2. Amigas íntimas

Basándose en su incapacidad para recordar su estado de conciencia durante los tres primeros años de universidad, la autobiógrafa sospecha que sencillamente carecía de estado de conciencia. Tenía la sensación de estar despierta, pero en realidad es muy posible que estuviera sonámbula. De lo contrario, es difícil entender cómo, por poner un ejemplo, entabló una intensa y estrecha amistad con cierta chica trastornada, que básicamente la acosaba.

Quizá parte de la culpa —por más que a la autobiógrafa no le guste admitirlo— resida en la liga de las Diez Grandes y el mundo artificial que ésta creaba para los estudiantes que participaban en ella, sobre todo para los chicos, pero también, ya a finales de los años setenta, para las chicas. Patty se marchó en julio a la Universidad de Minnesota, donde asistió a un campamento especial para atletas, al que siguieron unas sesiones orientativas especiales de pretemporada, solamente para atletas de primer curso, y después vivió en una residencia para atletas, trabó amistad exclusivamente con atletas, comió exclusivamente en mesas de atletas, en las fiestas bailó en grupo con otras atletas compañeras de equipo y evitó matricularse en asignaturas donde no hubiera atletas más que suficientes con quienes sentarse y (si le quedaba tiempo) estudiar. Los atletas no tenían que vivir así forzosamente, pero en la Universidad de Minnesota la mayoría lo hacía, y Patty se entregó más que nadie a este Mundo Atleta Total, ¡porque podía! ¡Porque por fin había huido de Westchester! «Debes ir a donde tu quieras», le había dicho Joyce, con lo que había querido decir: es aberrante y repulsivo ir a una universidad estatal mediocre como Minnesota cuando has recibido excelentes ofertas de Vanderbilt y Northwestern (que también son más halagüeñas para mí). «Es una decisión personal tuya y sólo tuya, y te apoyaremos decidas lo que decidas», había añadido Joyce, con lo que quiso decir: no nos lo eches en cara a papá y a mí cuando arruines tu vida con decisiones estúpidas. La transparente aversión de Joyce por Minnesota, junto con la distancia entre Minnesota y Nueva York, fue un factor clave en la decisión de Patty. Volviendo ahora la vista atrás, la autobiógrafa considera a la persona que ella fue de joven una de esas adolescentes desdichadas, tan furiosas con sus padres que necesitaban unirse a una secta donde poder ser más amables y cordiales y generosas y serviles de lo que podían ser a esas alturas en su casa. Y dio la casualidad de que su secta fue el baloncesto.

La primera persona no atleta que la atrajo fuera de la secta y se convirtió en alguien importante para ella fue la chica trastornada, Eliza, de quien Patty al principio, como es lógico, ignoraba que estuviera trastornada. Eliza era exactamente medio guapa. La cabeza, en lo alto, empezaba de maravilla e iba a peor poco a poco conforme uno bajaba la vista. Tenía un magnífico pelo castaño, espeso y rizado, y unos ojos grandes increíbles, y más abajo una naricita chata bastante mona, pero de pronto, en torno a la boca, la cara se le comprimía y miniaturizaba de una manera inquietante, como si fuera un bebé prematuro, y tenía una barbilla minúscula. Vestía siempre pantalones de pana anchos que le resbalaban en la cadera, y camisas ajustadas de manga corta que compraba en las secciones de chicos de tiendas de segunda mano y sólo se abrochaba los botones centrales, y calzaba Keds rojas, y llevaba una gran pelliza verde aguacate. Olía a cenicero, pero procuraba no fumar delante de Patty a menos que estuvieran al aire libre. En una ironía por entonces invisible para Patty pero ahora sobradamente visible para la autobiógrafa, Eliza poseía muchos rasgos en común con las hermanas artistoides de Patty. Tenía una guitarra eléctrica negra y un preciado amplificador pequeño, pero las pocas veces que Patty la convenció de que tocara ante ella, Eliza se puso hecha una fiera, cosa que por lo demás casi nunca ocurría (o al menos no al principio). Le reprochó a Patty que en su presencia se sentía presionada y cohibida, y por eso la cagaba una y otra vez nada más empezar la canción. Le ordenó que no la escuchara de una manera tan manifiesta, pero ni siquiera le bastó cuando Patty volvió la cabeza y fingió leer una revista. Eliza aseguró que, en cuanto Patty saliera de la habitación, ella sería capaz de tocar la canción perfectamente.

—Pero ¿ahora? Imposible. Lo siento —dijo Patty—. Siento que te pase eso por mi culpa.

—Bordo esta canción cuando tú no escuchas.

—Lo sé, lo sé. Seguro que sí.

—Es la verdad. Me da igual si me crees o no.

—¡Pero si te creo!

—Sólo digo —insistió Eliza— que me da igual si me crees o no, porque mi capacidad de bordar esta canción cuando tú no escuchas es un hecho objetivo, así de simple.

—Podrías probar con otra canción —sugirió Patty.

Pero Eliza desenchufaba ya los cables a tirones.

—Déjalo, ¿vale? No necesito tu apoyo.

—Lo siento, lo siento, lo siento —repitió Patty.

Había visto a Eliza por primera vez en la única asignatura donde una atleta y una poeta tenían posibilidad de coincidir, Introducción a las Ciencias de la Tierra. Patty entraba y salía de la enorme aula con otras diez atletas de primero, un rebaño de chicas incluso más altas que ella en su mayoría, de la primera a la última con el chándal granate de las Golden Gophers o sencillas sudaderas grises, todas con el pelo húmedo en distintos grados. El rebaño incluía a unas cuantas chicas listas, entre ellas la que sería ya amiga para siempre de la autobiógrafa, Cathy Schmidt, más tarde abogada de oficio, que en cierta ocasión salió dos noches en el programa Jeopardy!, emitido a nivel nacional, pero la sofocante aula y aquellos chándales y el pelo mojado y la proximidad de otros cuerpos de atletas cansados siempre producían en Patty una insensibilidad al contacto. Un bajón de contacto.

A Eliza le gustaba sentarse en la fila de detrás de las atletas, justo detrás de Patty, pero repantigada en el asiento, tan hundida que sólo se le veían los voluminosos rizos oscuros. Las primeras palabras que le dirigió a Patty se las susurro al oído desde atrás, al principio de una clase.

—Eres la mejor —dijo.

Patty se volvió para ver quién le hablaba y vio mucho pelo.

—¿Cómo dices?

—Anoche te vi jugar —dijo el pelo—. Eres fenomenal y preciosa.

—Vaya, muchas gracias.

—Tienen que empezar a darte más minutos.

—Curiosamente, ja, ja, comparto esa opinión.

—Tienes que exigir que te den más minutos. ¿Vale?

—Ya, pero es que en el equipo hay muchas jugadoras excelentes. No me corresponde a mí decidirlo.

—Sí, pero tú eres la mejor —insistió el pelo.

—¡Vaya, muchas gracias por el cumplido! —contestó Patty animadamente para zanjar el asunto.

Por aquel entonces, creía que la violentaban los cumplidos personales directos debido a su desinteresado espíritu de equipo. Hoy en día, la autobiógrafa piensa que los cumplidos eran una especie de brebaje del que ella, inconscientemente, sabía que no debía tomar siquiera una gota, porque su sed de halagos era infinita.

Al final de la clase se rodeó de sus compañeras atletas y se cuidó de volverse a mirar a la persona del pelo. Supuso que fue sólo una extraña casualidad que una verdadera admiradora suya se hubiese sentado detrás de ella en ciencias de la tierra. En la universidad había cincuenta mil estudiantes, pero probablemente menos de quinientos (sin contar exjugadoras y amigos o parientes de jugadoras actuales) que consideraban los acontecimientos deportivos femeninos una opción de entretenimiento viable. Si una era Eliza y quería sentarse justo detrás del banquillo de las Gophers (de modo que Patty, al abandonar la cancha, no pudiera evitar verlos a su pelo y a ella, que estaba allí inclinada sobre un cuaderno), bastaba con presentarse un cuarto de hora antes del partido. Y luego, después del pitido final y el ritual cruce de palmadas, era lo más fácil del mundo salirle al paso a Patty cerca de la puerta de los vestuarios y entregarle una hoja del cuaderno y decirle: ¿Has pedido más minutos como te dije?

Patty seguía sin saber el nombre de esa persona, pero la persona obviamente conocía el suyo, porque la palabra PATTY aparecía escrita en la hoja unas cien veces, en explosivas letras de cómic con contornos concéntricos a lápiz a fin de que pareciesen un eco de voces en el gimnasio, como si toda una muchedumbre enfervorizada corease su nombre, cosa que no podía distar más de la realidad, dado que el gimnasio por lo general se quedaba vacío en un noventa por ciento de su aforo y Patty cursaba primero y su media de minutos por partido no llegaba ni a diez; es decir, su nombre no estaba en boca de todos precisamente. Las vigorosas voces dibujadas a lápiz llenaban toda la hoja salvo por un pequeño esbozo de una jugadora driblando. Patty adivinó que la jugadora debía de ser ella, porque llevaba su número y porque ¿quién, si no, podía aparecer dibujada en un papel con la palabra PATTY escrita de arriba abajo? Igual que todo lo que hacía Eliza (como Patty no tardaría en descubrir), el dibujo era mitad magistral y mitad torpe y pobre. La forma en que el cuerpo de la jugadora se agachaba y se ladeaba bruscamente en un repentino giro era extraordinaria, pero la cara y la cabeza parecían las de una mujer genérica en un folleto de primeros auxilios.

Al mirar la hoja, Patty percibió un anticipo de la sensación de caída que experimentaría al cabo de unos meses, después de comer brownies de hachís con Eliza. Algo extremadamente inapropiado y espeluznante a lo que, sin embargo, era difícil resistirse.

—Gracias por el dibujo —dijo.

—¿Por qué no te sacan más a jugar? —preguntó Eliza—. Te has pasado casi toda la segunda mitad en el banquillo.

—En cuanto hemos tenido una buena ventaja…

—¿Eres fenomenal y te dejan sentada en el banquillo? Eso no lo entiendo. —Los rizos de Eliza se agitaban como un sauce en medio de un vendaval; estaba ciertamente exaltada.

—Dawn y Cathy y Shawna han jugado sus buenos minutos —comentó Patty—. Han sabido mantener la ventaja muy bien.

—Pero ¡tú eres mucho mejor que ellas!

—Tengo que ir a ducharme. Gracias de nuevo por el dibujo.

—Tal vez no este año, pero el que viene a más tardar todo el mundo irá detrás de ti —dijo Eliza—. Vas a ser el centro de atención. Tienes que empezar a aprender a protegerte.

Aquello era tan ridículo que Patty tuvo que pararse y aclararle las cosas.

—El exceso de atención no es un problema que tengamos en el baloncesto femenino.

—¿Y qué me dices de los hombres? ¿Sabes protegerte de los hombres?

—¿Qué quieres decir?

—Que si tienes criterio a la hora de juzgar a los hombres.

—Hoy por hoy apenas tengo tiempo para nada aparte del deporte.

—Por lo que se ve, no te das cuenta de lo increíble que eres. Ni de lo peligroso que es eso.

—Me doy cuenta de que se me da bien el deporte.

—Es casi un milagro que nadie se haya aprovechado aún de ti.

—Bueno, no bebo, y eso ayuda mucho.

—¿Por qué no bebes? —saltó Eliza.

—Porque cuando entreno no puedo. Ni siquiera un sorbo.

—¿Entrenas todos los días del año?

—Bueno, es que además tuve una mala experiencia con la bebida en secundaria, así que…

—¿Qué pasó? ¿Te violaron?

Patty enrojeció y adoptó cinco expresiones distintas, todas a la vez.

—Uf —dijo.

—¿Sí? ¿De verdad te pasó eso?

—Me voy a la ducha.

—¿Lo ves? ¡Es exactamente lo que quiero decirte! —exclamó Eliza con gran agitación—. No me conoces de nada, apenas llevamos hablando dos minutos, y ya casi me has contado que has superado una violación. ¡Estás absolutamente desprotegida!

En ese momento Patty sentía tal bochorno y tal alarma que no detectó los fallos de esa lógica.

—Sé protegerme —afirmó—. Me las arreglo bien.

—Ya, claro. No lo dudo —Eliza se encogió de hombros—. Es tu seguridad lo que está en juego, no la mía.

En el gimnasio resonó el contundente chasquido de los robustos interruptores al apagarse las hileras de luces.

—¿Practicas algún deporte? —preguntó Patty para compensar lo poco complaciente que se había mostrado.

Eliza bajó la vista para mirarse. Tenía la pelvis ancha y en forma de pala, y los pies, enfundados en unas Keds, pequeños y un poco zambos.

—¿Tengo yo pinta de eso?

—Y yo qué sé. ¿El bádminton?

—Detesto la educación física —dijo Eliza, y se rio—. Detesto todos los deportes.

Patty también se rio, sintiendo alivio por el cambio de tema, aunque ahora estaba un tanto confusa.

—Yo ni siquiera lanzaba «como una chica», ni corría «como una chica» —explicó Eliza—. Me negaba a correr y lanzar, y punto. Si me caía una pelota en las manos, sencillamente esperaba a que alguien viniera a quitármela. Cuando debía echarme a correr, como para llegar a la primera base, me quedaba allí plantada unos segundos y luego igual me ponía a caminar.

—Dios mío —dijo Patty.

—Sí, estuve a punto de quedarme sin el diploma por culpa de eso —añadió Eliza—. Si conseguí graduarme fue porque mis padres conocían a la psicóloga del colegio. Acabaron convalidándome la asignatura por ir en bicicleta a diario.

Patty movió la cabeza con un gesto de incertidumbre.

—Pero te encanta el baloncesto, ¿no?

—Sí, eso sí —admitió Eliza—. El baloncesto me fascina.

—Pues ya lo ves: está claro que no detestas el deporte. Según parece, lo que en realidad detestas es la educación física.

—Tienes razón. Ahí tienes razón.

—Bueno, pues eso.

—Sí, pues eso, ¿seremos amigas?

Patty soltó una carcajada.

—Si digo que sí, estaré demostrándote que no ando con cuidado al tratar con personas a las que apenas conozco.

—Eso suena que no.

—¿Y si esperamos a ver qué pasa?

—Bien. Eso sí es andarse con cuidado. Me gusta.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —Patty reía de nuevo—. ¡Me ando con más cuidado de lo que crees!

A la autobiógrafa no le cabe duda de que, si Patty hubiese tenido más conciencia de sí misma y prestado mínimamente la debida atención al mundo que la rodeaba, no se le habría dado ni la mitad de bien el baloncesto universitario. El éxito en el deporte es un espacio accesible sólo a la mente casi vacía. Situarse en un punto de observación desde el que poder ver a Eliza tal como era (es decir, como una trastornada) habría sido perjudicial para su juego. Una no llega a ser una lanzadora de tiros libres con un ochenta y ocho por ciento de acierto si se detiene a reflexionar sobre nimiedades.

Resultó que a Eliza no le caían bien las otras amigas de Patty, y no intentó siquiera tratar con ellas. Las llamaba colectivamente «tus lesbianas» o «las lesbianas», pese a que la mitad de ellas eran hetero. Patty pronto empezó a sentir que vivía en dos mundos mutuamente excluyentes. Por un lado, el Mundo Atleta Total, donde pasaba la mayor parte del tiempo y en el que habría preferido catear un parcial de psicología antes que escaquearse de ir a hacer la compra para una compañera de equipo con un esguince de tobillo o en cama con gripe; por otro, el oscuro y pequeño Mundo de Eliza, donde no tenía que esforzarse en ser tan buena. El único punto de contacto entre ambos mundos era el pabellón deportivo Williams, donde Patty, cuando superaba una defensa de transición para concluir la jugada con una bandeja fácil o una asistencia sin mirar, experimentaba un extra de orgullo y placer si Eliza estaba viéndola. Incluso ese punto de contacto era fugaz, porque cuanto más tiempo pasaba Eliza con Patty, menos parecía recordar lo mucho que le interesaba el baloncesto.

Patty siempre había tenido amigas en plural, nunca nada intenso. Se le alegraba el corazón cuando veía a Eliza esperarla ante el gimnasio después del entrenamiento, sabía que tenía por delante una velada instructiva. Eliza la llevaba a ver películas subtituladas y la hacía escuchar con mucha atención discos de Patti Smith («Me encanta que te llames igual que mi cantante preferida», decía, pasando por alto que los nombres no se escribían igual y que el nombre legal de Patty era Patrizia, que Joyce le había puesto para que fuera distinta y que a Patty le avergonzaba pronunciar en voz alta) y le prestaba libros de poemas de Denise Levertov y Frank O´Hara. Después de que el equipo de baloncesto terminara con un registro de ocho victorias y once derrotas y la eliminación del torneo en la primera ronda (pese a los catorce puntos y las numerosas asistencias de Patty), Eliza le enseñó también a disfrutar mucho, pero que mucho, el chablis Paul Masson.

Lo que hacía Eliza con el resto de su tiempo libre era un tanto impreciso. Parecía haber varios «hombres» (es decir, chicos) en su vida, y a veces mencionaba conciertos a los que había ido, pero cuando Patty manifestaba su curiosidad sobre esos conciertos, Eliza le contestaba que antes Patty debía escuchar todas las recopilaciones que Eliza le había grabado; y a Patty esas recopilaciones le estaban costando un poco. Le gustaba sinceramente Patti Smith, que parecía comprender cómo se había sentido ella en el cuarto de baño la mañana siguiente a la violación, pero la Velvet Underground, por ejemplo, le producía una sensación de soledad, Una vez le confesó a Eliza que los Eagles eran su grupo preferido, y Eliza dijo: «Eso no tiene nada de malo, los Eagles están muy bien», pero en el cuarto de Eliza en la residencia no se veía ni por asomo un disco de los Eagles.

Los padres de Eliza eran psicoterapeutas de altos vuelos en las Ciudades Gemelas y vivían en Wayzata, donde todo el mundo era rico, y ella tenía un hermano mayor que cursaba el penúltimo año en el Bard College, a quien definió como «peculiar». Cuando Pattty preguntó «.¿Peculiar en qué sentido?», Eliza contestó: «En todos». Ella, por su parte, había conseguido acabar la secundaria ensartando cursos en tres academias distintas de las Ciudades Gemelas y estaba matriculada en la universidad porque sus padres se negaban a financiarla si no estudiaba. Las dos eran estudiantes con una media de notable, pero de una manera distinta: Patty sacaba notable en todo, mientras que Eliza sacaba sobresalientes en literatura inglesa y aprobados por los pelos en todo lo demás. Sus únicos intereses conocidos, aparte del baloncesto, eran la poesía y el placer.

Eliza estaba empeñada en lograr que Patty probara hierba, pero ésta tenía una actitud sumamente protectora con sus pulmones, y así fue como ocurrió lo de los brownies. Habían ido en el Escarabajo de Eliza a la casa de Wayzata, repleta de esculturas africanas y despejada de padres, que ese fin de semana asistían a un congreso. La intención inicial era preparar una magnífica cena a lo Julia Child, pero bebieron demasiado vino para cumplir su propósito y terminaron comiendo galletas saladas y queso, haciendo los brownies e ingiriendo lo que debió de ser una cantidad descomunal de droga. Durante las dieciséis horas que pasó colocada, una parte de Patty pensó: «No lo haré nunca más». Se sentía como si hubiera infringido el reglamento del equipo tan gravemente que ya nunca podría reparar el daño, un sentimiento sin duda desolador. También albergaba ciertos recelos respecto a Eliza: de pronto cayó en la cuenta de que lo suyo con ésta era una especie de atracción extraña y que por tanto era de capital importancia quedarse inmóvil y contenerse y no descubrir que era bisexual. Eliza le preguntaba una y otra vez cómo se encontraba, y ella contestaba una y otra vez «Muy bien, gracias», cosa que les resultaba desternillante en cada ocasión. Al escuchar entonces a la Velvet Underground, Patty lo comprendió mucho mejor; era un grupo muy obsceno, y su obscenidad se parecía a como se sentía ella, allí en Wayzata, rodeada de máscaras africanas, cosa que la reconfortaba. Fue un alivio comprobar, cuando estaba ya menos colocada, que incluso muy colocada había logrado contenerse y Eliza no la había tocado, que nunca sucedería nada lésbico.

Patty sentía curiosidad por los padres de Eliza y quería quedarse en la casa para conocerlos, pero Eliza insistió en que era una pésima idea.

—Los dos consideran al otro el amor de su vida —dijo—. Lo hacen todo juntos. Tienen despachos idénticos en el mismo piso, y firman conjuntamente todos sus artículos y libros, y presentan ponencias juntos en los congresos, y nunca jamás hablan de su trabajo en casa, por eso del secreto profesional. Hasta tienen una bicicleta tándem.

—¿Y qué?

—Pues que son raros y no te van a gustar, y entonces no te gustaré yo.

—Mis padres tampoco son ninguna maravilla —dijo Patty.

—Créeme, esto es distinto. Sé de qué hablo.

Mientras volvían a la ciudad en el Escarabajo, con el tibio sol primaveral de Minnesota a sus espaldas, se enzarzaron en algo semejante a su primera pelea.

—Este verano tienes que quedarte aquí —dijo Eliza—. No puedes irte.

—Eso es poco realista —contestó Patty—. Tengo que trabajar en el bufete de mi padre y pasar julio en Gettysburg.

—¿Por qué no puedes quedarte aquí e ir a tu campamento desde aquí? Podemos conseguir trabajo y tú puedes ir al gimnasio a diario.

—Tengo que volver a casa.

—Pero ¿por qué? Si aquello te horroriza.

—Si me quedo aquí, beberé vino cada noche.

—No, nada de eso. Impondremos normas estrictas. Impondremos las normas que tú quieras.

—Volveré en otoño.

—¿Podremos vivir juntas entonces?

—No, ya le he prometido a Cathy que viviré en su apartamento.

—Dile que has cambiado de planes.

—Imposible.

—¡Esto es absurdo! ¡Apenas nos vemos!

—Te veo más que a nadie, prácticamente. Me encanta verte.

—¿Por qué no te quedas este verano, pues? ¿No te fías de mí?

—¿Por qué no iba a fiarme?

—No lo sé. Es que no entiendo por qué prefieres trabajar para tu padre. Él no te cuidó, no te protegió, y yo sí lo haré. Él no piensa en lo que es mejor para ti, y yo sí.

Era cierto que el ánimo de Patty decaía ante la idea de volver a casa, pero le parecía necesario castigarse por comer brownies de hachís. Además, su padre venía haciendo un esfuerzo con ella, enviándole cartas nada menos que de su puño y letra («Te echamos de menos en la pista de tenis») y ofreciéndole el viejo coche de la abuela, que, en su opinión, la abuela ya no debía conducir.

Después de una ausencia de un año, Patty sentía remordimientos de conciencia por tratarlo con tanta frialdad, ¿Acaso había cometido un error? Así que volvió a casa en verano y descubrió que nada había cambiado y que no había cometido ningún error. Veía la tele hasta medianoche, se levantaba a las siete cada mañana y corría ocho kilómetros y dedicaba el día entero a subrayar nombres en documentos jurídicos y a esperar con impaciencia el correo diario, que las más de las veces contenía una larga carta mecanografiada de Eliza, diciendo lo mucho que la añoraba y contando anécdotas sobre su jefe «libidinoso» en el cine de reestreno donde trabajaba de taquillera, e instándola a contestar de inmediato, cosa que Patty hacía en la medida de sus posibilidades en el bufete con olor a naftalina de su padre, usando la Selectric y el papel de carta viejo con membrete del despacho.

En una carta Eliza escribió: «Creo que nos conviene imponernos reglas mutuamente para nuestra protección y autosuperación». Patty se lo tomó con escepticismo, pero en la respuesta incluyó tres reglas para su amiga. «No fumar antes de la cena», «Hacer ejercicio a diario y desarrollar aptitudes atléticas» y «Asistir a TODAS las clases y hacer todas las tareas de todas las asignaturas (y no sólo de literatura inglesa)». Sin duda debería haberla alarmado lo distintas que fueron las reglas de Eliza para ella —«Beber sólo los sábados por la noche y sólo en presencia de Eliza», «No ir a fiestas mixtas salvo en compañía de Eliza» y «Contárselo TODO a Eliza»—, pero carecía de criterio y, en lugar de inquietarse, se sintió emocionada por disfrutar de una amistad íntima tan intensa con ella. Entre otras cosas, tener a dicha amiga le proporcionaba a Patty blindaje y munición contra su hermana mediana.

—¿Y qué? ¿Cómo va la vida en Minne-soooo-ta? —empezaba habitualmente un encuentro con su hermana—. ¿Has comido mucho maíz? ¿Has visto a Babe, el buey azul? ¿Has estado en Brainerd?

Cabría esperar que Patty, una deportista adiestrada para la competición y tres años y medio mayor que su hermana (aunque sólo iba dos cursos por delante de ella), hubiese desarrollado métodos para lidiar con su denigrante estupidez. Pero en el corazón de Patty anidaba cierta vulnerabilidad congénita: la nula actitud fraternal de su hermana nunca dejaba de asombrarla. Además, era una persona realmente creativa y por lo tanto tenía especial habilidad para encontrar maneras inesperadas con que dejar a Patty sin saber qué decir.

—¿Por qué siempre me hablas con esa voz tan rara? —era por entonces la mejor defensa de Patty.

—Yo sólo te preguntaba por la vida en la gloriosa Minne-soooo-ta.

Cacareas, eso es lo que haces. Es como un cacareo.

Esto era acogido con un silencio y un destello en la mirada. A continuación:

—Pero ¡si es la Tierra de los Diez Mil Lagos!

—Anda, vete, por favor.

—¿Tienes novio allí?

—No.

—¿Y novia?

—No. Aunque sí he encontrado una gran amiga.

—¿La que te manda todas esas cartas, quieres decir? ¿También es atleta?

—No. Es poeta.

—Vaya. —La hermana pareció interesarse un ápice—. ¿Cómo se llama?

—Eliza.

—Eliza Doolittle. Desde luego escribe muchas cartas. ¿Seguro que no es tu novia?

—Es escritora, ¿vale? Una escritora de lo más interesante.

—Llegan ciertos rumores del vestuario, sólo eso: el hongo que no se atreve a pronunciar su nombre.

—Das asco —dijo Patty—. Tiene al menos tres novios, y es muy guay.

—Brainerd, Minne-soooo-ta —fue la respuesta de la hermana—. Tienes que enviarme desde Brainerd una postal de Babe, el buey azul.

Se marchó cantando «me caso mañana por la mañana» con un marcado vibrato.

El otoño siguiente, ya de vuelta a la universidad, Patty conoció a un chico llamado Carter, que se convertiría, a falta de una palabra mejor, en su primer novio. A la autobiográfa le parece ahora cualquier cosa menos casual que lo conociera inmediatamente después de obedecer la tercera regla de Eliza y contarle que un tío del gimnasio, un estudiante de segundo del equipo de lucha, la había invitado a cenar. Eliza quiso conocer antes al luchador, pero incluso la complacencia de Patty tenía sus límites.

—Parece muy buen tío —dijo.

—Lo siento, pero en lo que se refiere a los tíos sigues en libertad vigilada —contestó Eliza—. También creías que la persona que te violó era buen tío.

—No estoy del todo segura de haber llegado a tener esa idea en concreto. Sencillamente me atrajo su interés por mí.

—Pues ahora también hay alguien que se interesa por ti.

—Sí, pero no he bebido.

Al final acordaron que Patty iría a la habitación que Eliza tenía fuera del campus (el premio de sus padres por haber trabajado en verano) justo después de la cena, y que si a las diez no estaba allí, Eliza iría en su busca. Cuando llegó a la casa, a eso de las nueve y media, después de una cena no especialmente brillante con el luchador, encontró a Eliza en su habitación del piso superior con el tal Carter. Estaban sentados cada uno en un extremo del sofá, descalzos pero con calcetines, los pies apoyados en el cojín central planta con planta, empujándoselos mutuamente en una especie de pedaleo que podía interpretarse o no como un comportamiento propio de hermanos. En el equipo de música de Eliza sonaba el nuevo álbum de DEVO.

Patty vaciló en el umbral de la puerta.

—Mejor os dejo solos.

—¡Uy!, por Dios, no no no no no, ¡te queremos aquí! —exclamó Eliza—. Carter y yo somos historia pasada, ¿no es verdad?

—Muy pasada —confirmó Carter con dignidad y, pensó Patty después, con cierta irritación. Bajó los pies al suelo.

—Un volcán extinto —añadió Eliza mientras se ponía en pie de un salto para presentarlos.

Patty nunca había visto a su amiga con un chico, y le chocó lo mucho que se alteraba su personalidad: estaba ruborizada, se trababa la lengua y dejaba escapar una risita intermitente muy poco natural. Parecía haber olvidado que Patty había ido allí a darle el parte después de la cena. Todo se centró en Carter, un amigo suyo de uno de sus antiguos colegios, que se había tomado un descanso en sus estudios universitarios y trabajaba en una librería e iba a conciertos. Carter tenía un pelo en extremo lacio y de una interesante coloración oscura (henna, resultó) y unos preciosos ojos de largas pestañas (rímel, resultó), y carecía de defectos físicos destacados salvo por los dientes, curiosamente pequeños y puntiagudos, cada uno por su lado (un gasto infantil como la ortodoncia, tan elemental en las clases medias, había escapado entre las grietas del agrio divorcio de sus padres, resultó). A Patty le gustó de inmediato el hecho de que no se sintiera cohibido por sus dientes. Se disponía a causarle una buena impresión, a intentar demostrarle que era digna de la amistad de Eliza, cuando ésta le plantó una copa de vino llena ante las narices.

—No, gracias —contestó Patty.

—Pero si es sábado por la noche —objetó Eliza.

Patty quiso señalar que las reglas no la obligaban a beber en sábado, pero en presencia de Carter percibió un atisbo objetivo de lo raras que eran las reglas de Eliza, y de lo raro que era, ya puestos, que ella tuviese que informar a Eliza de su cena con el luchador. Y por consiguiente cambió de idea y se bebió el vino, y después otra copa llena más, y se sintió a gusto y espléndidamente. La autobiógrafa es consciente de lo aburrido que es leer acerca de las experiencias con la bebida de una persona, pero a veces guardan relación con la historia. Cuando Carter se levantó para marcharse, a eso de la medianoche, se ofreció a llevar a Patty en coche a su residencia, y ante la puerta del edificio le preguntó si podía darle un beso de despedida. («No pasa nada —pensó ella—, es amigo de Eliza»); y después de morrearse un rato, de pie en el aire frío de octubre, él le preguntó si podían volver a verse al día siguiente, y ella pensó: «Vaya, éste no pierde el tiempo».

Para reconocer lo que es justo reconocer: ese invierno fue la mejor temporada deportiva de su vida. No tuvo problemas de salud, y la entrenadora Treadwell, después de sermonearla severamente sobre la necesidad de ser menos desinteresada y más líder, la sacó como titular en la posición de escolta en todos los partidos. La propia Patty se asombró al ver que de pronto las jugadoras rivales más corpulentas que ella se movían como a cámara lenta, al descubrir la facilidad con que alargaba el brazo y les robaba la pelota y cuántos tiros en suspensión le entraban, partido tras partido. Incluso cuando le aplicaban una doble defensa, cosa que ocurría cada vez más a menudo, sentía una relación íntima especial con la canasta, sabiendo siempre exactamente dónde estaba y confiando siempre en ser su jugadora preferida en la cancha, la que mejor alimentaba su boca circular. Incluso fuera de la pista se sentía en la zona de ataque, lo que se traducía en una especie de presión reconcentrada detrás de las cejas, un sopor alerta o un aturdimiento polarizado que persistía hiciera lo que hiciera. Ese invierno durmió de maravilla y en ningún momento llegó a despertar del todo. Ni siquiera cuando le daban un codazo en la cabeza o las compañeras de su equipo, contentas, se apiñaban en torno a ella al sonar el pitido final.

Y lo suyo con Carter formó parte de eso. Carter mostraba una absoluta falta de interés por el deporte y no parecía importarle que, en las semanas críticas, Patty no dispusiera más que de unas horas para él, a veces lo justo para hacer el amor en su apartamento y volver corriendo al campus. En cierto sentido, incluso ahora, la autobiógrafa considera eso una relación ideal, aunque no tan ideal, debe reconocer, cuando se permite un cálculo realista del número de chicas con que se acostó Carter durante los seis meses que Patty lo vio como su novio. Esos seis meses constituyeron el primero de los dos períodos indiscutiblemente felices en la vida de Patty, momentos en que todas las piezas encajaban. Le encantaban los dientes sin arreglar de Carter, su sincera modestia, sus expertos magreos, su paciencia con ella. Poseía sin duda excelentes cualidades, ese Carter. Lo mismo cuando le daba una indicación técnica en materia de sexo con embarazosa delicadeza que cuando le confesaba que no tenía absolutamente ningún plan de futuro («Probablemente para lo que estoy más capacitado es para ser algo así como un chantajista discreto»), hablaba siempre con voz suave y contenida y autodespectiva… el pobre Carter, tan corrupto él, no tenía muy buen concepto de sí mismo como miembro de la especie humana.

Por su parte, Patty siguió teniendo un buen concepto de él, peligrosamente bueno, hasta la noche de un sábado de abril, cuando regresó antes de lo previsto de Chicago, adonde la entrenadora Treadwell y ella habían ido en avión para el banquete y la ceremonia de entrega de premios de la selección nacional (a Patty la habían nombrado segunda opción como escolta), para presentarse por sorpresa en la fiesta que Carter había organizado por su cumpleaños. Desde la calle, vio encendidas las luces de su apartamento, pero tuvo que llamar al timbre cuatro veces, y finalmente la voz que sonó por el portero automático fue la de Eliza.

¿Patty? ¿No estabas en Chicago?

—He vuelto antes. Ábreme.

Se oyó crepitar el portero, y después un silencio tan largo que Patty volvió a llamar dos veces. Finalmente Eliza, con sus Keds y su pelliza, bajó corriendo la escalera y cruzó la puerta.

—¡Hola, hola, hola, hola! —dijo—. ¡No me puedo creer que estés aquí!

—¿Por qué no me has abierto desde arriba? —preguntó Patty.

—No lo sé, se me ha ocurrido bajar a verte. Eso de ahí arriba es un desmadre, y he pensado que era mejor bajar y así podemos hablar. —Tenía los ojos brillantes y se retorcía las manos con desesperación—. Ahí arriba corre mucha droga, ¿y si vamos a otro sitio? Me alegro mucho de verte, en serio. Eh, ¡hola! ¿Cómo estás? ¿Cómo ha ido en Chicago? ¿Cómo ha ido el banquete?

Patty fruncía el cejo.

—¿Estás diciéndome que no puedo subir a ver a mi novio?

—Bueno, no, pero, no, pero… ¿novio? Ésa es una palabra un poco fuerte, ¿no te parece? Pensaba que era sólo Carter. Es decir, ya sé que te gusta, pero…

—¿Quién más hay arriba?

—Ah, bueno, otra gente, ya sabes.

—¿Quién?

—Nadie que tú conozcas. Oye, vamos a otro sitio, ¿vale?

—Pero ¿quién, por ejemplo?

—Él pensaba que no volvías hasta mañana. Habéis quedado para cenar mañana, ¿no?

—He vuelto antes para verlo.

—Vamos, no irás a decirme que estás enamorada de él… Tenemos que hablar en serio de la necesidad de protegerte mejor; yo creía que para vosotros era una diversión, o sea, tú nunca habías empleado literalmente la palabra «novio», o yo me habría enterado, ¿no? Y si no me lo cuentas todo, no puedo protegerte. Puede decirse que has incumplido una regla, ¿no te parece?

—Tú tampoco has obedecido mis reglas —dijo Patty.

—Esto no es lo que crees, te lo juro. Yo soy tu amiga. Pero aquí hay otra persona que desde luego no es amiga tuya.

—¿Una chica?

—Oye, le diré que se marche. Nos libraremos de ella y luego podemos montar una fiesta nosotros tres. —Eliza dejó escapar una risita—. Carter ha conseguido una coca muy, muy, muy buena para celebrar su cumpleaños.

—Un momento. ¿Sólo estáis vosotros tres? ¿Eso es la fiesta?

—Es tan fantástica, pero tan fantástica, que tienes que probarla. Ya ha terminado la temporada, ¿no? Nos libraremos de ella y podrás subir y sumarte a la fiesta. O podemos ir a mi casa, tú y yo solas. Si esperas un momento, voy por un poco de droga y nos vamos a mi casa. Tienes que probarla. No lo entenderás si no la pruebas.

—Dejar a Carter con otra e irme a tomar una droga dura contigo. Vaya, menudo plan.

—Dios mío, Patty, lo siento muchísimo. No es lo que crees. Dijo que organizaba una fiesta, pero luego consiguió la coca y cambió un poco el plan, y al final resultó que sólo me quería aquí porque la otra persona se negaba a venir si estaban ellos dos solos.

—Podías haberte marchado —señaló Patty.

—La fiesta ya había empezado, y si la pruebas, entenderás por qué no me he marchado. Te juro que ésa es la única razón por la que estoy aquí.

La noche no terminó, como debería haber sido, con un enfriamiento o la ruptura de la amistad entre Patty y Eliza, sino que Patty acabó comprometiéndose a renunciar a Carter y disculpándose con Eliza por no haberle hablado más de sus sentimientos hacia él, y Eliza a su vez se disculpó por no haberle prestado más atención y prometió atenerse más a sus propias reglas y dejar de consumir drogas duras. Ahora, para la autobiógrafa es evidente que la perspectiva de un trío y un montículo de polvo blanco en la mesilla de noche era exactamente la idea que Carter tenía de un estupendo regalo de cumpleaños para él. Pero Eliza se sentía tan culpable y preocupada que mintió con gran convicción, y a la mañana siguiente, sin dejar a Patty siquiera una hora de vigilia para reflexionar y concluir que su supuesta mejor amiga había hecho algo retorcido con su supuesto novio, Eliza se presentó jadeante ante la puerta del apartamento universitario de Patty, vestida con lo que para ella era ropa de footing (una camiseta de Lena Lovich), un pantalón corto a la altura de las rodillas, calcetines negros, Keds) para anunciarle que acababa de dar tres vueltas a la pista de cuatrocientos metros y pedirle con insistencia que le enseñara unos ejercicios de calistenia. Exaltada, le propuso un plan para las dos —estudiar juntas cada tarde—; exaltada, proclamó su afecto por ella y su miedo a perderla. Y Patty, después de abrir los ojos dolorosamente ante la naturaleza de Carter, fue y los cerró ante la de Eliza.

La presión de Eliza en toda la cancha prosiguió hasta que Patty accedió a pasar el verano en Minneapolis con ella, momento en que Eliza volvió a dejarse ver menos y perdió interés por el ejercicio físico. Patty pasó gran parte de ese tórrido verano sola en un cuchitril subarrendado de Dinkytown lleno de cucarachas, compadeciéndose y experimentando un bajo nivel de autoestima. No entendía por qué Eliza se había empecinado tanto en vivir con ella si la mayoría de las noches llegaba a las dos de la madrugada, o no volvía siquiera. También es verdad que Eliza le sugería continuamente que probara drogas nuevas o fuera a conciertos o buscara a una persona nueva con la que acostarse, pero Patty sentía una aversión pasajera por el sexo y permanente por las drogas y el humo de tabaco. Además, su trabajo de verano en el Departamento de Educación Física apenas le daba para pagar el alquiler, y se negaba a emular a Eliza y mendigar a sus padres inyecciones de efectivo, por lo que se sentía cada vez más inútil y sola.

—¿Por qué somos amigas? —preguntó por fin una noche mientras Eliza se acicalaba con su peculiar estilo punk para otra de sus salidas.

—Porque eres genial y preciosa. Eres mi preferida en este mundo.

—Soy una atleta. Soy aburrida.

—¡No! Eres Patty Emerson, y vivimos juntas, y eso es una maravilla.

Éstas fueron literalmente sus palabras, la autobiógrafa las recuerda vívidamente.

—Pero es que no hacemos nada —objetó Patty.

—¿Qué quieres hacer?

—Estoy pensando en marcharme un tiempo a casa de mis padres.

—¿Cómo? ¿No lo dirás en serio? Pero ¡si ni siquiera te caen bien! Tienes que quedarte aquí conmigo.

—Pero si sales casi todas las noches…

—Pues empecemos a hacer más cosas juntas.

—Pero sabes perfectamente que yo no quiero hacer esa clase de cosas.

—Pues entonces vamos al cine. Vamos al cine ahora mismo. ¿Qué quieres ver? ¿Quieres ir a ver Días del cielo?

Y así empezó una vez más la presión de Eliza en toda la cancha, que duró lo justo para que Patty pasara lo peor del verano y para asegurarse de que no huía. Fue durante esta tercera luna de miel de sesiones dobles y vino con soda y el desgaste de los surcos de los álbumes de Blondie cuando Patty empezó a oír hablar del músico Richard Katz.

—Dios mío —dijo Eliza—, creo que me he enamorado. Creo que quizá tenga que empezar a ser buena chica. Él es tan grande que es como si te aplastara una estrella de neutrones. Es como si te borrara una goma de borrar gigante.

La goma de borrar gigante acababa de licenciarse de Macalester College, trabajaba en demoliciones y había formado un grupo punk llamado los Traumatics, que iban a ser, Eliza estaba convencida, el no va más. Lo único que empañaba su idealización de Katz era los amigos que éste elegía.

—Vive con un empollón, un tal Walter, un parásito —explicó—, uno de esos groupies puretas. Una cosa rara, no lo acabo de entender. Al principio pensé que era el representante de Katz o algo así, pero es demasiado muermo para eso. Salgo de la habitación de Katz por la mañana y allí está Walter, a la mesa de la cocina, con una gran macedonia de frutas que ha preparado. Está leyendo el New York Times y lo primero que me pregunta es si últimamente he visto alguna buena obra. Ya sabes, eh, una obra de teatro. Son la Extraña Pareja, tal cual. Tienes que conocer a Katz, para entender lo raro que es todo esto.

Pocas circunstancias han resultado más dolorosas para la autobiógrafa, a largo plazo, que el carácter entrañable de la amistad entre Walter y Richard. A simple vista, al menos, los dos eran una pareja más extraña aún que Patty y Eliza. Algún genio de la ofícina de alojamiento de Macalester College había puesto en la misma habitación de la residencia de alumnos de primero a un chico de provincias de Minnesota conmovedoramente responsable y a un guitarrista ensimismado, propenso a la adicción, poco fiable y chico de la calle de Yonkers, Nueva York. Lo único que el empleado de la oficina podía saber con certeza que tenían en común era que los dos tenían becas. Walter era de color pálido, larguirucho y, aunque más alto que Patty, no se acercaba a la estatura de Richard, que medía un metro noventa, tenía los hombros anchos y la tez morena en igual medida que Walter la tenía blanca. Richard guardaba un gran parecido (que a lo largo de los años no sólo Patty notó y comentó, sino mucha otra gente) con el dictador libio Muammar el Gaddafi. El mismo pelo negro, las mismas mejillas curtidas y picadas de viruela, la misma sonrisa[1] hierática de déspota satisfecho de sí mismo que pasa revista a la tropa y los lanzamisiles, y aparentaba unos quince años más que su amigo. Walter tenía el aspecto del «ayudante técnico» oficioso que a veces tienen los equipos deportivos en secundaria, un estudiante sin dotes atléticas que ayuda a los entrenadores y acude a los partidos con chaqueta y corbata y le dejan estar junto a la línea de banda con un sujetapapeles. Los deportistas suelen tolerar a esta clase de ayudantes técnicos porque invariablemente son unos atentos estudiosos del juego, y ése parecía un elemento del nexo entre Walter y Richard, porque Richard, por irritable y poco de fiar que fuera en casi todos los sentidos, se tomaba irremisiblemente en serio su música, y Walter poseía el bagaje de conocimientos necesario para ser admirador de una música como la de Richard. Más tarde, cuando Patty los conoció mejor, vio que en el fondo quizá no eran tan distintos: los dos se esforzaban, aunque de maneras muy distintas, por ser buenas personas.

Patty conoció a la goma de borrar la bochornosa mañana de un domingo de agosto, cuando regresó de correr y lo encontró sentado en el sofá de la sala de estar, que parecía más pequeña ante tal corpulencia, mientras Eliza se duchaba en el indescriptible cuarto de baño. Richard vestía una camiseta negra y leía un libro de bolsillo con una uve en la cubierta. Las primeras palabras que dirigió a Patty, pronunciadas sólo después de que ella se sirviera un vaso de té con hielo y se quedase allí de pie bañada en sudor, bebiendo, fueron:

—¿Y tú qué eres?

—¿Cómo dices?

—¿Qué haces aquí?

Vivo aquí —contestó ella.

—Ya, eso ya lo veo.

Richard la miró de arriba abajo, parte a parte. Ella tuvo la sensación de que a cada nueva parte en que él posaba los ojos, quedaba clavada con una chincheta más a la pared que estaba detrás de ella, de modo que cuando él acabó de examinarla del todo, se había vuelto bidimensional y estaba pegada a la pared.

—¿Has visto el álbum de recortes? —preguntó él.

—Eh… ¿álbum de recortes?

—Voy a enseñártelo —dijo—. Te interesará.

Entró en la habitación de Eliza, volvió y le entregó a Patty un archivador de tres anillas, y volvió a sentarse con su novela como si se hubiera olvidado de la presencia de Patty. Era un archivador de los antiguos, con una tapa de tela azul claro, en la que aparecía escrita a tinta en mayúsculas la palabra PATTY. Contenía, hasta donde Patty pudo distinguir, todas las fotos de ella publicadas en las páginas deportivas del Minnesota Daily, todas las postales que ella le había enviado a Eliza, todas las tiras de fotos que se habían hecho las dos apretujándose en un fotomatón y todas las instantáneas con flash de las dos colocadas el fin de semana de los brownies. A Patty le resultó un poco raro y emotivo, pero sobre todo se sintió apenada por Eliza, y lamentó haber puesto en tela de juicio lo mucho que ésta la quería.

—Es una niña peculiar —comentó Richard desde el sofá.

—¿De dónde has sacado esto? ¿Siempre hurgas entre las cosas de la gente cuando te quedas a dormir en su casa?

Él se echó a reír.

J’accuse!

—Vamos, contéstame.

—No te embales. Estaba justo detrás de la cama. A plena vista, como dice la policía.

El ruido del agua en la ducha dejó de oírse.

—Déjalo donde estaba —pidió Patty—. Por favor.

—Creía que te interesaría —dijo Richard, sin moverse del sofá.

—Por favor, déjalo donde lo has encontrado.

—Empiezo a sospechar que no tienes tu propio álbum de fotos correspondiente.

—Ahora mismo, por favor.

—Una niña muy peculiar —dijo Richard, cogiendo de sus manos el carpesano—. Por eso te he preguntado cuál es tu historia.

La artificiosidad del comportamiento de Eliza con los hombres, el continuo fluir de risitas, la efusividad y las sacudidas de pelo eran algo que una amiga suya podía llegar a aborrecer. Su desesperación por complacer a Richard se mezcló en la imaginación de Patty con la rareza del álbum de recortes y la extrema necesidad que ponía de manifiesto, y, por primera vez, la llevó a avergonzarse un poco de ser amiga de Eliza. Lo cual era extraño, ya que a Richard no parecía avergonzarle acostarse con ella y, en cualquier caso, ¿por qué habría de importarle a Patty lo que él pensara de su amistad?

Era casi su último día en el pozo de cucarachas cuando volvió a ver a Richard. Estaba otra vez en el sofá, sentado con los brazos cruzados y golpeteando sonoramente con la bota derecha y haciendo una mueca mientras Eliza, de pie frente a él, tocaba la guitarra de la única manera que Patty la había oído tocar: sin convicción.

—No pierdas el compás —indicó—. Marca el ritmo con el pie.

Pero Eliza, que transpiraba por la concentración, dejó de tocar en cuanto advirtió la presencia de Patty.

—No puedo tocar delante de ella.

—Claro que puedes —dijo Richard.

—La verdad es que no puede —confirmó Patty—. La pongo nerviosa.

—Vaya. ¿Y eso a qué se debe?

—No tengo ni idea —contestó Patty.

—Me apoya demasiado —explicó Eliza—. Siento sus ganas de que lo haga bien.

—Muy mal hecho —le dijo Richard a Patty—. Tienes que desear que fracase.

—Vale —accedió Patty—. Quiero que fracases. ¿Puedes hacerlo? Parece que eso se te da bastante bien.

Eliza la miró sorprendida. Y la propia Patty se sorprendió de sí misma.

—Perdona, me voy a mi habitación —dijo.

—Antes vamos a ver cómo fracasa —dijo Richard.

Pero Eliza ya se descolgaba la guitarra y la desenchufaba.

—Tienes que ensayar con un metrónomo —le aconsejó Richard—. ¿Tienes uno?

—Esto ha sido una idea pésima —dijo Eliza.

—¿Y por qué no tocas algo? —le preguntó Patty a Richard.

—En otro momento —respondió él.

Pero Patty recordaba la vergüenza que había sentido cuando él sacó el álbum de recortes.

—Una canción —insistió—. Un acorde, toca un acorde. Eliza dice que eres increíble.

Richard negó con la cabeza.

—Ven a algún concierto.

—Patty no va a conciertos —dijo Eliza—. No le gusta el humo.

—Hago deporte —aclaró Patty.

—Si, ya, eso hemos visto —dijo Richard, dirigiéndole una mirada elocuente—. Una estrella del baloncesto. ¿Qué eres? ¿Alero? ¿Escolta? No tengo ni idea de lo que se considera alto en una tía.

—A mí no se me considera alta.

—Y sin embargo eres bastante alta.

—Ajá.

—Estábamos a punto de salir —intervino Eliza, poniéndose en pie.

—Por tu aspecto tú también podrías haber jugado al baloncesto —le dijo Patty a Richard.

—Es una buena manera de romperse un dedo.

—Eso no es verdad —objetó ella—. No pasa casi nunca.

Aquél no fue un comentario interesante ni algo que hiciera avanzar la trama. Patty percibió de inmediato que, en realidad, a Richard le importaba un carajo que ella jugara al baloncesto.

—Es posible que vaya a uno de tus conciertos —dijo—. ¿Cuándo es el próximo?

—No puedes ir, hay mucho humo para ti —le recordó Eliza con tono desagradable.

—No es problema —dijo Patty.

—¿Ah, sí? Eso es nuevo.

—Trae tapones para los oídos —le recomendó Richard.

En su habitación, después de oír que se marchaban, Patty se echó a llorar por razones que en su desconsuelo fue incapaz de entender. Cuando volvió a ver a Eliza, treinta y seis horas más tarde, se disculpó por haberse comportado como una auténtica hija de puta, pero para entonces, Eliza estaba de un humor excelente y le había dicho que no se preocupara por eso. Se estaba planteando vender la guitarra y gustosamente llevaría a Patty a escuchar a Richard.

Su siguiente actuación fue una noche entre semana de septiembre, en un local mal ventilado que se llamaba Longhorn, donde los Traumatics fueron teloneros de los Buzzcoks. La primera persona que Patty vio cuando Eliza y ella llegaron fue Carter. Tenía cogida del cuello a una rubia grotescamente guapa con un minivestido de lentejuelas.

—Mierda —dijo Eliza.

Patty saludó a Carter con gesto valiente, y él enseñó sus horribles dientes y se encaminó hacia ella tranquilamente, la viva imagen de la afabilidad, con la lentejuelas a remolque. Eliza agachó la cabeza y se llevó a Patty a rastras a través de un corrillo de punkis que chupaban cigarrillos y la arrimó al escenario. Allí encontraron a un chico de cabello claro que era el famoso compañero de habitación de Richard, como adivinó Patty incluso antes de que Eliza dijera, con voz monótona y sonora:

—Hola Walter qué tal.

Como aún no conocía a Walter, Patty ignoraba lo extraño que era en él devolver ese saludo con un seco gesto de asentimiento y no con una cordial sonrisa del Medio Oeste.

—Ésta es mi mejor amiga, Patty —dijo Eliza—. ¿Puede quedarse aquí contigo un momento mientras voy a los camerinos?

—Creo que están a punto de salir —informó Walter.

—Sólo un segundo —insistió Eliza—. Tú cuida de ella, ¿vale?

—¿Por qué no vamos todos? —propuso Walter.

—No, tú tienes que guardarme el sitio aquí —le ordenó Eliza a Patty—. Enseguida vuelvo.

Descontento, Walter la observó abrirse paso entre los cuerpos y desaparecer. No se lo veía ni mucho menos tan empollón como Eliza le había hecho creer a Patty —llevaba un jersey de pico y tenía una mata de pelo rubio rojizo, greñudo y rizado, y parecía lo que era, es decir, un estudiante de primero de Derecho—, pero sí llamaba la atención entre los punkis con sus prendas y sus pelos mutilados, y Patty, que de pronto se había sentido acomplejada por su propia ropa, que siempre le había gustado hasta hacía un momento, se alegró del aspecto normal de Walter.

—Gracias por quedarte conmigo —dijo ella.

—Me parece que vamos a estar aquí de pie un buen rato —dijo Walter.

—Me alegro de conocerte.

—Yo también me alegro de conocerte. Eres la estrella de baloncesto.

—La misma.

—Richard me ha hablado de ti. —Se volvió hacia ella—. ¿Tomas muchas drogas?

—¡No! Dios mío. ¿Por qué?

—Porque tu amiga sí.

Patty no supo qué hacer con su expresión facial.

—Delante de mí no.

—Vale, por eso se ha ido a los camerinos.

—Ya.

—Lo siento. Sé que es amiga tuya.

—No, me parece interesante saberlo.

—Da la impresión de ir muy bien de fondos.

—Sí, se lo dan sus padres.

—Claro, los padres.

Walter parecía tan preocupado por la desaparición de Eliza que Patty se quedó en silencio. Volvía a sentirse competitiva de un modo enfermizo. Casi no era consciente todavía de su interés por Richard, y aun así le resultaba injusto que Eliza se valiera de algo más que simplemente ella misma, de su belleza —que echa mano de los recursos paternos—, para retener la atención de Richard y comprar su acceso a él. ¡Qué tonta era Patty respecto a las cosas de la vida! ¡Qué rezagada iba respecto a otras personas! |Y qué feo se veía todo en el escenario! Los cables desnudos, los cromados fríos de la batería, los micros funcionales, la cinta aislante de secuestrador, los focos como cañones: todo parecía tan descarnado…

—¿Vas a muchos conciertos? —le preguntó Walter.

—No, nunca. Una vez.

—¿Has traído tapones para los oídos?

—No. ¿Los necesito?

—Richard toca a un volumen muy alto. Puedes usar los míos. Están casi nuevos.

Del bolsillo de la camisa se sacó una bolsita con dos larvas blanquecinas de gomaespuma. Patty las miró e hizo lo imposible por esbozar una sonrisa amable.

—No, gracias —contestó.

—Soy una persona muy limpia —aseguró él totalmente en serio—. No hay ningún riesgo para la salud.

—Pero entonces tú te quedaras sin…

—Los partiré por la mitad. Vas a necesitar algo para protegerte.

Patty lo observó mientras partía los tapones cuidadosamente.

—Quizá me los quedo en la mano y espero a ver si los necesito —dijo ella.

Permanecieron allí un cuarto de hora. Eliza, serpenteando y contoneándose, regresó por fin con aspecto radiante justo cuando las luces del local se atenuaban y el público se abalanzaba contra el escenario. Lo primero que hizo Patty fue dejar caer los tapones. Había muchos más empujones y codazos de los que parecía exigir la situación. Un gordo vestido de cuero la embistió por detrás y la aplastó contra el escenario. Eliza agitaba ya el pelo y daba brincos de expectación, y le tocó a Walter obligar a retroceder al gordo y dejarle a Patty un hueco para permanecer de pie.

Los Traumatics, que salieron corriendo al escenario, se componían de Richard, su bajista de toda la vida, Herrera, y dos chicos flacos que parecían recién salidos del instituto. Richard tenía por entonces más de showman de lo que tendría en el futuro, cuando quedó claro que nunca sería una estrella y por consiguiente sería mejor ser una antiestrella. Botaba de puntillas, realizaba pequeñas piruetas con la mano en el mástil de la guitarra y demás. Informó al público que su grupo interpretaría todas las canciones que sabía, y que eso duraría veinticinco minutos. Acto seguido, él y el grupo entraron en un estado de total desenfreno, produciendo una atroz andanada de ruido en el que Patty no distinguía el menor ritmo. Aquella música era como comida demasiado caliente para tener sabor, pero la ausencia de ritmo o melodía no fue obstáculo para que el núcleo duro de los punkis de sexo masculino empezara a brincar y chocar hombro contra hombro y pisotearles los tobillos a todas las mujeres a su alcance. En un intento de mantenerse apartada de los punkis, Patty acabó separándose de Walter y Eliza. El ruido era realmente insoportable. Richard y otros dos Traumatics chillaban ante sus micrófonos, «¡Odio el sol! ¡Odio el sol!», y Patty, a quien no le gustaba bastante el sol, echó mano de sus aptitudes baloncestistas para llevar a cabo una fuga inmediata. Se adentró entre la muchedumbre con los codos en alto y, al salir de la refriega, se encontró cara a cara con Carter y su rutilante chica. Siguió adelante hasta llegar a la acera y sentir el aire cálido y limpio de septiembre, bajo un cielo de Minnesota en el que asombrosamente quedaba aún luz crepuscular.

Se quedó un rato ante la puerta del Longhorn, viendo llegar con retraso a seguidores de los Buzzcocks y esperando a ver si Eliza salía a buscarla. Pero fue Walter, no Eliza, quien apareció.

—Estoy bien —dijo ella—. Sólo que me parece que esto no es lo mío.

—¿Te acompaño a casa?

—No, vuelve dentro. Dile a Eliza que regreso a casa sola, para que no se preocupe.

—No se la ve muy preocupada. Deja que te acompañe a casa.

Patty dijo que no, Walter insistió, ella insistió en que no, él insistió en que sí. Entonces ella cayó en la cuenta de que él no tenía coche y se ofrecía a ir en autobús con ella, y ella volvió a insistir en que no, y él en que sí. Mucho después él diría que había empezado a enamorarse de ella mientras esperaban en la parada del autobús, pero en la cabeza de Patty no sonaba ninguna sintonía equivalente. Se sentía culpable por abandonar a Eliza y lamentaba haber perdido los tapones y no haberse quedado más tiempo viendo a Richard.

—Me siento como si hubiera suspendido un examen —comentó.

—Pero ¿te gusta esta clase de música?

—Me gusta Blondie. Me gusta Patti Smith. Supongo que en realidad no, no me gusta esta clase de música.

—¿Es lícito, pues, preguntar por qué has venido?

—Bueno, Richard me invitó.

Walter asintió, como si eso tuviera un significado íntimo para él.

—¿Richard es buena persona? —preguntó Patty.

—¡Buenísima persona! Mejor dicho, depende. Mira, su madre se largó cuando él era pequeño y se convirtió en una fanática religiosa. Su padre, empleado de correos y alcohólico, tuvo cáncer de pulmón cuando Richard estudiaba secundaria, Richard cuidó de él hasta su muerte. Es una persona muy leal, aunque quizá no tanto con las mujeres. De hecho, no es muy buena persona con las mujeres, si es eso lo que quieres saber.

Patty ya lo había intuido y por alguna razón no se sintió molesta por la noticia.

—¿Y tú? —preguntó Walter.

—¿Yo qué?

—¿Eres buena persona? Lo pareces. Y sin embargo…

—¿Y sin embargo?

—¡No trago a tu amiga! —soltó—. No creo que sea una gran persona. De hecho, es más bien espantosa, diría. Es embustera y mala.

—Bueno, es mi mejor amiga —replicó Patty, enfurruñada—. Conmigo no es espantosa. Tal vez simplemente habéis empezado con mal pie.

—¿Siempre te lleva a un sitio y te deja allí plantada mientras toma coca con otros?

—No, la verdad es que eso nunca había pasado.

Walter calló, simplemente se quedó reconcomiéndose en su aversión. No se divisaba ningún autobús.

—A veces me hace sentir muy, muy bien lo mucho que se interesa por mí —añadió Patty al cabo de un rato—. No es que lo haga todo el tiempo, pero cuando lo hace…

—No puedo imaginar que te cueste encontrar a gente que se interese por ti —observó Walter.

Ella negó con la cabeza.

—Pues tengo algún problema. Quiero a todas mis otras amigas, pero tengo la sensación de que siempre hay un muro entre nosotras. Como si todas ellas fueran una clase de personas y yo otra. Más competitiva y egoísta. Básicamente, menos buena. En cierto modo, siempre acabo sintiendo que finjo cuando estoy con ellas. Con Eliza no tengo que fingir nada. Puedo ser sólo yo y aun así ser mejor que ella. O sea, no soy tonta. Me doy cuenta de que está jodida. Pero a una parte de mí le encanta estar con ella. ¿Tú a veces te sientes así con Richard?

—No. En realidad, la mayor parte del tiempo es muy desagradable estar con él. Solo hay una cosa que me gustó de él a primera vista, en el primer año de universidad. Vive entregado a su música, pero también tiene curiosidad intelectual. Admiro eso.

—Eso es porque probablemente eres una persona buena de verdad —comentó Patty—. Lo quieres tal como es, no por cómo te hace sentir. Ésa es probablemente la diferencia entre tú y yo.

—¡Pero tú pareces una persona buena de verdad! —dijo Walter.

Patty sabía, en el fondo, que él se había formado una impresión equivocada de ella. Y el error que cometió a continuación, el verdadero gran error de su vida, fue dar por buena la versión que Walter tenía de ella, pese a saber que no era cierta. Él parecía tan convencido de su bondad que de pronto ella se rindió.

Cuando por fin regresaron al campus, esa primera noche, Patty se dio cuenta de que llevaba una hora hablando de sí misma sin advertir que Walter sólo hacía preguntas, sin contestar ninguna. La idea de intentar ser amable a cambio y mostrar interés le pareció simplemente agotadora, porque el chico no la atraía nada.

—¿Puedo llamarte algún día? —preguntó Walter ante la puerta de su residencia.

Ella le explicó que no haría mucha vida social en los meses siguientes, debido a los entrenamientos.

—Pero ha sido todo un detalle por tu parte acompañarme a casa —dijo—. Te lo agradezco de verdad.

—¿Te gusta el teatro? Tengo amigas con las que voy al teatro. No tendría por qué ser una cita ni nada por el estilo.

—Estoy demasiado ocupada.

—En esta ciudad hay muy buen teatro —insistió él—. Seguro que lo pasarías muy bien.

Pobre Walter: ¿sabía que lo más interesante de él, en los meses en que Patty empezó a conocerlo, era que era amigo de Richard Katz? ¿Reparó en que, cada vez que Patty lo veía, ella se las arreglaba para, con aparente indiferencia, encontrar maneras de llevar la conversación hacia Richard? ¿Sospechaba remotamente, aquella primera noche, cuando ella accedió a que la llamara, que ella pensaba en Richard?

Ya, dentro, en el piso de arriba, encontró en la puerta un mensaje de que Eliza la había llamado por teléfono. Se sentó en su habitación con los ojos llorosos a causa del humo que tenía impregnado en el pelo y la ropa hasta que Eliza volvió a llamar al teléfono del pasillo, con el ruido del local de fondo, y la reprendió por darle un susto de muerte con su desaparición.

—Eres tú quien ha desaparecido —objetó Patty.

—Sólo he ido a saludar a Richard.

—Has tardado media hora en volver.

—¿Qué ha sido de Walter? —preguntó Eliza—. ¿Se ha marchado contigo?

—Me ha acompañado a casa.

—Uf, qué asco. ¿Te ha dicho que no me traga? Creo que tiene celos de mí. Creo que tiene una especie de cuelgue con Richard. Puede que sea un rollo homosexual.

Patty miró a un lado y otro del pasillo para asegurarse de que nadie la oía.

—¿Fuiste tú quien le consiguió la droga a Carter en su cumpleaños?

—¿Cómo? No te oigo.

—¿Fuiste tú quien consiguió aquello que Carter y tú tomabais en su cumpleaños?

—¡No te oigo!

—¡LA COCA DEL CUMPLEAÑOS DE CÁRTER, ¿SE LA LLEVASTE TÚ?!

—¡No! ¡Dios mío! ¿Por eso te has ido? ¿Por eso estás molesta? ¿Eso te ha contado Walter?

Patty, con la barbilla temblándole, colgó el auricular y se pasó una hora bajo la ducha.

A eso siguió una nueva campaña de presión por parte de Eliza, pero esta vez sin gran convicción, porque ahora también andaba tras de Richard. Cuando Walter cumplió su amenaza de telefonear a Patty, ésta se sintió predispuesta a verlo, tanto por su vínculo con Richard como por la emoción de serle desleal a Eliza. Diplomático como era, Walter no volvió a mencionar a Eliza, pero Patty nunca olvidaba la opinión que tenía de su amiga, y una parte virtuosa de ella disfrutaba saliendo y dedicándose a una actividad cultural en lugar de ir a beber vino blanco con soda y escuchar los mismos discos una y otra vez. Ese otoño acabó yendo con Walter dos veces al teatro y una al cine. Cuando empezó la temporada, también lo veía sentado solo en las gradas, sonrojado, divirtiéndose, y saludándola con la mano siempre que ella miraba en su dirección. Cogió la costumbre de telefonearla al día siguiente de cada partido para elogiarla por su juego y exhibir un conocimiento sutil de la estrategia que Eliza jamás se había molestado siquiera en disimular. Si no la encontraba y le dejaba un mensaje, Patty experimentaba la emoción añadida de devolverle la llamada con la esperanza de hablar no con él, sino con Richard, pero al parecer Richard, lamentablemente, nunca estaba en casa cuando Walter no estaba.

En los breves lapsos entre los bloques de tiempo que Patty pasaba contestando a las preguntas de Walter, llegó a saber que era de Hibbing, Minnesota, y que contribuía a pagarse la carrera de derecho trabajando a tiempo parcial como carpintero de obra para el mismo contratista que daba empleo a Richard como peón, y que tenía que levantarse a las cuatro de la mañana para estudiar. Siempre empezaba a bostezar a eso de las nueve de la noche, cosa que Patty, también con una agenda apretada, agradecía cuando salía con él. Los acompañaban, como él había prometido, tres amigas del instituto y la universidad, tres chicas inteligentes y creativas cuyos problemas de peso y vestidos de tirantes anchos habrían arrancado a Eliza comentarios mordaces si las hubiera conocido. Fue por mediación de esa troika de adoradoras que Patty empezó a descubrir la milagrosa valía de Walter.

Según sus amigas, Walter se había criado en unas minúsculas habitaciones detrás de la oficina de un motel llamado Pinos Susurrantes, con un padre alcohólico, un hermano mayor que le daba una paliza tras otra, un hermano menor que emulaba concienzudamente al mayor en su costumbre de ridiculizarlo, y una madre cuyos impedimentos físicos y ánimo depresivo limitaban a tal punto su rendimiento como cuidadora y conserje de noche del motel que en la temporada alta, en verano, Walter a menudo se pasaba toda la tarde limpiando las habitaciones y luego recibía a los clientes que llegaban a última hora del día mientras su padre bebía con sus compinches veteranos de guerra y su madre dormía. Eso además de sus obligaciones habituales para con la familia, que consistían en ayudar a su padre en el mantenimiento de las instalaciones, haciendo cualquier cosa, desde reparar el asfalto del aparcamiento hasta desatascar las cañerías, pasando por las reparaciones de la caldera. Su padre dependía de su ayuda, y Walter se la concedía con la esperanza permanente de obtener su aprobación, cosa que, según decían sus amigos, era imposible, porque Walter era demasiado sensible e intelectual y no le entusiasmaban la caza, ni las pickups ni la cerveza (al contrario de sus hermanos). Pese a trabajar una cantidad de horas equivalente a un año entero a jornada completa en un empleo no remunerado, Walter había conseguido también intervenir en las obras de teatro y los musicales del colegio, inspirar una eterna devoción en numerosos amigos de la infancia, aprender de su madre cocina, costura básica, cultivar su interés por la naturaleza (peces tropicales, hormigueros artificiales, cuidados intensivos a polluelos, prensado de flores), y graduarse primero de su promoción. Le ofrecieron una beca en una universidad de élite, pero prefirió ir a Macalester, que estaba relativamente cerca de Hibbing y le permitía coger el autobús los fines de semana para ir a ayudar a su madre a combatir la progresiva decadencia del motel (al parecer, el padre tenía por entonces enfisema y no daba más de sí). Walter había soñado con ser director de cine o incluso actor, pero en lugar de eso estudiaba Derecho en la universidad, porque, como al parecer había dicho: «Es necesario que alguien en la familia cobre un sueldo de verdad».

Patty experimentaba —dado que Walter no la atraía— cierta competitividad perversa, y se sentía vagamente ofendida por la presencia de otras chicas en lo que podían haber sido citas, y la complacía advertir que era por ella, y no por las otras, que a él le brillaban los ojos y le aparecía un incontenible rubor en la cara. Le gustaba ser la protagonista, claro que sí. En casi todas las circunstancias. La última vez que fueron al teatro, al Guthrie en diciembre, Walter llegó justo antes de levantarse el telón, medio cubierto de nieve, con regalos de Navidad: libros de bolsillo para las otras chicas y, para Patty, una enorme flor de pascua con la que había cargado en el autobús y recorrido las calles llenas de charcos y nieve sucia, y que le había costado que aceptaran en el guardarropa. Para todos quedó claro, incluso para Patty, que la intención al obsequiar a las otras chicas con libros interesantes y a ella con una planta era todo lo contrario a una falta de respeto. El hecho de que Walter no invirtiera su entusiasmo en una versión más esbelta de aquellas amables amigas que tanto lo adoraban, sino en Patty, que aplicaba su inteligencia y su creatividad fundamentalmente a concebir nuevas formas de mencionar a Richard Katz con aparente indiferencia, resultaba confuso y alarmante, pero también incuestionablemente halagüeño. Después de la representación, Walter cargó con la flor de pascua todo el camino hasta la residencia, en el autobús y por más calles llenas de charcos y nieve sucia. La tarjeta adjunta, que Patty abrió en su habitación, rezaba: «Para Patty, con mucho cariño, de su admirador».

Fue justo por aquel entonces cuando Richard decidió quitarse de encima a Eliza. Por lo visto, era de esos que abandonan sin contemplaciones. Eliza estaba fuera de sí cuando telefoneó a Patty con la noticia, quejándose de que «el maricón» había indispuesto a Richard en su contra, que Richard no le daba la menor oportunidad y pidiéndole a Patty que la ayudara a concertar un encuentro con él, ya que él se negaba a dirigirle la palabra o abrirle siquiera la puerta de su apartamento.

—Tengo exámenes finales —respondió Patty con frialdad.

—Puedes ir allí y yo te acompañaré —propuso Eliza—. Sólo necesito verlo y explicárselo.

—¿Explicar qué?

—¡Que tiene que darme una oportunidad! ¡Que merezco ser escuchada.

—Walter no es gay —dijo Patty—. Eso son fantasías tuyas.

—¡Dios mío! ¡También a ti te ha puesto en mi contra!

—No. No es eso.

—Voy a tu casa ahora mismo y planeamos algo juntas.

—Mañana por la mañana tengo el examen final de historia. Necesito estudiar.

Patty descubrió entonces que Eliza había dejado de ir a clase hacía seis semanas, por la atención que dedicaba a Richard. Eso se lo había hecho él, ella había renunciado a todo por él, y ahora la plantaba y ella tenía que evitar que sus padres se enteraran de que iba a suspenderlo todo. Y en ese momento quería ir a la residencia de Patty, y que ésta se quedara allí a esperarla para poder hacer planes.

—Estoy muy cansada —dijo—. Tengo que estudiar y luego dormir.

—¡No me lo puedo creer! ¡Os ha puesto a los dos contra mí! ¡Mis dos personas favoritas en el mundo!

Patty consiguió poner fin a la llamada, se marchó apresuradamente a la biblioteca y se quedó allí hasta que cerraron. Estaba convencida de que Eliza estaría esperándola delante de su residencia, fumando y empeñada en tenerla media noche en vela. La horrorizaba tener que pagar ese precio por la amistad, pero a la vez se lo tomaba con resignación, y por eso experimentó una extraña decepción al llegar a su residencia y no ver ni rastro de Eliza. Casi le entraron ganas de telefonearla, pero su alivio y su cansancio pudieron más que su culpabilidad.

Durante tres días no tuvo noticias de Eliza. La noche antes de que Patty se marchara por las vacaciones de Navidad, por fin marcó su número para asegurarse de que no pasaba nada, pero el teléfono sonó y sonó. Regresó a su casa en Westchester en medio de una nube de culpabilidad y preocupación que se fue espesando a cada intento fallido, desde el teléfono de la cocina de casa de sus padres, de ponerse en contacto con su amiga. En Nochebuena llegó al extremo de telefonear al Pinos Susurrantes de Hibbing, en Minnesota.

—¡Qué magnífico regalo de Navidad! —exclamó Walter—. Saber de ti.

—Ah, bueno, gracias. En realidad, te llamo por Eliza. Es como si hubiera desaparecido.

—Considérate afortunada. Richard y yo al final tuvimos que desconectar el teléfono.

—¿Y eso cuándo fue?

—Hace dos días.

—Ah, bueno, es un alivio saberlo.

Patty se quedó hablando con Walter, contestando a sus muchas preguntas, explicando el desenfrenado consumismo navideño de sus hermanos y los divertidos y humillantes recordatorios anuales de su familia sobre la edad que tenía cuando dejó de creer en Papá Noel, y las extravagantes conversaciones sexuales y escatológicas de su padre con su hermana mediana, y las «quejas» de ésta sobre lo fácil que era el primer curso de Yale, y los comentarios de su madre cuestionando la decisión, tomada veinte años antes, de dejar de celebrar la Hanuká y otras fiestas judías.

—¿Y a ti cómo te va? —preguntó Patty al cabo de media hora.

—Bien —contestó él—. Estoy cocinando con mi madre. Richard está jugando a las damas con mi padre.

—Eso suena agradable. Me gustaría estar ahí.

—A mí también me gustaría. Podríamos hacer una excursión con raquetas de nieve.

—Eso suena muy agradable.

De verdad se lo parecía, y Patty ya no sabía si era la presencia de Richard la razón por la que Walter le resultaba atractivo o si le resultaba atractivo por sí mismo: por su capacidad de convertir el sitio donde estaba, fuera cual fuese, en un lugar acogedor.

La horrible llamada de Eliza tuvo lugar la noche de Navidad. Patty la atendió desde el supletorio del sótano, donde veía sola un partido de la NBA. Antes siquiera de poder disculparse, la propia Eliza se disculpó por su silencio y dijo que había estado ocupada yendo de médico en médico.

—Dicen que tengo leucemia —anunció.

—No.

—Empiezo el tratamiento después de Año Nuevo. Aparte de ti, sólo lo saben mis padres, y no puedes decírselo a nadie. Y mucho menos a Richard. ¿Me juras que no se lo dirás a nadie?

La nube de culpabilidad y preocupación de Patty se condensó de pronto en una tormenta de emociones. Lloró y lloró y le preguntó a Eliza si estaba segura, si los médicos estaban seguros. Eliza explicó que venía sintiéndose cada vez más molida a lo largo del otoño, pero que no había querido decírselo a nadie, porque temía que Richard la abandonase si resultaba que tenía mononucleosis, pero al final se sentía tan hecha polvo que fue al médico, y el veredicto había llegado hacía dos días: leucemia.

—¿Es de la mala?

—Todas son malas.

—Pero ¿de las que tienen cura?

—Hay muchas posibilidades de que el tratamiento ayude. Sabré más dentro de una semana.

—Volveré antes. Puedo instalarme en tu casa.

Pero Eliza, curiosamente, ya no quería a Patty en su casa.

Respecto al asunto de Papá Noel: la autobiógrafa no simpatiza en absoluto con los padres mentirosos, y sin embargo esto admite matizaciones. Hay mentiras que uno le dice a alguien para quien se está organizando una fiesta sorpresa, mentiras que se cuentan con ánimo jocoso, y por otro lado están las mentiras que uno le dice a alguien para que quede en ridículo si se las cree. Una Navidad, en su adolescencia, Patty se molestó tanto por las mofas de que era objeto a causa de su anormalmente duradera fe infantil en Papá Noel (que había perdurado incluso después de que dos hermanos menores la perdieran) que se negó a salir de su habitación para la cena de Navidad. Cuando su padre fue a suplicarle, por una vez dejó de sonreír y le explicó muy serio que la familia había preservado su ilusión porque su inocencia era algo hermoso y la querían especialmente por ello. Eso fue agradable de oír, pero al mismo tiempo una clara mentira, como demostraba el inmenso placer que todos experimentaban al engañarla. A juicio de Patty, los padres tenían el deber de enseñar a sus hijos a distinguir la realidad.

Baste decir que Patty, en sus muchas semanas de invierno haciendo el papel de Florence Nightingale con Eliza —abriéndose paso a través de una ventisca para llevarle sopa, limpiándole la cocina y el baño, quedándose hasta tarde por la noche con ella viendo la televisión cuando debía estar durmiendo antes de un partido, a veces dejándose vencer por el sueño abrazada a su amiga consumida, sometiéndose a palabras de cariño extremas («Eres mi ángel divino», «Ver tu cara es como estar en el cielo», etcétera, etcétera), y negándose, al mismo tiempo, a devolver las llamadas de Walter y a explicarle por qué ya no tenía tiempo para salir con él—, fue incapaz de advertir un sinfín de señales de alarma. No, decía Eliza, aquella quimioterapia en particular no era de las que provocaban la caída del cabello. Y no, no era posible programar los tratamientos en horas en que Patty pudiera acompañarla a casa desde la clínica. Y no, no quería dejar su apartamento e irse a vivir con sus padres, y si sus padres iban a verla continuamente, era sólo por casualidad que Patty nunca los encontrara, y no, no era raro que los pacientes de cáncer se administrasen antieméticos con una aguja hipodérmica como la que Patty descubrió en el suelo debajo de la mesilla de noche de Eliza.

Posiblemente la principal señal de alarma fue la forma en que ella, Patty, eludió a Walter. En enero lo vio en dos partidos y cruzó unas palabras con él, pero después él faltó a un montón de partidos, y la razón consciente de Patty para no devolverle los numerosos mensajes telefónicos posteriores fue que la avergonzaba reconocer lo mucho que veía a Eliza. Pero ¿por qué tenía que avergonzarla cuidar de una amiga enferma de cáncer? Y análogamente ¿cuánto le habría costado, cuando estaba en quinto de primaria, abrir los oídos al cinismo de sus compañeros de clase con relación a Papá Noel, si ella hubiese tenido el mínimo interés por descubrir la verdad? Tiró a la basura la enorme flor de pascua pese a que aún estaba viva.

Walter por fin la localizó a finales de febrero, a última hora de un día nevado en que se disputaba el gran partido de las Gophers contra la UCLA, su máximo rival de esa temporada. Ese día Patty ya estaba mal predispuesta hacia el mundo, debido a una conversación telefónica de esa mañana con su madre, que celebraba su cumpleaños. Patty había tomado la firme resolución de no parlotear sobre su vida para descubrir una vez más que Joyce no la escuchaba y le importaba un carajo el lugar en la clasificación del equipo rival, pero ni siquiera tuvo oportunidad de poner a prueba ese autodominio, por lo eufórica que estaba Joyce a causa de la hermana mediana de Patty, que se había presentado para el papel principal en una reposición Off Broadway de Frankie y la boda expresamente a instancias de su profesor de Yale y había conseguido la plaza de suplente, cosa que por lo visto era todo un logro que podía dar pie a que su hermana interrumpiera sus estudios en Yale provisionalmente y viviera en casa, dedicándose plenamente al teatro; y Joyce no cabía en sí de júbilo.

Cuando Patty avistó a Walter doblando la esquina de la biblioteca Wilson, un lóbrego edificio de obra vista, se dio media vuelta y se alejó a toda prisa, pero él echó a correr detrás de ella. La nieve se había acumulado en el enorme gorro de piel de Walter, que tenía el rostro rojo como un faro de navegación. Aunque intentó sonreír y mostrarse amable, la voz le tembló cuando le preguntó a Patty si había recibido sus mensajes telefónicos.

—Es que he estado muy ocupada —respondió ella—. Siento mucho no haberte devuelto las llamadas.

—¿Es por algo que dije? ¿Te he ofendido de alguna manera?

Estaba dolido y enfadado, y ella no soportaba verlo así.

—No, no, nada de eso —dijo.

—Te habría llamado aún más, pero no quería seguir molestándote.

—Realmente estoy muy, muy ocupada —musitó ella bajo la nieve que caía.

—La persona que atiende el teléfono empezó a mostrarse muy irritada conmigo, porque siempre dejaba el mismo mensaje.

—Es que tiene la habitación justo al lado del teléfono, así que… es comprensible. Le dejan muchos mensajes.

—Para mí no es comprensible —respondió Walter casi al borde de las lágrimas—. ¿Quieres que te deje en paz? ¿Es eso?

Patty no soportaba las escenas como ésa, no las soportaba.

—De verdad que estoy muy ocupada —insistió—. Y de hecho esta noche tengo un partido importante, así que…

—No —dijo Walter—. Pasa algo. ¿Qué es? ¡Se te ve tan triste!

No quería mencionar la conversación con su madre, porque intentaba mentalizarse para el partido y era mejor no darles vueltas a esas cosas. Pero Walter exigió tan desesperadamente una explicación —la exigió de una manera que excedía sus propios sentimientos, la exigió casi por una cuestión de justicia— que ella se sintió obligada a contestar algo.

—Oye —dijo—, tienes que jurarme que no se lo contarás a Richard —aunque se dio cuenta, ya en el momento mismo de decirlo, de que nunca había entendido del todo esa prohibición—, pero es que Eliza tiene leucemia. Es espantoso.

Para su sorpresa, Walter se echó a reír.

—Eso es poco probable.

—Pues es verdad —afirmó ella—. Te parezca probable o no.

—Vale. ¿Y sigue tomando heroína?

Un detalle al que ella rara vez había prestado atención —que él era dos años mayor que ella— de pronto se dejó notar.

—Tiene leucemia —dijo Patty—. No sé nada de heroína.

—Incluso Richard tiene la sensatez de no meterse eso. Lo cual ya es mucho decir, créeme.

—Yo no sé nada al respecto.

Walter asintió y sonrió.

—Entonces eres realmente una persona adorable.

—No sabría decirte —dijo Patty—. Pero ahora tengo que ir a comer y prepararme para el partido.

—Esta noche no podré ir a verte jugar —comentó Walter cuando ella se volvía para marcharse—. Tenía la intención, pero Harry Blackmun da una conferencia. Tengo que ir.

Ella se volvió hacia él, irritada.

—No pasa nada.

—Es miembro del Tribunal Supremo. Redactó Roe contra Wade.

—Ya lo sé —saltó ella—. Mi madre prácticamente le ha puesto un altar donde quema incienso. No tienes que explicarme quién es Harry Blackmun.

—Bueno. Lo siento.

La nieve se arremolinaba entre ellos.

—Bueno, pues no te molestaré más —dijo Walter—. Siento lo de Eliza. Espero que se ponga bien.

La autobiógrafa sólo se culpa a sí misma —no a Eliza, no a Joyce, no a Walter— de lo que ocurrió a continuación. Como todo jugador, había pasado por muchas rachas sin apenas anotar y jugado no pocos partidos a un alto nivel, pero incluso en sus peores noches se había sentido al amparo de algo mayor —del equipo, la deportividad, la idea de que el deporte era importante— y había obtenido verdadero consuelo de los gritos de aliento de sus hermanas de equipo y su guasa para acabar con el gafe en el descanso, las variaciones sobre los temas «pedradas» y «manos de mantequilla», las frases hechas que ella misma había gritado mil veces antes. Siempre había querido tener la pelota, porque la pelota siempre la había salvado, la pelota era lo único que ella sabía con certeza que tenía en la vida, la pelota había sido su compañera leal en los interminables veranos de su infancia. Y como todas las actividades repetitivas que lleva a cabo la gente en la iglesia, tan anodinas o falsas a ojos de los no creyentes —el choque de palmas después de cada canasta, la piña después de cada tiro libre marcado, el choque de palmas cada vez que una jugadora abandonaba la pista, los inacabables gritos de «¡Bien hecho, SHAWNA!» y «¡Así se juega, CATHY, bien visto!» y «¡ZAS, ZAS, YUJU, YUJU!»—, se habían convertido en algo tan natural en ella y tenían tanto sentido como apoyo necesario para alcanzar un alto rendimiento sin pensar, que no se le habría ocurrido avergonzarse de ello más que del hecho de sudar copiosamente por correr de un lado al otro de la cancha. El deporte femenino no era todo dulzura y luz, naturalmente. Bajo los abrazos había enconadas rivalidades y juicios morales y aguda impaciencia, Shawna echándole a Patty en cara que le diera demasiados pases de salida a Cathy y no los suficientes a ella, Patty subiéndose por las paredes cuando la lerda de la pívot suplente, Abbie Smith, desperdiciaba una posesión jugando la pelota en un salto entre dos que después no podía controlar, Mary Jane Rorabacker alimentando una rencilla eterna contra Cathy por no invitarla a compartir habitación con ella, Patty y Shawna en el primer curso a pesar de haber sido las estrellas en St. Paul Central, cada titular sintiendo un alivio culpable cuando una prometedora nueva incorporación y posible rival tenía un mal rendimiento bajo presión, etcétera, etcétera, etcétera. Pero los deportes de competición se basaban en el truco de la fe, una forma de creencia, y en cuanto te la inculcaban plenamente, a finales de primaria o en secundaria como muy tarde, no tenías que plantearte nada importante cuando ibas al gimnasio y te ponías la camiseta, conocías la Respuesta a la Pregunta, la Respuesta era el Equipo, y los insignificantes asuntos personales quedaban de lado.

Es posible que Patty, en su agitación posterior al encuentro con Walter, se olvidara de comer lo suficiente. Notó que algo andaba mal desde el momento mismo en que llegó al pabellón Williams. Las jugadoras del equipo de la UCLA eran altas y corpulentas, con tres titulares de metro ochenta o más, y el plan de juego de la entrenadora Treadwell consistía en desgastarlas en las transiciones y dejar que las jugadoras de menor estatura, en especial Patty, se escabulleran y atacaran antes de que Las Bruins pudieran organizar su defensa. En defensa el plan era emplear mayor agresividad e intentar cargar de faltas lo antes posible a las dos principales taponadoras. No se esperaba que las Gophers ganaran, pero si lo lograban, podrían situarse entre los veinte mejores equipos en la clasificación nacional oficiosa, el puesto más alto que habrían tenido durante la etapa de Patty. Y por tanto era la noche menos indicada para que ella perdiera la fe.

Experimentaba una debilidad extraña. En los estiramientos tuvo el nivel habitual de movimiento, pero en cierto modo sentía los músculos agarrotados. Los gritos de ánimo de sus compañeras le pusieron los nervios de punta, y una opresión en el pecho, cierta timidez, la inhibió de contestarles también a pleno pulmón.

Logró apartar todo pensamiento sobre Eliza, pero en cambio acabó pensando sin querer que, si bien su propia carrera terminaría para siempre pasada una temporada y media, su hermana mediana podría seguir adelante y ser una actriz famosa durante toda su vida, y que, por consiguiente, vaya una dudosa inversión de tiempo y recursos había sido para ella el deporte, y que había pasado por alto alegremente las insinuaciones de su madre a tal efecto a lo largo de los años. Ninguno de estos pensamientos —puede decirse con certeza— es recomendable antes de un partido importante.

—Basta con que seas tú misma, sé extraordinaria —le aconsejó la entrenadora Treadwell—. ¿Quién es nuestra líder?

—Yo soy nuestra líder.

—Más alto.

—¡Yo soy nuestra líder!

—¡Más alto!

—¡Yo soy nuestra líder!

Quien haya practicado alguna vez un deporte de equipo sabrá que, después de decir esto, Patty se sintió de inmediato más fuerte y más centrada y más líder. Es curioso cómo surte efecto el truco: la transfusión de aplomo por medio de simples palabras. Se sintió a gusto durante el calentamiento y a gusto con el apretón de manos de las capitanas de las Bruins y al sentir sus miradas ponderativas. Sabiendo que les habían advertido que ella era una amenaza como anotadora, además de dirigir el ataque de las Gophers; se vistió con su fama de jugadora de éxito como si se pusiera una armadura. Pero una vez que uno ha entrado en el partido y empieza sufrir una hemorragia de aplomo, ya no es posible una transfusión desde la línea de banda. Patty anotó una canasta en una transición rápida culminada con un gancho, y en esencia ahí terminó su noche. Ya en el segundo minuto, supo con un nudo en la garganta que iba a pinchar como nunca antes había pinchado. Su equivalente en las Bruins la aventajaba en cinco centímetros y quince kilos y la superaba de forma drástica en el salto, pero el problema no sólo era físico, o primordialmente físico. El problema era la sensación de derrota en su alma. En lugar de inflamarse competitivamente por la injusticia de la estatura media de las Bruins y perseguir implacablemente la pelota, como le había indicado la entrenadora, se sintió derrotada por la injusticia: se compadeció de sí misma. Las Bruins probaron con una presión en toda la cancha y descubrieron que les daba un resultado espectacular. Shawna capturaba el rebote y le pasaba la pelota a Patty, pero ésta se quedaba atrapada en el rincón y se rendía. Volvía a recibir la pelota y pisaba fuera del campo. Volvía a recibir la pelota y la ponía directamente en manos de una defensora, como si le hiciera un regalo. La entrenadora pidió tiempo muerto y le ordenó que se situara en una posición más avanzada en las transiciones; pero allí la esperaban las Bruins. Un pase largo salió de sus manos y fue derecho a la gradería. Mientras combatía el nudo en la garganta, mientras intentaba encolerizarse, cometió una falta por una carga antirreglamentaria. No tenía elasticidad para el tiro en suspensión. Perdió la pelota dos veces bajo el aro, y la entrenadora la hizo salir para motivarla.

—¿Dónde está mi chica? ¿Dónde está mi líder?

—Esta no es mi noche.

—Claro que lo es. Lo que necesitas está dentro de ti. Encuéntralo.

—De acuerdo.

—Grítame. Déjalo salir.

Patty negó con la cabeza.

—No quiero dejarlo salir.

La entrenadora, en cuclillas, clavó la vista en su rostro, y Patty, con un gran esfuerzo de voluntad, se obligó a mirarla a los ojos.

—¿Quién es nuestra líder?

—Yo.

—Levanta la voz.

—No puedo.

—¿Quieres que te deje en el banquillo? ¿Eso es lo que quieres?

—¡No!

—Entonces sal ahí. Te necesitamos. Sea cual sea el problema, ya hablaremos de ello más tarde. ¿Vale?

—Vale.

Esta nueva transfusión se perdió directamente en la hemorragia, sin circular ni una sola vez por el cuerpo de Patty. Siguió jugando por consideración a sus compañeras, pero volvió a su antiguo hábito de actuar desinteresadamente, de seguir las jugadas en lugar de dirigirlas, de pasar la pelota en lugar de lanzar, y luego a su hábito incluso más antiguo de quedarse en la periferia de la zona y probar con tiros de lejos, algunos de los cuales quizá hubieran entrado cualquier otra noche, pero no ésa. ¡Qué difícil es esconderse en una cancha de baloncesto! Patty se vio superada en defensa una y otra vez, y cada derrota hacía más probable la siguiente derrota. Lo que sentía pasó a resultarle mucho más familiar en etapas posteriores de la vida, cuando conoció la depresión grave, pero esa noche de febrero era para ella una novedad horrenda sentir el partido arremolinarse a su alrededor, totalmente fuera de su control, e intuir que todo lo que sucedía, cada vez que la pelota se acercaba y se alejaba, cada vez que plantaba pesadamente los pies en el suelo después de un salto, cada intento de cubrir a una Bruin plenamente concentrada y resuelta, cada cordial palmada en el hombro de una compañera durante el descanso, sólo significaba una cosa: que ella era mala, que no tenía futuro y sus esfuerzos eran inútiles.

Al final, la entrenadora la sentó definitivamente en el banquillo hacia la mitad de la segunda parte, cuando las Gophers perdían por veinticinco puntos. Se recompuso un poco en cuanto se vio libre de peligro en el banquillo. Recuperó la voz y exhortó a sus compañeras y chocó los cinco con ellas como una novata ansiosa, deleitándose en la humillación de verse reducida al papel de animadora en un partido en el que debería haber sido la protagonista, aceptando la vergüenza de verse consolada con excesiva delicadeza por sus compasivas compañeras. Sentía que merecía plenamente esa humillación y esa vergüenza, después de haberla pifiado tanto. Revolcarse en aquella mierda fue su mejor sensación del día.

Después, en el vestuario, soportó el sermón de la entrenadora sin escuchar y luego, sentada en un banco, se pasó media hora llorando. Sus amigas tuvieron la consideración de dejarla en paz.

Con su parka de plumón y su gorro de las Gophers, fue al auditorio Northrop, con la esperanza de que, por algún motivo, la conferencia de Blackmun aún no hubiera acabado, pero el edificio estaba cerrado y a oscuras. Pensó en regresar a la residencia y telefonear a Walter, pero se dio cuenta de que lo que le apetecía de verdad en ese momento era violar las reglas del entrenamiento y ponerse ciega de vino. Recorrió las calles nevadas hasta el apartamento de Eliza, y allí fue consciente de que lo que realmente le apetecía era insultar a gritos a su amiga.

Eliza, por el portero automático, adujo que era tarde y estaba cansada.

—No; tienes que dejarme subir —respondió Patty—. No es optativo.

Eliza la dejó entrar y luego se tumbó en el sofá. Estaba en pijama y escuchaba una especie de jazz vibrante. El ambiente estaba cargado de letargo y humo rancio. Patty se quedó de pie junto al sofá, arrebujada en su parka, con la nieve fundiéndose en sus zapatillas, y se fijó en la lentitud con que respiraba Eliza y lo mucho que el impulso de hablar tardaba en hacerse efectivo: varios movimientos aleatorios de músculos faciales volviéndose progresivamente menos aleatorios y al final cobrando forma de pregunta susurrada.

—¿Cómo ha ido el partido?

Patty no contestó. Al cabo de un rato, fue evidente que Eliza se había olvidado de ella.

Como no parecía tener mucho sentido insultarla a gritos en ese preciso momento, Patty optó por registrar el apartamento. Los utensilios para la droga aparecieron de inmediato, allí mismo, en el suelo, al pie del sofá: Eliza se había limitado a taparlos con un cojín. En el fondo de un nido de revistas de poesía y música en el escritorio de Eliza estaba el archivador azul de tres anillas. Por lo que Patty vio, no había añadido nada desde el verano. Echó una ojeada a los papeles y facturas de Eliza, buscando algo de carácter médico, pero no encontró nada. El disco de jazz sonaba en modo repetición. Patty apagó el aparato y se sentó en la mesita de centro con el álbum de recortes y los utensilios ante ella.

—Despierta —ordenó.

Eliza apretó aún más los párpados.

Patty le sacudió una pierna.

—Despierta.

—Necesito un cigarrillo. La quimio me ha dejado grogui de verdad.

Patty, agarrándola por el hombro, la obligó a erguirse de un tirón.

—Oye —dijo Eliza con una sonrisa turbia—, qué alegría verte.

—No quiero seguir siendo tu amiga —dijo Patty—. No quiero volver a verte.

—¿Por qué no?

—Porque no.

Eliza cerró los ojos y cabeceó.

—Necesito tu ayuda —suplicó—. He estado drogándome por el dolor. Por el cáncer. Quería contártelo. Pero me daba vergüenza.

Se ladeó y volvió a acostarse.

—Tú no tienes cáncer —aseguró Patty—. Eso no es más que una mentira que te has inventado porque se te ha metido en la cabeza una idea absurda sobre mí.

—No; tengo leucemia. Tengo leucemia, de verdad.

—He venido a decírtelo en persona, por cortesía. Pero ahora ya me voy.

—No. Tienes que quedarte. Tengo un problema con la droga y tú tienes que ayudarme.

—No puedo ayudarte. Tendrás que acudir a tus padres.

Siguió un largo silencio.

—Dame un cigarrillo —pidió Eliza.

—Detesto tus cigarrillos.

—Creía que entendías de padres, de no ser la persona que ellos quieren.

—No entiendo nada de ti.

Siguió otro silencio. Por fin Eliza dijo:

—Ya sabes lo que pasará si te vas, ¿no? Me mataré.

—Vaya, ésa es una razón excelente para que me quede y seamos amigas —comentó Patty—. Parece un plan muy divertido para las dos.

—Sólo digo que seguramente eso es lo que haré. Tú eres la única cosa hermosa y real que tengo.

—Yo no soy una cosa —señaló Patty puntillosamente.

—¿Has visto alguna vez a alguien chutarse? Últimamente se me da bastante bien.

Patty cogió la jeringuilla y la droga y se las guardó en el bolsillo de la parka.

—¿Cuál es el número de teléfono de tus padres?

—No los llames.

—Voy a llamarlos. No es optativo.

—¿Te quedarás conmigo? ¿Vendrás a visitarme?

—Sí —mintió Patty—. Ahora dime su número.

—Siempre me preguntan por ti. Creen que eres una buena influencia en mi vida. ¿Te quedarás conmigo?

—Sí —volvió a mentir Patty—. ¿Me das el número?

Cuando llegaron los padres, pasada la medianoche, exhibían la expresión sombría de personas que ven interrumpido el disfrute de un largo período sin tener que afrontar precisamente esa clase de situaciones. A Patty la fascinó conocerlos por fin, pero obviamente el sentimiento no era mutuo. El padre tenía una barba poblada y los ojos oscuros hundidos; la madre era menuda y calzaba botas de piel con tacón, y juntos transmitían una fuerte vibración sexual que a Patty le recordó las películas francesas y los comentarios de Eliza, a saber, que se consideraban, el uno al otro, el amor de sus vidas. A Patty no le habría importado oír unas palabras de disculpa por dejar suelta a una hija trastornada cerca de terceras personas desprevenidas como ella, o unas palabras de agradecimiento por quitarles el peso de su hija durante esos últimos dos años, o unas palabras de reconocimiento hacia aquellos cuyo dinero había financiado la última crisis. Pero en cuanto la pequeña familia nuclear se reunió en la sala de estar, se desarrolló una peculiar obra dramática, de tipo diagnóstico, en la que Patty no parecía tener ningún papel.

—Bueno, qué drogas —dijo el padre.

—Mmm, caballo —contestó Eliza.

—Caballo, tabaco, alcohol. ¿Qué más? ¿Algo más?

—Un poco de coca alguna que otra vez. Ahora ya no mucha.

—¿Algo más?

—No, sólo eso.

—¿Y tu amiga?, ¿también consume?

—No, ella es una gran estrella del baloncesto —contestó Eliza—. Ya os lo conté. Es totalmente seria y maravillosa. Es fantástica.

—¿Ella sabía que consumías?

—No, le dije que tenía cáncer. No sabía nada.

—¿Y eso cuánto ha durado?

—Desde Navidad.

—Así que te creyó. Concebiste una mentira complicada que ella se creyó.

Eliza dejó escapar una risita.

—Sí, yo me lo creí —intervino Patty.

El padre ni siquiera la miró.

—¿Y esto qué es? —dijo, sosteniendo en alto el archivador azul.

—Es mi Libro de Patty —respondió Eliza.

—Parece una especie de álbum de recortes obsesivo —le dijo el padre a la madre.

—O sea que ella te ha dicho que te abandonaba —dijo la madre— y entonces tú le has dicho que ibas a matarte.

—Algo así —admitió Eliza.

—Esto es francamente obsesivo —comentó el padre mientras pasaba las hojas.

—¿De verdad tienes inclinaciones suicidas? —preguntó la madre—. ¿O era sólo una amenaza para retener a tu amiga?

—Más que nada una amenaza —contestó Eliza.

—¿Más que nada?

—Vale, la verdad es que no tengo intenciones suicidas.

—Y sin embargo comprenderás que ahora tenemos que tomárnoslo en serio —continuó la madre—. No nos queda más remedio.

—¿Saben?, creo que me voy a ir ya —dijo Patty—. Tengo clase por la mañana, y…

—¿Qué tipo de cáncer dijiste que tenías? —preguntó el padre—. ¿En qué parte del cuerpo?

—Dije que era leucemia.

—En la sangre, pues. Un cáncer ficticio en la sangre.

Patty dejó los utensilios de la droga en el cojín de una butaca.

—Dejo esto aquí —dijo—. De verdad tengo que irme.

Los padres la miraron, se miraron, y asintieron.

Eliza se levantó del sofá.

—¿Cuándo te veré? ¿Te veré mañana?

—No —respondió Patty—. No lo creo.

—¡Espera! —Eliza se precipitó hacia ella y la cogió de la mano—. La he cagado, pero me pondré bien, y entonces podremos volver a vernos. ¿Vale?

—Sí, vale —mintió Patty mientras los padres intervenían para despegar a su hija de ella.

Fuera, el cielo se había despejado y la temperatura había descendido a casi dieciocho grados bajo cero. Patty inhaló una bocanada tras otra de aire limpio hasta lo más hondo de sus pulmones. ¡Era libre!, ¡libre! Y, ay, cómo le hubiera gustado volver atrás y jugar otra vez el partido contra la UCLA. Incluso a la una de la madrugada, incluso con el estómago vacío, se sentía preparada para triunfar. Echó a correr por la calle de Eliza, impulsada por la pura euforia de su libertad, oyendo ahora las palabras de su entrenadora por primera vez, tres horas después de haber sido pronunciadas, oyéndola decir que no era más que un partido, que todo el mundo tenía un mal partido, que volvería a ser la de siempre al día siguiente. Se sintió preparada para consagrarse con mayor intensidad que nunca a mantenerse en forma y mejorar sus aptitudes, preparada para ir más al teatro con Walter, preparada para decirle a su madre: «¡Qué buena noticia lo de Frankie y la boda!». Preparada para ser una persona mejor en todos los sentidos. En su euforia, corrió tan a ciegas que no vio la placa de hielo en la acera hasta que su pierna izquierda resbaló horriblemente hacia un costado, cruzándose por detrás de la derecha, y se quedó tendida en el suelo con la rodilla destrozada.

No hay gran cosa que decir sobre las seis semanas posteriores. Se sometió a dos intervenciones quirúrgicas, la segunda como consecuencia de una infección causada por la primera, y se convirtió en un as de las muletas. Su madre viajó en avión para estar presente en la primera operación y trató al personal del hospital como si fueran paletos del Medio Oeste de dudosa inteligencia, lo que obligó a Patty a disculparse por ella y mostrarse especialmente amable siempre que su madre no estaba en la habitación. Cuando resultó que tal vez Joyce había desconfiado con razón de los médicos, Patty se sintió tan mortificada que ni siquiera la llamó para contarle sobre la segunda operación hasta el día antes. Le aseguró a Joyce que no hacía ninguna falta que volviera a viajar hasta allí: tenía un montón de amigas que cuidarían de ella.

Walter Berglund había aprendido con su propia madre a tratar con consideración a mujeres aquejadas de alguna dolencia, y aprovechó la prolongada incapacidad de Patty para reinsertarse en su vida. Al día siguiente de la primera intervención, se presentó con una araucaria de un metro veinte y comentó que quizá ella prefería una planta viva a unas flores cortadas que no durarían. Después de eso, se las arregló para ver a Patty casi a diario, salvo los fines de semana, cuando estaba en Hibbing ayudando a sus padres, y enseguida se granjeó el aprecio de sus amigas deportistas con su amabilidad. Las amigas más feúchas agradecían que las escuchara con mucha más atención que todos los chicos incapaces de ver más allá de su aspecto físico, y Cathy Schmidt, su amiga más despierta, dictaminó que Walter tenía inteligencia suficiente para formar parte del Tribunal Supremo. Constituía una novedad en el Mundo del Atleta Femenino tener cerca a un chico en cuya presencia todas se sentían a gusto y relajadas, un chico que podía estar presente en la sala de la residencia durante los descansos cuando estudiaban y ser uno más entre ellas. Y todas se daban cuenta de que estaba loco por Patty, y todas salvo Cathy Schmidt coincidían en que aquello era de lo más genial.

Cathy, como ya se ha comentado, era más perspicaz que las otras.

—En realidad no te gusta tanto, ¿verdad? —preguntó.

—Más o menos —contestó Patty—, pero menos que más.

—O sea que… no sois…

—¡No! No somos nada. Probablemente no tenía que haberle contado que me violaron. Se puso rarísimo cuando se lo conté. De lo más… tierno… y protector… y disgustado. Y ahora es como si esperara una autorización por escrito, o a que yo dé el primer paso. Cosa que, con las muletas por medio, tampoco parece muy probable. Pero es como si me siguiera a todas partes un perro buenísimo y bien adiestrado.

—Eso no es ninguna maravilla —comentó Cathy.

—No. No lo es. Pero tampoco puedo deshacerme de él, porque es superbueno conmigo, y la verdad es que me encanta hablar con él.

—Entonces, ¿más o menos te gusta?

—Exacto. Tal vez un poco más que menos, incluso. Pero…

—Pero sin exagerar.

—Exacto.

A Walter todo le interesaba. Leía de pe a pa el periódico y la revista Time, y en abril, cuando Patty había recuperado una semimovilidad, empezó a invitarla a conferencias y a ver películas de arte y ensayo y documentales a los que de lo contrario jamás se le habría ocurrido ir. Ya fuera por el amor de él o por el vacío en su agenda creado por la lesión, ésa era la primera vez que una persona miraba más allá de su fachada de deportista y veía dentro las luces encendidas. Si bien se sentía inferior a Walter en casi todas las categorías del conocimiento humano excepto el deporte, le agradecía que le esclareciera que ciertamente ella tenía opiniones y que sus opiniones podían diferir de las de él. (Eso representaba un tonificante contraste respecto a Eliza, a quien, si le hubieras preguntado quién era el presidente de Estados Unidos, se habría echado a reír y habría declarado no tener la menor idea y puesto otro disco en su equipo de música). En Walter bullían toda clase de ideas tan serias como peculiares; detestaba al Papa y la Iglesia católica, pero veía con buenos ojos la revolución islámica en Irán, con la esperanza que llevase a un mayor ahorro energético en Estados Unidos; le gustaban las nuevas medidas para el control demográfico en China, y consideraba que Estados Unidos debía adoptar algunas similares; le preocupaba menos el accidente nuclear de Three Mile Island que el bajo coste de la gasolina y la necesidad de una red de ferrocarriles de alta velocidad que dejara obsoleto el automóvil particular; etcétera, etcétera—, y Patty encontró su papel en aprobar obstinadamente todo aquello que él desaprobaba. Disfrutaba sobre todo discrepando de él en cuanto a la Subyugación de la Mujer. Una tarde, casi al final del semestre, ante un café en la Asociación de Estudiantes, ambos sostuvieron una conversación memorable sobre el profesor de arte primitivo de Patty, cuyas clases le describió a Walter con tono de aprobación, mediante sutiles insinuaciones acerca de lo que consideraba carencias en su personalidad.

—¡Uf! —exclamó Walter—. Tiene toda la pinta de ser uno de profesores de mediana edad que no pueden dejar de hablar de sexo.

—Bueno, pero habla de estatuillas de fertilidad —aclaró Patty—. Él no tiene la culpa si la única escultura que tenemos de hace cincuenta mil años está relacionada con el sexo. Además tiene barba blanca, y ése es motivo suficiente para que me dé pena. Piénsalo. Está ahí arriba, con ganas de decir todas esas obscenidades sobre las «jovencitas de hoy en día», ya sabes, y nuestros «muslos esqueléticos», y demás, y sabe que nos violenta, y sabe que tiene esa barba y que es de mediana edad, y que nosotras, ya me entiendes, somos más jóvenes. Pero igualmente no puede evitar decir esas cosas. Debe de ser terrible: humillarse a uno mismo sin poder evitarlo.

—Pero ¡si es de lo más ofensivo!

—Y además —prosiguió Patty—, me parece que le van de verdad los muslos voluminosos. Creo que eso es de verdad lo suyo: le va el rollo de la Edad de Piedra. Ya sabes, las gordas. Y eso es entrañable y como enternecedor, que le vaya tanto el arte antiguo.

—Pero ¿eso no te ofende como feminista?

—La verdad es que yo no me considero feminista.

—¡Es increíble! —dijo Walter, enrojeciendo, ¿No estás a favor de la igualdad de derechos de la mujer?

—Bueno, no estoy muy metida en política.

—Pero la razón por la que estás aquí en Minnesota es que tienes una beca deportiva, cosa que habría sido imposible hace sólo cinco años. Estás aquí gracias a la legislación federal feminista. Estás aquí gracias al Título Noveno.

—Pero el Título Noveno tiene que ver con la justicia básica —dijo Patty—. Si la mitad de los estudiantes son mujeres, deberían recibir la mitad del dinero destinado al deporte.

—¡Eso es el feminismo!

—No; es justicia básica. Porque, por ejemplo, Ann Meyers… ¿Sabes quién es? Fue una gran estrella en la UCLA y acaban de ficharla en la NBA, lo que me parece ridículo. Mide algo así como un metro sesenta y cinco, y es una chica. Nunca jugará. Los hombres tienen más dotes atléticas que las mujeres y siempre las tendrán. Por eso el baloncesto masculino tiene cien veces más público que el femenino: desde un punto de vista atlético, los hombres pueden hacer muchas más cosas. Es una tontería negarlo.

—Pero ¿y si quieres ser médico y no te dejan entrar en la facultad de Medicina porque prefieren tener estudiantes de sexo masculino?

—Eso también sería injusto, aunque yo no quiero ser médico.

—¿Y tú qué quieres ser?

Más o menos por defecto, porque su madre fomentaba con tal obcecación una carrera brillante para sus hijas, y también porque, a juicio de Patty, no había dado la talla como madre, Patty tendía a querer ser ama de casa y la mejor de las madres.

—Quiero vivir en una casa antigua y preciosa y tener dos hijos —dijo—. Quiero ser una madre estupenda de verdad.

—¿Quieres también tener una carrera?

—Criar hijos sería mi carrera.

Walter frunció el cejo y asintió.

—Ya ves —dijo ella—, no soy una persona muy interesante. No soy ni de lejos tan interesante como tus otras amigas.

—No es cierto —respondió él— Eres interesantísima.

—Bueno, es muy amable de tu parte decirme eso, pero creo que no tiene mucho sentido.

—Tienes muchos más méritos de los que quieres reconocer.

—Me temo que no tienes una imagen muy realista de mí. Seguro que eres incapaz de mencionar una sola cosa interesante de mí.

—Bueno, sin ir más lejos, tu aptitud deportiva —respondió.

—Driblar, driblar… Sí, eso es muy interesante.

—Y tu manera de pensar —añadió—. El hecho de que consideres entrañable y enternecedor a ese profesor espantoso.

—Pero ¡si en eso no estás de acuerdo conmigo!

—Y cómo hablas de tu familia. Cómo cuentas anécdotas sobre ellos. El hecho de que vivas tan lejos y hagas tu propia vida aquí. Todo eso es interesantísimo.

Patty nunca había estado cerca de un hombre tan manifiestamente enamorado de ella. De lo que los dos hablaban en el fondo, claro está, era del deseo de Walter de ponerle las manos encima. Y sin embargo, cuanto más tiempo pasaba con él, mayor era su sensación de que, si bien no era una chica agradable —o quizá precisamente porque no era agradable, porque era enfermizamente competitiva y sentía atracción por cosas malsanas—, sí era, de hecho, una persona bastante interesante. Y Walter, al insistir con tanto fervor en lo interesante que era, sin duda estaba consiguiendo despertar a su vez el interés de ella.

—Si eres tan feminista —dijo Patty—, ¿por qué Richard es tu mejor amigo? ¿Acaso no es más bien irrespetuoso?

A Walter se le ensombreció el semblante.

—Puedes estar segura de que si yo tuviera una hermana, procuraría por todos los medios que no lo conociera.

—¿Por qué? —preguntó Patty—. ¿Porque la trataría mal? ¿Se porta mal con las mujeres?

—No es su intención. Le gustan las mujeres. Sólo que se cansa enseguida de ellas.

—¿Porque somos intercambiables? ¿Porque somos sólo objetos?

—No es una cuestión política —contestó Walter— Él está a favor de la igualdad de derechos. Es más bien su adicción, o una de ellas. Ya sabes, su padre era alcohólico, y Richard no bebe. Pero es como si vaciaras en el fregadero toda la bebida de tu mueble bar después de una borrachera. Así se comporta con las chicas cuando se cansa de ellas.

—Eso suena horrible.

—Sí, ese rasgo suyo no me gusta demasiado.

—Aun así, sigues siendo amigo suyo, pese a que tú eres feminista.

—No dejas de serle leal a un amigo sólo porque no sea perfecto.

—No, pero intentas ayudarlo a ser una persona mejor. Le explicas por qué está mal lo que hace.

—¿Eso es lo que hiciste con Eliza?

—Vale, ahí tengo que darte la razón.

La siguiente vez que habló con Walter, por fin él le propuso una auténtica cita con película y cena. La película (y esto era muy propio de Walter) resultó ser gratis, un filme en blanco y negro, griego en versión original, titulado El Ogro de Atenas. Mientras estaban en sus asientos en la sala de la facultad de Arte, rodeados de butacas vacías, esperando a que empezara la película, Patty le contó sus planes para el verano, que consistían en quedarse con Cathy Schmidt en la casa que sus padres tenían en las afueras, proseguir con la fisioterapia y prepararse para reincorporarse al equipo la siguiente temporada. Sin venir a cuento, en la sala vacía, Walter le preguntó si no preferiría vivir en la habitación que desocupaba Richard, quien se trasladaba a Nueva York.

—¿Richard se marcha?

—Sí. Nueva York es la ciudad donde está toda la música interesante. Herrera y él quieren reorganizar el grupo y probar suerte allí. Y a mí me quedan aún tres meses de contrato.

—Vaya. —Patty puso especial cuidado en mostrarse serena—. Y yo viviría en su habitación.

—Bueno, ya no sería su habitación —precisó Walter—. Sería la tuya. Está a un paso del gimnasio. Pienso que sería mucho más fácil que hacer el trayecto desde Edina cada día.

—O sea que me estás pidiendo que me vaya a vivir contigo.

Walter se sonrojó y eludió su mirada.

—Tendrías tu propia habitación, obviamente. Pero sí, si alguna vez quisieras cenar conmigo y pasar tiempo juntos, por mí, estupendo. Creo que soy una persona que sabes que va a respetar tu espacio pero que a la vez estará a mano si quieres compañía.

Patty le escrutó el rostro, en un esfuerzo por comprender. Sintió una combinación de a) ofensa, y b) una gran pena al enterarse que Richard se marchaba. Estuvo a un tris de proponerle a Walter que si iba a pedirle que se fuera a vivir con él, antes la besara, pero era tal la ofensa que sentía que no le apetecía que la besaran en ese momento. Y justo entonces se apagaron las luces de la sala.

Tal como lo recuerda la autobiógrafa, El Ogro de Atenas trataba de un apacible contable ateniense con gafas de carey que una buena mañana, de camino al trabajo, ve su propia fotografía en la primera plana de un periódico, acompañada del titular EL OGRO DE ATENAS TODAVÍA ANDA SUELTO. En la calle, los atenienses empiezan de inmediato a señalarlo y perseguirlo, y está a punto de ser detenido cuando lo rescata una banda de terroristas o delincuentes que lo confunden con su sangriento jefe. La banda tiene planeada una acción audaz, como volar el Partenón o algo así, y el héroe intenta explicarles una y otra vez que él es solo un apacible contable, no el ogro, pero la banda cuenta tanto con su ayuda, y el resto de la ciudad está tan decidida a matarlo, que al final se produce el asombroso momento en que, de pronto se quita las gafas bruscamente y se convierte en el terrorífico jefe de la banda: ¡el Ogro de Atenas!, y dice: «Vale, muchachos, el plan es éste».

Mientras veía la película, Patty se imaginó a Walter en el papel de contable, quitándose las gafas con la misma brusquedad. Más tarde, durante la cena en Vescio’s, él interpretó la película como una parábola del comunismo en la Grecia de posguerra y le explicó a Patty que Estados Unidos, necesitado de miembros para la OTAN en el sudeste europeo, había fomentado la represión política en la zona desde hacía mucho tiempo. El contable, explicó, era el clásico hombre de a pie que, aceptando por fin su responsabilidad, se une a la lucha violenta contra la represión derechista.

Patty bebía vino.

—No estoy de acuerdo en absoluto —respondió—. En mi opinión, plantea que el protagonista nunca ha tenido una vida auténtica, porque ha sido siempre muy responsable y tímido, y no tenía la menor idea de lo que en realidad es capaz de hacer. Nunca ha llegado a estar de verdad vivo hasta que lo confunden con el ogro. Pese a que después de eso sólo vive unos días, no le importa morir, porque por fin de verdad ha hecho algo con su vida, y descubierto su potencial.

Walter se mostró sorprendido.

—Pero ésa es una manera totalmente absurda de morir —afirmó—. No consiguió nada.

—¿Y por qué lo hizo, pues?

—Por solidaridad con la banda que le salva la vida. Toma conciencia de que tiene una responsabilidad para con ellos. Son oprimidos, y lo necesitan, y él les es leal. Muere por lealtad.

—Dios mío —se maravilló Patty—. Eres increíblemente buena persona.

—No es así como yo me siento. A veces me siento la persona más estúpida del mundo. Ojalá fuese capaz de engañar. Ojalá fuese tan egocéntrico como Richard para intentar ser artista de algún tipo. Y si no lo hago no es porque sea buena persona. Simplemente no tengo madera para eso.

—Pero el contable tampoco creía tener madera para lo que hace. ¡Se sorprende a sí mismo!

—Sí, pero no es una película realista. La persona de la foto en el periódico no sólo se parecía al actor, era él. Y si se hubiese entregado a las autoridades, al final habría podido aclararlo todo. Su error es echarse a correr. Por eso digo que es una parábola. No es una historia realista.

A Patty le resultaba extraño beber vino con Walter, ya que él era abstemio, pero estaba de un humor malévolo y había bebido mucho en poco rato.

—Quítate las gafas —pidió.

—No —respondió él—. No te vería.

—No importa. Sólo soy yo, Patty. Quítatelas.

—Pero ¡me encanta verte! ¡Me encanta mirarte!

Sus miradas se cruzaron.

—¿Por eso quieres que viva contigo? —preguntó Patty.

Walter se sonrojó.

—Sí.

—Pues en ese caso tal vez debamos ir a ver tu apartamento, para que yo pueda decidir.

—¿Esta noche?

—Sí.

—¿No estás cansada?

—No, no estoy cansada.

—¿Cómo tienes la rodilla?

—Tengo la rodilla perfectamente, gracias.

Por una vez, sólo pensaba en Walter. Si, mientras se impulsaba con sus muletas calle Cuatro abajo a través del aire suave y propicio de mayo, le hubieran preguntado si en el fondo no esperaba encontrarse con Richard en el apartamento, habría contestado que no. Quería sexo ya, y si Walter hubiese tenido una pizca de sentido común, habría dado media vuelta ante la puerta de su apartamento nada más oír el televisor al otro lado, la habría llevado a cualquier otro sitio, a la propia habitación de ella, a cualquier parte. Pero Walter creía en el amor verdadero y por lo visto temía ponerle una mano encima a Patty sin asegurarse antes de que el sentimiento era recíproco. Abrió la puerta del apartamento, y allí estaba Richard, sentado en el salón, descalzo y con los pies en alto sobre la mesita de centro, una guitarra en el regazo y un bloc de espiral a su lado en el sofá. Veía una película de guerra mientras apuraba una Pepsi gigante y escupía tabaco en una lata de tomate de un kilo. Por lo demás, la sala estaba despejada y en orden.

—Creía que estabas en un concierto —dijo Walter.

—El concierto era una mierda —contestó Richard.

—Te acuerdas de Patty, ¿no?

Ella se acercó tímidamente con sus muletas para dejarse ver.

—Hola, Richard.

—Patty, a la que no se considera alta —dijo él.

—La misma.

—Y sin embargo eres bastante alta. Me alegro de ver que por fin Walter te ha atraído hasta aquí. Empezaba a temer que eso no llegara a pasar nunca.

Patty está pensando en vivir aquí este verano —explicó Walter.

Richard enarcó las cejas.

—No me digas.

Era más delgado y más joven y más sexy de lo que Patty recordaba. Fue horrible lo pronto que quiso negar que había estado pensando en vivir allí con Walter o que esperaba acostarse con él esa noche. Pero lo que no podía negarse era su presencia allí.

—Busco un sitio cerca del gimnasio —explicó.

—Claro. Tiene su lógica.

—Patty contaba con ver tu habitación —aclaró Walter.

—Ahora mismo mi habitación está un poco desordenada.

—Lo dices como si alguna vez no lo hubiera estado —comentó Walter con una risa jovial.

—Hay épocas de relativo orden —dijo Richard. Apagó el televisor con un dedo del pie—. ¿Cómo le va a tu amiguita Eliza? —preguntó a Patty.

—Ya no es amiga mía.

—Ya te lo dije —intervino Walter.

—Quería oírlo de sus propios labios —dijo Richard—. Esa tía está jodida, ¿no te parece? Así de entrada no se veía hasta qué punto. Pero se vio, vaya si se vio.

—Yo cometí el mismo error —admitió Patty.

—Sólo Walter vio la verdad desde el primer día. «La verdad sobre Eliza». No es un mal título.

—Yo tuve la ventaja de que ella me odiara a primera vista —dijo Walter—. Eso me permitió ver más claramente cómo es.

Richard cerró su cuaderno y echó saliva marrón en la lata.

—Os dejo solos, chicos.

—¿En qué estás trabajando? —preguntó Patty.

—La habitual mierda inescuchable. Intentaba hacer algo con esa tía, Margaret Thatcher. La nueva primera ministra de Inglaterra.

—«Tía» es una palabra un tanto forzada para Margaret Thatcher —dijo Walter—. «Matrona» sería más adecuada.

—¿Tú qué opinas de la palabra «tía»? —le preguntó Richard a Patty.

—Bueno, no soy muy quisquillosa.

—Walter dice que no debería usarla. Dice que es degradante, aunque, según mi experiencia, a las tías no les molesta.

—Hablas como un cavernícola —observó Patty.

—Más exactamente, como un Neandertal —añadió Walter.

—Pues se sabe que los Neandertales tenían cráneos muy grandes —señaló Richard.

—Y los bueyes también —dijo Walter—. Y otros rumiantes.

Richard soltó una carcajada.

—Creía que ya sólo los jugadores de béisbol mascaban tabaco —observó Patty—. ¿Cómo es?

—Puedes probarlo, si estás de humor para vomitar —ofreció Richard, poniéndose en pie—. Me largo de aquí. Os dejo solos.

—Espera, quiero probarlo —pidió Patty.

—De verdad que no es una buena idea —dijo Richard.

—No, en serio que quiero probarlo.

El buen ambiente que se había creado con Walter se había roto de manera irreparable, y ahora sentía curiosidad por ver si tenía el poder de lograr que Richard se quedase. Por fin había encontrado la oportunidad de demostrar lo que intentaba explicarle a Walter desde la noche en que se conocieron: que como persona ella no estaba a la altura de lo que él merecía. Naturalmente, era también una oportunidad para que Walter se quitara las gafas bruscamente y se comportara como un ogro ahuyentando a su rival. Pero él, como siempre, sólo quiso que Patty obtuviese lo que ella quería.

—Deja que lo pruebe —dijo.

Ella le dirigió una sonrisa de agradecimiento.

—Gracias, Walter.

El tabaco de mascar tenía un sabor mentolado y le provocó un desconcertante escozor en las encías. Walter le llevó un tazón de café para escupir en él, y ella se quedó sentada en el sofá como el sujeto de un experimento, esperando el efecto de la nicotina, disfrutando de la atención. Pero Walter estaba atento también a Richard, y mientras a Patty empezaba a acelerársele el corazón, recordó de pronto cómo Eliza insistía en que Walter tenía un cuelgue con su amigo: recordó los celos de Eliza.

Richard está como loco con Margaret Thatcher comentó Walter. Cree que representa los excesos que inevitablemente llevaran al capitalismo a su autodestrucción. Supongo que está escribiendo una canción de amor.

—Qué bien me conoces —dijo Richard—. Una canción de amor a la dama del pelo tieso.

—No estamos de acuerdo en cuanto a las posibilidades de una revolución marxista —le explicó Walter a Patty.

—Mmm —dijo ella, y escupió.

—Walter opina que el Estado liberal puede autocorregirse —aclaró Richard—. Opina que la burguesía americana aceptará voluntariamente restricciones cada vez mayores de sus libertades personales.

—Tengo un montón de ideas geniales para canciones que Richard inexplicablemente rechaza una tras otra.

—La canción del uso racional del combustible. La canción del transporte público. La canción de la sanidad universal. La canción de la desgravación por hijos.

—Como temas de canciones de rock, es un territorio bastante virgen —comentó Walter.

—Dos Hijos Bien, Cuatro Hijos Mal.

—Dos Hijos Bien, pero: Ningún Hijo Mejor.

—Ya veo a las masas saliendo a las calles.

—Basta con que seas increíblemente famoso y la gente te escuchará —dijo Walter.

—Eso haré, tomo nota.

Richard se volvió hacia Patty.

—¿Y tú cómo vas?

—¡Mmm! —contestó ella, escupiendo el tabaco mascado en el tazón—. Ahora entiendo lo que decías sobre los vómitos.

—Procura no hacerlo en el sofá.

—¿Estás bien? —le preguntó Walter.

La sala se mecía y palpitaba.

—No sé cómo te puede gustar esto —le dijo Patty a Richard.

—Y sin embargo me gusta.

—¿Estás bien? —repitió Walter.

—Sí. Sólo necesito quedarme sentada y muy quieta.

La verdad era que estaba muy mareada. No podía hacer nada más que permanecer en el sofá y escucharlos bromear y picarse sobre política y música. Walter, con mucho entusiasmo, le mostró el single de los Traumatics y obligó a Richard a poner las dos caras en el equipo de música. La primera canción, Odio el sol,que ella había oído en el club en otoño, y que ahora se le antojó el equivalente sonoro de absorber demasiada nicotina. Incluso a un volumen bajo (Walter, huelga decir, era patológicamente considerado con los vecinos), le produjo a Patty una pavorosa sensación de mareo. Sentía la mirada de Richard sobre ella mientras escuchaba su apremiante voz de barítono, y supo que no se había equivocado sobre su manera de mirarla las otras veces que lo había visto.

A eso de las once, Walter empezó a bostezar descontroladamente.

—Lo siento mucho —se disculpó—. Tengo que acompañarte ya a casa.

—No me importa ir sola a pie. Tengo las muletas para defenderme.

—No —insistió él—. Te llevaré en el coche de Richard.

—No, pobre, tienes que irte a dormir. Tal vez pueda llevarme él. ¿Puedes, Richard?

Walter cerró los ojos y suspiró lastimosamente, como si lo hubiesen empujado más allá de sus límites.

—Claro —contestó Richard—. Ya te llevo yo.

—Antes tiene que ver tu habitación —dijo Walter, con los ojos todavía cerrados.

—Como quieras —respondió Richard—. Su estado habla por sí solo.

—No, quiero una visita guiada —replicó Patty, lanzándole una mirada penetrante.

La habitación tenía las paredes y el techo pintados de negro, y el desorden punk que en la sala se había contenido por influencia de Walter allí se desbocaba con saña. Había elepés y fundas de elepés por todas partes, junto con varias latas para salivazos, otra guitarra, estanterías rebosantes, un caos de calcetines y ropa interior, y una maraña de sábanas oscuras entre las cuales Eliza había sido vigorosamente borrada, cosa que resultaba interesante y por alguna razón no del todo desagradable pensar.

—¡Un color muy alegre! —exclamó Patty.

Walter volvió a bostezar.

—Obviamente la volveré a pintar.

—A menos que Patty prefiera el negro —intervino Richard desde la puerta.

—Nunca había pensado en el negro —dijo ella—. El negro tiene su interés.

—Es un color muy relajante, en mi opinión —señaló Richard.

—Conque te vas a vivir a Nueva York —comentó ella.

—Exacto.

—Apasionante. ¿Cuándo?

—Dentro de dos semanas.

—Ah, yo también iré por esas fechas. Son las bodas de plata de mis padres. Han planeado algún tipo de horrorosa celebración.

—¿Eres de Nueva York?

—Del condado de Westchester.

—Como yo. Aunque cabe suponer que de otra parte de Westchester.

—Bueno, de las afueras.

—Sin duda, un lugar muy distinto de Yonkers.

—He visto Yonkers desde el tren muchas veces.

—A eso me refiero precisamente.

—¿Y vas en coche a Nueva York? —le preguntó Patty.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Richard—. ¿Buscas quien te lleve?

—¡Sí, podría ser! ¿Me lo estás ofreciendo?

Richard negó con la cabeza.

—Tendré que pensarlo.

Al pobre Walter se le cerraban los ojos: literalmente no veía ese intercambio. La propia Patty, casi sin aliento por la culpabilidad y la confusión que aquello le creaba, se dirigió rápidamente con sus muletas hacia la puerta, donde, a distancia, levantó la voz para darle las gracias por la velada.

—Siento estar tan cansado —se disculpó Walter—. ¿Seguro que no quieres que te lleve a casa?

—Ya la llevo yo —insistió Richard—. Tú vete a dormir.

A Walter se lo veía bastante abatido, sin duda, pero tal vez fuera sólo por el extremo cansancio. Ya en la calle, en el aire propicio, Patty y Richard caminaron en silencio hasta el Impala oxidado de él. Pareció que Richard ponía mucho cuidado en no tocarla mientras ella se acomodaba en el asiento y le entregaba las muletas.

—Creía que tendrías una furgoneta —dijo cuando él ya estaba sentado a su lado—. Creía que todos los grupos tenían una furgoneta.

—Herrera es el que tiene la furgoneta. Este es mi transportador particular.

—En esto viajaría yo a Nueva York.

—Sí, bueno, escúchame. —Metió la llave en el contacto—. O pescas o cortas el sedal. ¿Me entiendes? No es justo para Walter.

Ella fijó la mirada al frente a través del parabrisas.

—¿Qué no es justo?

—Darle esperanzas. Dejar que se haga ilusiones.

—¿Eso crees que hago?

—Es una persona extraordinaria. Es muy, muy serio. Tienes que tener un poco de cuidado con él.

—Eso ya lo sé —dijo ella—. No hace falta que me lo digas.

—Y entonces, ¿para qué habéis venido a casa? Me ha parecido que…

—¿Qué? ¿Qué te ha parecido?

—Pues que yo interrumpía algo. Pero luego, cuando he intentado marcharme…

—Dios mío, eres un auténtico gilipollas.

Richard asintió con la cabeza como si le trajera sin cuidado lo que ella pensara de él, o como si estuviera harto de que mujeres estúpidas le dijeran estupideces.

—Cuando he intentado marcharme —prosiguió—, me ha parecido que no has querido captar la indirecta. Y si es así, vale, es cosa tuya. Sólo quiero que sepas que estás destrozando a Walter.

—De verdad que no quiero hablar de esto contigo.

—Bien, no hablaremos de ello. Pero os habéis estado viendo, ¿no es así? Casi a diario, ¿no? Durante semanas y semanas.

—Somos amigos. Pasamos tiempo juntos.

—Muy bonito. Y ya sabes cómo están las cosas en Hibbing.

—Sí. Su madre necesita ayuda con el hotel.

Richard esbozó una sonrisa desagradable.

—¿Eso es lo que sabes?

—Bueno, y su padre no se encuentra bien, y sus hermanos no hacen nada.

—Y eso es lo que él te ha dicho. Y nada más.

—Su padre tiene enfisema. Su madre tiene alguna discapacidad.

—Y él trabaja en la construcción veinticinco horas a la semana y saca sobresalientes en la facultad de Derecho. Y ahí lo tienes, a diario, con todo ese tiempo para andar por ahí contigo. Vaya una suerte la tuya, que tenga tanto tiempo libre. Pero eres una tía guapa, te lo mereces, ¿no? Además, tienes esa lesión espantosa. Eso y ser guapa: eso te da derecho a no hacerle siquiera una sola pregunta.

Patty ardía por la sensación de injusticia.

—Te diré una cosa —replicó vacilante—: él habla de lo gilipollas que eres con las mujeres. Habla de eso.

Eso no pareció interesarle a Richard ni remotamente.

—Sólo intento entender esto en el contexto de lo amiguitas que sois la pequeña Eliza y tú —dijo—. Ahora le veo más sentido. No se lo veía cuando te conocí. Parecías una buena chica de barrio residencial.

—Así que yo también soy una gilipollas. ¿Es eso lo que estás diciéndome? Yo soy una gilipollas y tú eres un gilipollas.

—Claro. Como quieras. Yo estoy bien, tú estás bien. Lo que tú digas. Sólo te pido que no seas una gilipollas con Walter.

—¡No lo soy!

—Yo sólo te digo lo que veo.

—Pues ves mal. Walter me cae muy bien. Lo aprecio de verdad.

—Y sin embargo, por lo visto no sabes que su padre está muriéndose de una enfermedad del hígado y su hermano mayor está en la cárcel por conducción temeraria y su otro hermano se gasta las pagas del ejército en las cuotas de su Corvette de coleccionista. Y Walter duerme una media de cuatro horas diarias mientras vosotros sois amigos y andáis por ahí, para que tú luego vengas aquí y coquetees conmigo.

Patty se quedó muy callada.

—Es verdad que yo no sabía nada de todo eso —dijo al cabo de un rato—. De toda esa información. Pero tú no deberías ser amigo suyo si te molesta que la gente coquetee contigo.

—Ah. O sea que la culpa es mía. Ya veo.

—Pues lo siento, en parte sí lo es.

—A las pruebas me remito —dijo Richard—. Tienes que aclararte.

—Soy consciente de eso —contestó Patty—. Pero tú sigues siendo un gilipollas.

—Oye, te llevaré a Nueva York, si eso es lo que quieres. Dos gilipollas en la carretera. Podría ser divertido. Pero si eso es lo que quieres, tienes que hacerme un favor: deja de engatusar a Walter.

—Bien. Ahora, por favor, llévame a casa.

Quizá debido a la nicotina, pasó toda la noche en blanco, reproduciendo en su cabeza la velada, intentando aclararse, como Richard le había pedido. Pero era un extraño kabuki mental, porque incluso mientras daba vueltas y vueltas a la pregunta de qué clase de persona era ella y cómo iba a ser su vida, un hecho patente permanecía fijo e inmutable en el centro de su ser: deseaba hacer un viaje por carretera con Richard, y más aún, iba a hacerlo. La triste realidad era que la conversación en el coche le había producido una tremenda excitación y alivio: excitación porque Richard era excitante, y alivio porque, finalmente, después de meses intentando ser una persona que no era, o no era del todo, se había sentido y mostrado sin tapujos. Por eso sabía que encontraría la manera de hacer ese viaje por carretera. Ahora sólo tenía que superar la culpabilidad por Walter y su pena por no ser la clase de persona que tanto él como ella deseaban que fuese. ¡Qué bien había obrado él al no darse prisas con ella! ¡Qué listo había sido al notar sus titubeos! Cuando se detuvo a pensar en lo bien que él había obrado y en lo listo que había sido con ella, se sintió más triste y más culpable por defraudarlo, y se vio sumida de nuevo en el tiovivo de la indecisión.

Entonces, durante casi una semana, no tuvo noticias de él. Sospechó que guardaba las distancias a sugerencia de Richard, que Richard le había soltado un sermón misógino sobre la infidelidad de las mujeres y la necesidad de protegerse mejor el corazón. En la imaginación de Patty, eso era a la vez un inestimable servicio por parte de Richard y una manera de causarle una terrible decepción a Walter. No podía dejar de acordarse de éste cargando con plantas enormes para ella en autobuses, el rubor de flor de pascua en sus mejillas. Pensó en las noches en que, en la sala de la residencia, se había visto atrapado por la Pelma Mayor, Suzanne Storrs, que se peinaba el pelo hacia un lado con la raya muy baja, justo por encima de la oreja, y en cómo había escuchado pacientemente su monótono y agrio soliloquio sobre su dieta y las penurias de la inflación y la agobiante calefacción de su habitación y su decepción general con el personal administrativo y docente de la universidad, mientras Patty y Cathy y sus otras amigas se reían viendo La isla de la fantasía; en cómo ella, ostensiblemente incapacitada por su rodilla, se había abstenido de levantarse y rescatar a Walter, por temor a que entonces Suzanne se acercase e impusiera su muermo a todos los demás, y en cómo Walter, pese a ser perfectamente capaz de bromear con Patty sobre los defectos de Suzanne, y aunque sin duda se preocupaba por todo el trabajo que tenía que hacer y lo mucho que debía madrugar por la mañana, se dejó atrapar de nuevo otras noches, porque Suzanne se había encaprichado de él y a él le daba pena.

Baste con decir que Patty no logró del todo obligarse a cortar el sedal. No volvieron a comunicarse hasta que Walter telefoneó desde Hibbing para disculparse por su silencio e informarla de que su padre estaba en coma.

—¡Oh, Walter, te echo de menos! —exclamó ella, pese a que ésa era precisamente la clase de comentario que Richard la habría instado a no hacer.

—¡Yo también te echo de menos!

Se obligó a preguntar los detalles del estado de su padre, aunque sólo tenía sentido esforzarse en sus preguntas si estaba decidida a seguir adelante con él. Walter le contó de una insuficiencia hepática, edema pulmonar, un pronóstico bastante jodido.

—Lo siento mucho —dijo ella—. Pero oye, en cuanto a la habitación…

—Ah, eso no hace falta que lo decidas ahora.

—No, pero necesitas una respuesta. Si vas a alquilársela a otra persona…

—¡Prefiero alquilártela a ti!

—Bueno, ya, y puede que yo la quiera, pero tengo que marcharme a casa la semana que viene, y estaba planteándome viajar a Nueva York en coche con Richard. Ya que él viaja en la misma fecha.

Todo temor a que Walter no captara la trascendencia de aquello quedó disipado por su repentino silencio.

—¿No tienes ya billete de avión? —preguntó por fin.

—Es de los que te devuelven el dinero —mintió ella.

—Bueno, me parece estupendo. Pero, ya sabes, Richard no es muy de fiar.

—Sí, ya lo sé, ya lo sé —convino—. Tienes razón. Sólo he pensado que así puedo ahorrarme un dinero que luego destinaría al alquiler. —Una mentira sobre otra. Sus padres le habían pagado el billete—. Lo que es seguro es que pase lo que pase pagaré el alquiler de junio.

—Eso no tiene sentido si no vas a vivir allí.

—Bueno, lo más probable es que sí, eso te estoy diciendo. Sólo que todavía no lo tengo del todo claro.

—Vale.

—Me apetece mucho. Sólo que no lo tengo del todo claro. Así que si encuentras otro inquilino, quizá debas aceptarlo. Pero lo que es seguro es que pagaré junio.

Se produjo otro silencio antes de que Walter, con cierto desánimo, dijo que tenía que colgar.

Estimulada por haber logrado mantener esa difícil conversación, telefoneó a Richard y le aseguró que había hecho el corte de sedal necesario. En ese punto, Richard mencionó que la fecha de su marcha no estaba del todo decidida y que había un par de conciertos en Chicago que quería ver.

—Me da igual mientras esté en Nueva York el sábado —dijo Patty.

—Ya, las bodas de plata. ¿Dónde se celebrarán?

—En Mohonk Mountain House, pero me basta con llegar a Westchester.

—Ya veré qué puedo hacer.

No es muy divertido hacer un viaje por carretera con un conductor que te considera, a ti y quizá a todas las mujeres, un incordio, pero Patty eso no lo supo hasta que lo probó. El problema empezó con la fecha de la marcha, que fue necesario adelantar por ella. Luego una avería mecánica en la furgoneta demoró a Herrera, y como eran los amigos de Herrera en Chicago con quienes Richard planeaba alojarse, y como Patty en todo caso no formaba parte de ese trato, el asunto prometía ser un tanto incómodo. A Patty tampoco se le daba bien calcular distancias, y por tanto, cuando Richard pasó a recogerla con tres horas de retraso y no salieron de Minneapolis hasta media tarde, ella no se hizo una idea de lo tarde que llegarían a Chicago y lo importante que era ir a buena marcha por la I-94. No fue culpa de ella que salieran tarde. No le pareció un exceso pedir, cerca de Eau Claire, un alto para ir al baño, y luego, una hora después, cerca de ninguna parte, otro para cenar. ¡Ése era su viaje por carretera y tenía la intención de disfrutarlo! Pero el asiento trasero iba cargado de equipo que Richard no se atrevía a perder de vista, y él satisfacía sus propias necesidades básicas con su tabaco de mascar (llevaba una enorme lata escupidera en el suelo), y aunque no criticó lo mucho que las muletas entorpecían y complicaban todos los movimientos de ella, tampoco le dijo que se relajara y se tomara su tiempo. Y mientras cruzaban todo Wisconsin, cada minuto del viaje, pese a su sequedad e irritación apenas reprimida ante las necesidades humanas y totalmente razonables de Patty, ella sintió la presión casi física del interés de él por follar, y eso tampoco contribuyó mucho a mejorar el ambiente en el coche. No es que ella no se sintiera muy atraída por él. Pero necesitaba un mínimo de tiempo y cierta distancia, e incluso teniendo en cuenta su juventud e inexperiencia, la autobiógrafa admite abochornada que su manera de ganar ese tiempo y espacio consistió en llevar la conversación, retorcidamente, hacia Walter.

Al principio, Richard no quería hablar de él, pero en cuanto Patty tiró del hilo se enteró de muchas cosas acerca de los años universitarios de Walter. Acerca de los simposios que había organizado sobre la superpoblación, sobre la reforma del sistema electoral a los que apenas asistieron estudiantes. Acerca del innovador programa de música New Wave que había presentado durante cuatro años en la emisora de radio del campus. Acerca de su recogida de firmas para exigir ventanas mejor aisladas en las residencias de Macalester. Acerca de los editoriales que había escrito el periódico universitario en relación con, por ejemplo, las bandejas de comida que manipulaba en la cinta transportadora del comedor: cómo había calculado el número de familias de St. Paul a las que se podía alimentar con los desperdicios de una sola noche, y que él había recordado a sus compañeros que otros seres humanos debían vérselas con los pegotes de mantequilla de cacahuete que lo pringaban todo, y cómo había lidiado filosóficamente con el hábito de sus compañeros de poner el triple de leche en los cereales y luego dejar los tazones rebosantes de leche sobrante en sus bandejas: ¿acaso pensaban que la leche era un bien gratuito e inagotable, como el agua, sin consecuencias para el medio ambiente? Richard contó todo esto con el mismo tono protector que había empleado con Patty dos semanas antes, un tono de pesar peculiarmente tierno por Walter, como si hiciera una mueca por el dolor que éste se autoinfligía al darse cabezazos contra la cruda realidad.

—¿Ha tenido novias? —preguntó Patty.

—Las elegía mal. Se colgaba de tías imposibles. Tías que tenían novios artistoides que se movían en otro tipo de círculos. Hubo una de segundo que lo llevó por la calle de la amargura durante todo su último curso. Walter le cedió su espacio radiofónico de viernes por la noche y se quedó con el del martes por la tarde. Cuando me enteré, ya era demasiado tarde para impedirlo. Le reescribía los trabajos, la llevaba a conciertos. Era lamentable ver cómo ella lo tenía en el bolsillo. Siempre se presentaba en nuestra habitación en el momento más inoportuno.

—Qué curioso —se extrañó Patty—. Me pregunto por qué las cosas eran así.

—Nunca hace caso de mis advertencias. Es muy obstinado. Y aunque a primera vista no dé esa impresión, siempre va por las más guapas. Por las guapas y bien formadas. En ese sentido es ambicioso. Eso no le propició tiempos felices en la universidad.

—Y esa chica que se presentaba en vuestra habitación, ¿a ti te gustaba?

—No me gustaba lo que hacía con Walter.

—Ésa parece tu especialidad, ¿no?

—La tía tenía un gusto de mierda y un espacio el viernes por la noche. Llegó un momento en que sólo había una forma de hacerle llegar el mensaje a Walter. De aclararle con qué clase de tía trataba.

—Ah, así que le hiciste un favor. Ya entiendo.

—Todos somos moralistas.

—No, en serio, ya veo por qué no nos respetas. Si lo único que ves, año tras año, son chicas que quieren que traiciones a tu mejor amigo… Ya veo que es una situación algo rara.

—Yo a ti te respeto —dijo Richard.

—Ja, ja, ja.

—Tienes buena cabeza. No me importaría verte este verano, si te pasas por Nueva York.

—Eso no me parece muy viable.

—Sólo digo que estaría bien.

Patty dispuso de unas tres horas para alimentar esta fantasía —fijando la mirada en las luces de posición del tráfico que avanzaba velozmente en una fila interminable hacia la gran metrópoli, y preguntándose cómo se sentiría siendo la chica de Richard, preguntándose si una mujer que él respetase lograría cambiarlo, imaginando que nunca regresaría a Minnesota, intentando representarse el apartamento en que tal vez acabarían viviendo, saboreando la idea de soltarle a Richard a su desdeñosa hermana mediana, visualizando la consternación de su familia por lo moderna que había terminado siendo, e imaginándose a sí misma borrada cada noche— hasta que aterrizaron en la realidad del South Side de Chicago. Eran las dos de la madrugada, y Richard no encontraba el edificio de los amigos de Herrera. Apartaderos ferroviarios y un río oscuro y embrujado les obstruían el paso una y otra vez. Las calles estaban vacías salvo por taxis ilegales y algún que otro Aterrador Joven Negro de esos sobre los que uno leía.

—Habría ido bien tener un plano —comentó Patty.

—Por aquí las calles van numeradas. No debería ser muy difícil.

Los amigos de Herrera eran artistas. Su edificio, que Richard localizó por fin con la ayuda de un taxista, parecía deshabitado. Tenía un timbre suspendido de dos cables que, contra todo pronóstico, funcionaba. Alguien apartó una lona que cubría una ventana de la parte delantera y bajó para expresar sus quejas a Richard.

—Lo siento, tío —se disculpó él—. Hemos tenido un contratiempo ineludible. Sólo necesitamos un sitio para dormir un par de noches.

El artista vestía unos calzoncillos baratos y deformes.

—Hoy hemos empezado a tapar las juntas en esa habitación dijo—. Aún no se ha secado bien. Herrera dijo que vendrías el fin de semana, o algo así.

—¿No te llamó ayer?

—Sí que llamó. Y le dije que la habitación de invitados está hecha una mierda.

—Ningún problema. Te damos las gracias. Tenemos algunas cosas que entrar.

Patty, incapacitada para acarrear bultos, vigiló el coche mientras Richard lo vaciaba lentamente. En la habitación que les dieron flotaba un intenso olor que ella era demasiado joven para identificar como masilla, demasiado joven para que le resultara doméstico y reconfortante. La única luz procedía de una cegadora lámpara de pinza de aluminio prendida a una escalera de mano embadurnada de masilla.

—¡Dios mío! —exclamó Richard—. ¿A quién tienen aquí enmasillando? ¿A chimpancés?

Debajo de unos plásticos polvorientos y salpicados de masilla había un colchón de matrimonio desnudo y manchado de herrumbre.

—Me temo que esto no está al nivel Sheraton al que estás acostumbrada —comentó Richard.

—¿Hay sábanas? —preguntó Patty tímidamente.

Él se fue a revolver al espacio principal y volvió con una manta de punto, una colcha india y un cojín de velvetón.

—Tú duerme aquí —dijo—. Tienen un sofá donde puedo dormir yo.

Ella le lanzó una mirada interrogativa.

—Es tarde —dijo él—. Necesitas dormir.

—¿Seguro? Aquí hay espacio de sobra. El sofá te va a quedar pequeño.

Estaba adormilada, pero lo deseaba e iba provista del material necesario, y el instinto la empujaba a hacer lo que tenía que hacerse ya, a registrarlo irrevocablemente en los anales, antes de tener tiempo para pensárselo demasiado y cambiar de idea. Y pasarían muchos años, casi media vida, hasta que comprendió y se sintió debidamente desconcertada por el motivo que tuvo Richard para actuar de pronto de un modo tan caballeroso. En su momento, en aquella habitación húmeda de masilla, su única conclusión fue que de algún modo se había equivocado con él, o que había enfriado su interés por ser un incordio e inútil para acarrear bultos.

—Allí hay lo que podría llamarse un lavabo —indicó él—. Puede que tengas más suerte que yo y encuentres el interruptor de la luz.

Patty le dirigió una mirada anhelante que él eludió resueltamente. El aguijonazo y la sorpresa ante aquello, la tensión del viaje en coche, el estrés de la llegada, la lobreguez de la habitación: apagó la luz, se tendió vestida y lloró durante largo rato, procurando que no la oyeran, hasta que su decepción se disolvió en el sueño.

A la mañana siguiente, despertada a las seis por un sol feroz, y totalmente irritada más tarde, después de horas y horas de espera hasta que alguien más se moviera en el apartamento, se convirtió realmente en un incordio. El día entero representó algo así como el nadir de la complacencia en su vida. Los amigos de Herrera eran físicamente desagradables, y la hicieron sentirse insignificante por no entender las referencias culturales guays. Le concedieron tres breves oportunidades para ver si se enteraba, y después de eso pasaron de ella brutalmente, tras lo cual, para su alivio, se marcharon del apartamento con Richard, que regresó solo con una caja de dónuts para el desayuno.

—Hoy voy a echarle unas horas a esa habitación —anunció—. Me pone enfermo ver el trabajo de mierda que están haciendo. ¿Te apetece lijar un poco?

—He pensado que podíamos ir al lago o algo así. Es que aquí hace tanto calor… ¿O a un museo, quizá?

Él la observó muy serio.

—Quieres ir a un museo.

—Lo que sea con tal de salir y disfrutar de Chicago.

—Eso ya lo haremos esta noche. Hoy toca Magazine. ¿Conoces a Magazine?

—No conozco nada. ¿Es que no es evidente?

—Estás de mal humor. Quieres coger la carretera otra vez.

—No quiero nada.

—Si arreglamos la habitación, esta noche dormirás mejor.

—Me da igual. La cuestión es que no me apetece lijar.

El espacio de cocina era una pocilga nauseabunda jamás limpiada, que olía a enfermedad mental. Sentada en el sofá donde había dormido Richard, Patty intentó leer uno de los libros que se había llevado con la esperanza de impresionarlo, una novela de Hemingway en la que le fue imposible concentrarse a causa del calor y el olor y el cansancio y el nudo en la garganta y los álbumes de Magazine que ponía Richard. Cuando el calor se hizo insoportable, entró en la habitación donde él estaba enyesando y le dijo que se iba a dar una vuelta.

Él iba sin camisa, con el vello del pecho aplastado y lacio a causa del sudor que le corría por el mismo.

—No es el barrio ideal para eso —dijo.

—Pues podrías acompañarme.

—Dame una hora más.

—No, déjalo —dijo ella—. Iré sola. ¿Tenemos llave de la casa?

—¿De verdad quieres irte sola con muletas?

—Sí, a no ser que quieras acompañarme.

—Cosa que, como te he dicho, haré dentro de una hora.

—Pues no me apetece esperar una hora.

—En ese caso —dijo Richard—, la llave está en la mesa de la cocina.

—¿Por qué me tratas tan mal?

Richard cerró los ojos y pareció contar en silencio hasta diez. Era obvio lo mucho que le desagradaban las mujeres y todo lo que decían.

—¿Por qué no te das una ducha de agua fría —propuso— y esperas a que termine?

—¿Sabes?, ayer, durante un rato, me dio la impresión de que yo te gustaba.

—Y me gustas. Lo que pasa es que ahora mismo estoy trabajando.

—Estupendo —dijo ella—. Trabaja.

Bajo el sol de la tarde hacía aún más calor en las calles que en el apartamento. Patty, con su andar oscilante, avanzó a buen paso, procurando no llorar de manera demasiado visible, procurando aparentar que sabía adónde iba. El río, cuando llegó, le pareció más benévolo que durante la noche y, más que maligno y engullidor, simplemente se veía lleno de hierbajos y contaminado. Al otro lado había calles mexicanas engalanadas para alguna celebración mexicana inminente o reciente, o quizá estaban siempre engalanadas. Encontró una taquería con aire acondicionado donde la miraron descaradamente pero no la acosaron y pudo quedarse allí sentada y beber una Coca-Cola y recrearse en su sufrimiento adolescente. Su cuerpo deseaba intensamente a Richard, pero el resto de ella comprendía que había cometido un gran error al viajar con él: que todo lo que había esperado de él y de Chicago había sido una enorme fantasía suya. Frases que le sonaban de las clases de español en el instituto, «lo siento» y «hace mucho calor» y «¿qué quiere la señora?», afloraban una y otra vez a la superficie en el bullicio que la rodeaba. Se armó de valor y pidió tres tacos. Los devoró y contempló el paso de incontables autobuses por las ventanas, cada uno dejando una estela de mugre iridiscente. El tiempo pasó de una manera extraña, que la autobiógrafa, con su ahora muy abundante experiencia en tardes asesinadas, es capaz de identificar como deprimente (interminable y vertiginosamente rápida a la vez; rebosante segundo a segundo, vacía de contenido hora a hora), hasta que, al final de la jornada laboral, llegaron grupos de jóvenes obreros y empezaron a prestarle demasiada atención, hablando de sus «muletas», y tuvo que marcharse.

Cuando volvió sobre sus pasos, el sol era una esfera naranja al final de las calles en dirección este-oeste. Su intención, como ahora se permitió reconocer, había sido ausentarse el tiempo necesario para que Richard se preocupase por ella, y en eso parecía haber fracasado por completo. En el apartamento no había nadie. Las paredes de su habitación estaban casi terminadas, el suelo bien barrido, la cama perfectamente hecha para ella con sábanas y almohadas de verdad. Sobre la colcha india vio una nota de Richard, en letras mayúsculas microscópicas, en la que le daba la dirección de un local e indicaciones para llegar allí en metro. Concluía así: UNA ADVERTENCIA: HE TENIDO QUE LLEVARME CONMIGO A NUESTROS ANFITRIONES.

Antes de decidir si saldría, Patty se acostó para echar una cabezada y se despertó muchas horas después, desorientada, al oír llegar a los amigos de Herrera. Entró cojeando en la habitación principal y allí se enteró, por mediación del más desagradable de ellos, el de los calzoncillos de la noche anterior, de que Richard se había largado con otra gente y les había pedido que le dijeran que no lo esperara levantada: llegaría con tiempo de sobra para llevarla a Nueva York.

—¿Qué hora es? —preguntó Patty.

—Alrededor de la una.

—¿De la madrugada?

El amigo de Herrera le lanzó una mirada maliciosa.

—No; hay un eclipse total de sol.

—¿Y dónde está Richard?

—Se ha ido con un par de chicas que ha conocido. No ha dicho adónde.

Como ya se ha señalado, a Patty se le daba mal calcular distancias en los viajes por carretera. Si quería llegar a Westchester a tiempo para ir con su familia al Mohonk Mountain House, Richard y ella habrían tenido que salir de Chicago a las cinco de la mañana. Durmió hasta mucho después de esa hora y al despertar el día estaba gris y tormentoso: una ciudad distinta, un clima distinto. Richard seguía sin aparecer. Comió dónuts pasados y leyó unas cuantas páginas de Hemingway hasta que dieron las once. Entonces, incluso ella se dio cuenta de que la cosa no cuadraba.

Hizo de tripas corazón y telefoneó a sus padres a cobro revertido.

—¡Chicago! —exclamó Joyce—. Esto es increíble. ¿Estás cerca de un aeropuerto? ¿Puedes coger un avión? Pensábamos que a estas horas ya estarías aquí. Papá quiere salir temprano, pensando en el tráfico de fin de semana.

—La he pifiado —dijo Patty—. Lo siento mucho.

—Bueno, ¿puedes llegar mañana por la mañana? La gran cena no es hasta mañana por la noche.

—Lo intentaré por todos los medios —aseguró.

Su madre llevaba ya tres años en la Asamblea Legislativa del estado. Si no hubiese pasado a enumerar a todos los parientes y amigos de la familia que coincidirían en el Mohonk para ese importante homenaje a un matrimonio, y la extraordinaria emoción con que los tres hermanos de Patty esperaban ese fin de semana, y lo muy honrada que ella (Joyce) se sentía por la efusión de sentimientos que le llegaba de, literalmente, las cuatro puntas del país, es posible que Patty hubiese hecho lo que hiciera falta para llegar al Mohonk. Así las cosas, sin embargo, se adueñó de ella una extraña paz y certidumbre mientras escuchaba a su madre. Había empezado a lloviznar sobre Chicago; el viento que agitaba las cortinas de lona arrastró al interior los agradables olores del hormigón saciado y el lago Michigan. Con una ausencia de resentimiento desconocida para ella, con una nueva mirada fría, Patty miró en su propio interior y vio que no haría ningún daño a nadie, y ni siquiera nadie se sentiría muy dolido, si ella sencillamente se saltaba las bodas de plata. Casi todo el trabajo estaba ya hecho. Vio que era casi libre, y dar el último paso le produjo una sensación horrible, pero no horrible en el mal sentido, si es que eso tiene alguna lógica.

Estaba sentada junto a la ventana, oliendo la lluvia y observando cómo el viento hacía cimbrear los hierbajos y los arbustos en la azotea de una fábrica abandonada hacía mucho tiempo, cuando Richard llamó por teléfono.

—Lo siento —se disculpó—. Estaré ahí dentro de una hora.

—No hace falta que corras —dijo ella—. Ya es demasiado tarde.

—Pero tu fiesta es mañana por la noche.

—No, Richard, eso era la cena. En principio tenía que estar allí hoy. Hoy a las cinco.

—Mierda. ¿Lo dices en serio?

—¿De verdad no te acordabas?

—En estos momentos tengo la cabeza un poco confusa. Ando un poco escaso de sueño.

—Vale, bien, da igual. No hay ninguna prisa. Creo que ahora me voy a casa.

Y a casa se fue. Empujó la maleta escaleras abajo y la siguió con sus muletas, paró un taxi ilegal en Halstead Street y cogió un autobús de la Greyhound con destino a Minneapolis y otro a Hibbing, donde Gene Berglund agonizaba en un hospital luterano. La temperatura era de unos cinco grados y llovía a cántaros en las calles del centro de Hibbing, vacías a esas horas de la madrugada. Walter tenía las mejillas más sonrojadas que nunca. Frente a la estación de autobuses, en el cacharro de su padre, que consumía litros y litros y apestaba a tabaco, Patty le echó los brazos al cuello y se aventuró a ver cómo besaba, y descubrió complacida que lo hacía muy bien.