Si Patty no fuese atea, daría gracias al Señor por la existencia de actividades deportivas extraescolares, más que nada porque le salvaron la vida y le brindaron la oportunidad de realizarse como persona. Siente especial gratitud hacia Sandra Mosher del centro de enseñanza media de North Chappaqua, Elaine Carver y Jane Nagel del instituto Horace Greeley, Ernie y Rose Salvatore de los Campamentos de Baloncesto Femenino de Gettysburg, e Irene Treadwell de la Universidad de Minnesota. Gracias a estos excepcionales entrenadores, Patty aprendió disciplina, paciencia, a centrarse en un objetivo y a trabajar en equipo, así como los ideales de la deportividad, que contribuyeron a compensar su malsano espíritu competitivo y su escasa autoestima.
Patty se crio en el condado de Westchester, en Nueva York. Era la mayor de cuatro hijos, de los cuales los otros tres se acercaban más a las expectativas de sus padres. Era visiblemente Más Grande que los demás, y también Menos Singular, y también sensiblemente Más Tonta. No tonta lo que se dice tonta, pero sí más tonta en términos relativos. Alcanzó el metro setenta y cuatro, casi la misma estatura que su hermano, aventajando en no pocos centímetros a las otras dos chicas, y a veces lamentaba no haber dado un estirón más y llegado al metro ochenta, ya que en cualquier caso siempre desentonaría en la familia. Ver la canasta mejor y ganar la posición más fácilmente y girar con mayor libertad en defensa tal vez habría mitigado un tanto la virulencia de su vena competitiva, y con ello habría disfrutado de una vida más feliz después de la universidad; era poco probable, desde luego, pero resultaba interesante planteárselo. Ya en el nivel universitario, era por lo general una de las jugadoras más bajas de la cancha, cosa que, curiosamente, le recordaba su posición en la familia y la ayudaba a mantener la adrenalina a niveles máximos.
El primer recuerdo que Patty guarda de la práctica de un deporte en equipo hallándose su madre entre el público es también uno de los últimos. Asistía a un campamento deportivo de día para personas corrientes en el mismo complejo donde sus dos hermanas participaban en un campamento artístico para personas extraordinarias, y un día su madre y sus hermanas se presentaron durante un partido de sóftbol, cuando se jugaban ya las últimas entradas. Patty, en posición de jardinera izquierda, veía con frustración a otras niñas menos aptas cometer errores en el cuadro y esperaba con impaciencia que alguien conectase un batazo profundo. Sigilosamente, fue acercándose más y más a la línea divisoria, y así fue como terminó el partido. Había corredoras en la primera y la segunda base. La bateadora golpeó una bola que salió botando hacia la paradora en corto, una chica con serios problemas de coordinación; Patty se le adelantó para interceptar la pelota y, acto seguido, echó a correr con la intención de eliminar a la primera corredora y luego iniciar la persecución de la segunda, una chica de lo más delicada que seguramente había llegado a primera base por un error del equipo contrario. Patty fue tras ella como una flecha, y la niña, chillando, se desvió hacia el campo exterior, abandonando el cuadro y, por tanto, quedando automáticamente descalificada; aun así, Patty, resuelta a eliminarla, siguió en pos de ella y la tocó mientras la niña se encogía y gritaba debido al dolor en apariencia insufrible de sentir el leve contacto de un guante.
Patty tuvo clara conciencia de que ése no era su momento más glorioso por lo que a deportividad se refería. Algo se había adueñado de ella porque estaba allí su familia, viéndola. Más tarde, en el coche, su madre, con voz aun más trémula que de costumbre, le preguntó si por fuerza tenía que ser tan… tan agresiva. Si era necesario ser… en fin, ser tan agresiva. «¿Qué mal le hacía compartir un poco la pelota con sus compañeras de equipo? Patty contestó que en la posición de jardinera izquierda no le llegaba NINGUNA bola. Y su madre dijo: «No me parece mal que hagas deporte, siempre y cuando aprendas a cooperar y a tener espíritu comunitario». Y Patty replicó: «¡Pues entonces mándame a un campamento DE VERDAD, donde yo no sea la única que juegue bien! ¡No puedo cooperar con gente incapaz de atrapar la bola!». Y su madre dijo: «No sé hasta qué punto conviene fomentar tanta agresividad y competitividad. Puede que yo no sea una gran entusiasta del deporte, pero no le veo la gracia a derrotar a una persona sólo por derrotarla. ¿No sería mucho más divertido trabajar todos juntos para construir algo en cooperación?».
La madre de Patty era una demócrata profesional. Aún ahora, en el momento de escribirse esto, es miembro de la Asamblea Legislativa del estado, la honorable Joyce Emerson, conocida por su defensa de los espacios abiertos, los niños pobres y las artes. Para Joyce, el paraíso es un espacio abierto adonde los niños pobres pueden ir a ejercitarse en las artes a costa del estado. Joyce nació en Brooklyn en 1934, con el nombre de Joyce Markowitz, pero por lo visto, ya desde los albores mismos de su conciencia le desagradaba ser judía. (La autobiógrafa se pregunta si una de las razones por las que a Joyce siempre le tiembla tanto la voz es el enorme esfuerzo, a lo largo de toda su vida, para disimular el acento de Brooklyn). Joyce recibió una beca para estudiar Filosofía y Letras en los bosques de Maine, donde conoció al nada judío padre de Patty, con quien contrajo matrimonio en la iglesia Universalista Unitaria de Todas las Almas del Upper East Side de Manhattan. A juicio de la autobiógrafa, Joyce tuvo a su primogénita cuando aún no estaba preparada emocionalmente para la maternidad, si bien a este respecto quizá la propia autobiógrafa no debería andar tirando piedras. Cuando, en 1960, Jack Kennedy fue elegido candidato demócrata, Joyce dispuso de un pretexto noble y conmovedor para salir de una casa que, por lo visto, no podía evitar llenar de niños. Luego vinieron los derechos civiles, Vietnam y Bobby Kennedy: más buenas razones para ausentarse de una casa donde apenas había espacio para cuatro niños pequeños más una niñera de Barbados instalada en el sótano. Joyce acudió a su primera convención nacional en 1968, como delegada comprometida con la causa del difunto Bobby. Ejerció el cargo de tesorera del partido a nivel del condado y después el de presidenta, y realizó tareas organizativas al servicio de Teddy en 1972 y 1980. Cada verano, por las puertas abiertas de la casa entraban y salían voluntarios en tropel de sol a sol, cargados con cajas de material para la campaña. Patty podía entrenar el regate y el gancho durante seis horas seguidas sin que nadie le prestara la menor atención ni se preocupara por ella.
El padre de Patty, Ray Emerson, era abogado y cómico aficionado, con un repertorio que incluía chistes de pedos y parodias crueles de los vecinos, los amigos y los profesores de sus hijos. Un tormento que infligía a Patty con especial deleite era imitar a la niñera de Barbados, Eulalie, cuando ésta no los oía pero rondaba cerca, diciendo: «Bazta ya de diverzión, bazta ya de juegoz», etcétera, en voz cada vez más alta, hasta que Patty, abochornada, se levantaba de la mesa y salía corriendo entre los alaridos de entusiasmo de sus hermanos. También les proporcionaba interminables ratos de entretenimiento ridiculizar a Sandy Mosher, entrenadora y mentora de Patty, a quien Ray se complacía en llamar Saaaandra. Siempre andaba preguntándole a Patty si Saaaandra había recibido últimamente la visita de algún caballero o quizá, ji ji ji, ja ja ja, ¿de alguna caballera?. Sus hermanos prorrumpían a coro: ¡Saaaandra, Saaaandra! Otros graciosos métodos para mortificar a Patty consistían en esconder al perro de la familia, Elmo, y fingir que había sido sacrificado mientras Patty estaba en el entrenamiento de baloncesto de última hora de la tarde. O tomarle el pelo por ciertos lapsus de cultura general cometidos años antes, preguntándole cómo les iba la vida a los canguros en Austria, y si había visto la última novela de la famosa escritora contemporánea Louisa May Alcott, y si todavía pensaba que los hongos pertenecían al reino animal. «El otro día vi a uno de esos hongos de Patty perseguir un camión —decía su padre—. Mirad, miradme: así persigue un camión el hongo de Patty».
Casi todas las noches, su padre volvía a marcharse de casa después de la cena para reunirse con personas sin recursos a quienes defendía por poco dinero o gratis. Tenía un bufete delante de los juzgados de White Plains. Entre los clientes a quienes no cobraba se incluían puertorriqueños, haitianos, travestis y discapacitados físicos o mentales. Algunos se veían envueltos en tan penosos trances que ni siquiera se burlaba de ellos a sus espaldas. Así y todo, en la medida de lo posible, procuraba verles el lado gracioso a dichos trances. En décimo curso, para un trabajo en la escuela, Patty asistió a dos juicios en los que intervenía su padre. Uno era contra un parado de Yonkers que había bebido más de la cuenta el Día Nacional de Puerto Rico y salido a buscar al hermano de su mujer con la intención de rajarlo; pero, como no lo había encontrado, había rajado a un desconocido en un bar. La desventura y necedad del reo no sólo movieron a la risa a su padre, sino también al juez y al fiscal. Los tres se pasaron el rato cruzando guiños subrepticios. Como si el sufrimiento y los navajazos y la cárcel fueran sólo un pasatiempo de las clases bajas concebido para animarles a ellos el día, por lo demás aburrido.
En el tren, de regreso a casa, Patty le preguntó a su padre de qué lado estaba él.
—Ja, buena pregunta —contestó—. Tienes que saber que mi cliente es un embustero. La víctima es un embustero. Y el dueño del bar es un embustero. Son todos unos embusteros. Mi cliente tiene derecho a una defensa enérgica, eso por descontado. Pero también hay que intentar ponerse al servicio de la justicia. A veces, el fiscal, el juez y yo trabajamos en colaboración de la misma manera que el fiscal trabaja con la víctima o yo trabajo con el reo. ¿Has oído hablar de nuestro sistema de justicia acusatorio?
—Sí.
—Verás, a veces, el fiscal, el juez y yo acusamos a la misma persona. Procuramos esclarecer los hechos y evitar un fallo injusto. Pero eso no… mmm… eso no lo pongas en tu trabajo.
—Creía que para esclarecer los hechos están el gran jurado y el jurado.
—Y así es. Pon eso en tu trabajo, sí: un juicio con un jurado compuesto por iguales. Eso sí es importante.
—Pero la mayoría de tus clientes son inocentes, ¿no?
—Muy pocos merecen un castigo tan severo como el que algunos pretenden imponerles.
—Pero muchos de ellos son inocentes del todo, ¿no? Mamá dice que no dominan el idioma, o que a la policía le da igual a quién detiene y que son víctimas de los prejuicios y tienen pocas oportunidades.
—Todo eso es muy cierto, Pattylinda. Aun así… mmm… tu madre puede llegar a ser un poco ingenua.
Cuando el blanco de las ridiculizaciones era su madre, a Patty ya no le importaba tanto.
—En fin, ya has visto cómo es esa gente —dijo él—: «Dios mío. El ron me puso loco».
Un detalle importante sobre la familia de Ray era que tenía mucho dinero. Sus padres vivían en una gran finca solariega, situada en los montes al noroeste de Nueva Jersey, con una preciosa casa de piedra de estilo moderno, proyectada supuestamente por Frank Lloyd Wright y decorada con obras menores de famosos impresionistas franceses. En verano, el clan de los Emerson al completo se congregaba en la finca, a orillas del lago, organizando picnics familiares que por lo general Patty no conseguía disfrutar plenamente. Al abuelo, August, le gustaba agarrar a su nieta mayor por la cintura, sentarla en su muslo y balancearla, cosa que a él, Dios sabría por qué, le proporcionaba cierto placer; desde luego, no era muy respetuoso con los límites físicos de Patty. A partir de séptimo, Patty tuvo que jugar a dobles con Ray y su socio júnior y la mujer de su socio en la pista de tenis de tierra batida de los abuelos, y verse expuesta, con su exigua ropa de tenis, a las miradas del socio, sintiéndose cohibida y desconcertada por semejante magreo ocular.
Al igual que el propio Ray, el abuelo de Patty había adquirido el derecho a la excentricidad en privado haciendo buenas obras jurídicas en público; se había labrado un buen nombre defendiendo a destacados objetores de conciencia y prófugos del servicio militar en tres guerras. En su tiempo de ocio, que era mucho, cultivaba viñas en sus tierras y fermentaba la uva en uno de los anexos de la finca. Su bodega se llamaba Anca de Cierva y era objeto de no pocas bromas en la familia. En los picnics familiares, August, con andar inestable, se paseaba de aquí para allá en chanclas, con su bañador empapado y agarrando una de sus botellas toscamente etiquetadas con la que rellenaba los vasos que sus invitados habían vaciado discretamente en la hierba o entre los arbustos. «¿Qué te parece? —preguntaba—. ¿Es un buen vino? ¿Te gusta?». Venía a ser como un niño entregado con avidez a un hobby y a la vez como un torturador empeñado en castigar a cada víctima por igual. Remitiéndose a las costumbres europeas, August creía en la conveniencia de dar vino a los niños, y cuando las jóvenes madres estaban distraídas pelando mazorcas o compitiendo en la decoración de ensaladas, aguaba su Anca de Cierva gran reserva y obligaba a tomarlo a los niños, incluso a los de tres años, sujetándoles con delicadeza la barbilla si era necesario, y vertiendo el brebaje en su boca, para asegurarse de que lo tragaban. «¿Sabes qué es? —preguntaba—. Es vino». Si después un niño empezaba a comportarse de manera anómala, August explicaba: «Esa sensación que tienes es una borrachera. Has bebido demasiado. Estás borracho». Lo decía con un asco no menos sincero por ser cordial. Patty, siempre la mayor entre los niños, observaba estas escenas con mudo horror, delegando en alguno de sus hermanos menores la misión de dar la voz de alarma: «¡El abuelo está emborrachando a los niños!». Mientras las madres corrían a reprender a August y arrebatarle a sus hijos, y los padres, disimulando la risa, cuchicheaban obscenamente sobre la obsesión de August con los cuartos traseros de las hembras de ciervo, Patty se adentraba en el lago a escondidas y flotaba en los bajíos, de aguas más cálidas, con los oídos tapados por el agua para aislarse de su familia.
Porque he aquí la cuestión: en todos los picnics, allá en la cocina de la casa de piedra, había siempre una botella o dos del fabuloso burdeos añejo de la legendaria bodega de August. Este vino se sacaba sólo por insistencia del padre de Patty, a un coste personal desconocido en forma de lisonjas y ruegos, y siempre era Ray quien daba la señal, un sutil gesto con la cabeza, a sus hermanos y a cualquier amigo de sexo masculino a quien hubiese invitado, aviso de que había llegado el momento de escabullirse del picnic y seguirlo. Los hombres regresaban al cabo de unos minutos con enormes copas redondas llenas a rebosar de un tinto soberbio, Ray cargado además con una botella francesa en la que quedaban a lo sumo un par de dedos, de vino, para repartirlo entre las esposas y otros visitantes menos privilegiados. August, por mucho que le suplicaran, se negaba a bajar a la bodega por otra botella; ofrecía, en su lugar, más Anca de Cierva gran reserva.
Y por Navidad sucedía siempre lo mismo: los abuelos viajaban desde Nueva Jersey en su Mercedes último modelo (August cambiaba de coche cada uno o dos años) y llegaban a la hacinada casa estilo rancho de Ray y Joyce una hora antes de la hora antes de la cual Joyce les había implorado que no llegaran y repartían regalos insultantes. Especialmente memorable fue el año en que Joyce recibió dos paños de cocina muy usados. A Ray solía tocarle uno de esos libros de arte enormes expuestos en la mesa de saldos de Barnes & Noble, a veces todavía con la pegatina del precio: 3,99 dólares. A los niños los obsequiaban con la más diversa morralla de plástico de fabricación asiática: diminutos despertadores de viaje que no funcionaban, monederos con el logo de una agencia de seguros de Nueva Jersey, burdas y aterradoras marionetas chinas para enfundarse en el dedo, surtidos de bastoncitos para cóctel. Al mismo tiempo, en la universidad de August, se construía una biblioteca con su nombre. Como los hermanos de Patty se escandalizaban ante la cicatería del abuelo y buscaban compensación reclamando a sus padres una parte escandalosa del botín navideño —cada Nochebuena, Joyce se quedaba hasta las tres de la madrugada envolviendo los regalos seleccionados a partir de las interminables y muy pormenorizadas listas de peticiones navideñas de sus hijos—, Patty se pasó al otro extremo y decidió no preocuparse de nada que no fueran los deportes.
En su día, el abuelo había sido todo un deportista, una estrella del atletismo universitario y ala cerrada en fútbol americano, y probablemente de él había heredado Patty la estatura y los reflejos. Ray también había jugado al fútbol, pero en Maine, en un colegio que apenas conseguía formar un equipo completo. Lo suyo en realidad era el tenis, el único deporte que Patty aborrecía, pese a lo bien que se le daba. En su opinión, Bjórn Borg en el fondo era un débil. Por lo general, salvo contadas excepciones (por ejemplo, Joe Namath), los deportistas de sexo masculino no le causaban gran impresión. Su especialidad era encapricharse de chicos muy solicitados que, por ser mayores o más guapos, eran opciones totalmente irrealizables. Con todo, como era una persona muy complaciente, accedía a salir casi con cualquiera que se lo pidiese. Creía que los chicos tímidos o poco solicitados tenían una vida difícil, y se compadecía de ellos en la medida de lo humanamente posible. Por alguna razón, muchos de éstos practicaban la lucha. Como ella sabía por experiencia, los luchadores eran valientes, taciturnos, raros, cejijuntos y educados, y no tenían miedo a las chicas deportistas. Uno de ellos le confió que, en secundaria, sus amigos y él la llamaban «la Simia».
Por lo que se refiere al sexo en sí, Patty tuvo su primera experiencia a los diecisiete años, en una fiesta, donde la violó un tal Ethan Post, estudiante de último curso en un internado. Ethan no practicaba ningún deporte, excepto el golf, pero aventajaba a Patty en quince centímetros y veinticinco kilos, circunstancia que no permitía crearse perspectivas muy alentadoras respecto a la fuerza muscular femenina en comparación con la de los hombres. Para Patty, lo que Ethan hizo con ella fue una violación en toda regla, sin nada de ambiguo. Cuando Patty empezó a forcejear, forcejeó con toda su alma, aunque no demasiado bien y sólo durante un rato, porque el suceso ocurrió durante una de sus primeras borracheras. ¡Hasta ese momento se había sentido tan maravillosamente libre! Acaso aquella magnífica y cálida noche de mayo, en la enorme piscina de la casa de Kim McClusky, Patty causara en Ethan Post una impresión equivocada. Era demasiado complaciente incluso cuando no estaba borracha. Allí, en la piscina, debía de estar ciega de complacencia. En resumidas cuentas, tenía mucho de que culparse. Su idea de una aventura amorosa era como la isla de Gilligan: «lo más primitiva posible». Quedaba en un punto intermedio entre Blancanieves y Nancy Drew. Y no cabía duda de que Ethan poseía una presencia arrogante, que fue lo que le atrajo en ese momento. Parecía el objeto de deseo en una novela para chicas adolescentes con veleros en la cubierta. Después de violar a Patty, le dijo que lo sentía, que «aquello» había sido más brusco de lo que pretendía, que lo sentía mucho.
Sólo cuando se le pasaron los efectos de la piña colada, a primera hora de la mañana siguiente, en el dormitorio que, siendo ella tan complaciente como era, compartía con su hermana menor a fin de que la mediana dispusiera de un cuarto para ella sola donde poder ser Creativa y desordenada… sólo entonces se indignó. Lo indignante era que Ethan la hubiese considerado tan poca cosa como para poder violarla sin más y luego acompañarla a casa. Y ella no era poca cosa. Para empezar, ya había batido, en su tercer año en el instituto Horace Greeley, el récord de asistencias por temporada de todos los tiempos, ¡récord que pulverizaría de nuevo al año siguiente! Además, formaba parte de la selección estatal en un estado que incluía nada menos que Brooklyn y el Bronx. Y aun así, un muchacho, un simple golfista al que apenas conocía, había considerado que podía violarla sin más.
Para no despertar a su hermana menor, se fue a llorar a la ducha. Ese fue, sin exagerar, el momento más desdichado de su vida. Aún hoy, cuando piensa en los oprimidos de este mundo y en las víctimas de la injusticia, y en cómo deben de sentirse, se retrotrae sin querer a aquel momento. De pronto acudieron a su mente cosas que nunca había pensado, como la injusticia de que una hija mayor se viera obligada a compartir la habitación y no se le concediera la que había ocupado Eulalie en el sótano porque estaba llena hasta los topes de material obsoleto de viejas campañas electorales, o la injusticia de que su madre se sintiese fascinada por las interpretaciones teatrales de su hija mediana pero no fuese nunca a un partido de Patty. Estaba tan indignada que casi le entraron ganas de hablar con alguien. Pero temía que su entrenadora o sus compañeras de equipo se enteraran de que había bebido.
Al final, la historia, pese a todos sus esfuerzos para mantenerla oculta, salió a la luz, porque al día siguiente la entrenadora Nagel sospechó algo y la espió en el vestuario. Obligó a Patty a sentarse en su despacho y la interrogó acerca de sus magulladuras y su abatimiento. Humillándose, Patty lo confesó todo de inmediato y entre sollozos. Para su más absoluta consternación, la entrenadora le propuso entonces acompañarla al hospital y comunicar el hecho a la policía. Patty acababa de hacer tres sencillos en cuatro turnos de bateo, con dos carreras anotadas, y había intervenido en varias jugadas defensivas de mérito. Obviamente no había sufrido graves daños. Además, sus padres eran aliados políticos de los padres de Ethan, así que la idea era inviable. Se atrevió a acariciar la esperanza de que una vil disculpa por infringir el reglamento del equipo, unida a la compasión y la indulgencia de la entrenadora, permitiera zanjar el asunto. Pero, ay, qué equivocada estaba.
La entrenadora llamó a casa de Patty y habló con su madre, quien, como siempre, iba con la lengua fuera y debía marcharse a toda prisa a una reunión, y no tenía tiempo para hablar ni recursos morales para reconocer que no tenía tiempo para hablar, y la entrenadora pronunció estas indelebles palabras por el auricular beige del Departamento de Educación Física:
—Su hija acaba de decirme que anoche la violó un chico, un tal Ethan Post. —La entrenadora permaneció a la escucha durante un minuto y dijo—: No, acaba de contármelo ahora… Exacto… Anoche… Sí, está aquí. —Y le entregó el auricular a Patty.
—¿Patty? —dijo su madre—. ¿Estás… bien?
—Estoy perfectamente.
—Dice la señora Nagel que anoche hubo un incidente.
—El incidente fue que me violaron.
—Qué me dices, qué me dices. ¿Anoche?
—Sí.
—Esta mañana yo estaba en casa. ¿Por qué no me has dicho nada?
—No lo sé.
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué no me has dicho nada?
—Puede que en ese momento no le haya dado mucha importancia.
—Pero sí se lo has contado a la señora Nagel.
—No —dijo Patty—. Lo que pasa es que ella es más observadora que tú.
—Esta mañana apenas te he visto.
—No te culpo de nada. Es sólo un comentario.
—Y crees que quizá te… quizá fue…
—Me violaron.
—No me lo puedo creer —replicó su madre—. Ahora mismo voy a buscarte.
—La entrenadora Nagel quiere llevarme al hospital.
—¿Es, que no te encuentras bien?
—Ya te lo he dicho, estoy perfectamente.
—Pues entonces quédate donde estás y no hagáis nada ninguna de las dos hasta que yo llegue.
Patty colgó e informó a la entrenadora de que su madre iba hacia allí.
—Vamos a meter a ese chico en la cárcel, y ahí se quedará durante mucho, mucho tiempo —aseguró la entrenadora.
—Ah no no no no —contestó Patty—. No, nada de eso.
—Patty.
—Eso no va a pasar.
—Pasará si tú quieres que pase.
—No, de verdad que no pasará. Mis padres y los Post son aliados políticos.
—Escúchame —dijo la entrenadora—: eso no tiene nada que ver, ¿entiendes?
Patty estaba convencida de que la entrenadora se equivocaba. El doctor Post era cardiólogo y su mujer procedía de una familia de mucho dinero. Su casa era una de esas que visitaban personas como Teddy Kennedy y Ed Muskie y Walter Mondale cuando andaban escasos de fondos. Con el paso de los años, Patty había oído hablar mucho a sus padres del «jardín trasero» de los Post. Por lo visto, ese «jardín trasero» era tan grande como Central Park, pero más bonito. Tal vez cualquiera de las hermanas de Patty, con su sensibilidad artística, sus sobresalientes en todas las asignaturas y un par de cursos adelantadas, podría haber causado complicaciones a los Post, pero a nadie le habría cabido en la cabeza que la atleta de la familia, una mole con notas mediocres, les abollara la armadura.
—No pienso beber nunca más —prometió—, y problema resuelto.
—Quizá para ti —respondió la entrenadora—, pero no para otras chicas. Mírate los brazos. Fíjate en lo que te hizo. Se lo hará a otra si tú no lo impides.
—Son sólo morados y arañazos.
Llegados a este punto, la entrenadora pronunció un discurso motivacional sobre la obligación de salir en defensa de las compañeras de equipo, que en este caso equivalía a todas las jóvenes a quienes Ethan podía llegar a conocer. En conclusión, Patty debía encajar una falta dura por el bien del equipo y presentar cargos y permitir a la entrenadora informar al colegio privado de New Hampshire donde estudiaba Ethan, para que lo expulsaran y le negaran el diploma; si Patty no lo hacía, dejaría en la estacada a su equipo.
Patty se echó a llorar otra vez, porque habría preferido la muerte antes que dejar al equipo en la estacada. Ese mismo invierno, con gripe, había jugado casi medio partido de baloncesto antes de caer desmayada en la línea de banda y acabar con una sonda intravenosa. Ahora el problema era otro: la noche anterior no había estado con su equipo. Había ido a la fiesta con su amiga Amanda, jugadora de hockey sobre hierba, cuya alma, por lo visto, no habría hallado la paz hasta lograr que Patty probara la piña colada, que, según les habían prometido, podrían tomar a cubos en casa de los McClusky. El ron me puso loca. En la piscina de los McClusky no había ninguna otra chica deportista. Ya casi por el hecho mismo de presentarse allí, Patty había traicionado a su verdadero y auténtico equipo. Y después había recibido su castigo. Ethan no había violado a una de aquellas otras chicas descocadas; había violado a Patty porque aquél no era su sitio: ella ni siquiera sabía beber.
Le prometió a la entrenadora que se lo pensaría.
Le chocó ver a su madre en el gimnasio, y obviamente a su madre le chocaba tanto como a ella encontrarse allí. Calzaba sus zapatos salón de diario y parecía Ricitos de Oro en el bosque sobrecogedor, mirando con aire inseguro el austero mobiliario metálico, el suelo micótico, las pelotas arracimadas en bolsas de malla. Patty se acercó a ella y se sometió a su abrazo. Al ser su madre de constitución mucho más menuda, Patty se sintió en cierto modo como un reloj de pie que Joyce, con grandes esfuerzos, intentaba levantar y mover. Se desprendió de ella y la llevó al pequeño despacho delimitado por mamparas de cristal para que se desarrollase la forzosa conversación.
—Hola, soy Jane Nagel —saludó la entrenadora.
—Sí, ya nos… conocíamos —dijo Joyce.
—Ah, sí, es verdad, nos vimos una vez.
Además de su elocución vigorosa, Joyce tenía una postura vigorosamente correcta y una Sonrisa Afable, como una máscara, apta para todas las ocasiones públicas y privadas. Como nunca levantaba la voz, ni siquiera en momentos de ira (cuando se enfurecía, simplemente hablaba con voz más tensa y temblorosa), podía exhibir su Sonrisa Afable incluso en situaciones de extremo conflicto.
—No, más de una vez —precisó Joyce—. Varias veces.
—¿Ah, sí?
—Estoy segura.
—A mí no me consta —dijo la entrenadora.
—Esperaré fuera —anunció Patty, y cerró la puerta al salir.
La conversación entre madre y entrenadora no se alargó mucho. Joyce salió enseguida, al son de su taconeo, y dijo:
—Vámonos.
La entrenadora, de pie en el umbral de la puerta detrás de Joyce, dirigió a Patty una mirada elocuente. La mirada significaba: «No te olvides de lo que te he dicho sobre el trabajo en equipo».
El coche de Joyce era el último que quedaba en la sección del aparcamiento de visitantes. Metió la llave en el contacto pero no la giró. Patty preguntó qué pasaría a continuación.
—Tu padre está en su despacho —contestó Joyce—. Vamos directamente allí.
Pero no giró la llave.
—Siento mucho lo que ha pasado —se disculpó Patty.
—Lo que no entiendo —prorrumpió su madre— es cómo una deportista tan destacada como tú… o sea, cómo pudo Ethan, o quien fuera…
—Ethan, fue Ethan.
—Cómo pudo quien fuera… o Ethan —prosiguió—. Tú dices que fue Ethan casi con toda seguridad. ¿Cómo pudo… si fue Ethan… cómo pudo él…? —Su madre se tapó la boca con los dedos—. Ojalá hubiera sido cualquier otro. El doctor Post y su esposa son muy buenos amigos de… buenos amigos de muchas cosas buenas. Y yo no conozco bien a Ethan, pero…
—¡Yo apenas lo conozco!
—Entonces, ¿cómo demonios ha podido pasar una cosa así?
—Vámonos a casa.
—No. Debes contármelo. Soy tu madre —insistió Joyce.
Saltó a la vista que la incomodaba pronunciar esas palabras. Pareció darse cuenta de lo inusitado que resultaba tener que recordarle a Patty quién era su madre. Y Patty, por su parte, se alegró de que por fin esa duda saliese a la luz. Si Joyce era su madre, ¿cómo era posible que no hubiese asistido a la primera ronda del torneo estatal cuando Patty, con 32 tantos, batió el récord histórico de puntuación en las competiciones femeninas del Horace Greeley? De alguna manera, las madres de todas las demás habían encontrado tiempo para ir a ese partido.
Le mostró las muñecas a Joyce.
—Esto es lo que pasó —dijo—. Mejor dicho, parte de lo que pasó.
Joyce lanzó una única mirada a las contusiones, se estremeció y volvió la cabeza, como para respetar la intimidad de Patty.
—Qué horror —dijo—. Tienes toda la razón. Es un horror.
—La entrenadora Nagel dice que debería ir a urgencias y contárselo a la policía y al director del colegio de Ethan.
—Sí, ya sé lo que quiere tu entrenadora. Por lo que se ve, para ella la castración sería el castigo idóneo. A mí lo que me interesa es saber qué piensas tú.
—No sé qué pienso.
—Si quieres ir a la policía ahora —dijo Joyce—, vamos a la policía. Tú sólo dime si es eso lo que quieres.
—Antes deberíamos contárselo a papá, supongo.
Y, dicho esto, enfilaron Saw Mill Parkway. Joyce siempre andaba de aquí para allá con los hermanos de Patty, llevándolos a Pintura, Guitarra, Ballet, Japonés, Debate, Teatro, Piano, Esgrima y Juicios Simulados, pero Patty ya rara vez iba en coche con Joyce. Entre semana, casi todos los días volvía a casa muy tarde en el autobús escolar de los que practicaban deporte. Si tenía partido, la acompañaba a casa el padre o la madre de otra chica. Si alguna vez sus amigas y ella se quedaban sin medio de transporte, sabía que no debía molestarse en llamar a sus padres; recurría directamente a los teletaxis Westchester y a uno de los billetes de veinte dólares que su madre la obligaba a llevar siempre encima.
Jamas se le ocurrió emplear esos billetes para nada que no fueran taxis, ni ir a ningún sitio después de un partido salvo directo a casa, donde deshojaba el papel de aluminio de su cena a las diez o las once de la noche y bajaba al sótano para echar a lavar el uniforme mientras cenaba y veía reestrenos. A menudo se quedaba allí dormida.
—Y ahora una pregunta hipotética —dijo Joyce mientras conducía—. ¿Crees que bastaría con que Ethan te presentara una disculpa formal?
—Ya se disculpó.
—Por…
—Por haber sido tan brusco.
—¿Y tú qué dijiste?
—Nada. Dije que me quería ir a casa.
—Pero sí se disculpó por haber sido tan brusco.
—No fue una verdadera disculpa.
—De acuerdo. Acepto tu palabra.
—Sólo quiero que él sepa que existo.
—Lo que tú digas, cielo.
Joyce pronunció este «cielo» como si fuera la primera palabra de una lengua extranjera que estuviera aprendiendo.
A modo de prueba o castigo, Patty dijo:
—Quizá bastaría con que se disculpara con verdadera sinceridad. —Y miró con atención a su madre, que hizo todo un esfuerzo (le pareció a Patty) para contener su entusiasmo.
—Esa es una solución casi ideal, diría yo —convino Joyce—. Pero sólo si de verdad crees que eso te bastaría.
—No me bastaría.
—¿Cómo dices?
—Digo que no me bastaría.
—Creía que acababas de decir que sí.
Patty se echó a llorar de nuevo desconsoladamente.
—Lo siento —dijo Joyce—. ¿He entendido mal?
—¡ME VIOLÓ COMO SI NADA! ¡PROBABLEMENTE NI SIQUIERA HE SIDO LA PRIMERA!
—Eso no lo sabes, Patty.
—Quiero ir al hospital.
—Oye, mira, ya casi hemos llegado al despacho de papá. A menos que de verdad tengas alguna herida, bien podríamos…
—Y ya sé qué dirá él, qué querrá que haga.
—Querrá que hagas lo mejor para ti. A veces le cuesta expresarlo, pero te quiere más que a nada en el mundo.
Joyce difícilmente podría haber afirmado algo que Patty hubiera anhelado creer con mayor fervor. Que hubiera deseado creer con toda su alma. ¿Acaso su padre no se mofaba de ella y la ridiculizaba de una forma que se consideraría cruel si no fuese porque en el fondo la quería más que a nada en el mundo? Pero ahora ella tenía diecisiete años y en realidad no era tonta. Sabía que uno podía querer a alguien más que a nada en el mundo y sin embargo no quererlo lo suficiente si estaba ocupado con otros asuntos.
Un olor a naftalina flotaba en el sanctasanctórum de su padre, que había heredado de su difunto socio principal sin cambiar la moqueta ni las cortinas. La procedencia exacta del olor a naftalina era uno de esos misterios de la vida.
—¡Vaya un miserable de mierda, el niñato! —fue la respuesta de Ray al oír las nuevas de su hija y su mujer sobre el delito de Ethan Post.
—No tan niñato, por desgracia —comentó Joyce con una risa sarcástica.
—Es un niñato pervertido de mierda, una rata —dijo Ray—. ¡Mala hierba!
—Entonces ¿vamos al hospital? —preguntó Patty—. ¿O a la policía?
Su padre le pidió a su madre que telefoneara al doctor Sipperstein, el viejo, pediatra, que venía participando en las actividades políticas del Partido Demócrata desde Roosevelt, y averiguara si estaba disponible para una urgencia. Mientras Joyce hacía la llamada, Ray le preguntó a Patty si sabía qué era una violación.
Ella lo miró atónita.
—Sólo quiero asegurarme —aclaró él—, ver si conoces realmente la definición legal.
—Tuvo relaciones sexuales conmigo sin mi consentimiento.
—¿Llegaste a decir que no?
—«No», «no lo hagas», «para». En cualquier caso era evidente. Intenté arañarlo y apartarlo a empujones.
—Entonces es un mierda asqueroso.
Patty nunca había oído hablar así a su padre, y lo agradeció, pero sólo de una manera abstracta, porque no era propio de él.
—Dave Sipperstein dice que puede recibirnos a las cinco en su consulta —informó Joyce—. Le tiene tanto cariño a Patty que habría sido capaz, creo, de cancelar la cena si hubiese sido necesario.
—Ya —dijo Patty—. Seguro que soy la número uno entre sus doce mil pacientes.
Pasó a contarle la historia a su padre, y éste le explicó en qué se equivocaba la entrenadora Nagel y por qué no podía acudir a la policía.
—Chester Post no es una persona fácil —explicó Ray—. Pero hace muchas cosas buenas para el condado. Dada su… esto… posición, una acusación así generaría una publicidad extraordinaria. Todo el mundo sabría quién lo acusa. Todo el mundo. Ahora bien, lo que es malo para los Post no tiene por qué preocuparte a ti. Pero casi con toda seguridad acabarías sintiéndote más violada que ahora por todo el proceso anterior al juicio, el propio juicio y la publicidad. Y eso incluso si él se declarase culpable para conseguir un trato de favor, incluso con una suspensión condicional de la pena, incluso con un auto de reserva. Siempre habrá un acta judicial.
—Pero todo esto debe decidirlo ella, no… —terció Joyce.
—Joyce. —Ray alzó una mano para interrumpirla—. Los Post pueden permitirse cualquier abogado del país. Y en cuanto se haga pública la denuncia, ya se habrá hecho todo el daño posible al acusado. No tendrá ningún incentivo para acelerar las cosas. En realidad, él será el más beneficiado si deja que tu reputación sufra al máximo antes de una sentencia acordada o un juicio.
Patty agachó la cabeza y le preguntó a su padre qué era, en su opinión, lo que debía hacer.
—Voy a llamar a Chester ahora mismo —respondió—. Tú ve a ver al doctor Sipperstein para asegurarnos de que estás bien.
—Y para contar con él como testigo —dijo Patty.
—Sí, y podría prestar declaración si fuera necesario. Pero no habría juicio, Patty.
—¿Quedaría impune, pues? ¿Y le hará lo mismo a otra el fin de semana que viene?
Ray levantó las manos.
—Déjame… en fin, déjame hablar con el señor Post. Puede que se avenga a un procesamiento aplazado. Viene a ser una libertad condicional pero más discreta. Una espada sobre la cabeza de Ethan.
—Pero ¡eso no es nada!
—En realidad, Pattylinda, es mucho. Sería la garantía que buscas de que no volverá a hacérselo a otra chica. También incluye una admisión de culpabilidad.
Ciertamente, parecía absurdo imaginar a Ethan sentado en la celda de una cárcel con un mono naranja por infligir un daño que en cualquier caso estaba básicamente en la cabeza de ella. Había hecho series de esprints tan dolorosas como una violación. Se sentía más baqueteada después de un partido de baloncesto reñido que en ese momento. Además, como deportista te acostumbras a que otras manos te toquen: cuando te dan un masaje en un músculo acalambrado, cuando defiendes al cuerpo, cuando pugnas por una pelota suelta, cuando te vendan un tobillo, cuando te corrigen la postura, cuando te ayudan a hacer estiramientos.
Y sin embargo, el sentimiento de injusticia en sí resultaba curiosamente físico. Más real incluso, en cierto modo, que su cuerpo dolorido, maloliente, sudoroso. La injusticia tenía una forma, y un peso, y una temperatura, y una textura, y muy mal sabor.
En la consulta del doctor Sipperstein se sometió al reconocimiento como una buena deportista. Después de volver a vestirse, él le preguntó si había tenido relaciones sexuales antes.
—No.
—Lo suponía. Y en cuanto a la prevención del embarazo… ¿tomó alguna medida esa otra persona?
Ella asintió.
—Fue entonces cuando intenté apartarme. Cuando vi lo que tenía.
—Un condón.
—Sí.
Todo esto y mucho más lo anotó el doctor Sipperstein en su historial. Al acabar, se quitó las gafas y dijo:
—Te espera una buena vida, Patty. El sexo es algo maravilloso, y lo disfrutarás siempre. Pero no ha sido un buen día, ¿verdad?
En casa, una hermana hacía malabarismos o algo así con destornilladores de distintos tamaños en el jardín trasero. Su hermano leía el Gibbon no abreviado. La que subsistía a base de Yoplait y rábanos estaba en el cuarto de baño, cambiándose una vez más el color del pelo. El verdadero hogar de Patty en medio de toda esa brillante excentricidad era un banco empotrado, enmohecido, cubierto con un colchón de gomaespuma en el rincón del sótano destinado al televisor. La fragancia del ungüento para el pelo de Eulalie seguía impregnada en el banco años después de que la despidieran. Patty bajó allí con una tarrina de helado de nueces de pacana y contestó que no cuando su madre la llamó para preguntarle si subiría a cenar.
Justo cuando empezaba el programa de Mary Tyler Moore bajó su padre, después de su martini y su propia cena, y le propuso a Patty ir a dar una vuelta en coche. En esa época de su vida, Mary Tyler Moore abarcaba la totalidad de los conocimientos de Patty sobre Minnesota.
—¿Puedo ver antes este programa?
—Patty.
Sintiéndose víctima de una cruel privación, apagó el televisor. Fueron en el coche hasta el instituto y pararon en una zona bien iluminada del aparcamiento. Bajaron las ventanillas, dejando entrar el olor de un césped primaveral como aquel sobre el que había sido violada hacía no muchas horas.
—¿Así, qué? —dijo ella.
—Que Ethan lo niega —contestó su padre—. Ha dicho que fue un simple revolcón y de mutuo acuerdo.
La autobiógrafa describiría las lágrimas de la chica en el coche como una lluvia que empieza a caer de manera imperceptible pero, sorprendentemente, en muy poco tiempo lo cala todo. Le preguntó a su padre si había hablado con Ethan en persona.
—No, solo con su padre, dos veces —respondió—. Mentiría si dijese que la conversación ha ido bien.
—Así que obviamente el señor Post no me cree.
—Mira, Patty, Ethan es su hijo. Él no te conoce tan bien como nosotros.
—¿Tú me crees?
—Sí.
—¿Y mamá?
—Claro que sí.
—Y entonces, ¿qué hago?
Su padre se volvió hacia ella como un abogado. Como un adulto dirigiéndose a otro adulto.
—Déjalo estar —dijo—. Olvídalo. Sigue adelante con tu vida.
—¿Cómo?
—Quítatelo de la cabeza. Sigue adelante. Aprende a andar con más cuidado.
—¿Como si no hubiera pasado nada?
—Patty, en la fiesta todos eran amigos suyos. Dirán que te vieron emborracharte y ponerte agresiva con él. Dirán que estabais detrás de un cobertizo, a menos de diez metros de la piscina, y que no oyeron nada impropio.
—Había mucho ruido. Música y voces.
—También dirán que os vieron marcharos juntos un rato más tarde y subir a su coche. Y el mundo verá a un chico de Exeter que va a ir a Princeton y que fue tan responsable como para usar un preservativo, y tan caballeroso como para dejar la fiesta y llevarte a casa en coche.
La engañosa llovizna humedecía el cuello de la camiseta de Patty.
—En realidad no estás de mi lado, ¿verdad que no?
—Claro que sí.
—No haces más que repetir «claro», «claro».
—Escúchame. El fiscal querrá saber por qué no gritaste.
—¡Me daba vergüenza! ¡Aquéllos no eran amigos míos!
—Pero ¿no te das cuenta de que a un juez o un jurado va a costarle mucho entender eso? Sólo tenías que gritar y habrías estado a salvo.
Patty no recordaba por qué no había gritado. Debía reconocer que, en retrospectiva, esa circunstancia reflejaba una extraña complacencia por su parte.
—Pero me resistí.
—Sí, pero eres una atleta del más alto nivel. Una paradora en corto siempre anda con arañazos y magulladuras, ¿no? ¿En los brazos? ¿En los muslos?
—¿Le has dicho al señor Post que soy virgen? Mejor dicho, ¿que lo era?
—Eso no me ha parecido de su incumbencia.
—Quizá tendrías que volver a llamarlo para decírselo.
—Oye —dijo su padre—. Cariño. Sé que es tremendamente injusto. Lo siento muchísimo por ti. Pero a veces lo mejor es aprender la lección y asegurarse de que uno no volverá a verse nunca más en la misma situación. Decirse: «He cometido un error, y he tenido mala suerte», y dejarlo… dejarlo… en fin, dejarlo estar.
Giró la llave de contacto hasta la mitad de su recorrido y se iluminó el salpicadero. No apartó la mano de la llave.
—Pero cometió un delito —dijo Patty.
—Ya, pero lo mejor es… mmm… La vida no siempre es justa, Pattylinda. Ha dicho el señor Post que quizá Ethan estaría dispuesto a disculparse por no ser más caballeroso, pero… bueno. ¿Eso te parecería bien?
—No.
—Ya lo suponía.
—La entrenadora Nagel dice que debería ir a la policía.
—La entrenadora Nagel debería limitarse a sus regates —respondió su padre.
—Sóftbol —corrigió Patty—. Estamos en la temporada de sóftbol.
—A menos que quieras pasarte tu último curso de secundaria padeciendo una humillación pública tras otra.
—El baloncesto es en invierno y el sóftbol en primavera, cuando no hace tanto frío, ¿vale?
—Mi pregunta es: ¿de verdad es así como quieres pasar el último curso?
—La entrenadora de baloncesto se llama Carver —prosiguió Patty—. La entrenadora de sóftbol se llama Nagel. ¿Te enteras?
Su padre puso el motor en marcha.
En su último curso, Patty, en lugar de padecer humillaciones públicas, se convirtió en una auténtica jugadora, no ya una simple promesa. Prácticamente vivía en el pabellón deportivo. En baloncesto recibió una sanción de tres partidos sin jugar por hincarle el hombro en la espalda a una alero del New Rochelle que le había dado un codazo a una compañera de equipo de Patty, Stephanie, y aún así, batió todos los récords escolares que ella misma había establecido el año anterior, además de casi batir el récord de puntos. Aumentar el perímetro de sus lanzamientos fiables era un acicate más para buscar canasta. Se había desentendido ya del dolor físico.
En primavera, cuando el representante local de la Asamblea legislativa del estado dejó el cargo después de un largo período de servicio y la dirección del partido eligió a la madre de Patty para presentarse a las elecciones en su lugar, los Post se ofrecieron a organizar conjuntamente un acto de recaudación de fondos en el lujo verde de su jardín trasero. Joyce le pidió permiso a Patty antes de aceptar el ofrecimiento, diciendo que no haría nada que le incomodase, pero a Patty ya la traía sin cuidado lo que hiciese Joyce, y así se lo dijo. Cuando la familia de la candidata posó para la obligada foto de familia, nadie le reprochó a Patty su ausencia. Su expresión de amargura no habría favorecido la causa de Joyce.