Explotación a cielo abierto

Cuando era ya inevitable que Richard Katz regresara al estudio con sus impacientes compañeros de grupo y comenzara a grabar un segundo álbum con Walnut Surprise —cuando hubo agotado todas las formas posibles de dilación y huida, primero tocando en todas las ciudades posibles de Estados Unidos y luego yéndose de gira a países cada vez más remotos, hasta que añadió Chipre en el viaje a Turquía y sus compañeros del grupo se sublevaron, y luego fracturándose el dedo índice de la mano izquierda al detener el ejemplar en rústica del influyente estudio de Samantha Power sobre el genocidio en el mundo que lanzó con excesiva violencia el baterista del grupo, Tim, desde el extremo opuesto de la habitación del hotel de Ankara, y luego retirándose en solitario a una cabaña en los Adirondacks para componer la banda sonora de una película danesa de arte y ensayo y, aburrido a más no poder con el proyecto, buscando un camello de coca en Plattsburgh y esnifándose cinco mil euros de la subvención para las artes del Estado danés, y luego desapareciendo sin previo aviso durante un período de onerosa disipación en Nueva York y Florida que no acabó hasta que lo detuvieron en Miami por conducir bajo los efectos del alcohol y por posesión de estupefacientes, y luego ingresando por propia voluntad en la clínica Gubser de Tallahassee durante seis semanas de desintoxicación y desdeñosa resistencia al evangelio de la rehabilitación, y luego curándose del herpes que no había prevenido debidamente durante un brote de varicela en la Gubser, y luego realizando doscientas cincuenta horas de servicios a la comunidad agradablemente rutinarios en un parque del condado de Dade, y luego negándose sin más a contestar el teléfono o consultar su correo electrónico mientras leía libros en su apartamento so pretexto de reforzar sus defensas contra las tías y las drogas, de las que sus compañeros de grupo al parecer eran capaces de disfrutar sin graves excesos—, envió a Tim una postal y le dijo que anunciara a los demás que estaba sin un duro e iba a dedicarse otra vez a jornada completa a su oficio de techador; y los demás miembros de Walnut Surprise empezaron a sentirse idiotas por haberlo esperado.

Aunque no tenía mucha importancia, era verdad que Katz estaba sin blanca. Los ingresos y los gastos habían cuadrado más o menos durante el año y medio de giras del grupo; siempre que corría riesgo de superávit, aumentaba la categoría de los hoteles y pagaba rondas para todos en bares llenos de fans y desconocidos. Aunque Lago sin nombre y el recién avivado interés de los consumidores por las viejas grabaciones de los Traumatics le habían proporcionado más dinero que sus veinte años anteriores de trabajo en total, se las había ingeniado para dilapidar hasta el último centavo en su afán por reubicar la identidad que había colocado donde no debía. Los sucesos más traumáticos acaecidos al eterno líder de los Traumatics habían sido 1) recibir una nominación a los Grammy, 2) oír su música en la Radio Pública Nacional, y 3) deducir, a partir de las cifras de ventas de diciembre, que Lago sin nombre había constituido el regalito de Navidad ideal para dejar al pie del árbol primorosamente adornado en varios centenares de miles de casas de oyentes de la RPN. El bochorno por la nominación a los Grammy le había causado especial desorientación.

Katz había acumulado numerosas lecturas de libros de divulgación sobre sociobiología, y en sus reflexiones sobre la personalidad depresiva y la persistencia en apariencia pertinaz de ésta en el banco genético humano había llegado a la conclusión de que la depresión constituía una adaptación exitosa al dolor y las penalidades incesantes. El pesimismo, los sentimientos de inutilidad y carencia de derechos, la incapacidad para obtener satisfacción del placer, la atormentadora conciencia de que el mundo en general era una mierda: para los judíos antepasados paternos de Katz, que habían sido expulsados de un shtetl a otro por implacables antisemitas, al igual que para los antiguos anglos y sajones de la línea materna, que habían bregado por cultivar centeno y cebada en las tierras improductivas y los veranos cortos de la Europa septentrional, sentirse mal permanentemente y esperar lo peor se había convertido en la manera natural de mantener el equilibrio entre ellos y sus miserables circunstancias. A fin de cuentas, pocas cosas resultan más gratificantes para los depresivos que las noticias realmente malas. Obviamente, ésta no era una manera óptima de vivir, pero poseía sus ventajas desde el punto de vista evolutivo. En situaciones adversas, los depresivos transmitían sus genes, aunque fuera a la desesperada, en tanto que quienes tendían al automejoramiento se convertían al cristianismo o se trasladaban a lugares más soleados. Las situaciones adversas eran el hábitat de Katz del mismo modo que las aguas turbias lo eran de la carpa. Sus mejores años con los Traumatics habían coincidido con Reagan I, Reagan II y Bush I; Bill Clinton (al menos en la época pre-Lewinsky) en cierto modo había sido una dura prueba para él. Ahora llegaba Bush II, el peor régimen de todos, y bien podría haber vuelto a hacer música otra vez de no ser por el accidente del éxito. Muy a su semejanza de una carpa, se sacudió en el suelo, forzando en vano sus agallas psíquicas para extraer oscuro sustento de ese ambiente de aprobación y plenitud. Se sentía libre como no se había sentido desde la pubertad, y al mismo tiempo más cerca que nunca del suicidio. En los últimos días de 2003 volvió a construir terrazas.

Tuvo suerte con sus dos primeros clientes, un par de chicos dedicados al capital riesgo, seguidores entusiastas de los Chili Peppepers que no distinguían a Richard Katz de Ludwig van Beethoven. Aserró y utilizó la pistola de clavos en sus terrazas en relativa paz. Fue en el tercer encargo, iniciado en febrero, cuando tuvo la mala suerte de trabajar para personas que creían saber quién era. El edificio se hallaba en White Street, entre Church y Broadway, y el cliente, un rico que se dedicaba a editar libros de arte, tenía la obra incompleta de los Traumatics en vinilo, y pareció dolido porque Katz no recordaba haber visto su cara en diversas ocasiones entre el escaso público del Maxwell, en Hoboken, a lo largo de los años.

—Son tantas las caras… —dijo Katz—. Soy mal fisonomista.

—Aquella noche que Molly se cayó del escenario y después tomamos todos unas copas juntos. Aún conservo en algún sitio una servilleta ensangrentada. ¿No te acuerdas?

—Tengo una laguna. Lo siento.

—Bueno, da igual. Fue estupendo ver que recibías algo del reconocimiento que mereces.

—Preferiría no hablar de eso —lo atajó Katz—. Mejor hablemos de tu terraza.

—Básicamente, lo que quiero es que seas creativo y me presentes la factura —dijo el cliente—. Quiero tener una terraza construida por Richard Katz. Dudo que hagas esto durante mucho tiempo. Me costó creerlo cuando me enteré de que te dedicabas a esto.

—En todo caso, sería útil tener una idea aproximada de los metros cuadrados y las preferencias en materiales.

—Cualquier cosa, en serio. Tú sé creativo y ya está. No tiene la menor importancia.

—Aun así, dame el gusto y simula que sí tiene importancia —insistió Katz—. Porque si de verdad no la tiene, no sé hasta qué punto…

—Tú cúbrelo todo, ¿vale? Que sea grande. —El cliente parecía molesto con él—. Lucy quiere dar fiestas aquí. Esa es una de las razones por las que compramos este apartamento.

El cliente tenía un hijo, Zachary, en el último curso del instituto Stuyvesanty por lo visto con ínfulas de guitarrista, un moderno en ciernes que se presentó en la terraza después de clase el primer día de trabajo de Katz y, desde una distancia prudencial, como si Katz fuese un león encadenado, lo machacó a preguntas concebidas para demostrar sus propios conocimientos de las guitarras antiguas, que Katz consideraba un fetiche consumista especialmente irritante. Así se lo dijo, y el chico se marchó molesto con él.

El segundo día de trabajo de Katz, mientras subía tablones de Trex y listones a la terraza, la madre de Zachary lo abordó en el descansillo de la tercera planta y le ofreció, sin él pedirla, su opinión sobre los Traumatics: uno de esos grupos juveniles con pose adolescente y cierto regodeo en la angustia que a ella nunca le habían interesado. Acto seguido, con los labios separados y una expresión de insolente desafío en la mirada, esperó a ver qué efecto tenía en él su presencia, el dramatismo de ser ella. A la manera propia de las tías de su estilo, parecía convencida de la originalidad de su provocación. Katz se había topado con esa misma provocación, planteada casi textualmente, ya un centenar de veces antes, lo que ahora lo ponía en la ridícula situación de sentirse mal por ser incapaz de simular que se lo tomaba como una provocación: de compadecerse del pequeño y aguerrido ego de Lucy, de su estado de flotación en el mar de inseguridad de una mujer ya de cierta edad. Dudaba que pudiese llegar a alguna parte con ella aun cuando le apeteciese intentarlo, pero sabía que heriría su orgullo si no hacía al menos un simbólico esfuerzo para mostrarse desagradable.

—Lo sé —dijo, dejando los tablones detrás apoyados contra una pared—. Por eso para mí fue un paso decisivo crear un disco basado en auténticos sentimientos adultos que también las mujeres pudieran valorar.

—¿Qué te lleva a pensar que me gustó Lago sin nombre? —preguntó Lucy.

—¿Y a ti qué te lleva a pensar que a mí eso me importa? —replicó Katz con tono pendenciero. Llevaba toda la mañana subiendo y bajando escaleras, pero lo que de verdad lo agotaba era tener que interpretarse a sí mismo.

—No me pareció mal —dijo ella—. Sólo que quizá fue un pelín sobrevalorado.

—No encuentro palabras para discrepar —respondió Katz.

Ella se marchó molesta con él.

En los años ochenta y noventa, para no debilitar la principal baza de su negocio como contratista —el hecho de que creaba música minoritaria merecedora de apoyo económico—, prácticamente se le exigía un comportamiento poco profesional. La clientela con la que se ganaba la vida por entonces se componía de artistas y gente del cine residente en Tribeca, que le daban comida y a veces drogas y habrían puesto en tela de juicio su compromiso artístico si se hubiese presentado a trabajar antes de media tarde, si se hubiese abstenido de abordar a mujeres no disponibles o cumplido el plazo acordado y sin salirse del presupuesto. Ahora, con Tribeca del todo anexionada a la industria financiera, y con Lucy solazándose en su cama Dux toda la mañana, sentada con las piernas cruzadas, sin más ropa que una camiseta de tirantes y apenas unas bragas minúsculas mientras leía el Times o hablaba por teléfono, saludándolo con la mano a través de la claraboya siempre que él pasaba por encima, su pelambrera apenas cubierta y sus imponentes muslos permanentemente observables, Katz se convirtió en un obseso de la profesionalidad y la virtud protestante, llegando puntualmente a las nueve y trabajando aún varias horas después de oscurecer, con la idea de recortarle un par de días al proyecto y largarse de allí cuanto antes.

Había regresado de Florida experimentando la misma aversión por el sexo que por la música. Esa clase de aversión era una novedad para él, y conservaba la lucidez suficiente para reconocer que tenía mucho que ver con su estado mental y poco o nada que ver con la realidad. Al igual que la uniformidad esencial de los cuerpos femeninos en modo alguno impedía la infinita diversidad, no existía ninguna razón racional para desesperarse por la uniformidad de las piezas de construcción que componían la música popular, los acordes de quinta vacía mayores y menores, los compases de dos por cuatro y cuatro por cuatro, la estructura ABABC. A cada hora del día, en algún lugar del área metropolitana neoyorquina, un joven enérgico trabajaba en una canción que sonaría, al menos las primeras veces que se la escuchara —quizá veinte o treinta veces— tan novedosa como la mañana de la Creación. Desde que el juez dio por concluida su libertad condicional en Florida y Katz se despidió de su tetuda supervisora del Departamento de Parques y Jardines, Marta Molina, era incapaz de encender su aparato estéreo o tocar un instrumento o imaginarse dejando entrar a alguien en su cama, ni entonces ni nunca más en la vida. Apenas pasaba un día sin que oyera un sonido nuevo arrebatador procedente de un sótano donde alguien ensayaba o incluso (podía suceder) del interior de un Banana Republic o un Gap, y sin que viera, en las calles del Bajo Manhattan, una tía joven que cambiaría la vida de alguien, pero había dejado de creer que ese alguien pudiera ser él.

Hasta que llegó la gélida tarde de un jueves, con un cielo uniformemente gris y una ligera nevada que daba una apariencia menos negativa al espacio negativo del perfil urbano del centro de Nueva York, desdibujando el edificio Woolworth y sus torrecillas de cuento de hadas, los tensores meteorológicos deslizando los copos de nieve suave y oblicuamente Hudson abajo y aguas adentro en el oscuro Atlántico, y distrayendo a Katz de la marabunta de peatones y tráfico cuatro plantas más abajo. La humedad fundida de las calles elevaba gratamente los agudos del murmullo del tráfico y anulaba la mayor parte de los acúfenos de Katz. Se sentía dentro de un útero por partida doble, gracias a la nieve y al trabajo manual, mientras cortaba y acoplaba los tablones de Trex en los complicados espacios entre tres chimeneas. El mediodía dio paso al crepúsculo sin que él se acordara ni una sola vez del tabaco, y dado que los intervalos entre un cigarrillo y otro eran la forma en que dividía actualmente sus días en bocados digeribles, tenía la sensación de que no había pasado más de un cuarto de hora entre el sandwich del almuerzo y la repentina e inoportuna aparición de Zachary.

El chico llevaba una sudadera con capucha y uno de esos pantalones estrechos de cintura baja que Katz había visto por primera vez en Londres.

—¿Qué piensas de los Tutsi Picnic? —preguntó—. ¿Te molan?

—No los conozco —respondió Katz.

—¡Imposible! No me lo creo.

—Pues sí, es verdad.

—¿Y qué me dices de los Flagrants? ¿No son una pasada? ¿Esa canción suya de treinta y siete minutos?

—No he tenido el placer.

—A ver —prosiguió Zachary, sin sucumbir al desaliento—, ¿y qué hay de esos grupos psicodélicos de Houston que grabaron con Pink Pillow a finales de los sesenta? Parte de su sonido me recuerda mucho a lo que hacías en tu primera etapa.

—Necesito el tablón que estás pisando —dijo Katz.

—He pensado que quizá alguno de ésos te hubiera influido. Concretamente Peshawar Rickshaw.

—¿Te importaría levantar el pie un segundo?

—Oye, ¿puedo hacerte otra pregunta?

—Y ahora esta sierra hará un poco de ruido.

—Sólo una pregunta más.

—De acuerdo.

—¿Esto forma parte de tu método musical? ¿Volver a trabajar en tu antiguo oficio?

—La verdad es que no me lo había planteado.

—Verás, es que me lo preguntan los amigos del instituto. Yo les he dicho que me parece que es parte de tu método. O sea, que a lo mejor estás entrando otra vez en contacto con el obrero porque necesitas reunir material para tu próximo disco.

—Hazme un favor —dijo Katz—, diles a tus amigos que les digan a sus padres que me llamen si quieren entarimar una terraza. Estoy dispuesto a trabajar en cualquier sitio por debajo de la calle Catorce y al oeste de Broadway.

—En serio, ¿lo haces por eso?

—La sierra es muy ruidosa.

—Vale, pero una pregunta más. Te juro que es la última. ¿Puedo entrevistarte?

Katz accionó brevemente la sierra.

—Por favor —insistió Zachary—. Hay una chica en mi clase que está como loca con Lago sin nombre. Me sería de gran ayuda, para conseguir que ella me haga caso, que pudiera grabar digitalmente una breve entrevista contigo y colgarla online.

Katz dejó la sierra y observó a Zachary con expresión seria.

—¿Tocas la guitarra y estás diciéndome que te cuesta despertar el interés de las chicas?

—Bueno, de ésta en particular, sí. Tiene unos gustos más bien convencionales. Ha sido una auténtica batalla.

—Y ella es justo la que necesitas, esa sin la que no puedes vivir.

—Más o menos.

—Y está en el último curso —dijo Katz sucumbiendo al viejo impulso calculador antes de poder disuadirse de hacerlo—. No se ha saltado ningún curso ni nada por el estilo.

—No que yo sepa.

—¿Se llama?

—Caitlyn.

—Tráela mañana después de clase.

—Pero no se creerá que estás aquí. Por eso quiero hacerte la entrevista, para demostrar que lo estás. Así querrá venir a conocerte.

A Katz le faltaban dos días para cumplir las ocho semanas de celibato. Durante las anteriores siete, abjurar del sexo le había parecido el complemento natural a mantenerse al margen de las drogas y el alcohol, como si las distintas formas de virtud se reforzaran entre sí. Hacía tan sólo cinco horas, echando una ojeada por la claraboya a la madre exhibicionista de Zachary, había experimentado un desinterés rayano en la ligera náusea. Pero de repente, con claridad adivinatoria, vio que se quedaría a un día del récord de las ocho semanas: se entregaría a la meticulosa adquisición de Caitlyn, y de paso borraría de su mente los incontables momentos de conciencia entre entonces y la noche del día siguiente imaginando el millón de rostros y cuerpos sutilmente distintos que quizá ella poseyera, y después ejercitando su maestría y gozando de los frutos de tal ejercicio; todo al servicio quizá meritorio de aplastar a Zachary y decepcionar a una admiradora de dieciocho años con gustos «convencionales». Se dio cuenta de que sencillamente había hecho una virtud de su falta de interés por el vicio.

—He aquí el trato —propuso—. Tú lo montas, piensas tus preguntitas, y yo bajo dentro de un par de horas. Pero necesito los resultados mañana. Necesito ver que esto no es sólo una de tus gilipolleces.

—Alucinante —dijo Zachary.

—Pero me has oído bien, ¿no? Ya no concedo entrevistas. Si hago una excepción, necesitamos resultados.

—Te juro que querrá venir. Seguro que querrá conocerte.

—Bien, pues vete a meditar sobre el enorme favor que te estoy haciendo. Bajaré a eso de las siete.

Había oscurecido. La nevada había quedado en un aguacero, y había comenzado la pesadilla nocturna del tráfico en el túnel de Holland. Todas las líneas de metro de la ciudad salvo dos, así como el indispensable tren PATH, convergían en un radio de trescientos metros en torno al punto donde Katz se hallaba. Aquel barrio seguía siendo el centro de confluencia del mundo. Allí estaba la cicatriz iluminada del World Trade Center, allí el oro atesorado en la Reserva Federal, allí la cárcel Tombs y la Bolsa y el ayuntamiento, allí Morgan Stanley y American Express y los monolitos sin ventanas de Verizon, allí las conmovedoras vistas de la lejana Libertad con su piel de óxido verde al otro lado del puerto. Los burócratas, mujeres robustas y hombres fibrosos gracias a los cuales funcionaba la ciudad, abarrotaban Chambers Street con pequeños paraguas de vivos colores, camino de sus casas en Queens y Brooklyn. Por un momento, antes de encender sus luces de trabajo, Katz casi se sintió feliz, casi se reconoció a sí mismo otra vez; pero cuando recogió sus herramientas, al cabo de dos horas, era consciente de las distintas maneras en que ya detestaba a Caitlyn, y de lo cruel y extraño que era aquel universo que lo impulsaba a querer follarse a una tía porque la detestaba, y lo mal que acabaría ese episodio, como muchos otros antes, y de cómo se desperdiciaría así ese tiempo de abstinencia acumulado. Detestaba a Caitlyn aún más por ese desperdicio.

Y sin embargo era importante que Zachary fuera aplastado. Habían puesto a disposición del chico una sala de ensayo, un espacio cúbico revestido de espuma insonorizante, con más guitarras esparcidas por allí de las que Katz había tenido en treinta años. Ya entonces, en cuanto a pura técnica, a juzgar por lo que Katz había oído en sus idas y venidas, el chico era un solista más espectacular de lo que Katz lo había sido o lo sería en la vida. Pero lo mismo podía decirse de otros cien mil estudiantes de instituto en Estados Unidos. ¿Y qué? En lugar de frustrar las ambiciones rockeras que su padre depositaba en él dedicándose a la entomología o interesándose por los derivados financieros, Zachary imitaba diligentemente a Jimi Hendrix. En algún punto se había producido un fracaso de la imaginación.

El chico esperaba en su sala de ensayo con un portátil Apple y un listado de preguntas cuando Katz entró, moqueando y sintiendo dolor en las manos heladas por el contraste con el calor interior. Zachary le señaló la silla plegable en la que debía sentarse.

—He pensado —dijo— que podías empezar tocando una canción y quizá al final, cuando acabemos, tocar otra.

—No, por ahí no paso —respondió Katz.

—Una sola canción. Sería genial.

—Tú hazme tus preguntas, ¿vale? Esto ya es algo bastante humillante.

P: Vale, Richard Katz, han pasado ya tres años desde Lago sin nombre, y dos exactamente desde que Walnut Surprise fue nominado para un Grammy. ¿Puedes hablarme un poco de cómo ha cambiado tu vida desde entonces?

R: No puedo contestar a eso. Debes hacerme mejores preguntas.

P: Bueno, pues entonces, puedes hablarme un poco de tu decisión de volver a dedicarte a un trabajo manual. ¿Te sientes bloqueado artísticamente?

R: En serio, cambia de rollo.

P: Vale. ¿Qué opinas de la revolución del MP3?

R: Ah, revolución, vaya. Me encanta volver a oír la palabra «revolución». Me encanta que ahora una canción cueste exactamente lo mismo que un paquete de chicle y dure exactamente el mismo tiempo hasta que pierde su sabor y tienes que gastarte otro pavo. Esos tiempos que por fin acabaron, no sé… ayer… ya me entiendes, esos tiempos en que fingíamos que el rock era el azote del conformismo y el consumismo, en lugar de su siervo ungido… a mí esos tiempos me resultaban de verdad irritantes. Me parece bueno para la honradez del rock and roll y bueno para el país en general que por fin veamos a Bob Dylan e Iggy Pop tal como fueron en realidad: como fabricantes de chicles de menta.

P: ¿Quieres decir entonces que el rock ha perdido su carácter subversivo?

R: Quiero decir que nunca ha tenido carácter subversivo. Siempre ha sido chicle de menta, y simplemente nos gustaba creer lo contrario.

P: ¿Y qué me dices de cuando Dylan se pasó a la guitarra eléctrica?

R: Si vas a hablar de historia antigua, remontémonos a la Revolución francesa. Acuérdate de cuando aquel… cómo se llamaba… aquel rockero que compuso la Marsellesa, Jean Jacques no sé cuántos… acuérdate de cuando su canción empezó a acaparar todo aquel tiempo en antena en 1792, y de pronto el campesinado se sublevó y derrocó a la aristocracia. Esa sí fue una canción que cambió el mundo. Descaro, eso es lo que les faltaba a los campesinos. Ya tenían todo lo demás: un estado de servidumbre humillante, una miseria absoluta, deudas impagables, condiciones laborales espantosas. Pero sin una canción, tío, todo eso se quedaba en nada. El estilo sans-culotte fue lo que de verdad cambió el mundo.

P: ¿Y cuál es el siguiente paso para Richard Katz?

R: Estoy implicándome en la política republicana.

P: Ja, ja.

R: En serio. La nominación para un Grammy fue un honor tan inesperado que considero un deber sacarle el máximo provecho en este año electoral crítico. Se me ha concedido la oportunidad de participar en la música pop convencional y fabricar chicles, y ayudar a convencer a los chicos de catorce años de que la imagen y la sensación creadas por los productos de Apple Computer indican el compromiso de Apple Computer para convertir el mundo en un lugar mejor. Porque convertir el mundo en un lugar mejor es guay, ¿no? Y Apple Computer debe de estar mucho más comprometida con un mundo mejor, porque los iPods son mucho más guays que otros reproductores MP3, y por eso son mucho más caros e incompatibles con el software de otras marcas, porque… bueno, la verdad es que no está muy claro por qué en un mundo mejor los productos más superguays deben dejar unos beneficios superescandalosos a un reducidísimo número de habitantes de dicho mundo mejor. Puede que éste sea uno de esos casos en que tienes que dar un paso atrás y observar las cosas con perspectiva y entender que llegar a tener tu propio iPod es en sí mismo lo que convierte el mundo en un lugar mejor. Y eso es lo que considero tan refrescante en el Partido Republicano. Dejan en manos del individuo la decisión de cómo podría ser un mundo mejor. Es el partido de la libertad, ¿no? Por eso no me explico por qué esos moralistas cristianos intolerantes tienen tanta influencia en el partido. Esa gente es muy antielección. Algunos incluso se oponen al culto al dinero y los bienes materiales. Creo que el iPod es la verdadera cara de la política republicana, y yo soy partidario de que la industria de la música se ponga seriamente al frente de esto y sea más activa políticamente, y se levante orgullosa y diga en voz alta: a nosotros los del sector de la fabricación de chicle no nos interesa la justicia social, no nos interesa la información precisa y objetivamente comprobable, no nos interesa el trabajo con sentido, no nos interesa un conjunto coherente de ideales nacionales, no nos interesa la sabiduría. Nos interesa elegir lo que nosotros queremos escuchar y pasar de todo lo demás. Nos interesa ridiculizar a la gente que tiene la poca educación de no querer ser guay como nosotros. Nos interesa concedernos un capricho para sentirnos bien cada cinco minutos sin tener que pensar. Nos interesa la implacable explotación y aplicación de nuestros derechos de propiedad intelectual. Nos interesa convencer a los niños de diez años para que gasten veinticinco dólares en una fundita de silicona guay para el iPod, cuya fabricación le cuesta a la filial autorizada de Apple Computer treinta y nueve centavos.

P: Venga, en serio. En los Grammys del año pasado había un ambiente antibelicista muy fuerte. Muchos de los nominados hablaron muy claro. ¿Crees que los músicos de éxito tienen la responsabilidad de convertirse en modelos de conducta?

R: Yo yo yo, compra compra compra, fiesta fiesta fiesta. Quédate sentado en tu pequeño mundo, escuchando música, con los ojos cerrados. Lo que intento decir es que ya somos modelos de conducta republicanos perfectos.

P: Si eso es así, ¿por qué el año pasado en la entrega de premios había un censor para asegurarse de que nadie se pronunciara contra la guerra? ¿Estás diciendo que Sheryl Crow es republicana?

R: Eso espero. Se la ve tan buena persona que no me gustaría nada que fuera demócrata.

P: Se ha manifestado muy abiertamente contra la guerra.

R: ¿Crees que George Bush de verdad detesta a los gays? ¿Crees que el aborto le importa un carajo personalmente? ¿Crees que Dick Cheney se cree de verdad que Saddam Hussein tramó el 11-S? Sheryl Crow es una fabricante de chicle, y lo digo como fabricante de chicle desde hace muchos años. La persona a quien le preocupa lo que Sheryl Crow piense sobre la guerra de Iraq es la misma persona que va a comprar un reproductor MP3 escandalosamente caro porque lo promociona para su propio beneficio Bono Vox.

P: Pero en la sociedad también hay espacio para los líderes, ¿o no? ¿No era eso lo que intentaba reprimir el corporativismo americano en los Grammys? ¿Las voces de los líderes potenciales de un movimiento antibelicista?

R: ¿Quieres que el director general de la fábrica de chicles sea un líder en la lucha contra la caries? ¿Que use los mismos métodos publicitarios para vender goma de mascar y para decirle al mundo que la goma de mascar es perjudicial para ti? Sé que acabo de reírme de Bono, pero él tiene más integridad que todo el resto del mundo de la música junto. Si te haces rico vendiendo chicle, bien puedes dar un paso más y vender también iPods a un precio excesivo, y enriquecerte aún más, y luego emplear tu dinero y tu posición para tener acceso a la Casa Blanca e intentar hacer el bien de una manera práctica en África. En suma, sé un hombre, échale un par de huevos, admite que te gusta formar parte de la clase dominante, y que crees en la clase dominante, y que harás lo que haga falta para consolidar tu posición en ella.

P: ¿Estás diciendo que apoyaste la invasión de Iraq?

R: Lo que estoy diciendo es que si invadir Iraq hubiese sido una de esas cosas que una persona como yo apoyara, no habría ocurrido.

P: Volvamos por un momento a Richard Katz como persona.

R: No; apaguemos tu aparatito. Creo que ya hemos terminado.

—Ha sido genial —dijo Zachary, moviendo el puntero y pulsando el botón del ratón—. Ha sido perfecto. Voy a colgar esto ahora mismo y enviarle el link a Caitlyn.

—¿Tienes su dirección de correo?

—No, pero sé quién la tiene.

—Entonces ya os veré a los dos mañana después de clase.

Katz recorrió Church Street hacia el tren PATH envuelto en una nube de remordimientos post-entrevista que ya le era más que conocida. No le preocupaba haber sido ofensivo; ser ofensivo era lo suyo. Le preocupaba haber dado una imagen patética, haberse mostrado demasiado transparente, como un talento venido a menos cuyo único recurso era despellejar a los que eran mejores que él. Le desagradaba profundamente la persona que por desgracia era, como acababa de demostrar una vez más. Y ésta era, por supuesto, la definición más sencilla de la depresión que conocía: el profundo desagrado hacia uno mismo.

Ya de vuelta en Jersey City, pasó por el griego que le servía tres o cuatro cenas por semana, se marchó con una bolsa pesada y maloliente llena de pita y carnes de la peor calidad y subió la escalera a su apartamento, del que había estado ausente tanto tiempo en los últimos dos años y medio que parecía haberse vuelto contra él, no desear ya ser su casa. Todo esto lo habría cambiado un poco de coca —podría haberle devuelto al apartamento el barniz de cordialidad perdido—, pero sólo durante unas horas, o a lo sumo unos días, tras lo cual lo empeoraría todo aún más. La única habitación que aún le gustaba a medias era la cocina, cuya áspera iluminación fluorescente se ajustaba a su estado de ánimo. Se sentó a su antigua mesa de tablero esmaltado y, para evadirse del sabor de la cena, leyó a Thomas Bernhard, su nuevo escritor preferido.

A sus espaldas, en la encimera abarrotada de platos sucios, sonó el teléfono fijo. En el identificador de llamadas ponía WALTER BERGLUND.

—Walter, mi conciencia —se dijo Katz—. ¿Por qué me asaltas ahora?

A su pesar, sintió la tentación de descolgar, porque últimamente se había dado cuenta de que echaba de menos a Walter, pero recordó, justo a tiempo, que fácilmente podría ser Patty llamándolo desde el teléfono de su casa. Por su experiencia con Molly Tremain, había aprendido que uno no debía intentar salvar a una mujer que se ahogaba a menos que estuviera dispuesto a ahogarse él mismo, y por tanto se había quedado en el muelle observando, inmóvil, mientras Patty agitaba los brazos y pedía socorro a gritos. Se sintiera como se sintiera Patty en esos momentos, él no tenía el menor interés en saberlo. La gran ventaja de alargar las giras de Lago sin nombre hasta la saciedad —hacia el final, era capaz de hilvanar largos pensamientos mientras tocaba, capaz de repasar las cuentas del grupo y contemplar la adquisición de nuevas drogas y experimentar remordimientos por su última entrevista sin perder el compás ni saltarse un verso— fue que así pudo despojar a las letras de todo sentido, distanciar permanentemente sus canciones del estado de tristeza (por Molly, por Patty) en el que las había compuesto. Llegó al punto de creer que las giras habían consumido la propia tristeza. Pero no tenía la menor intención de descolgar el teléfono.

Sí escuchó, no obstante, el buzón de voz.

«¿Richard? Soy Walter, Walter Berglund. No sé si estás ahí, probablemente ni siquiera estés en el país, pero me gustaría saber si hay alguna posibilidad de que andes por ahí mañana. Viajo a Nueva York por trabajo, y tengo una pequeña propuesta que hacerte. Perdóname por avisarte con tan poco tiempo. Más que nada quiero saludarte. Patty también te manda saludos. ¡Espero que estés bien!».

Para borrar este mensaje, pulse 3.

Hacía dos años que Katz no sabía nada de Walter. Al prolongarse el silencio, había empezado a pensar que Patty, en un momento de estupidez o angustia, le había confesado lo ocurrido en el lago Sin Nombre. Walter, con su feminismo, con su irritante doble moral invertida, se habría apresurado a perdonar a Patty y dejado que Katz cargara con toda la culpa de la traición. Eso era lo curioso en Walter: una y otra vez, las circunstancias se confabulaban para que Katz, quien por lo demás no temía a nadie, se sintiese empequeñecido e intimidado por él. Renunciando a Patty, sacrificando su propio placer y decepcionándola brutalmente para preservar su matrimonio, había alcanzado por un momento el nivel de excelencia de Walter, y sin embargo, lo único que había conseguido a cambio de sus esfuerzos era envidiar a su amigo por la incuestionada posesión de su mujer. Había intentado fingir que hacía un favor a los Berglund interrumpiendo toda comunicación con ellos, pero lo había hecho sobre todo para no enterarse de que eran felices y su matrimonio no corría peligro.

Katz no habría sabido decir el motivo exacto por el que Walter le importaba. Sin duda, parte de ello no era más que la prolongación accidental de unas condiciones preexistentes: un apego nacido a una edad en que uno es fácilmente influenciable, antes de fijarse del todo los contornos de la personalidad. Walter se había colado en su vida antes de que él cerrara la puerta al mundo de la gente normal y uniera su suerte a los inadaptados y marginados. Tampoco es que Walter fuera tan normal. Era a la vez irremediablemente ingenuo y muy astuto, tenaz y bien informado. Y a eso se añadía la complicación de Patty, quien, pese a sus esfuerzos desde hacía tanto tiempo por fingir lo contrario, era aún menos normal que Walter, y se añadía también la complicación de que Katz no se sintiera menos atraído por Patty que Walter, y posiblemente se sintiera más atraído por Walter que Patty. Eso era a todas luces una situación rara. Con ningún hombre había experimentado la sensación de calor en la entrepierna que le producía ver a Walter después de una larga ausencia. Ese acaloramiento inguinal no guardaba mayor relación con el sexo real, no era más homo que las erecciones que tenía ante una primera esnifada deseada durante mucho tiempo, pero sin duda alguna existía allí algo profundamente químico. Algo que insistía en hacerse llamar amor. A Katz le había complacido ir viendo a los Berglund mientras la familia crecía, le había complacido saber de ellos, le había complacido saber que estaban allí, en el Medio Oeste, disfrutando de una buena vida en la que él podía dejarse caer cuando no se sentía del todo bien. Y de pronto, un día lo había echado a perder permitiéndose pasar una noche a solas en una casa de veraneo con una antigua jugadora de baloncesto experta en colarse por estrechos pasillos de oportunidad. Lo que había sido para Katz un mundo difusamente acogedor de amparo doméstico se había venido abajo de la noche a la mañana, en el microcosmos voraz y caliente del coño de Patty. Al que aún no podía creerse que hubiera tenido un acceso tan cruelmente fugaz.

«Patty también te manda saludos».

—Ya, y una mierda —dijo Katz mientras comía su pita con carne.

Pero en cuanto sustituyó el apetito por un profundo malestar gástrico debido al medio elegido para satisfacerlo, le devolvió la llamada a Walter. Por suerte, contestó el propio Walter.

—Qué me cuentas —dijo Katz.

—¿Qué me cuentas tú? —replicó Walter con una amabilidad arrolladora—. Según parece, has estado por todas partes.

—Sí, cantando al cuerpo eléctrico. Unos tiempos de vértigo.

Bailando al son de la luz fantástica.

—Exacto. En una celda de la cárcel del condado de Dade.

—Sí, ya lo leí. Pero ¿qué demonios hacías en Florida?

—Una tía sudamericana a la que confundí con un ser humano.

—Creía que formaba parte del asunto mismo de la fama —dijo Walter—. «La fama exige toda clase de excesos». Me acordé de que antes hablábamos de eso.

—Por suerte, eso ya lo he dejado atrás. Me he apeado del carro.

—¿Qué quieres decir?

—He vuelto al montaje de terrazas.

—¿Terrazas? ¿Estás de broma? ¡Eso es absurdo! Deberías estar por ahí destrozando habitaciones de hotel y grabando esas canciones tuyas en las que mandas a la mierda a todo el mundo, las más repelentes.

—Eso ya está muy visto, tío. Estoy haciendo lo único honroso que se me ocurre.

—Pero ¡qué desperdicio!

—Cuidado con lo que dices. Podrías ofenderme.

—En serio, Richard, tienes mucho talento. No puedes dejarlo sin más porque resulte que a la gente le gusta uno de tus discos.

—«Mucho talento». Eso es como decir que alguien es un genio jugando al tres en raya. Hablamos de música pop.

—¡Uy uy uy! —exclamó Walter—. No es eso lo que yo esperaba oír. Pensaba que estarías acabando un disco y preparándote para otra gira. Te habría llamado antes si hubiese sabido que te dedicabas a montar terrazas. No quería molestarte.

—Eso no deberías pensarlo nunca.

—Bueno, como no sabía nada de ti, daba por supuesto que andarías ocupado.

—Mea culpa —dijo Katz—. ¿Cómo os va? ¿Todo bien?

—Más o menos. Sabes que nos hemos ido a vivir a Washington, ¿no?

Katz cerró los ojos y fustigó a sus neuronas para generar un recuerdo de confirmación de eso.

—Sí —contestó—, creo que ya lo sabía.

—Bueno, resulta que las cosas se han complicado un poco. De hecho, por eso te llamo. Quiero proponerte algo. ¿Tienes un rato mañana por la tarde? ¿Tirando a primera hora?

—A primera hora no me viene bien. ¿Qué tal por la mañana?

Walter le explicó que al mediodía tenía una cita con Robert Kennedy Jr. y que debía volver a Washington por la noche para coger un vuelo a Texas el sábado por la mañana.

—Podríamos hablar por teléfono ahora —dijo—, pero mi ayudante tiene muchas ganas de conocerte. Sería ella con quien trabajarías. Preferiría no quitarle la primicia adelantándote algo ahora.

—Tu ayudante —repitió Katz.

—Lalitha. Es jovencísima y muy lista. Y además es vecina nuestra, vive en el piso de arriba. Creo que te caerá muy bien.

A Katz no le pasaron inadvertidos la viveza y el entusiasmo en la voz de Walter, el amago de culpabilidad o emoción en las palabras «y además».

—Lalitha —repitió Katz—. ¿Qué nombre es ése?

—Indio. Bengalí. Se crio en Missouri. Y además es muy guapa.

—Ya veo. ¿Y en qué consiste su propuesta?

—En salvar el planeta.

—Ya veo.

Katz sospechó que Walter estaba presentándole premeditadamente a esa Lalitha como cebo, y le irritó que lo considerara tan fácilmente manipulable. Así y todo —consciente de que Walter era un hombre que no calificaba de guapa a una mujer sin una buena razón—, se dejó manipular, se quedó intrigado.

—Déjame ver si puedo reorganizar mis asuntos de mañana por la tarde —contestó.

—Estupendo —dijo Walter.

Lo que tuviera que ser sería y lo que no, no. Katz sabía por experiencia que, por lo general, no iba mal hacer esperar a las tías. Llamó a White Street e informó a Zachary de que el encuentro con Caitlyn tendría que aplazarse.

Al día siguiente por la tarde, a las tres y cuarto, con sólo quince minutos de retraso, entró con paso enérgico en Walker’s y vio a Walter y a la tía india en una mesa de un rincón, esperando. Antes siquiera de llegar a la mesa, supo que no tenía la menor posibilidad con ella. Existían dieciocho palabras del lenguaje corporal con las que las mujeres expresaban disponibilidad y sometimiento, y Lalitha dirigía a Walter por lo menos doce al mismo tiempo. Parecía la viva imagen de la expresión «se bebía sus palabras». Cuando Walter se levantó de la mesa para abrazar a Katz, la chica mantuvo la mirada fija en Walter; y en eso el universo sí había dado realmente un giro extraño. Nunca antes Katz había visto a Walter en modalidad galán, consiguiendo que una chica guapa volviera la cabeza. Vestía un buen traje oscuro y había adquirido cierta corpulencia propia de la mediana edad. Sus hombros presentaban mayor anchura, su pecho mayor prominencia.

—Richard, Lalitha —presentó.

—Encantada de conocerte —dijo Lalitha con un blando apretón de manos, sin añadir nada del estilo de que era un honor para ella o que se sentía muy emocionada, nada del estilo de que era una gran admiradora.

Katz se dejó caer en una silla sintiéndose sacudido de improviso por una toma de conciencia condenatoria: contrariamente a las mentiras que se había dicho a sí mismo, deseaba a las mujeres de Walter no a pesar de su amistad con él, sino a causa de ella. Durante dos años se había visto sistemáticamente agobiado por las declaraciones de admiración de las fans, y ahora, de pronto se sentía decepcionado por no oír esa forma de declaración de Lalitha, por la manera en que ella miraba a Walter. Tenía la piel morena y su constitución era una compleja mezcla de redondez y gracilidad. Ojos redondos, cara redonda, pechos redondos; cuello y brazos gráciles y esbeltos. Un incuestionable notable alto que podía convertirse en sobresaliente bajo si la chica se aplicaba un poco para subir nota. Katz se deslizó los dedos entre el pelo, sacudiéndose el polvo de Trex. Su viejo amigo y enemigo lucía una radiante sonrisa por el puro placer de volver a verlo.

—¿Y bien?, ¿qué hay? —dijo Katz.

—En fin, muchas cosas —contestó Walter—. ¿Por dónde empezar?

—Un traje bonito, por cierto. Tienes buen aspecto.

—Ah, ¿te gusta? —Walter bajó la vista para mirarse—. Lalitha me obligó a comprarlo.

—Me he cansado de decirle que vestía de pena —aclaró la joven—. ¡Hacía diez años que no se compraba un traje!

Tenía un sutil acento subcontinental, martilleante, como de ir al grano, y hablaba de Walter como si fuera de su propiedad. Si su cuerpo no hubiese expresado tal ansiedad por complacer, Katz pensaría que éste ya se la había beneficiado.

—Tú también tienes buen aspecto —dijo Walter.

—Gracias por mentir.

—No; tienes buen aspecto, un poco al estilo Keith Richards.

—Ah, ahora sí eres sincero. Keith Richards parece un lobo disfrazado con el gorro de la abuela. Con esa cinta en la cabeza.

Walter consultó con Lalitha.

—¿Crees que Richard parece una abuela?

—No —contestó ella con una «O» redonda y tajante.

—Así que estás en Washington —comentó Katz.

—Sí, es una situación un tanto extraña —contestó Walter— Trabajo para un tal Vin Haven, que vive en Houston, un magnate del petróleo y el gas. El padre de su mujer era un republicano de la vieja escuela. Colaboró con la administración de Nixon, Ford y Reagan. Le dejó una mansión en Georgetown que apenas usaban. Cuando Vin montó la fundación, instaló las oficinas en la planta baja y nos vendió a Patty y a mí los dos pisos de arriba a un precio inferior al de mercado. El último piso incluye un pequeño apartamento para el servicio, que es donde vive Lalitha.

—Soy la tercera persona en Washington que más cerca vive de su lugar de trabajo —dijo Lalitha—. Walter lo tiene aún más cerca que el presidente. Todos compartimos la misma cocina.

—Entrañable cuadro —comentó Katz, lanzándole a Walter una mirada elocuente que éste no pareció captar—. ¿Y de qué va esa fundación?

—Creo que ya te lo expliqué la última vez que hablamos.

—En aquella época me drogaba tanto que tendrás que volver a contármelo todo al menos dos veces.

—Es la Fundación Monte Cerúleo —respondió Lalitha—. Propone un enfoque totalmente nuevo de la conservación ambiental. Fue idea de Walter.

—En realidad la idea fue de Vin, al menos inicialmente.

—Pero las ideas originales de verdad son todas de Walter —aseguró Lalitha.

Una camarera (nada del otro mundo, Katz ya la conocía y la había descartado) les tomó nota de los cafés, y Walter empezó a contar la historia de la Fundación Monte Cerúleo. Vin Haven, explicó, era un hombre muy poco corriente. Él y su mujer, Kiki, eran unos apasionados amantes de las aves que casualmente también eran amigos personales de George y Laura Bush y Dick y Lynne Cheney. Vin había acumulado una fortuna de nueve cifras a base de perder dinero provechosamente en pozos de petróleo y gas de Texas y Oklahoma. Rondaba ya cierta edad y, como no había tenido hijos con Kiki, había decidido pulirse más de la mitad de la pasta en la preservación de una sola especie de ave, la reinita cerúlea, que, precisó Walter, no sólo era una criatura hermosa, sino además el ave canora en más rápido declive en América del Norte.

—Es nuestro pájaro emblemático —dijo Lalitha, y sacó un folleto de su maletín.

A Katz la reinita de la portada se le antojó un ave anodina. Azulada, pequeña, sin inteligencia.

—Eso es un pájaro, no cabe duda —observó.

—Tú espera —dijo Lalitha—. La cuestión no es el pájaro. Es mucho más que eso. Espera y escucha la visión de Walter.

¡Visión! Katz empezaba a pensar que la verdadera intención de Walter al organizar ese encuentro se reducía a obligarlo a presenciar el hecho de que lo adoraba una chica de veinticinco años bastante guapa.

La reinita cerúlea, explicó Walter, se reproducía exclusivamente en los bosques caducifolios maduros de clima templado, y su principal bastión se hallaba en los Apalaches centrales. Existía una población especialmente saludable en el sur de Virginia Occidental, y Vin Haven, gracias a sus vínculos con la industria de la energía no renovable, había visto una oportunidad de asociarse a las compañías mineras del carbón a fin de crear una gran reserva privada permanente para la reinita y otras especies amenazadas que anidan en árboles caducifolios. Las compañías mineras tenían motivos para temer que la reinita pronto apareciese en la lista de animales amparados por la Ley de Especies en Peligro de Extinción, con efectos potencialmente nocivos para su libertad para talar bosques y volar montañas. Vin creía que era posible convencerlas de que ayudaran a la reinita, a fin de evitar la incorporación del ave a la lista de Especies Amenazadas y cosechar un poco de buena prensa, tan necesaria, mientras se les permitía continuar con la extracción de carbón. Y así fue como Walter consiguió el empleo de director gerente de la fundación. En Minnesota, cuando trabajaba para Nature Conservancy, había fraguado una buena relación con los grupos de presión mineros, y era por consiguiente una persona anormalmente abierta al compromiso constructivo con el sector del carbón.

—El señor Haven entrevistó a media docena de candidatos antes que a Walter —explicó Lalitha—. Algunos se pusieron de pie y lo dejaron allí plantado en plena entrevista. ¡Así de estrechos de miras eran y tanto temían las críticas! Sólo Walter vio el potencial de la oferta para alguien dispuesto a asumir un gran riesgo y preocuparse menos por la opinión predominante.

Walter hizo una mueca al oír el cumplido, pero saltaba a la vista que lo había complacido.

—Todas esas personas tenían empleos mejores que el mío. Tenían más que perder.

—Pero ¿qué ecologista se preocupa más por salvar el empleo que por salvar tierras amenazadas?

—Pues, por desgracia, muchos. Tienen familia y responsabilidades.

—¡Y tú también!

—Acéptalo, tío, eres perfecto —dijo Katz, sin amabilidad. Aún albergaba la esperanza de constatar, cuando Lalitha se levantara para irse, que tenía el culo grande o los muslos gruesos.

Para ayudar a salvar a la reinita cerúlea, dijo Walter, la fundación aspiraba a crear una extensión de veinticinco mil hectáreas sin carreteras —en la práctica se las conocía como «las Veinticinco Mil de Haven»— en el condado de Wyoming, Virginia Occidental, rodeada de una «zona de contención» más amplia abierta a la caza y el ocio motorizado. Para poder pagar tanto los derechos de superficie como los derechos de minería de una única parcela de tales dimensiones, la fundación primero tendría que permitir la extracción de carbón en casi una tercera parte del terreno, por medio de la explotación a cielo abierto. Esa era la perspectiva que había ahuyentado a los otros candidatos. La explotación a cielo abierto tal como se practicaba en ese momento era ecológicamente deplorable: la capa rocosa de la cima de los montes se volaba con dinamita para dejar al descubierto las vetas de carbón subyacentes; los valles contiguos se convertían en escombreras; se destruían torrentes biológicamente ricos. Así y todo, Walter creía que un posterior esfuerzo de recuperación del terreno bien administrado podía mitigar los daños mucho más de lo que la gente imaginaba, y la gran ventaja de una tierra con los recursos mineros ya explotados era que nadie volvería a excavarla.

Katz empezaba a recordar que una de las cosas de Walter que había echado de menos era una buena discusión sobre ideas de verdad.

—Pero ¿no queremos dejar el carbón bajo tierra? —preguntó—. Creía que detestábamos el carbón.

—Eso es una discusión más larga que dejaremos para otro día —dijo Walter.

—Walter tiene una serie de propuestas excelentes y muy originales sobre los combustibles fósiles frente a la energía nuclear y eólica.

—Baste decir que somos realistas respecto al carbón —dijo Walter.

Lo entusiasmaba más aún, prosiguió, el dinero que la fundación inyectaba a manos llenas en Sudamérica, donde la reinita cerúlea, como tantas otras aves canoras de América del Norte, pasaba el invierno. Los bosques andinos estaban desapareciendo a un ritmo desastroso, y en los últimos dos años Walter había viajado mensualmente a Colombia para comprar extensos terrenos y coordinarse con las ONG locales que fomentaban el ecoturismo y ayudaban a los campesinos a sustituir sus estufas de leña por calefacción solar y eléctrica. Un dólar daba aún para mucho en el hemisferio sur, y la mitad sudamericana del Parque Panamericano de la Reinita ya estaba creada.

—El señor Haven no tenía previsto hacer nada en Sudamérica —dijo Lalitha—. Había descuidado por completo esa parte del asunto hasta que Walter le llamó la atención al respecto.

—Aparte de todo lo demás —intervino Walter—, pensé que quizá fundar un parque que abarcase dos continentes tendría una utilidad didáctica. Para dejar clara la idea de que todo está interrelacionado. Con el tiempo, esperamos patrocinar algunas reservas más pequeñas en la ruta migratoria de la reinita, en Texas y México.

—Me parece muy bien —dijo Katz con manifiesta apatía—. Buena idea.

—Muy buena idea —afinó Lalitha, sin apartar la mirada de Walter.

—La cuestión es —continuó éste— que la tierra sin edificar desaparece a tal ritmo que no tiene sentido esperar a que los gobiernos se ocupen de la conservación. El problema de los gobiernos es que los eligen mayorías a las que les importa un bledo la biodiversidad. Los multimillonarios, en cambio, sí suelen preocuparse por eso. Tienen un interés directo en evitar que el planeta se joda del todo, porque ellos y sus herederos serán los únicos con dinero suficiente para disfrutar del planeta. La razón por la que Vin Haven empezó a aplicar medidas conservacionistas en sus ranchos de Texas es que le gusta cazar las aves más grandes y contemplar las pequeñas. Un interés egoísta, desde luego, pero ahí sí tenemos todas las de ganar. A la hora de cerrar el hábitat para salvarlo del desarrollo urbanístico, resulta mucho más fácil convertir a un puñado de multimillonarios que educar al votante estadounidense, que está la mar de contento con su televisión por cable, su Xbox y su banda ancha.

—Además, tampoco te conviene tener a trescientos millones de americanos paseándose por tus espacios naturales —señaló Katz.

—Exacto. Dejarían de ser espacios naturales.

—O sea, que básicamente estás diciéndome que te has pasado al lado oscuro.

Walter se echó a reír.

—Así es.

—Tienes que conocer al señor Haven —le dijo Lalitha a Katz—. Es todo un personaje.

—Si es amigo de George y Dick, ya me lo has dicho todo.

—No, Richard, no —aseguró ella—. No te lo he dicho todo ni mucho menos.

Su encantadora pronunciación de la O de «no» incitaba a Katz a desear llevarle la contraria una y otra vez.

—Y ese tío es cazador —dijo—. Probablemente incluso salga de caza con Dick, ¿no?

—Pues mira, sí, de vez en cuando va de caza con Dick —confirmó Walter—. Pero los Haven se comen lo que matan, y administran sus tierras teniendo en cuenta la fauna. La caza no es el problema. Tampoco los Bush son el problema. Cuando Vin viene a la ciudad, va a la Casa Blanca a ver los partidos de los Long-horns, y en el descanso intenta ganarse a Laura. Ha conseguido despertar su interés por las aves marinas de Hawai. Creo que pronto veremos acción por ese lado. La conexión Bush por sí misma no es el problema.

—Y entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó Katz.

Walter y Lalitha cruzaron miradas de inquietud.

—Verás, hay varios —respondió Walter—. El dinero es uno de ellos. Dada la cantidad que estamos inyectando en Sudamérica, habría sido una verdadera ayuda recibir financiación pública en Virginia Occidental. Y el asunto de la explotación a cielo abierto ha resultado muy espinoso y ha ido de mal en peor. Todos los grupos de base locales han demonizado la industria del carbón y en particular la ECA.

—Explotación a cielo abierto —explicó Lalitha.

—El New York Times da carta blanca a Bush y Cheney en cuanto a Iraq pero saca un puto editorial tras otro sobre la lacra de la ECA —dijo Walter—. Tanto a nivel estatal y federal como en el sector privado, nadie quiere meterse en un proyecto que implica sacrificar la cima de las montañas y desplazar a familias pobres de sus tierras ancestrales. No quieren ni oír hablar sobre la recuperación del bosque, no quieren ni oír hablar de empleos verdes sostenibles. El condado de Wyoming está muy, muy vacío: el número total de familias que padecerán el impacto directo de nuestro proyecto no llega a doscientas. Pero al final todo queda reducido a un enfrentamiento entre corporaciones malvadas y el indefenso hombre de a pie.

—Es todo estúpido y absurdo —intervino Lalitha—. Ni siquiera se prestan a escuchar a Walter. Tiene cosas muy positivas que decir acerca de la recuperación del suelo, pero en cuanto entramos en una sala, la gente se cierra en banda.

—Está la llamada Iniciativa de Repoblación Forestal para la Región de los Apalaches —dijo Walter—. ¿Te interesan mínimamente los detalles?

—Me interesa oíros hablar del tema —respondió Katz.

—Verás, en pocas palabras, la mala fama de la ECA se debe a que la mayoría de los propietarios de los derechos de superficie no exigen después una recuperación del suelo como es debido. Antes de que una compañía minera pueda ejercer sus derechos de minería y excavar una montaña, tiene que depositar una fianza que no se le reembolsa hasta que devuelve la tierra en condiciones. Y el problema es que esos propietarios siempre se conforman con prados estériles, llanos, propensos al hundimiento, con la esperanza de que aparezca algún promotor inmobiliario y construya en ellos bloques de apartamentos de lujo, aunque estén en medio de la nada. El hecho es que se puede conseguir un bosque frondoso y biodiverso si la recuperación se lleva a cabo correctamente: utilizando algo más de un metro de mantillo y arenisca erosionada en lugar del medio metro habitual; procurando no compactarlo demasiado, y luego plantando la mezcla adecuada de especies de árbol de crecimiento rápido y lento en la época del año adecuada Tenemos pruebas de que, de hecho, los bosques de este tipo son más adecuados para las reinitas que los bosques secundarios a los que sustituyen. Nuestro proyecto no se limita, pues, a la preservación de la reinita; pretende ser una manera de promocionar las cosas bien hechas. Pero la corriente dominante entre los ecologistas no quiere hablar de cosas bien hechas, porque si las cosas se hicieran bien, las compañías mineras ya no se verían tanto como el villano y la ECA resultaría más digerible desde el punto de vista político. Y por tanto nos fue imposible conseguir dinero de fuera, y la opinión pública se inclina en contra de nosotros.

—Pero el problema de actuar en solitario —dijo Lalitha— era que o bien nos conformábamos con un parque más pequeño, demasiado pequeño para convertirse en un bastión de la reinita, o bien hacíamos demasiadas concesiones a las compañías mineras.

—Que realmente son un tanto malvadas —apostilló Walter.

—Así que no podíamos poner muchos reparos al dinero del señor Haven.

—Por lo que parece, estáis metidos a fondo en el tema —comentó Katz—. Si yo fuera multimillonario, sacaría el talonario ahora mismo.

—Pero hay cosas aún peores —dijo Lalitha con un extraño brillo en los ojos.

—¿Te aburrimos ya? —preguntó Walter.

—Ni mucho menos. Sinceramente, ando un poco privado de estímulos intelectuales.

—Bueno, el problema es que, por desgracia, Vin tiene otras motivaciones, como se ha visto.

—Los ricos son como niños pequeños —dijo Lalitha—. Como niños pequeños, joder.

—Repite eso —saltó Katz.

—Repetir ¿qué?

—Joder. Me gusta cómo lo pronuncias.

Ella se sonrojó: el señor Katz le había hecho mella.

—Joder, joder, joder —dijo alegremente para él—. Antes yo trabajaba en Conservancy, y cuando celebrábamos la gala anual, los ricos estaban dispuestos a pagar veinte mil dólares por una mesa, pero sólo si recibían su bolsa de regalo al final de la velada. La bolsa de regalo contenía morralla donada por alguno de ellos. Pero si no recibían su bolsa de regalo, no donaban otros veinte mil al año siguiente.

—Necesito que me asegures que no mencionarás nada de esto a nadie —pidió Walter.

—Asegurado queda.

La Fundación Monte Cerúleo, prosiguió Walter, fue concebida en la primavera de 2001, cuando Vin Haven viajaba a Washington para participar en las actividades del famoso Grupo Operativo de la Energía, aquel cuya lista de invitados Dick Cheney aún pretendía ocultar, defendiéndose contra la Ley de Libertad de Información a costa de los dólares del contribuyente. Una noche, durante un cóctel, tras un largo día de operaciones en grupo, Vin habló con los presidentes de Nardone Energy y Blasco y los sondeó acerca del tema de la reinita cerúlea. En cuanto los convenció de que no les tomaba el pelo —de que para Vin la salvación de un ave vedada a la caza era un asunto muy serio—, alcanzaron un principio de acuerdo: Vin compraría una enorme extensión de tierra cuyo núcleo mineral sería extraíble por medio de la ECA, pero después se recuperaría y se dejaría en estado natural para siempre. Walter conocía este acuerdo cuando aceptó el empleo como director gerente de la fundación. Lo que no sabía entonces —y había descubierto hacía poco— era que el vicepresidente, esa misma semana de 2001, le había comentado en privado a Vin Haven que el presidente tenía la intención de llevar a cabo ciertos cambios en la normativa y en el código fiscal para que la extracción de gas natural fuese económicamente viable en los Apalaches. Ni que Vin había procedido a comprar derechos de explotación minera a gran escala no sólo en el condado de Wyoming, sino en otras varias zonas de Virginia Occidental que o bien no tenían carbón, o habían sido ya explotadas. Esas grandes adquisiciones de derechos en apariencia inútiles tal vez habrían disparado las alarmas, dijo Walter, si Vin no hubiese podido aducir que estaba salvaguardando posibles reservas naturales futuras para la fundación.

—En resumidas cuentas —añadió Lalitha—, nos estaba usando como tapadera.

—Sin perder de vista, claro está —dijo Walter—, que Vin es realmente un auténtico apasionado de las aves y hace cosas maravillosas por la reinita cerúlea.

—Sencillamente, él quería también su pequeña bolsa de regalos —aclaró Lalitha.

—Su bolsa de regalos no tan pequeña, por lo que se ha visto —dijo Walter—. Casi toda esta información aún está fuera del alcance del radar, así que probablemente no hayas oído nada todavía, pero están a punto de perforar Virginia Occidental hasta cargársela. Miles y miles de hectáreas que todos suponíamos preservadas para siempre se encuentran ahora, mientras nosotros estamos aquí sentados, en vías de ser destruidas. Por lo que se refiere a la fragmentación y la alteración del hábitat, es tan grave como lo peor que haya hecho la industria del carbón. Si tienes los derechos de minería, puedes hacer lo que te salga de los huevos para ejercerlos, incluso en tierras públicas. Carreteras nuevas en todas partes, miles de torres de perforación, maquinaria ruidosa en funcionamiento las veinticuatro horas del día, luces cegadoras toda la noche.

—Y entretanto los derechos de minería de tu jefe pasan a ser de pronto mucho más valiosos —observó Katz.

—Exacto.

—¿Y ahora está vendiendo las tierras que teóricamente había comprado para vosotros?

—Parte de las tierras, sí.

—Increíble.

—Bueno, aun así, sigue gastándose un pastón. Y tomará medidas para mitigar el impacto de la perforación allí donde aún conserva los derechos. Pero se ha visto obligado a vender muchos derechos para cubrir grandes gastos que no habríamos tenido si la opinión pública nos hubiese respaldado. Conclusión: en realidad nunca tuvo la intención de invertir en la fundación tanto como yo pensaba en un principio.

—En otras palabras, te la han jugado.

—Sí, me la han jugado, un poco sí. De todos modos, el Parque de la Reinita sigue en marcha. Pero sí, me la han jugado. Y te ruego que no se lo comentes a nadie.

—Bueno, ¿y qué quiere decir todo esto? —preguntó Katz—. O sea, aparte de confirmar que, como yo pensaba, los amigos de Bush son mala gente.

—Quiere decir que Walter y yo nos hemos convertido en empleados desleales —dijo Lalitha con aquel peculiar brillo en la mirada.

—Desleales no —se apresuró a corregir Walter—. No digas desleales. No somos desleales.

—Es que sí somos bastante desleales, la verdad.

—También me gusta cómo dices «desleales» —señaló Katz.

—Seguimos apreciando mucho a Vin —aclaró Walter—. Vin es único en su especie. Es sólo que consideramos que, como no ha jugado del todo limpio con nosotros, no hay necesidad de que nosotros juguemos del todo limpio con él.

—Tenemos unos cuantas mapas y gráficos que enseñarte —dijo Lalitha, revolviendo en su maletín.

El público de media tarde en el Walker’s, los agentes de la comisaría situada a la vuelta de la esquina y los repartidores, empezaban a ocupar las mesas y sitiar la barra. Fuera, a la persistente luz de finales de invierno de una tarde de febrero, el tráfico de los túneles propio de un viernes colapsaba las calles. En un universo paralelo, con los difusos contornos de la irrealidad, Katz seguía en la terraza de White Street, coqueteando resueltamente con la núbil Caitlyn. Ahora le parecía que la chica apenas merecía la molestia. Aunque su preocupación por la naturaleza era muy relativa, Katz no podía dejar de envidiar a Walter por plantarles cara a los compinches de Bush e intentar ganarles en su propio juego. En comparación con fabricar chicles o construir terrazas para gente despreciable, aquello sí parecía interesante.

—Para empezar —explicó Walter—, acepté el empleo porque no podía dormir por las noches. No podía soportar lo que estaba pasando en el país. Clinton había hecho menos que nada por el medio ambiente. Resultado neto negativo. La única preocupación de Clinton era que todo el mundo bailara al son de Fleetwood Mac. ¿No dejes de pensar en el mañana? Hay que joderse. Pensar en el mañana fue precisamente lo que no hizo en su política medioambiental. Y luego Gore fue demasiado blandengue para enarbolar su bandera verde y demasiado buena persona para jugar sucio en Florida. Me sentía más o menos bien cuando no salía de Saint Paul, pero tenía que viajar por todo el estado para Conservancy, y cada vez que cruzaba el término municipal era como si me echaran ácido a la cara. No sólo por las explotaciones agrícolas industriales, sino que todo era expansión urbanística, y más expansión, y más expansión; y el desarrollo urbanístico de baja densidad es lo peor que hay. Y todoterrenos por todas partes, motonieves por todas partes, motos acuáticas por todas partes, quads por todas partes, jardines de ocho mil metros cuadrados por todas partes. Esos malditos jardines verdes anegados de productos químicos monoespecíficos.

—Aquí tienes los mapas —dijo Lalitha.

—Sí, éstos muestran la fragmentación —explicó Walter, entregándole a Katz dos mapas plastificados—. Éste es el hábitat natural en 1900; éste, el hábitat natural en 2000.

—Son los efectos de la prosperidad —dijo Katz.

—Pero el desarrollo urbanístico se ha llevado a cabo de una manera muy estúpida —precisó Walter—. Aún quedaría tierra de sobra para que sobrevivan otras especies si no estuviera todo tan fragmentado.

—Bonita fantasía, lo admito —dijo Katz.

En retrospectiva, supuso que era inevitable que su amigo se hubiera convertido en una de esas personas que llevaba material gráfico plastifícado de aquí para allá. Pero aún lo sorprendía que en los últimos dos años Walter se hubiera convertido en semejante cascarrabias.

—Eso era lo que me quitaba el sueño por la noche —continuó Walter—: esa fragmentación. Porque vemos el mismo problema en todas partes. Pasa en internet, o en la televisión por cable: nunca hay un centro, nunca hay acuerdo comunitario; sólo hay un billón de pequeñas fracciones de ruido que nos distrae. Nunca podemos sentarnos a mantener una conversación sin interrupciones; todo es basura de tercera y urbanismo de mierda. Todo lo real, todo lo auténtico, todo lo honrado, está extinguiéndose. Intelectual y culturalmente, no hacemos más que rebotar de un sitio a otro como bolas de billar lanzadas al azar, reaccionando ante los últimos estímulos producidos al azar.

—En internet hay porno que no está nada mal —comentó Katz. O eso dicen.

—En Minnesota no conseguía llevar a cabo un trabajo sistemático. Nos limitábamos a reunir fragmentos de belleza inconexos. En Norteamérica anidan aproximadamente seiscientas especies de ave, y tal vez un tercio sufre los efectos devastadores de la fragmentación. La idea de Vin consistía en que si doscientas personas muy ricas elegían una especie cada una e intentaban poner freno a la fragmentación de sus bastiones, tal vez lograríamos salvarlas a todas.

—La reinita cerúlea es un pajarito muy selectivo —terció Lalitha.

—Anida en las copas de los árboles de bosques caducifolios maduros —explicó Walter—. Y después, en cuanto las crías pueden volar, la familia, en busca de seguridad, se traslada al monte bajo. Pero todos los bosques originales se talaron para obtener madera y carbón, y los bosques secundarios no cuentan con la clase de monte bajo adecuado y están todos fragmentados por carreteras y granjas y terreno parcelado y yacimientos carboníferos, lo que deja a la reinita a merced de los gatos, los mapaches y los cuervos.

—Y así, sin que nos demos cuenta, desaparece la reinita cerúlea —concluyó Lalitha.

—Eso sí es tremendo —dijo Katz—. Aunque no es más que un pájaro.

—Toda especie tiene el derecho inalienable a seguir existiendo —declaró Walter.

—Ya. Claro. Sólo intento ver a qué viene todo esto. No recuerdo que te preocuparan tanto los pájaros cuando estábamos en la universidad. Por entonces, si la memoria no me engaña, el problema era más bien la superpoblación y los límites del crecimiento.

Walter y Lalitha cruzaron otra mirada.

—Precisamente con eso queremos que nos ayudes: con la superpoblación —dijo ella.

Katz se echó a reír.

—A ese respecto ya hago todo lo que está en mis manos.

Walter hojeaba unos gráficos plastificados.

—Empecé a buscar la raíz del problema —dijo—, porque seguía sin poder dormir. ¿Te acuerdas de Aristóteles y las distintas clases de causa? ¿La eficiente y la formal y la final? Verás, la depredación de nidos por parte de los cuervos y los gatos salvajes es una causa eficiente del declive de la reinita. Y la fragmentación del hábitat es una causa formal de eso mismo. Pero ¿cuál es la causa final? La causa final es el origen de prácticamente todos nuestros males. La causa final es el exceso de gente en el planeta. Esto se ve sobre todo cuando vamos a Sudamérica. Sí, el consumo per cápita está aumentando. Sí, los chinos están chupando ilegalmente los recursos de esa zona. Pero el verdadero problema es la presión demográfica. Seis niños por familia frente al uno coma cinco. La gente se desespera para dar de comer a los hijos que el Papa, en su infinita sabiduría, les obliga a tener, y entonces se carga el medio ambiente.

—Deberías venir con nosotros a Sudamérica —dijo Lalitha—. Vas por esas carreteritas, y te envuelven esos humos de escape espantosos de los motores de mala calidad y la gasolina demasiado barata; las laderas de las montañas están todas deforestadas, y las familias tienen todas ocho o diez hijos… Es penoso. Deberías venir con nosotros alguna vez y comprobar si te gusta lo que ves allí. Porque ésa es la película que vas a ver aquí dentro de nada.

Una chiflada, pensó Katz. Una chiflada muy sexy.

Walter le entregó un gráfico de barras plastificado.

—Sólo en Estados Unidos —dijo—, la población va a crecer un cincuenta por ciento en las próximas cuatro décadas. Piensa en lo saturadas que están ya las zonas residenciales de las afueras, piensa en el tráfico y la expansión urbanística y la degradación del medio ambiente y la dependencia del petróleo extranjero. Y a eso súmale el cincuenta por ciento. Y eso sólo en Estados Unidos, que teóricamente es capaz de mantener a una población mayor. Y luego piensa en las emisiones de carbono globales, y en el genocidio y la hambruna en África, y las clases marginadas radicalizadas sin porvenir en el mundo árabe, y la sobreexplotación pesquera de los océanos, los asentamientos ilegales de Israel, la ocupación del Tibet, los cien millones de pobres en el Paquistán nuclear: no hay casi ningún problema en el mundo que no se pueda resolver, o paliar enormemente al menos, reduciendo la población. Y sin embargo —le dio a Katz otro gráfico— en 2050 tendremos otros tres mil millones de personas. En otras palabras, se producirá un aumento equivalente a toda la población mundial que existía en los tiempos en que tú y yo echábamos unas monedas a las huchas de la UNICEF en las colectas. Toda pequeña acción que llevemos a cabo ahora para tratar de salvar un poco de naturaleza y preservar cierta forma de calidad de vida se verá desbordada por las puras cifras, porque la gente puede cambiar de hábitos de consumo (eso lleva tiempo y esfuerzo, pero es posible), pero si la población sigue creciendo, nada de lo que hagamos servirá. Y sin embargo nadie habla de ese problema en público. Es la política del avestruz, y va a ser nuestra perdición.

—Esto ya me suena más —dijo Katz—. Recuerdo alguna que otra conversación bastante larga.

—En la universidad ése era un tema que desde luego me preocupaba. Pero después, en fin, yo mismo me dediqué a la reproducción.

Katz enarcó las cejas. La «reproducción» era un término interesante para referirse a esposa e hijos propios.

—A mi manera —continuó Walter—, formé parte, supongo, de una nueva tendencia cultural más amplia que surgió en los ochenta y noventa. La superpoblación sin duda formó parte del diálogo público en los setenta, con Paul Ehrlich y el Club de Roma y Crecimiento Demográfico Cero. Y de pronto desapareció. Se convirtió en algo sencillamente inmencionable. En parte se debió a la Revolución Verde; es decir, seguía habiendo muchas hambrunas, pero ya no apocalípticas. Y luego el control demográfico pasó a tener mala fama desde el punto de vista político. La China totalitaria con su mandato de hijo único, Indira Gandhi con las esterilizaciones forzosas, el movimiento estadounidense Crecimiento Demográfico Cero presentado como xenófobo y racista. Los progresistas se asustaron y callaron. Incluso se asustó el Sierra Club. Y a los conservadores, por supuesto, ya de entrada nunca les importó una mierda, porque toda su ideología se reduce al interés egoísta a corto plazo y al designio divino y demás. Y por lo tanto el problema se convirtió en un cáncer que sabes que crece dentro de ti, pero decides que es mejor no pensar en él.

—¿Y eso qué tiene que ver con vuestra reinita cerúlea?

—Tiene mucho que ver —respondió Lalitha.

—Como he dicho —intervino Walter—, hemos decidido tomarnos ciertas libertades a la hora de interpretar la misión de la fundación, que es asegurar la supervivencia de la reinita. Seguimos buscando la raíz del problema, seguimos buscándola. Y llegamos a la conclusión de que, en cuanto a causa final o primer motor inmóvil, ahora, en 2004, hablar de invertir el crecimiento demográfico se ha convertido en un tema totalmente envenenado, un tema nada guay.

—Y entonces yo le pregunto a Walter —recordó Lalitha—: ¿quién es la persona más enrollada que conoces?

Katz se echó a reír y negó con la cabeza.

—Ah, no. No, no, no.

—Escúchame, Richard —dijo Walter—. Ganaron los conservadores. Convirtieron a los demócratas en un partido de centroderecha. Pusieron al país entero a cantar «Dios bendiga América» en todos los partidos de béisbol de primera división, haciendo especial hincapié en «Dios». Joder, ganaron en todos los frentes, pero ganaron sobre todo en el plano cultural, y en especial en lo referente a los niños. En 1970 preocuparse por el futuro del planeta y no tener hijos era de enrollados. Ahora todo el mundo, la derecha y la izquierda, coincide en lo maravilloso que es tener muchos niños. Cuantos más, mejor. Kate Winslet está embarazada, hurra hurra. Una tarada de Iowa acaba de tener octillizos, hurra hurra. La conversación sobre la estupidez de tener un todoterreno se interrumpe en el acto cuando la gente dice que lo compra para proteger a sus preciosos niños.

—Un niño muerto no es una imagen muy bonita —comentó Katz—. O sea, se supone que no estáis defendiendo el infanticidio.

—Claro que no —respondió Walter—. Sólo queremos que la gente se avergüence más de tener hijos. Como se avergüenza de fumar. Como se avergüenza de la obesidad. Como se avergonzaría de conducir un Escalade si no fuera por el argumento de los críos. Como debería avergonzarse de vivir en una casa de cuatrocientos metros cuadrados en una parcela de ocho mil.

—«Hazlo si no puedes evitarlo —dijo Lalitha—, pero no esperes que te feliciten». —Ese es el mensaje que debemos difundir.

Katz fijó la mirada en sus ojos de chiflada.

—Tú no quieres tener hijos.

—No —contestó ella sin apartar la vista.

—¿Cuántos años tienes? ¿Veinticinco?

—Veintisiete.

—Puede que cambies de idea dentro de cinco años. El temporizador del horno suena a eso de los treinta. Al menos ésa es mi experiencia con las mujeres.

—No será mi caso —replicó ella y, para mayor énfasis, abrió aún más los ojos, ya de por sí muy redondos.

—Los niños son una maravilla —dijo Walter—. Los niños siempre han dado sentido a la vida. Te enamoras, te reproduces, y luego tus hijos crecen, se enamoran y se reproducen. Precisamente ésa ha sido siempre la finalidad de la vida. El embarazo. Más vida. Pero ahora el problema es que más vida sigue siendo algo maravilloso y lleno de sentido en el plano individual, pero para el mundo en su totalidad sólo significa más muerte. Y no una muerte agradable, además. Nos hallamos ante la pérdida de la mitad de las especies del mundo en los próximos cien años. Nos enfrentamos a la mayor extinción masiva desde al menos el cretácicoterciario. Primero conseguiremos la total eliminación de los ecosistemas del mundo, luego la muerte por inanición y/o enfermedad y/o matanzas en masa. Lo que sigue siendo «normal» en el plano individual es horrendo y no tiene precedentes en el plano global.

—Es como el problema de los mininos —dijo Lalitha.

—Los mini ¿qué?

—Los gatos —aclaró—. Todo el mundo adora a su gatito y lo deja corretear libremente. Es un solo gato: ¿a cuántos pájaros puede matar? Pues bien, cada año mueren asesinados en Estados Unidos mil millones de aves canoras en las garras de gatos domésticos y salvajes. Es una de las principales causas del declive de las aves canoras en América del Norte. Pero a nadie le importa una mierda porque cada persona adora a su gatito en particular.

—Nadie quiere pensar en eso —dijo Walter—. Lo único que quiere todo el mundo es una vida normal.

—Queremos que nos ayudes a conseguir que la gente piense en eso —explicó Lalitha—: en la superpoblación. No tenemos recursos para dedicarnos a la planificación familiar y la educación de la mujer en el extranjero. Somos un grupo conservacionista concentrado en una especie. ¿Qué podemos hacer, pues, para influir? ¿Cómo podemos hacer para que los gobiernos y las ONG quintupliquen su inversión en el control de la natalidad?

Katz le sonrió a Walter.

—¿Le has contado que tú y yo ya hemos pasado por esto? ¿Le has hablado de las canciones que querías que yo escribiera?

—No. Pero ¿te acuerdas de lo que decías? Decías que a nadie le importaban tus canciones porque no eras famoso.

—Hemos buscado tu nombre en Google —dijo Lalitha—. Sale una lista impresionante de músicos conocidos que dicen que os admiran a ti y a los Traumatics.

—Los Traumatics están muertos, encanto. Walnut Surprise también.

—Pues he aquí la propuesta —planteó Walter—: sea cuanto sea el dinero que ganes construyendo terrazas, lo multiplicaremos varias veces durante el tiempo que trabajes para nosotros, sea cuanto sea. Hemos pensado en una especie de festival veraniego de música y política, tal vez en Virginia Occidental, con varias figuras de primera, todas muy enrolladas, para fomentar la conciencia en torno a las cuestiones demográficas. Todo dirigido exclusivamente a los jóvenes.

—Estamos dispuestos a ofrecer a universitarios de todo el país la posibilidad de trabajar con nosotros en verano como estudiantes en prácticas —explicó Lalitha—. También en Canadá y latinoamérica. Podemos financiar a veinte o treinta estudiantes en prácticas con los fondos discrecionales de Walter. La cuestión es que antes tenemos que presentar esa opción de trabajo como algo muy guay. Como lo que los chicos muy enrollados harán este verano.

—Vin me da carta blanca en cuanto a la gestión de los fondos discrecionales —dijo Walter—. Mientras mencione a la reinita cerúlea en las publicaciones, puedo hacer lo que me dé la gana.

—Pero hay que actuar deprisa —aclaró Lalitha—. Los chicos ya están pensando qué harán este verano. Tenemos que acceder a ellos en las próximas semanas.

—Necesitaríamos tu nombre y tu imagen como mínimo —dijo Walter—. Si pudieras hacer un vídeo para nosotros, tanto mejor. Si pudieras escribir unas canciones para nosotros, mejor aún. Si pudieras telefonear a Jeff Tweedy, y a Ben Gibbard, y a Jack White, y encontrar gente dispuesta a trabajar en el festival sin cobrar, o a patrocinarlo comercialmente, sería lo ideal.

—También sería fantástico poder decirles a los posibles estudiantes en prácticas que trabajarán directamente contigo —añadió Lalitha.

—Incluso la promesa de un mínimo contacto con ellos sería extraordinaria —apuntó Walter.

—Si pudiéramos poner en el póster «Colabora con la leyenda del rock Richard Katz en Washington este verano» o algo por el estilo —dijo Lalitha.

—Necesitamos presentarlo como algo guay, y necesitamos que se vuelva viral —precisó Walter.

Mientras sobrellevaba este bombardeo, Katz se sentía triste y distante. Walter y la chica parecían haberse desquiciado bajo la presión de pensar con demasiado detalle en lo jodido que estaba el mundo. Se había adueñado de ambos una idea y se habían inculcado mutuamente la fe en ella. A fuerza de soplar habían creado una burbuja que al final se había desprendido de la realidad y se los había llevado consigo. Al parecer, no eran conscientes de que moraban en un mundo con una población de dos habitantes.

—No sé qué decir —dijo Katz.

—¡Di que sí! —exclamó Lalitha con aquel brillo en la mirada.

—Estaré en Houston un par de días —informó Walter—, pero te enviaré unos cuantos links y podemos hablar otra vez el martes.

—O di que sí ahora —insistió Lalitha.

La ilusionada expectación de los dos era como una bombilla de un resplandor insoportable. Katz volvió la cabeza para eludirla y dijo:

—Lo pensaré.

Mientras se despedía de la chica en la acera, delante del Walker’s, Katz comprobó que no se advertía nada objetable en la mitad inferior de su cuerpo, pero ahora eso ya daba igual, y no hizo más que aumentar su tristeza por Walter. La chica se iba a Brooklyn a ver a una amiga suya de la universidad. Como a Katz también le iba bien coger el PATH en Penn Station, acompañó a Walter hacia Canal Street. Por delante, en la creciente penumbra del crepúsculo, veían las ventanas amigablemente iluminadas de la isla más superpoblada del mundo.

—Dios mío, me encanta Nueva York —dijo Walter—. Hay algo profundamente negativo en Washington.

—Aquí también hay muchas cosas negativas —afirmó Katz, y se apartó para dejar pasar a una veloz mamá haciendo footing en tándem con su cochecito de bebé.

—Pero al menos éste es un sitio real. Washington es pura abstracción. Allí todo gira en torno al acceso al poder, y punto. Quiero decir que seguro que es divertido tener por vecino a Seinfeld, o Tom Wolfe, o Mike Bloomberg, pero la vida en Nueva York no gira en torno a tener vecinos como ésos. En Washington, la gente habla literalmente de la distancia en metros que hay entre su casa y la de John Kerry. Los barrios son de lo más insípidos; la proximidad al poder es lo único que excita a sus habitantes. Es una cultura totalmente fetichista. A la gente le entra una especie de temblor orgásmico cuando te cuenta que se ha sentado al lado de Paul Wolfowitz en una conferencia o ha recibido una invitación al desayuno de Grover Norquist. Todo el mundo vive obsesionado las veinticuatro horas del día, tratando de buscar su espacio en relación con el poder. Incluso en el entorno de los negros hay algo que no funciona. Ser un negro pobre es por fuerza más desalentador en Washington que en cualquier otra parte del país. Allí ni siquiera das miedo. No eres más que factor añadido.

—Te recuerdo que Bad Brains e Ian MacKaye salieron de Washington.

—Sí, eso fue un extraño accidente de la historia.

—Y sin embargo los admiramos en nuestra juventud.

—¡Dios, me encanta el metro de Nueva York! —exclamó Walter mientras seguía a Katz por el andén único de los trenes que iban hacia la parte alta de Manhattan—. Así es como se supone que deben vivir los seres humanos. ¡Alta densidad! ¡Alto rendimiento! —Lanzó una mirada benévola a los cansinos pasajeros del metro.

A Katz le pasó por la cabeza preguntarle por Patty, pero no se atrevió a pronunciar su nombre.

—¿Y esa tía está soltera o qué? —preguntó.

—¿Quién? ¿Lalitha? No. Tiene el mismo novio desde la universidad.

—¿Él también vive con vosotros?

—No, vive en Nashville. Estudió Medicina en Baltimore, y ahora está haciendo la especialidad.

—Y sin embargo ella se quedó en Washington.

—Es que se ha implicado mucho en este proyecto —explicó Walter—. Y para serte sincero, sospecho que no tardará en darle el pasaporte al novio. Es un indio chapado a la antigua. No veas el número que montó cuando ella se negó a marcharse a Nashville con él.

—¿Tú qué le aconsejaste?

—Le insistí en que se hiciera valer. Él habría podido encontrar una plaza en Washington si se lo hubiera propuesto. Le dije que no tenía que sacrificarlo todo por la carrera de él. Lalitha y yo tenemos una especie de relación padre-hija. Sus padres son muy conservadores. Creo que Lalitha agradece trabajar para alguien que cree en ella y no la ve sólo como la futura esposa de alguien.

—Y para dejar las cosas claras entre tú y yo —dijo Katz—, ¿te has dado cuenta de que está enamorada de ti?

Walter se ruborizó.

—No lo sé. Quizá un poco. En realidad creo que es una idealización intelectual. Más bien una relación padre-hija.

—Ya, tú sigue soñando. ¿Esperas que me crea que no has imaginado esos ojos mirándote radiantes mientras su cabeza oscila sobre tu regazo?

—Por Dios, no. Procuro no imaginar cosas así, y menos tratándose de una empleada.

—Pero tal vez no siempre lo consigas.

Walter miró alrededor para ver si alguien en el anden los oía y bajó la voz.

—Aparte de todo lo demás —dijo—, creo que hay algo objetivamente degradante en que una mujer se ponga de rodillas.

—¿Por qué no lo pruebas alguna vez y dejas que eso lo juzgue ella?

—Porque, verás, Richard —respondió Walter, aún ruborizado, pero también dejando escapar una risita desagradable—, da la casualidad de que pienso que las mujeres tienen circuitos diferentes que los hombres.

—¿Y qué ha sido de la igualdad entre sexos? Si no recuerdo mal, era lo que predicabas antes.

—Sólo pienso que si tú tuvieras una hija, serías un poco más comprensivo con el bando femenino.

—Acabas de mencionar la principal razón por la que no quiero tener una hija.

—Pues si la tuvieras, quizá te permitirías reconocer el hecho no muy difícil de reconocer de que las mujeres muy jóvenes pueden no distinguir entre su deseo y su admiración y su amor por una persona, sin entender…

—Sin entender ¿qué?

—Que para el hombre son sólo un objeto. Que a lo mejor el hombre sólo quiere que una mujer más joven y bonita le, ya sabes, le, ya sabes… —bajó la voz casi a un susurro— le chupe la polla. Que quizá el único interés del hombre sea ése.

—Lo siento, pero no cuadra —dijo Katz—. ¿Qué tiene de malo que te admiren? No cuadra en absoluto.

—De verdad que no quiero hablar del tema.

Llegó un tren A, y subieron entre la multitud. Casi de inmediato, Katz advirtió que a un universitario, de pie junto a las puertas del lado opuesto, se le iluminaba la mirada al reconocerlo. Él agachó la cabeza y se volvió, pero el chico tuvo la osadía de tocarle el hombro.

—¿Puedo hacerle una pregunta, si no es molestia? —dijo—. Usted es el músico, ¿no? Usted es Richard Katz.

—No sabes hasta qué punto es una molestia —contestó Katz.

—No es mi intención importunarlo. Sólo quería decirle lo mucho que me gusta su trabajo.

—Vale, tío, gracias —dijo Katz con la mirada fija en el suelo.

—Sobre todo las canciones más antiguas, que justo ahora empiezo a escuchar. ¿Esplendor reaccionario? Joder, qué pasada. Las tengo aquí, en mi iPod. Mire, ahora se lo enseño.

—Vale, vale. Te creo.

—Ah, sí, claro. Perdone si lo he importunado. Es sólo que soy un gran admirador suyo.

—Nada, no te preocupes.

Walter permanecía atento a este intercambio con una expresión facial tan antigua como las fiestas universitarias a las que él, en un ejercicio de masoquismo, había asistido en compañía de Katz; una expresión de asombro, orgullo, afecto y rabia y la soledad del invisible, nada de lo cual era del agrado de Katz, ni en la universidad ni menos aún ahora.

—Debe de ser muy raro ser tú —comentó Walter cuando se apearon en la calle Treinta y cuatro.

—No tengo otra manera de ser con la que compararla.

—Pero debe de ser maravilloso. Me cuesta creer que no lo disfrutes al menos a cierto nivel.

Katz se planteó la pregunta con franqueza.

—Se trata más bien de una situación en la que no me gustaría nada la ausencia de la cosa, pero la cosa en sí tampoco me gusta.

—Pues yo creo que a mí sí me gustaría.

—Yo también lo creo.

Como no podía otorgarle a Walter el don de la fama, Katz lo acompañó hasta el panel de salidas de Amtrak, que anunciaba un retraso de cuarenta y cinco minutos para el Acela con rumbo al sur.

—Tengo una gran fe en los trenes —dijo Walter—. Y siempre acabo pagando el precio.

—Esperaré contigo.

—No hace falta, no hace falta.

—No; te invito a una Coca-Cola. ¿O te has dado a la bebida en Washington?

—Qué va, sigo siendo abstemio. Una palabra estúpida.

Para Katz, el retraso del tren era señal de que estaban condenados a sacar el tema de Patty. Pero cuando él lo sacó, en el bar de la estación, al irritante son de una canción de Alanis Morissette, a los ojos de Walter asomó una expresión severa y distante. Tomó aliento como para hablar, pero no dijo nada.

—Debe de resultaros un poco raro —instó Katz—, eso de tener a la chica en el piso de arriba y la oficina en el de abajo.

—No sé qué decirte, Richard. La verdad es que no sé qué decirte.

—¿Os va bien? ¿Patty está haciendo algo interesante?

—Trabaja en un gimnasio de Georgetown. ¿Eso se considera interesante? —Walter negó con la cabeza con semblante lúgubre—. Hace mucho tiempo que vivo con una persona deprimida. No sé por qué es tan infeliz, no sé por qué no es capaz de superarlo. Hubo una breve etapa, más o menos cuando nos trasladamos a Washington, en que se la veía mejor. Había ido a una psicoterapeuta en Saint Paul que la inició en una especie de proyecto de escritura. Una especie de historia personal o diario de su vida que llevaba muy calladita y en secreto. Mientras trabajaba en eso, las cosas no fueron tan mal. Pero durante los dos últimos años todo ha ido fatal. La idea era que ella buscara un empleo en cuanto llegáramos a Washington y empezara una especie de segunda carrera, pero a su edad, y sin aptitudes valoradas en el mercado laboral, eso es un poco difícil. Es muy lista y muy orgullosa, y no soportaba verse rechazada ni empezar por el nivel más bajo. Intentó hacer trabajo de voluntariado, por ejemplo, actividades deportivas para escolares en colegios de Washington, pero eso tampoco le fue bien. Al final, la convencí de que probara un antidepresivo, que la habría ayudado, creo, si no hubiese abandonado el tratamiento, pero no le gustaba cómo se sentía, y la verdad es que estuvo bastante inaguantable mientras lo tomó. Le provocó un cambio de personalidad, se convirtió en una mujer llena de manías, y lo dejó antes de que le ajustaran bien el cóctel. Y al final, el otoño pasado, poco más o menos la obligué a ponerse a trabajar. No por mí, que gano un sueldazo, y Jessica ya ha acabado la universidad, y Joey ya no depende de mí. Pero me di cuenta de que Patty tenía tanto tiempo libre que eso la estaba matando. Y el empleo que eligió fue en la recepción de un gimnasio. Bueno, es un gimnasio de lo más agradable; allí va uno de los miembros de mi consejo de dirección, y al menos uno de mis principales donantes. Y allí la tienes, allí tienes a mi mujer, que es una de las personas más listas que conozco, pasando por el escáner los carnets de los socios y deseándoles una buena sesión. Además, ha desarrollado una auténtica adicción al ejercicio. Entrena una hora al día, como mínimo: está estupenda. Y llega a casa a las once con comida preparada, y si estoy en Washington, cenamos juntos y me pregunta cómo es que todavía no me acuesto con mi ayudante. Un poco como lo que tú acabas de hacer, sólo que no de manera tan clara. Ni tan directa.

—Perdona. Ni se me habría ocurrido.

—¿Cómo ibas a imaginarlo? ¿A quién iba a pasársele por la cabeza? Siempre le digo lo mismo, que yo la quiero a ella, que yo la deseo a ella, y entonces cambiamos de tema. Por ejemplo, desde hace dos o tres semanas (más que nada para sacarme de quicio, creo) habla de operarse las tetas. Y a mí me entran ganas de llorar, Richard. En serio, está perfecta. Al menos lo está por fuera. Es un delirio absoluto. Pero ella dice que morirá pronto y piensa que sería interesante, antes de morir, ver qué se siente teniendo el pecho un poco grande. Dice que eso le daría un objetivo para ahorrar dinero ahora que… —Movió la cabeza con gesto de desesperación.

—Ahora que qué.

—Nada. Antes hacía con su dinero otra cosa que yo no veía nada bien.

—¿Está enferma? ¿Tiene algún problema de salud?

—No. Físicamente no. Cuando habla de morir pronto, creo que quiere decir en los próximos cuarenta años. Igual que vamos a morir pronto todos.

—Lo siento mucho, tío. No tenía ni idea.

Bajo los Levi’s negros de Katz, una baliza de navegación, un transmisor aletargado desde hacía tiempo y enterrado por una civilización más evolucionada, cobraba vida con un chisporroteo. Cuando debería sentir culpabilidad, se le estaba empinando. Ay la clarividencia de la polla: adivinaba el futuro al vuelo, mientras el cerebro, rezagado, tenía que encontrar la ruta necesaria desde el presente soterrado hasta el desenlace predestinado. Katz comprendió que en realidad Patty, en el aparentemente azaroso deambular por la vida que Walter acababa de describirle, había estado dibujando señales a pisotones intencionadamente en un maizal, transmitiendo un mensaje ilegible para Walter a nivel del suelo pero diáfanamente claro para Katz desde el aire a gran altura. NO SE HA ACABADO, NO SE HA ACABADO. Los paralelismos entre la vida de él y la de ella eran desde luego casi espeluznantes: un breve período de productividad creativa, seguido de un cambio importante que terminó siendo una decepción y un desastre, seguido de las drogas y la desesperación, seguidas de un trabajo sin sentido. Katz había dado por supuesto que su problema era sencillamente que el éxito lo había echado a perder, pero también era verdad, cayó en la cuenta, que sus peores años como compositor habían coincidido exactamente con sus años de distanciamiento de los Berglund. Y sí, había pensado más bien poco en Patty en los últimos dos años, pero ahora sentía, bajo el pantalón, que eso era sobre todo porque había dado por supuesto que lo suyo se había acabado.

—¿Cómo se llevan Patty y la chica?

—No se hablan —respondió Walter.

—O sea, no son íntimas.

—No; quiero decir que literalmente no se hablan. Cada una sabe cuándo suele estar la otra en la cocina. Hacen todo lo posible por evitarse mutuamente.

—¿Y quién empezó?

—No quiero hablar de eso.

—Vale.

Por los altavoces del bar de la estación sonaba That’s What I Like About You. A Katz le pareció la banda sonora perfecta para el letrero de neón de Bud Light, las pantallas de falso cristal emplomado de las lámparas, el mobiliario barato de duradero poliuretano con la mugre incrustada por el paso de tanto viajero de cercanías. Aún estaba razonablemente a salvo de oír una de sus canciones en un sitio como aquél, pero sabía que ése era un peligro eludido sólo por una cuestión de cantidad, no de calidad.

—Patty ha decidido que no le cae bien nadie de menos de treinta años —dijo Walter—. Se ha creado un prejuicio contra toda una generación. Y siendo como es, se pone muy graciosa cuando habla del tema. Pero la cosa ha llegado a un límite bastante maligno y descontrolado.

—Mientras que tú, por lo visto, le has cogido apego a la generación más joven —comentó Katz.

—Para demostrar la falsedad de una ley general basta con encontrar un ejemplo contrario. Tengo al menos dos muestras excelentes en Jessica y Lalitha.

—Pero ¿no en Joey?

—Y si hay dos —prosiguió Walter como si no hubiera oído el nombre de su hijo—, por fuerza tiene que haber más. Ésa es la premisa para lo que pretendo hacer este verano: confiar en que los jóvenes aún tienen cerebro y conciencia social, y después darles algo en lo que trabajar.

—¿Sabes? Tú y yo somos muy distintos —señaló Katz—. A mí no me van las visiones. A mí no me va la fe. Y pierdo la paciencia con los chavales. Recuerdas eso de mí, ¿no?

—Lo que recuerdo es que a menudo te equivocas respecto a ti mismo. Me parece que crees en muchas más cosas de las que admites. Te has convertido en un músico de culto por tu integridad.

—La integridad es un valor neutro. Las hienas también tienen integridad. Son pura hiena.

—Y entonces, ¿qué? ¿No debería haberte llamado? —preguntó Walter con un temblor en la voz—. Una parte de mí no quería molestarte, pero Lalitha me convenció.

—No; has hecho bien en llamarme. Ha pasado demasiado tiempo.

—Creía, me parece, que ya no estábamos a tu nivel o algo así. Es decir, sé que no soy una persona enrollada. Pensaba que ya no querías saber nada de nosotros.

—Lo siento, tío. Es sólo que estaba muy ocupado.

Pero Walter empezaba a alterarse, como si estuviera al borde del llanto.

—Casi parecía que te avergonzabas de mí. Cosa que entiendo, pero que sigue sin parecerme bien. Yo creía que éramos amigos.

—He dicho que lo siento —repitió Katz. Lo indignaba tanto la emoción de Walter como la ironía o la injusticia de que necesitara pedir disculpas, y encima dos veces, por haber intentado hacerle un favor. Por lo general, él seguía la política de no disculparse nunca.

—No sé qué esperaba —prosiguió Walter—. Pero quizá cierto reconocimiento por el hecho de que Patty y yo te ayudamos. De que compusiste todas esas canciones en casa de mi madre. De que eramos tus más viejos amigos. No voy a darle muchas vueltas a eso, pero quiero aclarar las cosas y hacerte saber cómo me he sentido, para no tener que sentirme así nunca más.

Aquel hervor de indignación en la sangre de Katz y las adivinaciones de su polla formaban parte de lo mismo. Ahora voy a hacerte un favor de otra clase, viejo amigo, pensó. Vamos a acabar un asunto inacabado, y la chica y tú me daréis las gracias por ello.

—Es bueno aclarar las cosas —dijo.