3. El libre mercado promueve la competencia

En caso que, con respecto a los padres de Patty, se haya filtrado en estas páginas un tono de queja o incluso una clara culpabilización, la autobiógrafa admite en este punto su profundo agradecimiento a Joyce y Ray al menos por una cosa, a saber, no haberla animado nunca a ser Creativa en las Artes, como hicieron con sus hermanas. La desatención de ambos para con Patty, pese a lo mucho que la hirió cuando era más joven, ahora parece cada vez más benigna cuando piensa en sus hermanas, que ya son cuarentonas y viven solas en Nueva York, demasiado excéntricas y creyéndose demasiado estupendas para mantener una relación a largo plazo, y aceptando aún la ayuda paterna mientras se afanan por alcanzar un éxito artístico que estaban convencidas de que sería su destino natural. Al final resultó que era mejor ser considerada tonta e insulsa que brillante y extraordinaria. Así, el hecho de que Patty sea incluso algo Creativa pasa a ser una grata sorpresa en lugar de un motivo de vergüenza el no serlo más.

Una de las cosas buenas del joven Walter era lo mucho que deseaba ver ganar a Patty. Mientras que Eliza, en otro tiempo, apenas conseguía expresar insatisfactorias pizcas de partidismo a su favor, Walter le administraba auténticas recargas de hostilidad hacia cualquiera (sus padres, sus hermanos) que la hiciera sentir mal. Y como era tan intelectualmente honrado en otros ámbitos de la vida, poseía una excelente credibilidad cuando criticaba a la familia de ella y secundaba las cuestionables campañas de Patty cuando entraba en liza con ellos. Puede que él no fuese exactamente lo que buscaba en un hombre, pero era insuperable a la hora de proporcionar la furibunda adoración que, por entonces, ella necesitaba incluso más que el amor romántico.

Ahora es fácil ver que a Patty le habría convenido dedicar unos años a desarrollar una carrera y una identidad posdeportiva más sólida, adquirir cierta experiencia con otra clase de hombres y, en términos generales, mayor madurez antes de embarcarse en la tarea de ser madre. Pero, si bien estaba acabada como jugadora universitaria, aún tenía un cronómetro de veinticuatro segundos en la cabeza, vivía aún esclavizada por la chicharra, necesitaba ganar más que nunca. Y la manera de hacerlo —su lanzamiento perfecto para derrotar a sus hermanas y su madre— era casarse con el hombre más agradable de Minnesota, vivir en una casa mayor y mejor y más interesante que la de cualquier otro miembro de su familia, parir niños, y hacer todo lo que no había hecho Joyce como madre. Y Walter, pese a ser un feminista declarado y un miembro estudiantil de Crecimiento Demográfico Cero que renovaba anualmente su afiliación, acogió sin reservas el programa doméstico entero de Patty, porque en realidad ella sí era exactamente lo que él buscaba en una mujer.

Se casaron tres semanas después de que Patty se licenciase, casi un año después de que cogiera el autobús a Hibbing. En la madre de Walter, Dorothy, recayó la misión de fruncir el cejo y expresar su preocupación, tan delicada y vacilante como siempre y, sin embargo, francamente obstinada, por el empeño de Patty de casarse en el juzgado del condado de Hennepin en lugar de celebrar una boda como era debido en casa de sus padres en Westchester. ¿No sería mejor incluir a los Emerson?, se preguntaba Dorothy delicadamente. Entendía que Patty no estuviera muy unida a su familia, pero, aun así, ¿no pensaba que tal vez más adelante lamentaría haberlos excluido de una ocasión tan memorable? Patty intentó transmitirle la imagen de cómo sería una boda en Westchester: unos doscientos amigos íntimos de Joyce y Ray y los más conspicuos contribuyentes a las costosas campañas de Joyce; la presión ejercida por Joyce sobre Patty para que eligiera a su hermana mediana como dama de honor y permitiera que su otra hermana ejecutase un número de danza durante la ceremonia; el consumo desenfrenado de champán que llevaría a Ray a dejar caer algún chiste sobre lesbianas para que lo oyeran las amigas baloncestistas de Patty. A Dorothy se le humedecieron un poco los ojos, tal vez por compasión hacia Patty o tal vez por pena ante su frialdad y aspereza respecto a su familia. ¿No sería posible, perseveró con discreción, insistir en una pequeña ceremonia íntima en la que todo fuera exactamente como Patty quería?

Una de las razones de Patty, no la menor, para eludir esa clase de boda era el hecho de que Richard tendría que haber sido el padrino de Walter. Aquí su razonamiento en parte era obvio y en parte tenía que ver con su temor a lo que sucedería si Richard llegaba a conocer a su hermana mediana. (La autobiógrafa se armará por fin de valor y dará el nombre de esa hermana: Abigail). Ya bastante malo era que Richard hubiese pasado por manos de Eliza; verlo liarse con Abigail, aunque fuera sólo por una noche, habría sido el colmo para Patty. Eso, ni que decir tiene, no se lo mencionó a Dorothy. Se limitó a explicarle que no era mujer de ceremonias.

A modo de concesión, sí llevó a Walter a conocer a su familia, en primavera, antes de casarse. Para la autobiógrafa es doloroso admitir que le dio un poco de vergüenza que su familia lo viera y, más aún, que acaso eso fuera otra de las razones por las que no deseaba una boda. Lo quería (y lo quiere, lo quiere de verdad) por unas cualidades que para ella tenían pleno sentido en su mundo privado de dos personas, pero que no eran necesariamente visibles para la clase de ojo crítico que sin duda sus hermanas, en particular Abigail, posarían en él. La risita nerviosa de Walter, su propensión al rubor, la circunstancia misma de que fuese tan buena persona: dichos atributos le eran entrañables en el contexto más amplio del hombre en sí. Motivo de orgullo, incluso. Pero la parte malvada de ella, que siempre parecía aflorar con contundencia al verse expuesta a su familia, no podía evitar lamentar que él no midiera un metro noventa y fuese muy guay.

Joyce y Ray, justo es reconocerlo, y quizá por el alivio oculto que experimentaron al descubrir que Patty era heterosexual (oculto porque Joyce, por su parte, estaba preparada para brindar una vigorosa acogida a la diferencia), exhibieron su mejor comportamiento. Al enterarse de que Walter nunca había estado en Nueva York, se convirtieron en gentiles embajadores de la ciudad, instando a Patty a llevarlo a exposiciones que la propia Joyce, ocupada como estaba en Albany, no había visto, y reuniéndose luego con ellos para cenar en restaurantes aprobados por el Times, incluido uno en el Soho, que por entonces aún era un barrio oscuro y emocionante. La preocupación de Patty ante la posibilidad de que sus padres se burlaran de Walter dio paso a la preocupación de que éste se pusiera del lado de ellos y no viese por qué a ella le resultaban insoportables: de que empezara a sospechar que el verdadero problema era Patty, y de que perdiese aquella fe ciega en su bondad, una fe de la que ella, en menos de un año de relación, ya dependía desesperadamente.

Por suerte, Abigail, que era una entusiasta buscadora de restaurantes de alto nivel e insistió en convertir varias de las salidas nocturnas en incómodas cenas de cinco comensales, estaba en plena fase de antipatía. Incapaz de concebir que la gente se reuniese para algo que no fuera escucharla a ella, parloteaba sobre el mundo del teatro neoyorquino (por definición un mundo injusto, visto que ella no había progresado en él desde su irrupción como actriz suplente); sobre el «repugnante canalla» profesor de Yale, con el que había tenido insuperables diferencias Creativas; sobre una amiga suya llamada Tammy que había autofinanciado una producción de Hedda Gabler en la que ella (Tammy) había interpretado brillantemente el papel principal; sobre las resacas y la regulación de los alquileres y perturbadores incidentes sexuales de terceros sobre los que Ray, mientras se llenaba una y otra vez la copa de vino, exigía los detalles más escabrosos. A mediados de la última cena, en el S0H0, Patty estaba tan harta de que Abigail acaparara la atención que debería habérsele prodigado a Walter (quien cortésmente había escuchado hasta la última palabra de ésta) que le dijo a las claras a su hermana que se callara y dejara hablar a los demás. A esto siguió un molesto intervalo de silenciosa manipulación de cubiertos. Hasta que Patty, imitando cómicamente el movimiento de sacar agua de un pozo, indujo a Walter a hablar de sí mismo. Lo que, en retrospectiva, fue un error, porque Walter era un apasionado de las políticas públicas y, en su desconocimiento de cómo eran los verdaderos políticos, creyó que a una representante de la Asamblea Legislativa le interesaría oír sus ideas.

Le preguntó a Joyce si conocía el Club de Roma. Joyce admitió que no. Él le explicó que el Club de Roma (a uno de cuyos miembros había invitado a Macalester para dar una charla hacía dos años) se dedicaba a explorar los límites del crecimiento. La teoría económica dominante, tanto la marxista como la del libre mercado, dijo Walter, daba por supuesto que el crecimiento económico era siempre algo positivo. Un índice de crecimiento del PIB de uno o dos por ciento se consideraba moderado, y un crecimiento demográfico del uno por ciento se consideraba deseable, y sin embargo, si se combinaban estos índices a lo largo de un período de cien años, las cifras resultantes eran calamitosas: una población mundial de dieciocho mil millones y un consumo energético mundial diez veces superior al de hoy en día. Y pasados otros cien años con un crecimiento sostenido… en fin, las cifras eran sencillamente inconcebibles. Así que el Club de Roma buscaba formas más racionales y humanas de frenar el crecimiento en lugar de destruir el planeta sin más y propiciar que todo el mundo muriera de hambre o se matara entre sí.

—El Club de Roma —dijo Abigail—. ¿Eso es como un Club Playboy italiano?

—No —respondió Walter con toda tranquilidad—. Es un grupo de personas que ponen en tela de juicio nuestro interés por el crecimiento. Es decir, todo el mundo está obsesionado con el crecimiento, pero bien mirado, en un organismo maduro todo crecimiento se corresponde en esencia con un tumor, ¿no? Si crece algo en la boca, o crece en el colon, mal asunto, ¿no? Así que existe este pequeño grupo de intelectuales y filántropos que intentan apartarse de nuestra visión limitada e influir en la política gubernamental al más alto nivel, tanto en Europa como en el hemisferio occidental.

—Las conejitas de Roma —dijo Abigail.

—¡Sfogliatella! —dijo Ray con un grotesco acento italiano.

Joyce se aclaró la garganta sonoramente. En familia, cuando su marido decía tonterías y obscenidades por efecto del vino, ella sencillamente se refugiaba en sus ensoñaciones joyceanas privadas, pero en presencia de su futuro yerno no le quedo más remedio que avergonzarse.

—Walter habla de una idea interesante —dijo—. Yo no conozco esa idea en concreto, ni ese… club. Pero sin duda es una perspectiva nueva sobre nuestra situación mundial que da que pensar.

Walter, que no vio el pequeño gesto de degüello de Patty, siguió con lo suyo:

—La principal razón por la que necesitamos algo como el Club de Roma —afirmó— es que tendrá que entablarse un diálogo sobre el crecimiento fuera de los canales políticos corrientes. Obviamente, tú eso ya lo sabes, Joyce. Si quieres ganar unas elecciones, ni siquiera puedes hablar de ralentizar el índice de crecimiento, y menos aún de invertirlo. Eso es puro veneno político.

—Ya lo creo —convino Joyce, y soltó una risita irónica.

—Pero alguien tiene que hablar de eso e intentar influir en la política, porque de lo contrario vamos a matar el planeta. Nos vamos a ahogar en nuestra propia multiplicación.

—Hablando de ahogarse, papá —intervino Abigail—, ¿ésa es tu botella particular o nosotros también podemos tomar un poco?

—Pediremos otra —respondió Ray.

—No creo que necesitemos otra —dijo Joyce.

Ray levantó la mano que solía usar para apaciguar a Joyce.

—A ver, Joyce, calma, calma. Que estamos muy bien.

Patty, con una sonrisa estática, contempló desde su silla los grupos glamurosos y plutocráticos de comensales en las otras mesas a la agradable y discreta luz del restaurante. Por supuesto, no había en el mundo ningún otro sitio mejor donde estar que Nueva York. Este hecho constituía los cimientos de la autosatisfacción de su familia, la plataforma desde la que podía ridiculizarse todo lo demás, el aval de sofisticación adulta que garantizaba el derecho a comportarse como niños. Ser Patty y hallarse en ese restaurante del SoHo equivalía a enfrentarse a una fuerza contra la que no tenía la menor posibilidad de competir. Su familia se había adueñado de Nueva York y no pensaba ceder. La única salida de Patty era sencillamente no volver nunca allí, olvidarse de que esa clase de escenas en restaurantes existían siquiera.

—Tú no eres bebedor de vino —le dijo Ray a Walter.

—Seguro que podría serlo si quisiera— dijo Patty.

—Éste es un amarone excelente, si quieres probarlo —insistió Ray.

—No, gracias.

—¿Seguro? —Ray blandió la botella en dirección a Walter.

—¡Sí, segurísimo! —exclamó Patty—. ¡Sólo lo ha dicho cada noche durante las últimas cuatro noches! Eh, Ray, ¿me escuchas? No todo el mundo quiere emborracharse y comportarse de forma grosera y repugnante. Algunas personas disfrutan de verdad con una conversación adulta en lugar de pasarse dos horas contando chistes verdes.

Ray sonrió como si su hija hubiese dicho algo gracioso. Joyce desplegó sus gafas de media lente para examinar la carta de postres mientras Walter se sonrojaba. Abigail, con una torsión de cuello espasmódica y un ceño adusto, dijo:

—¿«Ray»? ¿«Ray»? ¿Ahora lo llamamos «Ray»?

A la mañana siguiente, Joyce le dijo a Patty con voz trémula:

—Walter es mucho más… no sé si la palabra adecuada es conservador, o qué, supongo que no exactamente conservador, aunque, en realidad, desde el punto de vista del proceso democrático, y del poder emanado del pueblo, y de la prosperidad para todos, no es exactamente autocrático, pero en cierto modo, sí, casi conservador… más de lo que yo esperaba.

Ray, al cabo de dos meses, en la ceremonia de graduación de Patty, le dijo con una sonrisita mal disimulada:

—Walter se puso tan rojo por aquello del crecimiento… Dios mio, pensé que iba a darle un síncope.

Y Abigail, seis meses después de eso, en el único día de Acción de Gracias que Patty y Walter cometieron la estupidez de celebrar en Westchester, le dijo a Patty:

—¿Cómo van las cosas con el «Club de Roma»? ¿Os habéis asociado ya al «Club de Roma»? ¿Os sabéis las contraseñas? ¿Os habéis sentado en las butacas de piel?

Patty, en el aeropuerto de LaGuardia, le dijo a Walter entre sollozos:

—¡No soporto a mi familia!

Y él respondió animosamente:

—¡Ya fundaremos nosotros una familia propia!

Pobre Walter. Primero había dejado de lado sus sueños de actor y cineasta por un sentido de la responsabilidad económica para con sus padres, y después, en cuanto su padre lo liberó con su muerte, fue a juntarse con Patty y dejó de lado su aspiración de salvar el planeta y entró a trabajar en 3M, para que Patty pudiera tener su fabulosa casa antigua y quedarse allí con los niños. Todo ocurrió casi sin siquiera planteárselo. Él se entusiasmaba con los planes que la entusiasmaban a ella, se entregó a las reformas de la casa y a defenderla contra su familia. Sólo años más tarde —cuando Patty había empezado a defraudarlo—, se volvió más indulgente con los otros Emerson e insistió en que ella era la afortunada, la única Emerson que había escapado del naufragio y vivido para contarlo. Según él, Abigail, que se había quedado varada en una isla aquejada de gran escasez (¡la isla de Manhattan!) y escarbaba en los desperdicios en busca de sustento emocional, debía ser perdonada por monopolizar las conversaciones en un intento de nutrirse. Según él, Patty debía compadecer a sus hermanos, no culparlos, por no haber tenido la fortaleza o la buena fortuna de escapar: por ser tan voraces. Pero todo eso sucedió mucho más tarde. En los primeros años, era tal su fervor por Patty que a sus ojos ella no podía hacer nada mal. Y sin duda fueron muy buenos años.

La competitividad del propio Walter no se centraba en la familia. Cuando ella lo conoció, él ya había ganado esa partida. En la mesa de póquer de ser un Berglund, había recibido todos los ases excepto, quizá, el de la buena presencia y la desenvoltura con las mujeres. (Fue su hermano mayor —que en estos momentos va por su tercera esposa, una joven que se mata a trabajar para mantenerlo— quien recibió ese as en particular). Walter no sólo conocía el Club de Roma y leía novelas difíciles y sabía valorar a Igor Stravinski, sino que además sabía soldar la junta de una tubería de cobre y hacer trabajos de ebanistería e identificar aves por su canto y cuidar bien de una mujer conflictiva. Hasta tal punto era el triunfador de su familia que podía permitirse con regularidad viajes de regreso para ayudar a los demás.

—Supongo que ahora tendrás que ver donde me crie —Le había dicho a Patty frente a la estación de autobuses de Hibbing, después de interrumpir ella el viaje por carretera con Richard. Estaban en el Crown Victoria del padre de Walter, cuyos cristales habían empañado con sus acalorados jadeos.

—Quiero ver tu habitación —dijo Patty—. Quiero verlo todo.¡Creo que eres una persona maravillosa!

Al oír eso, Walter tuvo que besarla un buen rato más antes de sumirse de nuevo en su inquietud.

—Sea como sea —dijo—, sigue dándome vergüenza llevarte a mi casa.

—No te avergüences. Deberías ver la mía. Está llena de fenómenos de feria.

—Ya, claro, esto mío no tiene ni mucho menos tanto interés. Esto no es más que la simple miseria de las Montañas del Hierro.

—Pues vamos. Quiero verlo. Quiero dormir contigo.

—Es una buena idea —dijo él—, pero me temo que eso incomodaría a mi madre.

—Quiero dormir cerca de ti. Y luego quiero desayunar contigo.

—Eso sí podemos arreglarlo.

En realidad, el panorama en el motel Pinos Susurrantes frenó un poco a Patty y le provocó un momento de duda sobre su decisión de ir a Hibbing; alteró ese estado de ánimo autónomo que la había empujado a echarse en brazos de un hombre que físicamente no le despertaba las mismas sensaciones que el mejor amigo de éste. Visto desde fuera, el motel no estaba tan mal, y en el aparcamiento la cantidad de coches no era deprimente, pero desde luego la zona de vivienda detrás de la recepción distaba mucho de Westchester. Iluminó todo un universo de privilegios antes invisible, sus propios privilegios de barrio residencial; y sintió una inesperada punzada de añoranza. Los suelos, cubiertos por una moqueta esponjosa, tenían una perceptible pendiente hacia el arroyo de la parte de atrás. En el salón comedor había un cenicero de cerámica del tamaño de un tapacubos ampliamente almenado, al alcance del sofá donde Gene Berglund leía antes sus revistas de caza y pesca y veía los programas de los canales de las Ciudades Gemelas y Duluth que la antena del motel (instalada, como ella vio a la mañana siguiente, en lo alto de un pino desmochado detrás del terreno donde estaba la fosa séptica) lograba captar. La pequeña habitación de Walter, que había compartido con su hermano menor, estaba en la parte baja de la pendiente y en ella sí percibía siempre la humedad que provenía del arroyo cercano. En el centro de la moqueta, de un extremo a otro de la habitación, se veía aún una raya del residuo pegajoso dejado por la cinta adhesiva que Walter había colocado allí de niño para delimitar su espacio privado. La parafernalia de su esforzada infancia seguía dispuesta contra la pared del fondo: manuales y trofeos de los boy scouts, una colección completa de biografías de presidentes abreviadas, una colección parcial de volúmenes de la Enciclopedia Universal, esqueletos de animales pequeños, un acuario vacío, colecciones de sellos y monedas, un termómetro barómetro científico con unos cables que salían por la ventana. De la puerta alabeada de la habitación colgaba un cartel amarillento de confección casera, escrito con lápiz rojo, donde se leía «Prohibido Fumar», la pe y la efe vacilantes pero enormes en su desafío.

—Mi primer acto de rebelión —dijo Walter.

—¿Qué edad tenías? —preguntó Patty.

—No lo sé. Tal vez diez años. Mi hermano pequeño tenía fuertes ataques de asma.

Fuera llovía torrencialmente. Dorothy dormía en su habitación, pero Walter y Patty ardían aún de deseo. Él le enseñó el «salón-bar» que antes regentaba su padre, la impresionante lucio-perca disecada en la pared, la barra de contrachapado de abedul que él había ayudado a construir a su padre. Hasta hacía poco tiempo, cuando tuvo que ser ingresado, Gene se instalaba detrás de aquella barra a última hora de la tarde, fumando y bebiendo, mientras esperaba a que sus amigos salieran del trabajo y le activaran el negocio.

—Pues esto es lo que soy —dijo Walter—. De aquí he salido.

—Me encanta que hayas salido de aquí.

—No sé muy bien qué quieres decir con eso, pero lo acepto.

—Sólo que te admiro mucho.

—Eso está bien. Supongo.

Se acercó al mostrador de recepción y miró las llaves.

—¿Qué te parece la habitación número 21?

—¿Es una buena habitación?

—Se parece mucho a todas las demás.

—Tengo veintiún años. Así que es perfecta.

La habitación 21 estaba llena de superficies desvaídas y gastadas que en lugar de sustituirse, habían sido sometidas a décadas de vigorosos restregones. La humedad del arroyo era perceptible pero no abrumadora. Las camas eran bajas e individuales, no de matrimonio.

—No tienes que quedarte aquí si no quieres —dijo Walter a la vez que dejaba la bolsa de Patty en el suelo. Puedo llevarte a la estación mañana por la mañana.

—¡No! Esto es perfecto. No he venido de vacaciones. He venido a verte, y a intentar ser útil.

—Ya. Es sólo que me preocupa no ser lo que tú en realidad quieres.

—Ah, pues por eso no te preocupes más.

—Pues aún así estoy preocupado.

Ella lo obligó a tumbarse en una de las camas e intentó tranquilizarlo con su cuerpo. Pero la preocupación de él no tardó en dispararse de nuevo. Se incorporó y le preguntó por qué se había ido en coche con Richard. Era una pregunta que Patty se había permitido esperar que él no planteara.

—No lo sé —dijo—. Supongo que quería ver cómo era un viaje por carretera.

—Mmm.

—Había algo que necesitaba descubrir. No tengo otra manera de explicarlo. Había algo que necesitaba averiguar. Y lo he averiguado, y ahora estoy aquí.

—¿Qué has averiguado?

—Dónde quería estar, y con quién quería estar.

—Pues qué rapidez.

—Fue un error estúpido —admitió Patty— . Él tiene esa manera de mirar a una persona, como sin duda tú ya sabes. Todos tardamos un tiempo en entender qué queremos de verdad. No me culpes por eso, por favor.

—Es sólo que me impresiona lo deprisa que lo has entendido.

Patty sintió el impulso de echarse a llorar, y sucumbió a él, y durante un rato Walter hizo lo que pudo por consolarla.

—No me ha tratado bien —dijo ella entre lágrimas—. Y tú eres todo lo contrario. Y ahora mismo lo contrario es lo que yo más necesito. ¿Puedes tratarme bien, por favor?

—Puedo tratarte bien —afirmó él, acariciándole el pelo.

—Te juro que no lo lamentarás.

Estas fueron las palabras exactas de Patty, según el triste recuerdo de la autobiógrafa.

He aquí otro vívido recuerdo de la autobiógrafa: la violencia con que Walter la cogió por los hombros, la tumbó de espaldas, se colocó sobre ella, encajándose por la fuerza entre sus piernas, con una expresión en el rostro que ella nunca le había visto. Era una expresión de rabia, y le favorecía. Fue como si de pronto se hubiese apartado una cortina dejando a la vista algo hermoso y viril.

—Esto no tiene que ver contigo —dijo él—. ¿Lo entiendes? Te quiero, trozo a trozo. Centímetro a centímetro. Cada centímetro. Desde el momento en que te vi. ¿Lo entiendes?

—Sí —respondió ella—. O sea, gracias. Más o menos ya lo intuía, pero resulta muy agradable oírlo.

Sin embargo, él no había acabado.

—¿Entiendes que tengo un… un…? —Buscó la palabra—. Un problema. Con Richard. Tengo un problema.

—¿Qué problema?

—No me fío de él. Lo quiero, pero no me fío de él.

—Dios mío —dijo Patty—, te aseguro que puedes fiarte de él. Está claro que él también te aprecia. Tiene una actitud increíblemente protectora contigo.

—No siempre.

—Pues desde luego en mi presencia sí la ha tenido. ¿Eres consciente de lo mucho que te admira?

Walter fijó en ella una mirada colérica.

—Entonces, ¿por qué te fuiste con él? ¿Qué hacía él en Chicago contigo? ¿A qué coño vino eso? ¡No lo entiendo!

Al oírle decir «coño» y ver lo horrorizado que estaba por su propia ira, Patty se echó a llorar otra vez.

—Dios mío, por favor, Dios mío, por favor, Dios mío, por favor —dijo ella—. Estoy aquí, ¿no? ¡Estoy aquí por ti! Y en Chicago no pasó nada. De verdad.

Ella lo estrechó, se apretó contra sus caderas. Pero en lugar de tocarle los pechos o de bajarle el vaquero, como sin duda habría hecho Richard, Walter se levantó y empezó a pasearse por la habitación 21.

—No sé si esto es lo correcto —dijo—. Porque, mira, no soy tonto. Tengo ojos y oídos, no soy tonto. La verdad es que ahora no sé qué hacer.

Fue un alivio oír que no era tonto por lo que a Richard se refería; pero ella tuvo la sensación de que se le habían agotado los recursos para disipar sus dudas. Sencillamente se quedó allí, tendida en la cama, escuchando la lluvia contra el tejado, consciente de que podría haber evitado toda aquella escena si no se hubiese subido al coche con Richard; consciente de que merecía un castigo. Y sin embargo era difícil no imaginar otras posibilidades mejores en el desarrollo de los acontecimientos. Aquél fue un anticipo de las escenas nocturnas de años posteriores: la hermosa ira de Walter malgastándose mientras ella lloraba y él la castigaba y le pedía perdón por castigarla, diciendo que los dos estaban agotados y era muy tarde, y en efecto lo era: tan tarde que era temprano.

—Voy a darme un baño —dijo Patty por fin.

Él estaba sentado en la otra cama, con la cara entre las manos.

—Lo siento. Te aseguro que esto no tiene nada que ver contigo.

—Oye, ¿sabes qué te digo? Ésta no es una de mis frases favoritas, de las que me gusta oír una y otra vez.

—Lo siento. Lo creas o no, lo digo como algo positivo.

—Y en estos momentos «lo siento» tampoco ocupa un lugar muy alto en mi lista.

Sin apartarse las manos de la cara, Walter le preguntó si necesitaba ayuda con el baño.

—Ya me las arreglo sola —respondió ella, aunque era todo un número bañarse manteniendo fuera del agua la rodilla vendada e inmovilizada por la abrazadera.

Cuando al cabo de media hora salió del cuarto de baño con su pijama, daba la impresión de que Walter no había movido un solo músculo. Se plantó frente a él, contemplando sus rizos claros y sus hombros estrechos.

—Oye, Walter —dijo—. Puedo marcharme mañana por la mañana si quieres. Pero ahora necesito dormir un poco. Tú también deberías acostarte.

Él asintió.

—Lamento haberme ido a Chicago con Richard. La idea fue mía, no suya. Debes echarme la culpa a mí, no a él. Pero ahora mismo… haces que me sienta como una piltrafa.

Él asintió y se puso en pie.

—¿Un beso de buenas noches? —preguntó ella.

Walter se lo dio, y fue mejor que discutir, tanto mejor que enseguida estaban bajo las mantas y apagaban la lámpara. La luz del día se filtraba en torno a las cortinas: allí en el norte en mayo amanecía pronto.

—En realidad no sé nada de sexo —admitió Walter.

—Ah, bueno —dijo ella—, no es muy complicado.

Y así empezaron los años más felices de sus vidas. Para Walter, especialmente, fueron tiempos vertiginosos. Tomó posesión de la chica que deseaba, la chica que podía haberse ido con Richard pero lo había elegido a él, y de pronto, tres días después, en el hospital luterano, la lucha de toda una vida contra su padre concluyó con la muerte de éste. (Un padre no puede estar más derrotado que cuando está muerto). Esa mañana Patty estaba en el hospital con Walter y Dorothy, y las lágrimas de ambos la conmovieron tanto que ella también lloró un poco, y tuvo la sensación, mientras regresaban en coche al motel en un silencio casi absoluto, de que ya estaba prácticamente casada.

Después de que Dorothy entrara a descansar un rato, Patty vio a Walter hacer una cosa extraña. Echó una carrera de punta a punta del aparcamiento, brincando mientras corría, apoyándose sobre los dedos de los pies, y al llegar al extremo, dio la vuelta y siguió corriendo. Era una mañana despejada y espléndida, con una brisa fuerte y continua del norte, y en la orilla del arroyo los pinos susurraban, literalmente. Al final de una de sus carreras, Walter saltó varias veces, dio la espalda a Patty y echó a correr por la carretera estatal 73, llegó a la curva, se perdió de vista y no volvió a aparecer hasta pasada una hora.

La tarde siguiente, en la habitación 21, a plena luz del día, con las ventanas abiertas y las deslucidas cortinas hinchadas por el viento, rieron y lloraron y follaron con una alegría cuya seriedad e inocencia causa no pocos estragos en el ánimo de la autobiógrafa al acordarse, y lloraron un poco más y follaron un poco más y se quedaron tendidos el uno al lado del otro con los cuerpos sudorosos y los corazones rebosantes y escucharon los susurros de los pinos. Patty tenía la sensación de haber tomado una potente droga cuyo efecto no disminuía, o de haber entrado en un sueño increíblemente vívido del que no despertaba, sólo que era plenamente consciente, segundo a segundo, de que eso que le sucedía no era una droga ni un sueño, sino sencillamente la vida, una vida sólo con presente y sin pasado, un amor distinto de cualquier amor que hubiese imaginado. ¡Y todo gracias a la habitación 21! ¿Cómo no podría haber imaginado la habitación 21? Era una habitación tan encantadoramente limpia y anticuada, y Walter era una persona tan encantadoramente limpia y anticuada… Ella tenía veintiún años y podía sentir su condición de veintiunañera en el viento joven, limpio y fuerte que soplaba desde Canadá. Su breve experiencia de la eternidad.

Más de cuatrocientas personas asistieron al entierro del padre de Walter. En nombre de Gene, sin haberlo conocido siquiera, Patty se enorgulleció de la gran afluencia de gente. (Si uno quiere un gran funeral, morir a una edad no muy avanzada ayuda). Gene había sido un hombre hospitalario a quien le gustaba pescar y cazar y estar con sus amigos, en su mayoría veteranos de guerra, y que había tenido la desgracia de ser alcohólico y poco cultivado y estar casado con una persona que depositó sus esperanzas y sus sueños y lo mejor de su amor en su hijo mediano, no en él. Walter nunca le perdonaría a Gene haber obligado a Dorothy a matarse a trabajar en el motel, pero sinceramente, en opinión de la autobiógrafa, si bien Dorothy era un encanto de persona, desde luego era también la típica mártir. La recepción después del funeral, en una sala parroquial luterana, fue para Patty un curso intensivo de inmersión total en la familia amplia de Walter: un festival de roscones y la determinación de ver el lado bueno de las cosas. Estaban presentes los cinco hermanos vivos de Dorothy, como también el hermano mayor de Walter, recién salido de la cárcel, con su mujer (la primera), de una belleza barriobajera, y sus dos hijos, y también el taciturno hermano menor con su uniforme militar de gala. El único ausente digno de mención era, en realidad, Richard.

Walter le había telefoneado para darle la noticia, claro, aunque incluso eso había sido complicado, ya que significaba localizar a Herrera, el escurridizo bajista de Richard, en Minneapolis. Richard acababa de llegar a Hoboken, Nueva Jersey. Después de darle el pésame a Walter por teléfono, dijo que estaba con las finanzas a cero y lamentaba no poder ir al funeral. Walter le aseguró que daba igual, y luego tardó años en perdonarle que no hubiera hecho el esfuerzo, cosa que no era del todo justa, dado que Walter por entonces, para sus adentros, ya estaba enfadado con Richard y ni siquiera quería verlo en el funeral. Pero Patty se cuidó muy mucho de señalárselo.

Cuando viajaron a Nueva York, un año después, ella le propuso que quedara con Richard y pasara una tarde con él, pero Walter le explicó que había telefoneado a Richard dos veces en los últimos meses mientras que Richard no lo había llamado nunca por iniciativa propia. Patty dijo: «Pero es tu mejor amigo», y Walter dijo: «No, tú eres mi mejor amiga», y Patty dijo: «Bueno, pues él es tu mejor amigo hombre, y deberías quedar con él». Pero Walter insistió en que siempre había sido así —que siempre se había sentido más como el perseguidor que como el perseguido; que existía entre ellos una propensión a llevar esas situaciones al límite, a entablar una competencia por no ser el primero en pestañear y mostrar necesidad—, y él ya estaba hasta la coronilla. Dijo que no era la primera vez que Richard desaparecía así. Si aún quería ser amigo suyo, dijo Walter, quizá, para variar, podía tomarse la molestia de ser él quien llamara. Si bien Patty sospechaba que Richard estaba avergonzado por el episodio de Chicago y procuraba no entrometerse en la dicha doméstica de Walter, y por tanto le correspondía a éste convencerlo de que su presencia seguía siendo bien recibida, una vez se cuidó muy mucho de presionarlo.

En tanto que Eliza había imaginado un rollo homosexual entre Walter y Richard, la autobiógrafa ahora ve un asunto fraternal. Una vez superada la edad en que Walter recibía puñetazos en la cabeza de su hermano mayor, sentado encima de él, y él daba puñetazos a su hermano menor, sentado encima de él, desapareció toda competencia satisfactoria en su propia familia. Había necesitado otro hermano a quien amar y odiar y con quien competir. Y la pregunta que siempre atormentó a Walter, tal como lo ve la autobiógrafa, fue si Richard era el hermano menor o el mayor, el jodido o el héroe, el amigo querido y maltratado por la vida o el rival peligroso.

Como en el caso de Patty, Walter sostenía que lo suyo con Richard había sido amor a primera vista. Sucedió la primera noche que pasó en Macalester, cuando su padre lo dejó allí y volvió a toda prisa a Hibbing, donde el Canadian Club lo reclamaba desde el salón-bar del motel. Walter le había enviado a Richard una amable carta en verano, a una dirección facilitada por la oficina de alojamiento de la universidad, pero Richard no había contestado. En una de las camas de la habitación de la residencia había una funda de guitarra, una caja de cartón y un petate. Walter no vio al dueño de ese mínimo equipaje hasta después de la cena, en una reunión en el salón de la planta. Fue un momento que después le describió a Patty varias veces: de pie en un rincón, separado de los demás, había un chico del que no podía apartar la vista, muy alto, con acné, pelo afro y una camiseta de Iggy Pop, una persona que no se parecía en nada a los otros estudiantes de primero y no reía, ni siquiera sonreía educadamente, ante la charla orientativa salpicada de chistes que les daba el representante estudiantil de la residencia. Walter, por su parte, sentía gran compasión por la gente que pretendía ser graciosa, y se reía a carcajadas para recompensarla por su esfuerzo, y sin embargo supo al instante que deseaba ser amigo de aquella persona alta sin sonrisa. Albergó la esperanza de que fuera su compañero de habitación, y lo era.

Asombrosamente, a Richard le cayó bien. Todo empezó por la azarosa circunstancia de que Walter fuese del pueblo donde se crio Bob Dylan. Ya en la habitación, después de la reunión Richard lo acribilló a preguntas sobre Hibbing: qué ambiente había, y si Walter había conocido a algún Zimmerman. Walter le explicó que el motel estaba en las afueras, a varios kilómetros del pueblo, pero el motel en sí impresionó a Richard, igual que el hecho de que Walter fuese un estudiante becado con un padre alcohólico. Richard le explicó que no había contestado su carta porque su propio padre había muerto de cáncer de pulmón hacía cinco semanas. Dijo que como Bob Dylan era un gilipollas, la clase de gilipollas de una hermosa pureza que hacía que un joven músico deseara ser también un gilipollas, siempre había imaginado que Hibbing era un sitio lleno de gilipollas. El imberbe Walter, sentado en aquella habitación de la residencia, escuchando atentamente a su nuevo compañero de habitación y tratando por todos los medios de impresionarlo, era la viva refutación de esa teoría.

Ya esa primera noche Richard hizo comentarios sobre las chicas que Walter nunca olvidó. Dijo que no lo había impresionado favorablemente el alto porcentaje de tías obesas de Macalester. Dijo que se había pasado la tarde paseando por las calles de los alrededores, para descubrir por dónde rondaban las tías autóctonas. Dijo que lo había sorprendido cuánta gente le había sonreído y saludado. Incluso le habían sonreído y saludado las tías guapas. ¿También pasaba eso en Hibbing? Dijo que en el funeral de su padre había conocido a una prima que estaba muy buena y que por desgracia sólo tenía trece años, y ahora le enviaba cartas sobre sus aventuras con la masturbación. Si bien Walter nunca necesitó que nadie lo obligara a comportarse solícitamente con las mujeres, la autobiógrafa no puede por menos de pensar en la especialización polarizada de los logros que acompaña la rivalidad entre hermanos, y preguntarse si la obsesión de Richard con ligar no fue quizá un incentivo más para que Walter no compitiese en ese terreno en particular.

Un dato importante: Richard no tenía trato con su madre. Ella ni siquiera asistió al funeral del padre de Richard. Según la versión del propio Richard tal como se la contó a Patty (mucho más tarde), la madre era una persona inestable que acabó siendo una fanática religiosa, pero no antes de convertir en un infierno la vida del hombre que la había dejado embarazada a los diecinueve años. El padre de Richard era por entonces saxofonista, un bohemio del Greenwich Village. La madre era una chica blanca, alta y rebelde, de buena familia protestante y poco autocontrol. Después de cuatro escandalosos años de bebida e infidelidad en serie, le endosó al señor Katz la tarea de criar a su hijo (primero en el Village, después en Yonkers) mientras ella se marchaba a California y encontraba a Jesucristo y traía al mundo a otros cuatro niños. El señor Katz abandonó la música pero no, lamentablemente, la bebida. Acabó trabajando en correos y no volvió a casarse, y podemos afirmar sin temor a equivocarnos que sus varias jóvenes novias, en los años anteriores a que la bebida acabara con él, no sirvieron para proporcionar la presencia maternal estabilizadora que Richard necesitaba. Una de ellas les desvalijó el apartamento antes de desaparecer; otra liberó a Richard de su virginidad mientras le hacía de canguro. Poco después de este episodio, el señor Katz mandó a Richard a pasar un verano con su madre y sus hermanastros, pero Richard no aguantó ni una semana con ellos. El primer día de su estancia en California, la familia entera se reunió en torno a él y enlazó las manos para dar gracias al Señor porque había llegado sano y salvo, y por lo visto de ahí en adelante los desvaríos fueron en aumento.

Los padres de Walter, que se limitaban a ir a misa por razones sociales, abrieron las puertas de su casa al espigado huérfano. Fue Dorothy quien más se encariñó con Richard —incluso puede que, a la recatada manera de Dorothy, se encaprichara de él— e insistió en que pasara las vacaciones en Hibbing. Richard no necesitó mucha insistencia, dado que no tenía ningún otro sitio adonde ir. Conquistó a Gene con su interés por las escopetas y, en un sentido más general, por no ser la clase de «pedante» con la que, se había temido Gene, Walter acabaría relacionándose, y causó buena impresión a Dorothy colaborando en los quehaceres domésticos. Como ya se ha observado, Richard sentía un vivo (aunque muy intermitente) deseo de ser buena persona, y era escrupulosamente educado con la gente a la que consideraba buena, como era el caso de Dorothy. Su conducta con ella, cuando la interrogaba sobre algún guiso normal y corriente que había preparado, preguntando de dónde había sacado la receta y dónde podía uno informarse sobre dietas equilibradas, a Walter le parecía falsa y condescendiente, porque las posibilidades de que Richard alguna vez fuera a hacer la compra y preparara él mismo un guiso eran nulas, y porque en cuanto Dorothy salía de la habitación, Richard volvía a recuperar su actitud dura de siempre. Pero Walter competía con él, y si bien puede que no destacara ligando con las tías del pueblo, escuchar a las mujeres con sincera atención era sin lugar a dudas su territorio, y lo protegía celosamente. La autobiógrafa se considera, pues, más fiable que Walter en lo referente a la autenticidad del respeto de Richard por la bondad.

Lo que sin duda era admirable en Richard era su afán por mejorarse a sí mismo y llenar el vacío creado por la ausencia de atenciones paternas. Había sobrevivido a la infancia tocando música y leyendo libros de su propia idiosincrásica elección, y parte de lo que lo atraía de Walter era su intelecto y su ética del trabajo. Richard era muy leído en ciertas áreas (existencialismo francés, literatura latinoamericana), pero carecía de método, de sistema, y sentía auténtica veneración por la firme orientación intelectual de Walter. Si bien concedía a éste el respeto de no tratarlo nunca con la hipereducación que reservaba a aquellos a quienes consideraba Buenos, le encantaba oír sus ideas y lo instaba a explicar sus convicciones políticas poco comunes.

La autobiógrafa sospecha que la amistad con un chico poco enrollado de una zona rural del norte suponía una perversa ventaja «competitiva» para Richard. Era una manera de diferenciarse de los modernos de Macalaster que procedían de entornos más privilegiados. Richard despreciaba a esos modernos (incluidas las chicas, aunque eso no le impedía tirárselas cuando surgía la oportunidad) con la misma intensidad con que los modernos despreciaban a personas como Walter. El documental Don’t Look Back, sobre Bob Dylan, fue tal hito tanto para Richard como para Walter que al final Patty lo alquiló y lo vio con Walter una noche, cuando los niños eran pequeños, para presenciar la famosa escena en que Dylan eclipsaba y humillaba al cantante Donovan en una fiesta para gente guay en Londres, por el simple placer de comportarse como un gilipollas. Aunque Walter sentía lástima por Donovan, es más, se sentía mal por no desear parecerse más a Dylan y menos a Donovan, a Patty la escena le resultó emocionante. ¡La sobrecogedora desnudez de la competitividad de Dylan! Lo que sintió fue: No nos engañemos, la victoria es muy dulce. La escena la ayudó a entender por qué Richard prefería andar con alguien tan poco musical como Walter en vez de con los modernos.

En el plano intelectual, Walter era a todas luces el hermano mayor y Richard su seguidor. Y sin embargo, para Richard, ser listo, como ser bueno, era sólo un aspecto secundario del gran esfuerzo competitivo. A eso se refería Walter al decir que no se fiaba de su amigo. Nunca pudo desprenderse de la sensación de que Richard le escondía algo; de que una faceta oscura de él se perdía en la noche para satisfacer motivaciones que él mismo se negaba a reconocer; de que estaba dispuesto a ser amigo de Walter siempre y cuando quedase claro que él llevaba la voz cantante. Richard era menos fiable que nunca cuando había una chica por medio, y Walter sentía celos de esas chicas por captar la atención de Richard más que él, aunque fuera sólo momentáneamente. El propio Richard nunca lo vio así, porque enseguida se cansaba de las chicas y siempre acababa dándoles la patada; siempre volvía a Walter, de quien no se cansaba. Pero Walter consideraba una deslealtad por parte de su amigo destinar tanta energía a andar detrás de gente que ni siquiera le caía bien. Esa actitud creaba en Walter una sensación de debilidad e insignificancia por el hecho de estar siempre disponible cuando Richard volvía. Lo atormentaba la sospecha de que él quería a Richard más de lo que Richard lo quería a él, y se esforzaba más que Richard por mantener la amistad.

La primera gran crisis se produjo durante el último curso de la universidad, dos años antes de que Patty los conociera, cuando Walter había perdido la cabeza por el nefasto personaje de segundo llamado Nomi. Según la versión de Richard (tal como Patty la oyó en su momento), la situación era muy clara: su amigo, sexualmente ingenuo, estaba siendo utilizado por una mujer despreciable sin ningún interés real por él, y Richard finalmente asumió la responsabilidad de poner en evidencia lo despreciable que era Nomi. En su opinión, la chica no merecía siquiera que compitieran por ella; no era más que un mosquito que aplastar. Pero Walter veía las cosas de manera muy distinta, y se enfadó tanto con Richard que se negó a hablar con él durante semanas. Compartían uno de esos apartamentos de dos habitaciones reservados para los estudiantes de último curso, y cada noche, cuando Richard llegaba y cruzaba la habitación de Walter de camino a la suya, más privada, se detenía para entablar una conversación unilateral que un observador desinteresado seguramente habría encontrado graciosa.

Richard: «Sigues sin hablarme. Esto es asombroso. ¿Cuánto tiempo va a durar?».

Walter: silencio.

Richard: «Si no quieres que me siente y te mire mientras lees, basta con que lo digas».

Walter: silencio.

Richard: «¿Es interesante el libro? Yo diría que no pasas las páginas».

Walter: silencio.

Richard: «¿Sabes cómo te estás comportando? Como una chica. Esto es lo que hacen las chicas. Es una idiotez, Walter. Empiezo a cabrearme».

Walter: silencio.

Richard: «Si esperas que me disculpe, olvídalo. Te lo digo así de claro. Siento que estés dolido, pero tengo la conciencia tranquila».

Walter: silencio.

Richard: «Tú ya sabes, imagino, que eres la única razón por la que sigo aquí. Si hace cuatro años me hubieras preguntado qué probabilidades había de que me sacara el título, te habría dicho que entre pocas y ninguna».

Walter: silencio.

Richard: «En serio, estoy un poco decepcionado».

Walter: silencio.

Richard: «Vale. Joder. Compórtate como una chica. Me da igual».

Walter: silencio.

Richard: «Oye. Si yo tuviera un problema con la droga y tú me tiraras la droga a la basura, me cabrearía contigo, pero también entendería que pretendías hacerme un favor».

Walter: silencio.

Richard: «Reconozco que la analogía no es perfecta, en el sentido de que en realidad yo consumí la droga, por así decirlo, en lugar de tirarla a la basura sin más. Pero tú eras propenso a una adicción muy dañina, mientras que para mí se trataba sólo de una actividad recreativa, y partiendo de la idea de que es una lástima desperdiciar una buena droga…».

Walter: silencio.

Richard: «De acuerdo, es una analogía tonta».

Walter: silencio.

Richard: «Tiene gracia. Deberías reírte».

Walter: silencio.

Al menos así lo imagina la autobiógrafa, basándose en el posterior testimonio de las dos partes. Walter mantuvo su silencio hasta las vacaciones de Pascua, cuando volvió a casa solo y Dorothy consiguió sonsacarle la razón por la que no había llevado a Richard. Debes aceptar a la gente tal como es —dijo Dorothy—. Richard es un buen amigo, y debes serle leal». (Dorothy concedía gran importancia a la lealtad —daba sentido a su vida no muy agradable—, y Patty oyó a Walter reproducir esa amonestación a menudo; casi parecía atribuirle una trascendencia bíblica). Walter señaló que el propio Richard había sido tremendamente desleal al quitarle la chica a la que quería, pero Dorothy, que tal vez había caído también bajo el hechizo katziano, adujo que no creía que Richard lo hubiera hecho con la intención de herirlo. «En la vida es bueno tener amigos —dijo—. Si quieres tener amigos, debes recordar que nadie es perfecto».

Otro matiz molesto del asunto de las chicas era la circunstancia de que aquellas a las que Richard atraía eran casi invariablemente grandes fans[2] de la música, y de que Walter, siendo el fan mayor y más antiguo de Richard, estaba en enconada competencia con ellas. Chicas que quizá de lo contrario habrían sido cordiales con el mejor amigo de un novio, o al menos tolerantes con él, tenían la necesidad de tratarlo fríamente, porque las fans de verdad siempre necesitan sentir una conexión única con el objeto de su admiración; por nimios e imaginarios que sean, protegen celosamente esos puntos de conexión que justifican la sensación de singularidad. Para las chicas, comprensiblemente, no había manera de estar más conectadas con Richard que acopladas en el coito con él, mezclando fluidos reales. Veían a Walter como un insecto insignificante y molesto, pese a que era Walter quien había dado a conocer a Richard la obra de Antón von Webern y Benjamín Britten, era Walter quien había dado un marco político a sus primeras canciones más rabiosas, era Walter la persona a quien Richard en realidad quería de una manera significativa. Y si ya era de por sí bastante malo ser tratado con esa frialdad sistemática por chicas sexys, peor aún era la sospecha de Walter —confesada a Patty durante los años en que no tenían secretos el uno para el otro— de que en el fondo él no era distinto de esas chicas: de que también él era una especie de parásito de Richard, intentando sentirse más enrollado y mejor consigo mismo por medio de su conexión única con él. Y lo peor era su sospecha de que Richard lo sabía, y eso lo hacía sentirse mucho más solo y lo volvía mucho más cauto.

La situación fue especialmente ponzoñosa en el caso de Eliza, quien, no contenta con mostrarse indiferente a Walter, hacía lo indecible para que éste se sintiera mal. ¿Cómo podía Richard, se preguntaba Walter, seguir acostándose con una persona tan intencionadamente desagradable con su mejor amigo? Para entonces, Walter era ya lo bastante maduro para no recurrir a la táctica del silencio, pero sí dejó de prepararle la comida a Richard, y la principal razón por la que siguió yendo a sus actuaciones fue para poner de manifiesto su antipatía hacia Eliza y, más adelante, para intentar disuadir a Richard, a fuerza de avergonzarlo, de consumir la coca que ella le suministraba continuamente. Por supuesto, era imposible disuadir a Richard de nada a fuerza de avergonzarlo. Ni por aquel entonces ni nunca.

Lamentablemente, se desconocen los detalles de sus conversaciones acerca de Patty, pero la autobiógrafa se complace en pensar que no se parecían en nada a sus conversaciones acerca de Nomi o Eliza. Es posible que Richard instase a Walter a mostrarse más enérgico y decidido con ella, y que Walter respondiese con alguna parida como que la habían violado o que iba con muletas, pero hay pocas cosas más difíciles de imaginar que las conversaciones de los demás sobre uno mismo. Lo que Richard sentía en privado hacia Patty, ella al final lo vio más claro (en esa dirección avanza la autobiógrafa, aunque muy lentamente). De momento, baste señalar que Richard emigró a Nueva York y se quedó allí, y que durante muchos años Walter estuvo tan ocupado construyendo su propia vida con Patty que en apariencia apenas lo echó de menos.

Lo que sucedía era que Richard estaba convirtiéndose más en Richard y Walter más en Walter. Richard se estableció en Jersey City, decidió que por fin ya no había riesgos en incorporar el alcohol a su vida social, y después, al cabo de un período que más tarde describió como «bastante disoluto», concluyó que sí, que sí había riesgos. Mientras vivió con Walter eludió la bebida, que había arruinado la vida de su padre, consumió coca sólo cuando pagaban otros y avanzó con paso firme en su música. Cuando se quedó solo, su vida fue un absoluto desastre durante bastante tiempo. Herrera y él tardaron tres años en reconstituir los Traumatics, con la rubia guapa y maltrecha, Molly Tremain, como covocalista, y en sacar a la luz su primer elepé, Saludos desde el fondo del pozo de la mina, con una discográfica minúscula. Walter fue al Entry para ver tocar al grupo cuando pasó por Minneapolis, pero a las diez y media de la noche ya estaba de vuelta en casa con Patty y Jessica, entonces un bebé, cargado con seis copias del elepé. Durante el día, Richard se había forjado un hueco en la construcción de terrazas de azotea para individuos de la clase acomodada del Bajo Manhattan que se sentían enrollados por andar en compañía de artistas y músicos, es decir, no les importaba si la jornada de trabajo empezaba a las dos de la tarde y acababa unas pocas horas después, y por tanto se tardaba tres semanas en completar un encargo de cinco días. El segundo disco del grupo, Por si te ha pasado inadvertido, pasó tan inadvertido como el primero, pero el tercero, Esplendor reaccionario, lo grabaron con un sello menos minúsculo y salió en varias listas de los diez mejores discos del año. Esta vez, cuando Richard visitó Minnesota, telefoneó con antelación y pudo pasar la tarde en casa de Patty y Walter con la educada pero aburrida y en general silenciosa Molly, que era o no su novia.

Esa tarde —en la pequeñísima medida en que lo recuerda la autobiógrafa— fue grata como pocas para Walter. Patty estaba desbordada por los niños y sus propios intentos de inducir a Molly a pronunciar polisílabos, pero Walter pudo alardear de todas las reformas que hacía en la casa, y de los hermosos y enérgicos vástagos que había concebido con Patty, y contemplar a Richard y Molly mientras degustaban la mejor comida de toda su gira y, no menos importante, obtener de Richard abundantes datos sobre el ambiente de la música alternativa, datos a los que Walter daría buen uso en los meses posteriores, comprando los discos de todos los artistas que Richard había mencionado, poniéndolos mientras trabajaba en las reformas, impresionando a sus vecinos y colegas varones que se las daban de estar en la onda musicalmente, y sintiendo que tenía lo mejor de ambos mundos. Ese día, el estado de la rivalidad entre ellos fue muy satisfactorio para él. Richard era pobre y estaba apagado y flaco, y su pareja era rara y desdichada. Walter, ahora incuestionablemente el hermano mayor, podía relajarse y disfrutar del éxito de Richard como algo accesorio al suyo propio, algo que estimulaba y daba realce a su imagen de tío enrollado.

En ese momento, lo único que podría haber arrastrado a Walter de nuevo a los malos hábitos en que había incurrido en la universidad, cuando lo atormentaba su sensación de derrota ante la persona a la que quería demasiado como para que le interesara vencerla, habría sido una secuencia de acontecimientos patológica y anómala. Las cosas en casa tendrían que haberse agriado en extremo. Walter tendría que haber tenido tremendos conflictos con Joey, y haber sido incapaz de comprenderlo y ganarse su respeto, y descubrirse, en general, reproduciendo la relación con su propio padre, y la carrera de Richard tendría que haber tomado un inesperado cambio de rumbo hacia mejor en el último momento, y Patty tendría que haberse enamorado perdidamente de Richard. ¿Cuales eran las posibilidades de que ocurriese todo eso?

No nulas, por desgracia.

Uno vacila al atribuirle demasiada significación explicativa al sexo y sin embargo la autobiógrafa descuidaría sus obligaciones si no dedicara un incómodo párrafo al tema. La triste realidad es que Patty pronto empezó a encontrar el sexo un tanto aburrido y carente de sentido —la misma monotonía de siempre— y a practicarlo básicamente por Walter. Y sí, a no practicarlo muy bien, sin duda. Por lo general, daba la impresión de que habría preferido estar haciendo otra cosa. Las más de las veces habría preferido dormir. O un ruido en la habitación de los niños la distraía o la preocupaba vagamente. O calculaba mentalmente cuántos entretenidos nulos minutos de cierto partido de baloncesto universitario de la Costa Oeste quedarían cuando por fin se le permitiera volver a encender la tele. Pero incluso tareas básicas de jardinería o limpieza o la compra podían antojársele deliciosas y apremiantes en comparación con follar, y en cuanto a una se le metía en la cabeza que necesitaba relajarse deprisa y sentirse satisfecha deprisa para poder bajar y plantar las balsaminas que estaban marchitándose en sus pequeñas macetas de plástico, ya no había manera. Intentó tomar atajos, intentó tácticas preventivas haciéndoselo a Walter con la boca, intentó decirle que tenía sueño y que, adelante, que se lo pasara bien él y no se preocupara por ella. Pero al pobre Walter, por su propia naturaleza, le importaba menos su propia satisfacción que la de ella, o al menos basaba la suya en la de ella, y Patty nunca parecía encontrar una manera amable de explicarle en qué mala posición la dejaba eso, porque, en última instancia, implicaba decirle que ella no lo deseaba tanto como él a ella: que desear sexo con su pareja era una de las cosas (vale, lo principal) a las que había renunciado a cambio de todas las cosas buenas de su vida en común. Y ésa resultaba una confesión harto difícil para hacérsela a un hombre a quien uno quería. Walter buscó por todos los medios formas de sexo mejores para ella, excepto lo único que acaso habría dado resultado, que era dejar de preocuparse por buscar lo mejor para ella y sencillamente obligarla a doblarse sobre la mesa de la cocina una noche y darle por detrás. Pero el Walter que habría sido capaz de eso no habría sido Walter. Él era lo que era y quería ser lo que era ser lo que quería Patty. ¡Quería que las cosas fueran mutuas! Y por lo tanto la desventaja de chupársela era que luego él siempre quería lamerla a ella, y eso a ella le provocaba unas cosquillas tremendas. Al final, después de años de resistirse, Patty consiguió que él dejara de intentarlo. Y se sentía en extremo culpable, pero también indignada y molesta, porque la hicieran sentirse una fracasada. En el cansancio de Richard y Molly, la tarde de su visita, Patty creyó ver el cansancio de personas que se habían pasado la noche en vela follando, y eso dice mucho sobre su estado de ánimo en aquel momento, sobre lo muerto que estaba el sexo para ella, sobre lo absoluto de su inmersión en el papel de madre de Jessica y Joey, hasta el punto de que ni siquiera los envidió por ello. A ella el sexo le parecía una diversión para jóvenes sin nada mejor que hacer. Desde luego, ni a Richard ni a Molly parecía levantarles el ánimo.

Y los Traumatics se marcharon camino de su siguiente actuación en Madison y camino de la publicación de otros discos con títulos mordaces que a cierta clase de críticos y a unas cinco mil personas más en el mundo les gustaba escuchar, y camino de actuaciones en locales pequeños a los que asistían hombres blancos cultos y desaliñados que ya no eran tan jóvenes como antes, mientras Patty y Walter continuaban con su vida cotidiana en general muy absorbente, en la que los treinta minutos semanales de tensión sexual eran una incomodidad crónica pero de baja intensidad, como la humedad en Florida. La autobiógrafa sí reconoce la posible relación entre esa pequeña incomodidad y los grandes errores que Patty cometió como madre en esos años. En tanto que los padres de Eliza, en otro tiempo, habían errado por estar demasiado pendientes el uno del otro y no lo suficiente de Eliza, quizá pueda decirse que Patty cometió el error contrario con Joey. Pero hay tantos otros errores no atribuibles a los padres que referir en estas páginas, que resulta casi inhumanamente doloroso entretenerse también en los errores que Patty cometió con Joey; la autobiógrafa teme que eso la llevaría a tumbarse en el suelo y no levantarse nunca más.

Lo que ocurrió en primer lugar fue que Walter y Richard volvieron a ser grandes amigos. Walter conocía a mucha gente, pero la voz que más deseaba oír en el contestador automático al llegar a casa era la de Richard, diciendo cosas como «Hey, aquí Jersey City. Me preguntaba si puedes conseguir que me sienta mejor por la situación en Kuwait. Dame un toque». Tanto por la frecuencia de las llamadas de Richard como por la actitud menos a la defensiva con que le hablaba a Walter ahora —diciéndole que no conocía a nadie más como él y Patty, que eran la cuerda de salvamento que lo unía a un mundo de cordura y esperanza—, Walter por fin comprendió que Richard lo apreciaba de verdad y le necesitaba y no se limitaba a consentir pasivamente en ser su amigo. (Este era el contexto en el que Walter, agradecido, hacía referencia al consejo de su madre sobre la lealtad). Cada vez que una nueva gira llevaba a los Traumatics a la ciudad, Richard encontraba un rato para dejarse caer por la casa, en general solo. Se interesó en especial por Jessica, a quien tenía por un Alma Genuinamente Buena a imagen de su abuela, y la acribillaba a preguntas sobre sus escritores preferidos y su trabajo de voluntaria en el comedor de beneficencia del barrio. Si bien Patty quizá habría deseado una hija más parecida a ella, para quien su propio caudal de experiencia en la comisión de errores habría sido un recurso reconfortante, en general se enorgullecía de tener una hija que sabía muy bien cómo funcionaban las cosas. La complacía ver a Jessica a través de los ojos admirativos de Richard, y cuando Walter y él salían juntos, Patty se sentía segura al verlos a los dos subir en el coche, al tipo maravilloso con quien se había casado y al sexy con quien no se había casado. El afecto de Richard por Walter la llevó a sentirse mejor ella misma respecto a Walter; el carisma de Richard tenía la virtud de ratificar todo lo que tocaba.

Una sombra digna de mención era la desaprobación por parte de Walter de la situación entre Richard y Molly Tremain. Ésta tenía una voz hermosa, pero era depresiva y posiblemente bipolar y pasaba una enorme cantidad de tiempo sola en su apartamento del Lower East Side, corrigiendo galeradas como autónoma por la noche y durmiendo de día. Molly estaba siempre disponible cuando Richard quería acercarse a verla, y él sostenía que ella se conformaba con ser su amante a tiempo parcial, pero Walter no podía sacudirse la sospecha de que su relación se basaba en malentendidos. A lo largo de los años Patty le había sonsacado a Walter varios inquietantes comentarios que Richard le había hecho en privado, entre ellos: «A veces pienso que mi finalidad en este mundo es meter el pene en la vagina del mayor número de mujeres posible» y «A mí la idea de acostarme con la misma persona el resto de mi vida me parece la muerte». La sospecha de Walter de que Molly en el fondo creía que él, al madurar, dejaría atrás esa actitud resultó acertada. Molly tenía dos años más que Richard, y cuando de pronto decidió que quería un hijo antes de que fuera demasiado tarde, Richard se sintió obligado a explicarle por qué eso nunca ocurriría. Las cosas entre ellos se deterioraron tan deprisa que él la abandonó del todo y ella a su vez dejó el grupo.

Daba la casualidad de que la madre de Molly era, desde hacía años, una de las redactoras de la sección de cultura del New York Times, circunstancia que acaso explique por qué los Traumatics, pese a unas ventas discográficas en la franja baja de las cuatro cifras y un promedio de público en las actuaciones en la franja alta de las dos cifras, habían obtenido varias críticas extensas en el Times («Plenamente original, perennemente inaudito», «Inmunes a la indiferencia, los Traumatics siguen en la brecha»), amén de reseñas breves de cada uno de sus discos a partir de Por si te ha pasado inadvertido. Fuera coincidencia o no, Demencialmente feliz —su primer disco sin Molly y, como se vería, el último— no recibió la menor atención del Times, como tampoco de los semanarios gratuitos de la ciudad que habían sido tradicionalmente bastiones del apoyo a los Traumatics. Lo que había sucedido, según la teoría expuesta por Richard durante una cena temprana con Walter y Patty cuando el grupo pasó a rastras una vez más por las Ciudades Gemelas, fue que, sin darse cuenta, había estado comprando la atención de la prensa a crédito desde el principio y al final la prensa había llegado a la conclusión de que conocer a los Traumatics nunca sería una necesidad ni para la formación cultural ni para la credibilidad de nadie, y por tanto no había razón para ampliarles el crédito.

Esa noche, Patty, provista de tapones para los oídos, fue con Walter a la actuación. Las Sick Chelseas, un cuarteto de chicas autóctonas asonantes poco mayores que Jessica, salieron como teloneras de los Traumatics, y Patty, sin poder evitarlo, intentó adivinar a cuál de las cuatro le había tirado los tejos Richard en el camerino, no sentía celos de las chicas; sentía lástima por Richard. Por fin empezaba a comprender, tanto ella como Walter, que pese a ser un buen músico y un buen compositor, la de Richard no era la mejor de las vidas: que no estaba bromeando, pues, al manifestar su autodesprecio y confesar la admiración y envidia que sentía por ella y Walter. Después de tocar las Sick Chelseas, sus amigos, todos en la adolescencia tardía, abandonaron el local y dejaron allí a no más de treinta seguidores incombustibles de los Traumatics —blancos, varones, desaliñados y menos jóvenes aún que antes— para oír las salidas de Richard, con su humor imperturbable («Queremos daros las gracias por venir a este Bar 400 y no al otro Bar 400, más popular… Por lo que se ve, nosotros hemos cometido el mismo error»), y luego una trepidante interpretación de la canción que daba título a su nuevo disco:

¡Vaya cabezas tan pequeñas en esos cuatro por cuatro tan grandes!

Amigos míos, se os ve demencialmente felices al volante.

¡Y cientos de Kathy Lees sonríen en Circuit City!

¡Una pared entera de Regis Philbins! ¡En serio, empiezo a estar

DEMENCIALMENTE FELIZ, DEMENCIALMENTE FELIZ!

Y, después, una canción interminable, y repelente de un modo más propio de ellos, TPC, consistente sobre todo en un ruido de guitarra que recordaba a cuchillas de afeitar y cristales rotos, por encima del cual Richard recitaba su poesía:

Os pueden comprar

Os pueden destripar

Un yogur de etiqueta simpática y banal

Ayer vomitó el gato

Tecno crema, amarillo beige

Golosina creada por aduladores

Os pueden achantar

Os pueden enterrar

Juventud pisoteada, asfixiada, ignorante

Adoctrinada por patanes para el consumismo

Esto no puede ser lo mejor del país

Esto no puede ser lo mejor del país

y por último su canción lenta, con sonido country, El lado oscuro del bar, con la que a Patty se le empañaron los ojos de tristeza por él:

Hay una puerta sin rótulo a ninguna parte

En el lado oscuro del bar

Y lo único que yo siempre quise

Fue perderme en el espacio contigo

La noticia de nuestra desaparición

Nos persigue por el vacío

Nos equivocamos al doblar en las cabinas telefónicas

Y ya nunca volvieron a vernos

El grupo era bueno —Richard y Herrera llevaban casi veinte años tocando juntos—, pero costaba imaginar a una banda tan buena como para vencer la desolación de aquel local demasiado pequeño. Después de un único bis, Odio el sol, Richard no abandonó el escenario por la salida lateral, sino que se limitó a aparcar la guitarra en un soporte, encender un cigarrillo y saltar al suelo.

—Ha sido un detalle quedaros —les dijo a los Berglund—. Sé que tenéis que madrugar.

—¡Ha sido magnífico! ¡Has estado magnífico! —exclamó Patty.

—Creo que éste es tu mejor disco hasta el momento, de verdad —dijo Walter—. Las canciones son geniales. Es otro paso de gigante.

—Ya.

Richard, distraído, escudriñaba el fondo del local para ver si se había quedado alguna de las Sick Chelseas. Y en efecto una de ellas andaba aún por allí. No era la bajista, de una belleza convencional y por la que habría apostado Patty, sino la baterista, alta y adusta, de apariencia arisca, cosa que Patty vio más lógica, claro está, en cuanto se detuvo a pensarlo.

—Ahí hay alguien esperándome para hablar conmigo —dijo Richard—. Supongo que querréis iros a casa directamente, pero si os parece, podemos salir todos juntos.

—No, ve tú —lo instó Walter.

—Ha sido una maravilla oírte tocar, Richard, de verdad —dijo Patty. En un gesto amistoso, le apoyó una mano en el brazo y luego lo observó acercarse a la baterista adusta.

De camino a su casa en Ramsey Hill, en el Volvo familiar, Walter elogió con entusiasmo las excelencias de Demencialmente feliz y el gusto degradado del público norteamericano, que se presentaba a millones en los conciertos de la Dave Matthews Band y ni siquiera conocía la existencia de Richard Katz.

—Perdona —dijo Patty—. ¿Puedes recordarme qué tiene de malo Dave Matthews?

—Básicamente todo, salvo la maestría técnica —respondió Walter.

—Ya.

—Pero quizá sobre todo la banalidad de las letras. «Tengo que ser libre, muy libre, yeah, yeah. No puedo vivir sin mi libertad, yeah, yeah». A eso se reducen casi todas las canciones.

Patty se echó a reír.

—¿Crees que Richard iba a acostarse con esa chica?

—No me cabe duda de que lo intentará —respondió Walter—. Y probablemente lo consiga.

—No me han parecido muy buenas, esas chicas.

—No, no lo eran. Si Richard se acuesta con ella, no será un refrendo del talento del grupo.

En casa, después de ir a ver si los niños estaban bien, Patty se puso una camiseta sin mangas y un pantalón corto muy exiguo de algodón y, ya en la cama, fue a por Walter. Era un comportamiento muy poco habitual en ella, pero afortunadamente no tan inaudito como para suscitar comentarios o interrogatorios; y Walter no se hizo de rogar. No fue nada del otro mundo, sólo una pequeña sorpresa ya entrada la noche, y sin embargo ahora, desde la retrospectiva autobiográfica, parece casi el punto culminante de su vida juntos. O quizá, para ser más exactos, el punto final: la última vez que ella recuerda haberse sentido segura en el matrimonio. El sentimiento de cercanía con Walter en el Bar 400, el recuerdo de las circunstancias en que se conocieron, el ambiente distendido en compañía de Richard, la cordial calidez de los dos como pareja, el elemental placer de tener un amigo tan viejo y querido, y luego el raro deleite, para ambos, del intenso y repentino deseo de Patty de sentir a Walter dentro de ella: el matrimonio iba bien. Y no parecía haber ninguna razón de peso para que dejara de ir bien, quizá incluso cada vez mejor y mejor.

Pocas semanas después, Dorothy se desplomó en la boutique de Grand Rapids. Patty, hablando como su propia madre, le expresó a Walter su preocupación por la asistencia hospitalaria que recibía, y sus recelos se vieron trágicamente confirmados cuando Dorothy sufrió un fallo orgánico múltiple y falleció. El dolor de Walter fue por una parte generalizado, abarcando no sólo la pérdida de su madre sino las dimensiones atrofiadas de toda la vida de ella, pero a la vez quedó amortiguado por el hecho de que su muerte fue para él también un alivio y una liberación: el final de sus responsabilidades para con ella, el corte de su principal atadura con Minnesota. Patty se sorprendió por la intensidad de su propio dolor. Al igual que Walter, Dorothy siempre había tenido el mejor concepto posible de ella, y Patty lamentaba que, tratándose de alguien con un espíritu tan generoso como Dorothy, no hubiese podido haber una excepción a la regla de que en último extremo todo el mundo muere solo. Que Dorothy, en su bondad eternamente confiada, hubiese tenido que cruzar la amarga puerta de la muerte sin compañía de nadie: eso sencillamente le desgarró el corazón.

Naturalmente, también se compadecía a sí misma, como siempre hace la gente que se compadece de los demás por su muerte solitaria. Se ocupó de los preparativos del funeral en un estado mental cuya fragilidad, espera la autobiógrafa, quizá explique al menos en parte su deficiente proceder al descubrir que una vecina de mayor edad, Connie Monaghan, había estado aprovechándose sexualmente de Joey. La larga sucesión de errores que cometió con posteridad a este descubrimiento superaría la actual extensión de este documento ya de por sí largo. La autobiógrafa sigue sintiéndose tan avergonzada por lo que le hizo a Joey que no sabría ni cómo plasmarlo en una narración coherente. Cuando te descubres a ti misma en el callejón trasero de la casa de tu vecino a las tres de la mañana con un cúter en la mano, destrozando los neumáticos de su pickup, puedes alegar demencia como defensa legal. Pero ¿y moralmente?

Sostiene la defensa: Patty había intentado, al principio, prevenir a Walter sobre la clase de persona que ella era. Le había dicho con insistencia que no era normal.

Sostiene la acusación: Walter actuó con la debida cautela. Fue Patty quien lo siguió hasta Hibbing y se echó en sus brazos.

Sostiene la defensa: Pero ¡ella intentaba ser buena y crear una buena vida! Y luego renunció a todos los demás y se afanó por ser una madre y un ama de casa extraordinaria.

Sostiene la acusación: Sus motivaciones no eran las correctas. Competía con su madre y sus hermanas. Quería que sus hijos fuesen un reproche para ellas.

Sostiene la defensa: ¡Ella quería a sus hijos!

Sostiene la acusación: Ella quería a Jessica en la justa medida, pero quería a Joey mucho más de lo debido. Era consciente de lo que hacía, y sin embargo no desistió, porque estaba enfadada con Walter por no ser lo que ella de verdad quería, y porque tenía mal carácter y sentía que merecía una compensación por ser una estrella y una competidora atrapada en una vida de ama de casa.

Sostiene la defensa: Pero el amor surge sin más. Ella no tenía la culpa si todo en Joey, hasta el último detalle, le producía tanta satisfacción.

Sostiene la acusación: La culpa era de ella. Uno no puede tener una pasión desmedida por las galletas y el helado y luego, cuando acaba pesando ciento cincuenta kilos, decir que no tiene la culpa.

Sostiene la defensa: Pero ¡ella eso no lo sabía! Pensaba que hacía lo correcto al conceder a sus hijos la atención y el amor que sus propios padres no le habían concedido.

Sostiene la acusación: Sí lo sabía, porque Walter se lo dijo, y se lo repitió, y se lo volvió a repetir.

Sostiene la defensa: Pero no se podía confiar en Walter. Ella creía que debía hacer piña con Joey y ser el poli bueno porque Walter era el poli malo.

Sostiene la acusación: El problema no era entre Walter y Joey. El problema era entre Patty y Walter, y ella lo sabía.

Sostiene la defensa: ¡Ella quiere a Walter!

Sostiene la acusación: Las pruebas lo desmienten.

Sostiene la defensa: Pues entonces Walter tampoco la quiere a ella. No quiere a la verdadera Patty, quiere a una idea equivocada de ella.

Sostiene la acusación: Eso vendría al caso si fuese mínimamente cierto. Por desgracia para Patty, él no se casó con ella a pesar de quién era ella; se casó con ella porque era ella. Las personas buenas no se enamoran forzosamente de personas buenas.

Sostiene la defensa: ¡No es justo decir que ella no lo quiere!

Sostiene la acusación: Si ella no es capaz de comportarse, da igual si lo quiere o no.

Walter sabía que Patty había rajado los neumáticos de la espantosa pickup de su espantoso vecino. Nunca hablaron de ello, pero él lo sabía. El hecho mismo de que nunca hablaran de ello era el motivo por el que ella sabía que él lo sabía. El vecino, Blake, estaba construyendo un espantoso anexo en la parte de atrás de la casa de su espantosa novia, la espantosa madre de Connie Monaghan, y ese invierno Patty consideraba oportuno beberse una botella o más de vino cada tarde, y despertarse después en plena noche bañada en un sudor fruto de la ansiedad y la rabia y deambular por la planta baja de su casa en pleno delirio y con el corazón acelerado. Blake desplegaba una estúpida suficiencia que ella, en su estado de privación del sueño, identificaba con la estúpida suficiencia del fiscal especial que había llevado a Bill Clinton a mentir sobre Monica Lewinsky, y la estúpida suficiencia de los congresistas que acababan de someterlo a una moción de censura. Bill Clinton era uno de los pocos políticos que Patty no consideraba mojigato —que no pretendía estar libre de todo pecado—, y ella se contaba entre los varios millones de mujeres norteamericanas que se habrían acostado con él sin pensárselo dos veces. Pinchar los neumáticos del espantoso Blake era el menor de los golpes que deseaba asestar en defensa de su presidente. Con esto no se pretende en modo alguno exculparla, sino sólo esclarecer su estado mental.

Un elemento irritante más directo fue el hecho de que Joey, ese invierno, fingía admirar a Blake. Joey era demasiado listo para admirar de verdad a Blake, pero atravesaba una etapa de rebelión adolescente que le exigía apreciar todo aquello que Patty más detestaba para alejarla. Probablemente ella se lo merecía, debido a los miles de errores que había cometido por quererlo demasiado, pero en ese momento ella no creía merecerlo. Se sentía como si la azotaran en la cara con un látigo. Y debido a las cosas monstruosamente malvadas que era capaz de decirle a Joey, como había comprobado en varias ocasiones en las que, mordiendo el anzuelo, había perdido el control y le había devuelto los latigazos, hacía lo posible por desahogar su dolor y su ira en terceras partes de menor riesgo, como eran Blake y Walter.

No se consideraba alcohólica. No era una alcohólica. Simplemente empezaba a parecerse a su padre, quien a veces huía de su familia excediéndose con la bebida. En otro tiempo, Walter incluso veía con manifiesta satisfacción que ella disfrutara de una o dos copas de vino después de acostar a los niños. Decía que se había pasado la infancia sintiendo náuseas por el olor a alcohol y sin embargo había aprendido a perdonarlo y amarlo en el aliento de Patty, porque amaba su aliento, porque su aliento salía de muy dentro de ella y él amaba el interior de ella. Esas eran las cosas que solía decirle: la clase de declaración a la que ella no podía corresponder y que, aun así, la embriagaba. Pero en cuanto ese par de copas se convirtió en seis u ocho, todo cambió. Walter por las noches la necesitaba sobria para que escuchara todo aquello que él consideraba moralmente defectuoso en su hijo, mientras que ella necesitaba no estar sobria para no tener que escucharlo. No era alcoholismo, era defensa propia.

Y aquí: aquí tenemos un grave defecto de Walter: no podía aceptar que Joey no fuese como él. Si Joey hubiese sido tímido y cohibido con las chicas, si Joey hubiese disfrutado desempeñando el papel de niño, si Joey hubiese deseado un padre capaz de enseñarle cosas, si Joey hubiese sido irremediablemente franco, si Joey se hubiese puesto del lado de los desvalidos, si Joey hubiese amado la naturaleza, si Joey hubiese sido indiferente al dinero, él y Walter se habrían llevado de maravilla. Pero Joey, desde la infancia, fue una persona más bien del estilo de Richard Katz, sereno de una manera espontánea, dotado de una seguridad en sí mismo inquebrantable, totalmente encauzado a conseguir lo que quería, impermeable a la moralización, sin miedo a las chicas—, y Walter arrastraba toda la frustración y el desengaño causados por su hijo y los colocaba a los pies de Patty, como si la culpable fuera ella. Él venía rogándole desde hacía quince años que lo respaldara cuando intentaba inculcar disciplina en Joey, que lo ayudara a hacer cumplir las reglas de la casa sobre los videojuegos y el exceso de televisión y la música que denigraba a las mujeres, pero Patty no podía evitar querer a Joey tal como era. Admiraba y encontraba graciosos sus muchos recursos para eludir las prohibiciones: ella lo consideraba un fuera de serie. Un estudiante de sobresalientes, muy aplicado, querido en el colegio, extraordinariamente emprendedor. Si hubiese sido madre soltera, tal vez se habría preocupado más de inculcarle disciplina. Pero Walter había asumido esa tarea, y ella se había permitido creer que tenía una amistad excepcional con su hijo. Escuchaba absorta las malévolas imitaciones que Joey hacía de los profesores que no le caían bien, lo ponía al corriente acerca de los chismes más escabrosos del vecindario sin censura alguna, se sentaba en la cama de él con los brazos alrededor de las rodillas y no se detenía ante nada con tal de hacerlo reír; ni siquiera Walter quedaba a salvo. Ella no tenía la sensación de ser desleal con su marido cuando hacía reír a Joey con las excentricidades de Walter —su abstinencia absoluta de alcohol, su insistencia en ir en bicicleta al trabajo en plena ventisca, su indefensión ante los pelmazos, su odio a los gatos, su desaprobación de los rollos de papel de cocina, su entusiasmo por el teatro difícil—, porque todas esas eran cosas que ella misma había aprendido a amar en él, o al menos a encontrar curiosamente divertidas, y quería que Joey viese a Walter como lo veía ella. O así lo interpretaba, ya que si hubiese sido sincera consigo misma, habría admitido que lo que de verdad quería era que Joey estuviese deslumbrado con ella.

Patty no se explicaba cómo era posible que Joey sintiera tanta lealtad y devoción hacia la vecina. Pensó que aquella Connie Monaghan, aquella taimada competidora, había conseguido de algún modo tenerlo bajo su sucio yugo sólo momentáneamente. Tardó un tiempo catastrófico en comprender la gravedad de la amenaza Monaghan, y durante los meses en que subestimó los sentimientos de Joey hacia la chica —cuando creyó que bastaría con neutralizar a Connie y burlarse alegremente de su chabacana madre y del alcornoque que ésta tenía por novio, y que pronto Joey se reiría de ellos también—, consiguió echar por tierra quince años de esfuerzos por ser buena madre. La suya fue una cagada mayúscula, y acto seguido pasó a desquiciarse casi por completo. Se enzarzó en tremendas peleas con Walter en las que él la culpaba de convertir a Joey en un chico ingobernable y ella era incapaz de defenderse debidamente, porque no se permitía expresar la convicción malsana que albergaba en el fondo de su alma: que Walter había arruinado la amistad entre ella y su hijo. Durmiendo en la misma cama que ella, siendo su marido, reivindicando su pertenencia al bando de los adultos, Walter había llevado a Joey a creer que Patty estaba del lado del enemigo. Odiaba a Walter por eso y se sentía a disgusto en su matrimonio, y Joey se marchó de casa y se instaló en la de los Monaghan e hizo pagar a todos sus errores con amargas lágrimas.

Aunque esto equivale a escarbar apenas en la superficie, ya es más de lo que la autobiógrafa se proponía decir sobre esos años, y ahora seguirá adelante valerosamente.

Una pequeña ventaja de tener toda la casa para ella sola era que Patty podía escuchar la música que le apetecía, sobre todo la música country ante la que Joey aullaba de dolor y repugnancia sólo de oír un acorde y de la que Walter, con sus gustos de radio universitaria, podía tolerar sólo una selección limitada y en general antigua: Patsy Cline, Hank Williams, Roy Orbison, Johnny Cash. A la propia Patty le gustaban todos esos cantantes, pero no le gustaban menos Garth Brooks y las Dixie Chicks. En cuanto Walter se iba a trabajar por la mañana, ella subía el equipo a un volumen incompatible con toda forma de pensamiento y se sumergía en penas lo bastante parecidas a las suyas como para reconfortarla y lo bastante distintas para resultarle incluso un tanto graciosas. A Patty sólo le iban las canciones con una buena letra y una buena historia detrás. Walter había desistido hacía tiempo de despertarle interés por Ligeti y Yo La Tengo, y nunca se cansaba de los hombres traicioneros y las mujeres fuertes y el indómito espíritu humano.

Por esas mismas fechas, Richard creaba Walnut Surprise, su nuevo grupo de country alternativo, con tres chicos cuyas edades sumadas no eran muy superiores a la suya. Richard podría haber perseverado con los Traumatics, y lanzar más discos al vacío, a no ser por un extraño accidente que sólo podía ocurrirle a Herrera, su viejo amigo y bajista, una persona cuyos niveles de dejadez y desorganización eran tales que a su lado Richard parecía el hombre del traje gris. Tras decidir que Jersey City era un sitio demasiado burgués (!) y no lo bastante deprimente, Herrera se había mudado a Bridgeport, Connecticut, instalándose en una barriada. Un día fue a una concentración de apoyo a Ralph Nader y otros candidatos del Partido Verde celebrada en Hartford y allí montó un espectáculo que llamó Pulpodoppler, que consistió en alquilar un pulpo de feria en cuyos tentáculos se sentaron él y siete amigos suyos para interpretar música fúnebre por medio de amplificadores portátiles, mientras el aparato los zarandeaba y distorsionaba la música produciendo un interesante sonido. Más tarde, la novia de Herrera le contó a Richard que el Pulpodoppler había sido «increíble», un «gran éxito» entre las «más de cien» personas que asistieron a la concentración, pero después, cuando Herrera estaba recogiendo el equipo, su furgoneta empezó a rodar cuesta abajo, y Herrera salió corriendo detrás y metió los brazos por la ventanilla y agarró el volante, con lo que la furgoneta viró contra una tapia de ladrillo y lo aplastó. A saber cómo, consiguió acabar de recoger y regresar a Bridgeport, escupiendo sangre, donde habría expirado a causa de una rotura de bazo, cinco costillas rotas, una fractura de clavícula y un pulmón perforado si su novia no lo hubiese llevado al hospital. El accidente, posterior a la decepción de Demencialmente feliz, fue para Richard como una señal cósmica, y como no podía vivir sin hacer música, formó equipo con un joven fan suyo que tocaba de muerte la guitarra acústica con pedal, y así nació Walnut Surprise.

La vida personal de Richard no iba mucho mejor que la de Walter y Patty. Había perdido unos miles de dólares en la última gira de los Traumatics y le había «prestado» a Herrera, que no tenía seguro, otros pocos miles para gastos médicos, y su situación doméstica, tal como se la describió a Walter por teléfono, se desmoronaba. Lo que había hecho viable toda su existencia, durante casi veinte años, era el enorme apartamento en una planta baja de Jersey City por el que pagaba un alquiler tan bajo que podía considerarse literalmente simbólico. Richard nunca se tomaba la molestia de deshacerse de nada, y en el apartamento tenía tanto espacio que tampoco le hacía falta. Walter había estado allí en uno de sus viajes a Nueva York y después había contado que el rellano, ante la puerta de Richard, estaba lleno de equipos estéreo desechados, colchones y piezas de recambio de su pickup, y que el patio trasero estaba llenándose de pertrechos y material sobrante de su oficio de techador. Lo mejor era la habitación del sótano justo debajo del apartamento, donde antes los Traumatics podían ensayar (y más tarde grabar) sin molestar más de la cuenta a los otros inquilinos. Richard siempre había procurado mantener buenas relaciones con ellos, pero después de su ruptura con Molly había cometido el error garrafal de dar un paso más y liarse con una vecina.

En su día, nadie lo vio como un error excepto Walter, que se consideraba la única persona apta para detectar los fantaseos en el trato de su amigo con las mujeres. Cuando Richard dijo, por teléfono, que había llegado el momento de dejar atrás las puerilidades y mantener una relación auténtica con una mujer adulta, todas las alarmas se dispararon en la cabeza de Walter. La mujer era una ecuatoriana llamada Ellie Posada. Se acercaba a la cuarentena y tenía dos hijos cuyo padre, un chófer de limusina, había muerto al ser embestido por otro vehículo cuando su coche se averió en la Pulaski Skyway. (A Patty no le pasó inadvertido que, si bien Richard se tiraba a muchas chicas muy jóvenes por diversión, las mujeres con quienes tenía relaciones más largas eran de su edad o incluso mayores). Ellie trabajaba para una compañía de seguros y vivía en el apartamento de enfrente, al otro lado del rellano. Durante casi un año, Richard le ofreció a Walter informes optimistas sobre lo inesperadamente bien que los hijos de ella lo aceptaban, y él a ellos, y lo maravilloso que era encontrarse con Ellie al volver a casa, y el poco interés que le despertaban las otras mujeres que no eran Ellie, y que no comía tan bien ni se sentía tan sano desde los tiempos en que vivía con Walter, y (esto ultimo activó ya del todo la alarma de Walter) lo fascinante que era el mundo de los seguros. Walter le explicó a Patty que percibía algo reveladoramente abstracto, o teórico, o remoto, en la voz de Richard durante ese año ostensiblemente feliz, y no lo cogió por sorpresa cuando la verdadera naturaleza de Richard por fin se impuso. Resultó que la música que había empezado a hacer con Walnut Surprise era incluso más fascinante que el mundo de los seguros, y resultó que las tías flacas en la órbita de sus jóvenes compañeros de grupo sí le despertaban, después de todo, más interés del que creía, y resultó que Ellie era estrictamente textualista en lo tocante a contratos sexuales en exclusiva, y Richard no tardó en temer volver a casa por la noche, a su propio edificio, porque Ellie lo esperaba allí emboscada. Al poco tiempo, Ellie organizó a los demás inquilinos del edificio para quejarse de su descarada apropiación del espacio comunitario, y su casero, hasta entonces ausente, le envió severas cartas por correo certificado, y Richard se quedó sin casa, a la edad de cuarenta y cuatro años, en pleno invierno, con el límite de crédito superado en todas sus tarjetas y un recibo de trescientos dólares mensuales de un guardamuebles por almacenar allí sus trastos.

Ese fue el momento de gloria de Walter como hermano mayor de Richard. Le ofreció una manera de vivir exenta de alquiler, dedicarse en soledad a componer canciones y ganar un buen dinero a la vez que ponía en orden su vida. Walter había heredado de Dorothy su encantadora casita a orillas de un lago, cerca de Grand Rapids. Tenía planeado llevar a cabo ciertas obras de rehabilitación en el interior y el exterior, y desde que había dejado 3M y se había incorporado a Nature Conservancy, estaba desesperado porque no encontraba nunca tiempo para ocuparse él mismo, así que le propuso a Richard ir a vivir a la casa, empezar de firme con la reforma de la cocina y luego, cuando llegara el deshielo, construir una amplia terraza en la parte trasera, con vistas al lago. Richard recibiría treinta dólares por hora, más electricidad y calefacción gratis, y podría trabajar conforme a su propio horario. Y Richard, que atravesaba horas bajas y (como dijo a Patty más tarde, con conmovedora sencillez) había llegado a considerar a los Berglund lo más parecido que tenía a una familia, necesitó sólo un día para pensárselo antes de aceptar el ofrecimiento. Para Walter, su asentimiento fue una grata confirmación más de que Richard lo quería de verdad. Para Patty, en fin, aquello ocurrió en un momento peligroso.

Richard se detuvo con su vieja pickup Toyota cargada hasta los topes para pasar la noche en Saint Paul de camino al norte. Patty había dado ya cuenta de una botella entera cuando él llegó, a las tres de la tarde, y no desempeñó bien su papel de anfitriona. Walter cocinó mientras ella bebía por los tres. Fue como si ambos hubiesen estado esperando a ver a su viejo amigo para airear sus versiones en conflicto de por qué Joey, en lugar de cenar con ellos, estaba jugando al hockey de mesa con un cretino de derechas en la casa de al lado. Richard, perplejo, salía una y otra vez a fumar y fortalecerse para el siguiente asalto de tirantez entre los Berglund.

—Todo se arreglará —dijo al volver a entrar una de las veces—. Sois unos padres excelentes. Es sólo que, ya sabéis, cuando un chico tiene una gran personalidad, pueden surgir grandes conflictos de individuación. Lleva su tiempo resolver esas cosas.

—Dios mío —exclamó Patty—. ¿Cómo es que sabes tanto?

—Richard es una de esas raras personas que aún leen libros y realmente piensan acerca de las cosas —comentó Walter.

—Ya, no como yo, ya lo sé. —Se volvió hacia Richard—. Resulta que muy de vez en cuando no leo todos los libros que él me recomienda. A veces decido… saltarme alguno, así sin más. Creo que aquí ése es el subtexto. Mi intelecto inferior.

Richard le lanzó una mirada severa.

—Deberías aflojar un poco con la bebida —dijo.

Eso le sentó a Patty como un puñetazo en el esternón. Así como la desaprobación de Walter fomentaba activamente su mala conducta, la de Richard tenía el efecto de poner en evidencia su infantilismo, de sacar a la luz su lado menos atractivo.

—Patty está sufriendo mucho —explicó Walter en voz baja, como para advertirle a Richard que seguía depositando en ella su lealtad, por inexplicable que eso fuera.

—Por mí puedes beber todo lo que te dé la gana —dijo Richard—. Lo que estoy diciendo es que si quieres que el chico vuelva a casa, puede que sirva de algo tener la casa en orden.

—Ni siquiera sé muy bien si lo quiero en casa en estos momentos —declaró Walter—. En cierto modo, no me ha venido mal descansar un poco de su desprecio.

—Vamos a ver —dijo Patty—. Tenemos individuación para Joey, tenemos alivio para Walter, pero ¿qué hay para Patty? ¿Qué recibe ella? Vino, supongo. ¿No? Patty recibe vino.

—¡Vaya! —exclamó Richard—. Ahí detecto cierta autocompasión.

—Por el amor de Dios —dijo Walter.

Para Patty, era espantoso ver, a través de los ojos de Richard, en qué se había convertido. A dos mil kilómetros de distancia había sido fácil sonreír ante las complicaciones amorosas de Richard, su eterna adolescencia, su fallida determinación de dejar atrás las puerilidades, y sentir que allí, en Ramsey Hill, se desarrollaba una clase de vida más adulta. Pero ahora Patty estaba en la cocina con Richard —siendo su estatura, como siempre, una sobrecogedora sorpresa para ella, sus facciones gaddafianas ahora curtidas y más pronunciadas, su mata de cabello oscuro salpicada de atractivas canas—, y en un instante él puso al descubierto hasta qué punto, encerrándose entre las cuatro paredes de su preciosa casa, se las había arreglado para seguir siendo una niñita ensimismada. Había huido del infantilismo de su familia sólo para ser ella misma igual de infantil. No trabajaba, sus hijos eran más adultos que ella, apenas había sexo en su vida. Le daba vergüenza que él la viera. Durante todos esos años, había guardado como un tesoro el recuerdo de aquel viaje por carretera, lo había tenido a buen recaudo en algún rincón profundo de su interior, dejándolo envejecer como un vino, de forma que, simbólicamente, lo que podría haber ocurrido entre los dos permaneció vivo y acumuló años a la vez que ellos. La naturaleza de la posibilidad se alteró al envejecer en su botella herméticamente cerrada, pero no se echó a perder, siguió siendo potencialmente bebible. Era como si le diese tranquilidad: el casquivano Richard Katz la había invitado en su día a irse a Nueva York con él, y ella se había negado. Y ahora se daba cuenta de que no era así como se hacían las cosas. Tenía cuarenta y dos años y la nariz cada vez más roja a fuerza de beber.

Se levantó con cuidado, procurando no tambalearse, y vertió por el desagüe el resto de una botella medio extinta. Dejó su copa vacía en el fregadero y anunció que subía a echarse un rato, y que los hombres podían cenar sin ella.

—Patty —dijo Walter.

—Estoy bien. De verdad que estoy bien. Es sólo que he bebido demasiado. Puede que baje después. Lo siento, Richard. Me he alegrado mucho de verte. Lo que pasa es que estoy un poco alterada.

Aunque Patty adoraba la casa del lago y se retiraba allí sola durante semanas enteras, no fue ni una sola vez en la primavera que Richard pasó allí reformándola. Walter encontró tiempo para ir varios fines de semana largos y echar una mano, pero a Patty la vencía la vergüenza. Se quedó en casa y se puso en forma: siguió el consejo de Richard en cuanto a la bebida, empezó a comer y a correr otra vez, ganó suficiente peso como para rellenar las arrugas más visibles en su rostro demacrado, y en general reconoció las realidades de su aspecto físico que venía pasando por alto en su mundo de fantasía. Una de las razones por las que se había resistido a someterse a cualquier cambio de look era que su detestable vecina Carol Monaghan había hecho precisamente eso cuando Blake, su detestable gigoló, apareció en escena. Todo lo que hacía Carol era por definición anatema para Patty; aun así, aceptó la humillación y siguió el ejemplo de Carol. Se quitó la cola de caballo, se tiñó el pelo, se hizo un peinado acorde con su edad. Se esforzaba por ver más a menudo a sus viejas amigas del baloncesto, y ellas la premiaban diciéndole lo guapa que estaba.

En principio, Richard tenía intención de volver al este a finales de mayo, pero, como era Richard, trabajaba aún en la terraza a mediados de junio, cuando Patty fue a disfrutar de unas semanas en el campo. Walter la acompañó y se quedó los cuatro primeros días. Iba de camino a una excursión de pesca para personas importantes, organizada con fines recaudatorios por uno de los principales donantes de Nature Conservancy en su «campamento» de lujo en Saskatchewan. Para compensar su deplorable espectáculo de ese invierno, Patty fue un torbellino de hospitalidad en la casa del lago, preparando magníficas comidas para Walter y Richard mientras ellos daban martillazos y serraban en el jardín trasero. Permaneció orgullosamente sobria todo el tiempo. Por la noche sin Joey en la casa, no sintió el menor interés por la televisión. Se sentaba en la butaca preferida de Dorothy a leer Guerra y paz por recomendación, ya antigua, de Walter, mientras los hombres jugaban al ajedrez. Afortunadamente para todos los afectados Walter era mejor que Richard en el ajedrez y solía ganar, pero Richard era terco y siempre quería jugar una partida más, y Patty sabía que eso era duro para Walter, que se esforzaba mucho por ganar, poniéndose muy tenso, y después tardaba horas en conciliar el sueño.

—Ya estamos con el rollo de apelotonar piezas en el centro del tablero —se quejó Richard—. Siempre estás acaparando el centro. Eso me fastidia.

—Soy un apelotonador del centro —afirmó Walter con voz ahogada por contener el júbilo competitivo.

—Me saca de quicio.

—Ya, porque es eficaz —dijo Walter.

—Sólo es eficaz porque yo no tengo la disciplina suficiente para hacerte pagar por ello.

—Tienes una manera de jugar muy entretenida. Nunca adivino qué vas a mover.

—Sí, y siempre pierdo.

Los días eran soleados y largos, las noches sorprendentemente frescas. A Patty le encantaban los inicios del verano en el norte, la transportaban a sus primeros tiempos en Hibbing con Walter. El aire tonificante y la tierra húmeda, el olor de las coníferas, los albores de su vida. Sentía que nunca había sido tan joven como a los veintiún años. Fue como si su infancia en Westchester, aunque cronológicamente anterior, de algún modo hubiese tenido lugar en una etapa más tardía y decadente. Dentro de la casa flotaba un tenue y agradable olor a humedad que le recordaba a Dorothy. Fuera estaba el lago que Joey y Patty habían decidido llamar Sin Nombre, recién deshelado, oscurecido por la corteza de los árboles y la pinaza, reflejando las resplandecientes nubes del buen tiempo. En verano, los árboles caducifolios ocultaban la única otra casa de las inmediaciones, que utilizaba una familia, los Lundner, los fines de semana en agosto. Entre la casa de los Berglund y el lago había una loma cubierta de hierba con unos cuantos abedules ya maduros, y cuando el sol o la brisa ahuyentaban a los mosquitos, podía tumbarse en la hierba con un libro durante horas y sentirse totalmente apartada del mundo, salvo por algún esporádico avión en el cielo o algún coche aún más esporádico que circulaba por el camino sin asfaltar.

El día antes de marcharse Walter a Saskatchewan, Patty notó que empezaba a acelerársele el corazón. Era cosa exclusivamente de su corazón, eso de acelerarse. A la mañana siguiente, después de llevar a Walter al aeródromo de Grand Rapids y regresar a casa, se le aceleró de tal modo que se le resbaló un huevo de la mano y cayó al suelo mientras preparaba masa para tortitas. Apoyó las manos en la encimera y respiró hondo varias veces antes de arrodillarse para limpiarlo. De los acabados de la cocina se ocuparía Walter en fecha posterior, pero enlechar el suelo recién embaldosado debería contarse entre las aptitudes de Richard, y aún no se había puesto a ello. A cambio, como les había dicho, había aprendido por su cuenta a tocar el banjo.

Aunque el sol había salido hacía cuatro horas, era aún bastante temprano cuando él salió de su habitación con vaqueros y una camiseta que anunciaba su apoyo al subcomandante Marcos y la liberación de Chiapas.

—¿Unas tortitas de trigo sarraceno? —ofreció Patty animadamente.

—No estaría nada mal.

—Puedo freírte unos huevos, si lo prefieres.

—Nada me gusta más que una buena tortita.

—No me costaría nada preparar también un poco de beicon.

—Al beicon no diría que no.

—¡Perfecto! Marchando una de tortitas y beicon.

Si a Richard también se le aceleraba el corazón, no dio la menor señal. Allí de pie, Patty lo observó mientras liquidaba dos pilas de tortitas con el tenedor cogido civilizadamente, cosa que, como ella por casualidad sabía, le había enseñado a hacer Walter en su primer año de universidad.

—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó él con un interés entre bajo y moderado.

—Caramba. No me lo había planteado. ¡Ninguno! Estoy de vacaciones. Creo que esta mañana no haré nada y luego te prepararé la comida.

Él asintió y comió, y ella se vio como una persona que se abstraía en fantasías esencialmente desconectadas de la realidad. Fue al cuarto de baño y se sentó en la tapa cerrada del inodoro, con el corazón acelerado, hasta que oyó a Richard salir y empezar a manipular tablones. Existe una tristeza peligrosa en los primeros sonidos del trabajo de una persona por la mañana; es como si la quietud experimentara dolor al verse interrumpida. El primer minuto de la jornada laboral recuerda todos los demás minutos de que se compone el día, y nunca es bueno pensar en los minutos, como unidades individuales. Sólo cuando otros minutos se han sumado al primer minuto desnudo y solitario el día pasa a estar más sólidamente integrado en su diurnidad. Patty, antes de salir del cuarto de baño, esperó a que eso sucediera.

Cogió Guerra y paz y se fue al montículo cubierto de hierba, con la vaga y antigua finalidad de impresionar a Richard con su cultura, pero estaba atascada en un pasaje militar y no paraba de leer la misma página una y otra vez. Un pájaro melodioso cuyo nombre Walter había intentado enseñarle hasta la desesperación, un zorzalito, o algo por el estilo, se acostumbró a su presencia e inició su canto en un árbol justo encima de ella. Sus trinos eran como una idea fija que no podía quitarse de su cabecita.

Se sentía así: como si una partida de combatientes de la resistencia, bien organizada e implacable, se hubiese reunido al amparo de la oscuridad de su mente, y por tanto era absolutamente vital impedir que el foco de su conciencia iluminara cualquier sitio cerca de ellos, ni siquiera por un segundo. Su amor por Walter y su lealtad hacia él, su deseo de ser buena persona, su comprensión de la eterna competencia entre Walter y Richard, su valoración sobria de la personalidad de Richard, y sencillamente la total mezquindad implícita en el hecho de acostarse con el mejor amigo del esposo de una: estas consideraciones superiores estaban listas para aniquilar a los combatientes de la resistencia. Y por eso debía mantener las fuerzas de la conciencia distraídas. Ni siquiera podía plantearse cómo iba vestida. Tuvo que apartar al instante la idea de ponerse una prenda sin mangas especialmente favorecedora antes de llevarle a Richard el café y las galletas de media mañana, tuvo que descartar la idea en el acto—, porque el menor asomo de coqueteo normal y corriente atraería el haz del reflector, y el espectáculo que éste iluminaría sería demasiado repulsivo y vergonzoso y deplorable. Aun cuando a Richard no le causase repugnancia, se la causaría a ella. Y si él lo notaba y le llamaba la atención al respecto, tal como lo había hecho en cuanto a la bebida: desastre, humillación, lo peor.

Ahora bien, su pulso sabía —y se lo revelaba con su aceleración— que probablemente no surgiría otra ocasión como aquélla. No antes de que ella estuviese ya claramente cuesta abajo en el sentido físico. Su pulso registraba la conciencia encubierta y nítida de que al campamento de pesca de Saskatchewan sólo podía accederse mediante biplano, radio o teléfono por vía satélite, y que Walter no la llamaría en los siguientes cinco días a menos que hubiese una urgencia.

Dejó la comida de Richard en la mesa y se fue a la cercana aldea de Fen City. Vio lo fácil que era tener un accidente de tráfico, y se abstrajo tanto en imaginarse a sí misma muerta y a Walter llorando junto a su cuerpo mutilado y a Richard consolándolo heroicamente, que estuvo a punto de saltarse el único stop de Fen City; apenas oyó el chirrido de los frenos.

¡Todo estaba en su cabeza, todo estaba en su cabeza! Lo único que le daba esperanza era lo bien que ocultaba su agitación interior. Había estado un poco ensimismada y nerviosa los últimos cuatro días, pero se había comportado infinitamente mejor que en febrero. Si ella misma era capaz de mantener ocultas sus fuerzas oscuras, en buena lógica cabía pensar que quizá existían en Richard las correspondientes fuerzas oscuras que él conseguía ocultar igual de bien. Pero ése era ciertamente un mínimo atisbo de esperanza; era la manera de razonar de las personas dementes absortas en fantasías.

Se detuvo ante la exigua selección de cervezas nacionales de la cooperativa de Fen City, las Miller y las Coors y las Budweiser, e intentó tomar una decisión. Cogió un pack de seis en la mano como si pudiera juzgar por adelantado, a través del aluminio de las latas, cómo se sentiría si las bebiera. Richard le había dicho que debía aflojar un poco con la bebida; ebria, él la había encontrado desagradable. Volvió a dejar el pack en la estantería y se obligó a alejarse hacia zonas menos tentadoras de la tienda, pero resultaba difícil planear la cena con ganas de vomitar. Volvió a la estantería de las cervezas como un pájaro que repite su canto. Las diversas latas tenían distintas ornamentaciones, pero todas contenían la misma bebida barata y de baja graduación. Le pasó por la cabeza ir hasta Grand Rapids y comprar vino de verdad. Le pasó por la cabeza volver a la casa sin comprar nada de nada. Pero ¿en qué situación estaría entonces? La invadió una sensación de hastío mientras permanecía allí inmóvil, vacilante: una premonición de que ninguno de los posibles desenlaces inminentes le proporcionaría tanto alivio o satisfacción como para justificar aquella desdicha que le aceleraba el corazón. En otras palabras, vio qué implicaba haberse convertido en una persona profundamente infeliz. Así y todo, la autobiógrafa ahora envidia y compadece a esa Patty más joven que estaba allí en la cooperativa de Fen City y creía inocentemente haber tocado fondo: que, de una manera u otra, la crisis se resolvería en el transcurso de los siguientes cinco días.

Su parálisis había despertado el interés de la cajera, una adolescente regordeta. Patty le dirigió una sonrisa de loca y fue a por un pollo envuelto en plástico, cinco patatas feas y unos puerros humildes y mustios. Lo único peor que vivir sobria su angustia, decidió, sería estar ebria y seguir viviéndola.

—Voy a preparar un pollo al horno para los dos —le anunció a Richard al llegar a casa.

Motas de serrín se habían posado en su pelo y sus cejas y se habían adherido a su frente ancha y sudorosa.

—Muy amable por tu parte —dijo él.

—La terraza está quedando muy bien —comentó ella—. Es una mejora extraordinaria. ¿Cuánto tiempo crees que te llevará acabarla?

—Un par de días, quizá.

—Oye, podemos terminarla Walter y yo si prefieres volver ya mismo a Nueva York. Sé que querías estar allí por estas fechas.

—Me gusta ver un trabajo acabado —dijo él—. No serán más que un par de días. A menos que quieras quedarte sola aquí.

—¿Que si yo quiero quedarme sola aquí?

—Bueno, lo digo por el ruido.

—Ah, no; me gustan los ruidos de las obras. Tienen algo de reconfortante.

—A menos que sean las de tus vecinos.

—Ya, pero eso es distinto: odio a esos vecinos.

—Vale.

—Quizá deba ponerme ya a preparar el pollo.

Debió de delatar algo al decirlo, porque Richard la miró con presión un poco ceñuda.

—¿Algún problema?

—No no no —contestó ella—. Me encanta estar aquí. Me encanta. Este es mi sitio preferido en el mundo. No resuelve nada, no sé si me explico. Pero me encanta levantarme por la mañana. Me encanta el olor del aire.

—Quería decir si tienes algún problema con que yo esté aquí.

—Claro que no. Dios mío. No. Claro que no. ¡Nada más lejos! O sea, ya sabes lo mucho que te quiere Walter. Yo tengo la sensación de que somos amigos tuyos desde hace un montón de tiempo, pero en realidad apenas he hablado contigo. Ésta es una buena oportunidad. Pero desde luego no deberías sentirte obligado a quedarte si quieres volver a Nueva York. Estoy más que acostumbrada a estar aquí sola. No pasa nada.

Tuvo la impresión de que había tardado mucho en llegar al final de esta alocución. Siguió un breve silencio.

—Sólo intento captar lo que de verdad estás diciendo —explicó Richard—. Si de verdad quieres que me quede o no.

—¡Por Dios! —exclamó ella—. No paro de repetirlo, ¿no? ¿No acabo de decirlo?

Ella advirtió que a él se le agotaba la paciencia con ella, la paciencia con una mujer. Richard alzo la vista al cielo y cogió un tablón de cinco por diez.

—Voy a guardar las cosas y después me voy a nadar.

—El agua estará fría.

—Cada día un poco menos.

Cuando Patty volvió a entrar en la casa, sintió un aguijonazo de envidia al pensar que Walter podía decirle a Richard que lo quería, sin desear a cambio nada desestabilizador, nada peor que ser querido a su vez. ¡Qué fácil lo tenían los hombres! En comparación ella se sentía como una araña sedentaria y abotargada, tejiendo su tela año tras año, esperando. De pronto entendió cómo se sentían las chicas tiempo atrás, las chicas de la universidad molestas por el libre acceso de Walter a Richard e irritadas por su fastidiosa presencia. Vio a Walter, por un momento, como lo había visto Eliza.

Puede que tenga que hacerlo, puede que tenga que hacerlo, puede que tenga que hacerlo, se dijo mientras lavaba el pollo y se aseguraba a sí misma que no lo pensaba en serio. Oyó un chapuzón en el lago y vio a Richard nadar a la sombra de los árboles en dirección a las aguas aún doradas por la luz vespertina. Si de verdad odiaba el sol, tal como afirmaba en su antigua canción, el norte de Minnesota en junio era un sitio que debía de ponerlo a prueba. Los días se alargaban tanto que uno se sorprendía de que el sol no se quedase sin combustible al final de la jornada. Seguía ardiendo y ardiendo. Cedió a un impulso de llevarse la mano entre las piernas, para sondear las aguas, por sentir la impresión que le causaría, en lugar de ir a darse un baño ella misma. ¿Estoy viva? ¿Tengo un cuerpo?

Al cortar las patatas, los trozos formaban ángulos muy extraños. Parecían una especie de rompecabezas geométrico.

Richard, después de la ducha, entró en la cocina con una camiseta sin texto que décadas atrás debió de ser de un vivo color rojo. Tenía el pelo momentáneamente bajo control, de un negro brillante y juvenil.

—Este invierno has cambiado de look —le comentó a Patty.

—No.

—¿Cómo que no? Llevas un peinado distinto, y te queda muy bien.

—En realidad no es muy distinto. Sólo un poco distinto.

—Y… ¿es posible que hayas aumentado un poco de peso?

—No. Bueno, sí. Un poco.

—Te sienta bien. Se te ve más guapa cuando no estás tan flaca.

—¿Es una manera delicada de decir que he engordado?

Richard cerró los ojos e hizo una mueca como en un esfuerzo por no perder la paciencia. Cuando volvió a abrirlos, dijo:

—¿A qué viene toda esta tontería?

—¿Eh?

—¿Quieres que me vaya? ¿Es eso? Con ese comportamiento tan raro y postizo tuyo, tengo la impresión de que no estás a gusto conmigo.

El pollo al horno olía como uno de los platos que ella solía comer. Se lavó y secó las manos, hurgó en el fondo de un armario inacabado y encontró una botella de jerez para cocinar cubierta de polvo de las obras. Llenó de jerez un vaso grande y se sentó a la mesa.

—Vale, ¿quieres que te sea sincera? Tu presencia me pone un poco nerviosa.

—No tiene por qué.

—No puedo evitarlo.

—No hay ninguna razón para eso.

Eso era lo que ella no quería oír.

—Voy a tomarme sólo este vaso —dijo.

—Te equivocas. Me importa un carajo lo que bebes.

Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Vale. Muy bien. Bueno es saberlo.

—¿Has estado deseando una copa todo este tiempo? Dios mío. Tómate una copa.

—Es lo que estoy haciendo.

—Eres muy rara, ¿sabes? Y lo digo como un cumplido.

—Y así me lo tomo.

—Walter tuvo mucha, mucha suerte.

—Ya, en fin, he ahí la desgracia, ¿no? No sé si él sigue viéndolo de esa manera.

—Desde luego que sí. Créeme, lo ve así.

Ella negó con la cabeza.

—Iba a decir que dudo que le gusten esas cosas raras en mí. Sí le gusta lo raro bueno, pero no está muy contento con lo raro malo, y últimamente lo que recibe es sobre todo lo raro malo. Iba a decir que resulta curioso que tú, a quien no parece importarle lo raro malo, no seas la persona con quien me casé.

—Tú no querrías estar casada conmigo.

—No, seguro que iría muy mal. Ya he oído tus historias.

—Lamento saberlo, aunque no me sorprende.

—Walter me lo cuenta todo.

—No me cabe duda.

En el lago un pato graznaba como respondiendo a algo. En el extremo más alejado, entre los juncos, anidaban ánades reales.

—¿Walter te ha contado que rajé los neumáticos de nieve de los Blake? —preguntó Patty.

Richard enarcó las cejas, y ella se lo contó.

—Eso sí que es estar mal del coco —dijo él con admiración cuando acabó.

—Lo sé. ¿Verdad que sí?

—¿Walter lo sabe?

—Mmm. Buena pregunta.

—Deduzco que no se lo cuentas todo.

—Vamos, Richard, por Dios, no le cuento nada.

—Pues podrías, creo yo. Quizá descubrieras que sabe muchas más cosas de lo que crees.

Patty respiró hondo y preguntó qué clase de secretos sabía Walter sobre ella.

—Sabe que no eres feliz.

—Sinceramente, no creo que eso requiera un gran poder de discernimiento. ¿Qué más?

—Sabe que lo culpas a él de que Joey se haya marchado de casa.

—Ah, eso. Eso se lo he dicho yo, más o menos, así que no vale.

—De acuerdo. Pues entonces, ¿por qué no me lo cuentas tú? Aparte del hecho de que te dedicas a rajar neumáticos, ¿qué más no sabe de ti?

Cuando Patty se detuvo a pensar en la pregunta, lo único que vio fue el gran vacío de su vida, el vacío de su nido, el sinsentido de su existencia ahora que los chicos habían alzado el vuelo. El jerez la había entristecido.

—¿Por qué no me cantas una canción mientras yo sirvo la cena? ¿Quieres?.

—No lo sé —contestó Richard—. Me resulta un poco raro.

—¿Por qué?

—No lo sé. Sencillamente me resulta raro.

—Eres cantante. A eso te dedicas, a cantar.

—Creo que siempre he tenido la sensación de que no te gusta especialmente lo que canto.

—Cántame El lado oscuro del bar. Esa me encanta.

Richard suspiró y agachó la cabeza y se cruzó de brazos y pareció dormirse.

—Y bien —dijo ella.

—Creo que me iré mañana, si no te importa.

—Vale.

—No quedan más de un par de días de trabajo. La terraza ya puede utlizarse tal como está ahora.

—Vale. —Patty se levantó y dejó el vaso de jerez en el fregadero—. Pero ¿puedo preguntarte el motivo? Lo digo porque es muy agradable tenerte aquí.

—Pienso que es mejor que me vaya, sólo eso.

—Vale. Lo que más te convenga. Creo que al pollo le faltan otros diez minutos, por si quieres ir poniendo la mesa.

Él no se movió de la silla.

—Molly compuso esa canción —dijo al cabo de un rato—. La verdad es que no tenía ningún derecho a grabarla. Fue una cabronada por mi parte. Una cabronada con toda la intención y mala fe.

—Es muy triste y bonita. ¿Qué ibas a hacer? ¿No usarla?

—Pues sí, eso: no usarla. Habría sido lo correcto.

—Lamento lo vuestro. Estuvisteis juntos mucho tiempo.

—Lo estábamos y no lo estábamos.

—Sí, ya lo sé, pero aun así…

Él se quedó cavilando mientras ella ponía la mesa, revolvía la ensalada y trinchaba el pollo. Pensaba que no tendría apetito, pero en cuanto comió un trozo de pollo, recordó que no probaba bocado desde la noche anterior, y que su día había empezado a las cinco de la mañana. Richard también comió, en silencio. En un momento dado, el silencio pasó a ser perceptible y emocionante, y luego, al cabo de un rato, agotador y descorazonador. Ella recogió la mesa, guardó las sobras, lavó los platos y vio que Richard se había retirado a fumar al pequeño porche cerrado con mosquiteras. El sol por fin se había puesto, pero el cielo seguía iluminado. Sí, pensó Patty, era mejor que se fuese. Mejor, mejor, mejor.

Salió al porche.

—Me parece que me voy a la cama a leer un rato —anunció.

Richard asintió.

—Buena idea. Ya nos veremos por la mañana.

—Los atardeceres son larguísimos —dijo ella—. La luz se niega a extinguirse.

—Ha sido maravilloso estar en un sitio como éste. Habéis sido muy generosos.

—Ah, eso fue cosa de Walter. A mí no se me ocurrió ofrecértelo, la verdad.

—Él confía en ti —dijo Richard—. Si tú confías en él, todo irá bien.

—Ya, bueno, puede que sí, puede que no.

—¿No quieres estar con él?

Ésa era una buena pregunta.

—No quiero perderlo —contestó ella—, si te refieres a eso. No me paso la vida pensando en dejarlo. Más bien cuento los días que tardará Joey en hartarse de los Monaghan. Todavía le queda todo un año de instituto.

—No acabo de entender qué quieres decir con eso.

—Sólo que sigo comprometida con mi familia.

—Eso está bien. Es una familia fantástica.

—En fin, ya nos veremos por la mañana.

—Patty. —Richard apagó el cigarrillo en el cuenco navideño danés de Dorothy que empleaba como cenicero—. No voy a ser yo quien destruya el matrimonio de mi mejor amigo.

—¡No! ¡Por Dios! ¡Claro que no! —Casi rompió a llorar por la decepción—. A ver, Richard, perdona pero, en serio, ¿yo qué he dicho? Sólo he dicho que me iba a la cama y que ya nos veremos por la mañana. ¡No he dicho nada más! He dicho que me importa mi familia. Eso es lo que he dicho exactamente.

Él le lanzó una mirada de extrema impaciencia y escepticismo.

—¡Es la verdad! —dijo Patty.

—Vale, sí —dijo él—. No pretendía dar nada por supuesto. Sólo intentaba entender la tensión en el ambiente. Recordarás que ya tuvimos en su día una conversación como ésta.

—Lo recuerdo, sí.

—Y he pensado que era preferible comentarlo a no comentarlo.

—Me parece bien. Te lo agradezco. Eres un buen amigo, desde luego. Y no debes sentirte obligado a marcharte mañana por mí. Aquí no hay nada que temer. No hay razón para que huyas.

—Gracias. Pero es posible que me vaya igualmente.

—Me parece bien.

Y entró a acostarse en la cama de Dorothy, que Richard había estado usando hasta que Walter y ella llegaron y lo echaron. El aire fresco salía de los rincones donde se había escondido durante el largo día, pero el crepúsculo azul persistía en todas las ventanas. Era una luz de ensueño, una luz delirante, se negaba a desaparecer. Para atenuarla, encendió una lámpara. ¡Los combatientes de la resistencia habían quedado al descubierto! ¡Se acabó lo que se daba! Se tendió con su pijama de franela y reprodujo todo lo que había dicho en las últimas horas, y la mayor parte la horrorizó. Oyó la resonancia armoniosa del inodoro mientras Richard vaciaba la vejiga, y luego la cadena, y el agua armoniosa en las cañerías, y la bomba de agua activándose por un momento con voz más grave. Por la mera necesidad de darse un respiro de sí misma, cogió Guerra y paz y leyó durante largo rato.

La autobiógrafa se pregunta si las cosas se habrían desarrollado de otra manera en el caso de que ella no hubiese llegado precisamente a las páginas en que Natasha Rostov, destinada sin lugar a dudas al torpe y bonachón Pierre, se enamora de su gran amigo el superguay príncipe Andréi. Patty no lo había visto venir. La pérdida de Pierre se desplegó ante ella, mientras la leía, como una catástrofe en cámara lenta. Probablemente los acontecimientos no se habrían desarrollado de una manera distinta, pero el efecto que ejercieron esas páginas en ella, su pertinencia, fue casi psicodélico. Leyó hasta pasadas las doce de la noche, absorta ahora incluso en la parte militar, y vio con alivio, al apagar la lamparilla, que por fin la luz crepuscular había desaparecido.

Dormida, a alguna hora todavía oscura después de ese momento, se levantó de la cama y, dejándose llevar, salió al pasillo, entró en la habitación de Richard y se metió en su cama. La habitación estaba fría, y se arrimó a él.

—Patty —dijo Richard.

Pero ella estaba dormida y cabeceó, resistiéndose a despertar, y no había manera de oponerse a ella, tal era su determinación en el sueño. Se extendió sobre él y en torno a él, intentando maximizar el contacto, sintiéndose tan grande como para cubrirlo por entero, apretando la cara contra su cabeza.

—Patty.

—Mmm.

—Si estás dormida, tienes que despertarte.

—No; estoy dormida… estoy durmiendo. No me despiertes.

El pene de Richard forcejeaba por escapar del calzoncillo. Ella se lo frotó con el vientre.

—Lo siento —dijo él, revolviéndose bajo ella—. Tienes que despertarte.

—No, no me despiertes. Sólo fóllame.

—Por Dios. —Intentó apartarse, pero ella se pegó a él como una lapa. La agarró por las muñecas para mantenerla a distancia—. Personas en estado de inconsciencia: lo creas o no, es ahí donde pongo el límite.

—Mmm —dijo ella, mientras se desabrochaba el pijama—. Estamos los dos dormidos. Estamos teniendo los dos un sueño maravilloso.

—Sí, pero la gente se despierta por la mañana y se acuerda de los sueños.

—Pero si son sólo sueños… estoy soñando. Me vuelvo a dormir. Tú duérmete también. Duerme. Dormiremos los dos… y luego me iré.

El hecho de que pudiera decir todo esto, y no sólo decirlo, sino recordarlo más tarde con claridad, arroja dudas, debe admitirse, sobre la autenticidad de su sonambulismo. Pero la autobiógrafa es rotunda al insistir en que no estaba despierta en el momento en que traicionó a Wallter y sintió que su amigo la abría en dos. Tal vez fuera por la forma en que emulaba al proverbial avestruz y mantenía los ojos firmemente cerrados, o tal vez fuera por la circunstancia de que luego no conservó recuerdo alguno de un placer concreto, sino sólo la conciencia abstracta del acto realizado, pero si lleva a cabo un experimento mental e imagina que suena un teléfono en medio de ese acto, el estado al que imagina que es lanzada por el sobresalto es uno de vigilia, de lo que se desprende lógicamente, a falta de un teléfono sonando, que el estado en que se hallaba era de sueño.

Sólo después de consumado el acto despertó realmente, un tanto alarmada, se obligó a reflexionar y se obligó a volver rápidamente a su cama. No tuvo conciencia de nada más hasta que vio luz por las ventanas. Oyó a Richard levantarse y hacer pis en el cuarto de baño. Aguzó el oído para descifrar los sonidos que él producía a continuación: si estaba cargando sus bártulos en la pickup o si reanudaba el trabajo. ¡Daba la impresión de que reanudaba el trabajo! Cuando por fin Patty reunió valor para salir de su escondrijo, lo encontró arrodillado en la parte de atrás de la casa, ordenando una pila de tablones sobrantes. Brillaba el sol, pero no era más que un disco tenue entre nubes vaporosas. Un cambio de tiempo rizaba la superficie del lago. Sin el juego de luces y sombras de los días anteriores, el bosque parecía menos espeso y más vacío.

—Eh, buenos días —saludó Patty.

—Buenos días —contestó Richard sin levantar la vista hacia ella.

—¿Has desayunado? ¿Te apetece desayunar? ¿Te preparo unos huevos?

—Ya he tomado un café, gracias.

—Te prepararé unos huevos.

Él se irguió, poniéndose en jarras, y examinó los tablones, todavía sin mirarla.

—Estoy poniendo esto en orden para Walter; así sabrá lo que hay.

—Vale.

—Tardaré un par de horas en recoger mis cosas. Mejor será que tú sigas con lo tuyo.

—Vale.¿Necesitas ayuda?

Richard negó con la cabeza.

—¿Y seguro que no quieres desayunar?

A eso no respondió.

En la mente de Patty cobró forma con curiosa nitidez una especie de lista de nombres en PowerPoint ordenada de mayor a menor conforme a la bondad de cada uno de ellos, encabezada naturalmente por Walter, seguido de cerca por Jessica y, ya a cierta distancia, por Joey y Richard, y luego, muy abajo, en el sótano, en último y solitario lugar, aparecía su propio y vil nombre.

Se llevó el café a su habitación y se sentó a escuchar los sonidos de Richard mientras organizaba el material, el tintineo de los clavos al guardarlos, el ruido de las cajas de herramientas. A última hora de la mañana se atrevió a salir para preguntarle si al menos se quedaría a comer algo antes de marcharse. Él contestó con un gesto de asentimiento, aunque no de manera cordial. Ella, asustada como estaba, ni siquiera tenía ganas de llorar, así que fue a hervir unos huevos para una ensalada. Su plan o su esperanza o su fantasía, en la medida en que se permitió ser consciente de que lo tenía, era que Richard olvidase su propósito de marcharse aquel día, y poder volver ella a su estado de sonambulismo esa noche, y que al día siguiente todo fuera de nuevo agradable y tácito, y luego más sonambulismo, y luego otro día agradable, y que luego Richard cargara su pickup y regresara a Nueva York, y mucho más adelante en la vida ella recordaría los sueños asombrosos e intensos que había tenido durante unas noches en el lago Sin Nombre, y se preguntaría sin riesgo si había ocurrido algo. Este viejo plan (o esperanza, o fantasía) se había ido al garete. Su nuevo plan le exigía un denodado esfuerzo para olvidar la noche anterior y fingir que no había ocurrido.

Lo que desde luego no incluía su plan —y puede afirmarse sin riesgo alguno— es que el almuerzo quedaría a medio comer en la mesa y de pronto ella se encontraría con los vaqueros en el suelo y la entrepierna del bañador dolorosamente apartada a un lado mientras él la llevaba a embestidas hasta el éxtasis contra la pared inocentemente empapelada de la antigua sala de estar de Dorothy, a plena luz del día y estando ella tan despierta como podía estarlo un ser humano. No quedó ninguna marca en la pared, y sin embargo el punto permaneció allí, claro e inconfundible, para siempre. Era una pequeña coordenada del universo permanentemente colmada de sentido y alterada por su propia historia. Dicho punto se convirtió en una silenciosa tercera presencia en la sala, junto con ella y Walter, los fines de semana que más tarde pasaron allí solos, en todo caso, a Patty le pareció que por primera vez en su vida follaba de verdad. Le abrió los ojos, por así decirlo. Y a partir de ese momento estuvo perdida, aunque tardó un tiempo en darse cuenta.

—Muy bien, pues —dijo ella, ya sentada en el suelo con la cabeza contra el punto donde antes tenía el culo—. Pues ha sido interesante.

Richard se había puesto el pantalón y se paseaba de un lado a otro sin finalidad alguna.

—Voy a pasar de todo y fumar dentro de tu casa si no te importa.

—Creo que, dadas las circunstancias, puede hacerse una excepción.

El día se había encapotado por completo, y una brisa fresca traspasaba las mosquiteras exteriores y la puerta mosquitera. El canto de los pájaros había cesado del todo, y el lago ofrecía un aspecto desolado: la naturaleza en espera de que pasara el frío.

—Por cierto, ¿para qué llevas bañador? —le preguntó Richard, mientras encendía el cigarrillo.

Patty se echó a reír.

—Había pensado en ir a darme un baño cuando te fueras.

—Hace un frío que pela.

—Bueno, no habría sido un baño muy largo, obviamente.

—Sólo un poco de mortificación para la carne.

—Exacto.

La brisa fresca y el humo del Camel de Richard se mezclaban como el júbilo y el remordimiento. Patty se rio otra vez pero en este otro juego buscó algo gracioso que decir.

—Puede que el ajedrez se te dé fatal —dijo—, pero en este otro juego desde luego llevas las de ganar.

—Calla, joder —la atajó Richard.

Patty no conseguía calibrar del todo su tono, pero, temiendo que fuese de cólera, hizo lo posible por dejar de reírse.

Richard se sentó en la mesita de centro y fumó con gran determinación.

—No tenemos que hacer esto nunca más —dijo.

A ella se le escapó otra risita burlona; no pudo contenerse.

—O quizá sólo un par de veces y luego ya nunca más.

—Ya, ¿y eso adónde nos lleva?

—Cabe la posibilidad de que así nos quitemos las ganas, y así se acabe todo.

—No es así como van estas cosas, según mi experiencia.

—Bueno, supongo que tendré que rendirme a tu experiencia, ¿no? Puesto que yo no la tengo.

—He aquí la alternativa —dijo Richard—: cortamos ya o dejas a Walter. Y como esto último no es aceptable, cortamos ya.

—O, tercera posibilidad, no cortamos y yo sencillamente no se lo cuento.

—Yo no quiero vivir así. ¿Y tú?

—Es cierto que dos de las tres personas a las que él más quiere en el mundo somos tú y yo.

—Y la tercera es Jessica.

—Es un consuelo saber que ella me odiaría durante el resto de mi vida y se pondría plenamente del lado de Walter —dijo Patty—. A él siempre le quedaría eso.

—Eso no es lo que él quiere, y no voy a hacérselo yo.

Patty volvió a reír al acordarse de Jessica, una joven muy buena, seria a más no poder y esforzadamente madura, cuya exasperación ante Patty y Joey —su madre irresponsable, su hermano sin escrúpulos— rara vez era tan extrema como para no resultar cómica. Patty apreciaba mucho a Jessica y ciertamente, siendo realistas, quedaría sumida en el mayor desconsuelo si su hija dejaba de tener una buena opinión de ella. Así y todo, no pudo por menos de ver con humor el oprobio de Jessica. Eso formaba parte de la relación entre ellas, y su hija estaba demasiado absorta en su propia seriedad para que algo así la preocupara.

—Oye —le dijo a Richard—, ¿crees que es posible que seas homosexual?

—¿Y me lo preguntas ahora?

—No lo sé. Es sólo que veces los tíos que necesitan tirarse a un millón de mujeres intentan demostrar algo. Desmentir algo. Y a mí me da la impresión de que te importa más la felicidad de Walter que la mía.

—Una cosa puedes tener por segura: no siento el menor interés en besar a Walter.

—No, eso ya lo sé. Lo sé. Pero me refiero a otra cosa. Es decir, seguro que pronto te cansarías de mí. Me verías desnuda a los cuarenta y cinco años, y pensarías: Mmm, ¿aún deseo esto? ¡Creo que no! En tanto que, como no te apetece besar a Walter, nunca tienes por qué cansarte de él. Puedes mantener siempre una relación estrecha con él.

—Eso es D. H. Lawrence —señaló Richard con impaciencia.

—Otro autor que tengo que leer.

—O no.

Patty se frotó los ojos cansados y los labios raspados. Se sentía, en conjunto, muy satisfecha del giro que habían dado las cosas.

—Manejas muy bien las herramientas, francamente —dijo con otra risita burlona.

Richard empezó a pasearse de nuevo.

—Procura hablar en serio, ¿vale? Haz un esfuerzo.

—Ahora mismo ésta es nuestra oportunidad, Richard. Yo sólo digo eso. Tenemos un par días, y los aprovecharemos o no. En cualquier caso, pronto pasarán.

—He cometido un error —admitió él—. Debería haberlo pensado mejor. Tendría que haberme largado ayer por la mañana.

—Toda yo excepto una parte se habría alegrado si te hubieras ido. Aunque debo reconocer que esa parte es bastante importante.

—Me gusta verte. Me gusta estar contigo. Me hace feliz pensar que Walter está contigo: eres esa clase de persona. Pensé que no pasaría nada si me quedaba un par de días más. Pero ha sido un error.

—Bienvenido a Pattylandia. El Reino de los Errores.

—Ni se me pasó por la cabeza que te daría por el sonambulismo.

Ella se rio.

—Esa sí que es buena, ¿no?

—Por Dios. No te pases, ¿eh? Acabaré enfadándome contigo.

—Ya, pero lo bueno es que eso ni siquiera importa. ¿Qué es lo peor que puede pasar ahora? Que te enfades conmigo y te vayas.

En ese momento él la miró y sonrió, y la sala se llenó (metafóricamente) de sol. Era, en opinión de Patty, un hombre muy bello.

—Sí me gustas —dijo él—. Me gustas mucho. Siempre me has gustado.

—Lo mismo digo.

—Quería que tuvieras una buena vida. ¿Lo entiendes? Te consideraba una persona verdaderamente digna de Walter.

—Y por eso te largaste aquella noche en Chicago y ya no volviste.

—No nos habría ido bien en Nueva York. La cosa habría acabado mal.

—Si tú lo dices.

—Sí lo digo.

Patty asintió.

—Así que realmente deseabas acostarte conmigo aquella noche.

—Sí. Mucho. Pero no sólo acostarme contigo. Hablar contigo. Escucharte. Esa era la diferencia.

—Bueno, bien está saberlo, supongo. Ahora puedo tachar esa preocupación de mi lista, veinte años después.

Richard encendió otro cigarrillo y se quedaron allí sentados durante un rato, separados por una alfombra oriental vieja y barata de Dorothy. Se oía el murmullo de los árboles, la voz de un otoño que nunca estaba lejos en el norte de Minnesota.

—Esto es potencialmente una situación, digamos, complicada, ¿no? —dijo Patty por fin.

—Ajá.

—Más complicada, quizá, de lo que yo imaginaba.

—Ajá.

—Posiblemente habría sido mejor que no me hubiera dado por el sonambulismo.

—Ajá.

Patty empezó a llorar por Walter. Habían pasado tan pocas noches separados a lo largo de los años que ella nunca había tenido ocasión de echarlo de menos y valorarlo tal como lo echaba de menos y lo valoraba en ese momento. Ese fue el principio de una atroz confusión en su corazón, una confusión que la autobiógrafa aún padece ahora. Ya entonces, allí, en el lago Sin Nombre, en la inmutable luz de aquel día nublado, veía el problema con toda claridad. Se había enamorado del único hombre en el mundo que se preocupaba tanto por Walter y tenía una actitud tan protectora hacia él como ella misma; cualquier otro tal vez habría intentado volverla contra él. Y peor aún era en cierto modo la responsabilidad que ella sentía para con Richard, consciente de que él no tenía a nadie como Walter en su vida, y de que su lealtad hacia éste era, según él mismo, una de las pocas cosas que, aparte de la música, lo salvaban como ser humano. Y todo esto lo había puesto en peligro ella, con su egoísmo, mientras dormía. Se había aprovechado de una persona que pasaba por un mal momento y era vulnerable, y aun así se esforzaba por mantener cierto orden moral en su vida. Por tanto, también lloraba por Richard, pero más aún por Walter, y por sí misma, una persona desafortunada que obraba mal.

—Es bueno llorar —dijo Richard—, aunque no puedo decir que yo lo haya intentado nunca.

—En cuanto empiezas, es como un pozo sin fondo —gimoteó Patty.

De pronto, allí, en bañador, le entró frío y cierto malestar físico. Se acercó a Richard y, rodeándole con los brazos los hombros cálidos y anchos, se tendió con él en la alfombra oriental, y así pasó aquella larga tarde gris y luminosa.

Tres veces, en total. Una, dos, tres. Una dormida, una violentamente, y una más con la orquesta al completo. Tres: un número pequeño y patético. La autobiógrafa ha pasado buena parte de su mediana edad enumerándolas una y otra vez, pero nunca ascienden a más de tres.

Por lo demás, no hay gran cosa que contar, y la mayor parte de lo que queda es una suma de nuevos errores. El primero de ellos lo cometió de común acuerdo con Richard mientras yacían aún en la alfombra. Juntos decidieron —acordaron— que él debía marcharse. Lo decidieron deprisa, mientras estaban aún escocidos y exhaustos: él debía irse de inmediato, antes de que la cosa fuera a más, y después los dos dedicarían detenidas reflexiones a la situación y tomarían una decisión sensata, la cual, si el resultado era negativo, sería más dolorosa en caso de quedarse él más tiempo.

Una vez tomada esa decisión, Patty se incorporó y se sorprendió al ver que los árboles y la terraza estaban mojados. La llovizna era tan tenue que no la había oído sobre el tejado, tan delicada que no había goteado en los canalones. Se puso la camiseta roja deslucida de Richard y le preguntó si podía quedársela.

—¿Para qué quieres mi camiseta?

—Huele a ti.

—Eso en general no se considera una ventaja.

—Sólo quiero algo tuyo.

—De acuerdo. Esperemos que sea lo único.

—Tengo cuarenta y dos años —dijo ella—. Me costaría veinte mil dólares quedarme embarazada. No es que quiera quitarte la ilusión ni nada por el estilo.

—Estoy muy orgulloso de mi media de bateo: cero. Procura no estropearla, ¿vale?

—¿Y yo qué? ¿Debo preocuparme por la posibilidad de llevar alguna enfermedad a casa?

—Tomo todas las precauciones, si te refieres a eso. Normalmente soy cuidadoso hasta la paranoia.

—Seguro que eso se lo dices a todas.

Y así sucesivamente. Fue todo muy íntimo y natural, y en el desenfado del momento ella le dijo que ya no tenía excusa para negarse a cantarle una canción antes de irse. Él sacó el banjo de la funda y empezó a puntear mientras ella preparaba unos bocadillos y los envolvía con papel de aluminio.

—Tal vez deberías pasar aquí la noche y salir mañana temprano —sugirió Patty levantando la voz.

Él sonrió como si no considerara esa proposición digna de respuesta.

—Lo digo en serio —insistió ella—. Llueve y ya casi es de noche.

—Ni hablar —contestó él—. Lo siento. Nunca volveré a fiarme de ti. Vas a tener que convivir con eso.

—Ja, ja, ja. ¿Por qué no estás cantando? Quiero oír tu voz.

Por pura amabilidad, cantó Shady Grove. Con el paso de los años, contra todo pronóstico, había llegado a ser un vocalista de gran destreza y notable capacidad de matización, y tenía el pecho tan ancho que podía echar la casa abajo.

—Vale, ya entiendo lo que quieres decir —dijo ella cuando él acabó—. Esto no me está facilitando las cosas.

Pero en cuanto un músico entra en calor, no hay quien lo pare. Richard afinó la guitarra y cantó tres canciones country que más tarde Walnut Surprise grabó para el álbum Lago sin nombre. Algunas de las letras eran poco más que sílabas sin sentido, que desecharían y sustituirían por otras considerablemente mejores, pero Patty seguía tan afectada y emocionada por las canciones, de un estilo country que reconocía y apreciaba, que en medio de la tercera exclamó:

—¡PARA! ¡VALE! ¡YA BASTA! ¡PARA! ¡YA BASTA! ¡VALE!

Pero él no paraba, y viéndolo así de abstraído en su música, se sintió tan sola y abandonada que se echó a llorar entrecortadamente y al final era tal su histeria que él no tuvo más remedio que dejar de cantar —¡aunque a todas luces cabreado por la interrupción!— e intentar, en vano, calmarla.

—Aquí tienes tus bocadillos —dijo Patty, lanzándoselos a los brazos—, y ahí está la puerta. Hemos dicho que te irías, y por tanto te vas. ¿Vale? Ya mismo. ¡Lo digo en serio! Ya mismo. Siento haberte pedido que cantaras… ¡CULPA MÍA OTRA VEZ!, pero intentemos aprender de nuestros errores, ¿vale?

Él respiró hondo y se irguió como si fuera a hacer una declaración, pero encorvó los hombros y dejó escapar la gran alocución de sus pulmones sin pronunciarla.

—Tienes razón —dijo, irritado—. Paso.

—Hemos tomado una buena decisión, ¿no te parece?

—Probablemente, sí.

—Pues vete.

Y se fue.

Y ella se convirtió en mejor lectora. Al principio en un escapismo desesperado, después en busca de ayuda. Para cuando Walter volvió de Saskatchewan, había liquidado el resto de Guerra y paz en tres días de lectura maratoniana. Natasha se había prometido con Andréi, pero luego fue corrompida por el malvado Anatole, y Andréi se marchó sumido en la desesperación, para acabar mortalmente herido en combate, sobreviviendo sólo el tiempo necesario para recibir los cuidados de Natasha y perdonarla, con lo cual el bueno de Pierre, un hombre excelente, que en su etapa de prisionero de guerra había madurado y reflexionado a fondo, dio un paso al frente para presentarse ante Natasha como premio de consolación; y a eso siguieron muchos bebés. Patty tuvo la sensación de haber vivido toda una vida comprimida en esos tres días, y cuando su propio Pierre regresó de tierras agrestes, con la piel muy quemada pese a untarse religiosamente capas y capas de crema solar con máximo factor de protección, estaba preparada para intentar amarlo de nuevo. Fue a recogerlo a Duluth y recibió el parte de sus días en compañía de millonarios amantes de la naturaleza, que por lo visto le habían abierto de par en par sus carteras.

—Es increíble —dijo Walter cuando llegaron a casa y vio la terraza casi acabada—. Se pasa aquí cuatro meses y no puede hacer las últimas ocho horas de trabajo.

—Me parece que estaba harto del bosque —comentó Patty—. Le dije que debía volverse a Nueva York. Ha compuesto aquí unas cuantas canciones magníficas. Estaba ya listo para irse.

Walter frunció el entrecejo.

—¿Te tocó sus canciones?

—Tres —contestó ella, dándose la vuelta.

—¿Y eran buenas?

—Muy buenas.

Patty descendió hacia el lago, y Walter la siguió. No le costó mantenerse a distancia de él. Sólo muy al principio habían sido de esas parejas que se abrazan y besuquean cada vez que uno llega a casa.

—¿Os habéis llevado bien? —preguntó Walter.

—Fue un poco incómodo. Me alegré cuando se marchó. Tuve que tomarme un gran vaso de jerez la única noche que pasó aquí.

—Eso no es muy grave. Un vaso.

Parte del trato que había hecho consigo misma era no contarle a Walter ninguna mentira, ni siquiera pequeña; no pronunciar palabras que no pudieran interpretarse como la estricta verdad.

—He leído un montón —dijo ella—. Creo que Guerra y paz es desde luego el mejor libro que he leído en la vida.

—Qué envidia —dijo Walter.

—¿Cómo?

—Leer ese libro por primera vez. Disponer de días enteros para hacerlo.

—Ha sido maravilloso. Es como si la lectura me hubiera cambiado.

—De hecho, sí te noto un poco cambiada.

—No para mal, espero.

—No. Sólo distinta.

Esa noche, en la cama con él, Patty se quitó el pijama y sintió alivio al descubrir que lo deseaba más, no menos, por lo que había hecho. Estaba bien, el sexo con él no estaba tan mal.

—Esto tenemos que hacerlo más a menudo —dijo.

—Cuando quieras. Literalmente: cuando quieras.

Ese verano tuvieron algo así como una segunda luna de miel, alimentada por el arrepentimiento y la nueva inquietud de Patty por el sexo. Puso todo su empeño en ser una buena esposa, y en complacer a su muy buen marido, pero una descripción completa del éxito de sus esfuerzos debe incluir los mensajes que ella y Richard empezaron a cruzar por correo electrónico a los pocos días de marcharse él, y el permiso que en cierto modo ella le dio, unas semanas más tarde, para coger un avión hasta Minneapolis e ir al lago Sin Nombre con ella mientras Walter organizaba otra reunión de personas importantes en Boundary Waters. Borró de inmediato el mensaje con los datos del vuelo de Richard, como había borrado todos los demás, pero no antes de memorizar el número de vuelo y la hora de llegada.

Una semana antes de la fecha se retiró al lago en total soledad y se entregó por completo a su trastorno. Esto consistió en beber hasta tambalearse cada noche, despertar luego sumida en el pánico y el remordimiento y la indecisión, después dormir toda la mañana, después leer novelas en un estado de falsa calma, en suspenso, después levantarse de pronto y pasearse durante una hora o más cerca del teléfono, intentando decidir si llamaba a Richard para decirle que no fuera, y finalmente abrir una botella para alejarlo todo por unas horas.

El resto de los días transcurrió lentamente en una cuenta atrás. La última noche se emborrachó hasta vomitar, se quedó dormida en la sala, y recobró el conocimiento con una sacudida poco antes del amanecer. Para contener el temblor de manos y brazos lo suficiente y marcar el número de Richard, tuvo que tumbarse en el suelo de la cocina aún sin enlechar.

Saltó el buzón de voz. Richard había encontrado un nuevo apartamento, más pequeño, a unas manzanas del anterior. Lo único que ella podía imaginar de ese nuevo espacio era una versión mayor de la habitación negra del apartamento que él había compartido con Walter en otro tiempo, el apartamento del que ella lo había desplazado. Marcó de nuevo, y de nuevo salió el buzón de voz. Marcó por tercera vez y Richard respondió.

—No vengas —dijo Patty—. No puedo hacerlo.

Él guardó silencio, pero ella oyó su respiración.

—Lo siento —se disculpó ella.

—Por qué no vuelves a llamarme dentro de un par de horas. O a ver cómo te sientes por la mañana.

—He estado vomitando. Echando las tripas.

—Lamento oírlo.

—Por favor, no vengas. Te prometo que no te molestaré más. Creo que sólo necesitaba llevar las cosas al límite para darme cuenta de que soy incapaz.

—Eso tiene su lógica, supongo.

—Es lo correcto, ¿no te parece?

—Probablemente. Sí. Probablemente lo sea.

—No puedo hacerle eso.

—Pues muy bien. No iré.

—No es que no quiera que vengas. Sólo te lo pido.

—Haré lo que quieras.

—No, por Dios, escúchame. Te pido que hagas lo que no quiero.

Posiblemente en Jersey City, Nueva Jersey, Richard alzó la vista al techo al oírla. Pero ella sabía que él quería verla, que estaba dispuesto a coger un avión a la mañana siguiente, y la única manera de llegar al acuerdo definitivo de que él no debía ir era prolongar la conversación durante dos horas, dándole vueltas y más vueltas, representando el conflicto irresoluble, hasta que los dos se sintieran tan sucios y agotados, y hartos de sí mismos y hartos el uno del otro, que la perspectiva de reunirse dejara de parecerles apetecible.

Entre los ingredientes de la desdicha de Patty, cuando por fin colgaron, su sensación de desperdiciar el amor de Richard no fue el menos importante. Le constaba que era un hombre a quien irritaban soberanamente las bobadas femeninas, y el hecho de que hubiera soportado dos horas ininterrumpidas de las bobadas de ella, que era alrededor de 119 minutos más de lo que por su propia naturaleza era capaz de soportar, la llenó de gratitud y pesar por el desperdicio, el desperdicio. El desperdicio de su amor.

Cosa que la llevó —de más está decirlo— a llamarlo otra vez al cabo de veinte minutos y a arrastrarlo a una versión un tanto más breve pero incluso más lamentable de la primera llamada. Fue un pequeño avance de lo que hizo posteriormente en Washington con Walter de forma más extensa: cuanto más se empeñaba ella en agotarle la paciencia, tanta más paciencia mostraba él, y cuanta más paciencia mostraba él, más le costaba a ella dejarlo en paz. Por suerte, la paciencia de Richard con ella, a diferencia de la de Walter, no era ni remotamente inagotable. Al final se limitó a colgarle, y no le contestó cuando ella volvió a telefonear, al cabo de una hora, poco antes de la hora a la que, según sus cálculos, debía salir con rumbo al aeropuerto de Newark para coger el avión.

A pesar de no haber dormido apenas, y a pesar de haber vomitado lo poco que había comido el día anterior, se sintió inmediatamente más fresca y despejada y enérgica. Limpió la casa, leyó la mitad de una novela de Joseph Conrad que Walter le había recomendado y no compró más vino. Cuando Walter regresó de Boundary Waters, le preparo una cena magnífica y le echó los brazos al cuello, y él —hecho insólito— incluso se encogió un poco ante la intensidad de su afecto.

En ese momento, ella debería haber buscado empleo o vuelto a estudiar o empezado a trabajar de voluntaria. Pero siempre parecía surgir algún obstáculo. Primero fue la posibilidad de que Joey claudicara y volviera a casa durante el último curso de instituto. Luego fueron la casa y el jardín, que ella había descuidado durante el año de borracheras y depresión. Luego su preciada libertad para marcharse al lago Sin Nombre durante varias semanas siempre que le apetecía. Luego esa otra libertad más general que, como ella bien sabía, estaba matándola pero a la que era incapaz de renunciar. Luego el Fin de Semana de los Padres en la universidad de Jessica en Filadelfia: Walter no podía asistir, pero veía con satisfacción el interés de Patty por ir, ya que a veces le preocupaba que ella y Jessica no estuviesen lo bastante unidas. Y luego las semanas previas al Fin de Semana de los Padres, semanas de mensajes de correo electrónico entre ella y Richard, semanas imaginando la habitación del hotel de Filadelfia en la que pasaría un día y una noche fuera del radar. Y luego los meses de profunda depresión después del Fin de Semana de los Padres.

Ella había viajado en avión a Filadelfia un jueves, a fin de pasar, como puso especial empeño en explicarle a Walter, todo un día sola haciendo turismo. Mientras iba en taxi al centro de la ciudad, sintió de improviso una punzada de pesar por no hacer precisamente eso: no pasear por las calles como una mujer adulta e independiente, no cultivar una vida independiente, no ser una turista sensata y curiosa en lugar de una mujer enloquecida en busca del amor.

Por increíble que pueda parecer, no había estado sola en un hotel desde su estancia en la habitación 21, y se quedó muy impresionada con su habitación moderna y lujosa del Sofitel. Examinó minuciosamente todas las comodidades mientras esperaba a Richard, y luego volvió a examinarlas cuando la hora acordada llegó y pasó. Intentó ver la televisión pero no pudo. Era un manojo de nervios cuando por fin sonó el teléfono.

—Ha surgido algo —dijo Richard.

—De acuerdo. Vale. Ha surgido algo. Vale. —Se acercó a la ventana y contempló Filadelfia—. ¿Qué ha sido? ¿Unas faldas?

—Muy graciosa.

—Sí —dijo ella—, dame un poco de tiempo y te recitaré todos los tópicos habidos y por haber. Todavía no hemos empezado siquiera con lo de los celos. Esto viene a ser el Minuto Uno de los celos.

—No hay ninguna otra.

—¿Ninguna? ¿No ha habido ninguna? Dios mío, incluso yo me he portado peor. A mi modesta manera conyugal.

—No he dicho que no haya habido ninguna. He dicho que no hay ninguna.

Patty apretó la cabeza contra la ventana.

—Lo siento —se disculpó—. Esta situación hace que me sienta demasiado vieja, demasiado fea, demasiado estúpida, demasiado celosa. No soporto oír lo que sale de mi boca.

—Me ha llamado esta mañana —dijo Richard.

—¿Quién?

—Walter. Tenía que haberlo dejado sonar, pero lo he cogido. Ha dicho que se ha levantado temprano para llevarte al aeropuerto, y que te echaba de menos. Ha dicho que las cosas van muy bien entre vosotros. «Hace años que no éramos tan felices»: creo que ésas han sido textualmente sus palabras.

Patty permaneció callada.

—Ha dicho que te habías ido a ver a Jessica, que Jessica, en secreto, estaba muy contenta, aunque la preocupaba que pudieras decir algo raro y abochornarla, o que no te caiga bien su nuevo novio. En suma, Walter está muy contento de que hagas esto por ella.

Patty se movió inquieta junto a la ventana en su esfuerzo por escuchar.

—Ha dicho que se sentía mal por algunas de las cosas que me comentó el invierno pasado. Ha dicho que no quería que me quedara una idea equivocada de ti. Ha dicho que el invierno pasado fue un horror, por lo de Joey, pero ahora las cosas van mucho mejor. «Hace años que no éramos tan felices»: sí, seguro que ésas han sido textualmente sus palabras.

Una combinación de arcadas y sollozos provocó en Patty un eructo absurdo y doloroso.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Richard.

—Nada. Perdona.

—Bueno, el caso es…

—El caso es…

—He decidido no ir.

—Ya. Lo entiendo. Claro.

—Bien, pues…

—Pero por qué no vienes igualmente. O sea, teniendo en cuenta que yo ya estoy aquí. Y luego puedo volver a esa vida mía increíblemente feliz, y tú puedes volver a Nueva Jersey.

—Sólo estoy repitiéndote lo que me ha dicho él.

—Esa vida mía maravillosamente feliz, maravillosa.

Ay, las tentaciones de la autocompasión. Tan placentera para ella, tan irresistible que no podía evitar expresarla, y tan repugnante para él. Ella percibió el momento exacto en que se pasó de la raya. Si hubiese conservado la calma, tal vez habría conseguido inducirlo a viajar a Filadelfía haciendo uso de sus encantos y engatusándolo. ¿Quién sabe? Tal vez no habría vuelto nunca a casa. Pero la pifió con la autocompasión. Notó el tono de Richard, cada vez más frío y distante, con lo que se compadeció aún más de sí misma, y así sucesivamente, hasta que al final tuvo que colgar y abandonarse por entero a ese otro placer.

¿De dónde salía esa autocompasión, en cantidad tan desproporcionada? Se mirase como se mirase, llevaba una vida de lujo. Todos los días disponía de la jornada entera para concebir una manera aceptable y satisfactoria de vivir, y sin embargo lo único que parecía sacar de todas sus opciones y toda su libertad era más desdicha. La autobiógrafa casi se ve obligada a extraer la conclusión de que se compadecía de sí misma por ser tan libre.

Esa noche en Filadelfia se produjo un breve incidente lamentable: bajó al bar del hotel con la intención de ligar. Enseguida descubrió que el mundo se divide en los que saben sentirse a gusto solos en la silla de un bar y los que no saben. Por otra parte, le pareció que los hombres tenían pinta de estúpidos, y por primera vez en mucho tiempo empezó a pensar en qué se sentía cuando una estaba borracha y era violada, y volvió a subir a su moderna habitación a deleitarse en nuevos arrebatos de autocompasión.

A la mañana siguiente, cogió un tren de cercanías para ir a la universidad de Jessica en un estado de necesidad del que no podía salir nada bueno. A pesar de que, durante diecinueve años, había intentado hacer por Jessica todo lo que su propia madre no había hecho por ella —no se había perdido un solo partido suyo, le había prodigado su aprobación, se había familiarizado con las complejidades de su vida social, había estado de su lado en todas las pequeñas penas y decepciones, se había involucrado profundamente en el drama de sus solicitudes de acceso a la universidad—, no existía entre ellas, como se ha observado, una relación verdaderamente estrecha. Esto se debía en parte a la personalidad autosuficiente de Jessica, y en parte al comportamiento extremo de Patty con Joey. Fue en Joey, y no en Jessica, en quien ella depositó su corazón desbordante. Pero ahora la puerta de acceso a Joey estaba cerrada a cal y canto, debido a los propios errores de Patty, y llegó al hermoso campus cuáquero sin importarle en absoluto el Fin de Semana de los Padres. Sólo quería un rato de intimidad con su hija.

Por desgracia, el nuevo novio de Jessica, William, era incapaz de captar una indirecta. William era un chico californiano, jugador de fútbol, rubio y de buen carácter, cuyos padres no habían ido a visitarlo. Siguió a Patty y Jessica al almuerzo, a la clase de Historia del Arte de Jessica de esa tarde, y a la habitación de Jessica en la residencia, y cuando Patty, en una clara insinuación, invitó a su hija a cenar en la ciudad, ella contestó que ya había reservado mesa para tres cerca de allí. En el restaurante, Patty escuchó estoicamente mientras Jessica incitaba a William a describir la organización benéfica que había fundado en el instituto: un programa ridiculamente bienintencionado por el que los clubes de fútbol de San Francisco financiaban la educación de niñas pobres de Malawi. A Patty no le quedó mucha más opción que seguir bebiendo vino. A la cuarta copa, decidió que William debía saber que ella misma había destacado en otro tiempo en la práctica deportiva interuniversitaria. Como Jessica se abstuvo de aportar el dato de que su madre había sido miembro de la segunda selección a nivel nacional, se vio obligada a aportarlo ella, y como dio la impresión de que se jactaba, consideró que debía compensarlo contando la historia de su groupie, y eso llevó a la drogadicción y las mentiras sobre la leucemia de Eliza, y a su rodilla destrozada. Hablaba en voz alta y, creía ella, amenamente, pero William, en lugar de reírse, lanzaba miradas nerviosas a Jessica, quien por su parte permanecía inmóvil, con los brazos cruzados y semblante hosco.

—¿Y todo eso a qué viene? —preguntó por fin su hija.

—A nada —contestó Patty—. Sólo os explico cómo eran las cosas cuando yo estudiaba. No me había dado cuenta de que no os interesaba.

—A mí sí me interesa —tuvo la amabilidad de decir William.

—A mí lo que me parece interesante —comentó Jessica— es que nunca había oído nada de eso.

—¿Nunca te había hablado de Eliza?

—No. Debiste de contárselo a Joey.

—Seguro que la he mencionado alguna vez.

—No, mamá. Lo siento. Nunca.

—Bueno, da igual, la menciono ahora, aunque quizá ya haya hablado bastante.

—¡Quizá!

Patty sabía que estaba comportándose mal, pero no podía evitarlo. Viendo la ternura entre Jessica y William, se acordó de ella misma a los diecinueve años, se acordó de su formación mediocre y de sus relaciones enfermizas con Carter y Eliza, y lamentó su vida, y se compadeció de sí misma. Empezaba a caer en una depresión que se precipitó vertiginosamente el día siguiente, cuando volvió a la universidad y sobrellevó un paseo por el suntuoso recinto, una comida en el jardín de la casa del rector y un coloquio vespertino («Desarrollar la identidad en un mundo polivalente») al que asistieron docenas de padres. A todos se los veía radiantes, mejor adaptados de lo que ella se sentía. Los estudiantes parecían alegres y aptos para cualquier cosa, incluyendo sin duda sentarse con toda tranquilidad en la silla de un bar, y los demás padres parecían muy orgullosos de ellos, encantados de ser sus amigos, y la propia universidad parecía orgullosísima de su riqueza y su misión altruista. Patty había sido realmente una buena madre; había conseguido preparar a su hija para una vida más feliz y más fácil que la suya; pero, por el lenguaje corporal de las otras familias, veía claro que no había sido una gran madre en el sentido que más contaba. En tanto que las otras madres e hijas caminaban hombro con hombro por los senderos pavimentados, riéndose o comparando teléfonos móviles, Jessica iba por la hierba uno o dos pasos por delante de Patty. El único rol que ofreció a Patty ese fin de semana fue el de mostrarse impresionada ante aquella fabulosa universidad. Patty hizo cuanto estuvo en su mano por desempeñar ese rol, pero al final, en un acceso depresivo, se sentó en una de las sillas Adirondack dispersas por el jardín principal y rogó a Jessica que fuera a la ciudad a cenar con ella sin William, quien, por suerte, esa tarde tenía un partido.

Jessica se mantuvo a cierta distancia y la observó con cautela.

—Esta noche William y yo tenemos que estudiar —dijo—. En circunstancias normales me habría pasado todo el día de ayer y de hoy estudiando.

—Siento que no hayas podido hacerlo por mi culpa —se disculpó Patty con depresiva sinceridad.

—No, no pasa nada. Tenía muchas ganas de que vinieras. Teníamos muchas ganas de que vieras el sitio donde voy a pasar cuatro años de mi vida. El problema es que el volumen de trabajo es muy grande.

—Ya, claro. Me parece estupendo. Me parece estupendo que puedas con él. Estoy orgullosa de ti. De verdad, Jessica. Tengo una gran opinión de ti.

—Vaya, gracias.

—Lo que pasa es que… ¿Y si vamos a la habitación de mi hotel? Es genial. Podemos encargar la cena al servicio de habitaciones y ver películas y beber algo del minibar. Mejor dicho, tú puedes beber algo del minibar; esta noche yo no beberé. Pero que sea una noche de chicas, tú y yo solas, por una noche. Tienes el resto del otoño para estudiar.

Mantuvo la mirada fija en el suelo, esperando la sentencia de Jessica. Era claramente consciente de que estaba proponiendo algo nuevo para ellas.

—Creo que tengo que quedarme a trabajar, de verdad —insistió Jessica—. Ya se lo he prometido a William.

—Pero, Jessie, te lo pido por favor. Por una noche no vas a morirte. Significaría mucho para mí.

Como Jessica no contestó, Patty se obligó a alzar la vista. Su hija contemplaba con sombrío dominio de sí misma el edificio principal de la universidad, en una de cuyas fachadas Patty había visto una losa que llevaba esculpidas las sabias palabras de la promoción de 1920: USA BIEN TU LIBERTAD.

—¿Por favor?

—No —respondió Jessica, sin mirarla—. ¡No! No me apetece.

—Siento haber bebido más de la cuenta y haber dicho tantas estupideces anoche. Ojalá me dejaras compensarte.

—No es mi intención castigarte —dijo Jessica—. Es sólo que… es evidente que no te gusta mi universidad, es evidente que no te gusta mi novio…

—No, si William está bien, es buen chico, si me cae bien. Es sólo que he venido aquí para verte a ti, no a él.

—Mamá, yo te facilito mucho la vida. ¿Te haces una idea de cuánto te la facilito? No me drogo, no hago ninguna de esas gilipolleces que hace Joey, no te abochorno, no monto números, nunca he hecho nada de eso…

—¡Lo sé! Y te estoy sinceramente agradecida.

—Vale, pero entonces no te quejes si tengo mi vida y mis amigos y no me apetece reorganizarlo todo de pronto por ti. Disfrutas del sinfín de ventajas que supone que yo cuide de mí misma, así que lo mínimo que puedes hacer es no culpabilizarme por eso.

—Pero, Jessie, estamos hablando de una sola noche. Es una tontería darle tanta importancia.

—Pues no se la des.

El dominio de sí misma y la impasibilidad de Jessica se le antojaron a Patty un castigo justo por lo rigorista y fría que ella había sido con su propia madre a los diecinueve años. De hecho, se sentía tan mal consigo misma que casi cualquier castigo le habría parecido apropiado. Guardándose las lágrimas para más tarde —pensando que no merecía la ventaja emocional, fuera cual fuese, que podía obtener llorando, o echando a correr enfurruñada camino de la estación—, ejerció su propio dominio de sí misma y cenó temprano en el comedor con Jessica y su compañera de habitación. Se comportó como una adulta pese a que tenía la sensación de que, de ellas dos, Jessica era la auténtica adulta.

De vuelta en Saint Paul, prosiguió su caída por el pozo minero de la salud mental, y no llegaron más mensajes de Richard. A la autobiógrafa le gustaría poder decir que tampoco ella le envió ningún mensaje, pero a estas alturas debería estar claro que su capacidad para el error, el martirio y la autohumillación es ilimitada. El único mensaje que considera correcto haberle mandado fue escrito después de comunicarle Walter la noticia de que Molly Tremain se había quitado la vida con somníferos en su apartamento del Lower East Side. Patty mostró lo mejor de sí misma en ese mensaje, y espera que sea así como Richard la recuerde.

El resto de la historia sobre las actividades de Richard durante ese invierno y esa primavera se ha contado ya en otros sitios, en especial en People y Spin y Entertainment Weekly después de la publicación de Lago sin nombre y el nacimiento de un «culto» a Richard Katz. Michael Stipe y Jeff Tweedy se encontraban entre las personalidades que se prestaron a respaldar a Walnut Surprise y admitir haber sido seguidores encubiertos de los Traumatics toda su vida. Puede que los fans de Richard, aquellos varones blancos, cultos y desaliñados de antes, ya no fueran tan jóvenes, pero unos cuantos eran ahora influyentes directores de secciones de cultura.

En cuanto a Walter, el resentimiento que siente uno cuando su grupo desconocido favorito empieza de pronto a aparecer en la lista de reproducción de todo el mundo se multiplicó por mil. Walter se enorgullecía, por supuesto, de que el nuevo disco llevara por título el nombre del lago de Dorothy, y de que muchas de las canciones se hubiesen compuesto en esa casa. Por fortuna, Richard había presentado hábilmente la letra de cada canción para que el «tú», que era Patty, pudiera confundirse con la difunta Molly; ésa fue la orientación hacia la que dirigió a los entrevistadores, sabiendo que Walter leía y guardaba todos los recortes de prensa relacionados con él. Pero en esencia Walter se sintió decepcionado y dolido por el momento de gloria de Richard. Aseguraba que entendía por qué Richard apenas lo llamaba ya, que entendía que ahora Richard tenía muchas cosas entre manos, pero en realidad no lo entendía. El verdadero estado de su amistad se convertía exactamente en lo que él siempre había temido. Richard, incluso cuando más hundido parecía, nunca estaba realmente hundido. Richard siempre había tenido su proyecto musical secreto, un proyecto que no incluía a Walter, y en último extremo siempre había actuado con sus fans en mente, sin apartar la vista del premio. Un par de periodistas musicales menores fueron tan diligentes que telefonearon a Walter para entrevistarlo, y su nombre apareció en unos cuantos espacios marginales, en su mayoría online, pero Richard, en las entrevistas que Walter leyó, aludió a él sencillamente como «un muy buen amigo de la universidad», y ninguna de las grandes revistas lo mencionó por su nombre. A Walter no le habría importado que se le atribuyese un poco más de mérito por haberle ofrecido a Richard tanto apoyo moral, intelectual e incluso económico, pero lo que de verdad le dolió fue lo poco que él en apariencia le importaba a Richard en comparación con lo mucho que Richard le importaba a él. Y, naturalmente, Patty no podía darle a conocer la mejor prueba de lo mucho que en realidad le importaba a Richard. Cuando éste encontraba un momento para ponerse en contacto con él por teléfono, el resentimiento de Walter emponzoñaba sus conversaciones, y Richard, a raíz de eso, sentía cada vez menos predisposición a llamarlo.

Y por tanto Walter pasó a tener una actitud competitiva. Se había dejado llevar por la idea de que él era el hermano mayor, y ahora Richard había puesto los puntos sobre las íes otra vez. Puede que en privado a Richard se le dieran fatal el ajedrez, las relaciones a largo plazo y el civismo, pero en público era querido y admirado y elogiado por su tenacidad, la pureza de sus propósitos, sus magníficas últimas canciones. Todo eso llevó a Walter a aborrecer la casa y el jardín y las pequeñas cosas por las que había apostado en Minnesota buena parte de su vida y su energía; Patty estaba sorprendida por la amargura con que quitaba valor a sus propios logros. Unas semanas después del lanzamiento de Lago sin nombre, viajó a Houston para su primera entrevista con el megamillonario Vin Haven, y al cabo de un mes empezó a pasar la semana laborable en Washington D.C. Para Patty era evidente, aunque acaso no para el propio Walter, que su firme decisión de ir a Washington y crear la Fundación Monte Cerúleo y convertirse en una figura más ambiciosa y de ámbito internacional fue alimentada por el deseo de competir. En diciembre, cuando Walnut Surprise tocó con Wilco en el Orpheum un viernes por la noche, Walter ni siquiera voló a Saint Paul a tiempo para verlos.

La propia Patty prefirió perderse esa actuación. No soportaba escuchar el nuevo disco —era incapaz de ir más allá del pretérito de la segunda canción:

Nadie hubo como tú

Para mí. Nadie

Con nadie vivo. Amo

A nadie. Fuiste ese cuerpo

Como ningún otro

Fuiste ese cuerpo

Ese cuerpo para mí

Nadie hubo como tú

y por tanto se esforzó por seguir el ejemplo de Richard y relegarlo al pasado. Había algo emocionante, algo casi del Ogro de Atenas, en la renovada energía de Walter, y ella logró concebir la esperanza de que los dos pudieran iniciar una nueva vida en Washington. Todavía adoraba la casa del lago Sin Nombre, pero no quería saber nada más de la casa de Barrier Street, que no había bastado para retener a Joey. Visitó Georgetown una tarde, un sábado otoñal hermoso y melancólico en que el viento de Minnesotta agitaba los árboles en pleno cambio de color, y dijo «Sí, vale, me veo capaz». (¿También le rondaba acaso por la cabeza la proximidad de la Universidad de Virginia, donde acababa de matricularse Joey? ¿Quizá su conocimiento de la geografía no era tan malo como siempre había pensado?). Por increíble que parezca, sólo cuando por fin se instaló en Washington —cuando cruzaba Rock Creek en taxi con dos maletas—, recordó lo mucho que había odiado siempre la política y a los políticos. Entró en la casa de la calle Veintinueve y comprendió, en el acto, que había cometido un error más.