en la comparación directa entre él y Blake: una inquietante sensación de ser un trofeo o una prenda en una compleja lucha entre madre e hija. Y si bien era cierto que al trasladarse a casa de los Monaghan había dejado fuera muchas de sus opiniones, antes de eso había declarado estúpidas las cosas más diversas, en concreto a su madre, que había acabado pareciéndole una fuente de interminable y crispante estulticia. Ahora Connie parecía sugerir que la causa de que la gente se quejara de la estupidez era su propia estupidez.
En realidad, la única estupidez que podía reprochársele a su madre era su comportamiento con el propio Joey. Cierto era que también había sido muy tonta, por ejemplo, al mostrarse tan poco respetuosa con Tupac, cuyo mejor material Joey consideraba una obra indiscutiblemente genial, o tan hostil con Matrimonio con hijos, cuya propia estupidez era tan intencionada y extrema que resultaba absolutamente brillante. Pero ella jamás habría despotricado de Matrimonio con hijos si Joey no hubiese seguido con tanto interés las reposiciones, ni habría caído tan bajo como para hacer sus caricaturas bochornosamente improcedentes de Tupac si Joey no lo hubiese admirado tanto. La causa profunda de su estupidez era en realidad el deseo de que Joey siguiera siendo su colega: que continuara considerando más divertida y fascinante a su madre que a un excelente programa de televisión o un auténtico genio del rap. En eso residía el núcleo enfermizo de su idiotez: ella competía.
Al final, la desesperación de Joey era tal que se empeñó en hacerle comprender de una vez que él ya no quería ser su colega. Eso ni siquiera obedeció a un plan consciente; fue más bien un efecto derivado de su arraigada irritación con la moralista de su hermana, a quien tanto deseaba encolerizar y escandalizar que no se le ocurrió otra cosa que invitar a un puñado de amigos a casa y emborracharse con Jim Beam mientras sus padres estaban con la abuela enferma en Grand Rapids, y luego, la noche siguiente, follarse a Connie de manera hiperespecialmente ruidosa contra el tabique que separaba su habitación de la de Jessica, incitándola así a subir el volumen de sus insoportables Belle and Sebastian a niveles de discoteca y más tarde, pasadas ya las doce de la noche, a aporrear la puerta cerrada de la habitación de Joey con sus nudillos virtuosamente blancos…
—¡Maldita sea, Joey! ¡Para ahora mismo! Ahora mismo, ¿me oyes?
—Eh, oye, estoy haciéndote un favor.
—¿Cómo?
—¿No estás harta de no chivarte de mí? ¡Estoy haciéndote un favor? ¡Estoy dándote la oportunidad!
—Voy a chivarme ahora. Voy a llamar a papá ahora mismo.
—¡Adelante! ¿Es que no me has oído? He dicho que estaba haciéndote un favor.
—Capullo. Te lo tienes muy creído, capullo. Voy a llamar a papá ahora mismo…
Y entretanto Connie, en cueros, allí sentada, con los labios y los pezones enrojecidos, contenía la respiración y miraba a Joey con una mezcla de temor y asombro y emoción y lealtad y placer que lo convenció, como nada antes y muy pocas cosas después, de que a ella ninguna norma o convención o ley moral le importaba ni una milésima parte de lo que le importaba ser la chica elegida por él y su cómplice en el crimen.
No esperaba que su abuela muriera esa semana: tampoco era tan mayor. Al armarla así de gorda un día antes de su fallecimiento, Joey se indispuso en extremo con su familia. Hasta qué punto se indispuso quedó claro por el hecho de que ni siquiera le levantaron la voz. En Hibbing, durante el funeral, sus padres sencillamente lo excluyeron con la mayor frialdad. Lo dejaron al margen, cociéndose en su culpabilidad, mientras el resto de la familia se unía en el dolor que él debería haber estado experimentando con ellos. Dorothy había sido la única abuela en su vida, y había dejado huella en él, cuando aún era muy pequeño, invitándolo a coger su mano deformada y ver que seguía siendo la mano de una persona y no tenía por qué darle miedo. A partir de eso, ya nunca se opuso a los gestos amables que sus padres le pedían que hiciera por ella cuando iba de visita. Era una persona, quizá la única persona, con quien se había portado bien al ciento por ciento. Y ahora de pronto había muerto.
Al funeral siguieron unas semanas de tregua por parte de su madre, unas semanas de bien acogida frialdad, pero poco a poco empezó a agobiarlo de nuevo. Aprovechando el pretexto de la franqueza de Joey respecto a Connie, su madre adoptó a su vez una actitud indebidamente franca con él. Trató de convertirlo en su Buen Entendedor Designado, y eso resultó peor aún que ser su colega. Era una táctica retorcida e irresistible. Empezó con una confidencia: una tarde se sentó en la cama de Joey y se lanzó a contarle que había sido acosada en la universidad por una drogadicta y mentirosa patológica a quien sin embargo ella había querido y a la que el padre de Joey no veía con buenos ojos.
—Tenía que contárselo a alguien —dijo—, y no quería contárselo a papá. Ayer fui a renovar el carnet de conducir, y me di cuenta de que ella estaba en la cola delante de mí. No había vuelto a verla desde la noche en que me destrocé la rodilla. De eso hará… ¿veinte años? Ha engordado mucho, pero sin duda era ella. Y me llevé un susto tremendo al verla. Me di cuenta de que me sentía culpable.
—¿Por qué te asustaste? —sintió el impulso de preguntar, como la psiquiatra de Tony Soprano—. ¿Por qué te sentiste culpable?
—No lo sé. Salí corriendo antes de que ella se diera la vuelta y me viese. Aún no he ido por mi carnet. Pero me aterrorizó la posibilidad de que se volviera y me viese. Me aterrorizó lo que iba a ocurrir. Porque, ya me entiendes, no tengo nada de lesbiana. Créeeme, si lo fuera, lo sabría: la mitad de mis viejas amigas son homosexuales. Y yo no lo soy, eso lo tengo claro.
—Me alegra oírlo —contestó él con una sonrisa nerviosa.
—Pero ayer, al verla, me di cuenta de que había estado enamorada de ella. Y nunca fui capaz de afrontarlo. Y ahora ella tiene esa clase de obesidad propia del litio…
—¿Qué es el litio?
—Lo que toman los maniaco-depresivos. Los que tienen trastorno bipolar.
—Ah.
—Y yo la abandoné por completo, porque papá la odiaba. Ella sufría y yo nunca volví a llamarla, y tiré sus cartas a la basura sin abrirlas siquiera.
—Pero te mintió. Daba miedo.
—Lo sé, lo sé. Aun así, me siento culpable.
En los meses posteriores, su madre le contó muchos más secretos. Secretos que resultaron ser como caramelos rellenos de arsénico. Durante un tiempo, incluso se consideró afortunado por tener una madre tan enrollada y comunicativa. En respuesta, él le reveló diversas perversiones y pequeños delitos de sus compañeros de clase, a fin de impresionarla demostrándole que sus coetáneos eran mucho más expertos y disolutos que los jóvenes de los años setenta. Y de pronto, un día, en una conversación sobre las citas que acababan en violación, su madre consideró lo más natural del mundo contarle que ella misma había sido violada durante una cita en su adolescencia, y que no debía decirle jamás una palabra a Jessica, porque Jessica no la entendía como la entendía él: nadie la entendía como la entendía él. Después de esa conversación, él se quedó en vela varias noches, sintiendo una rabia asesina contra el violador de su madre, e indignación por las injusticias de este mundo, y culpabilidad por todo lo negativo que había dicho o sentido alguna vez sobre ella, y una sensación de privilegio e importancia por habérsele concedido acceso al mundo de los secretos adultos. Y de pronto, una mañana se despertó odiándola con tal vehemencia que, en adelante, cada vez que se encontraba en la misma habitación que ella, se le ponía carne de gallina y se le revolvía el estómago. Fue como una transformación química, como si sus órganos y su médula ósea rezumaran arsénico.
Lo que lo había afectado en la conversación telefónica de esa noche fue que ella no le pareció en absoluto estúpida. De hecho, ésa fue la esencia del reproche de su madre. Por lo visto, no se le daba muy bien vivir su vida, pero no porque fuera estúpida. Casi podía decirse que, en cierto modo, era por todo lo contrario. Poseía un sentido tragicómico de sí misma y, además, parecía disculparse sinceramente por ser como era. Y aun así, todo junto equivalía a un reproche a él. Como si hablara una lengua indígena compleja pero en vías de extinción cuya perpetuación o la responsabilidad de su desaparición recayera en manos de la generación más joven (esto es, Joey). O como si ella fuera una de las aves en peligro de su padre, entonando su canto obsoleto en el bosque con la triste esperanza de que pasara por allí algún espíritu bondadoso y lo oyera. Allí estaba ella, y en el lado opuesto estaba el resto del mundo, y por la misma manera en que ella decidió hablarle, le reprochaba que depositase su lealtad en el resto del mundo. ¿Y quién podía echarle a Joey en cara que prefiriese al mundo? ¡Tenía su propia vida para intentar vivirla! El problema era que él, con unos años menos, en su debilidad le había hecho creer que sí entendía esa lengua y sí reconocía su canto, y ahora ella, al parecer, no podía evitar recordarle que él aún conservaba esas aptitudes dentro de sí, por si en algún momento le apetecía ejercerlas otra vez.
Quienquiera que estuviese duchándose en el cuarto de baño de la residencia había acabado ya y estaba secándose. La puerta del pasillo se abrió y se cerró, se abrió y se cerró; un olor mentolado a dentífrico flotó desde los lavamanos y le llegó a Joey en su retrete. El llanto le había provocado una erección que extrajo del calzoncillo y el pantalón caqui y a la que se aferró como si le fuera la vida en ello. Si se apretaba la base con mucha fuerza, conseguía que la cabeza quedara enorme y horrenda y casi negra por la acumulación de sangre venosa. Le gustaba tanto mirársela, disfrutaba tanto con el sentimiento de protección e independencia que le proporcionaba su repulsiva belleza, que se resistió a correrse y dejar de tener entre los dedos esa dureza. Si uno se paseara erecto a todas horas del día sería lo que la gente llamaba un capullo, desde luego. Y eso era Blake. Joey no quería ser como Blake, pero quería aún menos ser el Buen Entendedor Designado de su madre. Con dedos silenciosamente espásticos, contemplando la dureza de su miembro, se corrió en el inodoro boquiabierto y tiró de la cadena de inmediato.
En el piso de arriba, en su habitación de la esquina, encontró a Jonathan leyendo a John Stuart Mill y viendo la novena entrada de un partido de la Serie Mundial.
—¡Qué situación tan desconcertante! —comentó Jonathan—. Siento auténticas punzadas de compasión por los Yankees.
Joey, que nunca veía solo los partidos de béisbol, pero se avenía a verlos en compañía de otros, se sentó en su cama mientras Randy Johnson lanzaba bolas rápidas a un jugador de los Yankees con expresión de derrota. El marcador estaba en 4-0.
—Aún podrían remontar —dijo Joey.
—Eso no va a pasar —respondió Jonathan—. Y perdona, pero ¿desde cuándo un equipo asciende a primera y consigue jugar en la Serie después de sólo cuatro temporadas? Aún no acabo de asimilar la idea de que Arizona tiene equipo.
—Me alegro de que por fin veas la luz de la razón.
—No me malinterpretes. Sigue sin haber mayor placer que una derrota de los Yankees, preferiblemente por una carrera, preferiblemente a causa de una pelota perdida por Jorge Posada, la maravilla sin mentón. Pero éste es el único año en que medio quieres que ganen. Es un sacrificio patriótico que todos tenemos que hacer por Nueva York.
—Yo quiero que ganen ellos todos los años —afirmó Joey, aunque tampoco le quitaba el sueño.
—Ya, ¿y eso a qué viene? ¿No se supone que vas con los Twins?
—Quizá porque mis padres detestan a los Yankees. Mi padre es un forofo de los Twins porque tienen una ficha baja, y naturalmente los Yankees son el enemigo en lo que se refiere a fichas. Y mi madre es una obsesa anti-Nueva York en general.
Jonathan le dirigió una mirada de interés. Hasta ese momento, Joey había contado muy poco de sus padres, sólo lo suficiente para no mostrarse irritantemente misterioso en cuanto a ellos.
—¿Por qué detesta Nueva York?
—No lo sé. Supongo que porque ella es de allí.
En el televisor de Jonathan, Derek Jeter quedó fuera al batear una bola directamente hacia el segundo base, y se acabó el partido.
—Qué mezcla de emociones tan compleja… —dijo Jonathan, apagando el televisor.
—¿Sabes? Ni siquiera conozco a mis abuelos —dijo Joey—. Mi madre tiene una actitud muy extraña hacia ellos. En toda mi infancia nos vinieron a ver una sola vez, durante unas cuarenta y ocho horas. Mi madre se comportó de una manera increíblemente neurótica y falsa todo el tiempo. Otra vez fuimos a verlos nosotros, estando en Nueva York de vacaciones, y también entonces la cosa fue mal. Por mi cumpleaños, me llegaban de ellos unas tarjetas de felicitación con tres semanas de retraso, y mi madre… en fin, digamos que los maldecía por retrasarse tanto, aunque en realidad ellos no tenían la culpa. A ver, ¿cómo iban a acordarse del cumpleaños de alguien a quien nunca veían?
Jonathan fruncía el entrecejo en una expresión pensativa.
—¿De qué parte de Nueva York?
—No lo sé. Algún sitio de las afueras. Mi abuela se dedica a la política. Está en la Asamblea Legislativa del estado o algo así. Es esa clase de señora judía agradable y elegante con quien mi madre, según parece, es incapaz de estar en la misma habitación.
—¡Anda, no me digas! —Jonathan se irguió en la cama—. ¿Tu madre es judía?
—En teoría, sí, supongo.
—¡Chaval, eres judío! ¡No tenía ni idea!
—Digamos que sólo en una cuarta parte —contestó Joey—. Lo tengo muy aguado.
—Podrías emigrar a Israel ahora mismo y nadie te preguntaría nada.
—El sueño de toda mi vida hecho realidad.
—Yo sólo lo digo. Podrías llevar al cinto una Desert Eagle, o pilotar uno de esos cazas a reacción y salir con una auténtica sabra.
Para ilustrar el comentario, Jonathan abrió su ordenador portátil y navegó hasta una web dedicada a imágenes de diosas israelíes bronceadas que llevaban cananas en bandolera, con cartuchos de gran calibre, cruzadas entre los pechos desnudos de copa D.
—No es lo mío —dijo Joey.
—Ni lo mío —convino Jonathan, quizá no del todo sincero—. Yo sólo lo digo, por si acaso fuera lo tuyo.
—Además, ¿no hay un pequeño problema con los asentamientos ilegales y los palestinos privados de derechos?
—¡Sí que hay un problema! El problema es ser un islote de democracia y gobierno prooccidental rodeado de fanáticos musulmanes y dictadores hostiles.
—Ya, pero eso sólo significa que fue una estupidez elegir ese sitio para poner el islote —contestó Joey—. Si los judíos no se hubieran ido a Oriente Próximo, y si no tuviéramos que seguir apoyándolos, tal vez los países árabes no serían tan hostiles con nosotros.
—Oye, chaval, ¿te suena de algo el Holocausto?
—Sí, ya. Pero ¿por qué no fueron a Nueva York? Los habríamos dejado entrar. Aquí habrían podido tener sus sinagogas y demás, y nosotros podríamos haber tenido una relación normal con los árabes.
—Pero el Holocausto tuvo lugar en Europa, que supuestamente era civilizada. Cuando pierdes la mitad de tu población mundial en un genocidio, dejas de confiar en que alguien vaya a protegerte si no lo haces tú mismo.
Joey, incómodo, tomó conciencia de que estaba exhibiendo posturas más propias de sus padres que de él, y que por eso mismo estaba a punto de perder una discusión que ni siquiera le importaba ganar.
—Bien —insistió de todos modos—, pero ¿por qué tiene que ser eso problema nuestro?
—Porque nos toca a nosotros apoyar la democracia y el libre mercado allí donde estén —dijo Jonathan—. Ese es el problema en Arabia Saudita: demasiada gente indignada sin perspectivas económicas. Es eso lo que permite a Ben Laden reclutar gente allí. Coincido plenamente contigo en cuanto a los palestinos. Aquello es un puto criadero de terroristas descomunal. Por eso debemos intentar llevar la libertad a todos los países árabes. Pero eso no vas a conseguirlo dejando en la estacada a la única democracia operativa en toda la región.
Joey admiraba a Jonathan no sólo por lo enrollado que era, sino también por tener el aplomo de no hacerse pasar por estúpido para seguir siéndolo. Dominaba el difícil arte de dar la impresión de que ser inteligente era enrollado.
—Oye —dijo Joey, para cambiar de tema—, ¿se mantiene en pie la invitación para Acción de Gracias?
—¿Que si se mantiene? Ahora estás doblemente invitado. Mi familia no es de esa clase de judíos que se odian a sí mismos. Mis padres se pirran por los judíos. Te tenderán la alfombra roja.
Al día siguiente por la tarde, solo en su habitación y agobiado por no haber hecho aún la llamada prometida a Connie para hablar de la posibilidad de que fuera al médico, Joey, sin proponérselo, abrió el portátil de Jonathan y buscó las fotografías de su hermana, Jenna. Consideró que si iba directamente a las fotos de la familia que éste ya le había enseñado, no estaría husmeando. El entusiasmo demostrado por su compañero de habitación ante su origen judío quizá presagiara una recepción igual de cálida por parte de Jenna, y copió las dos fotografías de ella más favorecedoras en su disco duro, cambiando las extensiones de archivo para que nadie pudiera encontrarlas salvo él; así podía representarse una alternativa concreta a Connie antes de hacerle la temida llamada.
De momento, el panorama femenino en la universidad había resultado poco satisfactorio. En comparación con Connie, las chicas verdaderamente atractivas que había conocido en Virginia parecían todas rociadas con teflón, revestidas de desconfianza hacia las intenciones de él. Incluso las más guapas se maquillaban demasiado y llevaban ropa en exceso formal y se vestían para los partidos de los Cavaliers como si fueran al Derby de Kentucky. Cierto que, en las fiestas, determinadas chicas de segunda fila, después de beber más de la cuenta, le habían dado a entender que era un chico con posibilidades de ligar. Pero por alguna razón, ya fuese porque era un apocado, o porque no le gustaba levantar la voz para hacerse oír por encima de la música, o porque tenía un concepto muy elevado de sí mismo, o porque era incapaz de pasar por alto lo estúpidas y molestas que llegaban a ponerse las chicas después de excederse con el alcohol, pronto desarrolló un prejuicio contra esas fiestas y los consiguientes ligues y decidió que sin lugar a dudas prefería salir por ahí con otros chicos.
Se sentó con el teléfono entre las manos durante largo rato, quizá media hora, mientras en las ventanas el cielo adquiría una coloración gris camino de la lluvia. Esperó tanto, presa de su reticencia, que fue casi como un tiro con arco zen cuando el pulgar, por propia iniciativa, pulsó el botón de marcación rápida correspondiente al número de Connie y el timbre lo arrastró a la acción.
—¡Eh! —contestó ella con su alegre voz de costumbre, una voz que Joey había echado de menos, como comprendió en ese momento—. ¿Dónde estás?
—En mi habitación.
—¿Qué tiempo hace por ahí?
—No sé. Tirando a gris.
—Pues aquí esta mañana nevaba. Ya es invierno.
—Ya, oye… —dijo él—, ¿estás bien?
—¿Yo? —Pareció sorprendida por la pregunta—. Sí. Te echo de menos todos los minutos del día, pero ya empiezo a acostumbrarme.
—Perdóname por haber tardado tanto en llamar.
—No pasa nada. Me encanta hablar contigo, pero entiendo la necesidad de que seamos más disciplinados. Ahora mismo estaba rellenando mi solicitud para Inver Hills. También me he inscrito para las pruebas de acceso a la universidad, para presentarme en diciembre, como tú sugeriste.
—¿Yo sugerí eso?
—Si he de estudiar en serio el próximo otoño, como tú dijiste, eso es lo que tengo que hacer. Me he comprado un libro para saber cómo prepararme. Voy a dedicarle tres horas al día.
—Estás bien de verdad, pues.
—¡Sí! ¿Y tú cómo estás?
Joey se esforzó por conciliar la descripción de Connie ofrecida por Carol con la imagen de lucidez y serenidad que daba por teléfono.
—Anoche hablé con tu madre —dijo él.
—Ya lo sé. Me lo contó.
—Me dijo que está embarazada.
—Sí, un venturoso acontecimiento viene de camino. Creo que serán gemelos.
—¿De verdad? ¿Por qué?
—No lo sé. Lo presiento. Presiento que por alguna razón será algo especialmente horrendo.
—De hecho, toda la conversación fue bastante rara.
—Ya le he dado un toque —dijo Connie—. No volverá a llamarte. Si te llama, avísame y le pararé los pies.
—Dijo que estabas muy deprimida —soltó Joey de pronto.
Ante eso se produjo un repentino silencio, absoluto a la manera de un agujero negro, como sólo Connie era capaz de guardar silencio.
—Dijo que te pasas el día durmiendo y que no comes lo suficiente —continuó Joey—. La noté muy preocupada por ti.
Después de otro silencio, Connie dijo:
—Estuve un poco deprimida durante unos días. Pero eso no era asunto de Carol. Y ahora estoy mejor.
—Pero ¿no necesitarás un antidepresivo o algo así?
—No; estoy mucho mejor.
—Vaya, estupendo —respondió Joey, aunque tuvo la sensación de que por alguna razón aquello no tenía nada de estupendo, de que una debilidad enfermiza y una dependencia pegajosa por parte de ella quizá le habrían proporcionado una escapatoria viable.
—¿Qué, has estado acostándote con otras? —preguntó Connie—. Creía que a lo mejor por eso no llamabas.
—¡No! No. Nada de eso.
—A mí no me importa si lo haces. Quería decírtelo el mes pasado. Eres un hombre, tienes tus necesidades. No espero que seas un monje. Es sólo sexo. ¿Qué más da?
—Bueno, lo mismo digo —respondió él, agradecido, adivinando allí otra posible escapatoria.
—Sólo que a mí eso no va a pasarme —aseguró Connie—. A mí nadie me ve como tú. Soy invisible para los hombres.
—Eso me cuesta creerlo.
—No; es verdad. A veces, en el restaurante, intento ser amable, o incluso coqueteo. Pero es como si fuera invisible. De todas formas, me da igual. Yo sólo quiero estar contigo. Creo que la gente lo percibe.
—Yo también quiero estar contigo —masculló él a su pesar, contraviniendo ciertas directrices de seguridad que se había impuesto a sí mismo.
—Lo sé —dijo ella—. Pero los hombres son distintos, sólo digo eso. Debes sentirte libre.
—La verdad es que he estado haciéndome muchas pajas.
—Ya, yo también. Durante horas y horas. Hay días en que es lo único que me apetece hacer. Quizá por eso Carol piensa que estoy deprimida.
—Pero a lo mejor sí estás deprimida.
—No, sólo me apetece correrme muchas veces. Pienso en ti, y me corro. Pienso un poco más en ti, y me corro un poco más. Es sólo eso.
La conversación degeneró rápidamente en sexo telefónico, cosas que no hacían desde sus primeros tiempos, cuando se veían a escondidas y hablaban en susurros por teléfono desde sus respectivas habitaciones. Ahora había pasado a ser mucho más interesante, porque sabían cómo hablarse. Al mismo tiempo fue como si nunca hubiesen hecho el amor: fue cataclísmico.
—Ojalá pudiera lamerlo de tus dedos —dijo Connie cuando terminaron.
—Estoy lamiéndolo yo por ti —contestó Joey.
—Así me gusta. Lámelo por mí. ¿Sabe bien?
—Sí.
—Siento el sabor en mi boca, te lo juro.
—Yo también siento tu sabor.
—Cariño…
Cosa que llevó inmediatamente a más sexo telefónico, esta vez una versión más nerviosa, ya que las clases vespertinas de Jonathan estaban a punto de acabarse y pronto volvería.
—Amor mío —dijo Connie—. Ay, mi amor, mi amor.
Joey, cuando alcanzó de nuevo el climax, creyó ser Connie en su habitación de Barrier Street, que su propia espalda arqueada era la espalda arqueada de ella, que sus propios pechos pequeños eran los pequeños pechos de ella. Tendidos, respiraban por el móvil como una sola persona. La noche anterior se había equivocado al decirle a Carol que era ella, no él, la responsable de la manera de ser de Connie. Ahora percibía en su propio cuerpo cómo cada uno había transformado al otro en quien era.
—Tu madre quiere que pase Acción de Gracias con vosotros —dijo él al cabo de un rato.
—No tienes por qué. Acordamos que intentaríamos esperar nueve meses.
—Pues se puso un poco borde con el tema.
—Mi madre es así: una borde. Pero ya le he dado un toque, y no volverá a ocurrir.
—¿A ti te da igual lo que haga, pues?
—Tú ya sabes lo que quiero. El día de Acción de Gracias no tiene nada que ver con eso.
Por motivos paradójicamente opuestos, Joey albergaba la esperanza de que Connie, al igual que Carol, insistiera en que regresara para pasar las fiestas con ellos. Por un lado, quería verla y acostarse con ella y, por otro, quería encontrar cualquier cosa que echarle en cara, para tener algo a lo que resistirse y de lo que escapar. En cambio, ella, con su lucidez serena, recolocaba un anzuelo del que durante un tiempo, en las últimas semanas, él había conseguido zafarse a medias. Lo recolocaba clavándolo más hondo que nunca.
—Creo que debería colgar ya —dijo Joey—. Jonathan está a punto de llegar.
—De acuerdo —respondió Connie, y lo dejó marchar.
La conversación se había desviado tan disparatadamente de las expectativas de Joey que ya ni siquiera recordaba cuáles eran esas expectativas. Se levantó de la cama como si aflorara a la superficie a través de un agujero de gusano en el tejido de la realidad, con el corazón acelerado, la visión alterada, y deambuló por la habitación bajo la mirada conjunta de Tupac y Natalie Portman. Connie siempre lo había atraído mucho. Siempre. ¿Y por qué ahora, pues, entre todos los posibles momentos inoportunos, se veía arrastrado, como si fuera la primera vez, por una resaca tan colosal de auténtica atracción por ella? ¿Cómo era posible que después de años de hacer el amor con ella, años de despertar ella su ternura y sentimiento de protección, precisamente ahora se viese absorbido por tan poderosas aguas de afecto? ¿Que se sintiera vinculado a ella de una manera tan temiblemente trascendental? ¿Por qué ahora?
Allí algo fallaba, algo fallaba, sabía que algo fallaba. Se sentó ante su ordenador para ver las fotografías de la hermana de Jonathan e intentar restablecer cierto orden. Por suerte, antes de devolver a los archivos las extensiones JPG y ser sorprendido in fraganti, llegó el propio Jonathan.
—Mi hombre, mi hermano judío —dijo, desplomándose en la cama como la víctima de un disparo—. ¿Qué tal?
—Qué tal —respondió Joey, apresurándose a cerrar una ventana gráfica.
—Vaya, Dios mío, aquí el aire huele un poco a cloro. ¿Has ido a la piscina o qué?
En ese preciso momento, Joey estuvo a punto de contárselo todo a su compañero de habitación, su historia completa con Connie hasta la fecha. Pero el mundo de ensueño en que había estado, el espacio abisal de identidades sexualmente fusionadas, retrocedía rápidamente ante la presencia masculina de Jonathan.
—No sé de qué hablas —respondió con una sonrisa.
—Abre una ventana, por Dios. O sea, me caes bien y tal, pero aún no estoy dispuesto a llegar al final contigo.
Tomándose en serio la queja de Jonathan, a partir de entonces Joey abría siempre las ventanas. Volvió a telefonear a Connie al día siguiente, y otra vez al cabo de dos días. Aparcó calladamente sus sólidos argumentos contra las llamadas demasiado frecuentes y recurrió agradecido al sexo telefónico como sucedáneo de su solitaria masturbación en la biblioteca de ciencias, que ahora se le antojaba una sórdida aberración de la que le daba vergüenza acordarse. Logró convencerse de que, siempre y cuando eludiese el parloteo cotidiano sobre las últimas novedades y hablase exclusivamente de sexo, no había inconveniente en explotar esa laguna en su por lo demás estricta prohibición de contacto excesivo. Sin embargo, conforme siguieron explotándolo, y octubre dio pasó a noviembre y los días se acortaron, cayó en la cuenta de que su contacto se volvía tanto más profundo y real al oír a Connie poner en palabras finalmente las cosas que habían hecho y las cosas que ella imaginaba que harían en el futuro. Esta mayor profundidad resultaba en cierto modo extraña, ya que lo único que hacían era llevarse mutuamente al orgasmo. Pero en retrospectiva él tenía la impresión de que, en Saint Paul, el silencio de Connie había constituido una especie de barrera protectora: había dado a sus coitos lo que los políticos llamaban «negabilidad». Descubrir, de pronto, que el sexo había quedado plenamente registrado en ella como lenguaje —como palabras que era capaz de pronunciar de viva voz— la convertía para él en una persona mucho más real. Ninguno de los dos podía ya fingir que eran sólo jóvenes animales mudos absortos en lo suyo mecánicamente. Con las palabras, todo era más arriesgado, las palabras no tenían límites, las palabras creaban su propio mundo. Una tarde, según la descripción de Connie, su clítoris excitado creció hasta alcanzar una longitud de veinte centímetros, un lápiz descollante de ternura con el que separaba delicadamente los labios del pene de Joey y descendía hasta la base de su verga. Otro día, a instancias de ella, Joey le describió la consistencia lustrosa y cálida de sus cagarros mientras salían del ano y caían en la boca abierta de él, donde, como aquello eran sólo palabras, sabían a excelente chocolate negro. Siempre y cuando las palabras de Connie continuaran en su oído, alentándolo, él no se avergonzaba de nada. Regresaba al agujero de gusano tres o cuatro o incluso cinco veces por semana, desaparecía en el mundo que los dos habían creado, y después resurgía y cerraba las ventanas y salía al comedor o iba al salón de su residencia y, sin esfuerzo, practicaba la afabilidad superficial que le exigía la vida universitaria.
Como Connie había dicho, era sólo sexo, y el permiso concedido por ella para buscarlo en otra parte estaba muy presente en la cabeza de Joey cuando viajó con Jonathan a Nova para el día de Acción de Gracias. Iban en el Land Cruiser de Jonathan, que había recibido como regalo de graduación en el instituto y aparcaba cerca del campus en manifiesto desafío a la prohibición de coches durante el primer curso. Joey tenía la impresión, por influencia del cine y las novelas, de que era mucho lo que podía ocurrir en muy poco tiempo cuando se daba rienda suelta a los estudiantes universitarios en Acción de Gracias. A lo largo del otoño, se había cuidado mucho de preguntarle a Jonathan por su hermana, Jenna, pensando que nada ganaba con suscitar los recelos de su amigo prematuramente. Pero apenas mencionó a Jenna en el Land Cruiser, comprobó que toda su cautela había sido en balde. Jonathan le dirigió una mirada de complicidad y dijo:
—Tiene un novio muy serio.
—No lo dudo.
—Ah, no, perdona, me he expresado mal. Debería haber dicho que ella va muy en serio con un novio que, de hecho, es un tipo ridículo y un idiota de primera. No insultaré mi propia inteligencia preguntándote por qué me preguntas por ella.
—Era sólo por cortesía —respondió Joey.
—Ja, ja. Cuando Jenna se marchó por fin a la universidad, fue muy interesante averiguar quienes eran mis amigos de verdad y a cuáles les interesaba venir a casa sólo si ella estaba. Resultó que estos eran más o menos el cincuenta por ciento.
—Yo tuve el mismo problema, pero no con mi hermana —dijo Joey, sonriendo al acordarse de Jessica—. En mi caso, eran un futbolín, un hockey de mesa y un barril de cerveza a presión.
Y con la libertad que da estar en la carretera, procedió a contarle a Jonathan las circunstancias de sus dos últimos años de instituto. Su compañero escuchó con relativa atención, pero sólo mostró interés en una parte de la historia, la relativa al tiempo que vivió con su novia.
—¿Y dónde está esa persona ahora?
—En Saint Paul. Sigue en su casa.
—No jodas —dijo Jonathan, muy impresionado—. Pero un momento. Esa chica que Casey vio entrar en nuestra habitación en el Yom Kippur… no sería ésa, ¿verdad?
—Pues sí —respondió Joey—. Rompimos, pero tuvimos una especie de recaída.
—¡Eres un embustero de mierda! Me dijiste que era sólo un ligue.
—No. Sólo dije que no quería hablar del tema.
—Me hiciste creer que era un ligue. Me parece increíble que la trajeras intencionadamente cuando yo no estaba.
—Como te he dicho, tuvimos una recaída. Ya hemos roto.
—¿En serio? ¿No hablas con ella por teléfono?
—Sólo un poco. Está muy deprimida.
—Me impresiona lo listillo y embustero que me has salido.
—No soy un embustero.
—Dijo el embustero. ¿Tienes una foto de ella en tu ordenador?
—No —mintió Joey.
—Joey el semental secreto —dijo Jonathan—. Joey el fugitivo. Dios mío. Ahora te entiendo mejor.
—Vale, pero aún soy judío, así que aún tengo que caerte bien.
—No he dicho que me caigas mal. He dicho que ahora te entiendo mejor. Me la trae floja que tengas novia, no se lo diré a Jenna. Pero te aviso ya mismo: tú no tienes la llave de su corazón.
—¿Y cuál es?
—Un empleo en Goldman Sachs. Eso es lo que tiene su novio. Según él mismo, su ambición consiste en haber amasado cien millones a los treinta años.
—¿Estará en casa de tus padres?
—No; está en Singapur. Acabó la carrera el año pasado, y lo mandan ya al puto Singapur para no sé qué rollo, una operación de mil millones de dólares que lo tiene ocupado día y noche. Muchacho, mi hermana estará sola en casa suspirando por él.
El padre de Jonathan era el fundador e ínclito presidente de un laboratorio de ideas destinado a la promoción del ejercicio unilateral de la supremacía militar estadounidense con el objetivo de conseguir un mundo más libre y más seguro, sobre todo para Estados Unidos e Israel. A lo largo de octubre y noviembre, rara vez pasaba una semana sin que Jonathan le mostrase a Joey un artículo de opinión en el Times o el Journal en que su padre se explayaba sobre la amenaza del islamismo radical. También lo habían visto en News Hour y en Fox News. Tenía la boca llena de dientes excepcionalmente blancos que resplandecían cada vez que hablaba, y aparentaba edad suficiente para ser el abuelo de Jonathan. Además de Jonathan y Jenna, tenía otros tres hijos mucho mayores de anteriores matrimonios, más dos ex esposas.
La casa de su tercer matrimonio estaba en McLean, Virginia, en una arbolada calle sin salida que semejaba una visión del lugar donde Joey quería vivir en cuanto se hiciese rico. Dentro de la casa, de suelos de roble de veta fina, parecía haber un sinfín de habitaciones que daban a un barranco boscoso donde los pájaros carpinteros volaban vertiginosamente entre árboles en su mayor parte deshojados. Pese a haberse criado en una casa que consideraba llena de libros y buen gusto, Joey se quedó atónito ante la cantidad de libros encuadernados en tapa dura y la evidente gran calidad del botín multicultural que el padre de Jonathan había acumulado durante sus distinguidas etapas de residencia en el extranjero. Si Jonathan se había sorprendido al enterarse de las aventuras de Joey en el instituto, éste no se sorprendía menos ahora al ver el lujoso entorno de clase alta del que procedía su compañero de habitación, un chico desordenado y de modales más bien toscos. Lo único que desentonaba realmente era la recargada y chabacana parafernalia judía, dispuesta en distintos huecos y rincones. Al ver a Joey hacer una mueca ante una menorá plateada especialmente monstruosa, Jonathan le aseguró que era en extremo antigua, rara y valiosa.
La madre de, Jonathan, Tamara, que en su día había sido un auténtico bombón y que en cierto modo todavía lo era, le enseñó a Joey la lujosa habitación con cuarto de baño que sería para su uso exclusivo.
—Jonathan me ha dicho que eres judío —comentó.
—Sí, eso parece —contestó Joey.
—Pero ¿no practicante?
—De hecho, ni siquiera era consciente de serlo hasta hace un mes.
Támara negó con la cabeza.
—Eso no lo entiendo —dijo—. Sé que es muy habitual, pero nunca lo he entendido.
—Tampoco es que fuera cristiano ni nada por el estilo —aclaró Joey a modo de excusa—. No era un asunto importante.
—Bueno, bienvenido seas a esta casa. Quizá encuentres interesante conocer un poco mejor tu legado. Como verás, Howard y yo no somos especialmente conservadores. Sólo pensamos que es importante ser consciente y preservar la memoria.
—Aquí te meterán en vereda a latigazos —dijo Jonathan.
—No te preocupes, serán latigazos muy delicados —le aseguró Tamara con una sonrisa a lo MQMF.
—Me parece muy bien —dijo Joey—. Estoy dispuesto a lo que haga falta.
En cuanto pudieron, los dos se escaparon a la sala de juegos del sótano, cuyo equipamiento habría eclipsado incluso el del gran salón de Blake y Carol. Prácticamente se habría podido jugar al tenis en la superficie de fieltro azul de la mesa de billar de caoba. Jonathan introdujo a Joey en un juego complicado, interminable y frustrante que se llamaba Billar Vaquero y requería una mesa sin mecanismo central de recolección de bolas. Cuando Joey se disponía a sugerir que lo dejaran para pasar al hockey de mesa, juego en el que poseía una pericia aniquiladora, bajó la hermana, Jenna. Desde la cima de sus dos años de ventaja, reconoció apenas la presencia de Joey y empezó a hablar de apremiantes asuntos familiares con su hermano.
Joey comprendió de pronto, como nunca antes, a qué se refería la gente al decir «quedarse sin aliento». Jenna poseía esa inquietante belleza ante la que todo alrededor, incluso las funciones orgánicas básicas del observador, se veía relegado al rango de consideración secundaria. Al lado de su silueta y su tez y su estructura ósea, las facciones que él tanto había admirado en otras chicas «guapas» ahora le parecían burdas aproximaciones a la belleza; ni siquiera sus fotos le hacían justicia. Tenía el pelo espeso y reluciente, de un rubio rojizo, y llevaba un chándal de Duke un par de tallas grandes y un pantalón de pijama de franela, que, lejos de ocultar la perfección de su cuerpo, ponían de manifiesto el poder de éste para imponerse incluso a las prendas más holgadas. Todos los demás objetos en los que Joey posaba la vista en la sala de juegos se distinguían sólo por el hecho de no ser ella: todo era la misma bazofia. Y sin embargo, cuando Joey conseguía por fin lanzarle una mirada furtiva, tenía el cerebro tan alterado que no veía gran cosa. En conjunto, aquello le resultó extrañamente agotador. No sabía qué cara poner que no resultase falsa y afectada. Tenía viva conciencia de estar allí plantado, con la mirada fija en el suelo y una mueca estúpida, mientras ella y su hermano, asombrosamente impertérrito, discutían sobre la expedición a Nueva York que ella se proponía hacer el viernes para ir de tiendas.
—No puedes endosarnos el Cabriolet —protestó Jonathan—. Montados en ese trasto, Joey y yo pareceríamos una pareja de hecho.
El único defecto evidente de Jenna era su voz, que era aflautada e infantil.
—Sí, claro —dijo—. Una pareja de hecho con vaqueros caídos hasta medio culo.
—Es sólo que no entiendo por qué no puedes ir tú a Nueva York en el Cabriolet —replicó Jonathan—. No sería la primera vez.
—Porque mamá no me deja. No en un puente de fin de semana. El Land Cruiser es más seguro. Te lo devolveré el domingo.
—¿Lo dices en serio? El Land Cruiser es una máquina de volcar. Es un peligro mortal.
—Eso díselo a mamá. Dile que tu coche de estudiante de primero es una máquina de volcar peligrosa y que por eso no puedo llevármelo a Nueva York.
—¡Eh! —Jonathan se volvió hacia Joey—. ¿A ti te apetecería pasar el fin de semana en Nueva York?
—¡Claro!
—Tú coge el Cabriolet —dijo Jenna—. Por tres días no te pasará nada.
—No, si me parece una idea genial —dijo Jonathan—. Podemos viajar todos a Nueva York en el Land Cruiser e ir de compras. Puedes ayudarme a buscar un pantalón que esté a la altura de tus exigencias.
—¿Quieres saber las razones por las que ese plan no es ni mínimamente viable? Para empezar, no tenéis dónde alojaros.
—¿Por qué no podemos instalarnos contigo en casa de Nick? ¿Él no está en… Singapur o algo así?
—Nick no querrá que una panda de pipiolos de primero de universidad invadan su apartamento. Además, quizá vuelva el sábado por la noche.
—Dos no son una panda. Sólo seríamos yo y mi compañero de habitación de Minnesota, un chico increíblemente ordenado.
—Soy muy ordenado —aseguró Joey.
—No lo dudo —dijo ella desde su pedestal, con nulo interés. Aun así, la presencia de Joey parecía dificultar su resistencia: no podía mostrarse tan displicente con un desconocido como con su propio hermano—. En el fondo me da igual. Se lo preguntaré a Nick. Pero si él dice que no, no podréis venir.
En cuanto ella se marchó, Jonathan chocó los cinco con Joey.
—New York, New York —canturreó—. Seguro que podremos instalarnos en casa de la familia de Casey si Nick se pone tan gilipollas como de costumbre. Viven por el Upper East Side.
Joey estaba sencillamente anonadado por la belleza de Jenna. Penetró en el espacio que ella había ocupado, que olía ligeramente a pachulí. El hecho de que pudiera pasar todo un fin de semana cerca de ella, por la pura casualidad de ser compañero de habitación de Jonathan, se le antojaba una especie de milagro.
—Tú también, veo —dijo Jonathan, negando con la cabeza con gesto pesaroso—. He aquí la historia de mi joven vida.
Joey se sintió enrojecer.
—Lo que no me explico es cómo has salido tú tan feo.
—Ja, ya sabes lo que dicen de los padres mayores. Mi padre tenía cincuenta y un años cuando nací, hubo dos años cruciales de deterioro genético. No todos los chicos son niños bonitos como tú.
—No me había dado cuenta de que sintieras eso por mí —respondió Joey.
—Pero ¿qué dices? Yo sólo busco la belleza en las chicas, donde tiene que estar.
—Anda y que te den por culo, niño rico.
—Niño bonito, niño bonito.
—Que te den por culo. Venga, vamos a jugar a hockey, y ya verás la paliza que te meto.
—Bueno, mientras lo que quieras meterme sea sólo una paliza…
Pese a las amenazas de Tamara, durante la estancia de Joey en McLean afortunadamente no hubo mucho adoctrinamiento religioso, ni de hecho interacción paterna invasiva de ningún tipo. Jonathan y él se apalancaron ante el home cinema del sótano, provisto de asientos abatibles y una pantalla de cien pulgadas, y allí se quedaron hasta las cuatro de la madrugada viendo programas malos de televisión y calumniando el uno al otro su heterosexualidad. El día de Acción de Gracias, cuando por fin se despertaron, llegaba ya a la casa una multitud de parientes. Como Jonathan estaba obligado a hablar con ellos, Joey, sin darse cuenta, acabó flotando por las preciosas habitaciones como una molécula de helio, dedicándose a dibujar líneas visuales por las que podría pasar Jenna o, mejor aún, en las que podría posarse. La inminente excursión a Nueva York, para la que asombrosamente su novio había dado el visto bueno, era una apuesta segura: dispondría, como mínimo, de dos largos viajes en coche para impresionarla. De momento, sólo quería que su vista se acostumbrara a ella, que mirarla no le fuese tan imposible. Llevaba un recatado vestido de cuello alto, un vestido «amistoso», y sabía maquillarse muy bien o apenas se maquillaba. Joey reparó en sus buenos modales, puestos de manifiesto en su paciencia con los tíos calvos y las tías con liftings que al parecer tenían muchas cosas que contarle.
Antes de servirse la cena, Joey se escabulló a su habitación para telefonear a Saint Paul. En su presente estado, llamar a Connie quedaba descartado; la vergüenza por sus conversaciones obscenas, curiosamente adormecida durante todo el otoño, ahora empezaba a dejarse notar. Otra cosa eran sus padres, aunque sólo fuese por los cheques de su madre que venía haciendo efectivos.
En Saint Paul fue su padre quien cogió el teléfono, y habló con él durante no más de dos minutos antes de entregarle el auricular a su madre, cosa que Joey interpretó como una especie de traición. La verdad era que sentía bastante respeto por su padre —por la coherencia de sus críticas; por el rigor de sus principios—, y habría sentido aún más si su padre no hubiese sido tan deferente con su madre. A Joey le habría venido bien un poco de respaldo masculino, y sin embargo su padre siempre se lo quitaba de encima para endilgárselo a su madre y se desentendía de los dos.
—Eh, hola —dijo ella con una calidez que le erizó el vello.
De inmediato, tomó la determinación de tratarla con severidad, pero, como tantas veces, ella lo desarmó mediante su humor y su arrolladora risa. Casi sin saber cómo, ya le había descrito todo el panorama en McLean, excluyendo a Jenna.
—¡Una casa llena de judíos! —exclamó Patty—. Muy interesante para ti.
—Tú misma eres judía. Y eso me convierte a mí en judío. Y a Jessica, y a los hijos de Jessica si algún día los tiene.
—No, eso es sólo para quienes se han creído el cuento. —Después de tres meses en el este, Joey percibía en ella cierto acento de Minnesota—. Verás, por lo que se refiere a la religión, eres sólo lo que tú dices que eres. Nadie más puede decirlo por ti.
—Pero tú no tienes ninguna religión.
—Precisamente a eso voy. Esa fue una de las pocas cosas en que estuvimos de acuerdo mis padres y yo, alabados sean: en que la religión es una estupidez. Aunque, por lo visto, mi hermana ahora discrepa de mí, lo que significa que nuestro historial de discrepancia acerca de absolutamente todo sigue intacto.
—¿Qué hermana?
—Tu tía Abigail. Por lo visto, está muy metida en la Cábala y en el redescubrimiento de sus raíces judías, por así decirlo. ¿Cómo lo sé?, te preguntarás. Porque nos llegó una de esas cartas en cadena, o de hecho un e-mail, sobre la Cábala, firmada por ella. No me pareció de recibo, así que cogí y le contesté, pidiéndole que por favor no me enviara más cartas en cadena, y ella me respondió hablándome de su Viaje.
—Ni siquiera sé qué es la Cábala —dijo Joey.
—Ah, seguro que Abigail te lo explicaría encantada, si alguna vez te apetece ponerte en contacto con ella. Es muy Importante y Místico; creo que Madonna también anda metida, y con eso ya está dicho todo.
—¿Madonna es judía?
—Sí, claro, Joey, por eso se llama así —se burló su madre.
—Bueno, el caso es que yo intento planteármelo con una mentalidad abierta —contestó—. No me apetece rechazar algo sobre lo que todavía ni siquiera he averiguado nada.
—Eso está bien. ¿Y quién sabe? A lo mejor incluso te es útil.
—A lo mejor —repitió él con frialdad.
En la larguísima mesa del comedor, le tocó sentarse en el mismo lado que Jenna, lo que le ahorró tenerla ante sus ojos y le permitió concentrarse en la conversación con uno de los tíos calvos, quien dio por supuesto que era judío y lo obsequió con una descripción de su reciente viaje de trabajo-barra-ocio a Israel. Joey fingió estar familiarizado y quedar muy impresionado con gran parte de lo que para él era totalmente ajeno: el Muro de las Lamentaciones y sus túneles, la Torre de David, Masada, Yad Vashem. Un rencor de efecto retardado hacia su madre, unido a la magnificiencia de la casa y la fascinación con Jenna y cierto sentimiento desconocido de auténtica curiosidad intelectual, lo llevó a concebir el sincero deseo de ser más judío: de ver cómo podía llegar a sentirse uno con esa clase de pertenencia.
El padre de Jonathan y Jenna, en el extremo opuesto de la mesa, pontificaba sobre política exterior, explayándose de manera tan imperiosa que, poco a poco, las demás conversaciones se apagaron. Las carnosidades que le colgaban del cuello, semejantes a las de un pavo, se notaban más en vivo que por televisión, y resultó que su sonrisa blanca-blanca destacaba tanto a causa de la pequeñez de su cráneo, que casi parecía haberse encogido. La circunstancia de que una persona tan marchita hubiese engendrado a la asombrosa Jenna se le antojó a Joey algo tan enigmático como su propia eminencia. Hablaba del «nuevo libelo de sangre» que circulaba en el mundo árabe, la mentira de que no había judíos en las Torres Gemelas el 11-S, y de la necesidad, en tiempos de emergencia nacional, de contrarrestar esas mentiras malignas con benévolas medias verdades. Habló de Platón como si hubiese sido personalmente instruido por él sentado a sus pies atenienses. Llamaba a los miembros del gabinete presidencial por su nombre de pila, explicando que «nosotros» hemos estado «presionando» al presidente para que aproveche este momento histórico único, resuelva un estancamiento geopolítico sin solución y expanda radicalmente el ámbito de la libertad. En épocas normales, dijo, la gran masa de la opinión pública norteamericana era aislacionista e ignorante, pero los atentados terroristas «nos» habían proporcionado una oportunidad de oro, la primera desde el final de la Guerra Fría, para que «el filósofo» (qué filósofo, exactamente, no le quedó claro a Joey, o acaso se le escapara una mención anterior) interviniera y uniese al país en apoyo de la misión que, como había revelado su filosofía, era correcta y necesaria.
—Tenemos que aprender a no sentirnos incómodos por forzar algunos datos —dijo, con su sonrisa, a un tío que había puesto en duda discretamente la capacidad nuclear de Iraq—. Nuestros medios de comunicación modernos son sombras muy borrosas en la pared, y el filósofo tiene que estar dispuesto a manipular dichas sombras al servicio de una verdad mayor.
Entre el impulso de Joey por impresionar a Jenna y la irrupción de este impulso en forma de palabras reales existió sólo un breve segundo de terror en caída libre.
—Pero ¿cómo sabe que es la verdad? —preguntó, levantando la voz.
Todas las cabezas se volvieron hacia él, y el corazón empezó a palpitarle con fuerza.
—Nunca lo sabemos con certeza —dijo el padre de Jenna, recurriendo al truco de la sonrisa—. En eso tienes razón. Pero cuando descubrimos que nuestra comprensión del mundo, basada en décadas de atento estudio empírico por parte de las mentes más brillantes, concuerda sorprendentemente con el principio inductivo de la libertad humana universal, tenemos un buen indicio de que nuestro pensamiento está al menos bastante bien encaminado.
Joey movió la cabeza en un entusiasta gesto de asentimiento, para manifestar su total y profunda conformidad, y se sorprendió cuando, a su pesar, insistió:
—Pero podría decirse que, en cuanto empezamos a mentir sobre Iraq, no somos mejores que los árabes con su mentira de que el 11-S no murió ningún judío.
El padre de Jenna, sin inmutarse lo más mínimo, dijo:
—Eres un joven muy inteligente, ¿eh?
Joey no supo si el comentario era irónico.
—Según Jonathan, eres un excelente estudiante —prosiguió el viejo con amabilidad—. Y supongo, pues, que ya has pasado por la experiencia de sentir frustración ante personas que no son tan inteligentes como tú. Personas que no sólo son incapaces de reconocer ciertas verdades cuya lógica para ti es evidente, sino que, además, se niegan a hacerlo. Y ni siquiera parece importarles que su lógica sea defectuosa. ¿Nunca has sentido esa clase de frustración?
—Pero eso es porque son libres —dijo Joey—. ¿La libertad no es eso? ¿El derecho a pensar lo que uno quiere? Y sí, lo admito, a veces es un coñazo.
En torno a la mesa, los comensales rieron entre dientes.
—En eso tienes toda la razón —convino el padre de Jenna—. La libertad es un coñazo. Y por eso precisamente es tan importante que aprovechemos la oportunidad que se nos ha presentado este otoño. Conseguir, por cualquier medio a nuestro alcance, que una nación de personas libres se desprenda de su lógica defectuosa y se adhiera a una lógica mejor.
Incapaz de seguir siendo el centro de atención un solo segundo más, Joey asintió con la cabeza en un gesto aún más entusiasta.
—Tiene razón —dijo—. Ya veo, sí, tiene razón.
El padre de Jenna continuó desembuchando datos forzados y opiniones firmes de los que Joey apenas oyó nada. Le palpitaba todo el cuerpo por la emoción de haber manifestado su punto de vista y haber sido oído por Jenna. Estaba recuperando la sensación que había perdido en otoño, la sensación de ser un protagonista. Cuando Jonathan se levantó de la mesa, Joey, vacilante, se puso en pie y lo siguió hasta la cocina, donde reunieron vino no consumido suficiente para llenarse sendos vasos de medio litro.
—Eh, chaval —dijo Joey—, no hay que mezclar así el tinto y el blanco.
—Es rosado, memo —contestó Jonathan—. ¿Desde cuándo vas de enólogo?
Se llevaron sus vasos rebosantes al sótano y consumieron el vino mientras jugaban al hockey de mesa. Joey aún se sentía palpitar tanto que apenas notó los efectos, y menos mal, porque el padre de Jonathan bajó y se unió a ellos.
—¿Y si jugamos un rato al Billar Vaquero? —propuso, frotándose las manos—. ¿Supongo que Jonathan ya te ha enseñado el juego de la casa?
—Sí, se me da fatal —admitió Joey.
—Es el rey de todos los juegos de billar. Combina lo mejor del billar francés y el billar americano —dijo el viejo mientras colocaba la bola 1, la bola 3 y la bola 5 en sus sitios correspondientes.
A Jonathan, la presencia de su padre parecía abochornarlo un poco, cosa que interesó a Joey, ya que tendía a dar por supuesto que sólo sus propios padres podían abochornar a alguien.
—Tenemos otra regla especial de la casa que estoy dispuesto a aplicarme esta noche. ¿Tú qué opinas, Jonathan? La finalidad es impedir que un jugador muy hábil sitúe la bola blanca en buena posición para colar la 5 y anotarse los puntos. Vosotros sí podréis hacerlo, en el supuesto de que dominéis ya el tiro directo con la bola blanca, mientras que yo estoy obligado a hacer una carambola o meter una de las otras bolas cada vez que meta la 5.
Jonathan puso los ojos en blanco.
—Ya, nos parece muy bien, papá.
—Venga, pongamos las bolas en marcha.
Joey y Jonathan se miraron y prorrumpieron en risitas de mofa. El viejo ni se dio cuenta.
A Joey le fastidiaba jugar tan mal a algo, y los efectos del vino se pusieron de manifiesto cuando el viejo le dio unas cuantas pistas que sólo sirvieron para demostrar que jugaba aún peor. Jonathan, entretanto, competía con intensidad, esforzándose con una expresión de absoluta seriedad que Joey no le había visto hasta entonces. Durante una de sus series más largas de jugadas sucesivas, su padre se llevó a Joey aparte y le preguntó por sus planes para el verano.
—Para eso aún falta mucho —contestó él.
—No tanto, en realidad. ¿Cuáles son tus principales áreas de interés?
—Básicamente necesito ganar dinero, y quedarme en Virginia. Me pago yo los estudios.
—Eso me ha contado Jonathan. Me parece una ambición loable. Y perdona si me meto donde no debo, pero me ha dicho mi mujer que empiezas a desarrollar cierto interés por tu legado judío sin haber sido educado en la fe. No sé si eso tiene algo que ver con tu decisión de abrirte paso en la vida por ti mismo, pero si es el caso, quiero felicitarte por tu pensamiento independiente y por el valor que eso presupone. A su debido tiempo, incluso es posible que vuelvas para guiar a tu familia en su propia exploración.
—Desde luego, lamento no saber nada al respecto.
El viejo negó con la cabeza con el mismo gesto de desaprobación que su esposa.
—Tenemos la tradición más maravillosa y perdurable del mundo —dijo—. Creo que debería ejercer especial atracción entre los jóvenes de hoy en día, porque tiene que ver con la elección personal. Nadie le dice a un judío qué debe creer. Uno tiene que decidirlo por sí solo. Puedes elegir tus propias aplicaciones y funcionalidades, por así decirlo.
—Ya, muy interesante —respondió Joey.
—¿Y qué otros planes tienes? ¿Te interesa una carrera en el mundo de la empresa, tal como por lo visto interesa a todos en estos tiempos?
—Sí, por supuesto. Tengo la intención de especializarme en Empresariales.
—Eso está bien. Querer ganar dinero no tiene nada de malo. La verdad es que yo no tuve que ganármelo, aunque admito sin ningún empacho que he administrado bien el que recibí. Estoy muy en deuda con mi bisabuelo de Cincinnati, que llegó aquí sin nada. Este país le dio una oportunidad y la libertad de sacarle el máximo provecho a sus aptitudes. Por eso decidí dedicar mi vida a lo que la he dedicado: a honrar esa libertad y asegurarme de que en el siglo que ahora empieza Estados Unidos disfrute de las mismas ventajas. Ganar dinero no tiene nada de malo, nada en absoluto. Pero en tu vida debe haber algo más que eso. Debes elegir de qué bando estás, y luchar por él.
—Coincido plenamente —dijo Joey.
—Es posible que este verano haya algún empleo bien pagado en el Instituto, si te interesa hacer algo por tu país. Nuestra recaudación de fondos se ha disparado desde los atentados, cosa muy gratificante. Podrías plantearte solicitar una plaza si ése es tu deseo.
—¡Por supuesto! —exclamó Joey. Al oírse, tuvo la sensación de ser él mismo uno de los jóvenes interlocutores de Sócrates, cuyos diálogos, página tras página, consistían en variaciones de «Sí, incuestionablemente» y «Sin duda así debe ser»—. Me parece una idea excelente. Presentaré la solicitud, por supuesto.
Dándole demasiado efecto abajo a la bola blanca, Jonathan marró el tiro inesperadamente, y quedaron así anulados todos los puntos que había acumulado en su serie.
—¡Mierda! —exclamó, y por si no había quedado claro, añadió—: ¡Mierda!
Golpeó el borde de la mesa con el taco, a lo que siguió un momento un poco incómodo.
—Debes ser especialmente cuidadoso cuando has sumado muchos tantos en una serie —dijo su padre.
—Ya lo sé, papá. Ya lo sé. Iba con mucho cuidado. Es sólo que vuestra conversación me ha distraído un poco.
—Joey, ¿te toca a ti?
¿Por qué presenciar el hundimiento de un amigo le producía el deseo incontrolable de sonreír? Experimentó un maravilloso sentimiento de liberación por no tener que interactuar así con su propio padre. A cada instante que pasaba, sentía que recobraba la buena suerte. En interés de Jonathan, se alegró de fallar su siguiente tiro.
Pero Jonathan se cabreó con él de todos modos. Después de marcharse su padre, vencedor en dos ocasiones, empezó a llamar a Joey maricón de maneras ya menos graciosas y para acabar dijo que ir a Nueva York con Jenna ya no le parecía tan buena idea.
—¿Por qué no? —preguntó Joey, acongojado.
—No lo sé. No me apetece, así de sencillo.
—Pero será una pasada. Podemos intentar entrar en la Zona Cero y ver cómo ha quedado.
—Está prohibido el acceso. No se ve nada.
—También quiero ver dónde ruedan el programa Today show.
—Es una tontería. Sólo es una ventana.
—Venga, es Nueva York. Tenemos que ir.
—Ve tú con Jenna, pues. En definitiva, eso es lo que quieres, ¿no? Ve a Manhattan con mi hermana, y luego trabaja para mi padre el verano que viene. Y mi madre monta muy bien a caballo. Quizá también quieras salir a montar con ella.
El único lado malo de la buena suerte de Joey eran los momentos en que parecía llegarle a costa de otra persona. Como él no conocía la envidia, se impacientaba con las manifestaciones de dicho sentimiento en otros. En el instituto, más de una vez había tenido que poner fin a la amistad con chicos incapaces de asumir que él tuviese tantos amigos más. En esos casos, pensaba: madura de una puta vez. Pero su amistad con Jonathan no admitía esa clase de fin, al menos durante el resto del curso académico, y si bien a Joey le molestó su enfurruñamiento, entendía plenamente el dolor de ser hijo.
—Vale —dijo—. Nos quedaremos aquí. Puedes enseñarme Washington. ¿Es eso lo que prefieres?
Jonathan se encogió de hombros.
—Lo digo en serio —insistió Joey—. Quedémonos en Washington.
Jonathan reflexionó un momento. Por fin contestó:
—Lo tenías en el bolsillo. Con todo ese rollo sobre la mentira noble… Lo tenías en un puño, y de pronto te descuelgas con esa sonrisa de comemierda. Eres un puto maricón lameculos, das pena.
—Ya, pero tú tampoco has dicho ni pío, como he podido comprobar.
—Yo ya he pasado por eso.
—¿Y por qué he de pasar yo, pues?
—Porque no has pasado todavía. No te has ganado aún el derecho a no pasar por eso. No te has ganado una mierda.
—Dijo el chico del Land Cruiser.
—Oye, no quiero hablar más del tema. Me voy a leer un rato.
—Bien.
—Iré a Nueva York contigo. Y me da lo mismo si te acuestas con mi hermana. Probablemente os merecéis el uno al otro.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo descubrirás.
—Venga, seamos amigos, ¿vale? No tengo ninguna necesidad de ir a Nueva York.
—No, no, iremos —insistió Jonathan—. Por patético que parezca, la verdad es que no quiero conducir ese Cabriolet.
Arriba en su habitación, que olía a pavo, Joey encontró una pila de libros en la mesilla —Elie Wiesel, Chaim Potok, Éxodo, La historia del pueblo judío— y una nota del padre de Jonathan: «Un pequeño incentivo para ti. Puedes quedártelos o dárselos a otro con entera libertad. Howard». Mientras los hojeaba, sintiendo una profunda falta de interés personal y a la vez un respeto cada vez mayor por quienes sí se interesaban, Joey volvió a indignarse con su madre. De pronto, vio su escaso respeto por la religión como una manifestación más de su yo yo yo: su copernicano deseo competitivo de ser el sol en torno al que giraban todas las cosas. Antes de acostarse, marcó el 411 y pidió el número de Abigail Emerson en Manhattan.
Al día siguiente, cuando Jonathan aún dormía, telefoneó a Abigail y se presentó como el hijo de su hermana y le anunció que iría a Nueva York. En respuesta, su tía soltó una extraña risotada y le preguntó si se le daba bien la fontanería.
—¿Cómo dices?
—Las cosas bajan pero no se quedan abajo —explicó Abigail—. Es lo mismo que me pasa a mí cuando bebo demasiado coñac.
Procedió a hablarle de la escasa altitud de Greenwich Village y su obsoleto sistema de alcantarillado, de los planes para el puente de Acción de Gracias del encargado de mantenimiento, de los pros y contras de los apartamentos en una planta baja con patio interior, y del «placer» de regresar en plena noche el día de Acción de Gracias y encontrarse los residuos no plenamente desintegrados de los retretes de los vecinos flotando en su bañera y acumulados en el contorno del fregadero de su cocina.
—Es todo muy, pero que muuuy agradable —dijo—. El punto de partida ideal para un largo puente sin encargado.
—Bueno, ya, el caso es que he pensado que a lo mejor podríamos vernos o algo así —sugirió Joey.
Ya empezaba a arrepentirse, pero de pronto su tía se mostró receptiva, como si su monólogo hubiese sido un residuo de sí misma que necesitaba eliminar tirando de la cadena.
—¿Sabes? —dijo—, he visto fotos de ti y de tu hermana. Unas fotos muuuy bonitas, en vuestra casa, una casa muuuy hermosa. Creo que incluso te reconocería si te viera por la calle.
—Ajá.
—Por desgracia, mi apartamento no está tan hermoso en estos momentos. ¡Por no hablar de ciertas fragancias! Pero si te apetece quedar conmigo en mi cafetería preferida, y ser atendido por el camarero más gay del Village, que es mi mejor amigo personal de sexo masculino, estaría muuuy encantada. Podré contarte todas las cosas que tu madre no quiere que sepas sobre nosotros.
Eso le gustó más a Joey, y concertaron una cita.
Para el viaje a Nueva York, Jenna se llevó a una amiga de sus tiempos en el instituto, Bethany, que era una chica del montón sólo comparativamente. Se sentaron detrás, donde Joey no podía ver a Jenna ni oír, con el interminable gimoteo en estéreo de Slim Shady y el canturreo de Jonathan, la conversación entre ambas. Las únicas interacciones entre los asientos delantero y trasero eran las críticas de Jenna a la manera de conducir de su hermano. Como si su hostilidad hacia Joey de la noche anterior se hubiese transmutado en violencia vial, Jonathan conducía pegado al coche de delante a ciento treinta por hora e insultaba entre dientes a los conductores menos agresivos; en términos generales, parecía recrearse en su conducta de capullo.
—Gracias por no matarnos —dijo Jenna cuando el todoterreno acababa de detenerse en un aparcamiento desorbitantemente caro del centro, y la música, afortunadamente, había cesado.
Pronto se comprobó que el viaje contenía todos los ingredientes de un desastre. El novio de Jenna, Nick, compartía un apartamento decrépito y laberíntico, en la calle Cincuenta y cuatro, con otros dos agentes de Wall Street en prácticas, que también se habían ido a pasar el fin de semana fuera. Joey quería ver la ciudad, y más aún quería no darle a Jenna la imagen de que era uno de esos criajos que sólo oían a Eminem; pero el salón estaba equipado con un enorme televisor de plasma y una Xbox último modelo que Jonathan insistió en que debían empezar a disfrutar de inmediato.
—Hasta luego, chicos —se despidió Jenna cuando Bethany y ella se marcharon a ver a otros amigos.
Al cabo de tres horas, Joey propuso salir a dar una vuelta antes de que se hiciera demasiado tarde, y Jonathan le contestó que se dejara de mariconadas.
—Pero ¿a ti qué te pasa? —le preguntó Joey.
—No, perdona, ¿qué te pasa a ti? Si querías hacer cosas de chicas, tenías que haberte pegado a las faldas de Jenna.
La verdad era que a Joey le atraía bastante hacer cosas de chicas. Le gustaban las chicas, añoraba su compañía y su manera de hablar de las cosas; echaba de menos a Connie.
—Eres tú quien dijo que quería ir de compras.
—¿Qué problema tienes? ¿Es que los pantalones no me marcan el culo lo suficiente?
—Tampoco estaría de más cenar algo.
—Ya, en algún sitio romántico, solos tú y yo.
—¿Una pizza de Nueva York? ¿No se supone que es la mejor pizza del mundo?
—No, la mejor es la de New Haven.
—Vale, un deli, pues. Un deli de Nueva York. Me muero de hambre.
—Pues ve a mirar en la nevera.
—Ve tú a mirar en la puta nevera. Yo me largo de aquí.
—Sí, muy bien. Tú verás.
—¿Estarás aquí cuando vuelva? ¿Para poder entrar?
—Sí, cielo.
Con un nudo en la garganta, femeninamente cerca del llanto, Joey salió de allí y se adentró en la noche. Lo decepcionaba que Jonathan, siempre tan enrollado, ahora estuviera así. De pronto tenía una clara percepción de su propia madurez superior, y mientras vagaba entre el gentío que iba de tiendas por la Quinta Avenida a última hora del día, se planteó cómo transmitirle esa madurez a Jenna. Le compró dos salchichas polacas a un vendedor ambulante y se abrió paso entre una muchedumbre aún más densa ante el Rockefeller Center y vio a los patinadores sobre hielo y admiró el enorme árbol de Navidad apagado, las conmovedoras alturas iluminadas con focos de la torre de la NBC. Pues sí, le gustaba hacer cosas de chicas, ¿y qué? Eso no lo convertía en un afeminado. Simplemente le creaba una sensación de gran soledad. Mientras veía a los patinadores, lleno de añoranza por Saint Paul, telefoneó a Connie. Estaba trabajando en el Frost’s y sólo pudo hablar lo justo para que él le dijera que la echaba de menos, le describiera el sitio donde estaba y añadiera que ojalá pudiera enseñárselo.
—Te quiero, cariño —dijo ella.
—Yo también te quiero.
A la mañana siguiente, tuvo su oportunidad con Jenna. Al parecer, ella era muy madrugadora y ya había salido a comprar el desayuno cuando Joey, también madrugador, entró en la cocina con una camiseta de la Universidad de Virginia y unos calzoncillos bóxer con estampado de cachemira. Al encontrarla leyendo un libro a la mesa de la cocina, se sintió casi en cueros.
—He comprado unos bagels para ti y mi hermano, aunque él no se lo merece.
—Gracias —contestó, dudando si debía ir a ponerse un pantalón o sencillamente seguir exhibiendo el paquete. Como Jenna no mostró mayor interés por él, decidió correr el riesgo de no vestirse. Pero de pronto, mientras esperaba a que se tostara un bagel y lanzaba miradas furtivas al pelo de Jenna y a sus hombros y sus piernas desnudas cruzadas, empezó a empalmarse. Cuando estaba a punto de huir al salón, ella alzó la vista y dijo:
—Lo siento, pero este libro… Este libro es un soberano tostón.
Él se resguardó detrás de una silla.
—¿De qué trata?
—Yo creía que trataba de la esclavitud. Ahora ya ni siquiera sé muy bien de qué va. —Le mostró dos páginas opuestas de apretada prosa—. ¿Sabes lo más curioso? Ésta es la segunda vez que lo leo. Es lectura obligatoria en la mitad de las asignaturas en Duke. Y sigo sin descifrar el argumento. Ya me entiendes, lo que les pasa realmente a los personajes.
—Yo leí La canción de Salomón en el instituto el año pasado —dijo Joey—. Me impresionó bastante. Diría que es la mejor novela que he leído en mi vida.
Jenna adoptó una complicada expresión de indiferencia hacia él y de irritación con su libro. Joey se sentó a la mesa frente a ella, mordió el bagel y masticó un rato, masticó un poco más y finalmente comprendió que tragar iba a ser un problema. Pero no había ninguna prisa, ya que Jenna aún intentaba leer.
—¿Qué crees que le pasa a tu hermano? —preguntó después de conseguir bajar unos cuantos bocados.
—¿A qué te refieres?
—Está un poco agilipollado. Un poco inmaduro. ¿No te parece?
—A mí no me preguntes. Es tu amigo.
Jenna mantuvo la mirada fija en su libro. Su desdeñosa impasibilidad era idéntica a la de las chicas de primero en la Universidad de Virginia. La única diferencia era que a él le resultaba aún más atractiva que esas otras chicas, y que ahora la tenía tan cerca que olía su champú. Debajo de la mesa, en sus bóxers, su erección a media asta apuntaba hacia ella como la figura del capó de un Jaguar.
—¿Y qué planes tienes para hoy? —preguntó Joey.
Jenna cerró el libro como si se resignase a la permanente presencia de él.
—Iré de compras —contestó—. Y esta noche hay una fiesta en Brooklyn. ¿Y vosotros?
—Por lo visto, nada, ya que tu hermano no quiere salir del apartamento. Tengo una tía con la que en principio he quedado a las cuatro, pero eso es todo.
—Me parece que para los chicos es más difícil —dijo Jenna—. Estar en casa. Mi padre es un hombre extraordinario, y yo eso lo llevo bien, llevo bien que sea famoso. Pero creo que Jonathan siempre tiene la sensación de que debe demostrar algo.
—¿Viendo la televisión diez horas seguidas?
Ella frunció el cejo y miró a Joey a la cara.
—¿Mi hermano te cae bien, al menos?
—Por supuesto. Pero es que está muy raro desde el jueves por la noche. Por ejemplo, su manera de conducir ayer… He pensado que a lo mejor tú tenías alguna explicación.
—Creo que para él lo más importante es que lo acepten por sí mismo. Ya me entiendes, y no por ser quien es nuestro padre.
—Ya —dijo Joey. Y tuvo la inspiración de añadir—: O por ser quien es su hermana.
¡Ella se ruborizó! Un poco. Y negó con la cabeza.
—Yo no soy nadie.
—Ja, ja, ja —dijo él, ruborizándose también.
—Bueno, desde luego no soy como mi padre. No tengo grandes ideas, ni una gran ambición. Si a eso vamos, soy una persona insignificante y egoísta. Cuarenta hectáreas en Connecticut, unos cuantos caballos y un mozo de cuadra a jornada completa. Quizá un jet privado, y con eso me conformo.
Joey advirtió que había bastado una simple alusión a su belleza para hacer que se abriera y empezara a hablar de sí misma. Y en cuanto la puerta se abrió apenas un milímetro, en cuanto él se coló a través de la rendija, supo qué hacer. Cómo escuchar y cómo entender. No era una manera falsa de escuchar ni una manera falsa de entender. Era Joey en el País de las Mujeres. Poco después, a la turbia luz invernal de la cocina, mientras recibía instrucciones de Jenna sobre cómo rellenar un bagel debidamente con salmón ahumado, cebolla y alcaparras, no se sentía mucho más incómodo de lo que se habría sentido hablando con Connie, o su propia madre, o su abuela, o la madre de Connie. La belleza de Jenna no era ahora menos deslumbrante, pero su erección había remitido por completo. Joey le contó algunos detalles sobre sus circunstancias familiares, y ella a cambio reconoció que su propia familia no estaba muy contenta con su novio.
—Es delirante —comentó—. Creo que ésa es una de las razones por las que Jonathan quería venir y ahora se niega a salir del apartamento. Cree que así conseguirá interponerse entre Nick y yo de alguna manera. Como si metiéndose por medio y rondando alrededor pudiera poner fin a la relación.
—¿Por qué no les cae bien Nick?
—Bueno, para empezar, es católico. Y en la universidad jugaba en el primer equipo de lacrosse. Es superinteligente, pero no inteligente de la manera que ellos ven con buenos ojos. —Jenna soltó un risita—. Una vez le hablé del laboratorio de ideas de mi padre, y en la siguiente fiesta de su fraternidad colgaron un cartel en el barril de cerveza donde ponía «Laboratorio de ideas». Me pareció para desternillarse de risa. En fin, ya te haces una idea.
—¿Te emborrachas mucho?
—No; tengo el aguante de una pulga. Nick también dejó de beber en cuanto empezó a trabajar. Ahora toma un cubata de Jack Daniel’s por semana. Está totalmente centrado en abrirse camino. Fue el primero en su familia que estudió una carrera universitaria, todo lo contrario que en la mía, donde no eres nadie si tienes un solo doctorado.
—¿Y te trata bien?
Ella desvió la mirada con un asomo de algo en el rostro.
—Con él me siento increíblemente segura. Por ejemplo, pensé, si hubiésemos estado en las torres el 11 de Septiembre, incluso en un piso alto, él habría encontrado la manera de sacarnos. Lo habría conseguido, ésa es la sensación que tengo.
—En Cantor Fitzgerald había muchos tíos así —señaló Joey—. Unos traders muy duros. Y no salieron de allí.
—Entonces no eran como Nick —aseguró ella.
Al verla cerrarse en banda de ese modo, Joey se preguntó hasta qué punto tendría que endurecerse, y cuánto dinero tendría que ganar para participar siquiera en la competición por mujeres como ella. Bajo el bóxer, su polla se agitó de nuevo, como declarando que estaba dispuesta a aceptar el desafío. Pero otras partes más blandas de él, su corazón y su cerebro, sucumbieron a la desesperanza ante la envergadura del reto.
—Puede que hoy me dé una vuelta por Wall Street —anunció.
—Los sábados está todo cerrado.
—Sólo quiero ver cómo es, porque a lo mejor acabo trabajando allí.
—Sin ánimo de ofender —dijo Jenna a la vez que volvía a abrir el libro—, a ti se te ve demasiado buena persona para eso.
Cuatro semanas después, Joey estaba otra vez en Manhattan, cuidando la casa de su tía Abigail. Se había pasado el otoño agobiado planteándose dónde pasar las vacaciones de Navidad, porque sus dos casas rivales en Saint Paul se excluían mutuamente, y porque tres semanas eran demasiado tiempo para abusar de la hospitalidad de la familia de un amigo reciente de la universidad. Había planeado vagamente pasarlas con uno de sus mejores amigos del instituto, y así estaría en situación de visitar por separado a sus padres y los Monaghan, pero dio la casualidad de que Abigail se iba esas navidades a Aviñón para asistir a un taller internacional de mímica y, en el puente de Acción de Gracias, cuando se vieron, estaba preocupada por quién se quedaría en su apartamento de Charles Street y velaría por las complejas necesidades dietéticas de sus gatos, Tigger y Piglet.
El encuentro con su tía había sido interesante, aunque unilateral. Abigail, si bien más joven que su madre, parecía considerablemente mayor en todos los sentidos excepto en la indumentaria, que era de putilla adolescente. Olía a tabaco, y tenía una manera conmovedora de comerse el pastel de mousse de chocolate, troceando cada pequeño bocado para un intensivo paladeo, como si eso fuera lo mejor que iba a ocurrirle ese día. Las contadas preguntas que dirigió a Joey las respondió ella misma sin darle tiempo a decir nada. Básicamente, recitó un monólogo, salpicado de comentarios irónicos y afectadas exclamaciones, que era como un tren al que dejaba subir a Joey de un salto para viajar con ella un rato, y él mismo debía aportar el contexto e intentar adivinar el sentido de muchas alusiones. Al oír su cháchara, Joey tuvo la sensación de estar ante una triste versión caricaturesca de su madre, una advertencia de lo que ésta podía llegar a ser si no se andaba con cuidado.
Por lo visto, para Abigail, la mera existencia de Joey era un reproche que exigía una extensa descripción de su vida. Ella no estaba hecha para el rollo tradicional matrimonio-niños-casa, dijo, ni para el mundo superficial y mercantilista del teatro convencional, con sus degradantes audiciones amañadas y sus directores de reparto que sólo querían a la modelo del año y no tenían ni remota idea de lo que era originalidad de expresión, ni para el mundo de los monologuistas, en el que había intentado entrar malgastando un tiempo muuuy valioso, desarrollando un material excelente sobre la «verdad» de la infancia en los barrios residenciales de las ciudades estadounidenses, hasta caer en la cuenta de que todo se reducía a testosterona y humor escatológico. Criticó exhaustivamente a Tina Fey y Sarah Silverman y luego ensalzó el talento de varios «artistas», todos hombres, que, concluyó Joey, debían de ser mimos o payasos, y con quienes ella mantenía un contacto cada vez mayor, aunque todavía básicamente a través de talleres, hecho por el que se consideraba afortunada. Mientras ella hablaba y hablaba sin parar, Joey se dio cuenta de que admiraba la determinación de Abigail de sobrevivir sin el tipo de éxito que para él aún era una posibilidad verosímil. Estaba tan chiflada y absorta en sí misma que Joey se libró de la molestia de sentirse culpable y pudo pasar directamente a la compasión. Percibió que, como representante no sólo de su propia suerte superior, sino también de la suerte de la hermana de Abigail, no podía dar mayor muestra de consideración a su tía que dejarla justificarse ante él y prometerle ir a verla actuar en cuanto tuviera ocasión. A cambio, Abigail lo recompensó con el ofrecimiento de que le cuidara la casa.
Los primeros días en la ciudad, mientras iba de tienda en tienda con Casey, su compañero de planta en la residencia, fueron como una continuación hipervívida de los sueños urbanos que tenía durante la noche. Una masa de humanidad echándose sobre él desde todas direcciones. Músicos andinos tocando la flauta y el tambor en Union Square. Bomberos solemnes saludando con la cabeza a la multitud congregada ante un santuario dedicado al 11-S frente a un cuartel de bomberos. Un par de mujeres con abrigos de piel apropiándose descaradamente de un taxi que Casey había parado delante de Bloomingdale’s. Lolitas de secundaria, con vaqueros bajo las minifaldas, repantigadas en el metro con las piernas abiertas. Chavales negros con trenzas africanas y enormes y amenazadoras parkas, soldados de la Guardia Nacional de patrulla en Grand Central con armas de última generación. Y la abuela china pregonando DVD de películas que ni siquiera se habían estrenado, el bailarín de breakdance que se desgarró un músculo o un tendón y se sentó en el suelo meciéndose de dolor en un vagón de metro de la línea 6, el saxofonista insistente al que Joey dio cinco dólares para que pudiera trasladarse hasta el local donde tenía un concierto, pese a advertirle Casey que era un timo: cada encuentro era como un poema que memorizaba al instante.
Los padres de Casey vivían en un apartamento con un ascensor cuyas puertas daban directamente a la vivienda, elemento imprescindible, decidió Joey, si alguna vez triunfaba en Nueva York. Comió con ellos en Nochebuena y Navidad, apuntalando así las mentiras que les había contado a sus padres sobre dónde pasaría las fiestas. Pero Casey y su familia se iban a esquiar a la mañana siguiente, y en cualquier caso Joey sabía que su hospitalidad para con él empezaba a agotarse. Cuando regresó al apartamento, maloliente y lleno de trastos, y se encontró con que Piglet y/o Tigger habían vomitado en varios sitios, en una punitiva protesta felina por ausentarse él todo el día, tomó conciencia súbitamente de lo raro y estúpido que era su plan de pasar dos semanas enteras solo.
De inmediato lo empeoró todo aún más hablando con su madre y reconociendo que parte de sus planes «se habían venido abajo» y «en lugar de eso» estaba cuidándole la casa a la hermana de ella.
—¿En el apartamento de Abigail? —preguntó su madre—. ¿Tú solo? ¿Y ella ni siquiera se habla conmigo? ¿En Nueva York? ¿Tú solo?
—Sí —contestó Joey.
—Lo siento, pero tienes que decirle que es inaceptable. Díle que me llame en el acto. Esta noche. En el acto. De inmediato. Sin falta.
—Ya es tarde para eso. Está en Francia. Pero no pasa nada. Éste es un barrio muy seguro.
Su madre ya no escuchaba. Cruzaba unas palabras con su padre, palabras que Joey no distinguió pero que le parecieron un tanto histéricas. Y de pronto su padre se puso al aparato.
—¿Joey? Escúchame. ¿Estás ahí?
—¿Dónde voy a estar?
—Escúchame. Si no tienes la decencia de venir a pasar unos días con tu madre en una casa que ha significado tanto para ella y en la que nunca más vas a poner los pies, por mí no hay inconveniente. Ha sido una horrenda decisión tuya de la que ya tendrás tiempo de arrepentirte. Y las cosas que dejaste en tu habitación, de las que esperábamos que vinieras a ocuparte… en fin, ya las donaremos a la beneficencia, o dejaremos que los basureros se lo lleven todo. Es algo que pierdes tú, no nosotros. Pero estar solo en una ciudad donde eres demasiado joven para estar solo, una ciudad donde se han producido repetidamente atentados terroristas, y donde vas a estar no sólo una noche o dos, sino semanas, es la mejor manera de provocar en tu madre un estado de angustia permanente.
—Papá, es un barrio totalmente seguro. Es Greenwich Village.
—Pues le has amargado las fiestas a tu madre. Y vas a amargarle los últimos días en esta casa. No sé por qué a estas alturas sigo esperando más de ti, pero estás demostrándole un egoísmo brutal a una persona que te quiere más de lo que ni siquiera puedes imaginar.
—¿Y por qué no me lo dice ella? —replicó Joey—. ¿Por qué tienes que decírmelo tú? ¿Cómo sé que es verdad?
—Si tuvieras una pizca de imaginación, sabrías que es verdad.
—¡Pues no, si ella misma nunca lo dice! Y si tú tienes un problema conmigo, ¿por qué no me dices cuál es tu problema, en lugar de hablar siempre de los problemas de ella?
—Porque, sinceramente, yo no estoy tan preocupado como ella —contestó su padre—. No creo que seas tan listo como te crees, me temo que no eres consciente de todos los peligros que hay en el mundo. Pero sí creo que eres lo bastante listo y sabes cuidarte solo. Si alguna vez te metes en un aprieto, espero que seamos los primeros a quienes llames. Por lo demás, has tomado tu decisión en la vida y yo no puedo hacer nada al respecto.
—Pues muchas gracias —dijo Joey, sólo con relativo sarcasmo.
—No me des las gracias. Siento muy poco respeto por lo que estás haciendo. Me limito a reconocer que tienes dieciocho años y eres libre de actuar a tu antojo. De lo que hablo es de mi decepción personal ante el hecho de que a un hijo nuestro no le salga de dentro ser más considerado con su madre.
—¿Por qué no le preguntas a ella por qué? —replicó Joey con saña—. ¡Ella sabe por qué no lo soy, papá! Joder si lo sabe. Ya que estás tan maravillosamente preocupado por su felicidad, ¿por qué no se lo preguntas a ella en lugar de fastidiarme a mí?
—No me hables así.
—Pues tú no me hables así a mí.
—De acuerdo, bien, no lo haré.
Su padre pareció alegrarse de cambiar de tema, y Joey también se alegró. Prefería sentirse tranquilo y dueño de su vida, y lo perturbaba descubrir dentro de sí eso otro, ese pozo de rabia, ese cúmulo de sentimientos de la vida familiar que súbitamente podía estallar y adueñarse de él. Las palabras de ira que acababa de dirigir a su padre le habían parecido preformadas, como si durante las veinticuatro horas del día llevara dentro un segundo yo ofendido, por lo común invisible, pero sin duda plenamente sensible y dispuesto a desahogarse, sin previo aviso, en forma de frases independientes de su propia voluntad. Lo llevó a preguntarse quién era su verdadero yo, y eso le resultaba muy inquietante.
—Si cambias de idea —dijo su padre cuando agotaron la limitada provisión de cháchara navideña—, te pagaré encantado un billete de avión para que vengas unos días. Le darías una gran alegría a tu madre. Y a mí también. Sería una satisfacción para mí.
—Gracias —contestó Joey—, pero es que no puedo. Están los gatos.
—Puedes llevarlos a una residencia. Tu tía no se enterará. También lo pagaré yo.
—Vale, es una posibilidad. Probablemente no lo haga, pero es una posibilidad.
—De acuerdo, pues, feliz Navidad —dijo su padre—. Mamá también te desea feliz Navidad.
Joey la oyó decirlo de fondo. ¿Por qué razón, exactamente, no volvió a ponerse al aparato y se lo dijo en persona? Parecía otra prueba condenatoria contra ella. Otra manera de reconocer en vano su culpabilidad.
Aunque el apartamento de Abigail no era pequeño, no había un solo palmo que no estuviera ocupado por Abigail. Los gatos lo patrullaban como sus plenipotenciarios, depositando pelo por todas partes. En el armario del dormitorio, desordenadas y densas pilas de pantalones y jerséis se amontonaban hasta el nivel de los abrigos y vestidos, y los cajones estaban tan llenos que era imposible abrirlos. Los CD eran todos de infumables cantantes francesas y murmullos New Age, colocados en doble fila en los estantes y encajonados de lado en todos los huecos. Incluso en los libros estaba presente Abigail: abarcaban temas como el Flujo, la visualización creativa y cómo vencer la inseguridad. Había asimismo toda clase de accesorios místicos, no sólo objetos judíos, sino también incensarios orientales y estatuillas con cabeza de elefante. Lo único que no abundaba era la comida. En ese momento, mientras se paseaba por la cocina, Joey empezó a pensar que si no quería comer pizza tres veces al día tendría que ir a un supermercado a comprar y prepararse la comida él mismo. La provisión de alimentos de Abigail consistía en galletas de arroz, cuarenta y siete formas de chocolate y cacao, y fideos ramen instantáneos de esos que te saciaban durante diez minutos y luego te despertaban un hambre nueva y voraz.
Pensó en la espaciosa casa de Barrier Street, pensó en los excelentes guisos de su madre, pensó en rendirse y aceptar el billete de avión ofrecido por su padre, pero estaba decidido a no conceder a su yo oculto más ocasiones para desahogarse, y su única opción para no seguir pensando en Saint Paul era ir a la cama de latón de Abigail y meneársela, y luego meneársela otra vez mientras los gatos lanzaban maullidos de reproche frente a la puerta de la habitación, y luego, aún no satisfecho, encender el ordenador de su tía, ya que allí no tenía acceso a internet en su propio ordenador, y buscar porno para meneársela un poco más. Como suele ocurrir, cada web gratuita en la que caía lo remitía a otra aún más explícita y cautivadora. Al final, una de esas webs empezó a generar ventanas emergentes como en una pesadilla del Aprendiz de Brujo; la cosa se complicó tanto que tuvo que apagar el ordenador. Al reiniciarlo con impaciencia, mientras la polla maltratada y pringosa se le quedaba flácida en la mano, se encontró con que el sistema se hallaba bajo el control de un software extraño que sobrecargaba el disco duro e impedía el uso del teclado. Le daba igual si por su culpa se había colado un virus en el ordenador de su tía. En ese preciso momento no podía conseguir lo único que deseaba en el mundo, que era ver otra bonita cara femenina en la distensión del éxtasis, a fin de poder correrse por quinta vez e intentar dormir un poco. Cerró los ojos y se acarició, esforzándose por evocar imágenes suficientes para completar la tarea, pero los maullidos de los gatos lo distraían. Se fue a la cocina y desprecintó una botella de coñac, esperando que no le saliera muy caro sustituirla.
Al despertarse resacoso a la mañana siguiente, ya tarde, olió lo que esperaba que fuera sólo mierda de gato, pero cuando se aventuró a entrar en el cuarto de baño abarrotado e infernalmente sobrecalentado, resultó ser puras aguas negras. Llamó al encargado de mantenimiento, el señor Jiménez, que llegó al cabo de dos horas con un carrito de la compra lleno de herramientas de fontanería.
—Este viejo edificio tiene muchos problemas —comentó el señor Jiménez, moviendo la cabeza con actitud fatalista.
Le recomendó a Joey que cerrara el desagüe de la bañera y dejara puestos los tapones en las pilas cuando no las usara. De hecho, estas instrucciones estaban incluidas en la lista de Abigail, junto con los complicados protocolos de la alimentación felina, pero él, en sus prisas por huir de allí y llegar a casa de Casey el día anterior, se había olvidado de seguirlas.
—Muchos, muchos problemas —repitió el señor Jiménez, usando un desatascador para impeler los residuos del West Village de regreso al alcantarillado.
En cuanto Joey se quedó solo de nuevo y volvió a enfrentarse al espectro de dos semanas de soledad y excesos con el coñac y/o la masturbación, telefoneó a Connie y le dijo que le pagaría el billete de autobús si iba a pasar unos días con él. Ella accedió al instante, excepto en lo que se refería a que pagara él; y Joey salvó así sus vacaciones.
Contrató a un informático para que arreglase el ordenador de su tía y reconfigurase el suyo, se gastó sesenta dólares en comida preparada en Dean & DeLuca, y cuando fue a Port Authority y recibió a Connie en la puerta de llegadas, pensó que nunca se había alegrado tanto de verla. Durante el mes anterior, comparándola mentalmente con la incomparable Jenna, había perdido de vista lo atractiva que era, a su manera esbelta, austera y ardiente. Vestía un chaquetón de marinero que él no conocía y fue derecho hacia él y acercó la cara a la suya y los ojos muy abiertos a los suyos, como si se apretase contra un espejo. En el interior de Joey se produjo un drástico derretimiento de todos los órganos. Estaba a punto de echar unos cuarenta polvos, pero era más que eso. Era como si la estación de autobuses y todos los viajeros de bajo poder adquisitivo que pasaban alrededor de ellos dos estuvieran equipados con ajustes de brillo y color cuya intensidad había sido reducida radicalmente por la mera presencia de aquella chica que Joey conocía desde siempre. Todo parecía desvanecerse y alejarse mientras él la conducía por los pasillos y las salas que había visto en vividos colores no hacía ni treinta minutos.
En las horas posteriores, Connie lo hizo partícipe de varias revelaciones algo alarmantes. La primera llegó cuando viajaban en metro hacia Charles Street y Joey le preguntó cómo había conseguido tantos días libres en el restaurante, si había encontrado a alguien que la sustituyera.
—No; me he despedido —dijo ella.
—¿Te has despedido? ¿No es una mala época del año para hacerles eso?
Connie se encogió de hombros.
—Tú me necesitabas aquí. Ya te dije que lo único que tenías que hacer era llamarme.
La alarma de Joey ante esta revelación devolvió el brillo y el color al vagón de metro. Sintió lo mismo que después de fumar hierba, su cerebro saltó de pronto a la conciencia del presente tras estar perdido en las profundas ensoñaciones del colocón: veía que los otros pasajeros del metro continuaban con sus vidas, perseguían sus objetivos, y que eso era lo que él debía proponerse. En lugar de dejarse absorber demasiado por situaciones que era incapaz de controlar.
Teniendo en mente uno de sus episodios de sexo telefónico más disparatados, en el que los labios de la vagina de Connie se abrían de manera tan fantasiosamente extrema que le cubrían toda la cara, y la lengua de él era tan larga que llegaba con la punta a las profundidades inescrutables de su vagina, Joey se había afeitado con gran esmero antes de salir camino de la estación. Sin embargo, ahora que los dos estaban juntos en carne y hueso, se puso de manifiesto lo absurdo de esas fantasías y resultaba desagradable recordarlas. En el apartamento, en vez de llevar a Connie derecho a la cama, como había hecho durante el fin de semana en Virginia, encendió el televisor para conocer el resultado de un partido de fútbol de un torneo navideño que le traía sin cuidado. Después consideró de máxima urgencia consultar su correo electrónico y ver si en las últimas tres horas le había escrito algún amigo. Connie se sentó en el sofá con los gatos y esperó pacientemente mientras él encendía su ordenador.
—Por cierto —dijo ella—, tu madre te manda saludos.
—¿Cómo dices?
—Tu madre te manda saludos. Cuando salí de casa, ella estaba quitando el hielo. Me vio con la bolsa de viaje y me preguntó adonde iba.
—Y no irás a decirme que se lo dijiste…
Connie reaccionó con una inocente expresión de sorpresa.
—¿Es que no debía? Me dijo que lo pasara bien y que te diera saludos.
—¿Con sarcasmo?
—No lo sé. Puede que sí, ahora que lo pienso. Yo me di por contenta con que me hablara. Sé que me detesta. Pero pensé que a lo mejor por fin empieza a acostumbrarse a mí.
—Lo dudo.
—Perdóname si dije lo que no debía. Ya sabes que yo nunca diría lo que no debo sabiendo que no debo. Lo sabes, ¿no?
Joey dejó el ordenador y se puso en pie, procurando no enfadarse.
—No pasa nada —dijo—. No es culpa tuya. O sólo es culpa tuya en muy poca medida.
—¿Te avergüenzas de mí, cariño?
—No.
—¿Te avergüénzas de las cosas que dijimos por teléfono? ¿Es eso?
—No.
—Yo sí, un poco. Algunas eran bastante asquerosas. No sé si quiero seguir con eso.
—¡Fuiste tú quien empezó!
—Lo sé. Lo sé, lo sé. Pero no puedes echarme la culpa de todo. Sólo puedes echarme la culpa de la mitad.
Como para admitir la verdad de estas palabras, Joey se acercó al sofá donde ella estaba sentada y se arrodilló a sus pies, agachando la cabeza y apoyando las manos en sus piernas. Tan cerca de los vaqueros de Connie, sus mejores vaqueros ajustados, pensó en las largas horas que ella había pasado sentada en el autobús de la Greyhound mientras él veía partidos de fútbol universitario de segunda y hablaba por teléfono con sus amigos. Estaba en apuros, estaba cayendo por una fisura imprevista del mundo corriente, y no soportaba alzar la vista y mirarla a la cara. Ella apoyó las manos en la cabeza de Joey y no ofreció la menor resistencia cuando él, poco a poco, empujó al frente y apretó la cara contra la cremallera revestida de tela vaquera.
—Tranquilo —dijo Connie con buen criterio, acariciándole el pelo—. No pasa nada, cariño. Todo irá bien.
Agradecido, Joey le bajó los vaqueros y apoyó los ojos cerrados en sus bragas, y después se las bajó, para poder apretar los labios y el mentón afeitado contra el vello crespo, que, advirtió, se había recortado para él. Percibió que uno de los gatos se encaramaba a sus pies, reclamando atención. Minino, minino.
—Sólo quiero quedarme aquí tres horas seguidas —dijo él, inhalando el olor de Connie.
—Puedes quedarte ahí toda la noche —dijo ella—. No tengo ningún plan.
Pero de pronto a Joey le sonó el teléfono en el bolsillo del pantalón. Cuando lo sacó para apagarlo, vio que era su antiguo número de Saint Paul y le entraron ganas de hacerlo añicos de pura ira contra su madre. Le separó las piernas a Connie y acometió con la lengua, hurgando y hurgando, intentando llenarse de ella.
La tercera y más alarmante revelación de Connie llegó esa misma tarde, un rato después, durante un interludio poscoital. Unos vecinos hasta ese momento ausentes pisaban ruidosamente el suelo por encima de su cama; los gatos maullaban con saña ante la puerta. Connie le hablaba de la prueba de acceso a la universidad, que él ni recordaba que ella tuviera intención de hacer, y de lo mucho que le había sorprendido que las preguntas reales hubiesen sido tanto más fáciles que los ejercicios de sus libros de texto. Se sentía animada a solicitar una plaza en centros universitarios a pocas horas de Charlottesville, incluido el Morton College, que buscaba a alumnos del Medio Oeste por la diversidad geográfica y al que ahora ella se creía capacitada para acceder.
Joey se horrorizó.
—Pensaba que irías a la universidad estatal —dijo.
—No lo descarto —respondió ella—. Pero de pronto se me ocurrió que sería mucho mejor estar cerca de ti, para poder vernos los fines de semana. Es decir, suponiendo que todo vaya bien y aún sea eso lo que queramos. ¿No te gustaría?
Joey desenredó las piernas de las de ella, buscando cierta claridad.
—Quizá sí, por supuesto, pero ya sabes que los centros privados son carísimos.
Eso era verdad, concedió Connie. Pero Morton ofrecía financiación, y ella había hablado con Carol sobre su fideicomiso para educación, y Carol había admitido que quedaba aún mucho dinero.
—¿Como cuánto? —preguntó Joey.
—Como mucho. Como unos setenta y cinco mil. Podría alcanzar para tres años si además consigo financiación. Y luego están los doce mil que he ahorrado, y puedo trabajar los veranos.
—Fantástico —se obligó a decir Joey.
—Mi idea era esperar hasta cumplir los veintiuno y entonces quedarme el dinero. Pero luego pensé en lo que dijiste, y comprendí que tenías razón en eso de tener una buena educación.
—Pero si fueras a la universidad estatal —adujo Joey—, tendrías también una educación y conservarías el dinero al acabar.
En el piso de arriba un televisor empezó a bramar y siguieron oyéndose ruidosas pisadas.
—Da la impresión de que no me quieres cerca —observó Connie con tono neutro, sin reproches, sólo presentándolo como un hecho.
—No, no. Ni mucho menos. Esa posibilidad me parece genial. Sólo intento plantearlo desde un punto de vista práctico.
—Ahora mismo no soporto estar en esa casa. Y pronto Carol tendrá sus bebés, y será aún peor. No puedo seguir allí.
Joey, no por primera vez, experimentó un oscuro resentimiento hacia el padre de Connie. El hombre había muerto hacía ya unos años, y Connie nunca había tenido relación con él y rara vez mencionaba su existencia, pero por algún motivo eso, a ojos de Joey, lo convertía aún más en rival masculino. Era el hombre que había estado allí primero. Había abandonado a su hija y comprado a Carol con una casa de alquiler reducido, pero su dinero había seguido fluyendo para pagar el colegio católico de Connie. Era una presencia en la vida de ella que no tenía nada que ver con Joey, y si bien Joey debería haberse alegrado de que Connie tuviera otros recursos aparte de él —de que él no tuviera la responsabilidad plena sobre ella—, sucumbía igualmente a la desaprobación moral hacia el padre, a quien consideraba el origen de todo lo que había de amoral en la propia Connie, su extraña indiferencia a las reglas y las convenciones, su ilimitada capacidad para el amor idólatra, su irresistible intensidad. Y ahora, encima de todo eso, Joey sentía rencor hacia el padre también por dejarla en una situación económica mejor que la de él. El hecho de que a ella no le importara el dinero ni un uno por ciento de lo que le importaba a él sólo empeoraba las cosas.
—Hazme algo nuevo —le dijo ella al oído.
—Ese televisor me molesta de verdad.
—Haz aquello de lo que hablamos, cariño. Podemos escuchar la misma música los dos. Quiero sentirte dentro de mi culo.
Joey se olvidó del televisor, en su cabeza la sangre ahogó ese sonido mientras hacía lo que ella le había pedido. Una vez cruzado el nuevo umbral, superadas las resistencias, percibidos los placeres específicos, fue a lavarse al cuarto de baño de Abigail, dio de comer a los gatos y se entretuvo en el salón, sintiendo la necesidad de poner cierta distancia, aunque fuese débilmente y con retraso. Sacó el ordenador del estado de hibernación, pero sólo tenía un mensaje nuevo. Era de un remitente desconocido de duke.edu y lo encabezaba el siguiente asunto: «¿en la ciudad?». Sólo cuando lo abrió y empezó a leerlo, llegó a la plena comprensión de que era de Jenna. Había sido escrito, carácter a carácter, por los privilegiados dedos de Jenna.
hola señor Bergland. me dice Jonathan que estás en la gran ciudad, como yo. ¿quién iba a decir que se podían ver tantos partidos de fútbol y que los jóvenes banqueros podían apostar tanto dinero en ellos? yo no, desde luego, es posible que aún hagas cosas navideñas como tus progenitores rubios y protestantes, pero dice Nick que vengas si tienes alguna pregunta que hacerle sobre wall st, está dispuesto a contestarte, te aconsejo que actúes ya mientras le dure el ánimo generoso (¡y las vacaciones!) por lo visto incluso goldman cierra en estos días del año, quién iba a decirlo, tu amiga, jenna.
Joey leyó el mensaje cinco veces antes de que empezara a perder su sabor. Le pareció tan limpio y fresco como sucio y agotado se sentía él. Jenna estaba mostrándose excepcionalmente considerada o, si se proponía restregarle por la cara su estrecha relación con Nick, excepcionalmente cruel. En cualquier caso, a Joey le quedó claro que había conseguido impresionarla.
Del dormitorio le llegó el humo de un porro, seguido de Connie, tan desnuda e ingrávida como los gatos. Joey cerró el portátil y dio una calada al canuto que ella sostuvo en alto ante su cara, y luego otra calada, y otra más, y otra, y otra, y otra, y otra.